domingo, 13 de noviembre de 2011

Remedio - Andrea González


El murciélago se posa como una virulenta y enorme mariposa encima del féretro abierto. Se queda reposando un momento, relamiéndose las alas y los bigotes. Cae súbitamente. El murciélago cae como muerto encima del féretro. Un momento después una densa nube de humo lo cubre y al disiparse se vislumbra la figura de un hombre pálido y delgado. Sus patillas negras enmarcan el afilado perfil transilvaniano. Sus ojos se abren, pero sus pupilas no existen. Sólo existe la blancura viscosa del sueño. Por sus afilados colmillos todavía resbala alguna gota de sangre. Sus brazos cruzados sobre el pecho protegen el corazón congelado de las tinieblas que rodean el sepulcro. El vampiro emite un gruñido de dolor. Inhala y por sus poros se introduce el abismo de la soledad. Un estremecimiento recorre su espalda adolorida. Tiene los brazos entumecidos e hinchados. La garganta se le seca cada vez más. Ahora sí, ya no queda ni rastro de la merienda roja que le refrescó el alma. El vampiro exhala malestar y achaques. Se levanta cansado de su féretro. Camina con la pesadez de mil siglos. Llega a la cocina del castillo, se sirve una taza de buen café caliente y sale a trabajar, despierto y mejorado, a la fábrica de chocolates envinados.

viernes, 11 de noviembre de 2011

El knack logrado: máquinas del tiempo para Menem y Piñera - Héctor Ranea


Es tan sencillo que no sé por qué hasta ahora nunca nadie lo dijo. Eso de apañar las conspiraciones es malsano. Por ejemplo, tuvimos un presidente que leyó novelas de un escritor, Borges, que nunca escribió novelas, al menos no antes de morir. La mayoría lo tildó de ignorante, como cuando dijo que había leído los libros de Sócrates, el mismo que no dejó nada por escrito. La verdad está en otro lado, señoras y señores. Hace poco un país vecino votó como presidente a alguien que dijo recientemente que Abel mató a Caín en el Paraíso. La Biblia dice otra cosa, es cierto. Pero ¿y si él, como el anterior caso, tuviera un asesoramiento a través de una máquina del tiempo, no de las falibles bibliotecas? Tal vez el operador de la máquina del tiempo, que de eso se trataría, vio a Abel matar a Caín porque, se sabe, nadie se culpa a sí mismo y menos si va a ser el primer asesino, ¿cierto? Entonces, el escriba que declaró haber visto que Caín mató a Abel, tal vez fue un mentiroso compulsivo o un testigo falso, o simplemente, un testigo tonto. Y si no fue el escriba quien verdaderamente viera el asesinato: ¿usted lo consideraría testigo válido en un juicio por jurado? En cambio, la máquina del tiempo es infalible. Uno paga al piloto, espera el resultado y no se equivoca. Así, Borges pudo haber recibido órdenes superiores de escribir no una sino varias novelas, a cambio de lo cual recibiría nuevos ojos o bien un castigo menor en el Infierno o al menos estar siendo visitado por Dante y otros poetas que viajan a menudo a dicho Averno. Lo mismo con el griego. Es una conjetura, por cierto, pero ¿quién nos dice si no fue salvado de la cicuta gracias al piloto de la máquina del tiempo si escribía varios libros para después dedicarse a poner flores en sandalias abiertas para poder pescar en algunas playas del Egeo?
Eso y la historia son casi lo mismo. Cabe, sin embargo, la pregunta: ¿cómo fue que estos presidentes, en sus respectivos flatii voci dejan al descubierto el magistral y maravilloso asunto pudiendo ser tomados por orates, ignorantes? Creo que la respuesta estaría en que estarían dando una señal a otros presidentes para decirles que ellos también tienen el secreto. Es un knack, sobre todo, lograrlo.

Paradojal - Sergio Gaut vel Hartman


Mire esta foto —dijo Hugo van der Velde—. ¿A quiénes reconoce?
Piotr Abramov tomó la foto y recorrió los rostros con el dedo. —Es del congreso Solvay de 1927, en Bruselas. Veo a Piccard, Planck, Curie, Lorentz, Dirac, Einstein, Schrödinger, de Broglie, Pauli, Heisenberg, Born, Fowler, Bohr... No conozco a todos.
—No importa. Pero ¿quién falta?
—Bueno, han de faltar algunos, imagino. Nunca van todos a una conferencia.
—De acuerdo, no obstante, en 1927 el físico más importante era Otto Luderthal. ¿Por qué no está en la foto?
—Otto Luderthal. Jamás lo oí nombrar. ¿Usted dice que era el físico más importante de su tiempo? ¿Y qué descubrimiento le debemos?
—La máquina del tiempo. Hoy todos lo reconocerían como el más grande científico de todos los tiempos, pero tuvo la desgracia de elegir un mal punto del pasado. Deseaba fervientemente conocer a Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim, vulgarmente conocido como Paracelso, pero como usted bien sabe, para una cultura atrasada la ciencia es indistinguible de la magia, el Santo Oficio no tenía idea de que al llevar a Otto a la hoguera estaba eliminando una línea temporal completa.
—Entonces no pudo haber construido la máquina del tiempo —protestó Piotr.
—¿Qué le estoy diciendo? Mire esta foto ¿A quiénes reconoce?
Abramov se encogió de hombros y repitió el procedimiento. —¿Quién falta?
—El constructor de la máquina del tiempo, Henri Blanchard-Honoré. Hoy todos lo reconocerían como el más grande científico de todos los tiempos, pero tuvo la desgracia de elegir un mal punto del pasado. Deseaba fervientemente conocer a Roger Bacon, pero como usted bien sabe, para una cultura atrasada la ciencia es indistinguible de la magia.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Rutinas - Olga A. de Linares


Estaba harto de esa vida. De estar todos los días detrás de algo que, más allá de pequeñas diferencias, era siempre la misma mierda. Con frecuencia se preguntaba si sus congéneres sentirían lo mismo o si, como su padre, su abuelo y todos los que lo habían precedido en el camino, aceptaban su suerte sin perder tiempo en cuestionamientos sin sentido. Porque, al fin de cuentas ¿qué otra cosa podían hacer? No solo habían nacido para esa tarea, sino que ella los definía, era su herencia, la identidad de su especie, el futuro de sus hijos… Según viejas historias, antaño habían sido considerados seres sagrados, cuasi divinos, con una misión trascendental… En la familia conservaban la estatua en piedra de un lejano antepasado, cuya negrura de basalto estaba surcada por signos que ya nadie sabía descifrar pero que, suponían, revelaban su elevado status anterior. Pero hoy nadie creía ya que tuvieran algo que ver con lo celestial, ni responsabilidad alguna sobre los ciclos solares… Debía abandonar de una vez sus estériles sueños. Con un suspiro de resignada aceptación, el escarabajo estercolero agachó las antenas, y prosiguió empujando la bola de excremento.

Tomado del blog: Palabras
Sobre la autora: Olga A. de Linares

Composición tema la vaca – Sergio Gaut vel Hartman


—¿Feliz cumpleaños? ¿Usted cree que me produce felicidad cumplir doscientos cuarenta y siete años?
El matarife contempló a la vaca y guardó sus enseres en el bolso una vez más. Hacía un siglo que todos los años cumplían con el mismo ritual. La vaca era sabia y vieja y en rigor a la verdad no era una vaca sino un ser extremadamente evolucionado del planeta Tohayón, en el sistema Desplumado que había llegado a la Tierra por accidente, debido a un desperfecto de su nave. Sin embargo, Oglat'oplad se parecía tanto a una vaca que cualquiera habría pagado una fortuna por hacerse un asado con ella.
—Arreglará por fin la nave y se irá, ¿no es cierto? —Olegario Santos, nacido y criado en Bragado, Megaplata, amaba a la vaca con un amor exento de esperanzas. Y por culpa de ese amor se había recibido de matarife en un mundo vegetariano; se moría virtualmente de hambre.
—No, no me iré. He renunciado a repararla. ¿Todavía quiere que nos casemos? Olegario Santos lo pensó un momento; pensó en su santa madre, en su santo padre, que no era otro que el papa Maledicto II, y en San Guche, el patrono de los matarifes desocupados. Terminó de pensar y dijo: —No.
—¡Qué pena! —se apenó Oglat'oplad—. Me hubiera gustado coger con usted.
—Yo, en cambio —dijo Olegario— hubiera preferido una relación más casual.
—¿Más casual? ¿Y eso qué significa?
—Encontrarnos por casualidad en un planeta errante, a cientos de parsecs de cualquier lugar.
—Y coger —insistió el alienígena con aspecto de vaca.
—Mmm, no. Yo pensaba más bien en algo platónico. ¿Se da cuenta por qué le digo que nuestra relación no tiene esperanzas?
Oglat'oplad volvió grupas y dejó a Olegario solo y consternado. Supimos, a la mañana siguiente, que se había entregado a un neeble de Oriflama, un alienígena purulento y desagradable. Lo hizo por despecho o desubre, si se me permite acuñar el término. Se suicidó un mes más tarde y donó su cuerpo a la Facultad de Medicina de Harvard, con fines de estudio, pero nosotros bloqueamos el envío y le dimos un uso mucho más acorde con las sanas costumbres de esta tierra. No quieran imaginar lo que eran las mollejas...

