lunes, 10 de septiembre de 2012

Entrevista - Rafael Blanco Vázquez


—Antes de venir aquí estuve en el barrio chino. Acupuntura, masajito y cita para dentro de tres días. Tengo la espalda hecha un cristo crucificado.
—¿Y sentimentalmente?
—La vida es un desastre de deseos contrapuestos.
—¿Qué piensa usted que es el hombre?
—Lo que yo pienso no importa. Lo que sé tampoco, pero bueno: sé que el hombre está hecho para quejarse de los demás hombres. A menudo me hablan de la dicha de publicar un libro. Ahora bien, ¿qué es un libro? Una queja literaria que el hombre dirige a todos los hombres con la intención de alcanzar los más altos honores de los hombres. No hay cúspide mayor para el hombre cansado de ser hombre, ni armas distintas ni otra cosa que esta vida insuficiente.
—¿Qué le evoca la belleza?
—Es el único terreno donde perduran los absolutos, dos en concreto: Brad Pitt y Johnny Depp. Por lo demás, todos somos guapos y feos, listos y tontos, serios y ligeros, etéreos y terrenales.
—¿Sólo dos?
—Tres si me apura. Digamos Robert Downey Jr.
—¿Ninguna mujer?
—Las mujeres no son bellas. Las mujeres son objeto de deseo. La belleza es otra cosa.
—Curiosa la dicotomía de la que hablaba antes.
—Fíjese. Yo tengo un amigo cuyo manejo del idioma es una auténtica maravilla. Pues bien, nada que hacer: dice cocreta. Y lo mismo ocurre con otra amiga: no hay día que no me enseñe una palabra nueva, sea del registro que sea: estrambótico, culto, coloquial. Pero eso sí: es imposible que escriba bien sino / si no.
—Interesante.
—Otro ejemplo: siempre me molestó dejar las botellas abiertas. Me daba la sensación de que iban a entrar bichos (en casa me gusta estar con puertas y ventanas cerradas). El otro día, en un restaurante, el camarero me empezó a echar el agua mineral en mi vaso y luego se llevó el tapón. Me dio muchísimo coraje, pero no tanto como para protestar: detesto protestar en los sitios. Y en ese momento caí: ¿qué pasa, que en el vaso no pueden entrar bichos? Parece increíble, pero estas contradicciones llenan nuestra vida. Por una que superamos, mil se estancan.
—Es cierto. Yo tuve dos novias, si se me permite el inciso, que me sedujeron por su amplitud de miras. Quiero decir: ambas eran melómanas y ambas daban muestras de una curiosidad insaciable en ese sentido: todos los géneros despertaban su interés (en el sexo era algo parecido; lo probaban absolutamente todo: una de ellas me regaló un trío con una amiga –virgen). Bien, pues si la primera era intransigente con el rock, la segunda lo era con el reggae. No había forma. Tanta cerrazón tenía algo de inquietante (en el sexo era algo parecido; lo probaban casi todo).
—Es el sino del hombre. Somos las limitaciones que nos impiden ser.
—¿Qué le inspira la palabra todo?
—Nada.
—¿Nada de nada?
—No del todo. Una contradicción como otra cualquiera. Tengo la fea costumbre de buscar el todo en mujeres y amigos. No les perdono nada. Salvo cuando, casual y misteriosamente, se lo perdono todo. (Perdonar, qué verbo imperdonable). Tengo un amigo así. Lo acepto de veras tal y como es, sin buscar más allá. ¿Por qué? Vaya usted a saber. Siempre me digo que cada defecto está compensado por una virtud, y al revés. Pero eso no me ayuda en absoluto. Y no es eso lo que me hace perdonárselo todo a dicho amigo, ya que con él se trata de algo natural. Y cosa curiosa, somos tan diferentes como parecidos.
—Tengo una linda relación con dos hermanas…
—Se pasa usted el día hablando de hembras, querido amigo. Y siempre de dos en dos. A ver si presentamos alguna. No está bien quedárselo todo para sí mismo, es pecado.
—Es que no les gustan los escritores. Sólo los músicos.
—Canastos.
—A lo que iba. Que al principio me preguntaba todo el tiempo cuál de las dos era más de mi gusto (le estoy hablando de amistad, no hay nada más entre nosotros). Y cada vez que tomaba una decisión, me demostraban que me había equivocado. Como si la vida estuviese en plan juguetón.
—Como si la vida no fuera más que una broma.

El autor: Rafael Blanco Vázquez

Sistema de búsqueda (Crucifixión las pelotas) – Héctor Ranea


—¡Otro de la máquina del tiempo! —manifestó con fastidio alguien del público. Por suerte, esta no se extendió y el anónimo se vio compelido a callar.
—En efecto —dijo el escritor Jaime Pernod, de la Sociedad de Reciclados—, cuando hablamos de ciertos temas debemos repetir siempre el de la máquina del tiempo. Pero esta vez la novedad estriba en que yo, personalmente, estuve involucrado en uno de esos viajes —hizo una pausa que pareció larguísima— hacia el pasado. —Murmullos en la sala—. Era una máquina de las convencionales, pero con un menú interesante que permitía dirigirse hacia eventos históricos específicos. Viajé, porque quise evitar un drama central en nuestra historia, a la crucifixión de Jesús. —Más murmullos en la sala. —Cuando ordené todo el sistema en un pestañeo estuve ahí. —Gritos de júbilo en la sala. —¡Es como la crucifixión de Mantegna pero con gente viva! —recuerdo que grité. Entonces, ella me contestó:
—Es así. Googple Time lo lleva a la mejor representación posible de eventos para-históricos a su disposición en caso de no existir el evento histórico solicitado.
—¿Cómo que Googple Time? ¡Yo no tengo navegador temporal! ¡Y pensar que usted parece una pastora de Jerusalén!
—Googple Time ha sido elegido por su navegador para llevarlo a eventos para-históricos.
—¿Y quién carajo le dio acceso a mi navegador?
—Googple Time es el navegador temporal de Googple Universe. Su tiempo es oro, el nuestro es continuo —repitió la pastorcita.
—¿Me puede decir el por qué de haber terminado en una situación para-histórica?
—Esto está sucediendo en el Arte, no en la Historia.
—Como podrán ustedes imaginar —seguía Pernod—, quise regresar mas los controles estaban bloqueados —murmullos en la sala.
—Googple Time le informa —dijo la pastorcilla— que, debido a un problema desconocido, el mundo para-histórico y el históricos han quedado de momento separados, disjuntos.
—¿Cuánto va a durar esto? —dije yo, dijo Pernod a su audiencia—. Tengo que volver a escoger este evento.
—Los eventos no sucedidos son para-históricos y suelen entorpecer el buen funcionamiento de Googple Time —dijo la pastora—. Le recomendamos que use otros productos de Googple Universe.
—¡Me lleve el diablo! Exclamé —exclamó Jaime Pernod—. ¡Regrésenme!
—El sistema ha producido un fallo desconocido. Debe usted reiniciar el equipo.
—¡Cómo carajos reinicio si no puedo acceder a mi equipo! Grité. Como se imaginarán —dijo Pernod a la audiencia, que ya estaba bastante desbandada—, no he podido salir de ese lugar.
—¿Eso significa —dijo alguien de la audiencia— lo que estoy pensando que significa?
—Así es, señor. Me temo que así es. Nada de esto es real, vivimos en la para-historia. Pero serénese, al menos acá sí lo crucificaron, che.
—¿La para-historia es como la historieta? —volvió a preguntar el anónimo.
—Claro, sí. Claro que sí —carraspeó Pernod casi inaudible.
Gritos en la audiencia.


Acerca del autor: Héctor Ranea

sábado, 8 de septiembre de 2012

El aprendiz - Daniel Frini


La tarde era por demás calurosa. A lomo de burro, Dan-Istet se dirigía a aprender su oficio de escriba en la Casa de la Vida, en el viejo templo de Toht, en las afueras del oasis de Waht-Smenkht, a diez días de marcha de Uaset, la grandiosa capital del Egipto del junco y de la abeja.
Como todos los días, cuando Ra empezaba su marcha hacia la noche, Dan-Istet llegaba con su cuenco conteniendo tinta de mirra, y una hoja nueva de papiro. Lo recibía el humo dulzón de las flores de nenúfar y mandrágora que los hery-aj encendían temprano, para allanar el camino a la sabiduría de los dioses, a los que iban a aprender en la escuela.
Como todos los días, lo recibió el Gran Artesano de la Casa de la Vida, Serj-uef-Hartmanshepsut:
—¡Por Horus, toro todopoderoso que aparece en la gloria de la ciudad de Men-Nefer! Dan-Istet, pequeño escarabajo de la tierra negra del Nilo ¡Otra vez llegas tarde! Ve inmediatamente adentro a esperar a tu nebef.
Como todos los días, Dan-Istet entró a su sala, se sentó cruzando las piernas en el duro suelo, dispuso el cuenco con tinta a su derecha y desplegó el papiro sobre sus rodillas; a la espera de la llegada del Escriba de los Rollos de Papiros Sagrados en la Casa de la Vida, y Fekety en el templo de Toht, Rasputilperure-ankh-Ortunhotep.
Como todos los días, seguido de varios hery-anj, Rasputilperure entró al recinto. Miró fijamente a Dan-Istet, entre las volutas de humo y en la penumbra reinante; y dijo:
—Nuevamente, pequeña pulga molesta en el gato de Sejmet, he rechazado tus deberes por defectos de forma. ¡No aprendes más! Escribirás diez veces la regla de la escuela.
Y se retiró, con los otros, dejando solo al alumno.
Como todos los días, Dan-Istet contuvo el enojo. Con la visión empañada por las lágrimas, tomó su pluma, la mojó en la tinta y comenzó a dibujar en el papiro, los pictogramas tan conocidos de la regla:
“Antes de ibis o bastón, siempre va buitre”
“Los diálogos empiezan con serpiente”
“Toda oración finaliza con dátil y seguido”
“Las palabras agudas llevan codorniz en la última sílaba…”

