jueves, 15 de diciembre de 2011

Etimología - Helga Fernández


Como suele suceder, muchos gotas son las que llenan el vaso aunque, después, cuando se rebalza se le eche la culpa sólo a una. Ésta, las que sigue, quizá sea la que a mí casi me ahoga o, mejor, tendría que decir por extraño que parezca, la que me quebró de ganas.
Cuando era chica, unos doce años tendría, leía una colección de libros que muchos deben recordar. Son nuestra contemporaneidad pasada de esos mismos que tenían nuestros padres con tapa amarilla y dibujos acuarelados, también de aventuras, pero no aptos para decidir por dónde seguir, como estos de los que les hablo, sino para leer en un tiempo lineal, desde el principio hasta el final, de corrido. En cambio estos otros, los nuestros, los de más acá, le hacían honor al título de esa saga: Elije tu propia aventura. Los que, si bien no dejaban de darnos una ilusión de elección porque lo máximo que puede decidirse es por dónde continuar entre dos opciones que se encuentran al pie de algunas de las páginas de todo el libro, tienen en cuenta el lector a la hora de escribir, no sólo por escribir para él sino por escribir de forma tal que él sea quién decide lo que leer. "Si decides cancelar tu cita con Juan y buscar a Pedro, pasa a la página 7. Si crees que Pedro está bien y sigues con la idea de ver a Juan, pasa a la página 8."
¿Se acuerdan de los que les hablo? seguro que más de uno, en este momento, estará sonriendo y hasta recreando alguna que otra historia o, al menos, reviviendo la sensación de ser tenido en cuenta que nos causaba su lectura. El lema de esta serie era: "Las posibilidades son múltiples; algunas elecciones son sencillas, otras sensatas, unas temerarias... y algunas peligrosas. Eres tú quien debe tomar las decisiones. Puedes leer este libro muchas veces y obtener resultados diferentes. Recuerda que tú decides la aventura, que tú eres la aventura. Si tomas una decisión imprudente, vuelve al principio y empieza de nuevo. No hay opciones acertadas o erróneas, sino muchas elecciones posibles."
Yo, más que recordar sus narraciones estoy viendo pasar como una película, imagen tras imagen vaya a saber compaginadas porqué director, que una vez en la casa de mi amiga María Sol (la que tenía todo lo que yo no) parada frente a su biblioteca, que guardaba esta colección y unos cuantos libros más, me caí y al querer protegerme del golpe me fracturé el brazo derecho. Una caída delante de un montón de libros, los primeros que he leído y los primeros que me han tomado, más que como lectora como escribiente copartícipe de lo escrito.
Por consecuencia de la lesión no pude escribir durante cuarenta largos días. Abstinencia obligada que me llevó a tener incontrolables ganas de hacerlo, a punto tal, que encerrada en mi habitación a escondidas de los adultos que cuidaban de que siga la prescripción médica, escribía y escribía y escribía, intransitivamente, haciendo mimesis con el tipo de verbo: escribir, no qué, sino escribir y ya. Lo hacía con el placer y el alivio de quien por fin da el brazo a torcer a lo se venía negando.
Esa factura, quizá, haya sido el primer modo de escribir, en el cuerpo, el deseo de escribir. Todavía hoy conservo su marca, indeleble.

Viena by night - Héctor Ranea


Noche oscura. Noche de perros. Noche de perros negros. Ella cantaba en un bodegón del bajo, con voz demacrada y oscurecida por la tristeza. La miré por las ventanas y ella me vio. No entré: era inútil, no podría tenerla ni aún venciéndome a sus pies como un perro golpeado. Seguí escuchándola detrás del umbral, con la espalda entre la puerta y la vidriera. No había que llorar, decía la canción, había que esperar y entonces esperé. A las horas en que los lobos pueblan los sueños de los aldeanos, ella se presentó en la puerta, salida de la nada.
—Llevame a tu casa —fue lo único que dijo.
—Pero… ¿te acordás de la última vez? —le contesté, casi humillado.
—Llevame. —Y su tono no admitió otra respuesta.
Se montó sobre mí, ligera como todas las enanas, y me eché a volar. Lancé mis tres graznidos de goce y la llevé al viejo campanario donde tenía mi viejo nido de cuervo.

El autor:
Héctor Ranea

martes, 13 de diciembre de 2011

Hermano – Beto Mansilla


Lo reconocí inmediatamente: era el pendejo. Tenía la hoja de trébol tatuada sobre el omóplato derecho. El cuerpo estaba enredado en las algas que llenaban el río en el remanso. Le habían cortado la cabeza y las manos, pero yo vi ese trébol muy de cerca, mientras me lo estaba cogiendo, en la casa del Turco. El hijo de puta (el Turco, digo), me contó que se lo había traído de un viaje al interior. Nadie se había enterado de que el pendejo se escapaba con él. Y ahora lo tenía allí, metido en esa pieza todo el tiempo, con las ventanas cerradas y el televisor encendido las veinticuatro horas. Lo vendía por cincuenta mangos el polvo. A mí el pibe me pareció medio retardado. No hablaba, no se quejaba, no se reía. Cuando entré en la pieza estaba mirando CSI Miami. Se sentó en la cama y me le paré enfrente. Me bajó el cierre del pantalón, me la chupaba mientras se inclinaba hacia un costado para seguir viendo la tele. Me hizo girar un poco, para despejarle el campo de visión. Era como si su mente no estuviera ahí. Me parece que un robot la hubiera mamado mejor. Después se puso boca abajo y se separó los cachetes con las manos, para dejarme el campo libre. Ni un quejido cuando se la puse. Estaba como hipnotizado con la serie. Cuando terminé, se sentó con la espalda apoyada contra la pared. Ni me dijo buenas tardes. Cuando salí de la habitación el Turco le puso llave.
—No quiero que se me escape —me dijo—, se lo tengo prometido al juez Gancedo.
—¿Al juez?
—Y sí. Su Señoría tiene sus preferencias. Me pidió un pendejo de no más de quince. Cuando lo vi en Loncopué me dí cuenta de era el indicado. ¿Viste qué carita tan dulce? Parece un angelito. Tuve que explicarle algunas cositas, porque el boludo ni siquiera había tenido una garcha en la boca.
—Pero ese pibe está casi catatónico.
—Mirá, estará catast.. castat… será como vos decís, pero yo se lo entrego al juez y que haga lo que quiera. Eso sí, primero se pone con una buena guita, y le dice al comisario Carranza que no me joda, que me deje trabajar tranquilo. Vos sabés que yo tenía ya el negocio de las minitas. Ahora voy a extenderme al mercado de los pendejos. Hay unos cuantos interesados, y en muy buenas ubicaciones.
—¿Pero no es muy peligroso este negocio?
—Únicamente si alguien abre la boca. Entonces estaríamos en peligro el que hable y yo. Así que vos no sabés nada. ¿OK?
—Quedate tranquilo.
Pero a la semana apareció el cuerpo en el río. El del pendejo, digo, porque el del Turco tardó más en aparecer. Y ahora me dí cuenta de que me están vigilando. Me siguen a todas partes. Me parece que el hijo de puta del Turco cantó antes de morir. Te juro que hace días que no duermo. Por eso te llamé: para contarte todo esto, por si me pasa algo.
—¿Y qué voy a hacer si te pasa algo? ¿Voy a la cana? ¿Hablo con Carranza? ¿O mejor le cuento todo al juez Gancedo?
—Pero vos podés publicarlo en el diario.
—¿Con qué pruebas? ¿Sabés cuánto voy a durar vivo si publico algo? Mirá, yo lo lamento mucho, pero no puedo hacer nada. Aunque quisiera.
—¿Cómo “aunque quisiera”? ¿No querés?
—Carranza me vino a ver. Me dejó esta pistola, por si te aparecías. Me dijo que no voy a tener ningún problema. Que la cana se ocupa de todo, y el juez está con nosotros. ¡Qué cagada que estuvieras en el río justo cuando encontraron el cuerpo! ¡Y encima el pendejo de mierda tenía un tatuaje en la espalda! Lo siento mucho Oscarcito.
—Hermano… ¿qué me hacés?
—Hermano las pelotas.

Buena - Raquel Barbieri


Buena como Lassie, más buena que el pan, buenaza la buena moza, buenísima a la hora de enamorar y hacerse desear, buena amante, buena mandarina, buena pieza… nadie tiene la total certeza de cómo pueda ser ella; sólo sospechas, alguna corazonada, una impresión teñida de la personalidad de quien la perciba malamente, o la idealice al extremo. Buena mina, no jode, no grita, no contesta, no mató a nadie… como si la bondad se limitara a no matar, como si la bonhomía se tratara de tan poco. Buena para nada… así la llamaba su madre, una mujer por completo ajena al lenguaje de los sentimientos.

