martes, 15 de mayo de 2012

Billetes – Carlos Enrique Saldivar


—Le juro que no fue culpa mía. Me dijeron que era dinero fácil y acepté. Enrique, el Loco, aseguró que nadie saldría lastimado. ¡Maldita sea, porque le creí a ese sádico! Tenía tres ingresos a la cárcel. Uno por intento de homicidio. El Gato Braulio lo convenció, «yo puedo abrir cualquier tipo de caja fuerte», desgraciado bocón; eso fue el detonante. Entramos de madrugada, envenené a los perros, eliminar animales era sencillo para mí. Penetramos en la casa y nos dirigimos a la alcoba del viejo. El Loco le inyectaría una droga en el hombro, pero todo salió mal, ese maldito anciano dormía con un ojo abierto y, un segundo antes de que la hipodérmica penetrara en sus carnes, presentó pelea. El Loco lo aventó al suelo y junto al Gato lo llenaron de patadas y lo mataron. Intenté irme de ahí, en serio que quise hacerlo, sin embargo no me dejaron. El Gato abrió la caja fuerte en veinte minutos con un poco de ácido y un complicado mecanismo electrónico.
Aunque contemplé tantos billetes juntos, no conseguí calmarme, habíamos cometido un asesinato. De acuerdo, estábamos en Perú, si nos capturaban saldríamos en cinco años con los beneficios penitenciarios, sin embargo mi temor era fuerte. Las últimas palabras del viejo habían sido: «Ellos les harán pagar». ¿Ellos? ¿Quiénes? ¿Los policías? El anciano Morán no tenía familia conocida. Ni sirvientes. Vivía cuidando celosamente ese millón de soles. Amaba esos billetes. No hacía grandes gastos. Ni siquiera refaccionaba esa enorme mansión descuidada. Tanta avaricia no le sirvió de nada.
Le habíamos quitado su tesoro.
Pusimos los billetes, de cien y doscientos soles, en bolsas y nos dirigimos a nuestro escondite, una pequeña casa ruinosa, propiedad del Loco, sin muebles, parecía una enorme cueva. Consideramos prudente no gastar el dinero aún, esperaríamos unos días a que todo se suavizara. Bebimos licor y nos quedamos dormidos.
Braulio fue el primero.
Quebró una botella, cayó, rompiendo una banca, lo vimos, ¿se estaba comiendo los billetes? No, los billetes se le metían por la boca, por las narices, hasta por los ojos. Enrique gritó y cogió su arma, los billetes volaron hacia él, extendidos y dando vueltas, como hélices, le rajaron el rostro, los brazos, le cortaron la garganta. Yo sólo atiné a correr, no obstante dos billetes me taparon cada ojo, presionaron con fuerza, provocándome mucho dolor, otro papel me cubrió la nariz; otro, la boca, no podía respirar, saqué mi navaja y abrí un hoyo entre mis labios, me corté el inferior al hacerlo, pude respirar, caí de costado y me golpeé la cabeza…
Entonces ustedes me despertaron… y… ¿se da cuenta? ¡Fueron los billetes! ¡El billete que corté cayó al suelo y se retorció como un gusano moribundo! ¡Vendrán por mí! ¡SÁLVEME, HIJO DE PERRA!

Entonces comenzó a soltar incoherencias. Se lo llevaron a los pocos minutos.
—Ese hombre no irá a la cárcel. Llévenlo directo al sanatorio —dijo el comisario.
—Pobre infeliz —comentó el cabo—. Jefe, ¡ya encontramos los billetes!
—¿En dónde estaban?
—En la morgue, amontonados, junto al cadáver del agraviado.
—¡Qué! ¿Quién pudo llevarlos allá?
—Ni idea, es inexplicable. ¿Qué hacemos con el dinero?
—El anciano Morán dejó escrito que lo enterraran con toda su fortuna.
—Pero…
—¡Y así se hará! —expresó el comisario. Sudaba y temblaba de miedo.

Lima, julio de 2011

Acerca del autor:
Carlos Enrique Saldivar

Nada se salva – Héctor Ranea


—¡A esa vaca, gustoso la ordeño yo! —grito Teméntibus con su vozarrón de tanques de aceite cayendo.
—¡Pero usted es manco, afloje! —le contestó el rabino Calixto Collado, el único en el pueblo que podía usar los signos de exclamación con Teméntibus—. ¿No se lo dijo la María el martes a la madrugada?
Eso lo paró al gritón como la salmuera en los huevos del esturión.
—¿Qué le pasó, amigo? —le dijo a Calixto, ni lerdo ni perezoso, el dependiente del lechero, que ese día manejaba una de las calesas con los bidones de leche. Calixto se había quedado pensando en el parate del cabrón de Teméntibus—. ¿Se olvidó de decirle, acaso, que la ubre de Agustina le da el pasmo cuando la ordeñan con la mano de fierro? ¡Dígale que vienen de la montaña la Agustina y el resto de la tropa! Son vacas sensibles, si hasta la Tercerita es núbil todavía, rabí Calixto ¡por favor!
Pero para Calixto había algo raro en la actitud de Teméntibus. Notó que se tiraba a la retranca y se iba del tambo sin protestar ni nada.
—Me voy; si no me quieren, me voy. —Con estas palabras intentó arreglar su huída, pero sólo la hizo más evidente ante los ojos de Calixto.
Éste pensó: “¡No va que me malicio que este me la reventó a la María!”. Estaba que explotaba el hebreo, dueño de siete hectáreas de tierras de labrar, el tambito de cinco vacas, dos caballitos de lomo bastante combado ya, y padre adoptivo de María. “Voy a tener que pelear contra el insensible, mendaz, prepotente, déspota, abusador, dictadorzuelo del pueblito” —pensó Calixto furibundo pero pragmático, así que no se le abalanzó como quien tira una cuchilla al aire para cortarle el gañote. En eso estaba cuando la Agustina, como si estuviera en medio de un aguacero, comenzó a mugir como si le quemaran las pezuñas con una bolsa de polvo cáustico alcalino para destapar los caños de las bombas de leche; el Teméntibus se quedó en el molde, como purrete al que lo descubrieron robándose helados. En dos segundos, Calixto armó el plan maestro de su venganza; en la cúspide de su ira, logró encontrar la forma exacta de las acciones para lograrla sin poner en riesgo su vida y, cuando mucho, tomar la de ese holgazán urbano que vino al campo a pasar las vacaciones y sólo demostró ser más inútil que carámbano en un plato de sopa. Sólo tenía que darse vuelta, soltar a la Agustina —fingiendo un tropezón— que, con las tetas como las tenía después del ordeñe forzado por el violador de Teméntibus, se abalanzaría sobre el zopilote humano y lo dejaría hecho papilla inservible. ¡Qué se creía este citadino, que las vacas no tienen memoria? Vas a ver, pensó Calixto, citadino cruel, mientras giraba para realizar lo planeado pero, justo en ese momento, María se le acercó, intuyendo la bronca de su padre y le dijo:
—¡No se desgracie, Calixto! El Timéntibus, vino con una mano menos, pero cuando el martes de madrugada se me acercó para mostrarme su estúpido atributo, no calculó lo que pueden las manos de una ordeñadora. Y se quedó manco de otra parte.
Todo esto dijo la María en un abrir y cerrar de ojos, aunque parezca mentira. La sonrisa de satisfacción de Calixto amansó a la vaca, quien se puso a mugir en Sol, para preparar el coro Bach de terneras que ensayaría esa tarde.

Acerca del autor

Ella - Ana Caliyuri


¿Casualidad? La casualidad no existe, decía él. Sin embargo, a ella  la cruzaba con asiduidad; cuando estaba de pesca, en el parque, en la acera, a la salida del trabajo, en la entrada del edificio. El caso fue que, a pesar de querer esquivarla y de tomar todos los recaudos, una tarde de abril se encontraron. En el vecindario no la soportan, pero en verdad yo la conozco muy bien, decía él. Conozco su carácter, sus hábitos y hasta los detalles instintivos… No fue la única vez que nos encontramos, fueron varias veces. A veces resisto sus embates y otras veces me deja exhausto. En el último encuentro que tuvimos casi me “amazza”. Algo debo hacer, pensó él. Sin consultar a nadie, entró en la farmacia, solicitó lo que necesitaba y ya con ello en el bolsillo se sintió más tranquilo. Al llegar a su casa, su esposa lo notó ojeroso y demacrado. Se acercó a su rostro, lo miró con detenimiento y luego lo abrazó. Él, visiblemente consternado por la preocupación de su esposa, sólo atinó a decir: no te preocupes amor, ya pasé por la farmacia y me compré un antihistamínico. La próxima vez que alguna abeja desgraciada esté merodeando para picarme tendré la medicación a mano.