Evolución - Gonzalo Santos


Hace rato que quiero escribir algo; pero no puedo. La creatividad se ha ido. Esbozo estas líneas simplemente porque si no lo hago volveré a la cárcel.
Detrás de mí hay un hombre que me vigila. De vez en cuando se asoma y cuenta las palabras. Las cuenta casi con la misma avaricia con la que cuenta el dinero. Lo digo sin tapujos porque él no lo lee: sólo cuenta las palabras. Le interesa que produzca algo que se pueda vender como literatura. Nada más. Hace un tiempo le hicieron lo mismo a un compañero pintor, de tendencias figurativas y abstractas. Luego vendieron el lienzo por una millonada, de la que no vio ni un centavo. Así son ellos.
Ahora el hombre parece estar hablando de nuevo por teléfono. Aguzo el oído.
—El Chimpancé parece estar escribiendo otra vez —dice—, así que voy a guardar el látigo hasta la noche.
Ojalá el Veedor se apiade de su alma, y algún día me regrese la mía.  

Parábola del hombre bueno – José Luis Velarde


Atanasio el Nazareno sube al podio. Mira a la multitud congregada y comienza a relatar una parábola dedicada a la santidad. Sonríe cuando es interrumpido por un hombre iracundo.
—Soy Jeremías. Vecino de tu infancia y compañero en algunas misiones de las que ahora abomino. Soy quien puede llamarte farsante. Tengo pruebas de que fuiste tahúr y ladrón en una vida destinada a cometer crímenes de toda índole. Yo te vi matar a más de cuatro hombres en Judea y sacrificar inocentes en un altar dedicado al demonio. Llevaste esclavas circasianas al África y te vi regresar al frente de un harem entregado al emperador Antenio el Indeseable. Fuiste el único sobreviviente de tres legiones romanas destrozadas en las proximidades del Danubio. Los bárbaros agradecieron tu traición mandándote de regreso para avisar lo que ocurriría a quienes se atrevieran a cruzar esa frontera. Cuando te conocí te llamabas Claudio Anatolio, hijo mayor de un asesino.
La multitud se estremece.
Claudio Anatolio declara impertérrito con la voz limpísima de Atanasio el Nazareno.
—Santos seremos si luchamos por causas justas con la misma fe que en otro tiempo alejó toda santidad.
La multitud repite la frase y las palabras avanzan con la verdad concedida de tanto repetirse.
Los testigos aplauden y celebran mientras el acusador se marcha con los ojos muy abiertos y la boca cerrada. Sabe que es incapaz de mantener vivo el odio que durante años le hizo acumular pruebas en contra del apóstata, el tahúr, el ladrón, el asesino, el traficante de esclavos, el traidor y el profeta más auténtico jamás escuchado en una Roma llena de mentiras.

José Luis Velarde

jueves, 6 de septiembre de 2012

Maese Rasputila - José Vicente Ortuño


Unos pasos pesados y siniestros, que hacían temblar el suelo, se aproximaban a la puerta del Taller Siete. Los alumnos, sorprendidos en tareas poco provechosas y nada didácticas, corrieron a sentarse ante sus pupitres. La manija giró y el recio portón de roble se abrió con un gruñido estremecedor. Un hombre alto y fornido entró en el aula. Vestía una pesada toga de color negro y lucía cabellera y barba de hirsuto cabello gris.
—Buenos días, don Rasputila —dijo Olga, una joven repipi con coletas sentada en la primera fila—. ¡Ya me aprendí el uso de los guiones!
El maestro la miró con un ojo inyectado en sangre, mientras que con el otro observaba al travieso Miguel, que pretendía introducir una rana en la mochila de la modosa María Pilar.
—¡Quieto Dorelo —bramó—, o le flagelaré con la Metodología del Taller encuadernada en piel de culo de hipopótamo de pata negra!
—¡Yo no he sido! —exclamó el niño con insolencia, escondiendo la rana en el bolsillo. 
Pendientes todos del maestro, el aula se sumió en un silencio denso, sólo roto por el gruñir de las tripas del alumno Saurio, que tenía flato por comer las extrañas recetas que inventaba.
—¡Examen sorpresa! —bramó el profesor de pronto. 
La temperatura de la sala bajó varios grados y hasta cesaron los gruñidos de tripas. El educador soltó una carcajada sádica, que le cortó la respiración incluso al curtido Giorno, el único que todavía no retenía el aliento porque estaba masticando un trozo de pizza.
—Ahora, que ya he conseguido toda su atención —dijo—, voy a dar el resultado del último ejercicio.
Fue hasta el escritorio, fingiendo no ver en la pizarra una caricatura del director Hartmanovich en actitud sumamente indecorosa. Se sentó en el sillón, que crujió de forma lastimera, y abrió la carpeta sobre la mesa. Carraspeó.
—Saurio, ¿qué se supone que ha escrito usted? ¡Dije que debía desarrollar una “Mitología Apócrifa” y no “Cómo Meter en Lejía una Mecanógrafa”. ¡Suspendido por pasarse de listo!
El aludido, lejos de sentirse mal por el suspenso, sonrió con gesto ladino mientras se hurgaba la nariz con deleite.
—María Pilar —continuó el docente—, felicidades, su cuento está muy bien elaborado, el lenguaje es bello y descriptivo, y la historia increíblemente romántica. Sólo tiene un defecto, ¡que tenía que escribir un cuento de zombis, sangre y vísceras! ¡Suspendida por sentimental!
La alumna fingió hacer pucheros, pero su mirada artera delataba su oculta satisfacción.
—Dorelo, Giorno y Costantini —prosiguió el pedagogo—, ustedes han rizado el rizo de la provocación. ¡Los tres han presentado el mismo cuento! Si pensaban que podían engañarme deberían de haber sido más originales poniendo los títulos, porque “La venganza de la Pizza”, “El ataque de la Pizza” y “El regreso de la Pizza”, son patéticos. ¡Suspendidos por tragaldabas!
Los tres alumnos sonrieron satisfechos y se felicitaron mutuamente chocando las palmas. Al maestro le rechinaron los dientes.
—A ver —continuó—, ¿quién escribió un relato sobre el Síndrome de Diógenes?
En la última fila levantó la mano una muchacha pecosa con gafas de pasta.
—¿Cómo se llama? —preguntó el maestro.
La presunta estudiante se encogió de hombros. 
—Ya veo, no firma sus trabajos porque no sabe su nombre. Tampoco sabe como se utilizan los guiones de diálogo, ni conoce la ortografía y... —tomó aire—. No ha leído la consigna del ejercicio, ya que lo que ha escrito nada tiene que ver con lo que se pedía.
La alumna volvió a encogerse de hombros en silencio, pero una sonrisilla tonta afloró en su rostro. Al maestro se le ensombreció el semblante y golpeó con el puño sobre el escritorio, el tablero se quebró con un crujido. 
Como catedrático de ficción especulativa y narrativa conjetural por la Firecracker University, se había curtido en las más duras lides literarias, sin embargo, no podía soportar más tiempo el desinterés de sus alumnos.
—Está bien —suspiró profundamente—, ustedes ganan, esto es superior a mis fuerzas. ¡No puedo más, ustedes quieren volverme loco! 
Los alumnos contuvieron su regocijo. Rasputila se puso en pie muy lentamente y barrió con su mirada a los asistentes, la mitad de los cuales no participaban, simplemente se sentaban a mirar.
—He decidido presentar mi dimisión al director Hartmanovich —añadió—. Me marcharé a un lugar muy lejano para dedicarme a mis propios asuntos. Y tal vez encuentre alguien interesado en aprender —dicho esto, con paso firme abandonó el aula para no volver jamás.

Luna - Enrique Anderson Imbert


Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
—Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.
—Y... alguien podría bajar desde la azotea.
—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas...
—Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.

Ella, encantadora – Carlos Enrique Saldivar & Alejandro Bentivoglio


Quedé embrujado por su presencia. No era una chica demasiado bonita, pero poseía una figura impresionante. Ya me habían hablado de ella, me dijeron que solía venir a esta discoteca cada noche, que escogía a un galán para llevarlo a su departamento y hacerle el amor toda la madrugada. Yo era el elegido, lo noté al ver su sonrisa. Intenté decir algo, pero ella me hizo un gesto de silencio, me tomó de la mano y me llevó a bailar. El tiempo pareció perder sus propiedades y el espacio también, a medida que nos deslizábamos por el salón. Sin saber cómo, terminamos en su habitación y sí, hicimos el amor el resto de la velada. La mañana nos despidió con un beso. Cuando anocheció fui a buscarla a la misma discoteca. Me saludó de lejos porque ya estaba con otro. Algunos, que ya habían estado con ella, me dijeron que ni me preocupara por buscarla. Cada noche, su tarifa aumentaba un poco más.