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Orgullo de la familia - Héctor Ranea


Pocas cosas tenía en su habitación Leslio Artizú, gaucho de los de antes. Casi se diría que su objeto más preciado era un nido de hornero que dichos pájaros construyeron en la esquina del fogón de su rancho. Eso sí, como estaba tan abandonado, Leslio lo usaba para cocinarse una empanada cuando conseguía que Abundio López le cediera una. Tan así vivía el gaucho. Pero secretamente tenía otra cosa de valor: un mondadientes de hueso de víbora de la cruz que su tatarabuelo, el tape Verídico Trilla, había tallado después de una batalla de varios días para repeler una colonia de esos reptiles de su morada. Había logrado cuerear bastantes serpientes como para vender cinturones y forros de facones, facas y tumberas, pero se reservó el mondadientes hecho con las vértebras de una de esas bestezuelas asesinas. Eso sí, como era todo articulado, largo como la víbora y grueso como un dedo de domador de caballos, no servía para nada. Pero ahí estaba. Orgullo de la familia, sí señor.

Remember Wimpi!  

Sobre el autor: Héctor Ranea

En la oficina del Consejo Regional – Sergio Gaut vel Hartman


—¡Gaut!
Me adelanté y poniendo las dos manos sobre el mostrador, dije: —Somos Gaut vel Hartman, señora, un terno oficializado por el Consejo.
—Yo solo veo a uno.
—Pues ve mal. Vel es el pequeño con una oreja de conejo y hocico de chancho meón.
—¿Y Hartman?
—Es el macho duro del final.
—O sea que tengo razón: solo usted es Gaut, en definitiva.
—No. Soy Gaut en provisoria. ¿De qué definitiva está hablando? Nada es definitivo, ¿no vio la película con Robert Redford?
—Nada es para siempre.
—Me da la razón, entonces.
—Es el nombre de la película.
—No vine a hablar de cine.
—Pero Franco de Terioro, el depredador de los cuerpos de más de sesenta, es definitivo, e irreversible.
—Lo conozco y lo combato con todas mis fuerzas. A él y a su amigo, el alemán cuyo nombre no recuerdo. Pero tampoco vine a hablar de gerontología.
—¿Y si no sabe a qué vino por qué no se deja de joder y se va a la mierda? —La empleada, gorda como el capricho que Fellini no se atrevió a filmar, fea como el culo llagado de un mandril y más perversa que Andrei Chikatilo, el Carnicero de Rostov, se rió tan obscenamente que no pude menos que meterle una bala de 9 mm en la frente. Por fortuna siempre llevo mi fiable Walther PPK en el bolsillo, por las dudas, ya se sabe. La obesa burócrata cayó hacia atrás mientras gran parte de los fluidos de su humanidad se asperjaban en todas direcciones. Una empleada mucho más delgada y simpática la reemplazó enseguida, al tiempo que una cuadrilla de mantenimiento limpiaba las paredes salpicadas.
—Sergio Gaut vel Hartman —dijo sin vacilar—. Veo que han venido todos. —Sonrió.
—Aprende rápido —respondí.
—Sed lex, dura lex.
—Coincido. Por pensar de otro modo su amiga ya no cuenta el cuento.
—No era mi amiga, pero igual pregunto: ¿de qué cuento me está hablando?
—De este.
—¿Esto es un cuento?
—Sí, y usted acaba de convertirse en la heroína del mismo.
—Ay, señor, qué honor…
—Sí, ¿verdad? Este terno la saluda. —Hice (hicimos) una graciosa reverencia.
—¿Y ahora?
—Ahora viene la parte de sexo, pero eso no lo escribiré. Que los lectores imaginen lo que quieran.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Bilis - Rafael Blanco Vázquez


Dice Chinaski en Música de cañerías: “Sabe, doctor, la sabiduría llega a una hora infernal… cuando la juventud se ha ido, la tormenta se ha alejado y las chicas se han marchado a su casa”.
Jorge lee esto y piensa en su padre, Jaime. Jaime siempre trabajó en la misma empresa ganando un sueldo de clase media con el que no hacía gran cosa porque era un hombre sin aficiones. Sólo tenía un sueño: poder dejar de trabajar para rascarse los huevos. Claro que si se le hubiera cumplido habría terminado matando a alguien, porque era un hombre irascible. No tenía amigos, le zurraba a su mujer y más de una vez le zurró también a Jorge, hasta que Jorge le zurró a él y se fue de casa para siempre, dejando a su padre en el suelo con sus lágrimas: “Mi hijo me ha pegado, ¿adónde vamos a parar?”.
Lindando los sesenta Jaime enfermó de gravedad, le dieron la baja por invalidez y lo indemnizaron con una suma espectacular. ¿Para qué, si estaba a las puertas de la muerte?
De modo que no murió: al odio que tenía dentro se le añadía ahora una enorme cantidad de dinero a la que aferrarse.
Y ahí estaba, en la frontera de los setenta: sin moverse de casa, sólo se sacaba la mano de los huevos para darle un par de hostias a su mujer. Pero mientras él estuviera vivo, nadie tocaría su dinero. De pronto había adquirido el único defecto que no había tenido nunca: la avaricia.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

lunes, 7 de noviembre de 2011

Playa - Pedro Vanrell


En algún momento iba a ver el mar dorado. El mar no termina nunca. Acá las nubes se ven lejos, de costado. Parecen galeras de plush, parecen cabezas de payasos. El sol baja y estira mi sombra que estaba acá cerca y ahora se ahoga entre las primeras olas. De la fauna que me rodea, el más gracioso es el hombre. Hay varios tipos de aves, desde grandes a re-pequeñitas; insectos colorinches de todo tipo que se aventuran a andar metros sobre la arena. En mi se posan las moscas, las vaquitas de San Antonio. Hay unos bichos tan chiquitos que es necesario acercarse para verlos. Las alas tornasoladas, los ojos como espejos; pero el hombre ...El hombre le quiere demostrar al mar que él existe. Uno viene por la playa con una moto feroz. Tiembla el suelo debajo de mi cada vez que pasa, pero al mar no creo que le importe, ni siquiera que se percate de su presencia. Otro viene en una camioneta, a toda velocidad y la da vuelta sobre sus ruedas traseras. Sale arena para todos lados, pero no es como el polvo. La arena vuelve al piso inmediatamente. Debe querer quedarse ahí, ser arena nomas, un puntito mirando al mar y al sol esconderse.

Diciembre - Claudia Sánchez


Cada vez que llega diciembre al hemisferio sur, dos entidades que moran, en el centro de la tierra, una, y en lo alto del cielo, otra, se empecinan en extraerme la energía vital que me mantiene en movimiento. Trabajan juntas en una sinergia perfecta. Cuando duermo, la profunda se entromete en mi sueño y me hace trabajar y me persigue y me acosa y me agota, hasta que la etérea llega a despertarme. Y cuando debo comenzar mi día, ésta me duerme, me agobia, me lentifica, me fastidia, me desgana, hasta que la noche llega y todo vuelve a comenzar. ¿Será porque en estos momentos, y según mi altura desde hace añares, la inclinación del eje de la tierra hace converger las fuerzas de ambas entidades en la intersección de mis dos centros, el vientre y la crisma? Sí, será por eso. No porque se avecine otro diciembre sin ti.

Claudia Sánchez

Al ritmo de Pandora – Fernando Puga


Otra vez. Pandora merodea y aguarda que Morfeo me desarme. Apenas huya mi conciencia por el nocturno laberinto de los sueños volverá a descerrajar el cofre donde escondo la luz, el soplo que da vida y la locura.
Y otra vez a trabajar. El alboroto me regresará a la vigilia abruptamente y en el estado lastimoso del insomne tendré que recorrer el orbe para recuperar el tesoro que desparrama la inocencia de Pandora.
Ella juega. La alegría que irradia al desplegar océanos, montañas y praderas me obliga a sonreír a pesar del malestar que zarandea mi estancada eternidad.
Yo, Zeus, administro la vida. A cuentagotas la esparzo por valles y orillas cuando quiero, cuando me aburre la imagen del espejo estelar y salgo a vagar por los planetas.
Pandora no respeta mis designios. Invade mi cansina rutina de dios viejo y reparte semilla por doquier. Generosa y humilde. Libre va por páramos y tundras y a su paso florecen jardines celestiales que desmadran mi calculada sapiencia de dador universal.
No podré con el mundo. ¡Es tanta la vida que brota de las eólicas manos de Pandora!

Fernando Puga

XXXVII Minerva y la tejedora mágica - Lili Mendoza


Minerva se hizo famosa en Miseria cuando inventó la tejedora mágica. En ella confeccionaba suéteres, chales, sabanillas para bebé y los muy solicitados edredones matrimoniales. La tejedora hilaba dulce y fuertemente las visiones de lo que jamás sería, la realidad relativa abandonada cuando tomamos decisiones. Minerva pensó que sería una muy buena idea, prendas cálidas para abrigar el alma en días de soledad y desconsuelo. Cuando terminaba una prenda, emocionada la ponía en una caja de cartón blanco, sobre una cama de papel azul y estrellas plateadas, y se iba presta a entregarla.