Sobre la autora:
Ana María Caliyuri

domingo, 13 de mayo de 2012

El qué dirán - Fernando Andrés Puga


—¡No me digas que nunca te levantó la mano! —dijo Gladys y era sincera la sorpresa que despedían sus pupilas dilatadas—. ¿Viste? Yo siempre lo dije. Daniel es raro. No es que me parezca mal, pero… ¿no le falta un poco de masculinidad? —agregó buscando complicidad entre las viejas compañeras de secundario, reunidas en el décimo aniversario de nuestra graduación.
La vergüenza subió a mis mejillas ante semejante comentario y las miradas socarronas disfrutaban de la incomodidad que mi sonrisa no podía disimular.
Hacía dos horas que estábamos reunidas y luego de charlar un rato sobre las gotas de recuerdos que aún teníamos de los viejos tiempos de la adolescencia, la conversación derivó hacia nuestras vidas en pareja. Una a una se jactaron de las marcas que los respectivos maridos les habían ido dejando en el cuerpo a lo largo de los años. La que menos, lucía una roja cicatriz en la mejilla, resaltada por el maquillaje para que no pasara inadvertida. La que más, se regodeaba haciendo gestos con la mano izquierda con la evidente intención de que todas notáramos que le faltaban el dedo mayor y el anular.
Hasta que llegó mi turno.
—Bueno… La verdad es que Daniel nunca me hizo nada.
No tenía por qué mentir. Todas conocen a Daniel. Estamos juntos desde los quince años y es un dulce compañero al que amo con toda mi alma. ¿Es que todos los hombres tienen que ser iguales? ¿Acaso los otros son perfectos?

Al regresar a casa lo encontré dormido. Después de desnudarme me acosté junto a él y lo abracé por detrás. Giró, me besó, hicimos el amor con la ternura que habitualmente despliega con esas manos que parecen las de un niño. Al terminar me atreví.
—¿Dormís?
—No —contestó a media voz—. ¿Por qué?
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Claro, mi amor. ¿Qué pasa? —Intrigado se puso a escuchar con atención.
—Decime una cosa. ¿Por qué vos nunca me levantaste la mano? —Y por el tono de voz ambos supimos que había un reclamo en mi pregunta. El primer reclamo que le hacía después de tantos años juntos.
No contestó de inmediato. Salió de la cama, se dirigió al baño y luego de ducharse y vestirse se fue de la casa sin decir una palabra. Eran las tres de la mañana.
Una semana después tuve noticias. El mensaje electrónico decía: “No sé por qué nunca lo hice y lo lamento. Espero que puedas perdonarme. No volverás a saber de mí, no quiero ser el motivo de tu vergüenza. Todo es tuyo, todo está a tu nombre. No intentes buscarme, no vale la pena. Sin duda encontrarás un hombre que esté a tu altura; un verdadero macho. Alguien que sepa darte lo que te merecés. Fuiste el amor de mi vida y nunca te olvidaré. Adiós, querida. Que seas muy feliz. Daniel”.

No me arrepiento de habérselo preguntado. Con él nunca hubiera llegado a ser una mujer completa. Ahora puedo yo también usar bikini en los calurosos días de verano y lucir orgullosa los moretones que cada noche Carlos dibuja sobre mi piel bronceada. En la próxima reunión las chicas volverán a sorprenderse, pero esta vez mi sonrisa será sincera, aunque los tajos que alargan la comisura de mis labios no permitan que se note.

Acerca del autor:
Fernando Puga

El tango muerto – Héctor Ranea


Desnuda, la muerta tenía todos los rasgos de haber llegado ahí bailando un tango. El Inspector General de Asuntos Mortuorios, Cáscara Suprema y Ala Secundaria del Eggpunk, se acercó con cautela. A veces estos cadavéricos elementales tenían movimientos bruscos aún sin vida que le resultaban molestos si estaban muy abiertos porque salpicaban. Pero esta elemental, querido mío, estaba tiesa como un caracol. Con el tango la habían cautivado y con el tango la habían pasado al otro lado.
—Una pena, vea Inspector —dijo el alferecio Gris—; muchacha hermosa para su tipo, así muerta no dice nada. Pero viva... ¡las cosas que decía!
—¿Ah, sí? ¿Qué decía, alferecio?
—Decía que el bailarín perfecto era el que con su pierna derecha le sostenía los ochos que ella creaba a velocidad del rayo, tanto que había que filmarla para poder ver luego sus movimientos.
—Y usted —me figuro— tendrá algunas fotos de ella bailando, ¿no?
—Me temo que sí —dijo Gris, cayendo en cuenta de su torpeza.
—Un huevo baila el tango tan mal como una oruga, Gris. No tenía que molestarse tanto como para matarla.
—No fue ninguna molestia, Inspector. Sin querer, la pasé por arriba al hacer los ocho. La estúpida me hizo perder pie.
—¡Si usted no tiene pies, morocho!
—Por eso me dicen el Huevo Morocho del Abasto, pero nunca me habían sacado a bailar —se ruborizó un poco.
—Acompáñeme, Gris. Lo suyo es un caso sencillo de histeria: un huevo bailando el tango, más que huevo es un...
—No siga, Inspector. No me insulte como la tanguera. Por favor.
El Inspector acompañó al homicida a la Seccional de Egg-Policía más cercana. Como recompensa, compartiría un poco de tortilla con el Juez. Caso cerrado.

Acerca de los autores:
Héctor Ranea

viernes, 11 de mayo de 2012

Una transacción poco ventajosa – Sergio Gaut vel Hartman


Torino, invierno de 1908. En una madrugada lluviosa y fría, un hombre de tez oscura, vestido con ropas exóticas y turbante, recorre las calles, presuroso, mirando hacia atrás como si temiera ser perseguido. Se detiene ante el portal de una casa modesta, golpea la puerta con discreción y espera varios minutos antes de que le abran. El dueño de casa se sorprende al ver a su visitante, pero lo invita a pasar. En el estudio, a salvo de miradas indiscretas, sostienen un diálogo que se prolonga durante casi una hora. No sé qué dicen. Hablan en un idioma que desconozco, tal vez canarés, tamil, malayo o thai, aunque son sólo suposiciones mías. Antes de se separarse, el hombre de tez oscura le entrega una cimitarra al otro, que agradece en italiano. El obsequiado ignora que tres años más tarde se abrirá el vientre con ella. Conjeturo quien es el visitante y sospecho qué ha venido a pedir. Tampoco logrará su objetivo. La inmortalidad puede ser un peso excesivo, en especial si la pena por el amor perdido te ha destrozado el corazón aunque no lo necesites para que bombee sangre por tus venas.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Demuestre que no es una máquina - Ada Inés Lerner


Quiere saber si soy humana. Embriagada por la ira y el temor de haber sido abducida, reducida, apresada por… ¿cómo les explicaría a mis amigas que las había dejado plantadas en la confitería de Punta justo a la hora del “te for two”? Además no me habían permitido traer ni una muda o un pañuelito para estornudar. El fulano (con un lindo traje dorado) con fuerte acento extranjero pero impecable castellano no para de preguntarme sobre mi infancia ¿será freudiano?.
—Convénzame de que no es una máquina.
Yo contesto a medida que puedo y cuando no lo hago me mira fuerte y hace una pausa.
—¿Quizá sea un clon? —dice—. ¿Tal vez un androide?
No me mira, espía mis reacciones. No puedo evitar sonreír, aún en los peores momentos renace mi humor negro. Se me ocurren muchas respuestas ¿tendrá sentido del humor? De vez en cuando pasan otros con trajes parecidos pero no puedo ver sus rostros. ¿Cómo lo convenzo que soy humana? ¿Hablar, sonreír, desnudarme? ¿Qué me conviene? No sé qué es él. ¿Qué será conveniente responder? El que habla conmigo no está del todo mal, pero tengo hambre y nadie aparece para servir ni un vaso con agua.
—Tengo hambre y sed —digo malhumorada.
—Es humana —le dice a una pantalla LCD y se va.

Ada Inés Lerner

Grandes metas - Fernando Andrés Puga


No logra atar el cordón de la zapatilla. Se esmera, lo sé. La punta de la lengua asoma entre esos rosados labios y la delata. Lo intenta una y otra vez; el nudo se le niega. No pueden sus dedos regordetes rematar el lazo que impedirá que se vuelva a desatar.
-¿Te ayudo?
Pero no quiere. Prefiere que me vaya, que no mire. Al menos eso sugiere la arruga que se forma entre esos ojos que reflejan mi gesto. Un gesto indefinido. A medias entre la compasión y la impaciencia.
La dejo sola.
Desde el pasillo, corro apenas la cortina y la espío desde atrás de la ventana. Quiero ser testigo del instante en que lo logre.
Veo la gota de sudor que le baja por la sien.
Veo cómo la gota se detiene.
La gota no quiere distraer la atención de esta niña grande que se empeña y entonces la gota se demora en la mejilla. Expectante.
Tampoco a las paletas del ventilador que gira en el techo les gustaría ser responsables del fracaso y en silencio la refrescan con leve movimiento.
Ni una pelusa en el aire que ose moverse. Quietas en el vacío, las briznas de polvo desafían la ley de gravedad.
En el estante las muñecas abren bien los ojos y ni a pestañear se atreven.
Por un segundo se paran los relojes.
El viento deja de soplar. Los trenes, de pasar. No se hamacan las hojas de los árboles. El agua no corre junto a la vereda.
Nada.
El mundo todo es una bola inmóvil.
Y es en esa brevedad entre dos tiempos que una mano invisible le guía el deseo a la heroína hasta que finalmente el sol inunda la pieza y se reanuda el tictac de los relojes y el viento juguetea con el polvo y la gota se desliza hasta los labios y estalla de gozo la zapatilla en el pie de la niña que corre hacia los brazos abiertos para mostrar su hazaña.
Hacia unos brazos abiertos que la envuelven.
Hacia estos brazos abiertos que son míos.

