sábado, 16 de junio de 2012

Los siete trabajos de Hércules García - Daniel Frini


La hija del vasco Arreche era todo para Hércules. Pero para el vasco, García era claramente inferior a su pequeña y no la merecía. Cuando por fin se dio la combinación exacta entre ganas y miedo del novio y condescendencia del vasco, el galán, pudo pedir la mano de Teresa. Arreche lo escuchó callado y dijo:
—Vea, García, va a tener que demostrarme que puede mantener a mi hija. Trabajará para mí durante un tiempo, y si me satisface su labor, después hablamos de casamiento.
Hércules accedió esperanzado.
Debió matar a los doce chanchos del tano Bonifacini, a puros besos de lengua; aflojarle las ruedas al sulky del polaco Pyrik, que lo corrió a escopetazos; poner tinta china al agua bendita de la Iglesia del padre Juan; silbar el tango «Mi noche triste» medio tono mas alto, mientras el vasco le apretaba, levemente, los testículos con una morsa; domar a la suegra del chileno Segovia, que ya había enterrado siete maridos; cobrar cinco pesos de entrada en la mesa catorce, para poder votar en las elecciones del año noventa y tres; y, finalmente, fotografiar en bolas a la intocable rusa Vielisky. La rusa lo sorprendió; pero en lugar de denunciarlo, lo invitó a pasar. García jamás regresó a lo de Arreche. Teresa quedó para vestir santos; y el vasco con una hija solterona y amargada, y sin las fotos de la rusa, que tanto ansiaba.

Acerca del autor:
Daniel Frini

Especulagia - Sergio Gaut vel Hartman


—¡No huya! —exclamo. Pero el fugitivo sigue su marcha y cae dentro de uno de los espejos de la galería; se multiplica hasta hacer infructuosa cualquier pretensión por determinar cuál de las imágenes es la original y desaparece en las profundidades del campo visual. Descarto la idea de meterme en el espejo y empiezo a guardar los euros, yuans, dólares y yens que recolecté durante el día en una caja de titanio.
—¿Qué desea beber? —dice el barman.
—Cerveza —respondo.
—Eso no es una bebida —dice un anciano reflejo que aparece inesperadamente y se acoda en el mostrador para dar cuenta de una copa de ajenjo.
—Soy el original; todos los demás son impostores —replico.
—Eso tendrá que demostrarlo —responde al cabo de un rato, cuando advierte que ha bebido hasta la última gota.
—¿Qué clase de especulador cree que soy? ¿No se le ocurrió pensar que yo especulo con divisas para no convertirme en alguien tan patético como usted?
—Estoy seguro de ello. Pero podría haber elegido la ginecología y el resultado hubiera sido similar. —Me contempla, burlón, saca un espéculo del bolsillo y me lo ofrece.
—¡Está loco! —Me levanto para salir, pero el viejo me retiene.
—¿Adónde va? ¿Acaso está seguro de qué lado del espejo ha quedado?
Pienso que el anciano reflejo podría tener razón y me resigno.
—¿Qué estaba tomando?
—Ajenjo —dice el viejo.
—Ajenjo —repito, haciéndole una seña al barman para que llene mi copa. Me pregunto qué sabor tendrá.


Acerca del autor:

jueves, 14 de junio de 2012

Amor de una noche - David Moreno


Siempre me has contado que ese hombre llegó una noche con la lluvia, que buscaba refugio, que iba empapado. Que te dio pena, que le dejaste pasar. Que maldita soledad la tuya. Que qué bien le quedaba el pelo mojado y cómo brillaban sus ojos al calor de la hoguera. Que parecía una buena persona y que una cosa llevo a la otra con el crepitar de la leña como único testigo. Que muy a tu pesar, a la mañana siguiente, el aguacero había desaparecido. Y misteriosamente con él, ese hombre que ya era mi papá, también. Y de nuevo, la sequía y la soledad de siempre hasta que nací yo nueve meses después. Que te pusiste muy contenta, que no cambiarías nada, que darías la vida por mí. Que las ausencias ya no fueron tales conmigo cerca. Pero me entra la duda cuando veo abalanzarte hacia la ventana, con el corazón encogido, en cuanto suenan los primeros truenos de una tormenta que no rompe, esperando la venida de un imposible. Y aunque repites una y otra vez que sabes que ya nunca regresará, la ilusión se dibuja, por un segundo, en tu rostro. Maldita soledad.

Tomado de MicroSeñales de Humo


Acerca del autor:
David Moreno

En busca del ámbar báltico – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


El rudo trashumante estonio humeaba, estólido, de tanto permanecer observando a un supuesto vikingo con cara de calamar que ahumaba sabrosas ostras del Báltico, entre otras cosas. Pero harto de su propio hartazgo y con ánimo de incorporar algo de hidromiel a su cuerpo, abandonó al vikingo sin saludar siquiera y entró a un modesto bar de la costa, donde empezó su faena incorporando un vaso para terminar dando cuenta de una garrafa de tres litros en menos de media hora.
—¡Ja! ¡Me encanta tener poder! —vociferó—. ¡Disfruto del poder! —insistió—. ¡Los amenazo a todos con una palabra! —Nadie le hizo caso. Estaban cansados de los oportunistas que llegaban a la costa con la intención de convertirse en vikingos para obtener la inimputabilidad escandinava. Era el caso de este estonio mal entrazado que siguió con sus amenazas retóricas—: Tengo gente a cenar.
La gente del bar se sobresaltó tímidamente, pero hubo quien se animó a contestarle.
—Diga, don Estonio, ¿y cómo los prepara? ¿A la Greenaway?
—Depende —dijo el interrogado—. Sobre todo depende del ostracismo.
—Me parece que usted se refiere a las ostras —intercaló el mesero sueco, que secretamente aspiraba a ser zapatilla.
—No. Dije bien. Ostracismo. Si el tipo viene a cenar sin compañía, más solo que un berberecho o pelado como sepia o peludo y con barba de coco, se denomina ostracismo.
—No conozco Cocos, don Estonio. ¿Se refiere a la isla de Cocos?
—No. Me refiero a los cocos de los cocoteros —conjeturó el presunto antropófago—, pero sólo podría confirmarlo preguntándole a un zueco.
—¿Por qué habla con faltas de ortografía?
—Tengo mis motivos. Y los expongo. No lo hago sólo porque nací en Estonia sino porque me consta que la mayoría de los suecos desea ser zueco, ya que eso los acerca más al sol de España.
—Usted sólo conoce suecos de pacotilla, le diré. Ahí tiene; yo mismo, señor, soy sueco y me importa un rábano…
—¿Rábano picante? Mire que hay muchas variedades. Los judíos lo mezclan con remolacha y hacen jrein. ¿Lo conoce? Pica tanto como el chile. Y no me extiendo porque Chile viene extendido de fábrica.
—¿Puede ser mas específico?
—¡Por supuesto! Algunas variedades no se pueden combinar con el eneldo. Se lo digo para ahorrarle dolores de cabeza.
—¿Para el dolor de cabeza me recomienda rábano picante?
—Cada uno hace con su dolor de cabeza la que le cueste menos, mesero. Pero la lengua le queda como para no pensar en el resto del cuerpo. Funciona por empatía, le digo y le comento: eso de la sinergia, créame, es puro cuento.
—Y con un cuento —filosofó el mesero— no se llena un libro, ni ahí, acepto.
Se hizo un silencio en el que sólo podían escucharse las sirenas del Báltico, que aullaban como naves perdidas como lobos esteparios a la fuerza, de esos que trotan paralelos a los renos, alhajados como contratenores de teatros palurdos en medio a mares calmos como cachubos.
—Arvejas, lo que se dice arvejas —injertó un borracho.
—Dicen —respondió el estonio sin inmutarse— que eso fue lo último que dijo el primer rey de los cristales de tierras raras en Aralsk, que no era primo del Condestable Mayor de los buratios.
—Conozco ese lugar —dijo un extranjero hasta entonces silencioso; tenía el especto de un KGB cesanteado—; es donde un músico escuchó melodías conmovedoras en un fonógrafo a pedal de camello y no supo que las había escrito él mismo hasta que se lo contaron despacito para no producirle una incineración espontánea.
En medio de la pausa que siguió, se oyó clarito una sirena clamando con toda su voz:
—¡Ya que estoy en pelotas y nadie viene a mirarme, alguien podría alcanzarme una campera, que acá hace frío, carajo! ¡Esto no es el Egeo, mecachendié! —Acto seguido una voz tonante le espetó:
—¡Te dije que si querías ámbar te tenías que pelar el traste! Esto no es Costa Rica, donde te comen los mosquitos aunque cueste algo más que un ojo de la cara.
—¡Me está costando un ojo de otro lado! —gritó la princesa sirena.
Ante tales expresiones, el sueco mesero dejó caer la mandíbula inferior (la otra no se mueve) denotando más que sorpresa, espanto.
El estonio, en cambio, consumida su hidromiel, se fue a dormir la mona que lo acompañaba desde sus incursiones bélicas por el Amazonas salvaje. En eso estaba cuando el mesero se le acercó, le puso una mano en el hombro y le dijo al oído:
—Problema, lo que se dice problema, es lo que sigue; trate de saltar un baobab, maestro.
—Dadme una galocha adecuada y marcharé sobre el baobab sin mojarme los timbos —respondió el estonio.
—¡Ay! ¡A cuántos le dirá lo mismo!
—No. No es difícil asaltar baobabs. Hay que tener la precaución de extraerles la vesícula, purgarlos y mojarlos bien en manteca de cerdo. Después les apunta con una Magnum 508 y listo.
—¿En manteca de leche de cerdo? ¿Cómo alzan las manos? ¿Se cagan encima?
—La misma que viste y calza; la manteca, claro. Siempre que no sea una sirena, obvio.
La mentada, entretanto, parió una lata de anchoas, pero no pudo saber qué color de ojos tenían los filetes porque no había traído el abrelatas.
—Me parece que usted se está burlando de mí —dijo el mesero.
—Sí, ¿no? Eso parece. ¿Se acuerda que le dije que tenía gente a cenar?
—¡Sí! —Los ojos del mesero se iluminaron como si en su cabeza se hubiera alojado el reflector del faro del cabo Finisterre—. ¿Me va a invitar?
—¡Hombre! Ya que no comprende las indirectas, o es sordo como una tapia (me refiero en particular a la solterona Indalecia Tapia) se lo digo de nuevo y sin rodeos: como dijo acá el señor, a la Greenaway.
—Ah, qué bueno. Lo que pasa es que voy poco al campo; vivo encerrado en este lugar de mierda, ¿comprende?
—Comprendo.


