lunes, 10 de octubre de 2011

Justo a tiempo – Sergio Gaut vel Hartman


—Te voy a matar —dijo Jacinto; giró sobre sí mismo y recorrió el gran círculo que abarcaba casi toda la habitación buscando algo con qué golpear a Susy. La mujer, que adivinó el movimiento, supo que la expresión vidriosa, sanguinaria y a la vez recelosa de Jacinto indicaba que no era una broma, que realmente se disponía a matarla. Habían llegado al final del camino. Encontró una tijera sobre la cómoda, la aferró con la mano derecha y enfrentó a su esposo jadeando. Él consiguió un florero estirando el brazo izquierdo con un movimiento salvaje, perturbador... En ese mismo momento se abrió la puerta del ropero. René, el andrógino bisexual, amante de Jacinto y Susy, salió empuñando una pistola en miniatura, tan diminuta que parecía uno de esos cuernitos que venden en las panaderías. No dijo nada. Simplemente disparó. Estaba harto, o harta, de ambos. Jacinto no llegó a ver la muerte de Susy. Susy, en cambio, llegó a tiempo para evitar que el florero se hiciera añicos contra las cerámicas del piso. Era un Ming, auténtico, pueden creer lo que les digo.

El chanchito práctico - Saurio


Por fin había llegado el gran día. Después de semanas de ensayos, de haber pulido al máximo su discurso y su actuación, iría al encuentro de esos tres chanchitos que recientemente se habían instalado en el bosque. Iba a ser su opus máximo, de eso el lobo no tenía ninguna duda.
Con el ego henchido de gozo se dirigió hacia donde el primer chanchito había construido su casa con paja. “El timing lo es todo”, dijo en voz alta, para que lo escucharan los otros animales del bosque, “empezar con algo modesto pero interesante, como para captar la atención del público; después levantar la apuesta con una prueba un poco más difícil y finalizar el acto con una hazaña que los deje a todos boquiabiertos, aplaudiendo de pie y pidiendo por más”.
Encontrar la casa de paja destruida y un reguero de sangre que se alejaba fue un golpe muy duro para su autoestima. ¡Alguien se le había adelantado! ¡No podía ser! Si él había planeado todo con sumo cuidado, había descartado posibles competidores entre los depredadores de la zona, no había posibilidad de fallar...
Apuró su paso hacia la casa del segundo chanchito, el que había usado ramas para construirla. Tal vez, tal vez, tal vez llegase a tiempo, tal vez lo del primer chanchito fue sólo una casualidad, al fin y al cabo, era presa fácil, ¿a quién se le ocurre hacer una casa sólo con paja, eh?
Pero, ¡ay!, también de la casa del segundo chanchito quedaban ramas desperdigadas por el piso, y un reguero de sangre que se perdía entre los arbustos.
Desesperado, corrió hasta la casa de ladrillos del tercer chanchito. Grande fue su alivio cuando la encontró aún de pie y con luces en su interior. Incluso vio la silueta del chanchito detrás de una de las cortinas. “Bue, no será como me lo había imaginado, se arruinó todo el clima, pero algo es algo. Al menos el honor está a salvo”.
Así que inspiró hondo, cruzó los dedos, se autodeseó merde y exclamó:
—¡Cerdito, ábreme la puerta! Pues si no me abres... ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!
Y estaba llenando sus pulmones de aire cuando sintió el frío del metal en su nuca.
— Largá el aire despacito y no hagas movimientos bruscos o te vuelo los sesos.— El lobo obedeció. Sabía identificar cuando era en serio una amenaza. —Vamos adentro y no intentes nada estúpido.
Ya dentro de la casa el tercer chanchito lo obligó a sentarse en una silla.
— La cosa es simple: en este bosque los dos seres más poderosos somos vos y yo. Podemos trenzarnos en una competencia para ver quién la tiene más larga y, como verás— el chanchito palmeó la AK-47 con la que apuntaba al lobo —el que la tiene más larga soy yo. O podemos unir fuerzas, afianzarnos en el territorio y luego extender nuestro imperio criminal a las comarcas cercanas. Y para que veas mi buena voluntad, un obsequio sin ningún compromiso.
El chanchito abrió un enorme refrigerador donde colgaban los cadáveres de sus dos hermanos y miró al lobo.
—Bueno, vos dirás.
“No cabe duda”, pensó el lobo, “realmente este es el chanchito práctico”
—Creo que este es el comienzo de una bella amistad— dijo.

La próxima batalla - Olga A. de Linares


Para Manuel los libros son un castillo con las puertas cerradas, un precipicio sin puentes, un planeta desconocido.
Mira las letras, esas prolijas huellas de hormiga, sin saber como otros pueden hallar su camino en ellas.
Pero se muere de ganas de encontrarlo él también.
Es… como un hambre. Distinta a la que tan bien ha conocido, pero casi igual de fuerte.
Suele entrar a la biblioteca del pueblo con pasos indecisos, furtivamente; como si no tuviera derecho a estar en ese sitio que se le hace tan ajeno, como temiendo que alguien descubra esa intromisión y lo eche; luego busca avergonzado, fingiendo que es para un nieto, algún libro de colores llamativos, de imágenes deslumbrantes.
Tal vez ellas puedan darle una clave, un indicio, algo que, tal vez, le devele el secreto de los signos inaccesibles. Pero el misterio permanece, se resiste…

Un día Manuel se mira las manos fuertes, gastadas, de quebracho añoso. ¡Cuántas batallas afrontaron! En muchas conocieron la derrota, en muchas fueron vencedoras…
Rastrea en el espejo al chico que supo ser hace ya tanto, ese chico oculto tras la máscara amasada por el tiempo.
Aún está ahí.
Lo reconoce en los ojos que, todavía, guardan imágenes de cerros, de ovejas pastoreadas, de cactus silenciosos, de matas ásperas azotadas por un viento inclemente. Días solitarios, días sin escuela, días barridos también por el viento de los años.
El niño y el hombre se saludan, se reencuentran, se abrazan, se confunden…
Entonces Manuel decide que ha llegado el tiempo de otra lucha.
Y, quizás, de otra victoria.
Esa misma tarde, con su paso lento, cruza las calles donde el sol ya se despide y, tímida pero decididamente, abre la puerta de la escuela para adultos.

Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com

sábado, 8 de octubre de 2011

Las sillas - Alejandro Hugo González


En mi living hay seis sillas. Una de ellas, irrevocablemente, acarrea la muerte de quien la ocupe.
El problema es que en esto no hay certezas: la condición letal transmigra día a día de una a otra silla. Nunca es posible saber exactamente cuáles serán las cinco inofensivas, cuál la que alivie de la existencia a un nuevo amigo.
Desde hace años he optado por ubicarme en un sofá. Mis amigos, escépticos o arriesgados, se sientan prolijamente en torno a la gran mesa y charlan mientras todos esperamos.
La muerte nunca es súbita; siempre es inevitable. Cuando uno de ellos empieza a transpirar, todos sabemos ya quién morirá. A veces la agonía dura algunos segundos; otras, un día entero.
Así hemos ido pasando nuestras vidas, disfrutando de esta costumbre inhabitual. El número de mis amistades, que solía ser casi ilimitado, ha ido mermando considerablemente con el tiempo.
Me produce una razonable desazón imaginar el día en que haya quedado solo y deba, por lo tanto, dar mi propio espectáculo ante mí: showman y espectador en uno solo. Pero más me preocupa una posibilidad: no acertar con la silla que me dará la muerte.
Y es mucho peor que la vida y que la muerte imaginarme girando hora tras hora en esa especie de infierno circular.

El aullido del diablo - Félix Esteves


La noche se detuvo. Se eternizaron las sombras y misteriosamente no salió más el sol. Una espesa niebla lo cubrió todo y ya no éramos capaces de reconocernos ni siquiera por la voz, porque la niebla era tan densa que había cambiado el desplazamiento del sonido, las ondas sonoras se desquebrajaban antes de llegar a su destino, la acústica no era la misma y todo sonaba igual. Aterrado por no ver a mis congéneres y por no reconocerles ni siquiera por sus voces, me dediqué a probar, a experimentar con el sonido del miedo... me apoderé como pude en aquella inmensa oscuridad de un punzón y empecé a clavarlo a todo lo que podía detectar que se moviera en las tinieblas. Entonces descubrí que los sonidos cambiaban, unos eran agudos alaridos, algunos eran susurros lastimosos como un llanto ahogado, otros ecos guturales, reverberaciones velares como los fonemas de la k y la g, ningún sonido del miedo y de terror se confundían , cada uno era distinto y entonces me pregunté que cómo sería mi voz frente al terror y la cercana muerte, empecé a preludiar y ensayar con mi cuerpo, el filo del punzón atravesó primero mis muslos, y no emití sonido alguno, la reacción muda acrecentó mi morbo y con frenesí, violento y placentero arrebato profane todo mi cuerpo... tendido en el piso aún sin emitir sonido alguno, ni siquiera el murmullo de un cansado suspiro salió de mi boca... repentinamente las tinieblas desaparecieron, en ese instante reconocí que había sido un instrumento del mal, entoces mi garganta expulso un grito de extremo temor y así descubrí muy tarde el aullido del Diablo.

jueves, 6 de octubre de 2011

Receta para leer un mensaje de texto dentro de una botella – Héctor Ranea


El primer problema es apagar el celular sin romper la botella. Se lo mira fijo, lo más fijo que se pueda, hasta que se apaga. Generalmente, esto ocurre cuando suena las veces estipuladas por su programa y/o sistema operativo. Luego viene la parte en que hay que entrar la opción de leer el mensaje sin romper la botella. Se lo mira fijo hasta que se empieza a hacer de noche. Una vez que es de noche, se rompe la botella porque nadie está mirando y se lee el mensaje. Casi siempre se trata de un chabón o chabona que no tenía otra cosa que hacer que mandar un celular flotando en una botella de ginebra o similar y no dice nada más que: Vení esta noche a casa que te espero con una buena cena y una escena erótica impresionante. Llamá al número indicado. Entonces lo atiende una voz sensual que dice: si llama por el celular de la botella presione 1; si llama por otro celular, presione 2. Uno aprieta el 1. La voz contesta: si llama por la cena erótica presione 1; si llama por un televisor pantalla plana, presione 2. Uno presiona el uno. Ahora la voz cambia y dice: si quiere una cena con varón, presione 1; si prefiere mujer el 2. Y uno meta apretar el dos y resulta que no anda. Y cuando va a tirar el celular al mar, aparece una persona y le dice: ¿Querías una cena con el varón de tus sueños? Y resulta que la voz es de varón. Entonces quiere uno salir corriendo y se encuentra con un cartel que dice: si quiere huir de esta situación embarazosa, meta el celular dentro de una botella de ginebra. Sale uno a comprar ginebra, se toma la botella y pone el celular dentro, pero tiene tanta ginebra encima que se duerme. A la mañana siguiente, un cartelito anuncia: ¡maravillosa noche, macho! Y uno se quiere morir, se mete dentro de la botella y se tira al mar. Fin de la receta.