El autor: Fernando Puga

miércoles, 9 de mayo de 2012

El verdadero orden de la desesperanza – José Luis Velarde


Para algunos la esperanza no existe y la consideran extravagante como un tremendismo propio de personas poco acostumbradas a confiar en sí mismas. Los desesperanzados, como suelen llamarse, consideran que no es necesario armar una batahola de fe cada vez que se enfrentan a un problema. Prefieren ir paso a paso y fortalecerse en su propia confianza. Dicen que es preferible escanciar el vino cuando la cepa es de abolengo y no arriesgarse a beber cualquier producto cosechado en un terreno pedregoso. Bien saben que la tierra áspera no garantiza nada en la vitivinicultura y antes de arriesgarse a probar un vino tibio e insustancial prefieren descubrir sus propios senderos como acostumbra hacerlo cualquiera que se considere buen andante o catador de privilegio.
Este postulado no deja de ser pegajoso en el buen sentido de la palabra. Podría considerarse una delicia vivir o sobrevivir sólo por nosotros mismos. Sin retocar la existencia con adornos como la suerte, las divinidades, los santos o la simple confianza en un designio favorable e indecible.
Simple cuestión de precio existencial.
Supongo que carecer de esperanza debe ser fúnebre para todos aquellos poco familiarizados a confiar en sí mismos.
Para mí todo es cuestión de costumbre. Nací cerca de un templo y puedo decir que me acostumbré al repicar de campanas a todas horas. En ocasiones mi familia recibió visitas que tarde o temprano comenzaban a quejarse del ruido. Mi padre se limitaba a decirles que disponía de un hueco en la pared para acomodar a todos los que deseaban aproximarse al silencio inexistente en ninguna parte. Tras la frase se silenciaban las quejas y no dudo de su eficacia, porque no recuerdo huéspedes más allá de mi adolescencia. Tampoco recuerdo vecinos yéndose a otros rumbos por el repiqueteo de campanas que para los del barrio era como el revolotear de las golondrinas en la primavera. Algo cotidiano que sólo se toma en cuanta bajo circunstancias extraordinarias.
No deseo desviarme del tema de este planteamiento y vuelvo a tomarlo como un tipo celoso en aclarar sus ideas; tal como lo haría un médico legista empeñado en no permitirse errores, pues sabe que sólo así existirá la justicia.
Yo creo que la precisión debe instituirse en nuestras vidas. Sinceramente creo que si rechazáramos toda esperanza bien podríamos aspirar a vivir en un mundo mucho más ordenado y coherente; un mundo pletórico de certezas donde no se permitiera un solo cambio producido por la detestable combinación del azar y de la fe.

Acerca del autor: José Luis Velarde

Amores extraños – Héctor Ranea


Enamorado o no, estaba hecho un estúpido. Caminaba siempre con ella sin importarle si mostraba interés o no. La llevaba y traía a todos lados como si ella se diera cuenta de su existencia. Es más, ella actuaba de la misma manera que todos al subir a un taxi. No recordaría su cara seis segundos después de bajarse. Ella inmutable, impasible, impertérrita, impávida, permanecía con él por reflejo. Todas las mañanas él la bañaba, hacía el desayuno con ella, la hacía participar en su ducha. Incluso estaban juntos cuando él movía el vientre y tampoco la abandonaba al salir a tomar unas copas con los amigos. La tenía clavada en lo más hondo, formaba parte de él casi desde su adolescencia y no pensaba dejarla aunque a ella realmente lo único que le interesaba era, como se dice, chuparle la sangre. En verdad eso hacía. Él se había enamorado de esa chupa-sangre y no quería desprenderse de la garrapata. La tenía bajo su piel, como Sinatra canta desde hace cincuenta años, tal vez más.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Caminos del exilio – Xavier Blanco


Avanza la muchedumbre ordenada, silenciosa y, en su devenir, dibuja el cono de un embudo sobre la tierra yerma. Incansable, sigue su periplo, transita por los caminos de la derrota bajo un cielo cubierto de nubes de chatarra. Llueve, aunque nada es real - ni siquiera imaginario -. Todos saben que lo fingido es demasiado frágil, pero nadie habla con nadie, abandonaron el lenguaje y esa mudez levanta entre ellos una muralla de desconfianza. El tiempo es inclemente; sólo queda caminar. Algunos distinguen la puerta en la lejanía, no hay mas estímulo que ese. Maleados por el barro avanzan y la imagen se fragmenta, se rompe en mil retazos de memoria. La intemperie ahoga. Las nubes hechas girones descargan un óxido macilento. Precipitan los recuerdos. La fila avanza: un ser y después otro en un movimiento sincopado, sin contacto, sin miradas, sin palabras. Arrecia la ventisca. Se auscultan los versos de un poeta loco. La fila se aquieta aturdida, todos giran sus cabezas como un ejército de marionetas. El hombre cae exhausto y perece diluido en el fango. Luego las palabras expiran y la lluvia llora en sus ojos. Al final una puerta y, tras ella, el acantilado.

©  Xavier Blanco 2012.

Tomado del blog Caleidoscopio

martes, 8 de mayo de 2012

El hombre que contaba historias - Oscar Wilde


Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:
—Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?
Él explicaba:
—He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a danzar a un corro de silvanos.
—Sigue contando, ¿qué más has visto? —decían los hombres.
—Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.
Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.
Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas... Mas al llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos... Aquella noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:
—Vamos, cuenta: ¿qué has visto?
Él respondió:
—No he visto nada.

Acerca del autor:

El más riguroso de los novelistas - René Avilés Fabila


Durante casi treinta años el escritor se preparó para escribir su obra maestra. Al cabo de ese tiempo -y al cumplir los setenta- había tomado millones de apuntes en miles de cuadernos y libretas. Su casa estaba repleta de aquella portentosa materia prima para su novela. Allí había anotado cuidadosamente anécdotas, observaciones, diálogos, monólogos internos, descripciones y toda clase de datos para el libro. Con ese bagaje superaría a Cervantes, a Scott, a Dumas, a Balzac, a Proust...

Era, en efecto, un día especial. Como pudo, entre aquellas colosales montañas de papel, sólo contenidas por el techo y en precario equilibrio, llegó hasta su escritorio. Tomó asiento frente a la máquina, y el teclear con pasión y entusiasmo, hizo que aquellas pilas de cuadernos y libretas se derrumbaran aplastando el frágil cuerpo: la muerte fue instantánea, sepultado por sus notas literarias.

Tomado de Fantasías en carrusel I

Acerca del autor:
René Avilés Fabila

Los observadores actúan – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


No veo nada. ¿Observo? ¿Estoy observando? Nada. ¿Me puse los anteojos? No. ¿Por eso no observo? No es por eso, me parece. Corrijo: no. Observo. Asevero: sí. ¿Qué asevero? A Severo lo invitaron a un spa; fue con Seguridad. La pasaron bomba, pero ni siquiera eso es seguro, a pesar de la severidad que observaron Severo y Seguridad. Vino la FBI y se los llevó a Guantánamo. ¿Acusación? ¡Vaya uno a saber! ¿No se permiten bombas ni para el amor, tal vez? Tal vez. ¿Tequila doble destilado? ¡Claro! ¿Qué otro? ¿Tequila en Plaza Garibaldi? ¡No!: Michelada. ¿Tragedia?: no. Ellos se las ingeniaron para transmutarse. Severo dejó de lado toda su severidad y se cachondeó de lo lindo. Seguridad desmoronó las defensas y se dejó cachondear de lo más lindo, todavía, si tal cosa es posible. El voltaje de los orgones fue en ascenso y los gringos tuvieron que rendirse ante las evidencias: Probada y Refutada Evidencia, primas de Severo y Seguridad. Las primas, solícitas, se apersonaron en la base y produjeron un descalabro en la Infantería de Marina a pura teta descubierta y buenos culos, ¿Camisetas?: usaban húmedas en la primera fase de aproximación. Miles de presos políticos aprovecharon la volada y volaron. Pero esa es otra historia.
—¿Ustedes quieren hacerse famosos incestuando en las propias barbas del Imperio? —Probada no podía contener la risa. Refutada, en cambio, observaba a sus eróticos primos con el ceño fruncido.
—¿Qué bicho le picó a esta? —dijo Seguridad señalando a su prima con el dedo. Alrededor, los marines descompuestos eran arreados hacia los hangares para repatriarlos.
—El bicho del mezcal —repuso Probada sin dejar de reír.
—¿Y el señor? —preguntó Refutada reparando en mi presencia por primera vez desde el inicio de este cuento.
—Soy un físico que observa, a pesar de que olvidé los anteojos.
—Su físico deja bastante que desear —dijo Severo ante la mirada atónita de Refutada—. Pero ya que con la US Navy no se puede contar, ¿no tiene un amigo que se anime a dulcificar a Refutada?
— ¡Por supuesto! Ya mismo llamo a mi amigo.