Al llegar, tocaba el timbre y dejaba la caja en la puerta.
Fue por entonces que los habitantes de Miseria comenzaron a dar muestras de extraña conducta:
maridos envalentonados abandonaban a esposas felices de verlos partir, abuelitas montaban bicicleta o saltaban la tablita, diputados soberbios repartían entre mendigos sus más preciados bienes. El gobierno de Miseria intervino prontamente, decomisando la tejedora y convocando la presencia inmediata de ilustres científicos de todos los confines del planeta.

Los sabios examinaron la tejedora, la desmantelaron y volvieron a armar, sin encontrar el más pequeño indicio de cómo funcionaba. Al presentar los hallazgos de sus investigaciones ante la Comisión Ariadna, los científicos vistieron lindos pulóvers tejiditos en colores pasteles y declararon al público estupefacto que Dios existía y era un niño maravilloso.

Lili Mendoza

Tomado de Corazón de Charol A-go-gó con autorización de la autora

Lo celeste – Pablo Moreiras


Lo celeste nace de la insondable profundidad del horizonte, del más allá de su levante, de las tierras más al este, de sus ignotos mares, valles y montañas. Lo celeste viene arrastrando su túnica hasta este mundo llano, hollado de cenizas y rastrojos, macilento como el sol en su denuedo cada tarde, donde también cabe la sombra reverdecida de una esperanza ardiente y calma.
Lo celeste, ese lugar adonde vuelan los pensamientos más leves y pesados, sus largas colas cual cometas de palabras, las emociones que trascienden la recia cárcel de la carne y su secreto; lo celeste, red que se extiende y expande como una verdad indescifrable, arrastrando todo instante memorable, todo destello o latido superiores, dignos de la memoria primero y su postrero olvido eterno.
Lo celeste anida en las oscuras horas del sueño y de la muerte, en su urgencia de llama e incendio, en su paciente y segura marcha absoluta y triunfal sobre el ajado calendario de los muertos de los muertos, para luego renacer, triunfo de los días, más allá de todo lo vivido.
Lo celeste son tus ojos, y tu vestido a veces, y tu pañuelo que vuela por encima de los árboles, y tu sonrisa rota por el blanco de tus dientes, y tu vientre, lo celeste a veces, el insomne sueño de tu vientre que crece desde las raíces de tu sexo y de mi sexo, desde tu deseo y mi deseo, porque a veces lo celeste es el amor, y otras sin embargo, la indiferencia de los dioses.
Y lo celeste, más allá de este pobre parlamento, es la excusa que yo tengo ahora, tan sólo ahora para quererte, así, de manera tan ciega, tan ignota, tan oscura y espiralmente celeste celeste celeste, cual misterio que trasciende las fronteras de la pura carne y la materia.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:

sábado, 5 de noviembre de 2011

El sueño de la bestia - Angélica Santa Olaya


Soñé que estaba en la casa de la bestia. Sus garras tocaban la punta de mis dedos. Preparé las armas y la lengua para recordarle las infancias puestas a la deriva y las tantas manos degolladas. Mis ojos se atascaban en el mar de las palabras por decir. Mis dedos desmenuzaban, casi en silencio, la burocrática minuta. La bestia llevaba una corbata azul celeste con bordados de oro tan larga como su aborregada mirada. Tan larga como los vacios discursos que día a día repetía sin cesar. La palabra urgía por salir golpeando casi la puerta de mis labios. Yo esperaba... esperaba el momento justo, preciso... para saltarle sobre la yugular. Cuando pude abrir la boca las letras brotaron como disparos que rozaron uno a uno su cínica sonrisa. Acomodó su corbata, se levantó de la mesa delante de la audiencia y se fue. Yo corrí detrás de ella con la piel expuesta, afiebrada por el escalofrío que es hijo del terror. De ese terror extraño que nos hace desear el sufrimiento. Corrí desesperada llenándome las uñas de lodo en cada paso. Hundiendo la huella en la membrana del camino. Gritándole mi nombre. Pidiéndole que no huyera. Una espina se incrustó en mi pie. Miré mis garras. Iba desnuda, en cuatro patas, gruñendo como un tigre bengalí. No conseguí alcanzar a la bestia. O tal vez sí. Tal vez corría pegada a la sombra de mis huellas, pero yo no pude verla.

El baile del chingolo patagónico - Héctor Ranea


—¿Le parece? —Me dice el chingolito—. Todo el tiempo es igual. Bailo, bailo, sacudo la tierra para ver si encuentro comida y el viento me lo vuelve a tapar. ¡Así, cómo quiere que se lo diga, no se puede más! Y dale con el viento, el viento.
—¿Pero no está adaptado a esto? Es más chiquito, tiene buen color. Nada que ver con otros chingolos que conozco, vea.
—¿Me va a salir con el “¡a vos no te va tan mal, gordito!”?, porque si es así, puede irse o llamo a las gaviotas y los jotes.
—No me malinterprete, por favor. Quiero decir, por una cuestión evolutiva, filogenético, diría, no individual, ¿me explico?
—¿Le parece que tengo que ser yo el que explique en esta anécdota que usted cuenta a sus congéneres, cómo funciona la evolución de Darwin? —me espetó—. ¡Soy un pajarito, por el amor a la naturaleza! ¿No se dio cuenta de que este viento no es el habitual? Si fuera el habitual no andaría por ahí protestando a un turista que no entiende nada y saca fotos pelotudas y fuera de foco. No soy quejicoso, vea.
Me levanté y me fui. El chingolo podría ser bueno para la cena, pero con semejante mal carácter mejor me buscaba algo más calmo. Estos pájaros alterados por el cambio climático me empiezan a romper un poco los cocos.

Veganos en sus reinos – Sergio Gaut vel Hartman


Aunque el sujeto medía tres metros, tenía tres ojos en los extremos de sendos pedúnculos flexibles, una protuberancia azul que vibraba a doscientos ciclos por segundo en el pecho, y unas extremidades terminadas en seis dedos con garras que parecían espadas toledanas, el empleado del Registro de Nombres tardó seis minutos en levantar la vista del diario.
—¿Va a atenderme o no? —dijo la criatura, de por sí paciente, cuando advirtió que sin un poco de agresividad iba a pasar todo el día en aquel lugar. Clavó una de sus uñas sobre el crucigrama y logró que el burócrata levantara la vista.
—¿Qué quiere?
—¿Qué es para usted un vegano?
El tipo resopló. —Vegano es uno cuyo estilo de vida que excluye toda forma de explotación y crueldad hacia el reino animal, e incluye la reverencia por la vida. ¿Satisfecho?
—¿Y yo que soy?
—¿Y yo qué sé? A primera vista parece un bicho inmundo, con todo respeto, pero he visto cosas peores.
—Yo soy un vegano, nací en el cuarto planeta que gira en torno al sol que ustedes llaman Vega y, casualmente, por una de esas coincidencias cósmicas que solo ocurren una vez cada tanto, nosotros también.
—Interesante coincidencia —dijo el empleado del Registro de Nombres tratando de recuperar su diario, que seguía en las garras del extraterrestre.
—Lo que ocurre es que, por ser la nuestra una especie antiquísima, que ya había alcanzado un alto grado de civilización cuando ustedes eran monos, demandamos derecho de preferencia en el uso del nombre.
—Se aplica a asuntos diferentes. Los veganos de la Tierra son los integrantes de una secta cuyo estilo de vida excluye la explotación y la crueldad hacia el reino animal. Y los veganos de Vega son los miembros de una especie antiquísima, que ya había alcanzado un alto grado de civilización cuando nosotros éramos monos, ¿y qué? Según el artículo 324r del Reglamento del Registro de Nombres, si los rubros no entran en conflicto, el nombre puede ser usado por más de un sujeto o colectivo. Hay infinidad de ejemplos. Damasco es la capital de Siria, el nombre de un fruto comestible y un tejido parecido a la sarga. ¿Satisfecho? ¿Puedo seguir con mi crucigrama?
—No. Hay contradicción de acuerdo con el artículo 623f.
—Perdóneme, con todo respeto: no la veo.
—Los veganos de la Tierra son los integrantes de una secta cuyo estilo de vida excluye la explotación y la crueldad hacia el reino animal, y los veganos de Vega no solo somos una especie cuya dieta se basa exclusivamente en la ingesta de animales, sino que en los últimos tiempos nos hemos aficionado a la carne humana. —Y tras zamparse al empleado del Registro de Nombres de un bocado y eructar sonoramente, advirtió que, una vez más, se iría sin hacer el trámite que el Sumo Regente de Vega le había encomendado.