Héctor Ranea

Obsesión: receta sencilla para escribir ficciones - María del Pilar Jorge


Busque una imagen, foto o escena inspiradora y obsérvela de manera fija y atenta. Es probable que una vez que la eligió, ya no le guste; pero le aviso que no hay vuelta atrás. Analícela: lamentablemente las figuras no hablan. Váyase a dormir e intente soñar con ella.
Cuando ni siquiera en estado alfa logre nada, deje de asaltar la heladera, apague la pc y huya de su casa. Practique yoga, relájese para que circule su energía, utilice posturas invertidas para que se le irrigue bien el cerebro, repita el mantra om con toda la potencia de sus pulmones, intente doblar las rodillas, brazos, cuello, y otras partes de su humanidad, pero no demasiado, no sea cosa que se quede duro en el intento. Después olvídese de la condenada ilustración, tome un buen libro y lea cosas como ésta: "La obsesión se construye... sólo se necesita de un acontecimiento que nos altere drásticamente la vida" o "La obsesión nos hace perder el sentido del tiempo, uno confunde pasado con remordimiento" (Prisión perpetua - Ricardo Piglia).
Probablemente descubra que algo comienza a fluir dentro de su cerebro. Igual no se confíe, porque aunque todo escritor en ciernes posee una buena dosis de "obsesión", acostumbra a perder el tiempo y los recuerdos del pasado suelen confundírsele. No sea vago, siéntese y escriba antes de que se le escapen las ideas: garrapatee algo, cualquier cosa, y si no se le ocurre nada, por lo menos invéntese una receta sencilla para escribir ficciones.

martes, 4 de octubre de 2011

Adán y Eva - Fernando Puga


Los árboles, los gorriones, las flores diminutas de la enredadera que se adivinan entre las ramas del ficus. El frío, el intenso frío, el frío polar a contramano del fuego que inunda la habitación. La ventana, el cielo, la luz irrefrenable del sol que asoma en los resquicios y baña la cara del amor entre las sábanas. Las manos, los labios, la curva sensual de las caderas. El movimiento de los cuerpos que despiertan, se estiran y vuelven a la carga. Una pausa, breve, apenas un instante. Ella se levanta, va hacia la ventana. A contraluz se recorta la figura desnuda. Pasean los ojos entre ramas, pájaros y flores hasta detenerse en la melodiosa calma de las nubes que demoran apenas los rayos de sol. Él la contempla y la sola imagen lo regresa al deseo, lo saca de la cama, lo abraza a esa espalda que se eriza y que es una playa en primavera salpicada por olas bravías que la extienden y la ondulan hasta dejarla serena, humedecida, pintada de blancura y de sudor.
Es el tercer día; al séptimo descansarán. Habrán creado un mundo nuevo que brotará en cuanto cese el último temblor.
Afuera, apocalipsis.

Un oficio - Helga Fernández


Antes de salir a la calle abrió el placard y descolgó de la percha, con cabeza de osito, el vestido que le había cosido su abuela. Ya se había cansado de esperar la ocasión apropiada para estrenarlo por lo que pensó: -Hoy es el día. Para confeccionarlo, su abuela la había subido arriba de un banquito de madera, contorneándole la silueta con alfileres de puntas nacaradas multicolor. Ella ya había visto esa tela, antes de reencontrarla en la vidriera de la retacería, apoyada en el curvoso cuerpo de una bailaora que se paseaba delante de unos hombres que tocaban y cantaban para ella arriba del tablao. Sin embargo cuando se lo puso no quedaba tan insinuante en su cuerpo recto. Pero, como no es cierto que la niñez carece de sensualidad, solucionó el problema ajustándose un cinturón dorado a la altura en la que después cabría la cintura hasta un poco antes de no poder respirar. Así, a fuerza de voluntad logró que esa parte de su cuerpo se plegara hacia adentro y se viera a simple vista, aunque más no sea, con ese único relieve.
Salió a la calle con la avidez de quien sale al escenario el día del estreno. La acompañaba un diminuto sobre del color del cinturón que abría y cerraba, con su mínimo repertorio de exquisitos gestos, para ver reflejada en el espejo de adentro la belleza que buscaba.
Cruzó la calle y caminó con gracia, junto a su madre, hacia la vinería. Cuando pisó esa cuadra, dos nenes que bien conocía y esperaba que estuvieran, la siguieron en bicicleta al tiempo en el que le dedicaron algunos piropos que, pese a lo intencional y preparado del encuentro, la pusieron colorada.
Volvió a su casa con la sensación de que el vestido rojo a lunares blancos había causado efecto y con la convicción de que la seducción pende de una apropiada representación que hace de la nada algo bello.
Tenía 9 años, no estaba jugando sino practicando un oficio.

Amistad era la de antes - Ricardo Giorno


—¡Guiraldez viejo y peludo, nomás!
El aludido deja de caminar y gira hacia quien lo interpela. Un momento de desconcierto para dar paso a la alegría.
—¡Benítez! Vos sos el chapa Benítez. ¿Qué hacé loco? Mil años sin verte.
Benítez: Viste vos cómo corre el tiempo. Che, ¿y tu vieja cómo anda? Mirá que cocinaba como los dioses.
Guiraldez: Murió hace cinco años.
Benítez: La pucha, disculpáme, pero siempre me acuerdo de ella.
Guiraldez: Che, ¿y Martita? Que bombón tu hermana.
Benítez: Ya es abuela, engordó como cien kilos, ahora es un bofe.
Guiraldez: que lo parió, cómo pasa el tiempo. Mi viejita vivió hasta los noventa, estaba guapa pero se cayó, se rompió la cadera y chau, no se levantó más.
Benítez: no sé por qué nunca te dio bola, y eso que vos le revoloteabas todo el tiempo. Me decía que te quería como un amigo. Más piantada mi hermana.
Guiraldez: y sí, mi vieja te invitaba seguido por que vos te morfabas todo y no le hacías cumplido a nada. Era una mina como las de antes.
Benítez: me acuerdo que un día se apareció con un fulano y dijo que era el novio. El tipo le llevaba como veinte años. Se casó a los piques y a los tres meses parió a Gracielita. ¿Vos llegaste a conocer a mi sobrina?
Guiraldez: No. Justo nos llegó la época de las vacas flacas y nos tuvimos que rajar para la provincia. ¿Seguís con el mismo laburo?
Benítez: Lo largué cuando me puse de novio con Silvia.
Guiraldez: ¿Con ese bagre?
Benítez: Sí, pero el padre era dueño de toda una manzana en el centro.
Guiraldez: Ya lo sé, pero igual le esquivé el bulto. A mí me gustaba Martita.
Benítez: Al principio fue duro. El viejo era un gallego hincha pelotas que quería que se hagan las cosas a su manera.
Guiraldez: ¿Ah, si? A mí me daba bola tu hermana, lo que pasa es que le gustaba la joda.
Benítez: Cuando nació Rodrigo, el gaita se ablandó y se dedicó más al nieto, así pude tener un poco de tranquilidad.
Guiraldez: Una vez fuimos a ver un recital de Los Inn, ¿te acordás que nos gustaban? Me la apoyé toda la noche y ella no le hizo asco a nada, ¿eh?
Benítez: Luego vino Candelaria. Le tuvimos que poner así en recuerdo a la abuela del gallego, ta que los parió
Guiraldez: Pero vos sos el hermano, che, hay cosas que mejor ni te cuento. A propósito, ¿seguís en el rioba?
Benítez: Sí, cuando me casé con Silvia me mudé a un chalé a dos cuadras, pero todo sigue igual.
Guiraldez: ¿Y el Chino Gotti?
Benítez: Murió en un enfrentamiento, hace mucho ya. Era jodido el Chino. A él también le gustaba Martita. Con Candelaria, el gaita comió de mi mano y ya pude hacer a mi antojo.
Guiraldez: Me acuerdo que una vez vino a morfar a lo de la vieja y le eché un frasco de laxante en el vino, de bronca que le tenía, nomás.
Benítez: Nos mudamos al chalé y la dejé a Silvia y a mi suegro al cuidado de los pibes mientras yo me rajaba.
Guiraldez: Estuvo como una semana sin aparecer por el barrio. Yo vivía en tu casa, Martita me atendía un fenómeno.
Benítez: Todas las noches cabarute y joda, que vidurria, mamita querida. Pero descuidé tanto a Silvia que un día me pidió el divorcio.
Guiraldez: Che, ¿dónde vive tu hermana? Dame el teléfono.
Benítez: No, viejo, hace como diez años que enviudó y se fue a vivir al sur con uno de los últimos hippies que quedaban. Me cagó con Silvia, ella le hacía compañía mientras yo salía de joda. Tuve que largar todo y hacer buena letra, ¿te imaginás yendo a laburar de nuevo? Pero bueno, después pude arreglar el estofado. ¡Cómo cocina tu vieja!
Guiraldez: Che, tenemos que juntarnos.
Benítez: Eso, nos llamamos y combinamos para alguna noche.
Guiraldez: Dale, me voy para tu casa y de paso la saludo a Martita.
Benítez: Pero si te dije como mil veces que Martita se fue al sur. Mirá, mejor dame tu dirección y me caigo a morfar esos canelones que hace tu vieja.
Guiraldez: ¿Sos boludo, vos? ¿Cuántas veces te tengo que decir que hace cinco años que murió mi vieja?
Benítez: Mejor lo dejamos para otra oportunidad.
Guiraldez: Tenés razón, venga un abrazo, hemano.
Los amigos se abrazan efusivamente y se despiden.
—Guiraldez viejo y peludo, un saludo a la vieja.
—Chapa querido, qué alegría haberte encontrado. Un beso a Martita, che.