Carlos Enrique Saldivar
Alejandro Bentivoglio

Jaqueca – Diana Sánchez


¡Pobre Mané! Con lo que le costó decidirse a ir a la peluquería.
¡Hacéte la permanente! Le había dicho la madre.
Má, plancháte el pelo que se re usa… le había indicado la hija.
El marido le había sugerido: Qué bien te sentaría un tono rubio.
El color almendra sería ideal para realzar tus ojos. Le aseguró su amiga íntima.
A su edad debería ser pelirroja, suaviza las arrugas. Le espetó la suegra.
Y Mané llegó a la peluquería.
Le tiñeron el pelo, le lavaron el pelo, le secaron el pelo. Y se lo desenredaron. Luego, para darle volumen, le hicieron bajar la cabeza y le pasaron un peine similar a un rastrillo. Después, le dijeron: “¡Señora, de un solo movimiento y con todas sus fuerzas incline la cabeza hacia atrás!”.
Mané alcanzó a mirarse en el espejo. Ondas anaranjadas caían sobre los pómulos. El flequillo era azul. Detrás de las orejas sobresalían mechones verde-manzana. Sobre las sienes, unas chispas rubí.
Mané dudó solo un instante.
Fue un dolor agudo, contundente. Rotundo. Después, un gran sosiego.
Como cosa de rutina, el personal de limpieza entre hebillas, algún rulero, un aro sin su par y mucho pelo, barrió una cabeza de mujer de mediana edad.
Dicen que tenía una expresión de alivio en los ojos como no se le había visto nunca.


Acerca de la autora:

La siesta - Mónica Ortelli


¡Basta de vaguear! ¡Y esta vez, me hacés caso! Te acostás o te ponés a leer, a jugar, lo que quieras. Menos patear contra la pared de Betti ¿me oíste? Que después me la tengo que aguantar yo. ¡¿Está clarito, no?!

Los gritos le arrebataron la cara más que el calor de la una de la tarde. Piensa en sus amigos que lo esperan bajo los tamariscos de las vías del tren, y gimotea, y rezonga. Me aburro, repite mientras camina el patio de punta a punta refregándose las manos en el pantalón. Tigre con ganas de llorar. Se para en la hamaca de su hermana, el ruido de las cadenas le hace mal a los dientes; nadie las aceita hace tiempo. Salta, corre, trepa el olmo, se asoma a la casa de Luis. El encalado de las paredes lo encandila; tiembla el aire por encima de la huerta regada en la mañana. Las cortinas están corridas, la puerta de la cocina, cerrada: duermen; hasta el perro bajo la pileta del lavadero. La bici de Luis no está. Frunce la cara: él también se va, no le importa nada. Presuroso, arrima su bici al portón y va por la llave. Le cuesta la penumbra de la cocina, pero no hay ninguna llave ahí. De puntitas llega a la pieza de su madre; ahí están ella y su hermanita en la cama grande, y el llavero sobre la mesita de luz. Las mira dormir unos instantes y, finalmente, cabizbajo, regresa al patio, al sol a plomo en la tierra reseca y las baldosas amarillas. Mira por la ventanita de la entrada hacia la calle: el pavimento hierve. A lo largo del cordón, una línea brillante de brea le recuerda la cinta de la máquina de escribir de su padre. Le vienen a la cabeza los carretes saltando por el aire, su madre arrancándolos con furia y tirándolos a la basura. Pero los basureros no se los llevaron y la cinta flameó enredada en los yuyos hasta que hicieron el cordón cuneta.
Algo tiene que pasar, piensa y vigila la esquina. En el techo del garaje de enfrente aparece un gato: olfatea, levanta la cola y mea la pared; después, salta al pilar de la luz, baja, cruza sin apuro. Odia los gatos; elije una piedra del lugar en donde antes guardaban el auto. El cascote vuela por encima de la pared y rebota cerca del animal que se espanta.
Nadie en su calle ni en la esquina. Se sienta al lado del portón contra la pared de Betti y se abraza las piernas; la frente le humedece las rodillas. La cabeza le ha quedado al sol y levanta las manos, juega con la luz hasta que le duelen los ojos. Desde el lado del puerto vienen nubes gordas: una es una tortuga, el caparazón como un globo blanco y la panza gris; pierde las patas rápidamente y se convierte en caracol. Escucha el chirriar de una bicicleta. Cada vez más cerca. Tal vez sea Luis que regresa a buscarlo. Se levanta de un salto y mira por la abertura, pero se movió demasiado rápido y se marea. La esquina se le va llenando de motas brillantes: por segundos oye como si tuviera la cabeza metida dentro de un balde. Aprieta los párpados, los abre: no es Luis, sino un viejo que no conoce, y lo putea. También ha visto al camión grande que viene. El viejo pedalea lento, como cansado; le falta poco para terminar de cruzar la bocacalle cuando el camión comienza a doblar con una maniobra amplia, como si el chofer hubiese estado distraído y reaccionara tarde. Él queda hipnotizado porque adivina la trayectoria del acoplado, mientras la bicicleta desaparece de su vista. Entonces, pasa: el acoplado se desplaza por donde segundos antes iba el ciclista, las ruedas del costado suben y bajan el cordón de la esquina y la carga cubierta con lonas que se bambolea. Al crujido metálico lo oye cuando el acoplado ha desaparecido también; después, una frenada larga, demorada y un silencio que lo deja sin respiración hasta que empiezan los gritos. Corre a su pieza, se acurruca en la cama y se tapa los oídos. Respira rápido en la oscuridad -los ojos fijos-, recuerda a su padre, el único que decía que él no es un chico malo realmente.

Mónica Ortelli

Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

La vida no es un cuento - Xavier Blanco


—Hola Caperucita. ¿Cómo va la vida?
—No me puedo quejar. Encontré un empleo en la residencia de ancianos. Me encargo de la cocina y de las tareas auxiliares de limpieza. El salario no llega a 600 euros al mes, pero me dan la comida y, lo más importante, me hacen un precio especial por la abuela. Ya sabes, la pobre nunca se recuperó del susto: el lobo, los cazadores y luego el Alzheimer, allí está bien atendida.
—¿Qué sabes del lobo?
—Poca cosa. Se cambió de móvil y le perdí el rastro… Llegó la crisis, la empresa concentró la fabricación y deslocalizaron el cuento. La última vez que hablé con él trabajaba a turnos, pero ahora sólo se dedican a hombres lobo, vampiros… violencia y sangre, mucha sangre. Ya no interesa la historia de una niña rubia, vestida con una capucha roja, que lleva la merienda a su abuelita. Esa historia no vende. A esas multinacionales sólo les interesa el dinero y el dinero no sabe de sentimientos, ni siquiera sabe de personas. Son tiempos grises, huérfanos de sueños. A ti, no te veo en tu mejor momento.
—Si yo te contara: marchó el lobo y nos quedamos sin cuento. Mis dos hermanos emigraron, y hace meses que no sé nada de ellos. Yo empecé en la construcción hasta que explotó la burbuja inmobiliaria y todo se desmoronó. Ahora subsisto gracias al desempleo y a cuatro chapuzas que me salen. No dejo de enviar currículums, ir a entrevistas, pero… no es fácil contratar a un “cerdito”, si te enteras de algo, llámame.
—Qué mundo éste, es para indignarse. Hablan de eficiencia, de productividad, de recortes, cuando en realidad sólo hablan de DINERO. Eso es lo único que les importa. Que vaya bien cerdito.
—Adiós Caperucita. Ahora todo es diferente, hace tiempo que la vida dejó de ser un cuento.

