domingo, 10 de julio de 2011

Un fuerte olor a podrido - Mónica Ortelli & Sergio Gaut vel Hartman


Es terrible no sentirse limpio, se dijo. Lo obsesionaban todas las cosas que podían convertirlo en un ser inmundo: las bacterias, las liendres, los nanoseres microscópicos que las compañías de alimentos siembran en las viandas para controlar a las personas desde el comienzo de la liberalización productiva. Soy un descuidado montón de piezas indebidamente esterilizadas, casi cien kilos de materia contaminada; una criatura febril y sucia al mismo tiempo, repitió en voz alta, como si el escucharse fuera a calmar esa desmedida angustia que le oprimía el pecho. Pero era inútil. Era un fóbico. La banda azul que tenía tatuada en la muñeca lo dictaminaba y todos lo consideraban peligroso. Su metabolismo segregaba una finísima aspersión que contagiaba al resto en los momentos críticos. Nadie quería un fóbico cerca, sobre todo cuando estaban en medio del proceso de destazamiento -era una tarea minuciosa-; él lo sabía y trataba de controlarse, aunque a veces le resultaba difícil cuando algún cadáver se movía por efecto de los gases o de las contracciones musculares. Que el hombre se alimente del hombre es una comunión, se consolaba en esos momentos.

Tango del isopropílico (sobre un post de Saurio, un amigo) – Héctor Ranea


El agua no es buena para algunas cosas. Por ejemplo, para el vino. Horresco referens, antes se hacía y se lograba algo peor que mirar un video de una película vieja con Doris y Rock en un bar de Mataderos Sur esperando el bondi una madrugada de lluviecita fina con un par de zombis buscando el cerebro mágico, ese juguete que te regalaron en tu infancia y que te cobija mentalmente mientras viajás en el bondi colgado del pescante cuando una percanta quiere subir y te tenés que bajar y perdés el bondi porque se olvidaron de vos y entonces te dan ganas de tener un poco de isopropílico, aunque más no sea, para tirar sobre las hojas muertas de los plátanos que a esa hora sin alcohol no prenden fuego y encima ahí no es la parada y tenés que caminar dos cuadras, bajo el puente, para encontrarla y nadie te sabe decir nada porque por ahí ese bondi ya no pasa y entonces te das cuenta de que era un bondi que llevaba zombis a la chacarita y te ponés contento pero al final te das cuenta de que a tu cerebro, ¡ay! ya se lo manyaron.

sábado, 9 de julio de 2011

¿Quién es el del espejo? - Fernando Puga


Hay un hombre en los espejos. ¿Quién es? Aparece cada mañana cuando me acerco a la pileta del baño dispuesto a lavarme la cara y despertar. No se va de allí hasta que termino con la diaria rutina de dientes y barba. Se ve que mientras yo me ducho, él también lo hace, porque apenas abro la puerta del placard ya está en el gran espejo frente al que me visto. Sus pelos mojados y un toallón como el mío atado a la cintura. Conmigo elige la ropa y conmigo se viste; en el mismo orden y con la misma velocidad. Lo sé porque cuando levanto la vista para terminar de anudarme la corbata, él se encuentra en el mismo punto y al parecer con los mismos inconvenientes; nunca pude con corbatas y cordones.
No logro observarlo sin que él lo note. Parece estar pendiente y apenas apunto mis ojos hacia él, ya me está mirando. Lo que no sé es qué hace o qué mira cuando no lo veo, pero se las arregla para estar siempre ahí y a tiempo; nunca ni el más mínimo instante de atraso o de adelanto. Una inverosímil sincronía.
A lo largo del día me lo cruzo a cada rato. Está en cada uno de los espejos con los que me encuentro: el del living de casa, el de la pieza de los chicos, el de la entrada. En los espejos retrovisores del auto, en el del ascensor, en los de la oficina. Incluso en muchas vidrieras y charcos.
El hombre que habita en los espejos no me pierde pisada. Aunque vaya al más recóndito punto del planeta, no tengo la menor duda de que allí estará en cuanto me tope con una superficie espejada.
No sé quién es, no sé qué es lo que quiere. No sé adónde va cuando no lo estoy mirando y no sé qué será de él cuando me muera.
Me acompaña. ¿Me acompaña o me controla? El hombre que habita en los espejos me recuerda cada día que no estoy solo, que hay alguien que me espera en los espejos.
Cuando te invito al hotel de la otra cuadra, alquilamos la suite más hermosa y nos disponemos al amor, ¿Qué hace ese hombre en el techo abrazando a una mujer tan parecida a vos?

viernes, 8 de julio de 2011

De la comunicación en la pareja - Néstor Darío Figueiras


Disponer:
Al decir “disponer”, tú pensaste en ubicar cosas: eso arriba y eso abajo, esto así y esto asá, éste aquí y éste allá… Pero yo no sugería ordenar los trastos viejos del galpón.
Luego creíste que hablaba de arquitectura, de colocar ladrillo sobre ladrillo para construir una nueva Babel. Ésa tampoco era mi intención. Además ya edificaron la torre. En las Naciones Unidas. Y ésta sí logró alcanzar el cielo: los satélites de ellos tienen que desviarse de sus órbitas minuciosamente prefijadas para poder esquivarla. Pero los Decididores niegan tan terrible falta de previsión. Así es nuestra condición posmoderna.
Aún llegaste a pensar que pretendía determinar el principio y el fin. Pero… ¿existe hoy alguien capaz de tal cosa? ¿Dios? Tal vez. Pero no me refería a él. Y tampoco quería formular alguna opinión sobre las cosmogonías del brillante cuadripléjico, cuyos días también son como milenios.
Al decir disponer, yo hablaba de disponernos; sin suposiciones, sin suponernos.
Proponía una disposición del corazón, una deposición de las imposiciones, una reposición de los tejidos del alma.
(Sobreponerse al mundo.)
Una superposición de tus labios en los míos. Sólo eso.
Ojalá me hubieras entendido.

Néstor Darío Figueiras

La primera noche - Víctor Lorenzo Cinca


La noche que fue conducida a palacio y ofrecida al sultán, la hija del visir no tuvo ningún miedo. Su plan era infalible. Sabía que nada iba a fallar, que todas esas noches leyendo relatos a la luz del candil, quemándose las pestañas, recordando antiguas leyendas y escuchando nuevas versiones, tratando de memorizar los personajes, las tramas, los desenlaces, ideando el modo de mantener la tensión y el interés, de crear incertidumbres, de engarzar un cuento con otro y así conseguir aplazar su ejecución hasta la siguiente noche, sabía que todo eso, no había sido un esfuerzo inútil. Se tendió, pues, sobre el lecho y tras brindar con el sultán empezó a contarle la primera historia.