domingo, 2 de octubre de 2011

Terapia despareja – Sergio Gaut vel Hartman


—No sé si lo que me ocurre justifica una terapia, licenciado, pero allá vamos. Lo único que me atrevo a narrarle es lo que sucedió, tal como sucedió. Todos sabemos que la tecnología se ha metido en nuestras vidas, hasta con prepotencia, que llegó para quedarse y modificar casi todo, ¿no? También estoy seguro de que vamos a estar de acuerdo en que el problema de la muerte fue siempre algo delicado. La ausencia… bueno, usted me entiende. Uno lamenta la partida de su esposa, o sus padres o sus hermanos, y no hablemos de los hijos, quiera Dios que eso nunca suceda. Pero ¿qué es lo que nos apena? Lo dicho: que ya no están entre nosotros, que la cosa que se corrompe en las tumbas, en los nichos, no es la persona que en otros tiempos amamos. ¿Me sigue? Veo que sí. Ir a visitar cadáveres no compensa, ¿verdad? Y ahí entra a tallar la tecnología. ¿Qué hicieron los genios del IRSE? Tuvieron en cuenta que lo que nos perturba es que nuestros muertos sean sacados de casa, puestos a pudrirse en un cementerio. ¿La solución? Supongo que usted la conoce, pero lo repito para no perder el hilo. ¿No es maravilloso tener a nuestros muertos queridos en casa, hablándonos con su voz, moviendo sus extremidades gracias a motores silenciosos, con su carne incorrupta gracias a los fluidos refrigerantes que circulan por las cañerías instaladas en sus cuerpos, bien conservados y sin hedor? Hay que agradecerle a la tecnología, ¿no coincide conmigo? Ahora bien: si usted y yo estamos de acuerdo en que esto es algo maravilloso, y si mi esposa consideró que era una gran idea traer a su mamá a vivir a casa, en especial porque yo prometí hacerme cargo de todos los gastos, ¿me puede explicar por qué ahora considera que soy un monstruo? Es cierto que borré las grabaciones alojadas en la teta de la vieja. Pero hasta ella admite que la voz chirriaba demasiado. ¿Qué culpa tengo de que los de IRSE pongan el disco y el reproductor en un lugar tan… delicado? En todo caso, no me parece justo que mi mujer quiera divorciarse por eso. ¿Atada? Y sí, até algunas veces a mi suegrita para que no se mueva tanto; a veces los motores se recalientan y empieza a mover la cabeza, los brazos y las piernas de un modo descontrolado, ¿qué iba a hacer? ¿Y qué tiene de malo que asperje desodorante ambiental? La vieja hiede un poco, salta a la vista, o a la nariz, mejor dicho, a pesar de que IRSE garantice lo contrario. Así que no me diga que no tengo derecho a tomar algunos recaudos, después de lo que me costó el asunto. ¿Un caso extremo de resiliencia? No sé de qué está hablando; no conozco esa palabra. ¿Ah, yo? ¿Yo soy el resiliente? No lo entiendo. ¿Usted y yo, ambos? ¿No me diga? Su suegra… ¡no le puedo creer que…! ¡Qué coincidencia!

Roberto - Agustina María Bazterrica


Tengo un conejo entre las piernas. Es negro. Yo le digo Roberto, pero se podría llamar Ignacio o inclusive Carla, pero le digo Roberto porque tiene forma de Roberto. Es lindo porque es peludo y duerme mucho. Le conté a mi amiga Isabel. Le dije: “Isa, hace poco me creció un conejo entre las piernas. ¿Vos también tenés uno?”. Fuimos al baño de la escuela y se sacó la bombacha. Pero no tenía nada. Ella me pidió que le muestre a Roberto, pero me dio vergüenza y le dije que no. Se enojó y me dijo que ella ya me había mostrado y que yo era  una tonta y que no me creía nada de nada. Ella también es una tonta. 
Ayer Isabel le contó al profesor de matemáticas lo que yo le había dicho de Roberto. El profesor se rió y me llamó para que habláramos. ¿Es verdad lo que me dice tu amiga Isabel? No. ¡Si es verdad, yo se lo vi! gritó la tonta. ¡Mi mamá me dijo que nadie puede tener un conejo entre las piernas! ¡Pero ella tiene un conejo negro! ¡Yo se lo vi profesor! Le dije que era una mentirosa porque yo no le mostré nada. Le grité que era una tonta y una mentirosa y que ya no quería ser su amiga. Isabel se puso a llorar. No me dio lástima porque ya no es más mi amiga. El profesor García se rió y le dijo a Isabel que se fuera a su casa que después él le iba a explicar algunas cosas. El señor García se sentó al lado mío y me dijo: “Sos muy linda. Isabel no sabe nada, vos no le hagas caso”. Me dio un beso y después me dio otro beso más. Me dijo que mañana después de clases quería ver mi conejito. Me dijo que lo quería ver para enseñarle a portarse bien. 
Lo esperé. Me dijo que lo acompañe al baño porque nadie tenía que enterarse de nuestro secreto. ¿Cómo se llama tu conejo? Roberto. ¡Qué nombre más raro para un conejo! ¿Lo puedo ver? Me da vergüenza. Se sentó al lado mío y me dio muchos besos y me dijo que yo era su alumna preferida y que era la más linda. Mostrámelo, sé buenita. Yo no le voy a contar a nadie. Me hablaba mucho y  me miraba, y no hablaba como cuando está en clase porque me miraba mucho  y me agarró las manos y me dijo que me levante la pollera. “Mostrame tu conejito Roberto” me dijo, pero yo le dije que no le gusta que le digan conejito porque ya creció y es grande. El señor García me sacó la bombacha mientras me daba besos en la cara y en el pelo y en la boca y me decía portate bien, nenita, que tu profesor te va a enseñar muchas cosas. El señor García se quedó quieto, con la boca abierta mirando a Roberto. El señor García se quedó tan quieto que pensé que estaba jugando a las estatuas. Roberto movió las orejas y le mostró los dientes. El señor García gritó y se fue corriendo. Roberto se volvió a dormir.

Agustina M. Bazterrica

Tomado del blog
www.agustinabazterrica.com

Speculum maleficorum - Héctor Ranea


Pensó ella ante el altar: "Venía leyendo de atrás y no entendía nada"
Él pensó mirando en alto: "La veo de atrás y es un libro abierto"
La iglesia tembló un poco, ciertas gárgolas regurgitaron un miasma color ámbar.
Él siguió pensando: "¿Qué tendrá a sus espaldas que puedo leerla? ¿Será la garota de Ipanema? Debo conseguir hablarle"
Ella continuó ante el altar, impertérrita ante el ulular de los querubines en celo: "Leo de atrás, ¡está todo al revés, di con la clave!"
Él se acercó coceando, los belfos con baba congelada. Ella lo sofrenó de una mirada girando la cabeza sobre sus goznes. Pero entonces leyó lo que estaba escrito en el altar, cayó decubito ventral ante el centauro y éste, al verla, se heló de miedo. Medusa yacía vestida de novia atorada por la lectura errónea de la crucifixión.
—¡Corten! —gritó Mel Gibson. Ya le estamos restituyendo la verdad cristiana a la mitología griega. Recen, aunque sea al revés, pero recen. Derramen sangre, que la verdad os hará dolorosas muestras de guiñapos sangrantes. Y nada más.
La iglesia no duró mucho más. Las gárgolas se la comieron y con ella, por suerte, engulleron la última película del famoso director.