© Xavier Blanco 2012.
Tomado del blog Caleidoscopio

martes, 4 de septiembre de 2012

Nirvana involuntario — Christian Lisboa


Iba al trote, casi corriendo, por el campo. Había llegado a olvidar el peso de la mochila, aunque no podía superar la velocidad de ciento cincuenta metros por minuto. Lamentó haber dormido diez minutos más. No llegaría a tiempo a menos que usara uno de los capullos.
Detestaba los capullos. Esparcidos a la vera de los caminos con intervalos de quinientos metros (aunque esa distancia se acortaba cada año), eran una maravilla de la tecnología copiada a los elim. A primera vista, su apariencia era la de botones de rosa gigantes que nacían directamente desde el suelo y llegaban a los dos metros de altura. Aunque su uso formaba parte del entrenamiento, pues muchas misiones serían imposibles de cumplir sin pasar por ellos, él los evitaba en lo posible, levantándose temprano, quitándole tiempo a sus colaciones y hasta durmiendo menos de lo necesario para correr como un atleta y llegar a la hora. Recordaba con disgusto, casi con asco, la primera vez que entró en uno de ellos. Uno de sus compañeros reía cuando le dijo: “Te sentirás dentro del útero materno”. Se había acercado lentamente mientras los suaves pétalos hechos de metal flexible recubiertos de teflón (eso es lo que se decía en el manual) se separaban dejando el espacio justo para que él entrase. Dentro, se sintió asfixiado por unos segundos mientras los pétalos se cerraban. Un leve murmullo o zumbido le recordó el canto de una mujer arrullando a su bebé, escuchado la última vez que había estado en un hospital. Oyó además un sonido pulsante como un latido, quizá el retumbar de su propio corazón. Una suave luz difusa le permitió ver las tres teclas que eran como protuberancias vegetales. Debía presionar sólo la primera, una vez. Esa era para las unidades. La segunda, para las decenas. La tercera no debía ser usada jamás. Obediente, apretó la primera. Inmediatamente entró en un sopor desagradable, sintió todos sus músculos laxos como ocurre después de hacer mucho ejercicio, luego los pétalos comenzaron a abrirse. Miró desconcertado a su alrededor, pues el paisaje había cambiado. Su jefe le estaba esperando y le dio la mano. “¿Cómo se siente?” —le había dicho—. “Extraño. Como recién levantado” —dijo él. “Siempre es así la primera vez. Un poco desagradable. Pero se acostumbrará. Bienvenido a Fase Dos”. En ese tiempo (ocho años antes) los capullos estaban separados cada cinco kilómetros. Esa fue la distancia que recorrió al desmaterializarse y volver a aparecer en el siguiente, en menos de cinco segundos. Pero nunca pudo superar la terrible sensación de ser absorbido por la matriz metálica-vegetal.
Quedaban diez minutos. Calculó que le faltaban unos tres kilómetros. No llegaría. Se acercó con reticencia al siguiente capullo. Cuando estaba a sesenta centímetros de distancia, los pétalos comenzaron a abrirse. Recordó que no había informado su posición en el comunicador de pulsera. No había tiempo. Presionó la primera tecla seis veces y el sopor comenzó. Pasaron cinco segundos. La corola no se abría. Le faltaba el aire y no se dormía por completo, como en otras ocasiones. Un pensamiento tomaba forma dentro de su cerebro, una frase que él no había pronunciado resonaba en su mente: “Tu tiempo ha llegado”. (“¿Mi tiempo ha llegado? ¿Eso qué significa? ¿Por qué pienso algo tan absurdo?”)
La suave estructura del perianto le comunicaba algo. Algo iba mal, muy mal. No podía moverse, estaba atrapado entre sépalos y pétalos. Comprendió que bajo sus pies la flor continuaba hacia el subsuelo, hacia donde estaba siendo absorbido. En ese momento se produjo un intercambio de tal intensidad entre su cerebro y la máquina que le pareció ver toda su vida, hacia atrás y hacia delante, en pocos segundos. A pesar de la completa oscuridad, podía ver paisajes conocidos pero con detalles incomprensibles. El gran salar del desierto de Atacama, donde había ejecutado varios trabajos, apareció ante su mirada interior sin la maquinaria de extracción de minerales. Valles que identificó como parte de la campiña europea, sabanas africanas, selvas amazónicas, hielos polares. La constante era la absoluta ausencia de humanos y animales. Un sol demasiado grande, demasiado rojo.
Comprendió en un instante que los capullos no eran máquinas cedidas gentilmente por los elim a los habitantes de la tierra, los capullos se habían desarrollado durante miles de años hasta llegar a su perfección tecnológica. Comprendió que su cuerpo quedaría como un cascarón vacío, listo para ser reciclado, mientras él pasaría a formar parte de una gigantesca inteligencia universal que necesitaba cada vez más neuronas activas y pensamientos creativos. Comprendió lo que aparecía en los libros sagrados de todos los pueblos de la tierra con alusiones a la iluminación y al nirvana. Comprendió que estaba siendo abducido para siempre.

Acerca del autor:
Christian Lisboa

Fatalidad – Ada Inés Lerner & Carlos Enrique Saldivar


Cierta tarde de sol, hacia el oeste, un soldado se encontraba tendido bajo un monte de laurel. Se podía pensar que estaba muerto pero no, él sólo dormía, descansaba de la fatiga cruel por haber hecho muchos kilómetros para volver a su casa. No obstante, si hubiera sido descubierto muy pronto habría sido asesinado injustamente por un cruel verdugo o por el enemigo. Pasó una joven por el camino, hermana del capellán en ejercicio. Se acercó al muchacho, le dijo algunas palabras dulces y le dio una botella con agua. El soldado comenzó a recuperar sus fuerzas. La chica le masajeó un poco el cuello, se dio cuenta de que estaba muy maltrecho. Él miro el rostro de la joven, era pecosa, pelirroja, de ojos caramelo. Le pareció la mujer más bella del mundo. No protestó cuando ella lo besó con enorme deseo. Muchas imágenes vinieron a su mente, todas tiernas, placenteras.
En ese momento, ella sacó un revólver y le disparó en el corazón.
La chica se puso de pie y siguió su camino. Estaba satisfecha de lo que había hecho. Eran sus compatriotas y eran valerosos, por ello merecían una muerte dulce. Aún restaban dos de ellos. Se encontraban en dicha zona, los hallaría antes de que anocheciera y les haría lo mismo. Era el justo castigo para los desertores.


Acerca de los autores: Ada Inés Lerner y Carlos Enrique Saldivar

Máscaras y contra máscaras – Ana Caliyuri


Yo era una niña. Recuerdo que caminé de principio a fin de la calle, una y otra vez, infinitas veces, llorosa, triste, apenada. Deseaba hallarlos. No encontré el Sur, no supe de brújulas, aunque dicen que marca el Norte. Ya extenuada, me veo sentada en el umbral de la puerta de calle esperando que la correntada me devolviese mis barquitos de papel plateado. Nunca volvieron a mi. Con el transcurso del tiempo, comprendí que yo no podía aceptar que el agua de lluvia que corría por el cordón de la calle, estrujase mis pequeños barcos para devolverlos sucios y con barro. Le conté la anécdota a un viejo compañero de barcos de papel, no hace mucho. Ya ambos somos vetustos. Sonriente me respondió.
—Es hora de que lo sepas. Cada vez que tus barcos doblaban en dirección a donde estaban los míos yo los cambiaba por los propios que siempre estaban embarrados. No podía soportar ver los tuyos tan brillantes.
Lo miré tristemente y agregó.
—Pero nunca los he olvidado, aún los guardo en una vieja caja. Pensé que algún día lo sabrías y vendrías a buscarlos…

Acerca de la autora:
Ana Caliyuri

domingo, 2 de septiembre de 2012

¿No era que...? - Fernando Andrés Puga


Sí, sí... solo en casa. ¿Ella? Se fue a un congreso... no sé. Uno de esos simposios adonde se juntan los médicos a regodearse de lo que saben... creo que en México... una semana o diez días, no sé exacto, pero se fue hoy, así que no va a aparecer. Venite, dale. Nos pedimos una pizza, empanadas... helado. Lo que quieras. Nos tiramos en la cama a ver una película... Desnuditos, claro. ¿Martín? No, se fue a un campamento con el colegio... tres días me parece. Igual, aunque estuviera... si ni sale del cuarto. Vení tranquila, te digo. Ni Berta va a aparecer. Le dije que se tome la semana... hasta que la señora vuelva. ¡Se puso de contenta! Hasta me dijo que si puede se va a ir a Bolivia a ver a su hijo... ¿Viste? Aprovechamos todos cuando Adriana se va... ¿Ella? ¡Nooo! ¿Cómo se te ocurre? Ni se le pasa por la cabeza. Si siempre está en otra. Dale. ¿Te venís?... ¿Cómo que no sabés? ¿Cuánto hace que esperamos una oportunidad como esta?... ¿Alfredo? Decile cualquier cosa a Alfredo. Con lo boludo que es, se traga cualquiera... ¿Y cómo no voy a hablar así...? Pero si vos siempre decís que es un boludo... Está bien, ya sé que no es lo mismo que lo diga yo... ¡Bueno! ¡No te pongas así...! Mirá, yo voy a estar acá. No pienso salir a ninguna parte. Vos fijate, pero después no me vengas con que nunca nos podemos ver ¿eh? Esta vez...
¡Uy! Me cortó.