Ratitas – Ricardo Giorno


No le quedaba nada salvo la certeza de la distancia.
El ventanal del bar brindaba excelente marco, puta madre. El gato no la esperaba. No la esperaba… como siempre. Como siempre pero distinto. Porque, abruptamente la vio acercarse. "Ella", no había dudas, a pesar de la bruma del café.
Y ella ni miró. Caminaba por la vereda de enfrente.
Y él: ¿Justo ahora tengo que verla? ¿Justo ahora debo aguantarme las ganas de correrla, las ganas de plantarle un beso? ¿Justo ahora?
Observó ese caminar, cómo lo volvía loco, carajo. Qué lejanos le parecieron los últimos meses.
Se vio a sí mismo como una marioneta. Un nuevo juguete de paño al que se lo acaricia, se lo tiene en el regazo, hasta se lo besa. Un juguete que disfruta sin sospechar —o sí— que, en el mínimo descuido, será un adorno más.
Claro, esa —su amor—, que ahora pasaba caminando, le diría que no estaba en lo cierto. Que no es así. Que te digo que estás equivocado, Gato.
Y, abruptamente…
Abruptamente, tal como apareció a través del ventanal del bar, sin palabras.
Y para qué las palabras, si seguirían siendo sólo eso. “Claro que te quiero, gordo” . Y un beso y un: “Sos divino, gato”.
Pero su actitud había cambiado, vaya que sí. Se había vuelto distante. La había perdido.
¿Cómo él hubiera podido explicarle? Me hacés daño, por favor… Mirame, estoy en carne viva. ¿Cómo siquiera hacerle entender que significaba todo para él? ¿Acaso ella no se daba cuenta? Sí, ella se daba bien cuenta.
El humo del café se había disipado. La mano derecha le dolía, acalambrada. ¿Cuánto hacía que mantenía el posillo en alto? No importa, se dijo. Ya nada importa. La perdí, lo sé muy bien.
Y él no era de los que luchaban, de los que no se entregaban. En toda su vida sólo había aprendido a cazar. Eso, él sólo era un cazador.
Sacó un faso del eterno atado, y lo encendió. Tal vez el humo del tabaco lograse el embrujo de que ella volviese a pasar.
En tres pitadas llegó al filtro.
—Mierda —dijo en voz alta, mirando el pucho—. Cada vez vienen más light.
—Es que la gente —dijo el mozo acercándole el segundo pocillo— quiere eso mismo.
—¿Qué? ¿De qué me está hablando?
—De lo light. Hasta las relaciones son ahora light. El mundo desea cuidarse, protegerse. Libertad, eso quieren. Nada de compromisos. Todo light. Mientras más light, mejor.
—Tiene razón —dijo el gato, y apuró el café.
—Ya sé, no me diga nada: mal de amores.
—¿Y quién no?
—Mire, amigo, yo no soy quién para meterme, pero anímese: el mundo está lleno de minas.
—Ratitas.
—¿Qué?
—Las minas, digo. Las llamo “ratitas”. Es por mi apodo, ¿sabe?
—Bueno, es lo mismo. El mundo está lleno de ellas.
—Puede ser —dijo el gato, y encendió otro faso. A la mierda con la mierda light.
Volvió a pensar en ella. Y con su imagen, la de la única “ratita” que le importaba, salió a la calle.
A su izquierda vio a dos —una rubia y una morocha—, no eran más que minas: venían hacia él. Les clavó su mirada felina. Sonrió. Ellas bajaron la vista.
Cuando pasaron, él las oyó cuchichear entre risas.
A pocos metros, la de pelo negro volteó la cabeza y relojeó.
—El mundo está lleno de “ratitas” —se dijo el gato en un suspiro.
La cacería daba comienzo.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Su nueva oportunidad – María del Pilar Jorge


Mabel se abrió paso, a codazos limpios, hasta lograr subir al vagón del subterráneo. Haciendo piruetas y eludiendo el bolso de un gordo, que ocupaba casi el espacio de dos personas, consiguió sentarse. El tren arrancó: por las ventanillas penetraba un poco de aire, demasiado poco para ventilar el olor acre del sudor y otras emanaciones aún menos agradables que se desprendían de ese conglomerado de cuerpos humanos.
Cuando llegó a su destino, tuvo que hacer un similar esfuerzo para lograr descender. Por fin, la escalera mecánica la condujo hacia la salida y se encontró en la calle, una calle atestada de transeúntes que iban y venían, caminando a ritmo frenético. Alguna vez se habían desplazado en colectivos, automóviles, motos y bicicletas. Pero esa época ya había pasado hacía un par de décadas; el exceso de vehículos había terminado por causar un caos tal, que solo se pudo solucionar permitiendo que únicamente los ciudadanos de primera categoría circularan en sus sofisticados vehículos.
En la esquina del que alguna vez había sido llamado Palacio de Justicia, ya se había formado la acostumbrada fila de personas que esperaban pacientemente ser atendidas en la Oficina Estatal de Asistencia a los Desocupados.
Durante todo el trayecto —apenas unas cinco cuadras— Mabel fue empujada, golpeada, pisoteada y llevada por delante, por lo menos una docena de veces. Ya en la recepción del impoluto edificio donde trabajaba, y tras acomodarse un poco la ropa, pasó por la arcada electrónica de ingreso, donde insertó su tarjeta identificatoria. La agencia de viajes Su Nueva Oportunidad era el mejor trabajo al que podía aspirar una ciudadana de segunda categoría como ella. Allí Mabel, junto a un nutrido plantel de asesoras orientaba a los potenciales clientes: gente acaudalada dispuesta a pagar una pequeña fortuna para poder viajar a una de las nueve ciudades construidas en las plataformas satelitales que circunvalaban la Tierra, tiñendo el cielo nocturno de extraños e incitantes colores. Se decía que allí existían el espacio, las comodidades y el disfrute del que ya no se podía gozar en el mundo. Los interesados, una vez prestada su conformidad con las condiciones de la agencia de viajes, y tras abonar el precio, eran conducidos a la sala de tele-transportación. Después de acomodarlos en la cabina donde se debía efectuar la traslación temporal de los aspirantes a colonos espaciales, Mabel accionaba los controles y completaba la operación de transferencia, de una manera pulcra e impecable, tal como se le había enseñado en la Escuela de Instructores.
Sus clientes partían una sonrisa satisfecha: no llevaban equipaje, no era necesario, en las ciudades satelitales encontrarían todo lo necesario. Mabel, además, le aconsejaba a las mujeres que no llevaran sus alhajas y a los hombres que dejaran sus relojes, el portar esos inútiles adminículos, rémora de otra época, podía perjudicar la eficacia de la traslación. Mabel había encontrado la manera de escamotear joyas y relojes, para luego venderlos en el mercado negro.
Esa mañana —tras verificar que diez pulseras y treinta relojes se encontraban perfectamente ocultos entre sus pertenencias— reflexionó que ya pronto tendría suficiente capital como para convertirse en una ciudadana de primera categoría. Después, comenzó a verificar en su ordenador los ingresos de la jornada en la nueva fábrica de chacinados y embutidos que se encontraba en la zona oeste de la ciudad: durante esa jornada, ella había sido la responsable del ingreso a la procesadora de treinta nuevas unidades alimenticias que servirían para saciar a los hambrientos habitantes de la city porteña.
Una mancha en el piso, junto a la cabina seis, atrajo su atención; sacó de uno de los cajones de su escritorio el paño esterilizado que utilizaba para esos menesteres. Tendría que avisar de la probable falla al equipo técnico. Tras limpiar y antes de descartar el paño, hizo una pequeña mueca: sí, señor, pronto dejaría su trabajo.
Concluida la jornada, Mabel salió a la calle. Buscó la zona de los restaurantes y desdeñando los tradicionales, entró a uno vegetariano. Mientras tanto, en el cielo las luces de las nueve seudo ciudades espaciales seducían con sus reflejos a los incautos habitantes del planeta.


Acerca de la autora:
María del Pilar Jorge

Espejismos – Ricardo Giorno


Reunión en el taller. Mecánicos, barrenderos, gerentes y poetas.
Y al conjuro de mollejas, chimichurri y asadito, el vino va soltando el alma. Y se canta a la vida en silencio, agradeciéndole lo que nos brinda. Como debe ser.
Conjunción bizarra, si las hay. Si él hasta pudo verte, clarito te pudo ver: espejismo enfundado en campera con flecos, jean ajustado y botas tejanas.
Y mientras el vino sigue corriendo, las lenguas bailan al compás de la música de cuchillos y tenedores, que atacan platos de vidrio, de metal, de madera. Y el mutuo aprecio surge de manos armadas de vasos entrechocándose. Y nadie se presenta con armadura. Lam camaradería voltea cualquier defensa.
Ríen, bromean y se juran amistad eterna. Por lo menos hasta el próximo sábado.
Entonces, a la hora del café y del cognac, con el estómago repleto como sólo una reunión así puede completar, el corazón se dispara.
El barrendero filosofa, los mecánicos exponen teorías tan insensatas como creíbles, el gerente opina sobre la versatilidad intrínseca de las minas de hoy y el poeta le teme a las innatas propiedades de los espejismos: su eterna y terca efímera vida, y su eterna y terca inaccesibilidad.