Buena porta un nombre raro que no la acompleja tanto estéticamente, como el hecho de que la hace sentirse en extremo responsable y comprometida a llevar una vida santa que no le va del todo, que no le sale naturalmente. Ha confesado sentir como un palo incrustado en su columna que la obliga a estar siempre derecha y erguida, aún cuando querría tirarse en el suelo a descansar, a rodar, a ensuciarse y despeinarse, y reír a las carcajadas casi obscenamente.
Ella cree que nadie llamada así tiene derecho a quejarse, gritar, maldecir, arrepintiéndose o no, a golpear con el puño una mesa o la pared, y llorar de bronca, impotencia, capricho o simplemente, llorar por el síndrome premenstrual, por no tener ganas de decir siempre que sí a todo. Y en su interior, ella es una persona distinta que muchas veces habría respondido con un no rotundo y en volumen bien audible.

Buena suele tener malos pensamientos, algunas veces, no tan a menudo en comparación con otras personas, pero ella no lo sabe y se siente la peor de todas… Se cree una malpensada criatura. Demasiado exigente consigo misma, prefiere autoexigirse para no dañar a los demás, para dejar a todos contentos y que nada sea su culpa. Se castiga para no castigar, y no se da cuenta de que si dejara fluir su ser más auténtico, no estaría castigando a nadie y ella se sentiría liberada de esa vara rígida en la espalda. Hasta sería más agradable y también feliz, pero no se da cuenta y actúa en base a su pobre interpretación de un nombre incoherente que le pusieron bajo los efectos de un porro compartido por sus padres el día que la anotaron.

Buena chica, good girl, te mereces una galleta por ser obediente, aunque tu madre te descalifique. Toma tu galleta y vete al rincón a chuparla un rato, quizás más tarde le hinques el diente. Good girl… sí, ella vive la vida como si tuviera un guión escrito con apuntes detallados de la puesta en escena, y va revisando a ver cómo se desarrolla la trama para ser agradable y no molestar. Va marcando con un lápiz grueso las partes ya cumplidas, y sigue escribiendo los siguientes capítulos para que encajen perfectamente dentro de su esquema prefabricado, en donde para ser buena, hay que sufrir.
Acerca de la autora

El paquete - Ana Casale


En esa esquina que en primavera huele a paraíso estaban los dos estudiantes. Él, con sus jeans gastados, las zapatillas sucias y una mochila medio descosida. El Colo, como le decían en la escuela, se acomodó el gorrito de lana mirando para todos lados. Ella dejó el paquete al lado del árbol.
Se tomaron de la mano. A veces todo el universo está de acuerdo y hace que dos sonrían al mismo tiempo.
El viento los empujaba hacia el parque.

Dos patrulleros se cruzaron delante de ellos. Ocho hombres bajaron con armas largas. El viento se detuvo y cada uno sintió un silencio mordiendo por dentro. Con palabras y empujones los arrastraron hasta la calle. Tenemos que escapar, pensó él. No hicimos nada grave, nada malo tiene que pasar, rezó ella. A los dos les temblaban las piernas y les sudaban las manos. En esa ronda de pesadilla no había mucho para elegir.
El le susurró: —Cuando te diga.
Y ella respondió: —Mejor nos quedamos.
Desde el otro lado, un policía miraba a sus compañeros sin dejar de apuntar. Todos parecían alterados y nerviosos. El paquete seguía al lado del árbol. Él dudaba. Tal vez esos chicos le recordaban su propia adolescencia, ahora tan lejana y extraña. No le parecían peligrosos. Se veían asustados como las liebres cuando se ven cercadas. Desde adentro del Colo una fuerza lo impulsó a tirar de la mano de su compañera para salir corriendo. Así fue. Los hombres se les quedaron mirando como incrédulos. Apenas corrieron unos metros. Los disparos los dejaron en el suelo y de la mano.
Alguien levantó el paquete que había quedado al borde del árbol. Los panfletos pedían por un boleto estudiantil que permitiera a todos llegar a la escuela.
A ellos ya los llevaba el viento.

El club de las diez y diez - Jorge Grané


Tal vez usted nunca prestó atención a la publicidad de los relojes, pero el caso es que todos marcan la misma hora 
Nadie ha podido dar una explicación convincente de porqué los relojes, en los avisos, están siempre marcando las diez y diez.
Tampoco se sabe cuándo, ni dónde, ni porqué acordaron los relojeros acomodar las manecillas en esa posición tan particular.
El hecho que TODOS los relojeros del mundo se hayan puesto de acuerdo nos hace pensar, o más bien sospechar, de algún pacto entre ellos.
Pero ¿cuál es la razón oculta de este acuerdo?
Planteamos más preguntas:
¿Porqué los suizos, que son maestros en relojería, no fueron atacados en la II guerra mundial?
Los expertos, evasivamente opinan que esa posición de las manecillas permite destacar la marca del reloj, lo cual no es enteramente cierto.
Cuando el diseñador Franklyn Hernández fue requerido para hablar de este tema sugirió que en la figura de las diez y diez se dibuja una sonrisa que pretende seducir al comprador.
Un relojero novato, que se atrevió a mostrar su producto marcando las 8 y 20, no pudo vender ninguno. Esta transgresión lo llevó a la quiebra y su cadáver apareció flotando en el lago Leman con signos de suicidio. La policía suiza cerró el caso con inusitada rapidez, prestando poca atención a las fotografías del cuerpo desnudo que mostraban dos heridas mortales, sobre el pecho, formando un ángulo obtuso.
Las diez y diez.
Si la primera herida del suicida fue mortal, ¿quién provocó la segunda?
Este hecho despertó el interés del criptólogo de la OIJ, Luis Midence, quien se aprovechó de un viaje de capacitación a Ginebra para revisar los archivos de la abadía cistercense de Saint Gall. Allí encontró una extraña referencia a dos hermanos de apellido Diez, sefardíes que residían en Suiza cuando decidieron embarcarse a Costa Rica donde abrieron una relojería en la Villa de la Boca del Monte, futura San José, en la que posteriormente fue la avenida San Martín. El negocio se llamó Diez hermanos, lo que demuestra su engañosa actitud, ya que en realidad eran dos.
Cuenta la tradición oral del barrio que los hermanos, conocidos como Diez y Diez, recibían misteriosos visitantes, llegados del viejo mundo, con los que se reunían hasta altas horas de la noche. Después, estos se subían a las carretas que los transportaban a Limón y desaparecían en veloces veleros.
Luis Midence, el criptólogo, no supo descifrar el enigma que relacionaba a los hermanos Diez con la conexión suiza y el extraño suicidio de quien se había atrevido a invertir la imagen de la crucifixión.
Durante años estuvo obsesionado con el misterio y, cada vez que las agujas de su reloj marcaban las diez y diez, un estremecimiento automático recorría su cuerpo en una extraña mezcla de hora biológica, neurológica y psicológica.
Cosa parecida le sucedía cuando abría las revistas y en sus páginas aparecía la publicidad de un reloj, de cualquier marca, que desde las diez y diez le recordaba la hora de llegar al fondo del asunto.
Con la aparición de Internet pensó que sería más fácil vincularse con sitios que se ocuparan del tema, o se podría contactar con gente que, como él, se preocupaba por este asunto.
Una vez, chateando con un colega suizo con el que había desarrollado una pequeña amistad, este dejó caer una extraña pregunta:
--¿En qué paralelo vive usted?
Midence no supo contestarle en ese momento y quedó en averiguar la información.
Su sorpresa fue grande cuando supo que estaba en el paralelo 10.
Este sugestivo dato geográfico lo llevó a revisar otra vez la documentación que tenía, para descubrir algún indicio que se le hubiera pasado por alto anteriormente.
Ningún vestigio quedaba de los hermanos Diez que no habían dejado descendencia y, más bien, habían desaparecido del barrio de un día para otro, quedando abandonada la relojería de la avenida San Martín, la que luego fue remodelada por gente extranjera.
Una mañana, recorriendo esa avenida, Luis Midence descubrió que llevaba el número diez y, en un súbito acto de iluminación, corrió frenéticamente hasta el cruce con la calle diez.
Así llegó a las diez con diez, donde habían vivido los hermanos Diez.
Estaba parado exactamente en el paralelo 10, en la esquina de la avenida 10 con la calle 10, frente a una casa de altos con fachada de madera en cuya puerta había un pequeño cartel premonitorio que rezaba misteriosamente: “Llegó la hora”. Algún gracioso había agregado “del almuerzo”.
Midence se informó, en la bomba La Castellana, sobre las actividades desarrolladas en ese edificio pero nadie le supo dar razón ya que el movimiento de gente se efectuaba después de medianoche.
Solamente los días 10 de octubre se veía entrar y salir hombres de traje oscuro y, a media mañana, se escuchaban gritos y lamentos. Exactamente a las diez y diez.
Un temor súbito invadió a Luis Midence y, desde ese entonces, procuró evitar esa esquina.
Con un ambigüo correo electrónico se despidió de su amigo suizo que, de alguna manera, le había sugerido la pista del enigma, quién sabe con qué oscuras intenciones. Probó un reloj con números romanos, pero a la hora señalada un incómodo estremecimiento le recorría el cuerpo, más doloroso que con los carátulas arábigas. Entonces descubrió que en esos relojes el número IV romano se representaba IIII lo que profundizó su certeza sobre un pacto diabólico.
Ya vencido por la incertidumbre y decidido en acabar con esa pesadilla, tomó la decisión que siempre había querido evitar: se compró un reloj digital.