Encuentro con Horacio Ojeda – Hernán Dardes


Me hubiese gustado toparme con Horacio Ojeda en mejores circunstancias. En la época en que invocar su nombre era suficiente para hacerse un lugar en aquel pobre barrio orillero en donde me tocó crecer. En los años en que mi padre hablaba de él con una reverencia formidable. Justamente mi padre, hombre de palabras escasas y gestos parcos. Tan frío a la hora de las emociones, pero de sangre caliente en las ardorosas tardes de bar, en donde lo defendía a fuerza de gritos y puñetazos sobre las mesas. Reverencia que en aquella parquedad nunca tuvo mucha explicación y que había sido transferida a fuerza de convicción y vehemencia.
Mi padre se ufanaba de haber sido anfitrión de Ojeda en dos oportunidades y nos repetía hasta el hartazgo que a la gratitud de ese hombre debíamos cada metro cuadrado que pisábamos. Junto con mi hermano Mariano nos maravillaba la atención de quienes lo oían cada vez que relataba aquellas lejanas dos visitas, entregando su atención como si se tratase del más atrapante de los cuentos. La manera en que se sobresaltaban al saber que estaban sentados en la misma silla en la que Don Horacio alguna vez reposó, y que el vaso generoso de licor bien podría haber saciado a ese hombre que los fascinaba.
Tal vez por mi edad me resultaba poco lógico encontrar el motivo por el cual se respetaba tanto a alguien del que pocos conocían su rostro. Pero sí tengo presente la manera en que mi madre corría a bajar el volumen de la radio cada vez que su nombre aparecía en alguna noticia, como protegiéndonos de alguna impensable desilusión. En algunas noches en las que el sueño resultaba difícil de conciliar discutíamos con mi hermano sobre él, suponiéndolo un héroe o el más feroz de los chacales. Y a la distancia reconozco que la figura heroica siempre me atrajo mucho más y a veces lo soñaba enmascarado, influido por las series en blanco y negro en las que encontraba refugio a la hora de la siesta.
En aquellos veranos ardorosos los niños jugábamos a ser Horacio Ojeda. Nos intercambiábamos los roles, y gozábamos infinitamente de ser, al menos por un par de horas, amo y señor en esos terraplenes. Cuando en el juego me tocaba a mí el papel principal, lo asumía con tanta responsabilidad que me agobiaba. No solamente había que demostrar destreza en la pelea e ingenio para ocupar la casa de piedra en ruinas en manos de mis amigos. También era imprescindible esa actitud, esa prestancia magnificente que le imaginábamos. Recuerdo cuando una vez haciendo su papel me desplomé trepando una roca; y lo que en otro momento hubiese sido motivo de jocosas carcajadas aquella vez significó el escarnio más severo. Mis amigos salieron de su escondite, y mientras me miraban como si hubiese cometido la peor de las herejías, volvieron a sus casas en silencio, con la imagen del héroe convertido en esa torpe caricatura en la que yo lo había transformado.
Con el paso del tiempo aquella imagen heroica fue desapareciendo, pero siempre se mantuvo la versión benefactora, la que motivaba a mi madre a invocarlo a la hora de encontrarle un trabajo para mi hermano. 
Si hablaras con Don Horacio… susurraba ella a los oídos de mi padre, prédica que él siempre rechazaba aduciendo peligro, mientras miraba a Mariano con ojos indulgentes.
Entre viajes y días recalados en otros pueblos y ciudades, el nombre de Ojeda fue desapareciendo poco a poco de mi vida, pero siempre retornaba a mis oídos en los visitas espaciadas. Los años me trajeron una versión de Horacio Ojeda mucho más empobrecida, pero siempre misteriosa. Rumores sobre fracasos, versiones sobre su muerte e incluso a veces aparecían historias sobre traiciones que mi padre se negó a creer y desmentía a los gritos desde su lecho de muerte.
Pero bastó que mi madre me ruegue que vuelva a instalarme en esa vieja casa de infancia para que su nombre comenzara nuevamente a atravesar mis días. Porque sin darme cuenta comencé a recorrer los mismos caminos que mi padre había transitado alguna vez. Poco a poco comprendí que en aquel poblado hacerse un lugar a la fuerza era indispensable para despertar al día siguiente y poder brasearse al sol exento de riesgos y libre de aquiescencias. Y el nombre de Horacio Ojeda mantenía su influjo caudillesco, pero ahora compartido con numerosos adalides con las mismas pretensiones e idénticos influjos. Fue en ese tiempo en donde mis recuerdos fueron puestos a prueba. Porque a medida que notaba que su fulgor se apagaba día a día, en mi fue creciendo un instinto casi paternal que supo ser motivo de severas reprimendas.
Y no me resultó fácil discernir en esa nueva vida la memoria intacta de mi niñez, con las exigencias de un presente que me trazaba caminos que cada vez me alejaban más de esos recuerdos mágicos y épicos. No era sencillo sentir la sombra de mi padre sobrevolando cada uno de mis actos, como si de su juicio dependiera el éxito en cada trifulca. Pero mucho me había enseñado aquella tarde del resbalón oprobioso, y en esa maraña entre los recuerdos y el hoy, no podía permitirme el favor de la duda.
Horacio Ojeda. Siempre soñé con tener con él mas no sea una charla de bar. Un encuentro cara a cara con el enigma. Me hubiese gustado participar en una sola de sus peleas. Integrar su banda y por una sola vez oír su voz de mando. Pero el destino no siempre cruza las vidas de la forma que uno imagina, y los caminos convergen en las formas más inesperadas. Y allí está él finalmente, dándome la espalda encorvado sobre la mesa de madera. Y aquí estoy yo, con los brazos tensos y las manos aferradas a mi fiel revolver. A punto de gatillar.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

Nunca lo ves – Ricardo Giorno


Susurrando al sangrante llamado, la mano cayó una y otra vez. Siguiendo al descargante impulso, la otra mano llevó el tibio premio a la sedienta boca. Bebí, bebí y bebí. Hasta embriagarme. Una vez satisfecho, me abracé con ahínco a los amados demonios. Fue un abrazo de alegría, entre camaradas que saben que han cumplido con el deber. Les mostré la obra. Me elogiaron con desinteresada intención. Al ver esos conocidos rostros, los invité a beber. No quedaba mucho. Mucho se había desperdiciado, pero me agradecieron. Eran amigos. Me acompañaron en las amargas horas de martirio, antes de mostrarme la ancestral sabiduría.
Quedé solo. La vida trastocada de golpe. El enorme peso, desplazado. La novel levedad atacando desde arriba. Pasé largas horas analizando la púrpura obra. Cuando los ignorantes párpados dijeron presente, hubo algo que desencajó sobre el resto: la mano tallada en piedra. En piedra gris. En la soledad gris en que las inútiles horas aguardan. La mano no tendría que estar en esta obra. La piedra gris no debía manchar el rojo compuesto. Levanté la roca. La grisácea mano me atrapó, muerta como estaba.
Corrientes de sobrenaturales voltajes circularon entre los tres componentes de la escena. Llamé a los amigos. Los maldije. Les grité. Los insulté. No dieron rastros de vida. La mano de piedra gris comenzó a reptar. Lento. Atenazándome los huesos con el calor de la fría roca. Gris. Caí de rodillas. De rodillas ante la obra. La mano me apretó el cuello. El cuello respiró oscuridad frente a ella. Caí. No fui leve. Caí. No sentía nada. Caí. La cabeza golpeó el suelo. Por fin la mano dejó de apretarme. Giré mirando al techo, y no había techo. Estaban ellos, los demonios, los amigos. Me llamaron. Fui.
Al girar hacia abajo me veo con los dedos tejidos en el cuello. Frente a la obra. La mano de piedra gris, por fin cubierta de escarlata manta.

Linyeras - Fernando Andrés Puga


Cuando recibieron la noticia, entristecieron. El mensaje del trueno divino no dejaba dudas: debían abandonar ese jardín en el que habían sido felices, inocentes, ignorantes de la existencia de otros sabores que no fueran la dulzura. No era mucho el equipaje. Apenas un par de taparrabos y algunos frutos recogidos de esos queridos árboles que les dieron cobijo desde el primer día de sus vidas.
Se fueron en silencio, cabizbajos. Desde entonces vagaron por campos, desiertos, montañas, soledades, llevando un secreto en la memoria: el recuerdo de aquel jardín que a veces por las noches los despierta con cantos melodiosos de alondras y jilgueros, con brisas que les traen aromas embriagantes, con cálidas burbujas de aguas de manantial.
Eva y Adán tuvieron muchos hijos. Todos en busca de un hogar desde hace tiempo. Soy uno de ellos. Duermo en un tinglado que hay junto a las vías. A veces como bien. A veces algún niño me sonríe.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Ausencia – Hernán Dardes


Esa mañana amaneció así, abrazada a la sábana, envuelta sobre sí misma y con los puños tensos aferrándose a uno de los bordes del manto. El silencioso despertador sobre su mesa de luz le recordó los beneficios de los días feriados. Se desperezó lentamente, mientras colándose por las hendijas de la ventana, tenues rayos de sol dibujaban un pentagrama sobre el respaldo del robusto sillón de cuero. Tras un último bostezo se incorporó, se calzó las pantuflas rosas y cerrándose el camisón cruzando sus brazos al frente, salió del dormitorio.
En la cocina la sutil claridad la invitó a obviar las luces; ni siquiera intentó abrir las ventanas. Encendió la hornalla. Buscó la pava, la llenó de agua y la colocó sobre la azul llama que parecía estar reclamándola. Abrió el aparador y el avasallante aroma del café le ahorró la decisión y le impuso el desayuno. Bajó entonces el frasco con el café y junto a él, el del azúcar. Hurgó luego en la bolsa del pan y eligió minuciosamente una de las flautas. Finalmente se decidió, y sobre el aún frío mármol de la mesada, la rebanó en rodajas medianas. Muy finas se queman, demasiado anchas no llegan a ser crocantes, solía repetir a quién pudiese, refiriéndose al pan tostado como un arte supremo. Encendió otra hornalla al mínimo, y puso a calentar el tostador. El agudo zumbido del vapor le recordó retirar el agua del fuego. En la heladera la esperaba un frasco de mermelada y un pan de manteca al que situó cercano al fuego para ablandarlo. Ni bien lo hizo, se dirigió al baño.
Apresuradamente orinó, lavo sus dientes, y con abundante agua tibia terminó por despejar su vista de la espesa huella de la noche. Sólo se tomo algo de tiempo para, frente al espejo brillante, revisar su rostro con cierta resignación. En la cocina el calor que se desprendía del tostador reveló que ya estaba a punto. Acomodó con cuidado las rodajas de pan, y en dos tandas colmó un plato de tostadas. Buscó dos tazas, y sobre un filtro acomodado prolijamente en un embudo, descargó buena parte del café. Acercó una vez más la pava al fuego. En apenas un instante la retiró y la volcó sobre el café. Por un momento cerró los ojos y aspiró el intenso aroma que de allí se desprendió. Suspendió el procedimiento, abrió los ojos y suspiró profundamente.
Continuó sirviendo el café intercambiando el colador de una taza a otra; de manera alternada llevando una paridad casi perfecta como si se tratase ésta de una condición indispensable para el éxito del preparado. Retiró el embudo con sumo cuidado y agregó dos colmadas cucharadas de azúcar a cada taza. Las revolvió pausadamente procurando no golpear los bordes de las tazas para no hacer ruido. Abrió el pan de manteca, untó varias de las tostadas y limpió el cuchillo. Con la mermelada cubrió el resto de las tostadas, y en una ("solo una, no más") mezcló el dulce con la manteca.
Sobre una desgastada bandeja de madera, acomodó con prolijidad las dos tazas, el plato y dos servilletas de papel. Despacio caminó hasta el dormitorio y ayudándose con la rodilla abrió la puerta. Apoyó la bandeja sobre la cama mientras unas gotas de café que se derramaron sobre las servilletas se transformaban rápidamente en gruesas manchas oscuras. Se sentó en el sillón de cuero negro y tomó la primera de las tostadas con manteca, a la que mordió con fuerza. Atrajo una de las tazas y probó con un breve sorbo. Y así, en esa lenta rutina de punzante silencio a medialuz, ofreció su desayuno. Porque a pesar de la cama vacía, de la abultada almohada en el lado derecho y el velador apagado a su frente, ella sabía que en esas sábanas retorcidas, en el intenso aroma del café y en esas crujientes tostadas rebalsadas de dulce, él aún estaba allí.