Los sueños como fuente inspiradora... ¿de qué? - Francisco Costantini


Soy escritor, hace rato que no se me ocurre nada nuevo que contar y para colmo de males (el primer mal, ser escritor, el segundo, no tener una puta idea), vivo de esto. La heladera y la alacena están vacías, y mi editor me la tiene jurada: esta tarde era la fecha límite para enviarle el primer capítulo de la novela por la cual ya recibí un respetable adelanto. Sin embargo esta mañana (este mediodía, en realidad) al despertar, recordé un confuso y aterrador sueño. Los pisos, las paredes, el techo, en fin, cada milimétrico resquicio de mi casa se hallaba cubierto de piojos, asquerosos. A pesar de ser tan diminutos, yo podía oír y ver sus patas golpeteando (tic, tic, tic), y sus bocas extendiéndose hacia mí para chuparme hasta vaciarme. Ahí desperté. En seguida recordé a mi editor. Eso, más que risa, me causó un escalofrío. Mientras caminaba hacia la cocina en busca del desayuno/almuerzo, pensé que ahí yacía el germen para una historia. La insipiente inspiración se esfumó cuando vi la heladera vacía. Pero una idea, quizás la más osada e inteligente de este último año, atravesó mi cabeza. Me cambié y sin peinarme siquiera salí a la calle. Fui al almacén de Tito, extraje del bolsillo mi último peso, y lo jugué al 087. Desde que subí no me despegué de la radio, esperando los resultados. Ahora, esta sonrisa enorme dibujada en mis labios lo dice todo. Por un par de semanas, al menos, mi editor puede irse lejos, bien lejos, a chuparse otras cabezas.


Tomado de http://friccionario.blogspot.com

martes, 1 de noviembre de 2011

Un hada en mis sueños - René Avilés Fabila


En mi sueño, esa hermosa mujer, alta y esbelta, de sedoso cabello negro, misteriosa, acepta mi conversación. Hablamos de pintura. Al poco tiempo hacemos el amor. Luego, en un edificio extraño, bajamos por unas escaleras eléctricas muy largas. Avanza más rápido que yo. En la medida en que se aleja de mí presiento peligro y trato de alcanzarla. Entre nosotros hay dos jóvenes, uno saca el revólver y le dispara; la mujer cae al suelo e inútilmente trato de auxiliarla. El otro tipo también la balea. La sostengo en mis brazos y veo cómo desaparecen los criminales. Al despertar sé que ella me amaba y la echo de menos, necesito verla. No quiero averiguar por qué la mataron, tampoco siento ningún deseo de venganza. Tan sólo aguardo con ansiedad las noches para dormir y estar en posibilidades de soñar con la enigmática mujer, evitar que la asesinen y de tal forma extender nuestra pasión, que fue violenta y que fue dulce.


René Avilés Fabila

Beso - Alex Jamieson


La besó como un ángel del infierno. Fue el beso más bello que recibió en una parte poco usada de su cuerpo. Se habían encontrado de casualidad, esas cosas de “te acompaño hasta allá”, “otra cuadra más”, “hola”, “hola”, “ah, se veían hoy”. Tan casual.
Pero el “hola” no fue casual. La rodeó con los brazos por los hombros y apoyó sus labios suaves sobre la mejilla. Hizo la presión justa para indicarle su amor y la succión precisa para demostrarle que no le iba a quitar su libertad. No le dejó humedad pero la pudo presentir. En los cuatro segundos del beso, el mundo paró. Cuando se separaron los torsos, su cerebro trató de recuperarse. Las imágenes se superpusieron aceleradas, se le formó un torbellino de sensaciones pasadas y presentes; amantes anteriores, amantes por venir, besos babosos y pegoteados de los nenes del kinder, besos no deseados de parientes lejanos, besosnobesos de sólo rozarse los cachetes. Revivió todos con la velocidad de un rayo. Ninguno como el de aquel ángel del infierno


Alexandra Jamieson Barreiro

Tomado de http://www.fluflyalex.com.ar/

viernes, 28 de octubre de 2011

El árbol - Claudio G. del Castillo


Para celebrar la Navidad como lo exigía el pueblo (“¡Basta de mármol!”, clamaba), a mediados de año el previsor gobernante envió emisarios a los cinco continentes. La búsqueda abarcó museos, favelas, basureros, almacenes, naufragios…
Meses después, los emisarios despacharon hacia su país natal las naves con lo que malamente habían encontrado: puertas coloniales, cartones mohosos, sillas desvencijadas, no más de cien lápices, un mástil partido en dos…
Entonces tocó el turno a los artistas, pues artistas habrían de ser para ensamblar aquel galimatías.
Durante semanas consultaron a los sabios y se nutrieron de lo más antiguo de la tradición oral. Y sólo cuando estuvieron muy seguros aserraron, cotejaron, clavaron, encolaron… Hasta que llegó el día en que pudieron jactarse de la obra terminada. En verdad era magnífica, así que la Iglesia dio el Visto Bueno y el gobernante aprobó el presupuesto para los regalos.
Por fin, el 25 de diciembre de 2200, el pueblo se reunió en la plaza y a la sombra de un abeto de madera tuvo su Navidad.

Un velero en el río — Fernando Puga


Abrí. Abrí. Dejame pasar. No seas así. Dale. ¿Por qué estás tan enojada che? No es para tanto. Dale. Abrí. Si no abrís voy a tener que tirar la puerta abajo y ahí sí que vamos a tener un problema. Dale Claudia. Contestame por lo menos. ¿Qué querés? ¿Que me vaya? Por lo menos dame mi celular así me podés llamar cuando se te pase la bronca. ¡¡Claudia!! ¡Contestá por favor!
Seguí gritando hasta quedar afónico. No pude con la puerta blindada. Me senté en el suelo dispuesto a esperar lo que hiciera falta. Alguna vez tendría que salir. A lo mejor en algún momento sospechaba que ya me había ido y entreabría para confirmarlo. Me quedé dormido. Un buen rato creo. Cuando desperté me sentía como nuevo, a pesar de la contractura en el cuello.
Me puse de pie y toqué el timbre, convencido de que la tormenta había pasado.
La puerta se abrió despacio, con un filoso chillido. Ante mí se hallaba una extraña mujer demacrada, vestida con harapos y balbuceando incoherencias. Tenía las uñas larguísimas y mugrientas y el pelo gris hecho un revoltijo; sus tremendos ojos color violeta se detenían en la nada, ni siquiera puedo asegurar que notaran mi presencia; una espesa bruma salía del interior del departamento y el hedor que brotaba lastimaba mis ojos.
Huí desconcertado, sin mirar atrás. Anduve a la deriva durante un tiempo que no alcanzo a precisar; todo el tiempo que mi trastornado corazón pudo resistir.
Hoy salí a pasear temprano, hay sol. Mientras camino por la vereda junto al río, pateo una piedrita. Esta costumbre que tengo desde niño me serena; como contemplar el andar de los veleros. A este río solíamos venir a pescar cuando escapábamos en busca de aventura; aquí aprendimos a soñar con otros mundos. Este es el río donde la conocí.
Mis pasos se detienen frente a una vidriera y veo mi reflejo: sucio, harapiento, desorbitado. Un rostro surcado por el paso del tiempo; una cabeza blanca, una mirada vieja. Cuando vuelvo mis ojos hacia el río, un velero está por desaparecer en lontananza. Allá va. Se mece con la placidez de quien ya no espera nada, de quien se abandona, de quien empieza a sentir que toda la vida va quedando atrás.
Pronto ya no seré más que un punto en el horizonte.

Acerca del autor

La invisibilidad es cosa seria – Héctor Ranea


Oswald Waldos y su equipo trabajaron por dos décadas en la concreción de un concepto nanotecnológico orientado a la invisibilidad. Lograron esta propiedad en objetos pequeños pero no en personas, ni siquiera en personas pequeñas, como comprobara Oliver Verlio, co-responsable del área de promoción del grupo de Waldos. Pero eso no obstó para que Elenya Nyelea, del área de desarrollo, diera rienda suelta a su imaginación y promoviera la invisibilidad en objetos aptos para los chascos. Así proliferaron las cáscaras de banana invisibles (que provocaban caídas inesperadas a los transeúntes), los vibradores invisibles (que convertían el sencillo acto de sentarse en una aventura quizás erótica) y, peor que todo pero no el último producto de la feraz imaginación de Elenya, materia fecal perruna invisible. Era hasta cómico ver los viandantes quejarse de los olores emanados por cosas inexistentes, pegados a objetos sencillos como el taco de la dama o una valija de un visitador médico y hasta en cierto modo resultaba triste cuando se los encerraban en los loqueros por sus expresiones, aún cuando nadie negara el olor, el cual se atribuía a la mismísima víctima. Cerraron todo el proyecto cuando uno de los damnificados resultó ser el Jefe de la compañía, que no fue advertido de la broma de Elenya. Waldos prometió hacer invisible ciertas partes de su ex—ayudante porque —decía— se había hecho repelús, pero no invisible. Eso dice Waldos…

Acerca del autor

Una noche en el teatro - Víctor Lorenzo Cinca


Recién duchado, perfumado y engalanado con su mejor traje, acude puntual a la cita. La recoge en su casa. La recibe con un ramo de flores y un piropo. Verdaderamente el vestido le sienta muy bien, mucho mejor de lo que sospechaba al escogerlo en la tienda y mandar que se lo enviaran con urgencia. La lleva del brazo hasta el coche. Le abre la puerta. Conduce todo el trayecto con suavidad mientras le pregunta con interés qué tal el día. Le dedica toda su atención. Aparca cerca del teatro, le abre la puerta, y la acompaña hasta la entrada. Saca dos localidades en la taquilla, las dos mejor situadas. Durante el desarrollo de la función, el gran éxito de la temporada, con el mejor elenco de actores, él le va murmurando palabras dulces al oído, como a ella le gusta. De vez en cuando sonríen ruborizados. Acabada la obra, le ayuda a ponerse la chaqueta y con las manos enlazadas se dirigen hacia el coche. Le abre la puerta amablemente. Le endulza el regreso con cuatro anécdotas graciosas y un par de risas. Estaciona en doble fila, la ayuda a bajar del auto y la acompaña del brazo hasta el portal. Allí se despide de ella con un tierno beso, un guiño cómplice y un mañana te llamo. Una velada encantadora, sin duda.
Vuelve a casa sucio, desaliñado, orgulloso de sí mismo, sabiendo que, aunque hace ya meses que no la ama, una noche más ha conseguido representar el papel más difícil: el de galán enamorado.