Viernes, llaman desde la puerta - Eduardo Albornos


Algunos dicen que son las luces naranjas del alumbrado público las que colorean sus lágrimas. Otros, por su parte, argumentan que es causa natural del sentimiento que le pone a cada tonada. Y como ninguna explicación me termina por convencer, espero cada viernes, al despuntar la medianoche, a que el hombre que llora vino venga hasta la puerta de casa a dedicarle cogollo tras cogollo a mi mujer.
Del tema se ha hablado y discutido bastante, pero sin dejar de fantasear y decir estupideces; porque, más allá de que llore vino o no, se olvidan de que el Marito es como cualquier otro tipo del barrio: laburador y respetuoso. Vive a dos cuadras de casa con sus padres y tres hermanos, que a esta altura de la vida, ya no se preocupan por los actos inmaduros de un tipo de treinta y pico de años. Sin embargo, como dije, el Marito es un tipo laburador y respetuoso, que toda la semana se lo pude ver a las seis de la mañana en punto esperando al colectivo que lo lleva hasta la ciudad, donde hace algunas changas y cuida autos. A eso de la medianoche está de regreso, y uno se da cuenta porque pasa a los gritos saludando a cualquier vecino que riegue o tome mate en la vereda; y también porque se detiene a acariciar a la chorreadera de perros atorrantes que lo aguarda cada noche y no deja de ladrar al verlo. Su semana transcurre de esta manera, hasta que llega el día viernes.
–Buena interpretación, Marito –le digo apenas salgo hacia la puerta de calle; le alcanzo su vaso de vino y puedo ver lágrimas bordó asomándose a sus ojos.
–Viva Cuyo, compadre –asiente tembloroso, como quien se cuida la espalda; y sin quitarme la mirada de encima un segundo, se empina un buen trago del vaso que ahora aprisiona entre sus manos.
Muchas veces me pregunto si realmente alguien pude llorar vino, cómo es posible, pero termino convenciéndome de que es mejor quedarse suspendido en el silencio, y así poder contemplar cómo las cosas más inesperadas irrumpen en la monotonía de los días. Por eso, lo más hermoso es ver cuando las lágrimas le comienzan a zanjear las mejillas hasta llegar a sus comisuras, y luego, al precipitarse por la pera, caen sin mayor resistencia al vacío.
Mi mujer finge ignorarlo siempre, pero basta que le diga que salga y page como corresponde a ese buen cuyano, para que se levante encolerizada de la mesa y dé un portazo en nuestra habitación. A veces dice que me fascina que un “fenómeno” la deje en ridículo, y otras, que soy un imbécil. Pero el verdadero problema está en que ella no puede entender que el Marito es un tipo muy especial; y esto va más allá del aprecio que se le pueda tener en el barrio.
Y por eso, y porque casi nunca la ternura se dispone a tocar la puerta de casa, al instante de oír la voz del Marito entonar alguna tonada, cargo un vaso de vino tinto y salgo hacia la puerta de calle a pagar el cogollo a ese buen cuyano. Como corresponde.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Efímero – Sergio Gaut vel Hartman


—¡Cómo va a tomar un párrafo de uno de sus cuentos para convertirlo en una microficción! ¿Usted está loco?
—No es plagio —me defendí.
—No, no es plagio; es una porquería. ¿No lo abochorna la situación?
Bajé la cabeza y empecé a manosear la gorra, tal como había visto hacer en una película a un personaje abrumado por la vergüenza.
—No lo volveré a hacer —musité finalmente. El tiempo empezó a deslizarse perezosamente entre los intersticios de la realidad, y aunque pronto empezaría a llover, y no tenía paraguas, lo que me provocaría una mojadura escandalosa, me sentí liberado por la promesa. Sin embargo, mi interlocutor parecía ensañado. Era de los que disfrutan pateando al caído.
—¡No alcanza! Eso es una chicana para zafar; sé que no va a cumplir y lo volverá a hacer a la primera de cambio. —Ahí me calenté. Una cosa es admitir un error, pero muy otra es recibir semejante muestra de desconfianza de parte de alguien con tan poca entidad.
—¡Lo hice y lo volveré a hacer cuando se me antoje! ¿Y sabés por qué? Porque yo soy el autor, el dueño y señor de lo que escribo. Y vos, en cambio, pobre criatura desvalida e inútil, sos un personaje sin nombre cuya efímera vida termina con este punto final.

Una bandada de cartas - Ada Inés Lerner


Mary atraviesa la placita con paso desparejo y torpe mientras atisba el futuro: de costado como una yegua compadrita. Los pibes, malón de regreso que abandona con esfuerzo el potrero y la redonda, la observan desconcertados, como quien busca respuesta en un reloj detenido en otro tiempo.
Las agitaciones y tormentas de una empleada postal como Mary pertenecen al pasado reciente, quizás por eso gruñe un reclamo desafinado por ese pueblo indolente. Ya en la estafeta la cortina rezonga y la reciben afablemente el vaho, la humedad, y las hilachas de aquellas cartas olvidadas.
A Mary la satisface esa melodía repetida a través del tiempo, y todas las mañanas ella insiste en danzar al compás de un acorde quejoso:
-¿Qué será de mí si nadie espera una carta?. Una carta es una visita inesperada que uno puede besar, acariciar o evocar. Ahora todos están con ese correo electrónico, superficial y rápido.
Alguna vez, un repartidor postal se acercó a Mary pero por culpa del destino, dios sin altar en el mundo (tan insalvable como imprevisto), lo dejó ir: es que ella fue incapaz de comprender que ese cartero, tercero involuntario, ya no cargaba de su hombro el útero desierto con las cartas que muchos dejaron abortar en la madrugada.
Del buzón vacío nace una canción y Mary, como aquel poeta, acompaña el tono de una oración de fe: volverán las cartas olvidadas, volverán mis noches a rondar, y otra vez como almas en bandada, me llamarán, me llamarán...

Un caso de escopeta - Fernando Andrés Puga


Buscaré otro. Este no me sirve. El individuo que me ocupa insiste en quejarse, en inhibir sus deseos, en dar vueltas en una baldosa creyendo ser dueño del cielo.
Este cuerpito gentil merece otro habitante. Alguien que lo saque a pasear, a escalar montañas escarpadas, a atravesar ríos torrentosos. ¿Qué sé yo? Algún aventurero. Alguien que no permita que las lumbares se retoben e impidan que me enderece hasta que llegue la inyección a la nalga.
Este sujeto es insufrible. No me cuida. Más aún: no me quiere. Está tan ocupado alimentando a esos pájaros que le revolotean dentro de la cabeza que se ha olvidado de mí.
Yo estoy para otra cosa. Hace tiempo que no me encuentro con otro cuerpo. Es que a este tipo nadie le da pelota. Se cree… no sé… ¿Rimbaud? ¿Cortázar? ¿Dolina? y no es más que un pobre infeliz que nunca logra completar ni una línea. ¡Y yo quiero una mujer! ¿Se entiende? Tocar, manosear, excitarme, sentir profundamente cosas que ya tengo olvidadas o apenas vislumbradas…
Mete el doble caño en la boca y aprieta el gatillo. Se ve que él tampoco la pasaba bien conmigo. Se deshace en el aire. Muere.
Ahora, tendido en el piso, sonrío.
Espero llevarme mejor con mi próximo huésped, acaso por fin seamos uno.

viernes, 9 de diciembre de 2011

In-posición - Ricardo Giorno


Azul cielo y fluye.
Cuando la abundancia penetró la cuña salté al vacío buscando la protección de las alas. La Caverna Media intentó darme cobijo, pero pudo más el ansia del aullido y me dejé caer. Muy abajo. Hasta más allá de esas alas necesitadas de dedos para cortar el silencio.

verde hielo y sangre.
Luna Osa acaparó lucidez y tuve que aquietar el impulso hasta volverlo gota. La explosión me promovió a dónde no sé si quería.
Las alas felicitaron a las pieles y partieron con promesas.

amarillo negro y susurro.
Abrieron las vetas, combates en heridas. Al frente, un Anubis picante dispersó la trama burlando canales en los que se intentaba la comunicación. Lo concreto se volvió dolor y lo dulce no fue explicado.

rojo, plateado y rojo.
Los dedos tomaron la iniciativa, podando el daño de los colores saturados. La ojiva malgastó razón. Persuasiva tenencia que, blandiendo plumas, combinó intrincadas posiciones hasta lograr el deslizamiento.

menta plácida y negro.
Manaron los macizos sospechas de vidas anteriores. La vista perdió valor y fue reemplazada por espejos. El otro lado ganó cuerpos: los miembros de Glotón despertaron hacia arriba. El olfato abrió camino.

azul noche y enigma.
Cuando volvieron las alas, salté al encuentro buscando acapararlas. La subida no posibilitó pronóstico. Tenía que caer.
Devastaron besos y dijeron hasta nunca. Más abajo, las sombras compartieron olvido y la transformación cesó.
Yo se unió a…

Cyan, traslúcido y cyan.