Acerca de los autores:

Conciencia de muerte - Ada Inés Lerner


Un día conocí a Mireya. Parece tan feliz. ¿Etérea?.
Engolosinada en vivir, quizá. Embebida en su arte, puede ser.
¿Qué luz interior ilumina sus ojos y presta un aura a su presencia?.
Dolorosas son sus ausencias
Pero no hablaré ahora de ese dolor sino de mi muerte.
Deseo gozar aprender aprehender poseer amar plagiar robar,
matarla y matarme finalmente si ella me es negada; tengo la certeza, si, que los celos podrán traicionarme y entonces....
Mireya parece jugar conmigo, inocente, sonriendo un como si.
La esperaré.
Tengo la firme disposición de esperar, juro que esperaré todo el tiempo que sea necesario.
Pero, ¿esperar qué?.
Se puede esperar la tormenta, llegará en algún verano invierno otoño primavera.
En el desierto puede florecer una rosa
Se puede esperar la fortuna por azar. ¿por qué no?
Esperaré.
Esperaré a verla llorar.
¿Cómo serán sus lágrimas?
Yo puedo esperar la muerte, inevitablemente llegará.
Ahí está el punto.
Ignoraré mi muerte y, mi muerte puede ofenderse.

Ada Inés Lerner

Enfermo de literatura - Arantza Ruiz de Mendarozqueta


Iban camino al hospital. ¡Qué título para un cuento!, pensó. Extrajo una lapicera del bolsillo y lo anotó en su mano. Su esposa le ordenó controlarse, pero él hacía caso omiso a sus reproches. Estaba concentrado ideando la trama de su nuevo cuento.
―¡Querido, intenta tranquilizarte un poco! ―le aconsejó la mujer cuando entraron en la sala de espera, pero el enfermo se limitó a responderle:
―Inspiradora frase, mi amor. Inspiradora frase...
Esta vez, ella le ordenó a los gritos que guardara la lapicera, para que no se rayara más el brazo. El doctor no tardó en atenderlos y, ya en el consultorio, la mujer le explicó el motivo de su visita.
―Este hombre padece de una extraña manía que le impide vivir. Me vuelve loca, su mente nunca se encuentra en paz.
El médico lanzó una exclamación al notar que su escritorio estaba completamente rayado por la historia que había escrito el loco, inspirado en el relato de su señora. Así, tragando saliva y mientras la preocupada mujer se mordía el labio inferior, avergonzada por la conducta del marido, el médico escribió la receta para su esposo y la leyó en voz alta.
―FIN.

Acerca de la autora:
Arantza Ruiz de Mendarozqueta

martes, 12 de junio de 2012

Con la ayuda de mi amigo – Sergio Gaut vel Hartman


Jonathan estaba demasiado ocupado como para ponerse a escribir un cuento cuando solo quedaban unos minutos para que se venciera el plazo. Así que optó por el recurso más fácil, sin preocuparse por la deshonestidad que implicaba. Tomó a Sewot por el segundo brazo derecho y lo sacudió como si se tratara de una alfombra, no de su tutor marciano.
—Te pagaré cualquier cosa si me das una idea. ¡Cien mil créditos solares!
El sabio Sewot demoró varios minutos en responder, y cuando lo hizo, una luz verde se encendió en la cima de su cresta dorsal.
—Escribe: “Un animal, algo que no estaba muerto ni vivo, algo que resplandecía con una débil luminosidad verdosa. Permaneció junto a las ruinas humeantes de la casa de Gatmon y los hombres trajeron el equipo abandonado y lo pusieron debajo del morro del marciano. Se oyó un siseo, un resoplido, un rumor de engranajes”.
—¿Eso es… tuyo? —Jonathan vaciló un momento. Ya se había arrepentido de cortar por el atajo sucio; el párrafo dictado por el marciano le sonaba peligrosamente familiar.
—Es mío. Yo dicté esas líneas hace dos siglos terrestres al que supuestamente las escribió.
—¡Es mentira! —exclamó Jonathan—. Cambiaste dos o tres palabras, pero sé de qué novela lo sacaste. Eso no fue lo que te pedí.
—¿No? ¿Seguro que no? No busques urdir una triquiñuela para no pagar los cien mil.
—¿Pagarte por plagiar a mi escritor favorito? Podría haberlo hecho yo.
—Pero no lo hiciste. Buscaste mi complicidad.
—Solo un poco de ayuda, aunque ya no la necesito. —Jonathan vio difuminarse la silueta de Sewot y sonrió. Una vez más, el viejo Ray le había dado una mano, aunque no del modo esperado. Abrió la ventana y contempló la estrella azul que brillaba en el cielo marciano. Por un momento creyó que era cierto lo que decían los arqueólogos: la civilización del cuarto planeta había crecido y prosperado cuando los dinosaurios correteaban por la superficie de la Tierra, y había colapsado antes de que los humanos comenzaran a erguirse. Pero no tardó en recuperar la sensatez.
—Hola, Jonathan —dijo Uuu, sonriendo a la manera de los marcianos—. Veo que una vez más somos los protagonistas de uno de tus relatos.
Jonathan se encogió de hombros. —No sé si protagonistas —dijo—. Aunque, en cierto modo… sí.


Acerca del autor:

Postre – Héctor Ranea


—Contramaestre, páseme la caja de caramelos, por favor! —el capitán hizo un gesto indicando vagamente hacia donde él creía que estaban.
—Por supuesto —contestó el aludido, pero en el instante en que se levantó de su asiento, un fuerte sacudón lo arrojó hacia el otro lado.
—Un destello —murmuró mientras se revisaba la herida en la frente—. Seguro que fue un destello.
—Esto no estaba previsto, Bradbury. ¿Qué pasa con los pronósticos meteorológicos? No fallaban antes tanto como ahora.
—Es el peor periodo en tres siglos, capitán. Es el cambio climático. Y no da respiro.
—Así debe ser, si lo dice usted. Experto en clima como pocos, ¿no? —dijo el capitán palmeando virilmente el hombro de su contramaestre.
—Modestamente —contestó el hombre, bajando la cabeza, halagado.
—Bueno. Tráigame la caja de caramelos y vaya a hacerse curar esa herida.
Bradbury le trajo los caramelos refrescantes. El capitán agradeció y el otro salió de la cabina directo al hospital. En eso suenan las alarmas de la nave y de los altoparlantes un alerta: “¡Tormenta a babor, velocidad c sobre dos, impacto en diecisiete!”
Apenas llegó en tiempo al hospital. La llegada de la tormenta se sintió como si la nave fuera la cuenta del final de un látigo y toda ella tronó como construida en madera seca. Por suerte para Bradbury, para cuando llegó, él ya tenía los cintos electromagnéticos activados. La voz en los altoparlantes siguió alertando: “¡Temperatura exterior 451 F y subiendo!”.
El contramaestre airado gritó:
—¿Será posible que sigan hablando en grados Farenheit! —sin preocuparse por la situación de la nave, ya que esa temperatura era apenas la décima parte de lo que estaba preparada la nave para resistir.
—¡Estamos fritos! —había dicho el médico en referencia a la temperatura de la superficie externa de la nave—. Si no nos autorizan a subir la coraza, nos frita.
El Sol era un queso Emmenthal de tantas manchas y erupciones que pululaban en su superficie. Nadie tenía idea de qué había provocado tanto cambio en la atmósfera solar, pero ahí estaba, incontrolable como sólo el Sol puede serlo. Bradbury, acostumbrado a estos avatares, puso unas manzanas ligadas con imanes a las paredes. Para la próxima comida tendría manzanas asadas al Sol. Si bajaba al comedor, le convidaría al capitán.