Tomado de Realidades para Lelos


Acerca del autor:
Víctor Lorenzo Cinca


miércoles, 26 de octubre de 2011

Receta para conectar una computadora sin quedar con el USB mirando para el Norte – Héctor Ranea


O sea, sin quedar con el culo mirando al Norte, quise decir, pero queda feo en el título.
La computadora consta de tres partes, a saber: una caja negra que los expertos llaman CPU, una cosa para meter los dedos y un espejo donde muestra lo que uno más o menos anda queriendo mirar. Desde pornografía hasta las fotos con la abuelita si llegó viva a la época de la cámara digital (que es otra cosa de la cual nos ocuparemos en otro momento). Obviamente, cuando uno va a comprar una de estas cosas, le quieren vender de todo: cámara de huevo, ratones amansados, parlantes, que me los figuro mozos de cordel atándose los archivos para no quedar con los güevs al aire, supongo.
Estos tres aparatos forman uno sólo y único que tiene cualidades de hacer todo y poderlo casi todo. No entiendo por qué viene en tres partes, pero ese misterio se lo dejo al que me lo vende. Es así y punto. Los parlantes a veces vienen de regalo pero aparte de hablar, no se entiende si son fundamentales, porque a veces vienen unos aparatitos con los que se enchufa uno a la máquina y escucha cómo le habla, canta y putea. Es así, otro misterio.
Todo animal que camina necesita comer, decía mi tata. Otro tema de meditación, si se quiere, porque comen enchufadas y por detrás. Es medio complicado de explicar a la patrona, en general. Pero así muestra, si no, no.
Los cables vienen atados con un chirimbolo hecho de alambre de hacer fardo para paja de ratonera, envuelto en papel. Una delicia. Y no se olvide de atar al palenque al espejo que llaman monitor. Monitor, monitor era el Braulio Meléndes, hijo de lusitano, que le tráiba las tizas a la maestra, tizas y otras cosas. Encima después se dormía con ella, el Braulio. Claro, medio repitente que era, tenía como treinta cuando nosotros andábamos purreteando por los ocho, nueve.
Así que palenqueando que la puso al monitor y la caja negra, como el Braulio con la maestra, le queda el tecláu para poner los dedos. Y ahí la quiero ver, chamarrita… que parece que los dedos van a medio hundirse. Pero no puede ver nada a menos que use uno de esos sofguares que se venden. Ahí veo, por ejemplo, esto que estoy escribiendo y la verdad, aparcero, no me gusta. Pero espero serle útil para cuando conecte la PC y así no se queda con el USB apuntando para el Norte, que es de donde vienen volando las aves que se lo van a romper, pero ese es otro cuento. Discúlpemé, tengo que agarrar para otro lado.

De mayor a menor – Sergio Gaut vel Hartman


Mientras escribía la saga de Bohemundo el Rojo de Ragusa (diecinueve volúmenes, un millón y medio de palabras, aproximadamente; once años de trabajo previsto por contrato) hizo una pausa para terminar una novela autobiográfica largamente postergada: Las entrañas de la oscuridad. Pero cuando promediaba la trama sintió la necesidad irresistible de redactar un cuento policial en el que el protagonista, un inspector de policía enamorado de su propia madre, descubre que es el asesino de su padre y que ha matado a dos de sus hermanos en un confuso enfrentamiento producido después de que él mismo les metiera más de cien kilos de cocaína en el placard de la cocina para vincularlos al cártel de Jalisco. Solo le faltaba anudar los elementos y elucubrar un remate acorde cuando se le ocurrió que sería bueno participar en un concurso de microficciones de seis palabras. Esto lo entusiasmó tanto que se olvidó de todo y aquí lo tienen ahora, temblando como una hoja porque en su avance arrollador hacia la síntesis teme haber descubierto el modo de escribir textos antimateriales, esos que constan de menos de una palabra e incluso están redactados con palabras negativas.

lunes, 24 de octubre de 2011

Apocalipsis - Silvia Piccoli


El día vino a ocurrir por el mismo lugar entre las olas, con las mismas prisas, con sus propias precauciones. Primero fue apenas un resplandor coralino, tenue y perezoso que salpicó destellos sobre la espuma. Después, y de a poco, alumbraron los fulgores inevitables y fue la luz plena subiendo por la curva lejana, más allá de todo.
Los hombres iniciaron sus rituales cotidianos, invocaron a sus dioses, renovaron su alianza con el bosque y con los pájaros, atizaron el fuego. Los más jóvenes se dieron al trabajo; los ancianos, a la memoria. Sólo unos pocos empuñaron las armas con nostalgia, como quien conjura el terror de la guerra.
A todos los rondaron ese día los espíritus del Águila y del Jaguar, de la Serpiente y del Quetzal; y por eso algunos recordaron que tal vez hubiera llegado el momento de prepararse para algo.
Para algo que llegó en cascos de madera y de un metal de brillo desconocido, con velas de un blanco pobre y gastado.
Para ese algo que fue, de una vez y para siempre, en la estampa y en la sombra de un puñado de extranjeros barbados, tan avergonzados de la palidez de sus propios cuerpos como para cubrirlos por completo con paños opacos y espesos, incapacitados para comprender el lenguaje sencillo de los hombres felices.
Para ese algo que se impuso desde la cima del objeto erecto y vertical que los extraños plantaron en la playa poco antes de la media tarde, y que pareció clamar al cielo en silencio por la profanación eternamente impune del Paraíso verdadero.


En Primer Manual de Pequeños Auxilios (inédito)

La expedición A-543 – Ildiko Nassr


Adelita salió de la nave añorando su lugar de nacimiento. Volvería en algunos años, si la expedición A-543 resultaba exitosa.
—Comandante, el buscador señala que en aquella dirección podremos encontrar agua. —Era su asistente personal.
Cambiaron el rumbo hacia donde indicaba el buscador. Se tropezó con algo y cayó.
Temió lo peor. Una quebradura desembocaría en la frustración de la misión.
Su asistente utilizó el escáner incorporado en su red para diagnosticar a su jefa. No encontró ningún hueso roto, pero no pudo levantarse de inmediato.
Pasaron varios minutos que, para ella, inmersa en su dolor, fueron como siglos, hasta que logró volver a su actividad.
Ninguno de los tripulantes se animó a abandonar la nave y correr en auxilio de su flamante comandante. Demostrando así, la disconformidad con el nombramiento de Adelita.
Tal actitud funcionó como un poderoso tónico para la mujer, que no sólo se puso en pie, sino que giró hacia sus acompañantes y los saludó con una mano.
—Cronos 235, amigo, dame los resultados de tu escaneo. Y reoriéntame hacia el sitio al que nos dirigimos.— El robot verificó los datos y se los reiteró a su comandante.
Ambos siguieron con la difícil caminata, muy atentos a cada uno de sus pasos.
Desde la nave, los supervisaban con cámaras; razón por la cual Adelita decidió permanecer en silencio y aguantarse el dolor.
Ella no sabía muy bien a qué se debía el disgusto de su tripulación.
Su abuela había sido una elegida en 2012, después del fin de un ciclo. Y ella, ahora, era la elegida para llevar agua a los habitantes de la Tierra. Era la tercera galaxia que exploraban. Y los hombres empezaban ya a alucinar. Era agotador tener que mantener el orden.
Los pocos elegidos que habían sobrevivido al 2012 ahora estarían muriendo de sed y librando batallas interminables por el agua, como históricamente habían hecho por la tierra o por el petróleo. Adelita pensó que era inherente a la raza humana la pelea. Era distinto con Cronos y los de su especie, aunque habían sido creados y programados por humanos.
De repente, un estruendo. Los habitantes de ese planeta impedían su exploración con poderosas armas. Adelita y Cronos 235 empuñaron sus armas y se defendieron. Ella pensó en el fin de una misión que se desarrollaba adecuadamente.
Quiso comunicarse, para explicarles la razón de su estancia allí, utilizando la cámara y el proyector que Cronos tenía en el talón. Les explicó la necesidad del agua para salvar a la Tierra. El fuego cesó inmediatamente.
A los enemigos, el agua no les interesaba. Ellos necesitaban arena para su supervivencia. Lograron una negociación para cambiar arena por agua.
Así, Adelita se ganó el respeto de su tripulación y pudo volver a la Tierra, con nuevas aventuras para contarle a su anciana abuela.