Puso todo su empeño en aquella narración: gesticulaba exageradamente, como escenificando las acciones a medida que sucedían, anunciaba trepidantes aventuras inminentes, para dejarle insatisfecho, con ganas de más, incluso modulaba su voz según intervenía un personaje u otro. En el punto álgido de la narración, cuando estaba a punto de posponer el desenlace, pretextando una supuesta jaqueca producida por el viaje a palacio, el sultán alzó el brazo y profirió:

—Y entonces llega el mercader a su casa y se da cuenta de que todo su tesoro ha quedado reducido a tres monedas de plata, porque el mendigo al que ha negado un trozo de pan en el templo y el que se las dio días atrás, asegurándole que se multiplicarían debido a su buena acción, son la misma persona. Ese cuento ya me lo sé. Me lo contaba mi abuelo cuando era pequeño.

Y a la mañana siguiente, con los primeros rayos de sol reluciendo sobre la afilada hoja, fue decapitada.


Tomado de Realidades para Lelos


Acerca del autor:


Víctor Lorenzo Cinca

miércoles, 6 de julio de 2011

Círculo - Rafael Blanco Vázquez


Hijos míos, en “El conformista” de Moravia, el padre del protagonista ha perdido la cabeza y está internado en un manicomio; se pasa el tiempo repitiendo lo que sigue: “Masacre y melancolía.”
Me parece increíble el poder evocador que pueden tener tres palabras.
Para mañana escribiréis un texto inspirado por esta cita.
No sobrepasará las cuatro líneas.

*****

Queridos niños, he examinado con atención vuestros textos y he seleccionado tres que procedo a leer inmediatamente. Vamos con el primero:

La masacre es de hombres.
La melancolía es de maricones.
Todo hombre es maricón y yo me llamo Javier.

El segundo está escrito por Rosa:

Pienso en dos mafiosos que sienten nostalgia por su infancia:
Tony Montana (Al Pacino) en “El precio del poder”;
Ray Tempio (Christopher Walken) en “El funeral”.
¿Podrían no haberse convertido en unas bestias?

Y termino con Dolores:

A. Antes de hacer el mal, ya estoy arrepentida.
B. Suelo llorar de noche y despertarme en forma.
C. Nuestro profe es un follarín con el corazón roto.

Gracias, zagales. Ya veremos de qué me apetece hablar la semana que viene.


Acerca del autor:
Rafael Blanco Vázquez

Amores que matan - Xavier Blanco


"Detective privado o agente secreto": siempre respondía lo mismo cuando le preguntaban que quería ser de mayor. No hablaba por hablar, lo decía serio y convencido, con el cuerpo erguido y poniendo cara de espía, desafiante. Luego pasó el tiempo y el calendario dejó caer sus hojas, que se convirtieron en años y, claro, al final no fue ni una cosa ni la otra. Podía sentirse orgulloso: en la vida había hecho de todo. Oficio, ninguno, pero el trabajo nunca le había faltado. Era un hombre normal, sencillo, retraído, esquivo tal vez, pero sin pretensiones. Ahora era diferente. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Vivía en una situación de vértigo permanente, en una montaña rusa, sinuosa, que ascendía y descendía a toda velocidad. Sabía que ella lo estaba matando. Pero ya no podía hacer nada, estaba atrapado irremediablemente. Demasiado tarde, ya no podía salir, ¡que carajo!, ni podía ni quería salir.
El cuadro clínico era claro y conciso: ataques de ira, cambios súbitos de humor, trastornos de personalidad, sensaciones de euforia, procesos repentinos de depresión, llanto espontáneo, risa incontrolable, desinhibición, lenguaje soez… Había realizado turismo médico y, con meridiana precisión, los tres galenos que visitó, los tres con bata blanca y mala letra, coincidieron en el diagnóstico: “Tiene usted que dejar de ver tanta televisión. A su edad eso no es bueno para la salud”. Como si fuera tan fácil, ¿que sabrán ellos de la salud?. No bebía, no fumaba, ni siquiera se había casado pues fue siempre muy malo para eso de las mujeres. Si le quedaba algo en la vida por hacer, pensó, era morirse.
Hacía cinco años que se había jubilado y todo empezó como si tal cosa, para pasar el rato. Ahora había días que no se levantaba del sofá ni para dormir; se despertaba al alba y sus párpados caían al amanecer, exhaustos de tantas emociones. El mando a distancia se había convertido en un apéndice más de su cuerpo, en una nueva extremidad, y con un leve movimiento de su dedo índice pasaba del mar a la montaña, del frío al calor, de la risa al llanto, del cielo al infierno... Y así un día y otro mimetizaba aquellos personajes, se travestía y, sin saber el motivo, gritaba, insultaba a la pantalla, explicaba en voz alta sus miserias, respondía en los concursos, lloraba y reía sin parar, en un delirio permanente.
En pleno éxtasis, sintió un dolor fuerte en el pecho y empezó a tener dificultades para respirar. Un frío intenso heló su cuerpo, se notó la piel húmeda y una sensación tenue de desmayo que anunciaba el fin, recorrió su ser. Su corazón latía de manera anormal, su válvula mitral empezaba a fallar de forma irremediable. Era un infarto, lo sabía, lo había escuchado mil veces en un programa matinal. Antes del último suspiro, cuando ya su cuerpo no respondía a las órdenes del cerebro, su dedo índice tomó vida propia y apretó el botón de apagado, la televisión dejó de emitir y un silencio sepulcral acompañado de un terrible olor a muerte invadió la estancia
Xavier Blanco 2011.