Población sobrante - Diana Sánchez


Los ciudadanos vuelven a sus casas. La basura empieza a amontonarse en las esquinas. Los cartoneros salen a la calle.
Juan Primo, padre de familia, inicia la búsqueda. Enseguida Reina, su mujer, lo secunda. Los hijos, Galito, el más despierto, separa y clasifica. Y Elbio, el más tranquilo, maneja el carro.
Mientras los otros avanzan rápidamente, Elbio se detiene ante el semáforo en rojo. Ningún pibe le propone limpiarle el vidrio delantero. Ninguna chica le entrega tarjetas para un hotel-alojamiento. Nadie le ofrece franelas, lapiceras o veinticinco jazmines por un peso. Las maestritas de un jardin de infantes lo miran con desconfianza mientras cruzan la calle en fila india con sus niñitos del primer mundo.
Paz, Seguridad y Justicia Social para todos, miente un ministro desde la radio de un bar. Y Santiago del Estero llora sus víctimas.
La luz se ha puesto verde, aunque Elbio no avanza. El caballo, aburrido, espanta las moscas con la cola. Desde la otra cuadra, Juan Primo, Reina y Galito, lo llaman. Pero Elbio no contesta, abstraído en el recuerdo. Elbio, Elbito, tu boca es caramelo, tus ojos, son del cielo, un pedacito. Mira los árboles en la calle y siente que la abuela es una hoja. Un pájaro. Un nido. Mira el cielo. La abuela es un pedazo de sol. O el reflejo de la luna en el río. Elbio se seca las lágrimas con la mano y se averguenza de sus uñas sucias.
Oye su nombre una y otra vez, observa a sus padres haciéndole señas. Despabila al caballo y ahora sí, avanza.
Desde la ventanilla de un auto se oye la voz de Louis Armstrong,...”what a wonderful world...” mientras el carro Elbio y su familia, empiezan a perderse en las sombras.


Acerca de la autora:


Tus ojos eran puertos... - Fernando Andrés Puga


En el bote me invade el desconcierto. Los remos en el agua se esfuerzan por alcanzar alguna orilla. La única a la vista está detrás y no voy a volver. Se va desdibujando hasta confundirse en la neblina que cubre el horizonte.
Remo y el ritmo de las olas tararea entre mis labios viejas melodías.
Canto.
Un verso se repite en mi memoria; el verso de aquel tango que lloraba en mi voz cuando te amaba. Tus ojos eran puertos… y me lleva la corriente hacia otras aguas. Mi sola voz en el azul de cielo y mar; en el azul de lágrimas sedientas de muelles donde anclar.
No toco fondo con el remo. Tampoco con la angustia de este destierro que no llega a destino.
Remo con más fuerza, pero flaquean mis músculos antes que mi deseo de alcanzar tierra firme.
Naufragar es oscuro. Naufragar es ver cómo se apaga el faro a la distancia. Naufragar es mirarte a los ojos y no ver más que el blanco abismo de la muerte.
¡Qué ideas sucias llenan mi cabeza!; algo fútiles de tan irremediables. ¿Por qué no darle un respiro a esta huida que no premedité y levantar los remos?
Me dejaré llevar.
Que la deriva disponga de este bote vacío.

La medida - Héctor Ranea


Me toqué una teta. Hacía mucho que no me las tocaba. Fofas y chicas. ¡Bah! ¡Qué sé yo! Del tamaño del cuenco de mi mano. O sea, la teta derecha mide lo que el cuenco de mi mano izquierda y la izquierda lo de mi mano derecha. Porque con la derecha no puedo tocarme la derecha. O bien, sí; sí puedo, pero el tamaño no es el mismo. El del cuenco de la mano, digo. Porque me queda deforme. No sé por qué. Cosas que no entiendo son muchas, mejor no las enumero. Pero en la teta izquierda me encontré un bulto la última vez. Me dijo el médico que era una bala. Una bala que recibí en plena juventud, creo. Ahora, ya en la vejez, a quién le importan las balas. Además, me parece que en aquel entonces la que tenía averiada era la derecha. ¿Se habrá movido? Mejor no sigo, ya me veo en los titulares: “Ahora dicen que las balas caminan” y no me interesa. Decía que el tamaño no lo sé, porque cuando uso la mano quién sabe si no me aprieto las tetas. Si las dejo colgar es más difícil porque me viene la sangre a la cabeza y es como cuando me excedo con el tinto. A propósito. Está por llover. Lindo para una medida de tinto con picada de salamines, quesito y algunos ingredientes. Quién sabe si alguno de estos otarios se prende. Eso sí, tenemos que rajarnos de acá: están tan colifatos que no nos quieren dar vino y así estoy, todo tengo fofo: mirame la panza, si no. No sé por qué digo mirame, si al final soy yo la única persona que me mira. Ahora. Y antes, no sé. No sé si ella me miraba. O a lo mejor sí; me miraba y ya no me acuerdo, como con el asunto de la bala en la teta. Capaz que fue eso que me hizo hacerme policía. De la científica. Por eso es raro tener una bala en la teta. ¿Y ella? A ella sí la mató alguien. Una celosa de mí. Porque salía con otra, me engañaba, la muy puta. Por eso le puse un tiro en el medio de la teta.

Rattus Rattus - Xavier Blanco


Las criaturas todavía dormitan. La madre cabizbaja ausculta sus respiraciones pausadas y observa sus diminutos cuerpos sombreados por la luz mortecina de las bombillas. Intenta sonreír, pero una mueca quebrada corta su cara. No es fácil vivir en un pasadizo oscuro y respirar ese olor descompuesto que invade cada resuello de sus existencias. Los pequeños se remueven en el jergón regurgitando sueños. Pronto abrirán los ojos y sus anatomías famélicas berrearán sustento; no hay más evasivas, tendrá que salir, pero sabe que ahí fuera faltan basuras para tanto apetito. Ya no son los gatos o esos perros desnutridos, ahora también hay que hostilizar contra los humanos -esos seres harapientos, cercados por el miedo, capaces de matar por un trozo de carne podrida-. Los retoños, ya despiertos, lloran. El eco de la memoria martillea el silencio del túnel: ella husmea el olor de la muerte, que avanza sigilosa disfrazada de hambre. En su mente resuenan las historias que relataba el abuelo, cuando sus ancestros, engalanados por el manto de la peste negra, hacían bailar al mundo la danza de los esqueletos.

Xavier Blanco 2011.
Tomado del blog: Caleidoscopio.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El regreso – Oriana Pickmann


Lloraban su pérdida. Las Marías repartían la comida, pan, pescado y vino. En aquella reunión no faltaban historias sobre las proezas del fallecido. Reían entre sollozos recordando lo bueno que él había sido con ellos, lo que habían aprendido con él, los lugares que habían conocido y la cantidad de gente que compartía su forma de pensar. La noche era tranquila, a pesar de que la oscuridad cayó de forma repentina, estando ellos aún en el Gólgota, acompañando a su maestro. Su fe era, ahora, lo único que los mantenía unidos y en pie. Dependía solamente de ellos que lo aprendido se propagara por todos los confines conocidos ―y por conocer― de la tierra.

Tres días después fueron las mujeres a llevarle flores, óleos, y perfumes. Menuda fue su sorpresa al ver que la piedra del sepulcro había sido movida y que el cuerpo de su adorado señor no estaba allí. Volvieron, presas del pánico, corriendo a casa a dar la noticia.

―¡No está, se lo han llevado! ―repetía la madre entre histéricos gritos de dolor. Todos trataban de calmarla inútilmente. Magdalena le preparaba infusiones de té con cardamomo y jengibre para tranquilizarla y le conversaba para que pensara en otra cosa.

Las horas pasaban sin que hubieran novedades sobre el paradero de los restos de su querido maestro. Los discípulos caminaban por el pueblo preguntando, fijándose en los arbustos, investigando, mirando, pero todo parecía ser en vano. Y lo único en lo que pensaban era en lo que podría haber pasado, quién podría haberles gastado una broma de tan mal gusto, y mil cosas más.

La primavera entraba temerosa, junto con la noticia de extraños sucesos en los alrededores. Se temía que algún animal salvaje estuviera escondido en la ciudad y que, al caer la noche, salía a cazar. En cada hogar, se respiraba el temor. A la luz de las velas, la madres trataban de cubrir el silencio con conversaciones sin sentido y casi vacías, con tal de no escuchar los gruñidos y los alaridos de dolor que provenían de las calles.

A Pedro y a Matías se les hizo tarde, preocupados en la búsqueda de su tan adorado redentor. En su camino a casa lo encontraron, maltrecho, hediondo y con una extraña expresión en el rostro.

―¡Maestro! ―exclamaron al unísono, arrojándose a los pies de su señor.
―Cereeeeeeeebro. ―Fue lo que recibieron como única respuesta.

Lo llevaron a casa, las mujeres trataron de darle de comer y de limpiarlo un poco. Él parecía encontrarse en alguna especie de estado de shock, como en otro mundo, rezando aquella letanía consistente de sólo una palabra.

―Cereeeeeeeeeebro ―volvió a decir.

No se sabe con precisión qué fue lo que sucedió con los habitantes de esa casa. Pero la tradición oral ha hecho lo suyo; los chismes se convirtieron en rumores, los rumores en mitos, los mitos en leyendas y las leyendas se defragmentaron en distintas frases que hoy usamos en nuestro día a día.