Y ese día - María Pía Danielsen


Y ese día supo que las puertas estaban abiertas. Simplemente no supo mirar bien. Que se escapaba de noche y era su dueña. Que su Señorío inspiraba las visiones de luces y espectros, lo impregnaba de olores embriagantes y sabores irreconocibles, transformaba sus pensamientos en borbotones de palabras inconexas, risas y silencios obstinados. Y no sólo de noche. Se escurría en iras, odios y revanchas. En ausencias y silencios de muerte. En su ingobernable impulso de herir, de dañar lo más amado.
En su incapacidad de ver la belleza y no degradarla, en el placer insano de trocar toda felicidad en llanto. Siglos de guardián de las puertas cerradas y vigilia eterna de las cadenas que paralizaban a la bestia. Una vida entera dominada por su voluntad de encajar en la lógica de los parámetros de la normalidad. Sin tregua, sin concesiones, sin lamentos. Con la herida siempre abierta de adivinarse distinto. Con el terror siempre latente al dominio de la bestia. Con el inconmensurable peso de saberla agazapada en lo profundo, siempre viva, siempre alerta y tan segura.
Y ese día y tan seguro, cerró sus ojos a la vida.

Tendremos pájaros en los ojos - Eduardo Betas


Tendremos pájaros en los ojos. Será el día en que ya no soñemos con ser pájaros sino en convertirnos en vuelo. Pero la mera existencia es un tobogán demasiado empinado; nos hace ráfaga. Y es que la mera existencia es eso, simplemente, lo que nos pasa mientras no pasamos; lo que nos sucede, mientras no sucedemos; lo que nos vive, mientras no vivimos.
Las calles arden allá afuera y nosotros aquí dentro. Tragando saliva. Un astronauta gira alrededor nuestro y está tan solo allí, afuera de lo afuera, como lo puede estar cualquiera de nosotros en el afuera de este adentro.
Todo te congela aquí dentro y nosotros sin poder salir. A buscar nuestros ojos como pájaros para ver más allá del acá que nos carcome. A soñar que somos pájaros para luego convertirnos en vuelo…
Es que hay tanta historia torturada acá nomás. Hay tanta lágrima coagulada, tantas cuatro paredes de silencio, tanto grito que no escucha nadie. Tanta soledad de un ambiente, kitchinette, mancha de humedad.
Por eso es que la revolución sucederá el día en que saldremos a la calle a escribir en las paredes: encontrémonos.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

sábado, 22 de octubre de 2011

Surrealismo especular – Sergio Gaut vel Hartman


—Una serie de palabras no es un cuento, querido Watson.
—Llamarse Watson no garantiza ser el compañero de Holmes, querido profesor. Yo podría ser otro Watson, Ian, por ejemplo.
—¡He sido estafado, entonces!
—¿Qué le vendieron?
—Un buzón, supongo
—Lo conozco
—¿Conoce a un buzón?
—A Juan Ramón Buzón, para ser preciso. Lo conocí en Facebook. Es un productor de ratán que vive en Yogyakarta, Indonesia. Tiene doscientas seis esposas.
—¿Doscientas seis?
—Una de cada cuerpo policial del planeta Tierra.
—Holmes sólo logró conseguir doscientas cinco en toda su vida.
—Poirot tenía ciento noventa y ocho, y Miss Marpre apenas cuatro.
—Es comprensible, tratándose de una mujer.
—Pero en cambio tenía varios esposos.
—Mírela usted, a la venerable dama.
—Hablando de damas: hace rato que es su turno y no ha jugado.
—¿Mi turno? ¿Estábamos jugando? ¿A qué?
—No lo sé. Pregúnteselo al extraviado que está escribiendo esta microficción.
—Hace rato que no nos hablamos.
—Somos dos. De acuerdo entonces. Mueva el caballo.
—Propongo algo mejor: vayamos a cabalgar.
—¿Con o sin connotaciones sexuales?
—Con y sin, al mismo tiempo.
—De acuerdo.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Imagen (fragmentos): Red Square 3, de nordicspy en deviantArt

La palabra adecuada - Sergio Gaut vel Hartman & Javier López


—¿Escribimos una nueva minificción, don Eufemiano?
—¡Ya estaba tardando usted mucho, escritor! Adelante, escriba, escriba, que yo protagonizo.
—Realmente no le iba a hacer protagonista de esta. Aunque, por supuesto, le iba a dar un papel importante.
—¡De eso, nada! Yo no me presto más que para prota, que para segundones, ahí los tiene a todos esos... genuflexos, que soportan cualquier disparate que a usted se le ocurra. —Eufemiano señaló hacia la estantería de los personajes secundarios.
—Vamos a ver: usted sabe que estoy contento con su rendimiento, que es un buen personaje, capaz de adaptarse a multitud de papeles y de situaciones. Sin embargo, ya no puedo más con sus tabúes. Estoy cansado de que cambie mis diálogos y busque eufemismos para cada palabra que no le gusta. Como, por ejemplo, cuando en la última micro le hice pisar una mierda de perro y usted me la cambió por una “caquita de can”.
—Es que ya sabe: soy de buena familia. Me educaron así, hay cosas que van contra mis principios y nunca las aceptaré.
—¡Pero don Eufemiano, espabile! ¿Recuerda que le di la oportunidad de conocer a ese bellezón jamaicano en una playa paradisíaca? Cuando se publicó el libro, ¿qué ocurrió? En la escena en la que usted se la follaba, apareció impreso que “llegaron al coito”. ¡Pero por Dios! ¿No le suena feo eso? ¡La palabra coito parece referirse a algo doloroso, nada placentero!
—No se trata de que suene lindo o feo. Follar es un verbo grosero, de guarros, de gamberros; una obscenidad, qué quiere que le diga; solo los sinvergüenzas hablan así, las mujeres de la vida, los matones, mafiosos y cafishios.
—¿Cafishios? ¿De dónde sacó esa palabra, don Eufemiano?
—De Buenos Aires. Estuve allí en el 78, cuando se jugó el Mundial de Balompié.
—Mire usted, balompié. ¿Y qué significa cafishio? Me parece que puedo sacarla por contexto, pero para estar seguro...
—Cafishio es proxeneta, chulo, el que vive de las minas.
—¿De la explotación minera? No entiendo...
—Las minas son mujeres, en el Río de la Plata.
—Esta vez sin eufemismos, entonces.
—Palabra con todas las letras.
—O sea que no es un eufemismo —traté de asegurarme.
—¡En absoluto!
—Vayamos por allí, entonces, si eso le hace sentir cómodo.
—¿Por dónde?
—Por Buenos Aires. Escribiré un cuento ambientado en ese lugar.
—Usted nunca estuvo en esa ciudad —protestó Eufemiano.
—Eso lo hace gracioso. Usted me ayudará con sus eufemismos. ¿Le parece?
—¿Y dónde empieza? —Eufemiano comenzaba a entusiasmarse.
—En el quilombo, ¿no?
—En una casa de citas, o de tolerancia, querrá decir.
—En el prostíbulo...
—¡Qué asco! Promiscuidad, impureza, extralimitaciones...
—¡Hombre, que no es para tanto! Pero avancemos. Hay unas putas...
—¡Alto! ¿Cómo que putas? Querrá decir señoritas de dudosa reputación.
—Eso. Reputas.
—¡Escritor! Así no puedo trabajar. Me desconcentra usted con sus salidas de tiesto. ¿De verdad pretende que por este camino podamos llegar a algo, a representar una ficción digna?
—¡Déjese de dignidad, Eufemiano! ¡Que no estamos para eso! Yo trataba de hacer algo divertido, irreverente, un after hour ficcional. Pero cuando veo cómo se le agria la expresión cada vez que pronuncio algo que no le gusta, me quita las ganas.
—Si me permite, voy a ausentarme un instante. Necesito miccionar porque ya he bebido alguna cerveza de más esta mañana.
—¿Miccionar? ¡Lo que necesitamos es ficcionar! Si lo que quiere es mear, ya sabe dónde está el baño… Vaya y mee.
Y se fue a mear, aunque pareció como si Eufemiano no hubiera encontrado el camino, porque quince minutos después seguía sin regresar. Preocupado, lo busqué por toda la casa, ya que la puerta del baño permanecía abierta y mi personaje no estaba en el sagrado recinto. Ni en la cocina, ni en el dormitorio, ni en la salita de lectura.
Un tiempo después un amigo argentino me hizo llegar un libro traducido del francés: Les bordels de Buenos Aires, firmado por un advenedizo escritor parisino. Y mi sorpresa, a medida que fui leyendo el libro, se convirtió en indignación. Don Eufemiano se había convertido en Monsieur Eufemiénne, un proxeneta mafioso de origen corso que regentaba varios quilombos en Buenos Aires. Pero había una sustancial diferencia con respecto a mi idea: el francés, amanerado y barroco, siempre pone la palabra adecuada en boca del que fuera mi personaje, para que no se sienta incómodo. Cuando termino la lectura me siento hundido, desmoralizado, traicionado. Lo único que se me ocurre es mirar hacia la estantería de los genuflexos, a ver si alguno de ellos accede a participar y se convierte en un personaje útil para mi proyecto de after hour ficcional…