Acerca del autor: Héctor Ranea

Ensayo sobre la fatuidad - Carlos Enrique Saldívar


Jazmín despertó y hasta ese momento todo iba bien. Se estiró, bajó de la cama y entró al baño a lavarse. Miró por los corredores de su casa.
No había nadie.
Se miró en el espejo. La imagen le devolvió su propio rostro desgreñado de doce años. Solía contemplarse a cada rato y por largos periodos de tiempo. Su abuela le había dicho:
«Cuidado, cuando una chiquilla se observa demasiado termina siendo absorbida por su propia vanidad».
«La abuela tiene ideas locas, por eso está en un asilo», pensó.
Se duchó. Se cambió. El reloj señalaba las 7 y 35 a.m., desayunaría rápidamente e iría al colegio. Llegaría caminando en cinco minutos. Llamó a su padre y a su madre.
No contestaron.
Se inquietó. Revisó en la alcoba del segundo piso, al otro extremo de la suya. La cama estaba tendida.
Ellos no estaban.
Buscó por toda la casa… Nada. No había ningún mensaje. «Tal vez uno de los dos se ha puesto mal y fueron al hospital». Jazmín miró por la ventana. El coche se encontraba ahí. «Quizá han ido a comprar el desayuno a la esquina». No obstante, los alimentos estaban en la mesa de la cocina. No servidos, pero había pan, leche, huevos y café.
«¿Qué está pasando?»
Algo no andaba bien, volvió a escrutar por la ventana. No había gente en la calle. No estaba el vecino de enfrente cortando el pasto de su jardín como de costumbre. No había perros, ni gatos. Ninguna paloma pasó volando entre los árboles del parque contiguo a su casa. Se lamentó por ser hija única, no había alguien en toda la vivienda que pudiese brindarle una respuesta. Cuando el reloj marcó 8 y 50 a.m. partió a la escuela.
Se percató de que no había gente en la calle. El colegio se hallaba cerrado. «Qué extraño». Ni un solo transeúnte en las avenidas. Ninguna tienda abierta.
Nadie.
Se asustó, volvió corriendo a su hogar, abrió con su llave y gritó los nombres de su padre y de su madre con todas sus fuerzas.
No respondieron.
Chilló por varias horas.
Pasó la tarde con una gran depresión. Estaba agotada y se quedó dormida. Su tristeza le duró varios días, aminoró el dolor con largas siestas que la condujeron por inhóspitos lugares; en todos estos había seres humanos. Al despertar, se daba cuenta de la cruel realidad: estaba sola y nunca volvería al mundo de las personas. Pensó en el suicidio varias veces, pero el miedo al dolor físico le impidió realizar tal acto. Iba al mercado a diario y cogía comida de los puestos, sorprendentemente ésta nunca se pudría. Al parecer, aquel extraño mundo no tenía animales vivos. Pero sí había carnes comestibles. Sobreviviría. Esperaba retornar pronto al mundo real. Sin embargo, pasaron las semanas, y los meses.

Un día, mientras se contemplaba en el espejo, creyó oír un levísimo sonido proveniente del extremo opuesto. Se puso histérica, cogió el vitral, le dio la vuelta, lo sacudió… y nada ocurrió.
Lloró más que nunca.

Del otro lado:
—No te preocupes, amor, la encontraremos… tranquila.
El hombre sostenía a su esposa de un hombro. Ella posaba su mirada en el espejo, insistiendo en que había oído algo.
«Puede que haya sido mi propio llanto», dijo luego la mujer.

Lima, mayo de 2011

Acerca del autor:
Carlos Enrique Saldivar

El aroma de la vida - Christian Lisboa


Con cariño al maestro.
“¿Sabes qué son las buhardillas? Son máquinas del tiempo”.

La señora Finch se puso su más bello vestido artesanal, copia de un sari en seda sintética guardado durante cincuenta años en el fondo del armario, desde los tiempos en que participó del movimiento hippie. Suspiró al mirarse en el espejo. No está mal para mis setenta y pico años, se dijo. Luego, se dirigió al cuarto habilitado como estudio y entró sin golpear.
El señor Finch la miró sorprendido. ¿Por qué entras sin avisar? le preguntó.
—Porque la situación lo amerita, querido respondió ella sonriendo.
—¿Qué es tan importante? dijo él? Luego se la quedó mirando incrédulo y le preguntó: ¿por qué vistes así?
—¿No te gusta? dijo ella sonriendo y dando una vuelta por la habitación.
—Es ridículo. Parece que fueras a una fiesta de disfraces. Esas ropas se usaban hace medio siglo.
La señora Finch no le respondió, pero un par de lágrimas asomaron a sus ojos cuando salía de la habitación. Su esposo la miró y quiso disculparse, pero Cora ya abría la puerta de calle. Sin darse vuelta a mirarle, ella dijo una frase que quedó flotando en la sala con vibrantes ecos:
—¿Vienes? Esta es tu última oportunidad.
El señor Finch caminó tras ella a paso rápido, pero Cora parecía tener alas en los pies. Él nunca imaginó que su esposa pudiera tener el estado físico para moverse con esa agilidad. Tras varias cuadras a gran ritmo, con el corazón acelerado y la respiración entrecortada, la vio a una cuadra de distancia (su vestido de colores era inconfundible) cuando ingresaba en la estación de ferrocarriles.
Mientras la buscaba entre el gentío, el tren entró en la estación sin disminuir velocidad. El señor Finch pensó que sería imposible que se detuviese, sin embargo, al llegar frente al andén, la máquina frenó de golpe pero silenciosamente, como lo hacen los elevadores modernos. Un funcionario descendió y dijo en alta voz: “Pasajeros a Xanadú”. Su uniforme impecable parecía sacado de una fotografía de cien años atrás, en tono sepia. El señor Finch no se decidía a subir, hasta que vio a su esposa ya encaramada en la escala metálica, haciéndole señas. Trepó tras ella, pero no llegó a alcanzarla. La mujer parecía una chiquilla avanzando entre la gente, casi corriendo, pasando de un carro a otro. Las puertas se cerraron, el tren abandonó la estación, y el señor Finch debió contentarse con ocupar cualquier asiento y esperar a que el tren se detuviese para encontrarse con su mujer.
En cuanto el ferrocarril se puso en marcha todos los pasajeros se pegaron a las ventanas, pues en lugar de los conocidos barrios pobres de los suburbios, atravesaban campos cultivados, entre bosques y lagunas. El sol se asomaba entre las nubes como al término de la lluvia. En pocos minutos y como por arte de magia se habían alejado del caos de la ciudad, del smog y el frío. Un agradable aire tibio entraba por las ventanas. A lo lejos se divisaba un arco iris que aumentaba de tamaño, pues se acercaban rápidamente a uno de sus extremos.
Después de un tiempo indefinido a través de los paisajes más hermosos que hubiese visto, el señor Finch se alegró de comprobar que llegaba al final del viaje. Todos los viajeros comenzaron a prepararse para el descenso, sacando sus equipajes de los estantes y acercándose ansiosos a las puertas. Un letrero de madera con la palabra “XANADU” indicaba el nombre de la estación. Guillermo Finch recordó que ese era el nombre de una canción que interpretaba una famosa rubia cantante pop de los años ochenta.
Bajó del vagón buscando a su esposa entre la multitud y creyó verla entre un grupo de mujeres y niños comiendo frutas en medio de una pérgola, pero al llegar allí ella no estaba. Creyó distinguirla entre la gente que bailaba alrededor de una banda de músicos, pero no era ella, o ya se había marchado. La vio chapoteando en el lago, entre otros bañistas desnudos, pero no la encontró al llegar a la orilla. Miró hacia el pequeño bosque en el confín del parque y nuevamente creyó ver su figura grácil, con el vestido que le traía recuerdos imprecisos. Mientras se dirigía hacia allí, se sintió de pronto liviano y ágil, su mente se aclaró y comenzó a recordar.
En primer lugar, se dio cuenta con preocupación de que no había traído equipaje. No había preparado este viaje, como parecían haberlo hecho la mayoría de los otros pasajeros, cargados de bultos y maletas. Estaba vestido con ropa de andar en casa, no tenía sus pantalones y zapatos y camisa apropiados para ir de excursión. Tampoco su traje de baño (para qué iba a traerlo, si al salir de casa el cielo estaba nublado, a punto de llover, y hacía un frío que le obligó a cubrirse con una gruesa chaqueta). Pero lo más importante, lo que causó que su caminar fuese cada vez más lento, lo que humedeció sus ojos mientras se repetía que quizá nunca volvería a la seguridad de su casa, el recuerdo que se abría paso en su mente en busca de una explicación, era de un año antes, o poco menos, pues entonces era primavera, al menos había muchas flores en todas partes. Recordaba el funeral de su querida Cora, y la promesa que le hizo de volver a verla.

Acerca del autor:
Christian Lisboa

El mar Rojo – Ada Inés Lerner


Miré el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de infinitas estrellas y como una enamorada lo llamé con mi canto.
Yo esperaba encontrarlo en la playa; era mi regreso a casa. Yo esperaba que él estuviera ansioso por mi, como yo lo estaba por abrazarlo. y cuando la nave se iba acercando a Marte y vi el faro, el faro de nuestra primera cita, lloré.
Las olas crecían y la espuma cubría de luz el mar oscuro que se iluminaba sólo cuando el faro giraba blanco rojo blanco rojo blanco rojo blanco rojo.
Entreví a un hombre que corría por la playa hacia el faro y la sirena parecía llamarme para que me encuentre con él. A pesar de las luces del faro, de la voz potente de la sirena que lo llamaba por mí la niebla fue culpable de un error del piloto y nos dejó lejos, demasiado lejos.
Dijeron que me estaba esperando, que la sirena llamó y él fue a mi encuentro.
Siguieron minutos de un intenso silencio, yo corría por la playa, dicen que él también y que en su desesperación no advirtió que la marea crecía y crecía y que las olas, grandes olas abrieron el mar como aquel otro mar bíblico y fue ese mar el que emitió una especie de llanto sordo, como un volcán enfurecido y se lo llevó.
Yo lo buscaba moviendo la cabeza de un lado a otro, buscaba los sonidos del faro que ahora se perdían en la niebla. Algo retumbó en mi interior. Y se me encendieron los ojos. Corrí azotando el agua, y me acerqué a la torre con ojos furiosos y atormentados.
El mar lo incorporó. Vislumbré un momento su cuerpo a la deriva llevado por olas gigantescas, también vi una brillante piel de su cara sonriéndome, Su cabeza brilló ante mí como un caldero, grité grité grité. Las olas lo sacudieron y lo abrazaron.
El capitán de la nave quiso detenerme pero yo seguí corriendo y él me tomaba del brazo en un desesperado intento de ayudarme, de serenarme, yo rugía y trastabillamos y caímos juntos en la orilla.
Otros tripulantes se acercaron y alguien me levantó en andas.
—¡Rápido! Llevémosla a la guardia médica.
Dicen que me desmayé por el esfuerzo. No recuerdo nada más, pero no es justo amar tanto y que nos quiten ese amor tan brutalmente, el hombre que amé había desaparecido en ese mar que llevaba ahí millones de años.
El mar me lo quitó por celos
Y todo terminó de pronto, y no hubo más sueños sólo oscuridad y el golpear de las olas desiertas, tan desiertas como mi corazón, esas olas golpeaban contra la arena de la playa roja marciana.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