Sobre el autor: Hernán Dardes

Entenado – Sergio Gaut vel Hartman


—¿Cómo que soy adoptado? ¿Esperaron cuarenta y nueve años para decírmelo?
—Era una situación delicada —dijo el padre retorciéndose las manos—. Y eso no es todo.
—¿No es todo? ¿Y qué más hay?
—Hay más —dijo la madre—: no sos humano; sos un androide.
—¿Cómo? ¿Qué significa eso?
—Significa —dijo el padre— que nos estamos poniendo viejos y ya no tenemos paciencia para soportar a un vago insulso que se pasa todo el santo día jugando con la computadora. Uno que no trabaja, que no tiene intenciones de armar un hogar, que no es capaz de sentir afecto...
—Significa —dijo la madre— que hemos madurado, que ya pasó el tiempo de jugar al hogar feliz con un hijo artificial.
—¿Entonces?
—Entonces —dijeron la madre y el padre a dúo— es hora de que te vayas por donde viniste. —El padre contempló un bello reloj de pie que marcaba las cinco en punto de la tarde y agregó—: el señor Dick, tu creador, lo más parecido a un progenitor que uno como vos podría haber tenido, está a punto de llegar.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

El remate - Javier López


El hombre con la cara llena de cicatrices llamó a la puerta.
El escritor le abrió, algo inquieto ante el aspecto del individuo con el que había contactado días antes, mediante un anuncio en el periódico y una conversación telefónica. Pero no había duda de que era él. No esperaba a nadie más, y había llegado a la hora acordada.
—¿Dónde hago el trabajo? —dijo con un acento que le pareció extranjero.
—Está... está ahí, en mi habitación. Pero ahora mi mujer descansa y...
—Eso no tiene nada que ver. Mejor así, si duerme.
El asesino entró sin más preámbulos en la habitación, sacó una 9 mm. de debajo de la chaqueta y le descerrajó dos disparos a la mujer que yacía en la cama.
—Ahora está gravemente herida —y un tercer disparo en la sién la remató—. Y ahora, muerta.
—¿Pero... pero qué hace, malnacido, asesino, bestia?
—Usted me contrató para que la rematara, y eso he hecho. Así que págueme si no quiere tener problemas.
—¡Canalla! Era mi novela la que tenía que rematar, que está ahí sobre el escritorio. ¡Ha matado a mi mujer! Voy a llamar a la...
—¡Càllese! Novela, morena... ¡Qué sé yo! Estos móviles se escuchan fatal. Me contrató para rematarla y eso hice. Y déme ya la pasta, que me estoy poniendo nervioso...

Sobre el autor: Javier López

Preludio - Armando Azeglio



Fantaseaba con el encuentro de su cuerpo desnudo detrás de una ropa interior en tela camuflada, como la que usan los soldados. La imaginaba en un estudio fotográfico. Dentro de un cubo de acrílico transparente y enamorada de mí. La imaginaba presa de una furia animal similar a la de los caballos desbocados. Queriendo escapar. Nos imaginaba en medio a un furor que fungiera de puente, de salmodia, de alabanza a ese impuso vital que los comunes mortales suelen llamar sexo. Conjeturaba un poder capaz de trasformar un simple zapallo en una carroza mágica. Me figuré su consejero, su crítico enojado, su dulce mentor. No entendía el significado y la influencia de todo eso en mi vida, ni pretendía hacerlo. Entré a la habitación; detecté un rastro de miedo en su voz cuando pronunció aquellas tres palabras que se abrían paso entre la aceptación y el rechazo.
—Antes de hacerlo —dijo—, tenés que pagarme.
Dinero. Sentí pena de mi mismo. Pensé en Van Gogh y en aquella, su famosa oreja amputada.

Sobre el autor: Armando Azeglio

El agujero negro - Andrés Terzaghi



En mi adolescencia tuve un amigo cuya madre (que gozaba de ciertos privilegios bioestéticos) tenía en su poder un agujero negro. Ella trabajaba como costurera y dio su mal paso cuando, por culpa de la miserable paga no pudo comprarse el práctico sostén para sus agujas, de modo que tuvo que ingeniarse uno hecho con un recorte de tela negra y lo rellenó con un pedazo de espuma de poliuretano extraída de su propia almohada lo cual le causó en lo sucesivo, tortícolis, insomnio, lucubraciones y molestos pedidos conyugales a su marido. No satisfecho el honor marital, constantemente sofrenadas las minucias de dulces mimos e íntimos acercamientos por la áspera negativa del macho y, teniendo siempre presente el diario sacrificio que ella debía enfrentar para mantener a la familia, fue acumulando amantes, muchos y variopintos, furtivos deslices placenteros pero no menos justificables.
Sin embargo, este no es el tema en cuestión.
Mi amigo un día me llevó a conocer su casa. Yo muy en el fondo albergaba la ilusión de conocer metódicamente el femenino aparato genitor del cual había aflorado a este insólito mundo compuesto por sólitas superficialidades, pero me contuve en comunicárselo, no quería desanimarlo en su rol de hijo o acaso ello representaba un halago, jamás lo sabré.
Me hizo pasar al taller de costura. Desafortunadamente la ausencia de su madre enquició mi moral y transparente sentimiento de camaradería.
Llamó mi atención verlo colocando objetos debajo de una pila de cosas de todo tipo: libros, revistas, una lata de durazno vacía, ollas, cajones, etc. cuidadosamente levantó la pila y puso un cuadro sobre el cual la apoyó procurando que no se derrumbara. Coronando la totémica trastería estaba el agujero negro de su madre. A los pocos segundos vi cómo lo que tocaba inmediatamente al agujero desaparecía cayendo sobre el siguiente objeto, tragándose poco a poco la pila de cosas, razón que explicaba el continuo accionar de mi amigo en su entusiasta reposición. Al momento comprendí por qué su casa estaba algo vacía, el agujero negro estaba tragándose todas las cosas. La provisión de objetos debía ser celosamente sostenida. Si por accidente el agujero negro caía y tocaba el piso, posiblemente su casa se convertiría en un hoyo tenebroso lo cual no significaba demasiada diferencia con respecto su estado actual.
Comenzaba a faltarme el aire. Él me explicó (un poco enfadado por mi torpeza y quisquillosidad) que era completamente natural. El agujero se tragaba el aire, por lo tanto era necesario tener la casa ventilada, ventanas y puertas bien abiertas por donde pasaban: el aire, la luz y los amantes de su progenitora.
En lo que atañe a la luz, su caprichoso comportamiento semejaba al de una diáfana corriente de agua dirigiéndose hacia el centro del agujero, como abismándose en ese oscuro y esponjoso embudo.
Decepcionado por la ausencia materna y por esa rareza decidí regresar a mi casa; la diestra imaginación me ayudaría a concretar virtualmente lo no realizado.
Al año volví a ser invitado por mi amigo. La casa, esta vez, ostentaba su normal mobiliario, los típicos productos del consumismo estúpido que debe a la común salud de los ciudadanos que se dignan en creerse incluidos en el círculo de la economía; la luz y el aire se repartían armónicamente en el espacio llenando la atmósfera familiar de una sutil impresión de progreso, bienestar y deseos atendidos.
No esperé demasiado en preguntarle a qué se debía el cambio. Me contó que su madre había hecho otro agujero pero con tela blanca. El flamante agujero blanco comenzó a devolver todas las cosas que el otro (el agujero negro) había absorbido, incluso, el agujero negro había desaparecido absorbiéndose en sí mismo y reaparecido saliendo por el agujero blanco. Entonces le pregunté qué hicieron con este último. Como era indestructible y además no servía para clavar en él las agujas y alfileres puesto que hacía desaparecer todo lo que lo tocara, mi madre lo donó a la ciencia.
No satisfecho del todo giré la interpelación hacia el otro objeto en cuestión, el agujero blanco. Me dijo que no lo puede usar porque cuando lo hace, la aguja se desclava y cae. No sirve para la costurería. Aunque esto no significa nada porque el agujero blanco ha abastecido de muchas cosas a la familia, beneficios materiales que el trabajo textil no cumple.