Tomado del blog: Caleidoscopio http://xavierblanco.blogspot.com

Carteles - Sergio Gaut vel Hartman


Tanto fastidiamos con la manía de verbalizar, colocando etiquetas, reduciéndolo todo a signos que algo, en algún sitio, se dio por enterado y contestó.
Despertamos porque los relojes sonaron a la hora de costumbre, pero el cielo seguía tan negro como cuando nos habíamos acostado. Los que salieron de la intimidad del dormitorio y miraron por la ventana descubrieron un cartel escrito con grandes letras amarillas. El cartel asomaba por el este y decía: amanecer.
Encendí la radio. Había música en todas las emisoras, seguramente emitida por equipos automáticos. Era estúpido suponer que los locutores y operadores estarían en mejores condiciones que el ciudadano común para superar el espanto producido por un comienzo de día tan anómalo.
Yo no encendía la radio en el momento de levantarme para hacerme cargo de los muertos de un accidente aéreo ocurrido en Tanzania o de un terremoto en Japón. Lo único que me importaba era la temperatura, la humedad, el viento, el pronóstico. Me disgusta salir a la calle sin saber qué ropa debo usar.
Así que decidí nadar a contracorriente y aprovechar las luces de nuevos carteles que se filtraban a través del aire puro de la madrugada.
Me asomé y leí: nublado—frío—probabilidad de lluvias.
Me puse un par de botas y un impermeable amarillo, tomé un paraguas y salí a la calle.
Comprobé que los carteles se desplegaban por toda la bóveda celeste: brillaban con una intensidad desusada, y uno de ellos anunciaba lluvia inminente, un asunto que el servicio meteorológico suele manejar con escasa precisión.
Caminé un par de cuadras sin apartar los ojos de los carteles. No era el único que caminaba mirando hacia arriba. Los transeúntes tropezaban en la penumbra, una peregrinación de desgraciados que morirían sin alcanzar la Meca, pensé.
Según mi reloj ya eran las siete y los carteles volvieron a cambiar: llueve, decían las letras amarillas. Abrí el paraguas instintivamente, y sonreí al notar el error. No cayó una sola gota. Sin embargo el cartel insistía con obstinación: llueve. No cerré el paraguas. Tampoco hacía frío (o no se sentía), a pesar de que uno de los carteles marcaba 6 grados 2 décimas. No me pareció sensato desafiar a los elementos ahora que se expresaban con tanta claridad y sin intermediarios por primera vez. Me levanté las solapas del impermeable y eché a andar hacia la estación.
Había muy poca gente esperando, y yo no tenía razones para pensar que el tren fuera ajeno al caos y pudiese entrar a la hora debida. Un cartel insólito colgaba del cielo sobre la estación. El cartel decía: ahora viene lo mejor.
Lo que fuera que se estaba a cargo de todo el asunto parecía estar acopiando fuerzas para un lance decisivo. Miré a las personas que compartían mi suerte: me devolvieron expresiones de impotencia. Entonces estallaron las luces.
Fue como un escenario que pasa a recibir toda la intensidad de todos los reflectores del teatro después de haber estado en la penumbra, apenas iluminado por un foco testigo.
Todo se esfumó, y en el lugar de cada objeto desaparecido se materializó un cartel: cielo, nubes, suelo, estación, vías, y aún carteles más chicos y específicos (pero en letras rojas). Porque había un cartel para las vías que bajaban y otro para las que subían y hasta uno para el riel norte y otro para el riel sur. También había carteles para cigarrillos, boletos, salivazos, celofán. Había carteles microscópicos (que uno no podía leer) y carteles dentro de carteles.
—Ahora ¿qué va a pasar? —dijo una mujer mirándome a los ojos. Quizás eligió mis ojos porque no estaban invadidos por el terror, y daban una cierta impresión de inmunidad.
—¿No se imagina?
La mujer retrocedió un paso y se tapó la boca abierta con el dorso de la mano. No creo que imaginara lo que vendría a continuación pero adivinó que no se trataba de algo bueno.
Empezó con una oscuridad total. Ahora que ya no había cielo, suelo, boletos y salivazos, la ausencia de carteles daba a la escena un hálito letal. Ningún cartel podía sustituir el aire que respirábamos sin matarnos. Así que sólo quedaban unos pocos pasos. Se encendió el cartel que decía fin de la vieja realidad y otro: aquí empieza el nuliverso.
No tardé en ser un cartel hecho y derecho. Sentí que la lluvia golpeaba con intensidad mi impermeable amarillo y la brisa fría hacía temblar las letras azules de la palabra que desde ahora sería todo mi cuerpo: hombre.
Acomodé el paraguas de tal modo que la lluvia no mojara mis bordes y busqué el tren con los ojos.

lunes, 4 de julio de 2011

Nada ... - Xavier Blanco



Hay días que te despiertas gris, lánguido, deslúcido, como las tardes de los domingos. Otros, amaneces denso, trabado, como esa niebla baja que cubre los campos del invierno. Algunos días clareas melancólico, taciturno, nostálgico, como el sonido de un violín que resuena morriña en las madrugadas del otoño, mientras el viento desnuda los árboles del parque.

Hay días que te levantas gris, tupido, taciturno y además desconsolado. Esos días escribes estas cosas, sólo palabras:


“…Estoy desolado, desértico, perdido, disipado… No tengo nada que contar, nada que relatar, nada que escribir. Mi mente no responde, no siento nada, sólo el vacío. Presiento un lugar oscuro, recóndito, profundo, insondable. Intento recordar palabras, resonar dicciones: ternura, princesa, universo, cielo, rabia, tristeza, abatimiento…nada ¿qué representan? ¿quién me explica si significo algo, o si soy parte del significado? Ahí, dudando de mis dudas. Es el fin, el ocaso, el crepúsculo, la cesación. Deseas calma, tregua, quizás descanso. Nada.

Observo el entorno, miro mi alrededor, mi contorno: sólo diviso objetos, formas, caracteres. Distingo pero no percibo nada. ¿Abrigar ilusiones, sueños, quimeras, fantasías, utopías, imaginaciones? Nada. Sólo entelequias, ficciones, invenciones, angustias, cuentos. Tal vez mentiras. Me pesan los ojos, el fluir de la ira. Escucho voces, palabras sin significado. Desolación, miedo, vacío, pánico. Se han escapado las palabras, han huido los fonemas. Lo siento, hoy no he sido capaz de escribir nada. Nada, nada, nada, nada, nada…, apenas doce frases: he contado diez veces nada…”

Las palabras son así: tóxicas, veneno. Algunas veces bálsamo, medicina. Brisas de palabras, vientos, ráfagas, vendavales. Llueven las palabras, diluvian los vocablos, y cuando la mente clarea, un arcoíris de expresiones lo inunda todo: el gris se vuelve verde, azul, quizás rojo; la espesura torna nitidez, transparencia, y la melancolía resuena consuelo, fervor. En ese momento vuelves a transitar por el camino del optimismo y piensas que puede ser, que todo es posible, que vale la pena.

© Xavier Blanco 2011.

Tomado del blog Caleidoscopio

El poder de la risa de Malena - Fernando Puga



Se ríe, ¡y cómo! A carcajadas. Es contagiosa la risa de Malena. No canta como ninguna, pero ¡ríe de un modo! Luciérnagas húmedas que flotan y se desprenden de su boca, resbalan y contagian. Curiosa la risa de Malena. Estalla repentina como chispa fresca y todo alrededor es un mar sacudido por tibias ráfagas que levantan vuelo entre las agitadas aguas y se vuelcan hasta inundar la desértica vida cotidiana.
Renace el día; es otro después de la risa de Malena. Yo que venía por la vereda con la frente apuntando a las baldosas, rumiando el fracaso de haberte despedido en el andén, gris por el humo que ensordeció tu partida y no le permitió a mis ojos acompañarte hasta detrás de la última loma, arriba de ese tren de frío metal desaprensivo que te arranca de mí que vuelvo a paso lento a esa casa donde juntos erigimos un castillo inexpugnable entre tantas arenas movedizas y se traga sin prisa la ilusión de eternidad.
Y de pronto esa risa. Esos cascabeles luminosos que saltan de la garganta de Malena y revolotean hasta lavarme del lado de adentro, tenderme al sol y reavivar con sus manos la árida planicie de mi piel, sin quemarla –tan vieja está de haberte amado tanto.
La puerta se abre sola al sentir mis pasos acercarse por el breve sendero de granza que la une a la reja de la calle. La reja que pusimos, asustados por el opresivo ambiente circundante. Nos refugiamos y nos bastábamos el uno al otro, ¿te acordás? Hasta que ¡maldita sea!, tuviste que abrir ese cajón, ver esas fotos, preguntar.
¿Y qué podía hacer yo? La verdad dolió como una cachetada en pleno rostro y te fuiste. ¡Cuánto hablé, sin despegarme, para intentar convencerte! Aun sabiendo que no había remedio, que la herida ya no dejaría de sangrar, que no había retorno desde ese oscuro túnel al que te empujé, desprevenida. No tenías defensas para esa impúdica traición y no entendiste que el pasado fue ceniza en el mismo momento en que abriste el cajón de la mesa de luz.
No hubo forma de retenerte. Atravesaste paredes, volaste por la calle hasta la estación, trepaste al vagón y creí que mi vida se iba con vos en esa flecha que ensordeció la mañana trasparente.
Y ahora, después de la irrupción de esa efervescencia de campanas que me recibe tras la puerta, parece tan remota tu mueca de dolor, tu fuga urgida. En la casa persiste la risa de Malena, algo que no pudiste llevar en tu equipaje.