Con los aros del tiempo – Héctor Ranea


—¡Te dije que no lo hicieras, mamerto! —contestó airado el ayudante de cámara de Lady Miñot— ¡Tenías que mantenerla ocupada y eso que hiciste la distrajo, zopenco!
—Bueno, está bien. ¡Entonces la próxima vez vas vos y me dejás de joder! —contestó no menos enojado Vladymisto, el aludido—. Sabés que tengo poca paciencia y no me banco esos ruiditos que hace la máquina. Si al menos fuera como nuestro tocadisco... —agregó.
—¿Qué tocadisco? —saltó curioso Cumparsito, el ayudante de Lady Miñot—. ¿No me dirás que trajiste un tocadisco?
—¿Y para qué me mandás a robar un disco de Tony Bennett al siglo XX, me querés contar?
—¿Y para qué sirve esa cosa? Digo, el tocadisco.
—¿Cómo para qué sirve? ¿Y para qué querías el disco?
—Se le terminaron los aros a Milady, claro.
—¿Y el disco es para eso?
—¡Todos los discos son para eso, tarambana!
—¿Usás la máquina del tiempo para traer discos que no sirven? ¿Y para qué quería uno de Tony Bennett?
—Es que le gustan. Son sabrosos.
—¿Sabrosos? ¿No son para funcionar como aros de esa mujer?
—No. Los aros los hace después de comerse los discos.
—¡Con razón son tan sabrosos los discos! —concluyó Vladymisto, viajero del tiempo.


Acerca del autor:
Héctor Ranea

Luis e Istarien, el mago de la arena – José Enrique Serrano Expósito


Luis y sus compañeros disfrutaban del sol, del viento, del bello paisaje, en la playa. Habían olvidado traer la crema protectora y fueron a por ella, dejando a Luis solo, dormido.
Las gaviotas lo despertaron. Luis las miró allá arriba, a lo lejos. Le pareció que le llamaba la arena. De uno de los guijarros salió un diminuto ser, delgado y estirado, sus orejas puntiagudas cual palillos. Le sonrió; sus ojos rezumaban sabiduría. El entrañable personajillo miró a las gaviotas y profirió un grito agudo, penetrante… Ellas enfrentaron sus alas contra el viento y permanecieron quietas en el aire, giradas todas hacia lo profundo del mar. Fue entonces cuando gritaron con voz transfigurada:
—¡Tajamar, hija de Uinem!
Allá a lo lejos, emergió una gran bola de carne. La gran ballena miraba hacia la playa; hizo brotar del surtidor en su espalda un inmenso chorro que brilló a la luz del sol en mil destellos cristalinos multicolores; una vez más; por tres veces vio Luis surgir el gran chorro de agua marina.
Tajamar se sumergió de nuevo; las gaviotas continuaron su vuelo y canto habituales.
Luis se giró hacia la arena para agradecer todo aquello al simpático mago, pero ya no lo vio más. Conservó para siempre en su corazón el detalle de Istarien el día de su santo.


Acerca del autor:
José Enrique Serrano Expósito

Las flores y el hombre - Carlos Enrique Saldívar


El joven se deslizaba calle abajo, buscaba con desesperación aquello que pudiera colmar de dicha un corazón y un alma melancólicos. Esa ciudad inamovible le observaba con desprecio, le intimidaba tanto que sentía el suelo temblar bajo sus pies. No he de preocuparme, se dijo a sí mismo, no debo perder la esperanza jamás. Creyó escuchar una voz que lo llamaba desde un parque, no obstante cuando se acercó para ver de dónde provenía el sonido, se dio cuenta de que era la única persona que estaba en dicho lugar.
Se entristeció demasiado. Decidió detener su búsqueda. Este tipo de sentimiento sublime no está hecho para mí, pensó. Lo mejor será encontrar un lugar donde pasar la noche. Revisó su billetera, podría sobrevivir por algún tiempo.
Pasaron días, semanas, meses, su situación se volvía insostenible. Intentaba conseguir un trabajo, pero siempre recibía los mismos insultos, los mismos reproches. En cierto momento creyó que en el mundo no existía lugar para él. Cierta mañana decidió regresar al parque donde escuchara la incierta voz. Unos niños estaban jugando en el centro del mismo. A un costado, un anciano paseaba a su perro. Una pareja de adolescentes se levantaba de una banca y se encaminaba a la calle aledaña. El muchacho ingresó al área, no sabía qué era exactamente lo que buscaba, empero siguió adelante. Anduvo por unos arbustos ubicados al costado del sendero principal, percibía un delicioso aroma que le atraía con fuerza, ¿de dónde provendrá? Se adentró un poco más...
¿Cómo estás?, le dijo una flor. Era un precioso tulipán. El joven no podía creer lo que estaba viviendo, creyó ver un frágil rostro en el centro del vegetal, unos ojos que le escrutaban con cariño, una boca que se movía con encanto. Anda, dime, ¿qué tal tu día?
Estoy un poco mal, respondió el chico, yo... me siento solo. ¿Quisieras ser mi amigo?
Por supuesto, me llamo Luis, seremos amigos hasta la muerte.
El chico lloró. Su llanto pareció cubrir una cuadra entera, tal vez dos.
La flor se convirtió en el bien más preciado para él, su objeto de afecto por excelencia. Todos los días iba a visitar a Luis, a platicar con él. Fueron los días más felices de su vida.
Cierta mañana no pudo encontrar a la planta. No estaba en su sitio, tampoco se hallaba por ninguna parte. Observó con atención y se dio cuenta de la triste verdad: alguien la había podado. El joven se sumió en la más rayana depresión. Pensó en el suicidio repetidas veces, una vez casi estuvo a punto de cortarse las venas, aunque se detuvo en el último momento. No quería crearle problemas a la casera que le acogía. ¿Quién iba a cargar con su fallecimiento? ¿Quién iba a enterrarle? Hasta para morir se necesitaba dinero. La vida continúo así, intolerable, unos meses más.

Al finalizar el otoño, el chico retornó al parque para respirar el mismo aire que una vez había compartido con Luis, deseaba también recordarlo, el mejor amigo que había tenido. Percibió unas pequeñas risas entre unos arbustos. Con enorme sorpresa descubrió que en el mismo lugar donde hubo conocido a la preciosa flor, habían surgido siete traviesos tulipanes. El joven quedó encandilado con ellos, tenían la belleza de la planta inicial. Hacía menos de un mes había leído un libro sobre jardinería, los consejos y técnicas apreciadas en aquel texto le habían fascinado. Sabía lo que tenía que hacer. Fue al mercado de la zona, compró un objeto que le sería de gran utilidad, regresó al parque lo más rápido que pudo, cortó a los pequeños vegetales y los colocó en la maceta.
Su vida cambiaría desde entonces.
A los pocos días encontró trabajo como jardinero, cuidando una zona agreste. Siempre retornaba a media tarde para cuidar de los pequeños saltarines. Se parecían tanto a él, seres ni masculinos ni femeninos, delgados y ágiles, hermosos por fuera y por dentro. Los criaba con amor y esmero. Se levantaba muy temprano para regarles y cederle un beso de saludo a cada uno. Luego les daba un ósculo de despedida pues debía ir a cumplir su jornada diaria. Durante esos instantes, a plena luz del alba, la alegría le sacudía, sobre todo cuando escuchaba aquella tiernas e invencibles palabras provenientes de siete voces maravillosas: ¿Cómo amaneciste hoy, papá?

Lima, julio de 2010

Acerca del autor:
Carlos Enrique Saldivar

Luto en Marte - William E. Fleming


Las arenas, a lo lejos, en el horizonte, esparcían un manto rojo sobre el cielo de tonos azulados; leves pinceladas ocres y rosadas se mezclaban en el paisaje. Hace años el planeta empezó a ser terraformado, convertido en un dulce hábitat para que la humanidad se lo comiera y luego escupiera como habían hecho con la Tierra.
Un hombre andaba despacio. Su sombra jugaba con la tierra rojiza, dejando su calzado negro manchado por el polvo que se levantaba. Sus pensamientos se mezclaban con el dolor de la muerte. El fin del tiempo para otro humano, no, para un Dios que había creado este mundo. Entre sus manos descansaba una urna plateada.
––Trajiste la creación a un planeta que parecía moribundo. Con tus manos modelaste el pasado de una tierra y el futuro que acontecerá a un nuevo mundo para el ser humano.
––Fuiste el Dios que todo ser viviente necesita –tradujo para todos la bacteria traductora en nuestros cerebros–, el humano que nos creó, guardó nuestra historia y dejó que conociéramos el infinito en las páginas –el personaje de piel escamosa y ojos amarillos pestañeo.
El humano, dejó resbalar una lágrima por su mejilla, huidiza de la cárcel de sus gafas oscuras; pronunció una letanía en lenguaje marciano, para dejar caer el polvo del interior de la urna esparciéndose por el aire. Las cenizas formaron un remolino que se unió al polvo de la tierra, en un vals perfecto alzándose en la atmósfera. Ahora el hombre conocido como Ray Bradbury, viviría por siempre en el planeta rojo.