Acerca de los autores:
Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

lunes, 7 de mayo de 2012

Inseguridad - Claudio Biondino


Andrés Agüero salió a la puerta de su nueva casa y contempló, embelesado, el tranquilo y elegante vecindario. Era igual a los de las películas, tal como siempre lo había soñado. Todo había sucedidido con gran rapidez pero, aunque le costaba creerlo, era verdad. Sus virtudes como ingeniero en sistemas le habían permitido salir del infierno en que se estaba convirtiendo Buenos Aires, y lo habían transportado al paraíso.
Aún recordaba el sudor frío que se deslizaba por su frente y sus manos, la sensación de angustia y desamparo, cada vez que veía el noticiero o leía los periódicos.
Barras y Estrellas por Siempre
Trágico secuestro express en Villa del Parque. Un hombre es obligado por dos delincuentes a recorrer varios cajeros automáticos, y muere en tiroteo entre los malvivientes y la Policía.
—Este país de mierda no tiene arreglo, Miguelito. —La rutinaria cantilena de Andrés se había vuelto, últimamente, un tanto exasperante para sus compañeros de trabajo. Pero no por eso dejaban de estar de acuerdo con él.
—¿Y? —preguntó Miguel, al tiempo que asentía con un gesto—. ¿Ya aplicaste para la empresa yanqui?
—Sí, quedaron en contestarme esta semana —le respondió Andrés. Y sólo él sabía la importancia que tenía para su vida esa posibilidad de trabajo en el exterior.
No se trataba simplemente de ambición económica. Quería verse libre del miedo. Por eso no lo convencían las grandes ciudades, como Nueva York o Miami. Pero la empresa a la que había enviado su postulación ofrecía un puesto de trabajo en un pacífico pueblo de Nueva Inglaterra. Imaginaba los hermosos barrios de casas americanas, prolijas, con jardines cuidados y niños jugando felices en las calles.
—¿Y qué vamos a hacer en un pueblo donde no conocemos ni al loro? —Romina, la mujer de Andrés, no comprendía los sueños de su esposo—. Además, nos vamos a morir de aburrimiento. A la noche no hay nada para hacer, y yo escuché que los gringos son muy amables pero, después del horario de trabajo, no te dan ni la hora.
—¿Querés saber lo que vamos a hacer? —le respondió Andrés levantando la voz sólo un poco, lo suficiente—. Nos vamos a asegurar el futuro económico y, por si eso fuera poco, nos vamos a librar de esto.
Señaló al televisor.
Barras y Estrellas por Siempre
Matrimonio y dos hijos asesinados por malvivientes que los sorprendieron cuando entraban en su domicilio. "Los cacos los maniataron y los golpearon hasta matarlos, para averiguar dónde escondían el dinero", aseguró una fuente policial. Familiares insisten en que no había dinero en la casa.
El día de la noticia fue el mejor en la vida de Andrés. La aceptación de su solicitud le fue comunicada por correo electrónico. No hubo gritos eufóricos, ni saltos de alegría. Sólo suspiró, cerró los ojos, y sintió que el esfuerzo que había hecho para escapar al funesto destino de haber nacido sudaca comenzaba a rendir sus frutos. Romina se limitó a empacar y a seguir a su marido.
Andrés recordaba todo esto mientras contemplaba con satisfacción su nuevo vecindario desde la puerta de la casa que le había conseguido la empresa. Acababa de salir a tomar aire tras el sobresalto que le habían producido los primeros compases de Barras y Estrellas Por Siempre, emitidos por el televisor un par de minutos atrás, como si un pájaro de mal agüero lo hubiera perseguido hasta su nuevo hogar. Inmediatamente recordó que allí se trataba de una marcha patriótica, y no de la cortina musical de un noticiero amarillista. Pero la opresión en su pecho lo había obligado a salir en busca de un poco de aire fresco. Quería sacudirse del cuerpo aquella horrible sensación.
Caminó por el jardín, sintiendo crujir bajo sus zapatos las primeras hojas muertas del otoño de Nueva Inglaterra. En ese momento, los últimos rayos de sol se ocultaban detrás de las fachadas de las casas vecinas. Pero Andrés no se preocupó. El barrio, por supuesto, estaba perfectamente iluminado. Salió a la vereda. Una sensación de profunda seguridad flotaba en el ambiente. Tal vez por eso no prestó atención al sonido producido por los cascos del caballo que se acercaba, a todo galope, por la calle principal.
Sencillamente, se negaba a percibirlo porque aquello estaba fuera de lugar. Pero el sonido se volvía cada vez más estruendoso, de modo que tuvo que aceptarlo y volverse para mirar hacia el lugar de donde provenía. No podía sentir miedo. No allí. Por eso no pudo comprender lo que veía, sino tal vez hasta un segundo antes del final, cuando aquel impensable jinete sin cabeza se detuvo ante él y con un tajo limpio y perfecto de su espada en la base del cuello le cercenó la suya.
Barras y Estrellas por Siempre
Ingeniero en sistemas argentino asesinado en Estados Unidos. Cabeza desaparecida. Las autoridades no descartan ninguna hipótesis. Las más fuertes apuntan a un ajuste de cuentas o un asesinato ritual perpetrado por una secta satánica. Esposa del ingeniero internada en neuro-psiquiátrico. Aseguró haber visto un jinete decapitado, vestido de negro, alejarse del lugar con la cabeza de su marido debajo del brazo.

Acerca del autor:
Claudio Biondino

Un paseo por Oniria - Sergio Gaut vel Hartman


Tiburcio había estado soñando con Rosa. Caminaban por el parque, aspirando el terso aroma de los jazmines y se besaban cada cuatro o cinco pasos. Era tan profundo ese amor que apenas si necesitaban expresar con palabras lo que sentían. ¡Era como vivir en el Paraíso! Pero en algún momento despertó y la realidad, con su maníaca capacidad de mutación, lo envolvió entre sus tentáculos, lo masticó hasta convertirlo en un prosaico amasijo de tejidos inconexos y lo regeneró ubicándolo en el cuadro del pasillo, en medio de un paisaje escalofriante, hecho de torbellinos azules y sombreros periféricos que fornicaban para asegurar la supervivencia de los gliptodontes, aunque sin demasiado éxito. Gritó hasta hartarse y finalmente fue escuchado por un nazi que expiaba sus pecados salvando gitanos.
—¡Expío, expío! —zureaba el nazi que había tardado un siglo y medio en tomar conciencia de su situación—. ¡Expío, expío! —Fue escuchado, pero eso no significa nada, por lo menos en esta microficción desquiciada. El nazi se metió en una cervecería del patio y pidió cocacola.
—¡Quiero soñar! —gritó Tiburcio, desaforado, pero solo logró descomponerse en azules, rojos y amarillos.
—Demasiado primario para mi gusto —comentó Rosa mientras recorría el pasillo, a la sazón transformado en un laberinto digno de Euler. Está de más decir que fuera del sueño, Rosa se comportaba como Demi Moore en Una propuesta indecente—. Me voy a casar con un famoso pintor cubista, pero antes me quiero divorciar de él —completó señalando el macetero en el que unos tulipanes artificiales bailaban tango con cortes y quebradas, aunque todo el mundo sabe que los tulipanes artificiales son sordos.
Decepcionado, Tiburcio fluyó hasta los zócalos, donde fue devorado por una tarántula lopezregus, pero solo por un rato, ya que no tardó en hallar su mano, un vaso de lantano en estado líquido y un comprimido de Ribotril, que lo devolvió al hermoso sueño con Rosa, el parque, los jazmines y los besos.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

sábado, 5 de mayo de 2012

Rareza – Eduardo Poggi


—En estos tiempos de plagas, Dupuy —dijo la bestia a cargo del laboratorio—, usted nos interesa más como rareza que como comida.
—Claro, son incompetentes para determinar el origen de la peste.
—¿Incompetentes? —la bestia largó una carcajada—. No podemos darnos el lujo de ignorar por qué la epidemia no lo afecta, idiota.
—Por supuesto que no es por lujo —Dupuy se levantó—. Como dije: son incompetentes. Que les vaya bien.
—Oiga: ¿Qué hace? ¿Adónde va?
—Me voy —Dupuy no esperó, sorprendió a la bestia, y caminó hacia la puerta—. No es tan difícil entender lo que digo: ustedes son IN-COM-PE-TEN-TES.
Gritando lo dijo.
La bestia se le abalanzó, y de una dentellada le cercenó el cuello. La cabeza de Dupuy cayó y rebotó en el suelo. La bestia la agarró, la miró fijo a los ojos, y los huesos crujieron entre sus muelas.
—Discúlpeme Dupuy —con el meñique se escarbó los colmillos—, no sé si es por la epidemia o porque usted me cansó. Pero la verdad: EX-QUI-SI-TO.
Relamiéndose lo dijo.