―Pero, por dios, mamá, ¿por qué les abres la puerta a estos religiosos si sólo vienen a comernos el cerebro?


Sobre la autora: Oriana Pickmann

Imagen (fragmentos): Renovations, de nordicspy en deviantArt

De sueño en sueño – Sergio Gaut vel Hartman


Yo era un caso perdido, o por lo menos eso decían mis familiares y amigos, y ya había recurrido sin éxito a cuanto terapeuta aparecía en el directorio telefónico. Por eso me entusiasmé al oí ...r hablar del doctor Gorovirtz y su tratamiento de alto impacto. Patadas como palabras, así se denominaba el tratamiento que el doctor Gorovirtz concibiera durante su permanencia en Palo Alto, California, como alumno de Paul Watzlawick. ¿Había nacido un nuevo enfoque terapéutico? Quizás. Imaginen la situación: entro al consultorio y en lugar de diván o sillón veo un palenque del que cuelgan unas cuerdas; me ata las manos, expone mis partes sagradas a su borceguí y empieza a darme...

La primera patada me despertó, devolviéndome al mundo real. ¡Válgame Dios! ¿A quién se le ocurre semejante tratamiento? ¡Es casi como un electroshock!

—¿Podés creer que exista algo así? —le dije a mi gato de cerámica, abrazándolo. Heredé ese gato de mi abuela. Mi bisabuelo lo compró en una casa de antigüedades en Bayanhongor, Mongolia, y se dice que perteneció al mismísimo Khublai Khan.

—No en el mundo real —respondió el gato. En ese mismo momento un paquete de tostadas dietéticas llegó desde las profundidades de la alacena y me devoró en dos minutos. Era la hora de la merienda, claro. El gato (se llama Michifuz, por si desean saberlo) se encogió de hombros y partió para su trabajo de presidente de la Cámara de Diputados de la Nación. No me digan que un país que ostenta un gato de cerámica mongólica en tan alta magistratura no es digno de admiración.

A las veinticinco fui prolijamente defecado. A las veintiséis me desperté, pero sólo para caer en otro sueño en el que viajaba en alfombra mágica y jugaba al tute cabrero con Luis Buñuel y Salvador Dalí. ¡Una estupidez!


Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

El contorsionista - Claudio G. del Castillo


―Hola, vine por el anuncio.
―¿Es usted contorsionista?
―De los mejores, fíjese... He aquí el "Candado Inverso", no apto para novatos.
―Bah, ese número lo hago yo con un poco de entrenamiento y bastante grasa en la espalda.
―¿Y qué opina de este? Un minuto... (Crac) Ya casi... ¡Voilá! En el mundo solo quien le habla y “Huesos de Caucho” Pérez dominamos la "Espiroqueta Agonizando".
―Muy bueno, sin duda. El problema es que “Huesos de Caucho” casualmente trabaja en mi circo, y además lo empleo como payaso. En fin, si es todo lo que tiene…
―Pues no me deja alternativa... (Crac) Nunca vio algo parecido... (Tric-tric) De eso estoy... (Blob) ¡Caramba, mire lo que me obligó a hacer!: el "Nudo Gordiano".
―¡Virgen María, es incre...! ¿Señor?... ¿Señor?
―Aquí, entre las piernas. Adentro.
―Le decía, increíble. ¡Felicidades, queda contratado! Espere, enseguida lo desato.
―¿Desatarme? Ni soñando; esta ejecución es de una vez. Ahora tendrá que cortar.

Consecuencias de los neutrinos superluminales – Héctor Ranea


—¡Pero claro que te envié un mensaje diciéndote que volvía! ¿Cómo que no lo recibiste?
—Pues me fijo. ¿Cuándo dijiste que lo enviaste?
—Pues te avisé en 1990, tal vez los tienes enterrados en los mensajes de finales del 2008, principios del 2009…
—¿Tanto tiempo?
—¿Te acuerdas de que fui a…?
—Sí; claro. Pero te apareces en noviembre de 2011, tan fresco y tan campante, tío.
—¡Te volviste española! ¿Tanto cambió la cosa acá?
—No, bebé; te hablo en castellano neutro, gilipollas. Déjame ver… No, si ya decía yo que estabas hecho un tarambana, tus mensajes están acá, en los datos de mediados de 1991. ¿Desde dónde decías que lo mandabas? A ver… ¡No, no puede ser! ¿Por cuál canal lo enviaste? ¡No te digo! ¿Lo enviaste por el canal de neutrinos de protón?
—¡Como habíamos convenido, claro!
—¿Pero no sabes que viajan más rápido que la luz? ¡Llegaron casi enseguida de que los enviaste! ¡Gilipollas!
—¡Atiza! Por eso es que tú y este… estabais tan orondos en la cama… te entiendo, Antonieta.
—Pues no te preocupes, este zopenco es un androide. Lo nuestro sigue intacto. Ven, recuéstate. Le pediré a esta unidad que te haga lugar. Y no te preocupes, que no hay peligro, está en programa heterosexual.
—Vale, que el viaje me ha dejado extenuado.
—Me imagino, mi amor. Me imagino.


Sobre el autor: Héctor Ranea

El tiempo pasa - Daniel Fernández


Aquel local llevaba cerrado desde hacía muchos años. Una persiana metálica ocultaba el interior, como un párpado oculta un iris. El óxido había hecho mella en aquél telón de aluminio, que en puntuales sitios era casi tan fino como el papel. Buen trabajo el del agua, el del viento, el del sol. A mi, no sé por qué, me entristecía verlo así, sin vida. Lo conocí siendo la papelería del barrio; recuerdo el olor a las gomas de nata, el olor a libro sin abrir, la tenue luz que lo hacía tan encantador. Aún ahora, sin estar delante, pensando en él, se me eriza el bello. Todo pasa, un día se es, y al siguiente se ha sido, más allá, se fue y nadie se acuerda. La gente pasa por delante, y no lo ve. No ven tan siquiera ese cartel, ese cartel que lleva tantos años ahí y por el que no pasa el tiempo; ese cartel que de tan nuevo que está parece que lo cambian cada día y que anuncia "Cerrado por vacaciones".

lunes, 5 de diciembre de 2011

Dieta balanceada – Sergio Gaut vel Hartman



—¿Su mamá? dice sonriendo el vendedor de seguros. El chino le devuelve una mirada que porta una letal carga de ácido.
—No, mi esposa. ¿Por qué lo dice?
El vendedor se muerde la lengua, pero decide de inmediato que es mejor seguir avanzando. Es obvio que lo dije por la diferencia de edad.
—No hay tal diferencia. Yo pasé varios años en el espacio. Parezco más joven, pero no lo soy. Tengo ciento noventa y un años. Nací en 2047.
—¡Qué interesante! ¿Hacia dónde viajó?
—Muy cerca. LEPORT5694, ¿conoce?
—No.
—Es un lugar en el que comen un vendedor de seguros crudo por día y por persona.
—¿Personas? No parecen personas, esos. El vendedor trata de disimular el impacto que le ha causado la revelación del chino. Más bien parecen antropófagos.
—Lo serían, si fuesen humanos. Pero no lo son.
—No lo son, claro dice el vendedor francamente aliviado.
—En cambio yo dice la mujer del chino, que parezco tener noventa años, tengo ciento sesenta y dos, y sí, nací en LEPORT5694. La dieta basada en carne humana me permite mantenerme en forma. ¿Verdad querido?
—Es cierto, amor. ¿Otra vez con hambre?
Ella hace un mohín delicioso y asiente con la cabeza.

Adecuación deficiente – Héctor Ranea



—¿Y cómo se dio cuenta de que el señor no era de acá? —El policía miraba preocupado al ciudadano y al cadáver alternadamente.
—Yo… bueno… pensé que no estaba usando correctamente los instrumentos. De todas maneras fue muy fugaz, verá. Él entró casi de sopetón. Es más, al hacerlo empujó a uno que salía, fue bastante violento a decir verdad. Y lo vi que, cuando se enfrentó a los instrumentos se exasperó. Estaba alterado. Se metió en un cubil casi con desesperación, llevándose la extremidad ahí —el encargado señaló esa parte que había derramado sus fluidos —pero a los pocos instantes el grito que emitió fue desgarrador. Por eso los llamé a los de la brigada de policía de extra-muros. —El policía asintió. En esta semana ya eran once los casos de terráqueos machos que morían en los sectores sanitarios. Los succionadores de fluidos corporales no habían sido convenientemente adecuados a su anatomía. Suspiró. Seguirían las quejas de la Federación de Humanos, pero esta vez era grave: el que yacía muerto era nada menos que James Kirk, Almirante de su Flota.

Una Navidad extraterrestre - Mónica Ortelli



La Hermandad de los Vigilantes del Cielo convocó a sus miembros para la celebración de una Navidad especial. Todos se hicieron presentes a pesar de la noche tormentosa.
Llegado el momento, el hermano Arturo, el Primer Elegido, el guía catalizador de comunicaciones intergalácticas, aseguró con vehemencia que estaban a las puertas de una nueva era de intercambio con otros seres allende el espacio exterior, como había sido en los inicios. Que como muestra de buena voluntad proponía de ahí en más un cambio en las tradiciones del planeta para restaurar lo injustamente olvidado. O tergiversado por oscuros intereses, acotó con perspicaz guiño. Así, montado en una escalera metálica, entre fervorosos aplausos, se dispuso a coronar el árbol. Colocaba el ovni a modo de estrella en la cúspide del pino, cuando ocurrió el estruendo. 