Acerca del autor:
William Fleming

domingo, 10 de junio de 2012

Mano a mano - Ana Caliyuri


En verdad esto de morir no es poca cosa, se ve que es “mucha cosa” pues, nadie te tira un hilo de palabras como para decirte: allá lejos se ve el paraíso o viene talando la guadaña o acá si parece que se está cómodo. El caso es que elegir un relato en donde seamos los protagonistas de la obra de la Srta Guadaña tampoco es poca cosa, le digo Srta Guadaña porque esta desgraciada no se casa con nadie. Volviendo al tema en cuestión; contarles como sería la propia morte es casi un acto creativo rayano con lo divino… o adivino… no sé bien. Ya es todo un riesgo elegir con posibilidad de enmendar, pero elegir el último hálito es ya demasiado. Por otra parte, tampoco nadie ha dicho que es una cosa democrática, más bien se la nota autoritaria a la Srta Morte, ella decide y punto. Acá no hay ni moción a ser presentada, ni decreto de necesidad y urgencia, ni quórum para ser aprobada. Acá la “tipa” es dueña y ama. ¡Ay! ¡Ama! no de amar obviamente, esta es ama de llaves. Parece que tiene todas las llaves y me niego a ser una fugaz cerradura.Creo que muy bien no me llevaré con ella, también sé que a ella no le importará demasiado mi resistencia. Mis abuelos decían que cada uno muere como vivió, tendré que repasar los últimos capítulos de mi vida, sin dudas. Dado esta premisa, calculo que por mi torpeza inocente se me caerá alguna maceta en la testa, ese cálculo de probabilidades un millón a uno… Pensándolo bien, tal vez es mejor a último momento dejar de ser escribiente/escribanil/escritora y comenzar a ser una maceta florida de primavera, finalmente me haré añicos también pero, me gusta ser testaruda hasta el final…

Sobre la autora:

La manzana podrida – Sergio Gaut vel Hartman


Se levantó cansinamente del poyo de piedra en el que había permanecido durante las últimas dos horas y se acercó al parapeto que separaba los dos jardines.
—Vecino, ¿anda por ahí?
Hubo una pausa silenciosa de un par de minutos, y al cabo de ese tiempo, el mentado vecino salió del cobertizo limpiándose las manos en el delantal de cuero.
—¿Qué se le ofrece? —dijo el curtidor.
—Su hijo.
—Mi hijo, ¿qué?
—Me molesta, no puedo concentrarme. Me arroja manzanas a la cabeza, y el condenado tiene una envidiable puntería.
—Es un niño...
—¡Qué niño ni que ochocientas narices! Es un delincuente que merecería estar en una institución especializada en vándalos como él.
—¿Qué dice? ¿Por tirar un par de manzanas?
—Ya quisiera yo que fuera un par. ¿Puedo pedirle que le dé una veintena de azotes?
—¿Una veintena de azotes por tirar manzanas que usted, no tengo la menor duda, ya se ha comido? ¡Está loco! No azotaré a mi hijo por eso.
—Pues daré parte a las autoridades.
—Usted exagera —dijo el curtidor meneando la cabeza. Luego, tras reflexionar un instante, agregó—. Hagamos una cosa: invéntese la ley de la gravedad y no le cobro las manzanas que se comió, don Newton. ¿Le parece?


Acerca del autor:

Conexión anómala 2 – Héctor Ranea


En mi oficina, un cuadro con una hermosa foto de la cúpula de una iglesia que me acompaña desde hace treinta años, cuelga casi enfrente de mi máquina. Un buen día, me encontré con que de atrás del cuadro bajó, oronda y tranquila, una araña doméstica. Normalmente las dejo pastorear sin molestarlas. Son tan pequeñas que su veneno, aunque potente, es más un arma contra las moscas que contra mí. Al día siguiente pensé que, fue como forma de agradecimiento, que la araña salió de atrás del cuadro, ejecutó una pirueta colgada de la seda y, aunque bastante crecidita, la dejé en paz. Seguía siendo mi aliada en la lucha contra las moscas y su tamaño no me infundió miedo. Pero hoy vi salir de atrás del cuadro una araña que movió todo y que yo, en el breve instante en que me quedé atónito, llegué a calcular imposible que viviera ahí y que sólo viviendo en la cúpula podría explicar semejante tamaño. Cada una de las patas tenía el grosor de mi dedo más grueso y la longitud de mis piernas, la platea con los ojos era mayor que mi cabeza, el abdomen podría haber sido el mío, la cabeza era roja, como tinta en mi sangre. Toda esta prosopopeya para decir que medía más que el cuadro, con lo cual mis sospechas eran fundadas. Corrí hacia la puerta aun sabiéndolo inútil. Me alcanzó en menos del tiempo en que hago brincar los ojos. Y acá me tiene, en la cúpula, armando tramas de novelas de caballeros y damiselas o de guerreros y piratas del Mar Negro que ella entrega a novelistas de todas partes del mundo vaya uno a saber por cuánto. Me trajo la máquina para escribir y un par de cosas más. La vista desde acá es hermosa. Siempre quise vivir en esta ciudad. Eso sí, la comida que me trae es una porquería. Nunca me gustaron las moscas.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

viernes, 8 de junio de 2012

Juego de luces - Claudio Biondino


Oscuridad.
Un lento desprenderse del letargo profundo y viscoso.
Los ojos se abren hambrientos de luz, con la esperanza de adaptarse a la penumbra. Pero no hay tal penumbra ni adaptación posible. La oscuridad es absoluta.

Marco se incorporó de un salto, bañado en sudor. El sonido de su nombre se había convertido en un cuenco vacío, sin identidad, sin una historia que le diera sentido. Podía evocar también los sonidos de su lengua, pero buena parte de los objetos nombrados se le aparecían borrosos, irreconocibles. Sabía lo que significaba ver, pero había olvidado, en parte, los contornos de la realidad que alguna vez contempló. La oscuridad se había tragado esos recuerdos junto con la luz.
—Estoy loco y ciego —se dijo.
—No lo estás —respondió una voz a su lado.
El sobresalto llevó a Marco a tantear su costado, tal vez por instinto. Descubrió que portaba una daga. No estaba indefenso.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Tranquilízate. No intento hacerte daño.
Marco necesitaba respuestas con desesperación, y se veía obligado a confiar en aquella voz—. No tengo idea de lo que está sucediendo aquí ¿Acaso tú podrías...?
—Yo tampoco sé lo que ocurre —interrumpió el extraño—. Sólo puedo decirte que desperté en medio de esta horrible oscuridad. Lo único que recuerdo es mi nombre: Lucio. Anduve a tientas un tiempo, hasta que vi aquel resplandor y empecé a caminar hacia él. Luego tropecé contigo.
"¿Resplandor?", se preguntó Marco. Giró su rostro en todas direcciones.
Y entonces vio el destello.
Era imposible calcular la distancia, ya que carecía de otros puntos de referencia. Lo único evidente era que, frente a él, había algo pequeño y brillante. Pero si no estaba ciego, ¿dónde se encontraba? Una nueva idea tomó forma en su mente.
—Estamos muertos, Lucio. Hemos muerto y debemos dirigirnos hacia la luz.      
—Tal vez, pero para llegar deberemos enfrentarnos a ellos. Ya he sido atacado en el camino.
—¿Quién nos acecha en este tránsito? —Marco tomó la empuñadura de su daga—. ¿Quiénes son ellos? ¿Se trata de demonios?
—No lo sé. Lo único que podemos hacer es movernos hacia esa extraña antorcha, y quizá logremos averiguar algo.
Los dos hombres se pusieron en marcha. Avanzaron por kilómetros, hasta que percibieron la presencia que se interponía en su camino. Primero oyeron el rugido, y luego Marco sintió las garras que laceraban su espalda y su costado. Aulló de dolor.
Lucio detectó el lugar de donde provenían los gritos y se lanzó contra la criatura. La lucha se alejó entonces de Marco, que cayó al suelo, agotado. Un último alarido, seguido por los ruidos del terrible banquete, anunció el triunfo de la bestia.
Marco desenvainó la daga y permaneció inmóvil. Las pisadas se oían cada vez más cerca. Tenía que controlarse y contraatacar en el momento exacto. Sintió las garras que intentaban levantar su cuerpo, y hundió el hierro alcanzando a la criatura entre las costillas. El peso muerto de aquel ser le cayó encima con un golpe fortísimo.
Cuando logró ponerse de pie, tanteó hasta encontrar el cuchillo. Lo recuperó y reinició el camino hacia la fuente de la luz. Mantuvo la daga aferrada en su mano. Si se topaba con otras alimañas, no se despediría sin llevarse alguna más con él.
Al cabo de unas horas, ya casi sin fuerzas, Marco alcanzó su objetivo. Era una cabaña de madera. La luz se derramaba, temblorosa e intermitente, a través de la puerta y las ventanas. Se acercó al umbral y observó.    
El fuego del hogar crepitaba con fuerza, iluminando cada rincón. El mobiliario era modesto: apenas una mesa, dos sillas y un catre. De pronto, advirtió a un anciano de aspecto bonachón que lo observaba con una sonrisa.
—Pasa muchacho —dijo el viejo—. Te estaba esperando.
—¿Me esperabas? —Marco dudó, pero no tenía más remedio que confiar en aquel anciano si quería llegar a alguna respuesta—. ¿Quién eres tú? ¿Acaso un dios?
—No, Marco, no soy un dios. Sólo soy un Experto. Mi área es la recuperación de luchadores. Has tenido una jornada de entrenamiento extenuante. Siéntate y toma un poco de pan y de vino.
—¿Entrenamiento? ¿Es esto alguna clase de juego? ¿Por qué no sé donde estoy?
—El olvido es necesario durante los combates, pues eso los vuelve más emocionantes. Pero mañana lo recordarás todo, por unos instantes, antes de regresar a la arena. Podrás disfrutar de la aclamación. Has sobrevivido, y lucharás en las Festividades Oscuras.
—Lucio no lo logró —murmuró Marco.
El anciano guardó silencio, y el hambre quebró la resistencia del luchador. Se sentó a la mesa y devoró el alimento que le ofrecían.
—Acuéstate en el catre y duerme un rato —dijo el viejo—. Lo necesitarás.
Marco obedeció, y el sueño llegó de inmediato.