Acerca del autor:
Eduardo Poggi

Cómo escribir en el agua - Hernán Domínguez Nimo


M´nniummm es un planeta acuático. No hay absolutamente nada, vegetal o mineral, que asome en la superficie del interminable océano violáceo de este mundo, pero sus aguas burbujean de vida. Tres razas distintas llegaron al punto de desarrollar un lenguaje para comunicarse. Ssslmnnnmmm es un joven de los mselm, la raza más reciente, que habita en mar abierto. De pequeños, los mselm aprenden los vibratos de diferentes duración y potencia que forman su vocabulario, tan distinto de los chasquidos y crujidos de los clackiks y los kotkots que viven en los arrecifes. Ssslmnnnmmm ha oído que los clackiks hacen dibujos con sus pinzas en las paredes de piedra pero nadie lo ha visto. Ssslmnnnmmm tiene una idea loca: quiere hacer un dibujo. Pero no uno cualquiera: quiere dibujar las palabras que pronuncia. Nadie lo ha hecho y su mejor amigo le escupe agua a carcajadas cuando le cuenta la idea. Así que Ssslmnnnmmm no lo cuenta más pero lo intenta. Dibuja en los vegetales más anchos que conoce y las lashgasss se deshacen entre sus dedos. Intenta ordenar un grupo esquivo de mlessnnnm según el diseño que vislumbra en su mente, pero cada vez que acomoda una las demás nadan hacia las seis corrientes y Ssslmnnnmmm se cansa de recibir descargas eléctricas en sus aletas. Se le ocurre que el lecho del océano podría ser un lugar propicio para dibujar y nada hacia abajo. Nada y nada. Y aún no ha recorrido la mitad del trayecto cuando ya la luz del mundo lo abandona y Ssslmnnnmmm abandona también, porque sabe que sería inútil dibujar a ciegas y que nadie —ni él mismo— pueda ver el resultado. Entonces decide encarar el viaje que posponía. Un viaje al mar muerto, donde ninguna corriente llega ni sale. Un lugar del que nadie volvió. Pero también el lugar donde Ssslmnnnmmm cree que podría dibujar hasta con granos de sshhhll. O alineando los cuerpos exánimes de un cardumen de mnnsaaarrses. A Ssslmnnnmmm le gustaría poder dejarle una nota a su mejor amigo pero sabe que es inútil. Así que Ssslmnnnmmm parte hacia el mar muerto, dispuesto a morir mientras escribe su destino.


Acerca del autor:
Hernán Domínguez Nimo

jueves, 3 de mayo de 2012

Polvo sois - Flor Marina Yánez Lezama


Tan sólo ayer el polvo yacía, sumiso, bajo mis pies. De vez en cuando se atrevía a invadirme como una polvareda, pero volvía a rendirse, ante la firmeza de mi paso. Con el tiempo aprendimos a conocernos. Yo podía entonces adelantarme a sus desmanes, esquivar sus manotazos, usarlo como camuflaje o carnada. Me confié de su docilidad, de su apariencia servil, de su tácita declaración de derrota. Bajé la guardia y él comenzó a urdir su estrategia de guerrilla. En silencio, penetró por mis poros, escondiéndose en las grutas de mi cuerpo. Con paciencia buscó el momento preciso, cuando mi andar perdió fuerza y mis pasos firmeza. Ahora me someto a diario a la tortura de sentir su risa, desde adentro, estremeciendo mis huesos. Me resigno, árbol en ruinas, a esperar ese día, próximo, en el que yo ya no seré yo, sino polvo bajo los pies de algún incauto que pensará que me domina. Y sonrío.

Acerca de la autora

martes, 1 de mayo de 2012

El pequeño Buda - Armando Azeglio


La historia de Ram Bahadur Bomjan me llegó en una etapa de la vida donde necesitaba ver para creer, meter el dedo en la llaga: estaba hecho un escéptico clásico. Cuando me dijeron que había un adolescente que hacía meses meditaba debajo de un árbol sin alimentarse ni beber me dije, “¡traigan un destornillador! Otro chiflado (u otro vivo) sin un tornillo; ahora va a empezar el festival en todo su necio furor”. Y no me equivoqué: Procesiones, comisiones, vallados, banderines multicolores, ofertas, incienso, cánticos y por fin las cámaras de National Geographic. Si hubiera estado Fellini, hubiéramos visto clowns, trapecistas, forzudos, prestidigitadores, músicos y maracas (solo por enunciar un breviario). Pero ahí seguía el muchacho, indisoluble, pétreo ante la enjundia. Nadie descubrió el truco. El trece de marzo del 2006 desapareció sin dejar rastro. Eso me gustó, le agregaba vértigo a la historia. Finalmente, el 10 de noviembre de 2008 Ram, parece que luego de un merecido nirvana, reapareció la cabellera larga, el gesto insondable, y le habló a un grupo de devotos en la remota jungla de Ratanpuri. Su retraído discurso me conmovió, sonaba a brisa fresca dentro del absurdo desierto del materialismo.

Acerca del autor:
Armando Azeglio

Una cuestión de tiempo – Antonio J. Cebrián


Diez millones de soldados perfectamente equipados estaban preparados a bordo del traslador. Mercenarios, soldados profesionales, presidiarios y un numeroso grupo de voluntarios estaban prestos para comenzar la invasión.
Dentro de pocos minutos arengaba el líder, los humanos que habitan el Universo paralelo KG-12 pondrán en marcha su nuevo generador de energía con fines experimentales. Lo que no saben es que, como consecuencia del nivel energético que alcanzarán, se producirá un agujero que comunicará por vez primera su universo con el nuestro. Aprovechando esta circunstancia, nuestro crucero de alta capacidad penetrará en su mundo llevando a bordo el mayor ejército que nuestra raza ha llegado a reunir en sus múltiples campañas de expansión y glorificación de mundos. Someteremos su planeta y lo usaremos como plataforma para expandirnos por todo su universo. ¡Nuestra única frontera es la Eternidad!
Un estruendo de vítores inundó la sala. Los soldados comenzaron a activar sus armas y cerrar los cascos herméticos. La cuenta atrás estaba en marcha.
Tres, dos, uno, cero… Las luces parpadearon, los sistemas se sobrecargaron pero aguantaron el embate mientras los haces energéticos trataban de aferrar y mantener estable el agujero generado. El traslador comenzó a vibrar y lanzó un destello cegador mientras proyectaba al crucero a través de la singularidad.

En el superacelerador del CERN, en Suiza; los responsables del experimento debatían, emocionados en torno a la pantalla con las trazas de las partículas generadas.
Mirad esto. ¿Creéis que puede ser un nuevo tipo de partícula?
Yo dirá que sí.
Para una partícula inestable, la duración ha sido impresionante, casi una milésima de segundo.
Ciertamente, comparada con las otras, toda una eternidad.

Acerca del autor:
Antonio J. Cebrián

Declaración de amor - Víctor Lorenzo Cinca


Con la sospecha de que quizás era ya demasiado tarde, se arrodilló un poco avergonzado sobre la hierba todavía húmeda y descubrió, con el gesto vistoso de un mago, el ramo de rosas que ocultaba torpemente detrás de la espalda. Buscó aquellos ojos que durante tantas noches había deseado, y los encontró como siempre, negros e indescifrables; arrepentido, pensó en huir de allí, en echar a correr y desaparecer para siempre, pero la sonrisa inmóvil que se dibujaba en aquellos labios ansiados consiguió persuadirle al instante. Se armó de valor, carraspeó ligeramente, y proclamó:
Te amo. Jamás me atreví a decírtelo por miedo a tu rechazo pero ya no puedo soportar más este silencio, ahora tan absurdo, tan fuera de lugar. Te amo, preciosa. Te amo con locura.
De inmediato se sintió satisfecho del acto de valentía que acababa de cometer, y con la tranquilidad de haber revelado el secreto que le oprimía desde hacía meses, quizás años, apaciguado tras aquella declaración de amor, colocó el ramo sobre la lápida, se levantó y se marchó lentamente, mientras desde la fotografía en blanco y negro, junto al nombre esculpido en el mármol, unos ojos negros e indescifrables parecían mirar cómo se alejaba.