Verdadera historia de la infamia - Lilian Elphick



Que el lector no piense en Borges, el ciego, porque de universalidades tengo bastante. Que no piense que esta es una historia triste porque no es triste, sino un puñado de hechos no concatenados entre sí. Que el lector lea en voz alta estas palabras, sin titubear, señalando las pausas, acechando el silencio, porque ayer hablaba de una escritura que duele más que la infamia de no escribir, y sentarse a ver pasar la tarde; el gesto del viento. Vaguedades. Imprecisiones. La vergüenza del ayer. Los cielos demasiado azules; casi una mentira bondadosa. Que el lector, entonces, me tome la mano para hurgar juntos en los basureros del olvido, porque quizás allí duerma esta historia sin principio ni final, donde hay personajes que eligen la palabra equivocada, el mal aliento, la tríada del insomnio.
La infamia es tan particular; es así como cada lector se convierte en uno solo para decir que la muerte le ronda los ojos. O en las bacanales de la desolación, cuando el amor se pierde en una estación de trenes en medio de un humo de guerra. O un libro. O en la carta recibida y que no se puede contestar; leídas y releídas, las palabras pierden su norte; se extravían en la duda, que es una montaña de alfileres. Ahí está la infamia.
Decir más es imposible. Porque una palabra más es una explosión más, una mujer sin nombre, el hambre desdentada apoderándose del mendrugo.

La dignidad de los necesitados - Elisa de Armas



Desde que despidieron a Don Eladio del banco tras veinte años de servicio, acabaron aquellos tiempos en que, en el momento en que sacaban el contenedor con los desperdicios del supermercado, se desencadenaba una batalla campal. El Boqueras, el Meneítos y la Pelos dejaron de lanzarse como fieras sobre los embutidos y los yogures pasados de fecha y el Mazinger cesó de esforzarse en poner orden al tiempo que embaulaba en los enormes bolsillos de su chaqueta pitanza suficiente para mantener su enorme corpachón y reservar algo para la Marquesa, que se acercaba lenta y temblequeante, empujando el carrito de bebé donde guardaba sus costrosas pertenencias.
Aunque en alguna ocasión tuvo que echar mano de la fuerza persuasiva del Mazinger, Don Eladio consiguió establecer una disciplina cuartelaria entre los indigentes del barrio. En cuanto el contenedor pisaba la calle él se encargaba de extraer los alimentos, dividirlos en lotes equilibrados y repartirlos entre todos. En el caso de que alguien tuviese un especial rechazo o debilidad por alguna vianda, estableció tablas de equivalencia para que se intercambiaran de forma civilizada. La paz reinaba como nunca en el reino de los desfavorecidos.
Desgraciadamente, la crisis, lejos de detenerse, ha aumentado y con ella el número de vecinos desempleados que nos vemos obligados a recurrir a los desechos del supermercado; los víveres han empezado a ser insuficientes. Para evitar nuevas trifulcas, a Don Eladio se le ha ocurrido establecer una pequeña cuota, casi simbólica, que da derecho a participar del festín. Él la administra y se lleva una comisión, al fin y al cabo es justo que se le retribuyan sus desvelos por mantener el orden y el sentido de la dignidad de los necesitados. Mazinger, a quien ha convencido de la importancia de su misión, es ahora el encargado de sacar los productos del contenedor, organizar los lotes, cobrar y abortar cualquier indicio de algarada. Da gloria ver esas colas de gente limpia y aseada que piden la vez con educación y respetan los turnos. Don Eladio pasa pocas veces por la puerta del súper, dicen que está intentado localizar nuevos contenedores en zonas aledañas para abastecernos con mayor abundancia. El Boqueras, el Meneítos y la Pelos, que no pueden afrontar el pequeño gasto que supone nuestra cuota, han tenido que trasladarse al extrarradio. La Marquesa sigue acudiendo a veces, con sus andares achacosos; cuando la ve venir, Mazinger interrumpe sus tareas, le dirige una sonrisa bobalicona y le entrega el poco de jamón de york, la cuajada o el flan de huevo caducados que guarda siempre para ella.

Tomado de: http://pativanesca.blogspot.com

sábado, 2 de julio de 2011

A cualquier precio – Sergio Gaut vel Hartman



La aspiración de Fabricia era abrirse paso en el mundo de las letras, y aunque sus talentos naturales eran escasos tirando a nulos, su obstinación superaba la mesura que debe regular los actos de una dama. Por eso, en cuanto tuvo oportunidad de hacerlo, se tomó una nave con destino a Abecedario y una vez allí arremetió contra las eñes y las efes, mutiló a las jotas y las íes, despanzurró a las os, las des y las bes, usó las ves (o uves), las equis y las emes invertidas para ensartar a las ges y las haches. Una carnicería, se mire por donde se mire. Fabricia estaba satisfecha y su objetivo cumplido. No obstante, un hecho impensado enturbió su felicidad y la deprimió hasta límites insospechados: el hedor de las eses muertas, más nauseabundo que el que impera en un cementerio de elefantes, estimuló los reflejos de su sistema digestivo y le provocó la infausta serie de vómitos que la llevaron a la tumba. Y allí yace Fabricia, con sus huesos blanqueándose al sol que alumbra Abecedario, insepulta, claro, y sin epitafio, por supuesto, ya que las letras, vengativas, se negaron a ordenarse aunque fuera en una frase mínima, ya fuera cáustica o sangrienta.

Sergio Gaut vel Hartman

El Templo – Héctor Ranea



El hombre flaco se apeó del carricoche y preguntó al panadero, el único despierto en el pueblo, por la dirección buscada. Éste hubo de salir para indicarle cómo llegar, porque el tortuoso andar de las calles hacía difícil una explicación en abstracto.
Según el panadero, el hombre debería seguir a pie, ya que el vehículo no podría pasar por algunos de los someros vínculos entre calles de calibre diminuto. Éste no se preocupó a pesar de que comenzaba ya a llover. Tomó del carro un paraguas y un impermeable, mientras el panadero volvía a sus menesteres, encendió una pipa de boca de calamar y comenzó su peregrinaje. El templo que buscaba no estaba lejos sino más bien casi escondido en una ciudadela complicada.
En diez minutos sabría si tendrían solución sus tribulaciones. Todos esos mensajes que le llegaban sin ton ni son desde lugares remotos podrían ser descifrados; todas esas cuestiones que voces anónimas le planteaban como verdades o mentiras serían descubiertas; todo el panorama que cada hora le cambiaba tanto su horizonte como sus metas, casi hasta dejarlo sin dormir, acuciándolo con pedidos de opinión y lecturas indeseadas, cobraría sentido: lo sabía.
Sólo perdió unos segundos de más para acariciar al gato negro que estaba a la entrada del templo pero cuando entró, una luz intensa le dio la certeza de que estaba en el lugar correcto, que todo en su vida volvería a estar bajo el control de quien nunca debió salir.
El hombre entró en el Templo de Nuestra Señora de los Blogues y supo que todo estaría bien. Lo que nunca pudo saber fue qué lo mató, pues eso fue el virus letal instalado en el vertedero del agua bendita por el gato negro, que se relamió complacido porque, una vez reformateado como Belcebú, podría quedarse con el automóvil del incauto y volver a atraer a otros como él a estos templos de supuesta salvación eterna.