Sobre los autores: Sergio Gaut vel Hartman, Javier López

El informe de la laucha (también conocido como Arroz negro sobre escritorio símil madera 2) – Héctor Ranea


—¡Laucha inmunda! ¡Bestia insolente! ¡Rata infame!—grité con todas mis fuerzas. Sabía que terminaría oyéndome, la muy guacha. Y lo hizo.
—¿Qué le pasa ahora, gordito? —me dijo desafiante. —Ahora propiamente no sé de qué se queja, don. No le cagué, no anduve husmeando, ni nada de eso. Ni siquiera usé su escritorio como puente, mire lo que le digo.
—¡Usted sabe a qué me refiero! —le espeté como queriendo asesinarla con saña.
—Ni idea, si le digo la verdad. De paso: ¿tiene una zanahoria? Me estoy convirtiendo en vegetariana; acá traen toda comida livianita. Hasta le digo que he comido cáscaras de banana. No le cuento el viaje que me dio porque no me va a dejar.
—¡No siga! ¡No clame inocencia!
—¡Clamar? Yo le digo lo que hago. Le paso un informe más detallado que lo que se necesita. Ahora… si quiere saber de mi vida sexual… la verdad, no me parece procedente.
Me hizo sonrojar, pero no de vergüenza sino de inquina. Mi aversión a los roedores de forma ahusada había crecido no sólo por el suicidio al que me forzaron (que fracasó porque el acantilado desde el que me arrojé resultó ser una gigantografía en el comedor de estudiantes) sino porque me convirtieron en el hazmerreír de la oficina. Ahora llegaba al límite de los límites, al colmo del colmo.
—¡No sólo viene y me caga el lugar de trabajo!
—No le permito, vea —dijo, interrumpiéndome con extraordinario control de sí misma —. Ya le expliqué que fue una sola vez y obligada por el hambre. Vamos, ¡no sea rencoroso, hombre! —y agregó por lo bajo: —El que sea tan chicato que no se haya dado cuenta de la gigantografía no me lo achaque a mí, ¡pardiez!
Me cansó. La rata me cansó. Casi colapso y fue en un hilo de baba que se me fue la voz cuando le dije:
—¡Encima ahora me entero que usted va y lee poesía y susurra en el oído cosas a otras colegas! ¡Y caga en sus escritorios! ¡Válgame el ataúd! ¿Qué clase de monstruo es usted?
—Primero, no le permito que ande husmeando en aquellas de mis actividades que no incluyan su oficina. ¿Capisci? Segundo, si le leo poesía a las chicas, ¿qué? Ahora sí que se quiere meter en mi vida privada. Anóteselo, eso tampoco lo permito.
Cuando estaba directamente al borde de un infarto, se escuchó una vocecita sensual y chiquita:
—¿Vas a venir o seguís discutiendo ahí con el señor?
La laucha, que evidentemente era un ejemplar macho, se escabulló en un periquete. A los pocos segundos se escucharon los chillidos en el entretecho. Dos cosas debo decir antes de aclarar que las odio tan profundamente que tengo el corazón en el petróleo. Una: son ruidosas como el carajo, haciendo eso. Dos: ¡qué las parió, no paran nunca! Todo el santo día estuvieron así. Claro. Así uno se explica cómo es que son tantas.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Trincheras - Víctor Lorenzo Cinca


De haber sabido con lo que se iba a encontrar, seguramente habría escogido otra opción. Pero ahora ya no hay marcha atrás. Debe afrontar su elección. Es tarde ya para arrepentirse, y el tiempo corre en su contra.

Atrapado entre el estallido de las bombas, el zumbido de los aviones volando raso, las ráfagas de las ametralladoras y el silbido de las balas, puede distinguir con claridad los gritos de auxilio de los compañeros. Sin embargo, sabe que nada puede hacer para ayudarles. Tirita y se siente fatigado. Tiene el uniforme empapado y lleno de barro. El viento helado de levante le ha congelado ya la piel, mojada por la lluvia que no ha parado de caer durante días. Le entra el miedo en el cuerpo. A su alrededor todo huele a pólvora, a humedad, a muerte. Sabe que esa batalla no servirá para nada, como ninguna de las que se han librado hasta ahora en la tierra. Pero ahí está metido él, por su propia decisión, sin poder culpar a nadie. Ni siquiera consigue divisar al anónimo enemigo en los claroscuros de la batalla. Mordisqueándose nerviosamente el labio, nota el sabor eléctrico de la sangre y ahí ya reconoce que se ha dejado arrebatar en exceso por la lectura, que se ha metido con demasiada intensidad en el papel del soldado protagonista de la narración; por suerte lo tiene fácil para ponerse a salvo: cierra el único libro ―una edición pequeña, de bolsillo― que pudo llevar consigo, para distraerse en sus ratos libres, y lo guarda en la mochila, dando por concluido aquel combate.

Instalado de nuevo en la realidad, se arrastra entre el barro de la zanja, coje un fusil y apunta hacia la oscuridad enemiga, mientras confía ―entre ruidosas detonaciones y fogonazos cegadores― en poderse permitir otra breve pausa para, pese a todo, terminar de leer la novela.


Sobre el Autor: Víctor Lorenzo Cinca

jueves, 20 de octubre de 2011

Feria – Sebastián Chilano


La feria no es tal cosa, es un mercado de pulgas. Yo vivo enfrente. Por eso puedo decir que a la feria no le va bien. En La Capital tendría mucho más éxito. Eso dicen los puesteros. Por el turismo extranjero. A los extranjeros les encanta comprar cualquier cosa. Acá no tiene tanto éxito, y eso que esta ciudad en verano se llena de turistas. Por la playa. Pero ahora no es verano. Es primavera, y hace frío. Yo debo ser un poco extranjero, porque me encantan las antigüedades. Sobre todo me gustan los sifones de soda. Para el que no sabe, la soda era agua con burbujas, y sifón se llamaba a los envases que contenían esa agua, sin dejar escapar las burbujas. La feria abre los fines de semana solamente. Siempre y cuando no llueva. Si llueve no puede abrir. Porque los puestos están en la plaza, al aire libre. Y si llueve se mojan las cosas. A veces abren igual los días de tormenta. Es que los puesteros viven de esas ventas de fin de semana. Una vez, que se largó a llover, corrí para ayudarle al librero. Lo ayudé a guardar sus libros en las maletas que los carga. Cuando terminamos me pagó con monedas. Desde entonces, a él y a dos señoras muy viejas, les ayudó a guardar y cargar sus cosas. Todos me pagan con monedas. Y aunque a veces no me pagan, no importa. Yo no vivo de esas monedas, como ellos. Yo las junto para comprarme un sifón que me gusta mucho. Se necesita 70 monedas para comprar ese sifón. Y con las 6 de hoy por fin llegué. Fui al puesto a comprarlo. Pero el hombre que atiende, que nunca me deja que lo ayude, me dijo que el precio del sifón aumentó. Ahora necesito 90 monedas. Voy a tener que seguir ayudando a esta gente para poder juntar todas esas monedas.

Sebastián

Tarea olvidada - Alex Jamieson


Salgo muy dormida de casa. Muy dormida. Tan dormida que tengo ojos rasgados y apenas entiendo qué estoy haciendo. Pasan tres, sí, tres 132 pletóricos de pasajeros, a los que ni siquiera hago seña porque sé que no paran. Llega el cuasi-lleno y para. Subo escuchando la radio —para tratar de darme cuenta de que ya estoy en el mundo de los mortales y no más en el onírico— y paso cómodamente hacia el único asiento vacío. Paso y me siento, sorprendidísima en el fondo de mi único nervio despierto, porque es la primera vez que me pasa esto desde que tomo el colectivo a esa hora. El chofer comienza a dar voces de algo que no escucho y menos comprendo. Supongo que está gritándole al pasaje que tenga la delicadeza de ofrecerle un asiento a la "embarazada" que acaba de subir (yo), cosa que me sucede mañana de por medio, según la ropa que elija usar y que, acorde al humor que tenga, ignoro o explico que sólo estoy gorda. Pero no. El señor -no The Lord, sino un señor común- sentado a mi derecha me codea y dice: "A vos te habla". Por su tono, falta que termine la frase dirigiéndome algún epíteto descalificativo. Con mi clásica velocidad matinal de reacción, me desprendo uno de los auriculares y hago un enorme esfuerzo —sin levantarme— por entender qué diantres vocifera el chofer. Entre tinieblas cerebrales intuyo que dice algo así como "¿boleto, pase...?". En ese instante el cosmos tuvo sentido. Más bien, la moneda de un peso en mi mano tuvo sentido. Y mi piloto automático interior cumplió con su tarea olvidada: me hizo dirigirme hacia la máquina expendedora de boletos para obtener uno, al tiempo que con una conmovedora e imponente cicatriz de lucha de almohada en mi cachete derecho, le dije al chofer: "Perdón, estoy muy dormida". Todavía con un poco de telas de araña y musgo entre mis neuronas, noté que el caballero hizo un chiste. Nunca sabré qué dijo, pero reí y volví a mi asiento con el boleto en la mano.

Alexandra Jamieson Barreiro