Acerca del autor: Víctor Lorenzo Cinca

Hago o muero, la misma vieja historia – Héctor Ranea


Desde que perdió su mano en la batalla de Unicorp se había retirado a escribir sus memorias con la excelente ayuda de Vela, un colgante androide que recibía lo dictado por el manco y lo enviaba a su memoria central. Vela había sido provista por su empleador, Marketcenter, para que usara su inteligencia humana, una de las pocas restantes, para plasmar sus inquietudes y desvelos durante los largos hechos de la Guerra de Servicios.
Vela enviaba sus documentos prácticamente a la misma velocidad que lo que dictaba el manco, hasta que éste perdió el control de sus sentimientos y, al recordar la muerte de la madre a manos de un frasco de conservas de verduras de Clío, envenenado por las tropas de Univentris, emprendió acciones de venganza, fuera de los actos de la guerra consentida. El episodio alteró los dispositivos de transmisión de Vela y se convirtió en un verdadero pinchazo en los testículos robóticos de los gerentes de Marketcenter.
El manco, no bien se recuperó de su fugaz locura, advirtió que debía huir lo más rápido posible. Solitario lobo como era, nadie pudo pasarle el aviso y en breve cayó la corporación de polibots, empleados neutrales de todas las empresas en guerra, que lo apresó. La única condición impuesta por los empleadores era que los polibots le dejasen usar Vela. Pero, se sabe, los polibots no son necesariamente neutrales, ya que hay quienes venden información a empresas que hagan la mejor oferta durante las ferias de Remate y Descontrol. Y el sarmiento que apresó al manco era uno de esos, de modo que lo primero que hizo fue quitarle Vela al manco, pensando que era un androide.
Nunca debieron haberlo hecho, porque así él quedó sin control de su empleador, con lo cual, en caso de fugarse, no podrían encontrarlo. Y eso fue lo que hizo el manco, aprovechando una tarde bagualera de la corporación, se escabulló usando un dispositivo de camaleón sin rastreo que Marketcenter le había instalado en la pituitaria. Salió caminando del penal, como quien dice, proyectando una mano holográfica en lugar de su muñón para no despertar sospechas.
Cuando Marketcenter supo del escape, buscaron en Vela la respuesta al probable destino del manco, pero no había nada registrado, salvo conversaciones entre el sarmiento y un capanga, gracias a la cual pudieron encarcelar a los ambos.
El magnate, M. Armintus, de Marketcenter, no podía creer que un humano bastante idiota y falto de una mano pudiera habérseles escabullido; por lo que sospechó una deslealtad de quien programó Vela; así que cien androides de alta calidad, programadores de tiempo completo, fueron reinstalados desde sus implantes de sinergia, reprogramadas sus operaciones y degradados al servicio de palear combustible, como se decía en la jerga, el coltan radiactivo que abastecía las tropas con recarga de baterías. No se salvó ninguno. Desde los despachos de venenos para humanos o virus de diseño habían caído enormemente. Esta expulsión trajo consecuencias, ya que se perdían las mentes brillantes del grupo y, en su rabia, nadie advirtió que esta medida fue mal tomada por los funcionarios androides.
Mientras, el manco huía por donde podía. El sistema camaleón lo protegería por poco tiempo y él lo sabía. Es más, sabía también que no podría evitar que se enterasen de dónde estaba, por lo que tenía que encontrar una manera de defenderse y contraatacar. Y la única que podía pensar era pasarse al enemigo. Pero ahí los problemas serían mayores porque ellos los tenían fichados y condenados a muerte instantánea. Sólo podría salvarlo en tales circunstancias, proveer al enemigo de alguna información importante que pudiera valer su vida y aún así quedaba al arbitrio de quien lo detuviera. No podía tolerar ese nivel de riesgo, y sin embargo…
Cerca de él escuchó la detonación típica de un aparato que conocía bien. En dos pasos estuvo a distancia de la lanzadera de gas nervipausa, la cual usó sin pensarlo dos veces. El androide ocupante cayó aletargado. El manco accionó la clave de seguridad y tuvo la nave bajo su control. Sonrió: tenía la libertad asegurada sin poner en riesgo su vida vendiendo secretos.
La nave era un modelo más moderno de la que él conocía, pero era básicamente idéntica. Se acomodó en la cabina, marcó las coordenadas y zarpó.
Llegó una mañana extrañamente tibia de fines de junio al pie de los Andes del Sur. Al salir de la nave, la bocanada de aire fresco lo hizo toser un buen rato. No estaba acostumbrado a ese nivel de pureza y el mareo posterior no le hizo las cosas mejor. Sólo lo mantuvo ahí la idea de que era el único modo de alcanzar la libertad. Ciertamente, no era ahí ni cuándo él hubiera querido llegar, pero es lo que logró con ese modelo.
Antes de salir completamente borró las coordenadas del panel, luego ocultó la nave como pudo entre matas negras y ramas secas. Sabía que a esta nave la encontrarían fácilmente, por lo que debía pensar rápidamente en una buena defensa. Al menos para morir honrosamente.
No sabía que del otro lado su acción había llevado a la destrucción total de las dos corporaciones más importantes de servicios y que, tras años de tenderse trampas, éstas habían funcionado para ambos y los habían quebrado financieramente, lo que provocó la ira de los soldados de lata, como los llamaba el manco, que eliminaron a todos los poderosos. Esto hizo que se olvidaran las naves temporales, por lo que el manco viviría para siempre aislado de su mundo, sin saberlo.
Canturreó algo como para darse ánimo. Por una vez en todos esos días de furia, sentía que la venganza ya no era necesaria. Es más, tenía la impresión de que las cosas irían bien de ahí en más, respiró hondo, tragó saliva y recibió una enorme lanza en el pecho que lo tumbó antes de poder pensar. Poco a poco, un humano desnudo fue acercándose a su cadáver, pero esto, claro, el manco no lo pudo ver.

Acerca del autor

lunes, 30 de abril de 2012

Cambio de planes – Sergio Gaut vel Hartman


Ary pensó comprarle unos pendientes a su amada Ferdinanda, pero la joyería estaba cerrada.
—¡Maldición! —exclamó el fontanero golpeando el puño contra la palma.
—¿Qué hace? —dijo la palma—. ¿Por qué me pega?
—¡Estoy furioso!
—¿Y qué culpa tengo yo?
—Perdóneme. No quise hacerle daño.
—Está bien. —La palma contempló a Ary de hito en hito—. Acabo de advertir que usted es una persona importuna, pesada, insistente y pedigüeña.
—Se equivoca. Si me ha mirado con atención, habrá advertido que estoy hecho de una sola pieza, como esos caballos negros, sin manchas ni pelos de otro color.
—¡No me diga! —La palma giró sobre sí misma y fijó la vista en un punto para acertar el tiro del final—. Si no miente, abandone a Ferdinanda y enamórese de mí. Si lo hace, podrá cambiar su vida de un modo notable.
Ary reflexionó largamente, y terminó zanjando el asunto con una pregunta aguda.
—¿A usted le gustan los pendientes?
—¡Ay! —gritó la palma—. No, no me gustan. Mis hojas son muy delicadas. ¿No se da cuenta de que podrían desgarrarse?
—Bien, bien. —El fontanero analizó las ventajas de noviar con una criatura del reino vegetal y lo que ahorraría en entradas de cine, cenas en bistrós, pendientes y regalos varios, sin olvidar que sería muy difícil que le fuera infiel—. ¿Qué opina acerca de tener hijos conmigo?
—He tenido palmitos en varias oportunidades —dijo la palma señalando una pila de latas—. Pero podría tener más.
—Me encanta la idea —dijo Ary—. Me compraré una furgoneta y venderé nuestros retoños en los supermercados chinos.

domingo, 29 de abril de 2012

Cabeza abajo – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Se cree que los navegantes vikingos —dijo el profesor Sandoz Val iniciando su disertación en el aula magma del volcán Edna— pudieron ver espejismos de inversión en las aguas heladas del Ártico, lo que les daba visión de objetos lejanos invertidos. Esto habría acicateado su curiosidad natural y, con la valentía que los caracterizaba, zarparon a buscar esas montañas invertidas, a las que llamaron Sadit Revni. Lógicamente viajaron en drakkars invertidos y pusieron todas sus otras zarandajas patas arriba. Entre esas cosas (y litros y litros de hidromiel mediante) se pasaron para el otro lado del mundo, lo que les permitió inventar el mundo reversible o reversguord, lo que algunos eruditos rúnicos, como Georg Lewis Burges, terminarían designando como rëvøersgûrðum, en directa alusión a un concepto del futhark antiguo que alude a los viajes realizados a cabeza descalza. Los vikingos volvieron a Europa, porque nunca se acostumbraron a vivir como invertidos, de tan machos que eran, pero dejaron buenas cosas, una de ellas, un par de instrucciones sobre cómo hacer el formato de lo que se escribe para que no parezca escrito en runas y mucho menos un escrito arruinado.
En este punto, los estudiantes, picados por un enjambre de moscas tsé-tsé, que nadie pudo explicar qué hacía ahí, estaban tan dormidos que el húngaro puso el aula en cuarentena, cerró con llave y se la obsequió al bedel, Analecto Alazheimer. Los estudiantes se fueron secando como camiseta de esparto, y nadie hizo ningún reclamo porque con temas como la superpoblación y la desocupación sin resolver no es cosa de andar tirando leña al fuego.