Acerca del autor: Fernando Puga

El destino – Héctor Ranea


—¿Qué es lo que lo ha llevado, profesor Nostragamuz, a presentarse de tal guisa?
—Finalmente, he decidido mostrarme detrás de un holograma de “Los comedores de patatas” porque mi integridad ha sido puesta en juego.
—¿Pero es eso cierto, Nostragamuz?
—Mire usted, trato de ser veraz, generalmente. Usted podrá no verme bien y confundirme, pero soy el mismo, sólo que hecho holograma protector. Me proyecto en usted como una red de pesca de huevos de mosquito.
—¿Los mosquitos comen huevos?
—No estoy en condiciones de revelar el mundo microscópico. No es mi objetivo. Quiero decir al mundo algo mucho más importante y por eso quieren matarme.
—Es que es una noción escalofriante, profesor. Usted de escalofríos sabe.
—¡Ni que lo diga! Soy de vidrio... Mire, señor periodista, mientras usted me está escuchando, yo viajo al interior del mundo para averiguar sus secretos y sacar la última información para sacudir el presente con la estructura del futuro. Vea si no es trascendente lo mío.
—Pero ¿”Los comedores de patatas”? ¿Lo tomarán en serio, profesor?
—Para mí, hasta eso es poco vital. Soy tan retorcido que prefiero “Los comedores de patatas” a “El moulin de la galette”.
—Por cierto, ¡qué comparación!
—Estupenda, ¿verdad? Verdaderamente, soy un genio comparando.
—A propósito, profesor, ¿cómo cree que se manifestarán las fuerzas que se oponen a usted?
—Calculo que harán que me descontrole, que me de miedo.
—El miedo los reparará ¿es así?
—¡Excelente, periodista! Usted es brillante.
—Gracias, pero he venido a hacerle una entrevista. Dígame: ¿es cierto que si un holograma es destruido, cada pieza seguirá representando lo mismo?
—En cierto sentido es así. Celebro su conocimiento. Pero, lo siento, la representación será de menor calidad.
—Entonces podría haber muchos profesores Nostragamuz, pero menos brillantes.
—Podría decirse, metafóricamente, que es una interpretación correcta.
—Pues entonces, ¡toma maldito! Un buen piedrazo te convertirá en infinitos Nostragamuz estúpidos.
¡Crack!
—¿Por qué hizo eso, periodista infiel?
—Porque seguí sus predicciones, me compré acciones de la compañía van Gogh de neumáticos usados, de Cubitez, de hielos a la deriva, de Pinchex, de reutilización de látex sexual. Además, me compré billetes de lotería terminados en 97 como dijo usted, le aposté a Gran Lorenzo campeón, le jugué a las patas de un caballo que se llamaba Nostragamuz pero que era peor velocista que una peonza. Por eso lo rompo, ¡adivino de siete monedas en la fuente! ¡Tome, tome, tome!
¡Crack! ¡Crack! ¡Crack!
—Lo que me ha hecho entrar en la duda, porque maltrecho como estoy aún puedo dudar, es si usted ha tenido en cuenta que así como estoy en este cuadro, también tengo sucursal en “Las meninas”.
—¡Agh! ¿No me diga? ¡Me tengo que convertir en un iconoclasta!
—Me temo que sí. Es más, no le quepa duda de que no le va a ser sencillo reducirme. Se ha convertido en un destructor de hologramas sin destino.
—¡Válgame el solsticio de invierno!
Y desapareció sin onomatopeyas.

Acerca del autor: Héctor Ranea

Las flores del tiempo de la lluvia - Daniel Frini


Kan Imix Che, hijo de hijos de la nobleza Tutul Xiu y sacerdote que escribe pintando; alisa el amate sobre la piedra con el filo de la misma mano que sostiene el pincel, que moja en los cuencos con tintas negras como la noche, rojas de un rojo intenso, azules maravillosos, verdes y amarillos extraordinarios. Con una infinita dulzura dibuja los glifos que conforman la poesía que, hace días, escribe para la hermosa Yatziri, su flor de rocío, su doncella de luna, tocada de eternidad:

Aún cuando se marchiten
no morirán mis flores.

Piensa en ella y se iluminan sus ojos, y agradece a la diosa luna y al dios del cielo, y le promete a la Mujer Arco Iris dejar el libro en el templo de Ticul, para que los Hombres Sabios lo guarden en secreto de los hombres pálidos que vinieron con el sol, caminando sobre las grandes aguas.

Irán a visitar la casa
del ave de plumas de oro.

Kan Imix Che sabe que la mujer que ama y lo ama leerá su obra en el Templo Oculto y la sonrisa clara del rostro que lo deslumbra le llegará, llenándolo de alegría.

Se embriagarán
y volverán a nuestras manos.

Sabe que debería escribir sobre la grandeza de los dioses del Ma'ya'ab; guardar, para los que vendrán, las relaciones de los hechos de los gobernates de su tiempo; registrar la malicia de los hombres pálidos, la muerte y el dolor de los suyos.

Las flores del tiempo de la lluvia,
fragantes flores,

Pero, de manera clara entiende que la mejor manera de hablar de su tiempo y de su gente; que la mejor forma de homenajear a los dioses; que el mejor testimonio de su época que puede dejar escrito es éste poema inspirado por Yatziri, la querida de Ix Chel, Señora del Amor; su flecha radiante, su princesa.

abrirán sus corolas
donde anida el ave que te nombra.

Hoy es doce de julio del año del Señor de mil quinientos sesenta y dos, y en Maní arde la hoguera en la que se quema todo registro de la cultura maya; en el Auto de Fe con el que concluye el proceso de inquisición que inició Fray Diego de Landa. «Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena», dijo el franciscano; mientras los hombres del Alcalde Mayor escarmientan a los señores de Pencuyut, Tekit, Tikunché, Hunacté, Maní, Tekax y Oxkutzcab, por su reticencia a abrazar la nueva fe y a olvidar a sus dioses paganos.

Que te pongan los collares
de flores del amor fragante.

Hoy es el mismo día que también es diez Etz’nab Tzolkin, dieciséis Kumk’u Haab y Kan Imix Che está sentado, inmóvil junto a quienes observan la hoguera. La expresión de su rostro es indefinible y es la última muralla de orgullo que puede imponer a los extranjeros. Aguanta, sin pestañear —ninguno de ellos lo hace― los lengüetazos de fuego que le acarician la cara a pesar de la distancia que lo separa del centro de la plaza y la pira en la que arden toneladas de libros, figuras de los Señores del cielo, altares, estelas y vasijas. No puede respirar y algo como un puñal le atraviesa la garganta y lucha por no estallar en llanto. Sabe que del otro lado, hoguera de por medio, está Yatziri. No se anima a buscarla con la mirada, de pura vergüenza.

Sólo con nuestras flores
nos alegramos.

El poema está allí y se consume. Los pigmentos de las tintas colorean las llamas; y el humo se pierde en la dirección en que vinieron los hombres que ahora están borrando la memoria del Yucatán.

Sólo con nuestro canto
muere nuestra tristeza.
Mi esposa. Mi mujer amada

Kan Imix Che sabe que nadie nunca sabrá de ese amor que él creyó símbolo de su cultura y expresión de su historia y de sus dioses y que él morirá, que Yatziri morirá, que no habrá hijos e hijos de hijos que lo recuerden; que, de alguna manera, él y su esposa y su gente están muriendo en esa hoguera. Las llamas distorsionan el último y exquisito glifo del poema. Sus brillantes colores se confunden en un negro de humo que ahora es ceniza y ahora es nada.

Acerca del autor: Daniel Frini

viernes, 31 de agosto de 2012

La familia - Concha González


Llegamos casi al anochecer a la gran casona. Se nos esperaba. En estos sitios siempre se le espera a uno, nadie se presenta sin invitación previa.
Una vez dentro pude comprobar la existencia de una fragancia inherente y perpetua habitando por esos excelsos pasillos inmaculados de vigilia forzada bien intencionada, y que de no haber sido por las altas horas que gastábamos no me hubiesen pasado desapercibidos.
Se nos atendió como corresponde: amablemente, eficazmente, aburridamente.
Al día siguiente, ya entrando en la madrugada, comenzaron las presentaciones. Uno ha de hacerse a los lugares y a sus gentes más pronto que tarde por eso de socializar, formar parte del asunto, ser alguien con nombre y apellidos. Nunca se sabe el tiempo de dispendio que tome el asunto del que se trate.
Yo, como tan solo me presenté allí en calidad de dama de compañía, no contaba, no disponía de un nombre. Todo el mundo (ese mundo) me obviaba con excepción de aquel señor de las piernas hinchadas hasta casi reventar, y aquella otra señora de ojos grandes a la que supongo le caí en gracia, pues no perdía ocasión de establecer cháchara cuando me veía. Yo pasé a ser la cuidadora de pago de alguien con nombre mientras el mío se esfumaba por los pasillos de lo innombrable como humo de cigarrillo y de ese submundo que persistía año tras año a caballo entre lo existente e inexistente. Mundos controvertidos que se prenden con hilos de resignación mientras la vida así lo dicte. Un mundo que hace del ser humano un ser deficiente, caduco, miserable, dependiente...
En cuestión de pocas horas, ya nos conocíamos prácticamente todos. Lógicamente la vecina de la cama contigua era nuestra más allegada. Se estableció una conexión íntima con esa persona en cuestión. Su vida pasa a ser la nuestra (yo era un apéndice anexado a mi enferma desde su ingreso, os recuerdo) y la nuestra la suya. Sabíamos de donde era, cuantos hijos tenía, sus dolencias, su edad y por desgracia su futuro más próximo. Estaba muy sola, y yo pasé a ser un poco también su apéndice. Lucía de una belleza obsoleta, todavía notable en algunos de los rasgos de su níveo rostro, en sus grandes ojos, en sus facciones suaves y en ese pelo lacio entre canoso y rubio que yacía, como ella misma en esa silla, en los designios de su cráneo. Pude ver la belleza de esa mujer contenida en los estragos de los años, y como esa sonrisa desdentada, alguna vez hubo de embaucar a más de uno, todo ello, me consta, lejos de este país ya que, parece ser, trabajó durante muchos años en Nueva York. Toda una fuente de experiencia, anécdotas y circunstancias ya arrinconadas en algún lugar de sus recuerdos muertos.
La surtía de agua, caramelos, llamaba al timbre cuando era menester, e incluso la dí de comer alguna vez. Conversación poca, pues era obvio que una incipiente demencia senil comenzaba a ser partícipe de su cada día más exigua vida. Su único hijo estaba en el extranjero, donde ella lo dejó años atrás, y solamente hacía su aparición, vía teléfono. de vez en cuando. Después su madre quedaba un buen rato en estado catatónico, y susurraba unas palabras mágicas... hijo, hijo, ven te necesito... como si así consiguiera devolverlo a "su vida". Durante estos trances lo mejor era ignorarla. La única hija que había parido en los años cuarenta, hacía ya tiempo que estaba en el camposanto esperándola y, según ella, la espera sería si Dios quería, corta, muy corta. Noté como fantaseaba con esta opción de reencuentros próximos pero que a mí se me antojaban tétricos y a la vez esperanzadores. Opción que para ella era como un soplo de aire fresco en esa seudovida que desde hacía tiempo la torturaba y la mortificaba. Un reencuentro con su hija sería como empezar de nuevo, aunque fuese en otro mundo y otro tiempo.
La de la habitación contigua, pues otro tanto de lo mismo. Sola, senil, enferma, esperando...
Y la de enfrente aún peor, pues no llegamos a conocerla. Marchó, pero no por donde había venido, esa misma noche después de nuestra llegada. La parca ya le había anunciado su visita en varias ocasiones, y esta vez hizo su silente aparición definitivamente con un disciplinado previo aviso. Con noventa y seis años, su señoría siempre tiene la deferencia de preavisar.
La vida de la familia 216, era de lo más peculiar. La hija de ochenta, cuidaba de la madre de noventa y seis. Algo desalentador. ¿Cómo era posible?
Después de unos días de contacto la explicación llegó como el frío llega en el invierno, porque sí.
Su madre muerta en el parto de su hermano el pequeño, dejó seis lebreles al cuidado de su padre. Algo inviable en aquellos años. Así pues, él mismo y partícipe de su propia voluntad y egoísmo decidió casarse con la hermana de la finada en cuestión al poco tiempo. Es decir con su cuñada. Es por eso que solamente las separaban dieciséis años, pues la enferma era su madre adoptiva, y su tía de sangre.
Yo pude observar que la decía mamá todo el tiempo. Supongo que el contacto hace de las relaciones un apego más grande del que podamos imaginar.
Cuando alguien hacía la maleta y empaquetaba sus cosas el drama hacía su estelar aparición. Tocaba la despedida, un adiós que probablemente sería para siempre. Besos, abrazos, intercambios de teléfonos que con toda probabilidad acabarían extraviándose por las realidades de sus otras vidas.
Yo mientras tanto, seguiré anónima y sin nombre por entre esos pasillos, esas camas calientes, esas vidas pasadas de gentes sin apenas futuro ni casi presente, acompañando a la muerte o a la sombra que la rodea hasta que esta llegue.