Luz.
Un enjambre de poderosos destellos enceguece al luchador mientras se desprende del letargo viscoso, profundo.
Los ojos se entrecierran, suplican por el descanso de la penumbra. Pero la luz desconoce la piedad.

La memoria retornó a la mente de Marco. Los contornos de la realidad habían regresado, y con ellos la amargura de la verdad. Estaba de pie, junto a otros cuatro hombres, en lo que había sido la puerta de la cabaña. Frente a ellos, la luz. A sus espaldas se extendía la oscuridad. Cuando sus ojos se adaptaron a las imágenes deslumbrantes, Marco pudo distinguir el contorno del Ciber-Circo. La multitud aclamaba enloquecida. Todos tenían su pantalla personal en la que podrían seguir el desarrollo de los combates. En el palco central, el Neo-Emperador observaba deleitado.
—¡Rodilla en tierra, gladiadores! —ordenó una voz tosca dentro de su cabeza. Marco reconoció el tono perentorio del Programa Experto en entrenamiento—. ¡Saluden, y cumplan su deber con dignidad!
Los hombres se arrodillaron y rindieron honores: —¡Ave César, los que van a morir te saludan!
La multitud volvió a rugir, enardecida, mientras la conciencia digital de Marco regresaba a los campos de oscuridad virtual, al olvido inducido y a las bestias mortales.

Acerca del autor:
Claudio Biondino

La culpa - Marcos Zocaro


Apenas pone un pie dentro de su habitación, la mujer (alta, delgada, de unos treinta años y de nombre Sofía) es golpeada por un tsunami de angustia que la deja sin respiración. Siempre es la misma historia. Familiares y amigos le han sugerido abandonar la casa, o al menos clausurar la habitación, reemplazar la puerta por una pila de ladrillos, pero hacer algo así sería un sinsentido: el pasado no habita en la casa ni en la habitación, sino en su conciencia. Para aplacar el repentino murmullo de voces que se desata a su alrededor, Sofía enciende el televisor y sube el volumen hasta que los oídos le duelen. Se desviste (bajo la atenta e hiriente mirada de aquellos pares de ojos, vacíos e idénticos, que la vigilan desde la cómoda) y se mete entre las sábanas. La cama de dos plazas le parece gigantesca y el vértigo la marea. Mira televisión por un buen rato y luego la apaga e intenta dormir. En varias oportunidades el murmullo de voces amaga con reanudarse, pero Sofía logra replegarse sobre sí misma y se pierde en un sueño recurrente y aterrador: corre por un oscuro callejón, sus piernas vuelan, su rostro está desencajado y sus ojos a punto de estallar. Corre como si de eso dependiera su vida, sus jadeos se mezclan con gritos ahogados y su cabeza voltea constantemente: ya nadie la sigue pero de todas formas Sofía no cede en su frenética carrera. Y continúa corriendo hasta que se queda sin aliento y cae al suelo. Y llora hasta ahogarse. Luego, empapada en lágrimas, levanta la cabeza y, parada frente a ella, lo ve. La ve, mejor dicho. Y es como si viera un espejo: la otra mujer, es ella… Ambas permanecen contemplándose durante unos instantes, hasta que Sofía da un salto y se pone de pie y empieza a golpear a la otra mujer, a su doble. Y ésta se resquebraja toda. Y Sofía se despierta… El ruido que la hace saltar de la cama proviene de la planta baja y es similar al de un bosque en llamas. Baja las escaleras en un parpadeo. Y al llegar al living el ruido se vuelve ensordecedor. Y Sofía cae al suelo y se tapa las orejas con las manos y grita como si sus gritos pudieran contrarrestar el ruido. La escena dura apenas segundos, luego de los cuales, súbitamente, el ruido desaparece y el silencio es total. Alterada, con un persistente zumbido en sus oídos, Sofía recorre cada una de las estancias, incluso se asoma al parque, pero lo único fuera de lugar es una insignificante pérdida de agua en la canilla de la cocina. Ni olor a fuego hay. Para asegurarse, revisa una vez más todos los rincones de la casa. Nada. Regresa al dormitorio y se acuesta. Pero por más fuerza que haga no logra dormirse. El zumbido en sus oídos ya no existe, pero ahora la veintena de ojos que la miran desde la cómoda parecen estar cada vez más cerca, le horadan la nuca. Se tapa hasta la cabeza con las sábanas, pero la sensación continúa: se levanta y se acerca a la cómoda y de un manotazo tira todos los portarretratos al suelo. Aquellos ojos no la hostigarán más. Vuelve a acostarse, pero continúa sin poder dormir. Pasan quince minutos, media hora, una hora, hasta que de golpe el timbre rompe la noche. Cuando Sofía abre los ojos ya se encuentra de pie. Otro timbre resuena en la casa. Sofía va hasta la planta baja. Todo el cuerpo le tiembla. Otro timbre. —¿Quién está ahí? —pregunta retorciéndose mientras camina. La respuesta es un suave golpeteo en las ventanas: todos los vidrios del millón de ventanas de la casa suenan al mismo tiempo. Todos. —¿Quién está ahí? —repite inútilmente, presa de un terror indescriptible. Y un segundo antes de que los vidrios estallen en mil pedazos, los golpes cesan. Pero ahora las puertas de todas las habitaciones y los postigos de todas las ventanas empiezan a abrirse y cerrarse ininterrumpidamente a un ritmo vertiginoso, provocando un sonido atronador y una corriente de aire helada. Y resurge el ruido de maderas crepitando. Y los árboles del parque se ven atrapados en un tornado. Y la luz se corta. Y Sofía corre a refugiarse en su habitación. Y al pasar por la escalera los escalones de mármol se rompen a sus espaldas, crujiendo de una forma casi humana. Y al alcanzar a la habitación el violento vaivén de la puerta no la deja entrar. Pero el miedo que recorre sus venas no le permite quedarse quieta y la hace volver sobre sus pasos. Y al llegar a la escalera descubre que ésta ha quedado reducida a un profundo pozo, en el fondo del cual circula un río de lava. Decenas de personas se ahogan en él... decenas de personas que en realidad son la misma persona. De improviso, Sofía siente una ligera presión sobre su hombro derecho. Su corazón se detiene. Una cálida respiración comienza a estrellarse en su nuca. El vaivén de las puertas acaba abruptamente. Los ruidos también. Sofía desvía levemente los ojos hasta poder ver su hombro: éste se encuentra prisionero de una desproporcionada mano negra, brillante y peluda. Conteniendo un grito desgarrador, y con exagerada lentitud, Sofía gira sobre su propio eje, mientras sus brazos se cierran en torno a su cuerpo, y sus piernas tiemblan como banderas al viento. La mano negra es la extensión de un sujeto cuasi humano, de más de dos metros de altura y de una delgadez extrema. Y si bien su rostro está deformado, Sofía lo reconoce (reconoce aquel hiriente par de ojos); y, en lugar de un grito, ahora debe contener el llanto: una puntada le agujerea el estómago y el vacío de su alma aumenta inconcebiblemente. Y el aire se hace irrespirable. Después de observarlo, perpleja, durante varios minutos, Sofía posa una mano sobre el rostro de su visitante; y sólo llega a exclamar un débil:
—No puede ser. — Luego, cae fulminada al suelo.

Acerca del autor

Proveedor Gourmet - Mónica Ortelli


¡Miren! ¡Allá está! ¡El criadero natural más grande por estos lugares! Tiene razón Xlumi Tis; él sabe porque estudia los ciclos y la demanda del mercado. Por algo es de los mejores chefs de Xlovadi. Dice que nunca habrá problemas de abastecimiento si se respetan los tiempos de las especies. Y que no hay que temer, aunque los precios se encarezcan por el flete (si sabré yo lo que cuesta llegar hasta acá), porque la buena materia prima se paga bien.
Recuerden: el tour únicamente incluye el traslado y la degustación. Por el modo de recolección no pregunten; es secreto profesional. Sólo les digo que perfeccionarlo llevó mucho tiempo. Éstas son piezas muy pequeñas, frágiles, y deben llegar en perfectas condiciones. No trabajo a granel. Tomo la precaución de empacar por variedad y tamaño y eso facilita el trabajo en las cocinas.
La preparación correcta enaltece a un cocinero, eleva al restaurante a una categoría superior. Pero, el sabor, la consistencia de las fibras se alteran sin remedio si se desconocen los procedimientos correctos. ¡Si habré visto reputaciones arruinados por la elección de una variedad equivocada o un punto de cocción inadecuado! Ahora, ¡qué manjar de los dioses cuando están bien preparados!
Como sibarita prefiero lo sencillo, lo simple: a mí me gustan fritos. Los cocino yo mismo. Uso variedades mixtas —para este tipo de cocción importa sólo el tamaño—. Descarto las piezas pequeñas por desabridas y las muy grandes, por la grasa. Elijo las medianas —alcanzan el grado justo de crocantez y dulzor—. ¡Jamás usen grasa de samú! Sólo aceites neutros como calenis o tercure. Y no hay que vacilar; que los chilliditos y las contorsiones no los amilanen. Son simples movimientos reflejos. Tampoco se deben pinchar porque pierden jugo: hay que tomarlos firmemente con una pinza y cocinarlos apenas dos segundos. Es todo. Sí pongan especial atención a la temperatura del aceite. Nunca debe superar los 170 -175º Tun porque si no, los humanos se achicharran.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
La autora: Mónica Ortelli