Veinte alumnos - Arantza Ruiz de Mendarozqueta



Me levanto pesadamente del suelo y me arrodillo sobre los rasposos ladrillos que lo forman. Mis manos, cubiertas de lodo y el resto de mis brazos, frotados y sucios. Pero no soy el único encerrado en aquella húmeda y oscura jaula, porque otros diecinueve niños se encuentran también allí. Nos miramos las caras, aterrorizados. De repente, se empiezan a oír pasos acercándose a la jaula. Todos escondemos el rostro entre las manos y contenemos la respiración. Sabemos quién nos va a venir a visitar, y tenemos miedo. Es el que maneja nuestro destino. Los pasos se acercan cada vez más. A continuación, una puerta rechina y se cierra fuertemente tras nosotros. Un hombre ríe por lo bajo y escupe el suelo. Cierro los ojos y deseo con todas mis fuerzas que el Oficial no decida llevarme a mí. Pero, repentinamente y a pesar de mis deseos, el hombre comienza a tirar de mi camiseta sucia para que me ponga de pie y lo acompañe. Le obedezco. A continuación, susurra unas palabras en mi oído…
—… los Trópicos y los Círculos Polares. Usted, Florencia, ¿podría explicarme de qué trata este texto?
Un escalofrío recorre mi cuerpo y activa el regreso de mi atención. El profesor de Geografía ha finalizado la lectura y ha comenzado a hacer preguntas. Mejor leo algo del texto por las dudas me pregunte a mí.

El tiempo es un capricho que nos imponemos – Ricardo Germán Giorno


La encontró de improviso, no la buscaba.
—¿Dónde vas? —dijo el gato.
—A casa de mamá —dijo ella—. Hace mucho que no la veo. Me exige, me exige, y no se da cuenta de que yo también soy vieja, que me cuesta salir de mi casa.
—Te llevo —dijo el gato mirando la hora en el celular—. Tengo tiempo. Paso a buscar a mi esposa a las diecisiete.
—¿En serio? —ella lo abrazó y le dio un beso en la mejilla—. Qué lindo que sos, gatito.
En Nazca y Jonte, subieron al Fiat Punto de él, y enfilaron para Juan B. Justo. El tránsito caótico de la Buenos Aires moderna los atrapó.
—En esta avenida siempre el mismo quilombo —dijo ella.
El gato la miró: no había cambiado mucho. Le dio cosa no poder verle el pelo lacio, castaño brillante de antaño. Y el vaquero le escondía aquellas rodillas que a él tanto le gustaban.
De pronto, la cantidad de autos disminuyó.
—Che —dijo ella—, no me acuerdo de que Juan B. Justo mantenga el empedrado.
—Tenés razón, había empedrado en la época en que éramos novios. ¡Uy, mirá un Gordini! Y que bien mantenido, parece nuevo. Siglos sin ver uno.
Empezaron a toparse con autos que se fabricaban en su juventud. ¡Un Di Tela! —decía él— ¡Un Rambler! —señalaba ella.
La palanca de cambios se mudó al volante. El gato se miró: vestía un Lee gastado, mocasines doble suela de Los Angelitos, una Lacoste y, lo mejor de todo, la panza había volado.
Se atrevió a mirarla: un enterizo de corderoy con minifalda infartante, mocasines de Guido, aquel pelo castaño brillante en una melena con vida propia. La eterna sonrisa, el rojo atado de jockey en la mano y esas rodillas amadas, rematando los muslos firmes, diferentes a otros muslos, pero perfectos para el gato.
Liberada del cinturón de seguridad, ella se recostó contra el hombro de él. Y él se acordó de la primera vez: todavía no eran novios, se había armado un bailongo de improviso, y alguien puso Here, thehere and everywhere. Él la sacó. La abrazó, entonces ella cerró los ojos, apoyó la cabeza en el hombro de él, y flotaron acunados por Paul.
La ciudad se hizo más baja, los duplex desaparecieron. El gato manejaba una vez más aquel milquinientos de su padre.
¿Qué decir en ese momento? Él dejó que ella hablara, subyugado por la energía de la magia que los envolvía. Paralizado por la experiencia de volver a vivir un amor que había superado cuarenta años.
¿Era verdad todo esto? ¡Y qué carajo le importaba! Sólo sabía que sucedía y de que era maravilloso.
Por fin llegaron a Salguero y Güemes: la casa de la madre de ella. El barrio se le presentó igual a aquellos años.
—¿Qué fecha es hoy? —dijo él.
Ella dejó de sonreir.
—Once de diciembre de mil novecientos sesenta y ocho —dijo, los ojos abiertos, como expectantes.
—Ah, entonces es el día que debo preguntarte algo.
—¿Qué? —Ella le acarició la cara— ¿Qué querés preguntarme?
¿Qué decirle? El gato se sentía de nuevo un adolescente. Las mismas mariposas en el estómago antes de tirársele a una mina. Aunque la que tenía enfrente no era cualquier mina, no señor.
—¿Querés ser mi novia? —dijo por fin, avergonzado de ser tan pelotudo.
La sonrisa de ella volvió.
—Sí —y le dio un tierno beso en los labios—. Para mí nunca nos peleamos, ¿Sabés, gato? Sólo dejamos de estar uno al lado del otro.
—Es cierto, yo…
Ella le apoyó un dedo en la boca, para callarlo.
—Aún sin vernos, aún lejos, aún con otras parejas, siempre que escuchaba a Los Beatles, era tu novia, gato.
Se bajó y cerró la puerta.
Quedó pensativa.
Abrió la puerta. Entró, apoyó la rodilla en el asiento, y le dio otro beso, aún más tierno que el anterior.
Cerró la puerta.
El gato sintió un sacudón, cerró los ojos.
Cuando los abrió, ella pasaba delante del auto. El pelo rubio recogido en una graciosa colita de caballo. Los vaqueros ajustados, el andar elegante. Se dio vuelta antes de entrar a la casa y le envió un beso.
A él se le encendió el pecho en una llamarada renovadora, única, tan única como ella. Como ahora estaba ella.
El gato puso primera, gozosamente otra vez en el dos mil nueve.
Antes de doblar por Güemes se dio cuenta de que el viaje en el tiempo era posible. No se necesitaban costosas maquinarias, ni energías increíbles, ni ridículas teorías. Sólo bastaban dos corazones latiendo al unísono.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

El fin del mundo revisitado – Sergio Gaut vel Hartman


El sacerdote maya sonrió socarronamente. —Así que el Cordero —dijo—, es el único que puede abrir uno a uno los sellos de un libro inaccesible para todos los demás.
—En efecto —aceptó el gigantón que había pedido la entrevista—. Eso dicen los cristianos.
—Bien; comeré guiso de cordero. ¿Los cuatro primeros sellos originan a los jinetes del Apocalipsis y los sellos cinco y seis originan cataclismos?
—Exacto.
—¡Ridículo! Esta gente no tiene noción de lo que es un verdadero show. Entre el sexto sello y el séptimo renace la esperanza con la promesa de que ciento cuarenta y cuatro mil serán los elegidos. Suenan las trompetas, etcétera, etcétera y el libro concluye con la visión final de la Nueva Jerusalém. ¡Estupideces!
—¿Tiene una versión mejor?
—¡Claro! Nosotros sostenemos que el cosmos está compuesto por trece cielos en capas, superpuestos y cada uno de ellos está presidido por un dios llamado Oxlahuntikú. Bajo la tierra hay otros nueve cielos, también en capas, controlados por los dioses llamados Bolontikú. Sabemos que el 21 de diciembre de 2012, cuando finalice el decimotercer ciclo B'ak'tun en la cuenta larga del calendario maya, tendrá lugar un cambio importante en el orden mundial, el fin del mundo, tal como lo conocemos.
—Interesante. ¿Y qué tal si le digo que dos días antes se producirá el Ragnarök, la batalla del fin del mundo?
—¿No me diga? ¿Y quienes se enfrentarán en esa batalla?
—Esta batalla será entre los Æsir, o Ases, liderados por Odín, y los jotuns liderados por Loki. No sólo los dioses, gigantes, y monstruos perecerán en esta conflagración apocalíptica, sino que fenecerá la especie humana y casi todo en el universo será destruido.
De pronto se oyó el golpe de unos nudillos en la puerta y un fantasmal personaje, ataviado con un largo lienzo blanco, ingresó a la sala.
—Soy Mahomed Ibn Shaprud Kemal Abdel a-Lamin. Vengo a informarles que los islámicos tenemos una versión levemente diferente de estos asuntos, y les garantizo que prevalecerá sobre las de ustedes.
El sacerdote maya y el chamán vikingo contemplaron perplejos al recién llegado. —¿Cómo es eso? —preguntaron al unísono.
—Al Mahdi, El Elegido, vencerá a Al Dachal, El Mal en Persona, dando lugar a una época de esplendor, una edad dorada similar a los mil años de paz que proclama la fe cristiana y señala el Apocalipsis, pero de verdad, no como metáfora. Las masas, subestimadas y dominadas, tomarán el poder mundial y controlarán las riquezas. La justicia será respetada, los caminos se volverán seguros y las bendiciones se derramarán sobre el planeta. Los árboles darán abundantes frutos y la atmósfera de la Tierra será fragante, luego de que Alá le revele los tesoros de la Tierra a los seguidores del Islam. Todo esto sucederá cuando ustedes no sean más que polvo olvidado.
El musulmán quedó en silencio, disfrutando la incapacidad de los otros para refutar sus palabras. Ese fue el momento aprovechado por un personaje que había permanecido en silencio, hundido en un sillón y sosteniendo un habano en una mano y una copa de brandy en la otra.
—¡Chiquillos, chiquillos! ¿Acaso imaginan que el Padre Celestial, mi jefe, iba a pasar por alto esos detalles? ¿Creen que armamos todo este proyecto para que se venga abajo porque ustedes son unos ineptos? Nononó. Fantaseen todo lo que quieran; el mundo no se termina.
—¿Quién es usted? —gritaron el maya, el vikingo y el musulmán.
—¿Yo? Yo soy Salomón Vendersky, un comerciante de Corrientes y Pasteur, pero como el negocio no iba muy bien me ofrecí —y fui aceptado— para llevar aquí abajo algunos asuntos de arriba —concluyó señalando el techo.