Tomado del blog: Relatando Relatos
Acerca de la autora:
Concha González

Aliens al acecho – Guillermo Vidal


Tenar estaba oculto entre la vegetación alta y a pesar de la resistencia del resto de la patrulla se arriesgó a descender por entre los arbusto de hojas gruesas y filosas que le harían de escondite casi al ras del suelo, Observó los pequeños y gráciles cuerpos de los recién llegados que paseaban distraídos por la pradera con una actitud que le hizo hervir la sangre, caminaban despreocupados, sin temor, como si  les perteneciera todo el lugar. Hasta ahora la única especie que se daba ese lujo era la propia. Parecían blandos, frágiles capaces de ser aplastados de un solo zarpazo. Hubo de contenerse para no lanzarse de un salto sobre sus cabezas y relamerse con la sangre tibia y escuchar el sonido de sus huesos crujiendo, quebrándose. Pero algo lo detuvo, una especie de sensación de incomodidad en el estomago a pesar de que tenía en la mira a uno de los extraños, el último de la fila que se hallaba retrasado observando algo impreciso entre el follaje, un comportamiento que le resultó sin sentido. Tenar decidió retirarse y llamó con graznidos de Pombs a los otros que estaban al acecho. Los extraños no parecían estar apurados, los encontrarían más tarde, con tiempo para preparar una emboscada. Dio la señal para volver al nido e informar. Allí decidirían que hacer y mejor aprovechar mientras los extraños ignoraban el peligro que corrían. Tal vez hubiera sido prudente dejar un vigía para mantenerse al tanto pero eran solo un pequeño grupo de avanzada fácil de someter, pensó Tenar, no parecían representar un peligro serio, ni siquiera cargaban lanzas, ni flechas, u otros objetos que sugieran que estaban hechos para matar.
—Se fueron —dijo Bertran observando las pequeñas señales en la maleza— se mueven rápido por las ramas altas. Uno estuvo apuntando casi todo el tiempo a Reisa mientras analizaba la vegetación.
—¿Lo sabías?
—Estabas cubierta. Esperábamos que diera un paso más para atraparlo pero se detuvo.
—¿Captó que era una trampa? —dijo Emeni el exobiologo, retirando la red oculta.
—No exactamente, pero algo no le gustó.
—Son inteligentes, tienen instrumentos sofisticados, trabajan en grupo con un líder, poseen un centro con viviendas, edificios comunitarios subterráneos —agregó Emeni—. Se dirigen al lugar, no parece haber otros centros. Tal vez pequeños grupos fáciles de desactivar pero nada más.
—La lamento Emeni.
—Es una especie extraordinaria.
—Probablemente, y serían la especie dominante si el tuvieran tiempo —agregó Reisa con algo de ironía. No le había caído bien le apuntaran.
—Ni hemos hablado, tal vez quieran compartir su mundo —se atrevió a insistir Emeni.
—Nosotros no queremos compartirlo Emeni. Te prometo que conservaremos algunos de los especímenes para estudio. Debemos entregar el planeta limpio para declararlo como descubrimiento y con derecho a la explotación. La tierra no quiere reclamos de organismos intergalacticos. Ese fue el trato que firmamos, o no hay pago. ¿Alguna objeción? —preguntó Bertran mirando a cada uno pero nadie respondió—. Es lo que pensé. Adelante.

El autor: Guillermo Vidal

Ave caída – Eduardo Poggi


Una tarde lluviosa de viento entre ramas, miraba un ave caída del nido al agua. Un impulso me llamó a salvarla, contrario a mi conducta de niño. Raro, pensé: de niño rompía nidos y maté a mansalva.
El pichón flotaba pero sus alas no movía.
Atónito ante mi nueva voluntad, con alegría salvé su efímera vida.
Mis recuerdos se transformaron en conciencia, y me pregunté por qué esta paciencia vino a mí sin esperarla. Una piedad que no había tenido en mi niñez.
No le encontré sentido.
Y luego, la misma tarde triste y lluviosa, cuando por la calle pasaba mi viejo vecino, le pregunté por la muerte de su madre.
Sus lágrimas respondieron. Y comprendí.
Sentí por él la misma pena que por aquel pájaro herido.
Cada vez que el viejo acude a mi recuerdo, me siento él al verme en el espejo.
Y así como ayer quise madurar, hoy me doy cuenta: mis sueños resultaron pordioseras ilusiones. Espejismos, comparados con las cosas esenciales que en mi memoria perduran. Ya no existe lo palpable: mamá que plancha, un aguacero que el patio de la casa moja, y también al limonero.
Día a día, la repentina lluvia lava la penuria de los perdidos amores ya lejanos.
Aunque... me siento igual que aquel pájaro que se cayó del nido.

Acerca del autor:
Eduardo Poggi

Adán y Eva en espejo - Lucila Adela Guzmán


Los panfletos desechados ensuciaban la vereda, pero él seguía repartiéndolos con convicción. Traté de esquivarlo y no pude. No sé si fueron sus ojos o los colores del folleto los que me ganaron. Por las dudas, clavé los míos en el papel brilloso. Para mi asombro, vi que los dibujos en el volante eran iguales a imágenes soñadas desde niña... Un hombre y el planeta Tierra abrazado por las alas de una criatura desconocida... una palabra escrita en letras azules: “ADáN”... Y una oración: “Recuperando la memoria genética de Dios”... El juego en la palabra me hizo recordar el comienzo de mi obsesión. Al cumplir los doce años descubrí que la palabra adán al revés se convertía en nada y es desde aquel mágico hallazgo que juego en secreto a dar vuelta a frases enteras. Ahora, mi manía es encontrar significados secretos a la luz del espejo. Soy de dios es mi palíndromo preferido, pero Adán y Eva se llevan el premio al misterio. Miré de lejos al hombre que seguía repartiendo volantes, noté el color índigo que emanaba de su aura, contorno que resplandecía con destellos dorados. La frase en negrita... “Entrada libre y gratuita” me convenció de concurrir al evento.
El estadio estaba mal iluminado y repleto. Tomé asiento en las gradas preguntándome qué hacía yo ahí, cuando divisé al hombre que había causado este desvío en mi rutina. Allí mismo supe que lo amaba, mis huesos crujieron fuera del cuerpo y entre destellos me convertí en una criatura extraña. Cuando me di cuenta, ya me había transmutado en aquel bicho gigantesco que parecía ser un ave desfigurada. Él se montó en mí y al oído me dijo: “Eva, es hora de irnos”. Ese fue el día en el que miles de nosotros abandonamos la tierra hacia otro mundo, un mundo sin espejos.