Volatilización por rayo, secretearon entre ellos los investigadores del fenómeno que dejó sin electricidad al pueblo y sin guía catalizador a la Hermandad, en medio de la algarabía por los festejos de la primera abducción en el grupo.

Razonamiento erróneo - Fernando Andrés Puga



¿Qué puedo agregar yo a todo lo ya dicho y repetido hasta el cansancio? Es de otro mundo. Esa gambeta a la carrera que deja girando en falso a quienes pretenden arrebatarle la pelota no puede ser de un humano como uno. Tiene que ser de otro mundo. Lo triste es que acabará con el más popular de los deportes, porque ya nadie se atreverá a intentar un dribling por temor al ridículo ante la inevitable comparación con el crack. El juego quedará reducido a una aburrida rutina por ver cuántos goles hace, cuántos rivales elude, cuántas patadas logra esquivar. ¡Y qué será de la humanidad sin este juego tan popular, sin las hinchadas enfrentadas en ocurrentes cánticos, sin la alternancia de ganadores y perdedores! ¿Acaso no se acaba el juego si siempre el mismo levanta la copa?
Sí, es de otro mundo. Lo deben haber enviado a La Tierra para desmoralizarnos, para terminar con nuestra alegría y nuestro orgullo. Después vendrán legiones desde el cielo, en sus naves redondas llenas de luces y al encontrarnos deprimidos nos dominarán fácilmente.
Hay que hacer algo para impedirlo y pensándolo bien, yo puedo evitar que esto suceda…

Cuando el ídolo quedó tendido sobre el césped después de la violenta patada, apenas se movía. El estadio enmudeció al ver que no reaccionaba mientras lo retiraban en camilla. Tampoco reaccionó luego de la urgente intervención quirúrgica a la que debió ser sometido. La tristeza se apoderó del mundo entero ante la muerte del crack tan admirado.
Fue entonces que ellos llegaron y en pocos días ocuparon hasta el último rincón del planeta. Nadie atinó a defenderse. 
Quisieron condecorar al joven defensor que desinteresadamente les había allanado el camino, pero no pudieron. Apareció colgado de una rama del árbol que crece a la salida del estadio. Nadie para llorarlo.

Horizonte fugitivo – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman



—¿Confía ciegamente en lo que dice Lulumdelk? —preguntó Vertiginoso Scandalete mirando a su interlocutor de reojo porque la visión frontal lo desmadejaba.
—Confío —respondió Acerrojado Acytrak. Era un tipo bravo, y feo como los lémures de Madagascagar—. Soy de los que piensan que en la noche de Pascua el horizonte queda enganchado en la copa de los árboles más petisos y sirve para cordón de zapatillas o hilo de barrilete, si uno tiene los cojones suficientes como para treparse. ¿Y por qué no? ¿No les hemos creído a los políticos, a los militares y a los curas? ¿Un extraterrestre puede ser más mentiroso que esos?
—Yo, en cambio, no confío —insistió Vertiginoso—. Estos extraterrestres nos vienen engañando desde el principio de los tiempos. —En este punto miró a Lulumdelk, quien a su vez estaba tan entretenido jugando al Sudoku que no se dio por aludido—. Son un insulto a la inteligencia, como un gaucho que toma mate al lado de una pantalla de sesenta pulgadas viendo películas de Ingmar Bergman y Peter Greenaway.
—No se deje engañar, amigo, y no levante presión —terció Tercerino Triano, un despiojador de cocodrilos de bien ganada fama y bien perdidas extremidades. Impúdico como pocos, Tercerino se iba sacando las prótesis una a una a medida que avanzaba en su discurso. Al final del proceso solía quedar reducido a torso y cabeza, como una de esas muñecas de goma de la década de 1950—. El gaucho disimula. Y la pantalla es una pantalla que oculta la verdad de la milanesa o, mejor dicho, los pavos reales que ponen huevos de bismuto y la esposa del paisano vende a veinte galaxios la docena en los arrabales de Beta Centauro.
—De acuerdo —convino Vertiginoso, cambiando de idea—. Si ustedes me aseguran que no hay riesgo, me trepo y lo capturo.
—¡Resuelto! —exclamó Lulumdelk.
—Más vale horizonte en mano que el tesoro de Bajonino volando —reforzó Tercerino.
—Vaya, vaya con Dios —dijo Acerrojado.
Y ahí partió Vertiginoso, con buen ánimo y fina voluntad. Y así le fue. Porque por una de esas casualidades que solo ocurren una vez cada resurrección de papa, atinó a pasar por el lugar una nave abducidora de Delta Draconis, que lo abdujo, se lo llevó metido en una bolsa, y de Vertiginoso Scandalete nunca se volvió a saber nada.

Desde las estrellas - Gladis Lopez Riquert



En ese tiempo yo era una mujer muy joven, la finitud de la vida no se presentaba ante mi conciencia más que ante alguna muerte cercana y ajena, por supuesto, y la vida era muy larga. En realidad era infinita. A veces dolorosa, otras increíblemente feliz.
Lo conocí en una salida en bicicleta en una pequeña ciudad del interior, donde se podía andar por la ruta y cada auto que pasaba cada diez minutos promedio, tocaba bocina para saludar. 
Apareció de pronto, en una pequeña curva, sobre la banquina, apoyado en su pequeño auto azul, y que tardé en notar que no era un auto. Y a veces era una bicicleta y otras lo que yo le pidiera que fuese.
Y nadie nunca me había brindado tanta paz.
Fue al único que le pude pedir todo lo que se me antojara, sin culpa ni vergüenza: por ejemplo su presencia en cualquier momento en que lo llamara, un paseo, una caminata, una larga charla, un momento para llorar sin motivo aparente, una semana de soledad sin explicaciones ni reproches. Y siempre me brindaba un abrazo justo a tiempo. O un claro e implacable comentario ante un error mío y una amorosa sugerencia para corregirlo. Conocía el nombre de todas las plantas que veíamos y de todos los pájaros que cantaban a nuestro alrededor.
Me ofreció varias veces un viaje a las estrellas, una recorrida por todas las maravillas del mundo, una colección de corales y diamantes que abundaban en su planeta, una fórmula para lograr el mayor conocimiento universal, una vida mucho más larga que la de la tierra y muchas otras cosas que ya no recuerdo.
Pero entendió cuando le dije que no a todo eso. Que con nuestras charlas, los breves paseos en sus diferentes medios de locomoción y su compañía y su comprensión, a mi me bastaba.
Nunca me mintió sobre lo efímera que sería nuestra relación si yo elegía quedarme en la Tierra. Y yo le respondí que lo extrañaría muchísimo cuando se fuera, que nunca, ninguna mujer podría tener todo lo que él me había dado. Pero que mi lugar estaba acá, aunque sabía que lo perdería todo cuando él se fuese. Entonces, recuerdo que se sonrió enigmáticamente y me aseguró que no debería estar tan segura.
En el momento de partir para siempre y mientras yo secaba mis lágrimas mezcladas con la tierra que levantó su cohete al elevarse, apareció otro joven en bicicleta, con la sonrisa más seductora del mundo y me dijo:
—¿Me convidás con un poco de agua? Hace mucho tiempo que te veo andando por acá y nunca me animé a acercarme.

Hoy hace cincuenta años que intenté explicarle a ese hombre que aún está a mi lado que debería escucharme siempre cuando le hablara, que no debería enojarse demasiado ante mis errores aunque no supiese como corregirme, que era imprescindible dejarme sola de vez en cuando, pero luego volver. Y que no precisaba saber el nombre de todas las plantas ni de todos los pájaros, pero que de vez en cuando debería tenderse a mi lado a mirar las estrellas y aguantar verme derramarme en llanto, por un rato, sin motivo. Nunca me animé a preguntarle por qué él me aseguró conocer esas reglas, y no sólo porque siempre las cumplió, sino porque muchas veces lo sorprendo mirando las estrellas con los ojos un poco húmedos y brillantes.