La llama de la pasión - Javier López


Habíamos alquilado la suite nupcial del Hotel Ambassador. Una habitación espaciosa en colores cálidos, decoración e iluminación adecuada a la ocasión, provista de una música suave y envolvente y todo lujo de detalles.
Hacíamos el amor por primera vez. Ella era la mujer de mis sueños y entre nosotros surgió la pasión más desmedida tras apenas unas horas de conocernos. Así que quisimos celebrarlo sin mirarnos en gastos.
Nunca imaginé que se pudiera pasar de la mayor placidez, felicidad, compenetración de cuerpos y almas y complicidad en la intimidad de nuestra suite, a una situación que nos dejó aterrorizados, confundidos, dañados y lesionados. Todo ello, además, en cuestión de segundos.
Los cristales fueron lo primero en destrozarse. En principio, aunque me quedé tan helado que mi mente carecía de toda lucidez, pensé en una unidad de asalto anti-terrorista que hubiera errado su objetivo. Eran hombres altos y fuertes, vestidos de uniforme y en actitud de disparar, haciendo trizas los ventanales —supuse que se habían descolgado por la azotea y entraron atravesándolos— y derribando simultáneamente la puerta a golpes de ariete. Cuando levanté las manos para mostrar mi actitud no agresiva, recibí el primer disparo: una ráfaga de espuma que me hizo caer hacia atrás, aplastando a la mujer a la que instantes antes acariciaba. Pronto las demás mangueras se pusieron en acción, casi ahogándonos entre litros de líquido que se metieron en nuestros ojos, gargantas y fosas nasales.
Una hora después nos encontrábamos en la cafetería del hotel, acurrucados con una manta, helados de frío y con un montón de personas a nuestro alrededor pidiéndonos disculpas y ofreciéndonos lo inimaginable para que no denunciáramos al hotel: vacaciones con todos los gastos pagados, cruceros, semanas gratuitas de estancia en la mejor habitación del hotel... Pero ya no estábamos para bromas y pedimos que nos dejaran solos, que ya pensaríamos qué hacer más tarde.
El jefe de bomberos también vino a pedirnos disculpas. Al parecer, el detector de humos de nuestra suite había saltado accidentalmente.
Pese a todo, mi mente de escritor intentó sacarle partido a ese incidente. No podía desaprovechar una propuesta de escribir relatos sobre profesiones raras sin contar esto que ahora recuerdo como una desafortunada anécdota. Porque estaba claro: la profesión de aquellos hombres de uniforme no era otra que la de extinguir incendios provocados por la llama de la pasión.

Javier López

La palabra del cuervo – Cristian Mitelman



Era un hombre que tenía el don de proferir siempre la palabra exacta. Al principio fue feliz, pero cuando los viajeros empezaron a reunirse a la salida de su casa para oírlo, se dejó ganar por una mezcla de angustia y vértigo.
Las mujeres iniciaron una persecución feroz y aun las rechazadas se sentían plenas y volvían para ser rechazadas nuevamente. ¡Tal era el don de su palabra!
Entonces nuestro hombre comprendió que en realidad había recibido una maldición y vomitó una serie de atrocidades que sus seguidores recibieron en éxtasis, porque consideraban que había que leerlas en clave alegórica. Según ellos, en el reverso de tales blasfemias anidaba la palabra exacta.
Decidido a no ser despedazado, logró escapar a un monasterio de clausura. Pero allí también lo persiguió la maldición. Los monjes veían en él la coronación del silencio exacto.
Al no poder hablar ni estar mudo, eligió el único destino posible. Lo hallaron con una soga de nogal pendiendo del árbol más alto de la comarca. Los cuervos, en vez de picotearle los ojos, destrozaron su lengua y cada uno se llevó una pequeña parte de la palabra exacta.
El más oscuro de ellos fue el que profirió, en cierta noche de tormenta, aquel "never more" que impresionó al poeta.

El último contacto – Michael K. Iwoleit


Seguro que es “eso” lo que me ha despertado. Es alto, delgado y se desplaza con las dos extensiones que sobresalen de su parte inferior. Su exterior es terso y plateado. Dos extensiones más colgaban a sus lados. Su extremo superior es redondo y lustroso. La cosa con forma de cono que está reposando en el terreno no tan lejos de aquí debe ser el vehículo en el que vino.
He dormido por casi un millón de años. Este mundo ha cambiado tanto, que está irreconocible. No queda ningún ser vivo. Sólo rocas desnudas y descompuestas. La atmósfera está tan delgada que pareciera que se ha desvanecido. Cualquier vestigio de nuestra civilización ha desaparecido, a excepción de mí. He conservado nuestro pasado y nuestro conocimiento por tanto tiempo, esperando poder contarle a algún visitante lo que hemos sido. Ahora debo crecer y expandir la información comprimida en mí. Y tengo que hacer contacto con “eso”. Hacer que note mi presencia. Nuestro visitante. El primero y, quizá, el último.
Cuando Ben abandonó la esclusa de aire de la sonda de aterrizaje, se quitó el casco y el brillante traje de presión, el reporte en su cabeza ya estaba terminado. Nada que pueda justificar la explotación de un planeta tan alejado de las rutas principales. Por un instante se preguntó sobre los patrones de color extraño que se propagaban por el suelo según se acercaba. Pero la xenobiología no era asunto suyo.
He fallado, fue el último pensamiento de lo que él dejó atrás. Pero nuestro sol aún irradia energía suficiente para mantenerme vivo mientras duermo. Esperaré por otro millón de años, si es necesario.