El hombre imaginado - Guillermo Fernando Rossini


Sentada en el jardín, con una taza de té en la mano, mira cómo el sol empieza a dibujar formas en el aire fresco de la mañana. Ella también está dibujando: el bosquejo del hombre perfecto para su corazón incompleto. Los trazos iniciales son necesidades corporizadas, idealización de caracteres y rasgos; no hay todavía un aspecto físico del engendro. No tiene en mente un rostro definido para agregarle, sólo un borroso e indefinido collage de caras imaginadas. Poco a poco, va incorporando virtudes y defectos de amigos y amores pasados: todo se acopla perfectamente y el bálsamo está cada vez más cerca de emulsionar. Se entrega al juego (tal vez necesario en una soledad prolongada) y descubre que el sol ya pasó la altura de los pinos y que dejó de dibujar con sus rayos.
La atmósfera del parque es un poco más cálida ahora y la mujer bebe su té despacio, cierra los ojos y su engendro aparece en la oscuridad de sus párpados. Se ve a sí misma caminando junto a él y también ve cómo entran a un departamento oscuro, cómo la noche se estira hasta la mañana, cómo se prolonga incansablemente el placer de los amantes.
Abre los ojos y el ensueño deja paso a una sospecha feroz: recuerda la frialdad del otro lado de la cama, la falta de perfume de piel, de un ronquido suave. El fantasma inventado, entonces, se esfuma de su cabeza y se despedaza en las sombras, volviendo cada parte a su origen real.
Yo, hombre, amigo, amante imposible, me levanto de la cama y siento que mi desaparición es inexorable: el corredor que lleva hasta el baño está inmerso en una bruma extraña. Otra vez la certeza de haber sido construido por un corazón solitario. Igual, siento la necesidad de ir hacia el lugar de la evanescencia total (que puede ser no más allá de la puerta del oscuro departamento). Camino y el espejo me devuelve una imagen borrosa, un rostro apenas definido; llego a la cocina perdiendo pedazos de memoria en el trayecto. Me aferro a mis recuerdos porque son la única manera de no olvidar quién soy, de percibirme real, pero la tarea me resulta imposible. En la mesa, que parece flotar en el aire, hay una taza de té humeante. Ya no veo mis brazos ni mis piernas, pero llego hasta el borde de la taza e intento ver mi reflejo en el líquido oscuro: no veo imagen alguna, pero ese mar caliente se agranda cada vez más y me absorbe.
La mujer se levanta y apoya la taza a medio tomar en el piso. Dubitativa, siente que tiene que comprobar algo en su dormitorio. No se acuerda bien de su corazón vacío. Golpea la taza con el pie y ésta se despedaza: mira los restos esparcidos con cierta preocupación, pero no le da demasiada importancia. Develar el secreto del hombre real o imaginario es más importante que recoger pedazos de una taza rota. Entra en la casa cuando el sol está bien alto; no hay demasiadas sombras alrededor.
No sé bien dónde estoy, pero una nueva soledad empieza a dibujarme de nuevo. Ya no estoy en la mañana fresca de un jardín ni en los pedazos de una taza de té destrozada. Descubrí que mi muerte es el olvido. Y mi renacer es la soledad.
El sol se escapa y las sombras son cada vez más largas. En el jardín de una casa de las afueras de la ciudad, se escucha el llanto de una mujer.
Parece provenir de una habitación.

Pizarro, el vampiro – Luciano Doti


Conforme avanzaba por esos países vírgenes de presencia aria, su corazón se iba convenciendo de que su destino lo llamaba; de que un futuro grandioso y diferente a todo lo que hubiera imaginado hasta entonces lo aguardaba tras esas montañas. Por eso no dudó en invertir sus haciendas en la aventura, porque estaba convencido de que nada de lo que pudiera pasar sería contrario a lo que tenía que pasar. Enfrentaría lo que tuviera que enfrentar, y moriría cuando tuviera que morir. O no, quizás no moriría nunca. Éste era un pensamiento omnipotente, excesivamente pretencioso, pero el aire del lugar le había proporcionado un influjo vital tan poderoso, que la idea le parecia posible. Nada lo detendría.
Al ver que se trataba de un imperio lo que se abocaba a conquistar ordenó preparar todo meticulosamente, con la precisión que tal tarea requería, pero sin miedo; algo en su interior le decía que triunfarían, dado que ese adelantado lo lideraba él, y él vencería.
Las leyendas de Europa central sobre las maneras de convertirse en vampiro invocan una que se ajusta sobradamente a este caso: un hombre que en vida cometió gran cantidad de asesinatos, segando vidas inocentes, y que luego el mismo muere violentamente, está llamado a convertirse en un no muerto. No siempre, pero sí son altas sus posibilidades.
Francisco Pizarro había nacido en un hogar de clase media de la época, pero como hijo natural de un hidalgo; o sea de concepción pecaminosa según las estrictas normas católicas de entonces. Sin embargo, logró ingresar en la Armada española y obtener una posición, en parte ayudado por su primo segundo, Hernán Cortés, conquistador de México.
Divide y reinarás, dice un refrán latino, y Pizarro se enfrentó a la facción incaica de Atahualpa, el Inca, con la ayuda de uno de los hermanos de éste. Luego pagó ese favor contrayendo matrimonio con una de sus hijas, a la cual cristianizaron bajo el nombre de Inés. Pero el cristianismo nunca fue total, si aún hoy no lo es del todo en Sudamérica, mucho menos lo era en el siglo XVI. En secreto, Pizarro bebió sangre de sus enemigos para fortalecerce, lo hizo al mismo tiempo que invocaba la protección de dioses andinos, pretendiendo que por estar en su geográfia estos lo ayudaran. Habrá sido con la ayuda de esos dioses, o no; pero logró consolidar su poder en el antiguo imperio del Tawantinsuyo. En público se aseguraba que la Fe católica no tuviera competencia; en privado, su esposa Inés lo sumergía en un bacanal de lujuria y paganismo. Ese sincretismo cristiano-pagano fue su perdición o su ascención a otro estadío.
A los rituales andinos y la lujuria desenfrenada se sumó la codicia. Almagro, uno de sus oficiales, quiso su tajada, desmesurada a su criterio. Pizarro no estaba dispuesto a compartir tamaña porción del botín con un hombre rudo y analfabeto. Se enfrentarón y triunfó Pizarro; su instinto no fallaba, se había vuelto imbatible. Esa noche, mientras celebraba la victoria, Pizarro no dudó cuando la idea de tornarse inmortal le atravesó una vez más la mente. No lo entendió así el hijo de Almagro, que reagrupó las tropas de su padre y terminó dándole "muerte" al líder, con una estocada en el cuello.
Pizarro no se había equivocado cuando juzgó que la muerte verdadera no podría alcanzarlo. Había nacido fuera de las normas eclesiales y practicado el paganismo, había derramado la sangre de mucha gente inocente y había "muerto" como humano de manera violenta. Su alma no se elevó, y su corazón siguió latiendo lentamente, con el ritmo cansino de un cuerpo que está condenado a penar por el mundo, vagando en busca de esa sangre que ya no derramaría, sino que bebería hasta la última gota.
A partir de entonces, la tradición oral lo relata en diferentes partes de América: la Buenos Aires de Rosas, la Nueva Orleans decimonónica tardía y quién sabe dónde más... Ninguna de esas leyendas narra su muerte definitiva.

Acerca del autor: Luciano Doti

Días de berzas y azares - Juan Antonio Fernández Madrigal


Ante las berzas, el corazón del soldado presto a caer roto frente al abismo. Ante la semilla que no explota, el corazón del soldado dispuesto a absorber la onda expansiva sin perder la compostura. Ante las berzas, el soldado descompuesto.
La Reina espera en su Torre de piedra, sola, sola ahora, y muestra la frialdad cardíaca que la caracteriza mientras el soldado se acerca a preguntarle por qué. El soldado que una vez ya se acercó y fue despachado con burdas misivas, incomprensible, vuelve, quiere él por poco tiempo, a probar la fuerza de su armadura contra el plato de berzas repleto.
El Rey hace su movimiento.
La Reina espera y no dice nada, pues es siempre el Soldado el que dice nada y todo y eso no cambiará.
Pero el soldado ha cambiado y la Reina quizás sí o quizás no o quizás no importe, aunque seguramente da igual. El soldado se acerca a la Torre, pero al menos cabe pensar que sus motivos son tan secretos que sería mejor no descifrarlos.
El Rey se acerca.
Cuando el corazón cayó roto, mucho cayó roto, no sólo el corazón. Ahora el camino se ha alargado detrás del soldado, repleto de encrucijadas, ataques, evasivas, estrategias sor-teadas, y el soldado ya no piensa en la Torre, sino en otra torre de un material más blanco, y entonces, os preguntaréis, ¿cuál es el porqué del soldado?
El porqué del soldado es muy simple: tiene que ver con la escasez de olvido y con la permanencia de las berzas y con la remanencia de ciertas dudas.
El porqué del soldado es muy extraño: tiene que ver con el miedo a él y con la chispa adecuada y con la necesidad pero también el deseo.
El porqué del soldado es como todos los porqués: sólo es.
La Reina espera en su Torre mientras el soldado se acerca, pero es extraño, porque el sendero que sigue el soldado quizás se vuelva a bifurcar justo antes de llegar y se aleje. O quizás no. El soldado no quiere ser juzgado por aplicar el azar.
El sendero del soldado se llama Renuncia, pero también Frío y Sensatez.
Una vez el sendero del soldado se internó en la Torre para preguntar por qué. La Re-ina le acompañó hasta la puerta después de guardar mucho silencio y le hizo esperar. La or-den que dio desde la penumbra fue oída y el Caballero atravesó el corazón del soldado con su sable oxidado cuya superficie era ella.
Una vez el soldado no se había puesto la armadura y su corazón fue rajado limpia-mente.
Una vez el soldado asió con sus propias manos la espada e intentó hacerse uno con ella y lo consiguió y se transformó en junco.
Una vez el soldado comenzó a aprender a ser junco y a doblarse.
Una vez el soldado sólo era un soldado.
Ahora el soldado es Rey.
El Rey es el que ahora espera.