Paleta de coloridas intenciones – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Después de la primera oleada de abducciones —dijo el profesor Anandavanasanda iniciando su disertación— los alienígenas parchís se tomaron su tiempo para evaluar los resultados y aún no han regresado. Por ese motivo, detrás de los exploradores y prospectores vendrán los toxinólogos, exocatadores, perigoncistas y altefaccionísticos. Como ya dije por ahí: aquella fue la etapa del reconocimiento; después vendrán la gestión, la ingestión, la digestión y finalmente el derrame o expulsión. 
—¿Eso significa —dijo un alumno de la última fila alzando la mano— que esta vez vendrán con malas intenciones?
—¿Malas intenciones? —dijo Anandavanasanda—, ¡excelentes intenciones! Han puesto a los mejores chefs de la galaxia a elaborar los más exquisitos platos que se puedan preparar usando la carne humana como base. ¡Mírenlo al jovencito! Por primera vez nos prestan atención y al señor le disgustan las “intenciones” de nuestros huéspedes, las juzga “malas”. ¿Así trata usted a las visitas? ¿En qué época se cree que vive? ¿En el siglo XX? ¡Por favor, vaya a sentarse; tiene un “reprobado”!
—Estoy sentado, señor.
—Es lo mismo. ¿Cómo dijo que se llama?
—No se lo dije, señor. Me llamo Alzheimer, Bruno Alzheimer.
—Recuérdemelo mañana.
—¿Que le recuerde qué?
—¡No sea insolente, jovencito!
—¿Está seguro, profesor, de que los parchís no son zombies galácticos y a usted le abdujeron el cerebro pero no se lo volvieron a poner en su sitio porque lo usaron para preparar los famosos ravioli a la putanesca? —La observación de Alzheimer fue acompañada por una carcajada colectiva. Pero el jolgorio generalizado tuvo un infausto correlato, ya que coincidió con el momento elegido por los parchís para regresar a la Tierra y organizar el postergado banquete.

En una taberna del sector desmoronado – Sergio Gaut vel Hartman



—¡Mesero, esta comida no tiene sabor a nada!
—Le pido mil disculpas, excelencia; el chef es novato.
—¿Y le parece correcto agredir mis órganos gustativos con un plato tan insípido? Yo pedí “Sabor solar”. ¿Y qué me trajo? Un pedazo de tejido grasiento, lleno de terminales nerviosas, correoso, ácido, sin condimentos ni aderezo. Le diré a mis congéneres que no vuelvan a pisar esta pocilga.
—Sea indulgente, magnificencia; la carne de los habitantes del tercer planeta del sistema S6L17 es sosa, no lo discuto, pero algunos paladares menos exigentes que el suyo, como los ron'iosos de Kukurrusho y las ameboides trisexuales de Jinezeo III, la aprecian y disfrutan.
—¡A mí qué me importa la opinión de los ron'iosos de Kukurrusho y las ameboides trisexuales de Jinezeo III! Esto es asqueroso y punto. Lléveselo y tráigame otra cosa. ¿Tiene huevos fritos a caballo?
—¡Por supuesto, eminencia! Ya se los hago marchar. Espero satisfacerlo esta vez, alteza.
Pero por más que se empeñó, el mesero no pudo complacer al G.F Supremo del Consejo Regidor del planeta Tierra, en visita protocolar al sector desmoronado, ya que los caballos brillaban por su ausencia en ese sector de la galaxia y los únicos huevos que encontró fueron los del ave roes, que miden once kilómetros de diámetro y a veces son confundidos con asteroides. Consumido por la culpa, el mesero ingirió dos porciones de flan con crema (letales para su organismo) y se reunió con el Sumo Omus, Protector de los darratos. Los darratos, especie casi en extinción, ni se enteraron del drama del pobre empleado gastronómico.

Los emisarios – Javier López


No supimos vislumbrar que la invasión podría producirse en esos términos.
Siempre habíamos previsto que la primera señal de alerta la captarían nuestros instrumentos: cientos de naves con forma de platillo se dirigirían a la Tierra, gobernadas por seres de otros planetas, quizá de otras galaxias, con una tecnología muy superior a la nuestra. Tanta como para ser capaces de burlar la velocidad de la luz, puesto que sin tal burla, como es sabido, resultan imposibles los viajes interestelares.
Después cabía cualquier posibilidad: que fueran seres pacíficos y vinieran a reconducirnos ante un futuro que se presentaba caótico, o beligerantes, y trataran de someternos y apoderarse de los recursos naturales de nuestro planeta.

El Gid’donk era un simpático animalito que, de la noche a la mañana, comenzó a aparecer, sin conocerse su origen, en las tiendas de mascotas. Los comerciantes hablaban de su procedencia china, porque esa quizá era la salida más fácil.
Los niños se encapricharon pronto del animal con aspecto de koala que emitía unos graciosos ruiditos. Casi un peluche. Encantador. Tanto como su mal carácter cuando tenía el estómago vacío.
Y como se sabe que los niños se desencantan de la misma manera que se encaprichan de sus mascotas, pronto hubo legiones de Gid’donks abandonados en los parques, jardines, bosques y cualquier zona con vegetación.

Ningún padre fue consciente de la torpeza de su decisión. El Gid’donk demostró ser tan voraz y reproductivo como para que, en pocos años, desaparecieran las faunas autóctonas, y poco después los animales de granja y todo aquello de lo que nos alimentábamos. Entonces supimos que las falsas mascotas eran en realidad emisarios de los que estaban por venir.
Naturalmente, ya no encontrarían resistencia.

La penumbra – Héctor Ranea



En la reunión la luz escaseaba, entre otras cosas, para facilitar los encuentros. Un par de ojos con misterio y un cierto tono de tristeza me atrajeron. Traté de entrar en conversación. Ella era de pocas palabras, todo lo manejaba su mirada. Ciertamente, en pocos instantes yo ya estaba manejado por ella.
Se fue con la llegada del día, pero al día siguiente la encontré en un parque con suficiente sombra y la luz necesaria para mirarla a los ojos sin sucumbir al instante a sus encantos.
—Noté que tienes pupilas triples —le dije, y agregué—: anoche no pude encontrarlas.
—De noche se hacen una dijo sonriente. Las usamos triples sólo en épocas de veda. Pero este es el tiempo natural.
—¿Quiere decir que sólo fui en tu vida un episodio para el proceso de adaptación?
—El programa es: Adaptación y Reproducción. Y la respuesta a la última pregunta es no: esta reunión no existiría. No es necesaria para ese proceso. Vine porque quiero.
—¿No es tu cultura de invasora la que me busca, porque tal vez anoche haya sido un fracaso para el fin específico?
—No; anoche no fue un fracaso. Los embriones ya están en su ubicación.
Me sonrió. Las pupilas triples se movieron formando una figura escalena. Yo no alcanzaba a entender nada de lo que estaba sucediendo, pero me abracé a ella, cerré los ojos para imaginarme un futuro junto a esos ojos y quise creer que ella derramaba, mientras tanto, unas lágrimas, aunque sea levemente: humanas.

Turismo de aventura – Héctor Ranea



Tomo sólo algunos ejemplos para ser analítico a la vez que explícito, todos dignos del medallero. Posta. 
Primero: una señora maneja una camioneta de doble tracción, de dirección alta, porte majestuoso (de la camioneta), impone temor en los demás automovilistas por su altura y la velocidad a la que maneja la señora. Pero ella va hablando con su teléfono celular sostenido entre la mejilla y el hombro derecho para tener las dos manos libres no para guiar el vehículo, a esta altura mortal, sino para abrir un paquete de comida chatarra. Aparentemente, sus piernas son lo suficientemente largas como para guiar con las rodillas ese artefacto. O tiene unas manos invisibles que salen de su vagina.
Segundo: un abuelo le grita improperios a su nieto que, disfrazado con casco anticolisión, campera de cuero y osito de peluche en la mano izquierda, intenta subir a la parte de atrás del único asiento de la moto del abuelo que ya la tiene en marcha. En la trepada del purrete, a duras penas realizada, el abuelo no le ahorró ninguna de las palabras con las que el diccionario califica a los lelos, tontos o similares. Mientras, el niño no puede sostener el osito que se le cae, pero el abuelo hace caso omiso de los ruegos del niño y acelera, pasando entre el tráfico. Evidentemente, o bien lleva al niño a algún lugar al que no puede llegar tarde o confía en que una mano abducirá al osito para llevarlo a su casa y calmar al niño que va llorando sin asirse del abuelo como lo aconsejan estas absurdas leyes terráqueas sobre el tránsito.
Tercero: una mujer extremadamente obesa en un automóvil extremadamente pequeño, tanto que ella no puede evitar que el volante se quede trabado entre sus pechos y que sus brazos se aplasten contra la ventanilla del vehículo de modo tal que no le alcanza la fuerza que su flaccidez puede ejercer para girar lo suficiente como para salirse de la ruta de colisión con un camión de carga de combustible al que esta señora interrumpe con su paso intempestivo, probablemente por no haber podido frenar en el cruce de su calle con la que usa el camión. A último momento logran entre los dos vehículos evitar la colisión, al costo de una serie de autos que, ante el inminente choque, fueron desplazados por el camión y el de la obesa, y resultaron con daños leves. Probablemente la obesa tuviera también manos o piernas adicionales y confiara tanto en ellas que no se preocupó por la maniobra.
Cuarto: un mozalbete sube a su perro a la moto, haciéndole apoyar las patas delanteras en el pescante de la misma, como guiando; sube a un niño al asiento trasero y carga con bolas de boliche el manubrio. Ninguno tiene casco, ni el perro. En realidad, el que guía es el perro y no se ven sus cascos porque seguramente están hechos de materiales completamente invisibles.
La escena de premiación se realiza en el Centro de Estudios Superiores: “Los Extraterrestres Están Entre Nosotros” de una ciudad cuyo nombre todos respetan. Los turistas que se sometieron a esas aventuras serán devueltos por los intendentes a sus planetas respectivos con los honores correspondientes. Larga vida al turismo de aventura.