Título original: Last Contact
Traducción: Oriana Pickmann


Michael Iwoleit

Imagen (fragmento): Sunflower, de KarmicCircle en deviantArt

Trabajo nocturno - Carlos Feinstein



Mientras camino por la zona de los talleres, llego a los jardines de la casa principal, ahí la encuentro vestida de blanco, asustada, la abrazo y le pido que me acompañe. Damos varias rondas a todo el complejo mientras ella me cuenta de su vida, de sus padres, de sus amigos, de la nueva ropa que quiere comprarse al tiempo que su humor mejora y ríe con una sonrisa hermosa que me llega al alma. Yo no hablo, sólo la acompaño con mi silencio.
Llegamos muy pasada la medianoche al viejo roble donde nacen los besos y las caricias. Como todas las madrugadas vuelvo solo a la oficina principal.
Ahí me espera el jefe, que recién llegado comienza su trabajo diario.
–¿Otra noche tranquila? No se que haría sin ti, nadie quiere la guardia nocturna, el mito de la mujer de blanco los tiene a todos asustados. No entiendo como pueden creer en esas tonteras, la hija del patrón estaba más loca que una cabra. Hallarla colgada en el roble fue terrible para el viejo.
–No hay problema, jefe –contesto con mi parquedad habitual.
–Que bueno que no le tengas miedo a los fantasmas.
–Todos seremos fantasmas, sólo es cuestión de tiempo –le contesto mientras me voy para casa, extrañando la noche, los besos y su hermosa sonrisa.

jueves, 30 de junio de 2011

Nunca lo ves - Ricardo Germán Giorno


Susurrando al sangrante llamado, la mano cayó una y otra vez. Siguiendo al descargante impulso, la otra mano llevó el tibio premio a la sedienta boca. Bebí, bebí y bebí. ... Hasta embriagarme. Una vez satisfecho, me abracé con ahínco a los amados demonios. Fue un abrazo de alegría, entre camaradas que saben que han cumplido con el deber. Les mostré la obra. Me elogiaron con desinteresada intención. Al ver esos rostros conocidos, los invité a beber. No quedaba mucho. Mucho se había desperdiciado, pero me agradecieron. Eran amigos. Me acompañaron en las amargas horas de martirio, antes de mostrarme la ancestral sabiduría.
Quedé solo. La vida trastocada de golpe. El enorme peso, desplazado. La novel levedad atacando desde arriba. Pasé largas horas analizando la púrpura obra. Cuando los párpados me pesaron, hubo algo que desencajó sobre el resto: la mano tallada en piedra. En piedra gris. En la soledad gris en que las inútiles horas aguardan. La mano no tendría que estar en esta obra. La piedra gris no debía manchar el rojo compuesto. Levanté la roca. La grisácea mano me atrapó, muerta como estaba.
Corrientes sobrenaturales circularon entre los tres componentes de la escena. Llamé a mis amigos, los demonios. Los maldije. Les grité. Los insulté. No dieron señales de vida. La mano de piedra gris comenzó a reptar sobre mí. Lento. Atenazándome los huesos con el dolor de la fría roca. Gris. Caí de rodillas. De rodillas ante la obra. La mano me apretó el cuello. El cuello prisionero respiró oscuridad frente a ella. Caí. No fui leve. Caí. No sentía nada. Caí. La cabeza golpeó el suelo. Por fin la mano dejó de apretarme. Giré mirando al techo, y no había techo. Estaban ellos, los demonios, los amigos. Me llamaron. Fui.
Al girar hacia abajo me veo con los dedos tejidos en el cuello. Frente a la obra. La mano de piedra gris, por fin cubierta de rojo.

Enfermo terminal - Néstor Darío Figueiras


Es una gran suerte que la biblioteca tenga tantos rincones ocultos. La multitud infinita de estanterías y libros establece una arquitectura adecuadamente recóndita y laberíntica. (Los libros son como ladrillos.) Papel impreso y madera barnizada (ambos elementos gastados, sumidos en una vejez exclusivamente bibliotecaria), generan el ámbito necesariamente sobrecogedor y a la vez cálido; casi hogareño, diría yo. Nosotros anhelamos el reencuentro con esa sensación "hogar-calor-seres amados", perdida para siempre... Nos contentamos con simulacros endebles e inanimados, como lo es esta falsa Hermandad que nos une, carente de todo afecto real, y cuya única razón de existir es la supervivencia.
Simulacros endebles... son como monedas falsas. A veces creo notar en los ojos tras los libros el mismo dolor. Sobre todo durante la tarde, cuando la sala de lectura está llena de estudiantes adolescentes. (¡Ah! ¡Cuán deseables son las jóvenes bajo sus uniformes grises y rojos! Deseables y dignas de lástima, con esa pretensión de independencia ilusoria, con ese ímpetu vital y arrogante con el que mascan chicle sin parar… No saben que viven de monedas falsas.)
Sólo el ardor de la tierra alivia la pena. Es bien sabido por todos que nuestra comunión con la tierra es imprescindible.
La penumbra eterna es otra ventaja. Es maravilloso observar como todas las cosas van fundiéndose en un mismo color dentro de una biblioteca. Aún los seres vivos van adquiriendo ese tono marrón parduzco con el paso de los días. Y también las ropas se impregnan con un resplandor mortecino y castaño. He tapado las ventanas con estantes repletos de tomos que no figuran en los catálogos. La luz agoniza aquí.
El punto es que mi empleo como bibliotecario me permite sobrellevar mi padecimiento bastante bien. Mi vagar insomne entre los anaqueles desde donde me vigilan los lomos raídos se ha transformado en una rutina aceptada por el instinto.
En algunas ocasiones hojeo detenidamente los libros, releo por enésima vez los comentarios equívocos de Paulo Erzambre acerca de los mitos del Draken, las leyendas de los drugos y su versión torpe e inexacta de la epopeya del llamado Uzannur. (Tan sólo lo hago para reírme, nadie ha conocido al terrible Draken como nosotros lo conocemos.) A veces escudriño los volúmenes tras alguna pista de Adravis, la garra irresistible que mora bajo los lechos de los hombres. (Determinar la amenaza de los peligros potenciales es uno de los deberes de todo miembro de la Hermandad. Sospechamos que el ataque de la garra es mortal, según consta en ciertos manuscritos hallados en Lotrán, ciudad donde se esconden los lívaros.) Y así van transcurriendo las lentas horas diurnas...
Ocasionalmente, y alentado por la oscuridad precoz de las tardes de invierno, cruzo la avenida corriendo en dirección a la catedral. Allí la luz es aún más escasa que en la biblioteca, lo que me permite permanecer sentado entre los fieles desesperados una o dos horas, escuchando fascinado los susurros incomprensibles. Todo sigue en su sitio... La cruz, el altar... Todo eterno y muerto... El polvo milenario cubre a los santos de piedra. Me estremece pensar que todo sigue igual a lo largo de los siglos y que yo no, yo que debiera ser inmutable.
Admito que la curiosidad me llevó a adoptar esa manía insanamente religiosa de visitar el templo: me han comentado que la imagen de la virgen ha llorado lágrimas de sangre; y deseo ver tal manifestación de poder lívaro. (Seguramente es una de sus proyecciones transanímicas.) Al salir de la iglesia, ya entrada la noche, saludo a las gárgolas que descansan en los capiteles de la fachada, y vuelvo a la seguridad cálida de la biblioteca.
En fin, me he resignado a mi destino. Me he habituado a quedarme solo entre los libros durante las noches, cuando los otros se despiertan y se van. La debilidad provocada por la falta de sueño me impide salir a cazar como lo hacen los demás. La Hermandad aún no me ha desahuciado, aunque también es bien sabido por todos que un vampiro que padece de insomnio está condenado al ostracismo, y finalmente a la muerte. Y ahora descubro que lo que he deseado innumerables veces me asusta.
En tanto duran las rondas de caza, limpio las decenas de ataúdes que se hallan en el secreto y profundo subsuelo de la biblioteca con un afán propio de un ama de casa. No reconocen mi labor, pero continúo con esa tarea puntillosamente para combatir cierto sentimiento de inutilidad que me deprime, aunque creo que por eso la Hermandad aún no me ha desahuciado. Soy un sirviente sumiso y eficiente.
Y luego satisfago mis apetitos varios. Ocasionalmente hay alguna estudiante que se extravía en los corredores más oscuros buscando libros de medicina. Ocultarla hasta la medianoche es tan simple...