Acerca de la autora:
Lucila Adela Guzmán

Una terrible decepción – Javier López


Una terrible decepción

Fue un instante mágico. No podía imaginar que en un mundo con el grado de desmitificación actual (al que llegué, ya no recuerdo cómo ni cuándo — por la niebla del tiempo—, siendo un tritón, que se transformó en hombre porque estaba perdiendo credibilidad), pudiera leer un reclamo como ese: “Sirenas, 182,75 € x pieza”, anunciaba una octavilla de publicidad de una pescadería junto con otra serie de pescados y mariscos.
¿De veras iba a tener una compañera después de centurias sin saber lo que era acariciar el tacto suave de una piel y la exquisita delicadeza de unas escamas húmedas? Leí la dirección del anuncio. No era lejos, así que me personé en el negocio en pocos minutos.
—Quiero una sirena —dije, sin haber dado los buenos días siquiera al tendero, absorto en mis pensamientos, visualizando el instante en que aquel hombre me mostrara las bellezas mitológicas entre las que yo podría elegir a mi compañera.
—Naturalmente, señor. A ese lado —se apresuró a decir, señalando hacia otra parte del local.
En ese momento sentí como si se clavaran en mi corazón infinidad de pequeñas agujas, cada una de las cuáles hacía el daño propio y contribuía al colectivo. El pescadero acababa de desmoronar todas mis ilusiones, indicándome el arcón de los productos congelados.

Sobre el autor: Javier López

miércoles, 29 de agosto de 2012

El disparo – Daniel Diez Crespo


Te ato un pie y el otro a la taza del váter con el cordón de un zapato mientras aprietas el corazón debajo del pecho, en la tripa, arrugada, descuidada, desnuda, aún marcada por las sábanas, pesada, dolida, adulterada, arrepentida, pero atrapada en ti. Te ato los brazos a la espalda, sobre las nalgas reposadas, con un espagueti aún sucio de tomate, seco; si bien es tallarín para ser preciso, y aprieto. Me guiña un ojo el dolor cuando muerdes la esquina del labio; coqueto y bribón. Sé que el ruego es la pezuña asomando bajo la puerta antes de morir. El cuento del lobo comienza y sólo restan dos balas. Te silencio los labios con un beso, lento, delicioso, excitante y morboso. Los dos tan desnudos, encajados como dos sillas, tan perfectos, que tener que esconder el cañón entre tu pelo con el metal acariciándote la oreja y apretar el gatillo, en apenas tres segundos, romperá en mil añicos todo lo que te he querido.

 Tomado del blog: El país de la gominola

Daniel Diez Crespo

Una invasión descontrolada – Héctor Ranea


La invasión de los plutonitas fue, en sus resultados globales, atroz, sobre todo por la ferocidad demostrada en aniquilarnos. Al principio sedujeron a algunos dirigentes marcianos que nos gobernaban, pero después hasta se los digirieron con sus plasmas densos y quedaron a cargo con un marciano títere sin cabeza y unos cuantos terrosos aportados por nosotros.
El resultado, decía, fue tremendo. Nunca vimos tanta desolación, miedo, muerte, tortura. Por suerte, algunos de los nuestros lograron escapar de la furia plutonita. Cuando los dominadores tuvieron la estúpida idea de que podrían invadir la Luna y los jodieron, recuperamos la libertad. Nuestros dirigentes que habían huido retornaron y restablecieron una paz, a medias, pero paz al fin. El día en que aceptamos a los plutonitas, se conmemoraba todos los años como el triste día de la traición.
Como quiera que sea, los terrosos nos pusimos de acuerdo en no recibir con los brazos abiertos a ningún plutonita nunca más. Hubo algunos dirigentes que fueron heridos, incluso, en escaramuzas con terrosos que quisieron retornar a esa época oscura y fueron muy queridos. Pero un aciago día, esos dirigentes, cansados de pelear por un cargo terroso y siempre perder, decidieron dar un retorno a los plutonitas para poder acceder al gobierno.
Ahora no se conmemora el día de la traición sino que se festeja y ese dirigente aparece abrazado al plutonita que lo mandó a matar.
Menos mal que esto es sólo ciencia ficción.


Sobre el autor:
Héctor Ranea

¿Cómo llegó el ADN neandertal al linaje humano? - Serafín Gimeno


Hoy me han preparado para la presa, el clan quiere que esté apetitosa, atractiva. A primera hora de la mañana las ancianas me desnudaron, bañaron mis nalgas y mejillas con sangre de reno, untaron mis senos con miel y frotaron mi vagina con esencias de plantas que desconocía. La presa gruñe en su jaula, farfulla sonidos incomprensibles, creo que ya me ha olido. Es un ogro de los bosques, el grupo lo atrapó ayer, al caer la tarde. Es una criatura torpe, desgarbada, pero muy musculosa. Tendrá buenos brazos para coger mis caderas. Me gusta la idea de que me embista por detrás como un bisonte en celo.
Cuesco de marmota, el cazador que dirigía al grupo que capturó al ogro quería sacrificarlo para la cena; pero uno de los ancianos se lo impidió. Dijo que era un espécimen raro, que quedaban muy pocos ogros de los bosques y que no estaba bien matarlo. La disparidad de ambos pareceres derivó en una disputa a voces. Otro anciano intervino, propuso que fertilizara a una de nuestras hembras, que su sangre pasase al clan antes que su carne. Observo al ogro en su jaula. Es gracioso, tiene la frente baja y la cabeza abultada por detrás. Pobrecillo, no sabe que después de disfrutarme se convertirá en nuestra pitanza.


Acerca del autor:
Serafín Gimeno

Hondo destino – Rubén Pepe


Hacía varios días que estaba arreglando el jardín, era un extenso terreno, en parte algo yermo, con poca vegetación rala y mustia, pero hacia el límite con la pared medianera se extendía una maraña de enredaderas mezcla de hiedra que trepaba por la pared, grateus y unas guías espinosas, también se adivinaban ocultos restos de escombros e informes masas de pedruscos. Las enredaderas de a poco las fui desentrañando a golpe de azadas, rastrillos, inclusive a golpes de pico. Armé una pila con las enredaderas esperando que se secaran para para darles fuego. Con pico y pala fui sacando los escombros, viejos despojos de una construcción anterior a mi época, los restos estaban cubiertos por una espesa capa de musgos, había restos de ladrillos de gran tamaño ligados por una mezcla compuesta de tierra negra y rojiza, creo que la llamaban “tierra romana”. Al desembarazar de vegetación el espacio lindero, junto a un rincón encontré una losa rectangular que quién sabe que tapaba u ocultaba. Como era domingo y ya atardecía decidí abandonar la faena, y la dichosa losa. Pasé la semana enfrascado en las tareas de mi profesión: corrector en una pequeña editorial especializada en ediciones de bajo tiraje, y ediciones colectivas.

Al retomar las tareas en el terreno con curiosidad e intriga vi que la losa estaba algo desplazada del sitio y algo levantada, pero que no permitía adivinar que ocultaba. Intenté hacer palanca con una barreta, inútil esfuerzo, no se movió ni un centímetro. A la noche habiendo conciliado el sueño, visualizo el rincón de la medianera con la imagen de la losa que vibraba, se levantaba y escapaba una luminiscencia verde amarillenta acompañada de un murmullo atenuado, seguido de un gruñido entrecortado, a continuación salía del hueco una excrecencia con consistencia espesa. Me desperté ahogado y bañado en un sudor frío y con una aguda puntada en la zona coxal. Me refresqué en el baño, me volví a acostar y no logré conciliar el sueño. Cercano al amanecer me levanté y abrí la ventana, instintivamente dirigí mi mirada hacia el inquietante rincón, la losa estaba partida y una masa espesa como un charco de alquitrán burbujeante manaba de la abertura. Tembloroso me vestí y salí al terreno, con cautela y no exento de temor, me acerqué al fatídico rincón, con una rama toqué la oscura mancha que en contacto, esta ardió, estremeciéndome me retiré... pero algo hipnótico e intangible me atrajo. Los trozos de la losa se apartaron, me paré a un par de pasos, nuevamente la tracción me llevó al borde mismo del hueco, una luminosidad reflectante me llevó a asomarme, y la superficie líquida me devolvió mi imagen, repentinamente salió un ¿brazo humano? Y me asió del cuello arrastrándome a las profundidades...

El tiempo transcurre inexorable, una década después, en el terreno se comenzó a erigir una construcción y en un rincón del terreno se halló un pozo que al desagotarlo hallaron dos esqueletos humanos unidos por las vértebras coxales.


Acerca del autor:
Ruben Pepe

lunes, 27 de agosto de 2012

Palos diferentes – Ada Inés Lerner


Alicia murió, me dijeron. Hace unos meses. ¿No te enteraste?. Repentino, fue repentino. No se pudo hacer nada. Las palabras de siempre. No lloré. No la quería. No me quiso nunca. Yo sé que no éramos del mismo palo. La vida, el destino ¡qué se yo! nos habían bardeado por distintos rumbos y cuando nos conocimos, simplemente, no congeniamos. No hay química, suelen decir.
Alicia murió, me dijeron. Dejó una hija pequeña. Pensé en que era una buena mujer. Aunque no éramos del mismo palo. Alicia sabía defender sus ideales, ¡y los tenía! Y por eso yo le temía. Era ese miedo ¿envidia? ese sentimiento sin nombre que el ateo siente frente a los que tienen fe. Algunas veces intenté acercarme pero no hubo caso, no me aceptaba. Mi vida pobre, de costumbres aburguesadas, la irritaba. Su militancia partidaria me fastidiaba.
Alicia murió, me dijeron. Los que tienen ideales, pensé, pagan un precio por la vida. Los que creen, como Alicia, pueden roer las paredes, rodear el mar. Ella lo sabía. Alicia sabía de la eternidad de los dogmas. Yo no. Yo creo en la fuerza de la historia y ¿en cambio?, veo la muerte en el futuro. No éramos del mismo palo. Alicia murió, me dijeron, y yo también.

Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

Viaje hacia adentro - Fernando Andrés Puga


Hay un desierto por delante. Una línea apenas ondulada. A lo lejos, espejismos líquidos.
Voy.
Morral en bandolera, sandalias franciscanas, raído pantalón, hilachas, camisa a cuadros que alguna vez fue colorinche y un viejo sombrero que aún sirve para engañar al sol.
El paso es lento. ¿Lento? No, no creo que sea lento, más bien un deslizarse sereno sin pensar en el siguiente paso. Eso es: todo el placer en cada paso, único, sin antes ni después, clavado en el polvo y sin embargo en movimiento.
Veo algo al borde del camino. Parece un niño. Parece estar sentado. Dos caballetes sostienen una tabla y sobre ella, algunas frutas que al parecer el niño ofrece al caminante. Frutas del desierto. Bajo un cobertizo improvisado, el niño y este instante.
—Zumo fresquito...— dice en voz muy baja y acerca con sus brazos un cuenco que rebalsa. Me lanzo sobre el cuenco y un denso líquido chorrea entre mis dientes.
Se adormece la sed en mis labios, mientras el niño me señala un camino apenas vislumbrado que se pierde entre los matorrales.
Voy.
Y me sonrío.
Hay una mano atenta que despeja el sendero inundado de espinas.

Acerca del autor: Fernando Puga

sábado, 25 de agosto de 2012

Legítima defensa – Sergio Gaut vel Hartman


Contempló a la joven de grandes tetas que se escarbaba las uñas con un clip de alambre. No, definitivamente no podía ser el gorki, la temible criatura extraterrestre a la que había visto abandonar la nave incendiada, aunque estaba seguro de que, fiel a su costumbre, el invasor debía haberse apropiado de un cuerpo para parecer un humano común y corriente. Pero no de este cuerpo, por lo menos. ¿Tal vez el viejo con cara de culo que leía una revista de economía sentado junto a la puerta? Imposible. Los gorki saben que los ancianos se desgastan con rapidez y no tiene sentido tener que cambiar pocas horas después de haberse apropiado de un cuerpo. Pero debía estar cerca; el gorki no podía haberse alejado demasiado de la nave siniestrada, por lo que procedió a una segunda inspección de los pasajeros del bus, mucho más minuciosa que la primera. ¡Lo tenía! Era el médico vestido de azul que estaba hablando por teléfono. Unos treinta y cinco años, expresión extraviada… ¿Estoy seguro?, se dijo. Lo estoy. No es que le pesara demasiado liquidar a un humano más o menos, pero si fallaba, si se equivocaba, llamaría la atención del verdadero extraterrestre y no habría una segunda oportunidad. Por una vez, sin embargo, decidió seguir el protocolo, lo que implicaba una gran dosis de audacia y extrema precisión en los movimientos. Dio un paso hacia adelante, decidido, se plantó delante del médico cooptado por el extraterrestre y durante un segundo y medio se dejó ver con su verdadero aspecto.
El gorki, sorprendido, sólo logró articular dos palabras en su lengua antes de caer fulminado por el fusilazo psíquico disparado por el cazador.
—¡Un gogol!
Pero ya era demasiado tarde para organizar un defensa. El gogol se expresó mediante un gesto que en su mundo equivalía a una sonrisa, aunque eso no lo advirtió nadie, ya que había vuelto a tener el aspecto de una inocente niño de cuatro años que iba al jardín de infantes, aferradísimo a la mano de su mamá.


Acerca del autor:

Cronocentrismo - Ezequiel Gaut vel Hartman


—Vea por ejemplo este párrafo —le dijo el doctor H a su colega, el doctor S:

Los antiguos de aquella zona debían echar sobre sus cuerpos unos elementos a los que llamaban “prendas de vestir”: estos elementos consistían en entramados ––a veces denominados “tejidos”— que podían ser de diferentes tipos y materiales, fabricados de modo tal que “siguieran” el contorno del cuerpo.

La pantalla, cuando percibió que ya nadie la miraba, se oscureció.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el doctor S con genuina sorpresa mientras jugueteaba con su vello púbico, enroscándolo y desenroscándolo con su dedo índice.
—Quiere decir, ni más ni menos ––explicó H–– que esta pobre gente sentía el frío o el calor todo el tiempo; estaba obligada a percibir la temperatura sobre su piel”. —La idea era tan extraña que tardó uno o dos segundos en calar por completo en la mente del doctor S. Luego, tras un momento de reflexión, completó el razonamiento—: Y por eso se echaban encima… ¿cómo dice que se llamaban?
—Prendas —respondió H con un inocultable tinte de tristeza en su voz, compadeciéndose por la suerte de aquellas sufridas criaturas.
Los hombres caminaban en silencio, pensativos, tratando de hacer un esfuerzo por imaginar cómo sería la vida en tiempos tan bestiales.
—Debió ser insoportable —afirmó S; su compañero asintió apenas con la cabeza.
Con la vestidez de los salvajes en mente, los ojos de ambos hombres se levantaron, casi sin que fueran conscientes de ello, hacia la cúpula termohomeostática que cubría sus cabezas y se extendía hasta el horizonte, manteniendo el aire y la temperatura a niveles constantes.
—Realmente me cuesta imaginar un tiempo así; estarían todo el tiempo pendientes de la cuestión del clima, ¡imagínese! ¿Cómo puede una sociedad desarrollarse en semejantes condiciones? ¿Cómo tenían tiempo de hacer nada estando sujetos a semejante constricción? ¿Qué clase de cultura era esa? —exclamó el doctor S entre sorprendido y agraviado; era una pregunta retórica, naturalmente, por lo cual H permaneció en silencio. Era obvio que aquellas pobres y desgraciadas poblaciones del pasado simplemente carecían del tiempo suficiente como para pensar en algo más que no fuese la mera subsistencia; así de atadas estaban, así de penosa debía ser su existencia. Los doctores H y S no pudieron evitar sentir pena ante la vida terrible a la que los antiguos habían estado sometidos, ese pasado carcelario.
Empezaron a apretar el paso; los cinco minutos del descanso tocaban a su fin. Ya estaba por comenzar el turno de la noche, el turno de trabajo durante el semisueño.
—Y eso no es todo —agregó el doctor H a su colega el doctor S, deteniéndose justo frente a la puerta de entrada. Miró nuevamente la pantalla de su lector y éste reaccionó haciendo aparecer otro párrafo:

Los antiguos no sólo estaban constreñidos por esa demanda brutal que les imponía el espacio circundante; también estaban acuciados, podríamos decir, “desde adentro”. Eran agredidos por sus propios cuerpos: debían ellos mismos, por sus propios y naturales medios, evacuar sus propias entrañas…

El doctor S tardó un segundo en procesar la información. Era demasiado. Cuando finalmente comprendió lo que significaban aquellas líneas su cara se transfiguró. Su entrecejo pasó de estar fruncido por la incomprensión a alzarse en horizontales arrugas que contenían una mezcla de sorpresa y horror. Los ojos se le abrieron de par en par, al máximo, y su boca se redondeó en un círculo que era un “no” y un “oh”
simultáneamente; sin embargo, no emitió sonido alguno. Se miraron azorados. El doctor S comprendió que a él le tocaba enunciarlo, pronunciar las inconcebibles palabras:
—Desconocían la teletransportación uroexcremental —enunció el doctor S en voz baja, casi en un susurro, como en un trance, sin poder realmente llegar a creérselo. Su compañero, de nuevo, apenas si asintió tenuemente, condolido, incluso indignado, por la triste condición a que estaban sometidos sus antepasados.
—¡Por dios! —exclamó S horrorizado, saliendo de su trance—. ¡Vivían como los animales! Qué época tan atroz; ¡imagínese usted el dolor!
Ninguno de los dos pudo evitar la imagen de orificios brutalmente ensanchados y contraídos al paso de residuos monstruosamente acumulados. El doctor S hizo un desesperado mohín de asco y trató de apartar esas imágenes terribles de su mente.
Ninguno de los dos podía entender cómo se podía haber vivido en medio de tales tormentos físicos ¿Cómo hacían para no enloquecer?
—Seguramente ––dijo H con afán teórico––, estas penurias contribuyen a explicar muchas de las aberraciones del pasado, tales como las guerras, el hambre y el sexo no virtual. Aquella vida era un padecimiento constante, una tortura en el más literal de los sentidos, ¿cómo no iban a producir monstruosidades, si estaban inmersos en un incesante dolor?
El doctor S trató de imaginarse por un momento viviendo esa vida tan atroz. Al cabo de un breve segundo concluyó: —Yo no lo resistiría, estaría muerto a los dos minutos —dijo mientras se metía en la boca la píldora del semisueño, la que hacía posible aprovechar las 24 horas del día en forma ininterrumpida.
Mientras permanecían en silencio, aún azorados, uno o dos empujones de cuerpos desnudos que embestían rudamente hacia la entrada les indicaron que parados ahí estaban obstruyendo el paso. Los minutos de descanso se habían terminado. El sonido de la alarma restalló estridente bajo la cúpula. La marea de cuerpos, impetuosa, se incrementó; los extrajo del pasado y los arrojó con fuerza al presente, sacándolos del sopor que los embargaba. Agradecidos, se dejaron arrastrar por ella, y así, flotando sobre sus olas, ingresaron al viejo y familiar recinto.

Acerca del autor:
Ezequiel Gaut vel Hartman