La corriente - Rolando Revagliatti


Una anciana baja al pavimento y vuelve a subir a la vereda, sosteniéndose en un Ford Falcon bordó estacionado sobre J. A. Pacheco de Melo (y casi avenida Pueyrredón). El semáforo está descompuesto. Muchos taxis ocupados. Otra anciana, aferrada a una mujer con anteojos ahumados, cruza Pacheco de Melo, y recién entonces la primera, la amedrentada, emprende el esfuerzo superior de cruzar, más bien descuajeringándose.
Hoy, en análisis, me quedé en el repaso sustancioso y pormenorizado de mis padecimientos físicos. Y en que ayer conocí al médico de la familia de Susy, especialista en huesos. Le llevé las radiografías de espalda y rodilla derecha que me saqué a fines de septiembre por indicación del traumatólogo de la obra social, quien, además, determinara tratamiento kinésico en base a masajes, onda corta, ultrasonido, lámpara y ejercicios. Me preocupa la rodilla: molesta tanto al subir escaleras. Lo de la espalda es ya crónico, estoy resignado, hace media vida que me duele en ciertas posiciones y cuando escribo a máquina. El tratamiento kinésico resultó un paliativo, y exclusivamente para la rodilla. Pero desde hace dos semanas está la rodilla como antes de haberlo comenzado. Por otra parte, este médico le otorgó trascendencia a los vestigios de sangre detectados en la orina. En el examen de la rodilla localizó la movilidad excesiva de la rótula, me explicó la función de los ligamentos, confirmó que las radiografías no evidencian lesión, y encomendó placas de ambas rodillas con piernas flexionadas. Aseguró que no hay nada definitivo que pueda hacerse, ni por la espalda ni por la rodilla. Está al acecho un proceso de artrosis. Y él considera que la rótula podría, alguna vez, fisurarse.
A mi analista le hablé del Genozim. Y de la muestra de semen que el viernes llevé al laboratorio por prescripción del andrólogo, a propósito de la escasa movilidad de mis espermatozoides. Y claro, cuando oí “escasa movilidad de mis espermatozoides”, me resonó “excesiva movilidad de la rótula”. Me siento raro no tomando el Genozim. Percibía ternura por ese remedio escrupulosamente ingerido durante meses, junto con uno de los tres (Control K, Holomagnesio y Vegestabil) ordenados por el nuevo cardiólogo (extrasistolia ventricular cumpliendo un lustro).
He bebido té de boldo (el cardiólogo me prohibió el café, el té común, el mate), y estoy con hambre. Me rondan ideas e ideítas, algunas sugerentes, ¿en cuál incursionar? ¿En la que abriría con un introito reflexivo sobre el enturbiamiento de algunos de nuestros mejores recuerdos? ¿En la concerniente a la ingratitud, a las bruscas o paulatinas desvinculaciones que nos inferimos irresponsablemente los unos a los otros? El caso de Jorge en el setenta y cinco (¡diez años ya!), o el de Ramón en el sesenta y tres. Y la disolución, la pulverización. Con mujeres con las que salí me quedó un sedimento...
He pedido un sandwich de pan negro, de crudo y queso, a un mozo zombie de esta confitería Alabama. Empecé garabateando en verde, pero la Edding 1700 agotó su tinta y la sigo en azul con una Sylvapen. Mi consumición en esta sentada ascenderá a un austral con treinta, según los tickets. Se sorteó la lotería de Navidad y no parece que nos hayamos favorecido Susy y yo con nuestras participaciones. Pasó una muchacha ofreciendo Curitas y ahora invaden el local chicos mendigando. Me solazo con el tarjetón de un instituto de investigaciones agropecuarias y bromatológicas recibido por nosotros para la ex-propietaria de nuestra casa. Al lado de un dibujito con personajes aureolados, reza: “¡Paz y Bien! Con la confianza plena en el Amor Providente del Señor y en la intercesión omnipotente de la Santísima Virgen, ruego a Ud. y familia ante el Niño Dios, encareciéndole al Salvador del Mundo los colme de sus mayores Gracias durante 1986. ¡Que Dios les Prodigue sus Prístinas Bendiciones!” Y firma un otro señor cuyo apellido nombra al instituto. Hum... Pergeñar las características probables de alguien capaz de redactar en serio o disponer la impresión con su clisé comercial de eso, supone un tránsito peligrosísimo y por ello fascinante, por los desfiladeros de lo írrito (para expresarlo con intriga).
Redondear, redondear la crónica antes de que la corriente me abandone. Pienso en esta materia prima, en estos enunciados. Pienso en la novela que planeo. Y especulo, también, organizando un relato con esta recortada información: En una aldea siciliana, Enzo Gennaro Basunca es agraviado por dos amigos, hermanos entre sí. Jura vendetta. Ofensores y familia desaparecen sin dejar rastros. Dos décadas después, Enzo se entera de que esa familia reside en la capital de una provincia norteña. Llega a esa ciudad, los descubre, y asesina a cinco integrantes. Es condenado a cadena perpetua. E indultado, tras cuarenta y seis años en la cárcel, excelente conducta y precaria salud. Viaja a Buenos Aires para visitar a su único hijo vivo, su nuera, nietos, bisnietos y tataranietos. Y en un hospitalito de Gerli muere, antes de cumplir los cien. Fin. Desde dónde el planteo, allí hay una historia; seca, brindarla económica; toquecitos para clima, alguna línea de diálogo, y tal vez un título a obtener del remate.
Fin, fin. Dejaré en la mesa una cifra en billetes y monedas que incluirá propina, me levantaré, le haré un gesto al mozo y me iré cantando, remando, sin dolor, transportado por mis ensoñaciones, plausible, sagrado, y también yo atravesaré J. A. Pacheco de Melo, reafirmando imprescriptibles condiciones, de prisa.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Sincerando la historia – Sergio Gaut vel Hartman


—Hace tiempo que no hablamos —dijo Victoria moviendo el dedo en círculos sobre el apoyabrazos del sillón.
—¿Tenemos algo más que decirnos? —Bruno dejó el libro a un costado. Llevaban casados más de veinte años—. Creo que ya nos dijimos todo lo que había que decir.
—Nunca te dije que sos un idiota, por ejemplo.
—Es cierto —respondió Bruno soltando el aire—; nunca lo dijiste. ¿Y eso? ¿Creíste que era sagaz e inteligente y se te acaba de ocurrir que no lo soy?
—Se me acaba de ocurrir. Pero tal vez lo supe siempre.
—A mí me ocurre lo mismo. Creo que siempre supe que sos una histérica insoportable y manipuladora, aunque sólo en este instante me atrevo a concederme la libertad de expresarlo.
—¡Qué pomposo! —Victoria se levantó del sillón y cruzó la habitación en dos zancadas para alcanzar el bar y servirse un vaso de vodka que bebió de un trago.
—¿Desde cuándo tomás así?
—Desde ahora; siempre quise hacerlo y no me atrevía.
—Hay que atreverse —suspiró Bruno. Parecía que se iba a hundir en su asiento, pero en lugar de ello se levantó de un salto, se lanzó sobre Victoria y le descargó el puño en la mandíbula. La mujer cayó hacia atrás y su espalda golpeó sordamente contra el bargueño. No obstante, en lugar de mostrar dolor, en el rostro le brotó una franca sonrisa. Acto seguido, la mano abrió un cajón del mueble del que extrajo una Bersa Thunder 380. Victoria disparó tres veces y Bruno, con el asombro pintado en la cara, cayó hacia atrás.
—Ciertamente, ahora sí tenemos algo de qué hablar: de tu funeral, pero lamentablemente será un monólogo, otra vez, como siempre.

Victoria lingüística – Héctor Ranea


Fuimos con mi mujer al cine a ver una de horror. La verdad, al poco de empezar estábamos aburridos como mejillones en la bajamar de agosto. Un embole lleno de monstruos de pacotilla, momias, gatos que saltan en la oscuridad, tipos con podadoras, tenazas, todos los lugares comunes del género en un rejunte espantoso. Entonces, se me hizo una laguna en la sabiola y le pregunté a mi amada
—¿Che, existe el verbo horrorecer? ¿Sabés que no me acuerdo?
—¡Querido! ¿Cómo va a existir semejante burrada!
—Habría que inventarlo.
Para esto, el tonito de las contestaciones me había levantado la menesunda y hablaba medio en voz alta, por lo que escuchábamos las protestas y chistidos de lechuzones de los arrabales de los espectadores. Como la película era bastante oscura, no veíamos casi nada de ellos, por lo que agradecí así no nos reconocían a la salida.
Para esto, unos zombis habían tomado control de una estación espacial china y los estaban despellejando del balero para sacarles el cerebro a todos los astronautas. Volví a la carga:
—¿En serio que no existe? La verdad… ¿Cómo se diría que algo te horrorece?
—¡Puaj! ¡Es asqueroso! Suena como el tujes.
—¿Y, pero cómo se dice? ¿Acaso no existe: “me horroriza”?
—¡Sos más bruto que un fleje de cama turca! ¿Qué tiene que ver?
La gente estaba molesta, realmente. Para colmo, en un raro momento de luminosidad en la película, alcancé a ver a dos que me miraban con un odio que parecía que les hacía brillar los ojos. Si las miradas matasen, nos estaban asando.
La película, totalmente previsible y tonta, finalmente acaba en una orgía de sangre, sudor y lágrimas, por no decir también semen, como corresponde a esas cosas de poca monta.
El asunto es que, cuando encendieron las luces, los otros espectadores se nos vinieron al humo, suponía yo, para increparnos duramente nuestro comportamiento. Cuando vimos que eran monstruos, zombis, momias y vampiros nos quedamos de una pieza. Ahí mi mujer me dijo:
—Tengo que admitir que tenías razón. Esta situación me horrorece u horrorifica, que me gusta un poco más.
Ni qué contar lo que le contesté. A esa altura del partido no valió la pena.

Héctor Ranea