Sobre el autor: Néstor Darío Figueiras

En el andén – Héctor Ranea


Para Mario Berardi, recuperado

El changarín estaba cansado. Otra vez lo habían atacado los vermes pari, una cepa indestructible de vampiros microscópicos. Me rezongaba
—¿Me dice usted para qué carajo los crearon?
—No se sabe, en realidad —traté de contestarle, pero antes de que terminara de pronunciar la última palabra, él a mí
—¡Las pelotas que no se sabe! ¡Lo dicen en todos lados! ¡Lo hicieron los del gobierno para sacarnos el hígado! —le salía espuma por la comisura de los labios—. ¡A mí me atacan al menos dos veces por trimestre! ¡Son peor que los de impuestos!
—Hay quienes aseguran que son extraterrestres. Por ejemplo —señalé— está el estudio del Doctor Bros del Instituto médico de Lomas…
—¡Pamplinas! Ya me estoy oliendo que a usted le gusta este gobierno. Ya lo olía medio nauseabundo.
—Perdón por mi olor —le dije— es por el ataque del varanus bubático, esa forma de…
—¡Ya lo sé! ¡Mi hija tiene de eso! El novio no logra acercársele, lo cual agradezco, pues está infectado con el bacitracio epiforúnculo y es más contagioso que la peste en camiseta… —Su voz se notaba un poco sombría.
—¿Hay alguna esperanza?
—¿Qué quiere que le diga? Si así quieren remediar la evasión impositiva…
—¿En serio que usted no cree en la hipótesis de que sean extraterrestres? ¿No le parece medio como demasiado que hayan armado todos estos nuevos microorganismos? ¿Le parece que no nos hubieran invadido los yankis, con todo lo que ahora tienen ellos de estas pestes, si hubieran sido los nuestros?
—¿En serio que a los yankis se les pegaron estos bichos?
—Ni que lo diga. Están en todos lados. Esos vampiros que lo atacan no tienen precedente en la historia de este planeta. Son alienígenas, seguro.
—Para mí los diseñaron con nanotecnología para hacer que los ingenuos como usted piensen que son extraterrestres.
—Insisto; ¿no le parece estúpido que el gobierno quiera que esté más débil y trabaje menos si quisieran que pague más?
—Estos vampiros cuando me dejan exangüe se van a los bancos y vomitan casi toda la sangre. Lo que quieren es nuestra sangre, ¿es posible que no lo vea? Usted es un tipo preparado, oiga. No puede ser tan ingenuo. Despierte.
Estornudé. El moco era absurdamente verde.
—¿Ve? Está fabricando dólares líquidos. Después va a un hospital y los agentes recaudadores le sacan moco y sangre y los transforman en dólares en el centro de inmunología genética que tienen en la Ceca.
—¡Carajo que está informado! Lástima que esté loco como un tomate. Sufre de alucinaciones por el ataque de esos murciélagos. Tome esta pastilla con un poco de agua buena —le acerqué un comprimido azul— y recobrará la razón.
—¡Agua buena! ¿De dónde viene usted? ¡Me parece que es usted el extraterrestre! ¿De dónde saca un habitante de esta puta ciudad un poco de agua que no esté enferma? ¿Me dice?
No había modo de convencerlo. Era uno de los más pertinaces que me había tocado entrevistar, pero eso me ponía muy feliz, a pesar de mi bubatiasis inducida por nuestros médicos. Con gente así, nuestra invasión sería un éxito en menos de un año más.

Sobre el autor: Héctor Ranea

El Ardid (Infierno 8) - Jesús Ademir Morales Rojas


K y Virgilio transitan dificultosamente a través del Infierno. De pronto aparece a su paso Dite, la laberíntica y temible ciudad de los demonios. Para seguir su marcha, es preciso atravesarla. No hay rodeos posibles. Toca Virgilio al portón. Abren. Habla entonces, Virgilio con los demonios. Estos, de pronto niegan con la cabeza. Cierran insolentes, en la cara del poeta. Virgilio vuelve al lado de K, pálido de rabia. Se consterna K, pero Virgilio lo tranquiliza: pronto arribará un enviado de lo alto para atender su percance, y permitirles seguir. Se sientan en una roca a esperar. Pero pasa el tiempo y no llega nadie. K no deja de mirar afligido al cielo, suspirando, y Virgilio se agobia de tedio, mientras hace garabatos con una rama en la arena calcinada. Pronto K, no puede más: se decide. Propone una estrategia a Virgilio, un ardid para ingresar a Dite. Llamará uno de los poetas en la puerta delantera y poco después otro en la posterior. Mientras los demonios atiendan confundidos, y dejen desguarnecida una de las entradas, para acudir a la otra, será el momento preciso de adentrarse subrepticiamente allí. Virgilio está de acuerdo y se frota las manos lleno de contento. Proceden como lo habían planeado. Virgilio llama en la puerta principal y se oculta. Abren los demonios y se asoman. K en ese instante llama a la otra puerta. Los demonios se apresuran allá, dejando libre el paso. K regresa corriendo al lado de Virgilio y ambos entran apresuradamente a Dite. Cierran ambas puertas sin demora. Golpean entonces los demonios indignados. K y Virgilio ríen y se felicitan como un par de cómplices. Pero justo en ese momento, escuchan grandes pesos siendo arrastrados. Sorprendidos por completo, nos pueden hacer ya nada. Los demonios han clausurado con rocas enormes, por fuera, ambas entradas.
De esta manera K y Virgilio quedaron atrapados en el laberinto del Infierno, para toda la eternidad.