Asesinando blátidos - Rita Vicencio


Las cucarachas son los seres más resistentes del mundo, dicen; serán los únicos sobrevivientes de una guerra nuclear junto con "los mojados", dicen. Yo de esos bichos se poco, salvo que son cafés, les encanta el calor y la oscuridad y que a más de uno le ponen nervioso, además de crujir como galleta crocante cuando se aplasta su exoesqueleto. Se reproducen a una velocidad brutal, como cucarachas, y todas son iguales, como los hombres diría alguna.
Hoy las he estado observando mientras leía en un banco de terraza. Silenciosas, rastreras, precavidas; asomando de la coladera con precaución, lentamente. Más de 5 min. en la boca del desagüe. Mi paciencia ha sido mayor, leyendo con un ojo al blátido y otro al garabato.
Son asquerosas, sí, pero ese sonido crocante es tan gratificante. Mientras mayor la cuca más crocante el sonido, ¡como una deliciosa barra de granola al desgajarse! Y Mientras más grande es la cuca, mayor es el tiempo que tarda en morir mientras sus convulsas patas y antenas marcan un beat inaudible y desconocido.
Heme aquí, acechando a uno de esos insectos que se desgranan lentamente por las baldosas de la terraza, esperando que se aleje lo suficiente de su pertrecho. Desde aquí logro distinguir su oscuridad ocre que se desvanece en la negra oscuridad del desagüe. Y espero pacientemente, mientras observo a otra cuca que realiza su espasmódica danza junto con otras más, que lentamente han caído bajo mi suela. Hoy soy una asesina de cucarachas.


Tomado del blog: Con sabor a ajenjo
Rita Vicencio

miércoles, 6 de junio de 2012

Hubiera sido – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Ustedes no me conocieron cuando era el Señor de las Canchas, o campos de juego, mesas, fields, como les decían cuando la gramilla la sembraban los anglos. No se dan una idea de cómo impactaba al implemento, ya fuera un balón, una bola o la guinda. Tengan en cuanta que yo practicaba tanto el rudo deporte de quince por banda como el rústico de once o el de tres. No me hice famoso porque no había celulares que filmaran o sirvieran de nexo con el hospital. En efecto, una vez le di a un esférico con la parte baja del vientre, le di con tal violencia que averié un satélite uzbeco que venía orbitando un poco bajo. No alcanzaron a llevarme al hospital porque estuvieron debatiéndose entre resucitarme o dejarme ir directo a la quinta del ñato. Ocurrió durante la final del campeonato de los Padres Capuchinos y se disputó, virilmente, en un patio escolástico; nosotros éramos los visitantes. Fue notable mi cálculo de la parábola, aun cuando era un adolescente majadero y necio. Me recuperé varios meses después. En realidad pude empezar a tragar algo por mí mismo a las dos horas, y a respirar a la semana, pero eso ya pasó. Lo que no mata fortalece, dicen. Pero se dicen tantas cosas. Y aquí me tienen, vivito y culeando, como del gringo Scotta d’il Barco, que era más tano que los vermiccellis. ¿Que cómo llegué a ser Señor de Todas las Canchas o Dictador Supremo de la Tierra? Eso se los cuento otro día. Ahora me voy a jugar al squash contra media docena de condenados a muerte.


Acerca de los autores:

Esta vida ajena - Ada Inés Lerner


Despierto. Estoy despierto. ¿Otra vez? ¡Enfermera! Me despertó con sus manos frías y ásperas como garras y esa voz destemplada más cruenta que sus intenciones.
O quizá no, quizá sea ella, la muerte, que me ataca otra vez en sueños o los sueños que me atacan con su voz roja y batiente, voz de dolor, voz de mi pecho que se ajusta al recuerdo del dolor. No puedo controlar los espasmos y tampoco negarme a que ella me inyecte. Luego vendrá el alivio, lo sé.
Me fastidia la indiferencia con que la muerte maneja mi cuerpo vencido antiguo casi ajeno por estos sufrimientos incontrolables, como si le perteneciera. Todo el dolor del mundo está en mí, yo soy todos aquellos que sufren como yo y dicen que soy único, pero si soy único entonces no soy ninguno de ellos. Dios, Dios, Dios ¿porqué? ¿Porqué no echa a la muerte, enfermera?
—Deberíais amar vuestro dolor, forma parte de vuestro cuerpo y sólo vos lo sentís
¿Quién es esta loca? ¿Por qué me habla así? ¿Por qué estoy yo en este lugar? No deseo estar aquí, odio todo esto sin embargo aquí estoy. Preso, sin cadenas ni rejas, preso digo bien entre sábanas blancas, paredes blancas, hombres y mujeres vestidos de blanco y ¡carajo! ¡qué hace aquí esa enana roja! si hasta yo estoy vestido de blanco.
—Deberíais amar vuestro dolor, forma parte de vuestro cuerpo y sólo vos lo sentís
¿Porqué no me voy de aquí? Todo lo que tengo que hacer es ponerme mi ropa (seguro que está en ese placard) y salir por la puerta el pasillo el ascensor hasta alcanzar la calle. Estoy preso de mi mismo, estoy preso del silencio de la debilidad de este cuerpo, de este cuerpo enfermo que ya pertenece a la muerte, a algún extraviado, a esa enana roja, a esta percepción lenta gradual dolorosa que no guarda relación con mi mente, mi mente siempre atenta.
Enfermera, no abro los ojos ni contesto a sus estúpidas preguntas porque es algo que no quiero darle. Quizá esté enfermo, me siento enfermo, más aún que ayer ¿ayer?, ¿anoche? bueno, no lo sé, antes, antes de ahora, cuando un dolor agudo (ya conocido y tan desconocido) un dolor que viene de afuera. Ay! seguro que fue la muerte, esa enana de rojo, que me clavó una espada plana en el pecho, esa enana ¿cómo no se dan cuenta? esa enana es la responsable de este dolor que me ataca...
—Deberíais amar vuestro dolor, forma parte de vuestro cuerpo y sólo vos lo sentís
Estúpida enana ¿acaso lee mi pensamiento? ¿o estaré hablando en voz alta? No recuerdo cuando comenzó todo esto, debo haber estado inconsciente. ¿Porqué me despierto en este lugar maldito? En este lugar es donde pierdo control sobre mi cuerpo y lo gana esa enfermera que va y viene hablándome a los gritos “gómez, gómez, héctor, me oye” como si yo fuera sordo, quizá la enana sea sorda. ¡Enfermera! sólo tengo los ojos cerrados y la boca apretada para no gritar para no ver la muerte que se acerca, para aguardar, un poco más. Pero soy yo, sí, Héctor Gómez, un hombre cansado, indeciso, un hombre que corría tras estrellas sin alba y fue traído a este maldito lugar contra su voluntad, eso puedo asegurarlo.
—Vamos Gómez, diga ¿cómo está? ¿puede oírme? Seguro que puede oírnos Doctor, Gómez mueva la cabeza para que yo sepa que me oye, Gómez colabore, tengo que voltearlo para canalizarlo, vamos Gómez ayude un poco
¿Quién es la enana? ¡Sáquenla de ahí!, ¿Por qué esa enfermera se fue ahora? Justo ahora. Oiga, enana maldita ¿qué hace? ¿porqué tira de mis brazos? ¿no ve que estoy enfermo? Soy un enfermo y no me interesa lo que venga a venderme, no me toque está sucia no me toque y no sé porqué pueda yo tener interés en sus servicios. ¿Un seguro? ¿quiere venderme un seguro?
—Deberíais amar vuestro dolor, forma parte de vuestro cuerpo y sólo vos lo sentís
A esta enana la envió la perra de mi mujer ¡mi mujer! hace mucho que no es mi mujer ni nada en mi vida pero se enteró ¿cómo se enteró? se enteró y fue suficiente, se enteró y quiere… ¡no queda nada, perra!, ¡perra! vivo de prestado en un cuerpo en un cuartucho en una vida, ¡de prestado!. Insiste la enana ¡enana de mierda!. Déjenme solo estos instantes de alivio, hasta que venga la enfermera a inyectarme otra vez, otra vez, ¿qué hora será?¿lunes martes domingo? ¿qué importa el tiempo en este tiempo en este lugar en este cuerpo?
Quiero que todos se vayan y me dejen solo, preso de este dolor blanco estas sábanas blancas estas paredes blancas y este cielo que ¿porqué pienso en el cielo ahora? no me interesa el cielo no sé si está blanco azul negro, me interesa esta espada que se clava en mi pecho.
—Deberíais amar vuestro dolor, forma parte de vuestro cuerpo y sólo vos lo sentís
Debe ser esta enana porque la espada se hunde no de frente, como lo haría un hombre sino de plano porque la enana no puede alcanzar mi pecho de frente. Dios, Dios, Dios, ¿porqué? Aunque no veo a la enana, preso como estoy de mis párpados cerrados de mis labios sellados de mis brazos caídos pero puedo sentirla saltando sobre mí una y otra vez como si mi pecho fuera un tambor y bom bom bom con voz gangosa esa cantinela estúpida, ¿quién necesita sus consejos?. Vete ya enana, no necesito tus consejos
—Deberíais amar vuestro dolor, forma parte de vuestro cuerpo y sólo vos lo sentís
Esa enfermera que no viene ahora, justo ahora cuando la necesito ¿la necesito? sólo para que eche a la enana y apague la luz la luz la luz para dormir dormir dormir preso de mis sueños sin dolor sueños sin dolor sueños sin dolor...


Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

La histeria se repite - Nicolás Ferraiolo


Dios invitó a Moisés a golpear una piedra, pues Él decidió que de ahí saldría el agua que calmara la sed de los israelitas. Moisés, envalentonado por la incitación de sus voces, resuelto golpeó dos veces esa piedra que, claro, se abrió y, felizmente, brotó la saciedad. Pero quién sabe por qué, luego de hacerlo como Dios manda, Moisés recibe el feroz desprecio de Yahvé; en castigo el pastor Moisés nunca pisará esa Tierra Prometida hacia la que tanto había andado. Los cabalistas aún se preguntan sobre este pasaje oscuro.

La señorita García invitó al señor Pérez a tomar una cerveza, pues ella decidió que de ahí saldría el encuentro que calmara la sed de los enamorados. Pérez, envalentonado por la incitación de sus pares, resuelto golpeó dos veces esa puerta, que, claro, se abrió y, felizmente, brotó la saciedad. Pero quién sabe por qué, luego de hacerlo como Dios manda, Pérez recibe el feroz desprecio de la señorita García; en castigo el señor Pérez nunca más verá a esa señorita hacia la que tanto había remado. Los amigos de Pérez ya no se lo preguntan.

Nicolás Ferraiolo

lunes, 4 de junio de 2012

Escepticismo - Sergio Gaut vel Hartman


―Dice George Santayana que el escepticismo es la castidad del intelecto, y que es una vergüenza entregarlo demasiado pronto o al primero que se nos cruza en el camino. ―Septimio se quedó esperando la respuesta de Kurosawa sin devolverle el mate.
―¿Y quien es ese Santayana, si se puede saber? ―respondió el arriero.
―¿No lo conoce? ―dijo el pulpero con un tono suspicaz―. No le creo. Un paisano tan leído como usted... que ha viajado tanto.
―No lo conozco ―respondió el otro con acritud.
―Fue un filósofo, ensayista, poeta y novelista hispanoestadounidense.
―¿Hispanoestadounidense? ¿Y eso con qué se come? No existen los hispanoestadounidenses.
―Su escepticismo le hace honor a Santayana.
―No sé a quien le hace honor. Pero yo dudo de todo, hasta de su existencia y la mía.
―Es un acto noble conservar el escepticismo.
―No sería tan rotundo si supiera lo que va a hacer el autor con nosotros dentro de un minuto. Deme otro mate antes de que se termine esta microficción.
―¿Se puede saber de qué está hablando, Kurosawa?
―Del escepticismo, Septimio, lo mismo que usted y que su amigo, el hispanoestadounidense ese, Santayana.
―No debe ser para tanto ―dijo el pulpero sintiendo que se le encogía el corazón.
Kurosawa sonrió y me hizo una seña, la misma que había usado con orgullo a través de una larga trayectoria en mis ficciones, para que yo cerrara esta con elegancia. ―Es para tanto, y más, amigo Septimio. Hemos alcanzado la madurez del instinto y la discreción, por lo que ya podemos entregar el escepticismo sin riesgos para obtener a cambio fidelidad, facilidad y, por qué no decirlo, cierto grado, modesto, de inmortalidad. ¿Cierra usted o cierro yo?
―Cierre usted ―gimió Septimio, demudado.
―Como en las viejas películas en blanco y negro. Beso de Lauren Bacall y Humphrey Bogart y sobreimpresas dos palabras: The end.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman


sábado, 2 de junio de 2012

La hechicera y el guerrero - Néstor Darío Figueiras


El guerrero busca refugio en una cabaña de madera cuya puerta está desvencijada: los goznes apenas la sostienen. El fuego de la refriega ha devorado parte del techo y un rayo de sol se cuela por el agujero. La luz le muestra un suelo de tierra apisonada que está cubierto por numerosas bacinicas de cerámica. Se arrodilla frente a ellas y el olor fétido lo golpea: están llenas de la sangre azulina de los agfolls, los niños-ángeles de Pürnami, la ciudad de los dioses.
Ésta es la casa de la hechicera, se dice, y empuña su espada.
Pero no hay nadie en la casilla maltrecha. Se acomoda en un rincón y se dispone a esperar. Entonces oye un aleteo estruendoso y su mano vuelve a cerrarse sobre la empuñadura de oro. Divisa la cabeza de una enorme harpía que se asoma por el boquete del techo. El ave lo descubre y emite un graznido que le hiela la sangre. Con el pico y las garras agranda el hueco y se desliza dentro de la cabaña.
¡La hechicera!
La rapaz se yergue majestuosa, tan alta como un hombre, y comienza a lanzar feroces picotazos en dirección a su cabeza. Él logra esquivarlos y lanza una estocada que traspasa el pescuezo del ave. El chorro de sangre lo salpica y cae sobre las bacinicas, profanando su contenido. La harpía se desploma chillando entre espasmos que la transfiguran: la corona de plumas se torna una espesa cabellera, el poderoso pecho se convierte en un par de prominentes senos y surgen dos estilizados brazos de las anchas alas. Por último, las garras se vuelven muslos torneados. Ahora un torrente carmesí mana de la garganta de la mujer que yace sobre un espeso charco de sangre de agfoll.
Sin perder tiempo, él se lanza sobre ella y le abre las piernas. La penetra con brusquedad y empuja impetuosamente. Pero los estertores burbujeantes cesan antes de que eyacule. De todos modos, sigue embistiéndola hasta vaciarse. Luego se levanta y mira en derredor. Se lamenta porque no sólo no obtuvo los poderes de la hechicera, sino que también malogró la venerable sangre de los agfolls.
El cuerpo de la hechicera se contrae hasta transformarse en un bollo sanguinolento. La próxima vez deberá poseerla antes de ultimarla, doblegándola cuando todavía es una harpía. Pero le cuesta creer que eso sea posible...

Entonces el contenido de la balldrive se agotó y la derruida cabaña se desvaneció. Cuando sus ojos se ajustaron al cambio, pudo contemplar el habitual desorden de su cuarto.
Se sentó sobre la cama y miró sus calzoncillos manchados. Sonrió. Se despegó los electrodos de la cabeza rapada. Luego desconectó los plugs y se pasó un algodón embebido en antisépticos y coagulantes sobre las incisiones que Juanca, el dueño de La esquinita, le había hecho en la nuca con un bisturí láser. Se levantó con dificultad y se vistió. Sobre la mesa de luz, la plateada Emubox brillaba como un objeto de otro mundo, con las luces del módem titilando sin parar. Extrajo de ella una esfera del tamaño de una ciruela: la balldrive vacía, y la guardó en el bolsillo derecho de sus pantalones.
Miró el reloj despertador: las 22:42. ¡El episodio había durado más de cinco horas! Se encogió de hombros. Manoteó en un cajón de la mesa de luz y sacó una barra nutritiva, que engulló mientras bajaba las escaleras. Cruzó el living en cuatro zancadas, salió a la calle y corrió hasta llegar a La esquinita.
Entró al ciber y gritó:
—¡Juanca! ¡Juanca!
Entonces reparó en la chica que esperaba apoyada sobre el mostrador. Vestía unas calzas ajustadas y una corta campera de cuero. Salvo su tez, todo en ella era negro, desde los borceguíes hasta la melena, que, aunque frondosa, dejaba ver el cuero cabelludo en los puntos donde se fijaban los electrodos.
Lindo culo, pensó él, mirándola de soslayo, cuando un hombre que escondía su macilento rostro detrás de unos anteojos de sol e incontables piercings se acercó desde el fondo del local.
—Voy, voy, Iván. ¿Qué querés?
—Dale, Juanca. Ya sabés: llenala —y le tendió la balldrive.
—¿Con qué?
—Episodio tres de Götter...
—¡Shhh! ¡Bajá la voz, boludo! El Götterdämmerung es un emugame prohibido. Si algún inspector encubierto nos escucha, cagamos. Van a descubrir todo: los episodios piratas, la red clandestina de jugadores... Todo, ¿me oíste? ¡Así que no me jodas y baja la voz!
—¡Está bien! Bajo la voz. Dale, Juanca. Poneme el episodio tres.
—¿La morada de la hechicera? ¿No lo llevaste ayer? Hmmm... A que no te la cogiste — le dijo el hombre, y los piercings le fruncieron el rostro en una mueca burlona.
—¡Me la cogí! Lo que pasa es que le ensarté la espada en la garganta y se murió antes que pudiera acabar, la muy puta.
—¡Qué tarado! Y seguro que dejaste que estropeara la sangre de los agfolls...
—¡Sí! Soy un pelotudo... Pero ahora la voy a hacer mierda.
—Oíme: ¿te estás limpiando las heridas después de sacarte los plugs? Mirá que si no...
—¡Sí, sí! Me las limpio. Dale. Llenámela.
Sólo entonces advirtió que la chica de negro lo estaba mirando de reojo.
Tal vez esta noche consiga otro tipo de diversión, se dijo, y ya se imaginaba retrepado sobre ese culo.
Juanca le dio la memoria a un asistente, quien a su vez le entregó otra balldrive. Entonces el dueño de La esquinita llamó a la chica:
—Iris. Tu episodio.
—¿Cuánto es, Juanca?
—Lo de siempre, muñeca —contestó, y una sonrisa le atornilló los anteojos a la cara.
Ella arrojó sobre el mostrador un arrugado billete y se guardó la memoria en la campera de cuero. Se plantó frente a Iván, y, con una voz que helaba la sangre, dijo:
—¿Iván, eh? Vamos a ver quién hace mierda a quién esta vez, imbécil. Esperame en la cabaña —y le clavó la reforzada punta de uno de sus borceguíes en la entrepierna.


Acerca del autor:
Néstor Darío Figueiras