Morir no puede ser tan difícil - Fernando Andrés Puga


A los siete metí los dedos en el enchufe. Quería saber qué era la electricidad. Tenía zapatos con suela de goma.
A los quince tomé una hojita de afeitar. Con ella hice un tajito en cada una de mis muñecas y me metí en la bañadera llena para ver cómo el agua tibia se iba tiñendo de rojo. No resultaron heridas muy profundas.
A los treinta y dos hice girar el tambor y luego apoyé el revólver en mi sien. Gané la apuesta.
A los cuarenta y pico dejé abierta la llave de gas de la cocina y me senté a escribir en la mesa del comedor diario. La señora que viene a limpiar dos veces por semana me encontró adormecido sobre la computadora. Me sirvió una gran taza de café recién hecho. Olía bien.
Algunos años después, no recuerdo con exactitud cuántos, vacié un frasco de píldoras que encontré en el botiquín del baño de la casa de mi hermana, un invierno en que fui a visitarla por su cumpleaños. Estaban vencidas.
Hoy, a punto de cumplir los ochenta, estoy considerando la posibilidad de quitarme el respirador. ¿Cómo se sentirá la falta total de aire?

Acerca del autorr: Fernando Puga

Peluquería eggpunk – Héctor Ranea


—¡Zarpado!, gritó Ferdinando Egguno—. ¡Me tuvo una hora en la peluquería, me dio charla como para llenar diez mil maples de huevos de korok y no me hizo un carajo en la capocha! ¡Peor aún, me cobró como si fuera Humpty Dumpty!
—Es que usted, señor mío, tiene la cabeza de huevo sin pelo más perfecta que vi. Y muy buena conversación.
—¡Carajo, devuélvame la mosca!
—Mejor venga la próxima vez y le pinto un regio jopo y bigotes. Ahora no porque tengo otro cliente logosófico.
—¡Pero, pero! ¡Esto es digno de salir en La Presión! ¡Yo me quejo y usted va a parar a la frigittoria dei Fratelli Uova Sode en tiempo récord, diga! ¡Devuélvame la mosca!
—Mire, trabajo yo hice sobre su cáscara. ¿Lo que hablé no vale un Cosme, acaso?
—¡Qué Cosme ni que cuatro por cuatro! ¡Vamos, la mosca!
—¡Agente, Egguno me está robando!
El agente Humty Dumpty se calzó al huevo entre sus pañoletas, a pesar de sus gritos destemplados y lo llevó a la sucursal de El Huevo Tirano para ser frito.
—¡Cualquier día te devuelvo la mosca! —dijo una vez dentro el peluquero. Y se tragó al volátil Cosme en menos tiempo que un camaleón hambriento.

Acerca de los autores: Héctor Ranea 

viernes, 27 de abril de 2012

El camino - Xavier Blanco


El camino era largo, angosto y lleno de repechos. Eso no era lo peor: no existían mapas, ni guías, acaso algún libro que de poco servía. Eso sí, había consejos, recomendaciones, reparos, todos sabían algo del camino.
Al principio transitabas por una senda plana, rodeada de paisajes bucólicos, llenos de besos y de ternura. Luego, más pronto que tarde, todo cambiaba, y el camino se bifurcaba una y otra vez, de forma inesperada, y se convertía en un laberinto infinito, ciclópeo. La llanura se transformaba en páramo, el páramo en cumbre y la cumbre en precipicio. Otras veces la metamorfosis era tal, que el valle dejaba paso a tierras ásperas y desérticas o a lagos inmensos de aguas tranquilas que olían a primavera. Así un día y otro, ése era el camino.
El camino había creado sus propias criaturas. Se iniciaba sólo, pero pronto te veías caminando en compañía, algunas intrascendentes, superficiales, superfluas, que en el primer cruce desaparecían. Otras permanecían a tu lado, algunas, las menos, te acompañaban hasta el final del recorrido. Era pródigo en amores, en grandes pasiones, en desengaños, en alegrías y en tristezas.
Estaba lleno de peligros: la ira, la envidia, la avaricia, o la soberbia, sobrevolaban día y noche el camino. Era mejor hacerlo armado de paciencia. El camino era Pandora. Para unos se transformaba en una fiesta, en un jolgorio, en una romería. Para otros el camino se convertía en su Gólgota personal. Unos lo hacían a pie, descalzos y harapientos, otros bajo palio, seguidos de una corte de aduladores. Cosas del camino.
Mientras reflexionaba sobre lo ya andado, se advirtió caminando sus últimos metros antes del final. Dejó caer su talega cargada de recuerdos y se sentó en un pedrusco, de formas apuradas,  moldeado por el tiempo. Detrás el abismo, convertido en un caprichoso eco, gritaba su nombre. Fijó su vista en el horizonte y, desde esa atalaya privilegiada, observó el azul del cielo. De pronto, el cosmos empezó a cambiar de color, como si de un círculo cromático se tratara. Los colores del arco iris se fundieron en uno sólo y un blanco inmenso, que cegaba sus ojos, le impedía cualquier visión. Cerró los párpados dejando caer su cuerpo suavemente por el precipicio, y como si de una película se tratara, se encontró frente a frente con su vida.

Acerca del autor:
Xavier Blanco

Los límites de la paciencia – Héctor Ranea


—Me doy cuenta de que me he quedado sin paciencia. Sí, señor. Tal vez sea la vejez o es que nunca me equiparon con ella. Pero cada vez tengo menos y por eso será que ya no escribo novelas.
—¿Le resulta difícil describir lo que cada personaje va pensando, o es que resulta tedioso inventar tramas que se entrelacen en una mayor?
—A decir verdad, esas novelas con corte clásico me aburren. Nunca intentaría escribir algo así. Me gustan otras novelas, aunque no tan desestructuradas, claro. Alguna trama tiene que haber.
—Es que a veces, a los personajes, hay que darles contexto, espesor, calidez.
—Eso. Personajes. Me tienen podrido.
—Es que sin personajes, ¿qué haría una novela? No imagino siquiera el más desequilibrado Joyce sin personajes. ¿Recuerda la escena de Buck Mulligan afeitándose?
—Es que antes a los personajes me gustaba enseñarles cómo debían actuar. Pero en estos días, no sé... los veo distraídos, desobedecen. Incluso los que, como usted, quieren darme una mano me revientan la paciencia. Discúlpeme si lo borro. Adiós. No es nada personal.
—¡Qué lástima! ¡Y yo que creí que era el comienzo de una linda amistad!

Cien golpes en la espalda – Héctor Gomis


Ahora mismo está a mi lado. Dulce y sumisa como un animalillo, siempre cariñosa, siempre dispuesta y complaciente. Me mira con sus grandes ojos verdes, y por momentos consigue que me olvide de todo. Eso lo hace muy bien, siempre ha sido así. Está sentada en el suelo, enroscada entre mis piernas y frotando su nariz contra mi rodilla. Sólo lleva unas pequeñas braguitas blancas. Desde mi posición puedo ver su elástico cuerpo adolescente. Veo como encoge y estira sus largas piernas, despacio, muy despacio. Veo como su respiración hace elevar y descender sus pequeños pechos, Veo su nuca sobre mis muslos, entregada a mí, dócil y vencida. Huele a aire fresco, a pelo limpio y a sexo. Me excita, lo hace hasta nublar mi entendimiento. Ella lo sabe. Lo sabe y lo utiliza contra mí.

He intentado alejarme de ella. Lo he intentado por todos los medios, pero siempre vuelvo a su lado. Dominado por el deseo, vencido por el sabor de su cuerpo. Hoy ha vuelto a hacerlo. Se presentó en mi casa de noche, con la ropa sucia y el pelo revuelto. Sus enormes ojos suplicaron mi perdón. No me dijo nada, no hacía falta. Había vuelto a traer la oscuridad a mi vida. Cuando me vio coger el cinturón, sonrió, se desnudó despacio y se humilló ante mí. A cuatro patas en el suelo, aguantó su castigo sin quejarse. Fui brutal como siempre. Descargue cien golpes en su espalda mientras le dedicaba los insultos más crueles. Fue brutal, brutal e inútil. Al terminar la dejé en el suelo. Enroscada como un gato. Inerte. Después me desnudé e hicimos el amor. Mientras yo lamía sus heridas, ella me juraba no volverlo a hacer. Por un momento la creí, o tal vez creí que la creía, o seguramente sabía que me engañaba, pero ya no me importaba. Ya ha dejado de importarme lo que haga. Por monstruoso que me pueda parecer, por abominable que sea lo que hace, la amo, o tal vez sólo la deseo, pero si es así, la deseo de una forma terrible. De una forma absorbente, ilógica, inhumana. A ella le ocurre lo mismo. Por eso se presta a mis estúpidos castigos. Por eso deja que engañe a mi conciencia con la ilusión de que puedo corregirla. Como si se pudiera borrar los impulsos de un animal, como si pudiera curarla a fuerza de golpes.

Ahora estoy acariciando su espalda. Mis dedos recorren las señales de su castigo. Ella ronronea. Sabe que ha vencido otra vez. Sabe que mañana volveré a dejarla entrar en mi casa, y que volveré castigarla por sus pecados, y que volveremos a hacer el amor como dos animales, ajenos a todo, envilecidos y salvajes. Y yo se que antes de que todo eso ocurra, ella volverá a matar, y la muerte de otro inocente caerá sobre mi conciencia. Lo volverá a hacer porque su instinto se lo ordena, y yo no haré nada para impedirlo, tan solo rezaré para que alguien le pare los pies y acabe con esta oscuridad que me envuelve.