Inversión de términos – Sergio Gaut vel Hartman



William Temple era un tipo resentido. Ateo por parte de padre y Testigo de Jehová por parte de madre, desarrolló una espantosa e irrefrenable aversión por todo lo que fuera religión y antirreligión, es decir, creció odiando a todos y a todo, en síntesis, se convirtió en un detestable misántropo. Detestaba a la humanidad hasta el punto de que su mayor deseo era desatar el Apocalipsis, aunque en este punto se le presentaba un problema: ¿cómo atacar a unos sin beneficiar a los otros? Dinamitar el Vaticano o infiltrarse en el Partido Comunista para difundir las ideas de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer no serviría para nada. Así que, tras mucho meditar, decidió hacerse escritor para publicar novelas negativas en las que todos fueran malos, feos, sucios, grotescos y aborrecibles. Si ustedes piensan que nadie compra esa clase de libros; se equivocan. Los cultores de lo feo son tantos o más que los que aprecian la belleza. Y William se hizo rico, tan rico que los poderosos del planeta empezaron a leer y admirar sus libros y se vieron horrorosamente reflejados en ellos, por lo que, lejos de disgustarse, se aficionaron aún más, porque leer acerca de magnates tan inmundos, curas tan pederastas y comunistas tan dogmáticos los hacían sentir bien y les permitía drenar su mierda interior a través de las ficciones, evitando así tener que rendirse cuentas de los excesos y perversiones de las que eran protagonistas en la realidad. Esto perjudicó a William, por cierto, que llegó a ser tan rico como Gill Bates y Red Durner y no tuvo más remedio que detestarse por ello. Rico, exitoso y mimado por las multitudes, Temple vivía en un infierno constante, por lo que decidió quitarse la vida. Tomó una Uzi que le había regalado Iddo Gal, el hijo del inventor del subfusil israelí, y se lo puso en la boca, con tan poca fortuna que le gustó el sabor y empezó a lamerlo y chuparlo. Por primera vez en su vida, William Temple disfrutaba de algo. Está de más decir que no jaló el gatillo, donó su fortuna a la Iglesia Sincrética Universal y como recompensa fue abducido por una nave proveniente del Cinturón Hitilén, en la galaxia Andrómeda. Los hitilerianos (que por una de esas coincidencias que hacen que el universo sea un lugar divertido se llamaban igual que una famosa banda de punk-rock somalí) lo nombraron Emperador de la Galaxia (de la de ellos, no de la nuestra) y le concedieron Inmortalidad Ilimitada Gratuita. Ahora William Temple es feliz y planea casarse con la Madre Teresa de Calcuta, eficazmente clonada de una escama de caspa de la santa encontrada en un basural de Calcuta por el sabio indio Rajmanahabib Sanadoval Chandigarhadath. Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

Razones de una ausencia – Sergio Gaut vel Hartman


—Y haré en ellos grandes venganzas con reprensiones de ira —dijo el Jefe—; y sabrán que yo soy Jehová, cuando diere mi venganza en ellos.
—¿En nosotros? —dijeron los nopucenos—; ¿qué tenemos que ver nosotros?
—Dije en ellos. ¿Por qué se dan por aludidos? Hubiera dicho ustedes, de haberme referido a los podridos nopucenos.
Los nopucenos, turbados, se retiraron al fondo del universo, pero los lubricenos, fieles a sus costumbres, y a pesar de estar más turbados que los nopucenos, dieron la cara.
—¿Que vas a hacer qué? —dijeron encarando al Capo—. ¿Harás con nosotros grandes venganzas con reprensiones de ira? Ya sabemos quién sos y no nos asustás.
El Hacedor de Mundos retrocedió un paso. Lo que tanto había temido se estaba produciendo: una especie no se amedrentaba ante sus bravuconadas.
—Haré borrón y cuenta nueva —murmuró.
—¡Ni se te ocurra porque te surtimos!
Jehová, espantado, retrocedió otro paso, se metió en el primer libro que encontró y allí sigue sin atreverse a salir.

Manuscritos salvados de la hoguera – Héctor Ranea


Entré a la pieza y de soslayo la vi y de la sorpresa, casi me caigo sentado. Era el incomparable escarabajo, la reliquia que todo hombre de letras quiere tener: Gregor Samsa convertido en algo parecido a una cucaracha, en la pared de mi biblioteca de noche, seguramente leyendo.
Cuando notó mi presencia con sus antenas o pelos que no sé cómo se llaman, se puso a resguardo entre dos tomos de la Divina Comedia, cosa de bichos.
—¡Salga, hombre! ¡Salga que tenemos que hablar de poeta a poeta!
—Seré poeta, pero sé más por cucaracha que si salgo el horror va a hacer que usted actúe instintivamente y me machaca. Lo sé.
—¡No sea estúpido, mi amigo! ¿Puedo llamarlo amigo? He leído todos sus libros. Creo que me merezco el trato, después de todo.
—¡No puede ser! ¡Pedí expresamente que quemaran todo!
—Y sí; ya conocemos su historia. Pero hizo bien a la Humanidad, aunque su amigo lo traicionara.
—¡Los libros de Gregor Samsa debieron ser quemados! ¡Se lo pedí a Fanta, mirá que se lo pedí!
—¿Fanta, Samsa? ¿De qué estás hablando, cucaracha podrida?
—El Duque de Fanta dijo que quemaría los libros de Samsa —explicaba la cucaracha. —Pero evidentemente no cumplió. ¿Será por eso que sigo con mi condena de andar por el mundo en esta forma?
—La verdad, no leí nada de Samsa, tengo que aclararle. Leí de Kafka, claro. Pero no de Samsa.
—¿Y ése quién es?
—¿Cómo que quién es? ¡El autor!
—¿El autor de esto?
—No; el autor de esto soy yo, pero en un rato. Todavía no lo escribí.
—No lo escriba, se lo ruego.
En eso entra mi mujer, sorda porque le había entrado jabón de la ducha. Vio las antenitas saliendo de los libros, adivinó la situación, aplastó la cucaracha y dándose media vuelta me dijo, airada:
—¿Será posible que te bloquees así frente a una cucaracha de morondanga?
—Esta no era una así. Era Samsa, Gregor Samsa.
—Todas dicen serlo, querido. Tenés que tener más cuidado al dejarte seducir.
—Me ensuciaste los tomos de la Divina Comedia —balbucee.
—Ahora los limpio.
—Por favor, fijate si dejó sus manuscritos por ahí.
—¿Algo más? ¡Ya no sé dónde guardar los manuscritos de estos bichos! Además, los vas a leer alguna vez? Tenemos la biblioteca del baño llena, ¿te acordás?
Bajé la cabeza avergonzado. Era cierto, cada vez leía menos y por más que me parecieran interesantes esos manuscritos de las cucarachas, me divertía más escribir los míos propios. Pero claro, en cuestión de calidad, los de ellas eran superiores. Por lejos.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Amanita muscaria - Xavier Blanco


Imagina que estás en casa y abres un melón. Inicialmente no parece una tarea muy complicada. En sus entrañas te encuentras una manzana. No es lo normal, pero esas cosas pasan. Te gustan sin piel y decides arrancarle sus vestimentas. Debajo emerge una naranja de dermis rugosa y brillante, antes de continuar te frotas los ojos –yo por lo menos lo haría-. Tienes hambre y estás a punto de hincarle el diente, pero antes de proceder a despellejarla respiras hondo y bebes un poco de agua; ahora sabes que lo mas acertado hubiera sido comerse un yogurt, pero ya es demasiado tarde. Entonces emerge un huevo de chocolate, de esos que traen una sorpresa en su interior. A esas alturas ya no estás para bromas; engulles el chocolate y, ansioso, separas el cascarón esperando tropezar con unas frambuesas o con un par de cerezas picotas. Nada más lejos de la realidad: sorprendido, te miran unos ojos, te habla una boca; porque en ese óvalo mora un enanito verde, de esos de los cuentos, con sus botitas y su chaleco de ante marrón. El duendecillo habita en un hongo, y al final, secándote el sudor que se precipita por tu frente, recuerdas que querías melón, pero sin saber porqué has acabado comiéndote una seta.

© Xavier Blanco 2011.
Tomado del blog Caleidoscopio

Escena en la taberna – Héctor Ranea


Los amigos encuentran una taberna cerca del muelle. Entran y piden unas cervezas. En el bar, un parroquiano se sostiene con el puño casi en el borde de la tabla, clavando sus uñas en la madera mugrienta.
Uno de los amigos pide que se sienten a la mesa. Nadie estaba en la sala excepto este tipo colgado de la barra. Uno de los amigos se va a la fonola y elige una canción. Después de un instante, la voz de un hombre torturado inicia un Blues. Detrás se escucha una guitarra sonada tan tristemente que el de la barra comenzó a gritar como si él fuera el que tuviera los dolores del amor. En breve, sus gritos eran tan fuertes que los amigos pidieron al barman que lo hiciera callar. Pero para entonces él se había transformado en un lobo, uno oscuro y el aullador era ya un cuervo negro.
La última cosa que escucharon los amigos fue el familiar: “Never more!”