Responso - Daniel Frini


Ha muerto de muerte natural, en su casa y en su cama; rodeado de quienes lo amaron y estuvieron a su lado durante toda su vida.
Fue feliz, afortunado y triunfó en los negocios. Tuvo padres amorosos y la mejor infancia. Le tocó vivir años de paz y prosperidad. Fue querido por sus amigos y admirado por sus pares. Tuvo una esposa amantísima, que le dio excelentes hijos. Estuvieron juntos, con adoración y ternura, y no se recuerda que hayan vivido momentos malos. La respetó y cuidó; y también lo hizo con sus hijos, que fueron extraordinarios y jamás le dieron motivos para enojarse. Fueron su más grande motivo de orgullo.
Viajó por el mundo entero. Conoció las mejores personas y se empapó de cultura e historia —lo que siempre le encantó— y conoció los más asombrosos lugares.
Llegó a cumplir ochenta y cuatro años. Toda su vida se aburrió soberanamente. Ha muerto de hastío. De cansancio. De asco.

Acerca del autor:
Daniel Frini

miércoles, 25 de abril de 2012

El viaje - Ada Inés Lerner



“Y morir es algo distinto
de lo que muchos supusieron
y de mejor augurio”
"Hojas de hierba" - W. Whitman

Querida hija:
Como te anticipé, tu papá y yo hemos decidido acompañarnos en este tránsito. A tiempo regresamos ahora que él decide abandonar el hacha. Busco protección bajo antiguos retazos de sombra de los árboles mientras me acompañan el gorrión, el pino, la mariposa, la caléndula, los sauces, la abeja, y el río, la naturaleza en una aparente calma me avisa que existo, camina a mi lado, acaricia el aire.
Un titilar de lágrimas y siento la necesidad de despedirme.
Al regresar a la casa, quedamos deslumbrados por la oscuridad que araña recuerdos que se esfuman, recuerdos que siempre mienten un poco. Papá frunce el ceño por el arrullo del viento y de las olas que rompen sobre la playa pero no se inquieta cuando advierte que el canoero ya se acerca, siempre dijo que "el asombro sólo demora la fatalidad".
En la certeza de nuestro final papá le entrega la tanza y los anzuelos y define la orilla para partir.
Caronte guía la canoa por el lago hasta perdemos en el horizonte.
Te envía todo su cariño:
Mamá.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

¿Vida eterna? - Alejandro Domínguez


Lo recuerdo como su hubiera sido ayer. Absolutamente todo lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Es difícil organizar temporalmente mis recuerdos en la condición en la que me encuentro. Ahora todo es un solo instante, una gran masa de acontecimientos, un compuesto indivisible de sentimientos.
Me es imposible saber que fue lo me hizo llegar a este estado. Pudo haber sido un payaso, un accidente de motocicleta, la vejez, ¿era ya viejo?, o acaso ¿habrá sido el fin de la humanidad? No hay manera de saberlo. Estoy condenado a pasar la eternidad viviendo toda mi vida de nuevo en un solo instante, cada instante. Es realmente confuso, nada tiene sentido.
Esperen, ahora lo recuerdo:
Había fuego, un incendio, gritos, llantos, corrí entre las llamas y lo tomé, mi ropa en fuego, humo, rompí la ventana, arrojé al bebé hacia los bomberos, yo ya no logré salir. Fui un héroe.
Bueno, ahí decidí ser un héroe. Esta es una de las historias que inventé para hacer que la espera eterna sea un poco menos insoportable. Tengo millones de ellas pero empiezo a temer que mi imaginación se está agotando, mis historias son cada vez más simples y monótonas.

Finalmente las historias se me agotaron, no lo creía posible pero alcance el punto donde la imaginación no puede crear nada nuevo. La última historia que se me ocurrió y la única en la que ahora puedo pensar es la siguiente: nunca viví.

Acerca del autor:
Alejandro Domínguez

Me quiere, no me quiere… - Beatriz Olleta


Y sí, para mí que me tira onda. ¿Por qué, si no, vivo así de intensa esta hora juntos? ¿Por qué, si no, me dispara sus preguntas mirándome directo a los ojos, quitando todas las barreras? Me siento recómoda con él. No me juzga, me escucha… y es tan tan lindo.
Sí, seguro que me tira onda, ¿no? Aunque tal vez es así con todas. ¿Por qué me creo especial? ¡Qué bronca! Siempre me pasa lo mismo. Cuando alguien me gusta, no puedo leer más las señales y me pongo tan nerviosa que tampoco puedo dar señales yo.
¡Qué desastre tantos años al pedo, por favor! Y qué lindo que es, y me juego que también es supertierno en la cama.
Hay que ver que tengo mala suerte con los hombres: o con ex en el medio, o que no saben lo que quieren, o simplemente pelotudos. Pero él es diferente. Por algo nos vemos todas las semanas. Porque él tampoco puede estar sin mí.
Y sí, la próxima vez le digo algo. Así no puedo seguir. Me mata el suspenso. Ya ni sé de qué huevada estoy hablando con él, ni respiro casi. Cierto: hoy decidí hablar del trabajo, pero no puedo dejar de pensar en él, tan concentrado frente a mí. Tan serio y con esa chispa en sus ojos celestes. ¿Estará él también buscando coraje para confesarme su amor?
Mira el reloj. Se me pasa volando el tiempo con él, con toda su atención en mí. Yo la próxima le digo, ya no aguanto más estas mariposas.
Bueno, hora de despedirnos. Esos ojos. ¡Por favor! No tiene derecho a estar tan bueno.
―Ok, Cecilia, acordate: la semana que viene tengo que cobrarte cien pesos, porque la obra social ya no te cubre la terapia.
―Gracias, Gabriel. Buena semana.
La próxima le digo, para mí que me tira onda. Seguro que sí.

Nada es circo - Xavier Blanco


Dicen que llegó el Circo. Todos esperan ansiosos sentados al borde del acantilado: nadie sabe cuándo lo hizo, nadie sabe cómo. No hay carteles, ni fanfarria, ni siquiera estridente megafonía. No avisaron, no lo publicitaron. En la lejanía deambulan las risas de los payasos, huyen los látigos perseguidos por el espectro de los leones, se percibe el chirriar de los trapecios. Sobrevuelan las jaulas buscando a sus moradores. La sombra de la carpa, suspendida en el vacío, permanece inmóvil, hermética, sin puertas ni ventanas por donde penetre el aire. No se escuchan los gritos de asombro, ni las risas, ni siquiera el aplauso enfervorecido del público. Todo es nada, sólo etéreas evidencias.
Nadie escuchó la música. Nunca se encendieron las bombillas. Permanecen desocupadas las jaulas. Huyeron las sombras. Los conejos corren detrás de las chisteras. Planean los trapecios. Aletean solícitos los látigos. Ruge el viento y llueven cuchillos de soledades. ¿Dónde está el Circo? Nunca llegó, no permaneció, se ha ido. No queda nada, sólo el cero de los matemáticos, el vacío de los filósofos, el infinito oscuro de los astrónomos. No hay respuestas. La nada es una ficción; nadie puede pensar lo que no es, lo que no existe. Tal vez esto es una entelequia, quizás una invención, puede que sólo sea apariencia.
Por si alguien me pregunta, yo quiero dejar constancia escrita de mi respuesta -son diez palabras insignificantes, muy poco para un mundo saturado de complejidades-: yo sólo deseo que haya algo en vez de nada. Los demás siguen pensando que ahí, en el vacío, hay un Circo. ¿La verdad? Nadie sabe nada de nadie.

© Xavier Blanco 2012.
Tomado del blog Caleidoscopio

lunes, 23 de abril de 2012

Nicolás Copérnico, médico en Heilsberg - Carlos Barbarito


Madera de sándalo rojo, manzanilla en vinagre, díctamo y sanguinaria, cuerno de unicornio, jacinto rojo y zafiros, madera de cedro, esponja armenia, azafrán, un escarabajo, canela, perlas, esmeralda, un corazón de venado reducido a pulpa, corteza de limón. Virutas de marfil. Lagarto cocido en aceite de oliva. Lombrices lavadas en vino. Espolones de gallo. Orina de asno. Espodumena. Azúcar. Oro. Un hombre de ojos grandes y oscuros y mandíbula cuadrada, de labios fruncidos, con el gesto propio de quien está a la defensiva, cerca de una pequeña ventana en un pequeño castillo fronterizo —piedra sobre piedra con muro y foso—, copia antiguos ingredientes en el margen de una página de Euclides. Módica afición de alguien que, cuando llegue la noche, como tantas otras noches, se negará a hacer la más mínima anotación sobre el cielo. En la mesa o en algún cajón o estante, una traducción latina de epístolas de un oscuro bizantino, rutinarias y triviales, y un esbozo de su idea del Universo. Sólo hará imprimir el primero.

(Con autorización del autor. Tomado de: “Materia desnuda”)