Sobre el autor:  Jesús Ademir Morales Rojas

Cabildo abierto – Héctor Ranea


Nada como un buen edificio viejo para albergar murciélagos. Infaltables compañeros de las noches en el cabildo, cuando baja un poco el sol salen a comerse mosquitos, bichitos de luz (sí; esos que parecen hechos de una mezcla de acetato y gutapercha) y sabandijas varias.
—No. ¿Quién le dijo eso? No conozco murciélagos vegetarianos. No. Pero bueno. Paciencia. Es lo que hay. No viven en el cabildo. No se vaya a creer. Lo usan de albergue transitorio. Cuando se dejan llevar por la orgía de moscos y comienza a salir el sol, pillándolos lejos de su morada habitual, les molesta la luz y, como conocen el territorio, vuelan al albergue que tienen más cercano. Y; sí. Cerca de dos mil, tres mil por noche. Se los escucha rascarse unos a otros, despiojándose. Y; ¡Claro que tienen piojos, pulgas, de todo! Se sacan restos de piel, pero entre ellos. Es muy tierna la escena. Son animalitos realmente muy sociables. Se cuidan los embarazos, regurgitan a veces (¡Ay si lo sabré, cómo tengo que limpiar esos pequeños vómitos!) para que coman las preñadas que no pueden volar mucho.
¿Sabe que son casi ciegos? Sí señor. Cazan por el eco. Una maravilla. Se acercan a la presa sin ser escuchados hasta cuando ya es muy tarde. El chillido que lanzan es muy peculiar. Una vez estuvo un físico que me explicó, pero no entendí mucho. El tipo estaba entusiasmado; yo le noté algo raro, como un bulto atrás de la campera. En fin. No viene al caso. La cuestión se puso mala cuando las señoras que venían a la misa tempranito empezaron a quejarse por los ruidos que hacen los bichos al copular. Y. Imagínese, quinientas, mil parejas copulando, menudo despelote arman: ¿No cree?
Entonces el intendente llamó al exterminador murcielaguicida. El gordo vino con su parafernalia (era muy eficiente) para ahuyentarlos pero nada de lo que hizo (y mire que hizo cosas, ¡eh!) dio resultado. La persistencia de los quirópteros se hizo sentir. Tal parece, además, que tenían mal carácter cuando se los atacaba. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Llamaron a un exorcista de los de ellos y se pudrió todo. Evacuó al pueblo en un periquete. ¿Cómo adivinó? Sí, era ese investigador con el bulto atrás… sí ése. Bueno. Lo dicho. Se fueron todos.
¿Tiene para fumar? Pasa que en esta etapa, al transformarme en murciélago me dan ganas de tirarme dentro un poco de humo. No sé. No. Nunca me había dado por fumar, no señor. Perdón: no; Señor murciélago…

Sobre el autor: Héctor Ranea

Exterminios 1 – Ildiko Valeria Nassr


Me he propuesto matar a uno por día.
Esto fue hace una semana y lo voy cumpliendo. Llevo un diario en el que detallo las circunstancias y algunos detalles.
Anoto, además, algunos datos en mi celular. También he sacado algunas fotos, pero los detalles se pierden porque la resolución de mi cámara no es buena.
Casi todos los asesinatos son en mi cama. He decidido no cambiar ni lavar las sábanas. Me gustan las manchas de sangre sobre ellas. Y el olor, es agradable.
Quisiera elevar la cantidad de muertes por día. Me siento frenética y uno por día, me parece insuficiente. No voy a lograr exterminarlos nunca. Sin embargo, debo colocar cámaras para monitorear, porque encontré algunos cadáveres en el baño y en el living.
Mi afán de terminar con ellos es tan grande que temo enfermar.
El asesinato está ejerciendo presión psicológica en mí y ellos siguen reproduciéndose incesantemente.

El contravendedor - Javier López


Le tengo bien tomada la hora. Así que si a las 3:45 de la tarde suena el teléfono, como ocurre ahora, puedo estar seguro de que se trata de una llamada comercial.
Ayer preparé cuidadosamente una grabación en el contestador, y ya estaba deseando usarla.
Descuelgo el auricular para asegurarme, para escuchar la presentación del vendedor. Y no me equivocaba.
—Buenas tardes, señor Ramírez. Mi nombre es Gaudelino José del Rosario Villanueva, y le llamaba para ofrecerle...
En ese momento hice sonar la grabación:
—Señor o señora comercial: mi nombre es Miguel Ramírez. Si lo que desea es vender telefonía, ya tengo móvil y estoy tan descontento como lo estaría con el suyo. Si desea ofrecerme una conexión a internet, también tengo y va fatal, pero sabiendo que todas son iguales de malas, no me interesa cambiar de compañía. Si trata de vender seguros, estoy seguro de que no me interesan. Y de otros tipos de venta, ni hablemos. Así que puede ahorrarse continuar e invertir su tiempo en otro cliente. Gracias y que tenga buena tarde.

Sobre el autor: Javier López

martes, 28 de junio de 2011

Congelado en el tiempo (Círculo 4) - Carlos Daminsky


Cyberpunk esotek
Las visiones del tecnotarot Inflamaron mis ojos espurios y la conciencia matricial quedó definitivamente corrupta. La iconografía obsoleta se fundía en ríos de lava mercuriales que descendían hacia turbios abismos. Los rayos de energía caótica atravesaban la bóveda artificial mientras yo arrancaba bruscamente los lazos formados por cartílagos semiorgánicos.

Zomtecnolpisis total

Alazne se dio cuenta que el virus Zom había roto el control de su cuerpo reconvertido y ahora, se disponía a acabar con su sistema linfático a través de la metástasis bioartificial. En aquellos momentos tuvo visiones: moléculas azuladas formaban un nuevo mar que le brindaba sus tranquilas aguas. No un cuerpo transhumano, sino uno de carne y hueso. Así que inició el camino de la involución, engañada aunque sabiéndolo.

Simbología neoalquímica

En este atanor concentro todas las tablas con los códigos encriptados de Tagotis. La transformación es un cambio necesario para superar la catástrofe biocelular que acecha a toda forma de vida desde que alguien perturbó una ancestral caverna en la que las advertencias pintadas a la entrada no sirvieron para nada. El mal de la locura aguardaba en la profundidad, entre las tinieblas. Dispuesto a activar el virus.

Y yo me pregunto, ¿me servirán todos estos símbolos? Puede... La alquimia es la llave para la puerta de atrás en caso de catástrofe, sus códices guardan el secreto para contrarrestar una pandemia apocalíptica.

Figurado

Figurado por algún ente informático, mi nacimiento es una monotonía de rutinas que me llevan al parto a través de las rendijas de una carcasa metálica por las que salgo casi como plástico inyectado. Desnudo. Condenado de antemano.

Cabeza seca

Cabeza seca y exprimida por todos los mamones, que me diseccionaron y me instalaron electrodos para chupar de mi sistema neuronal. Pero no sabían que en aquellas ideas está codificado hacia atrás las órdenes para abrir el cielo sintético-divino de unas cosas que están hambrientas de cadenas de realidad cuántica, pues sus boca afiladas comen ahora, antes y después; a la vez, cualquier estructura que se les oponga.

Tan solo hace falta que alguien encuentre esa Idea entre el laberinto de mi cerebro y le de a la tecla de aceptar. No hay prisa. Después, nos vamos a reír un rato.

Anatema impositivo

Silencio de silicato. Las posibilidades se reducen a una pantalla blanca, que de vez en cuando se ilumina con las instrucciones y las leyes. Muy de vez en cuando... No hay párpados, ni ojos. Fueron sustituidos por lentes con diafragmas. Silencio de mierda...

Diablock

Diablock, diablock. El nanopacto fue sellado por estas venas decadentes y por este cuerpo de carne-b. Bafometo, cornudo sintético, fue testigo con su presencia holointegral. Y bien sabías que mi ego de vanidad sería la grieta de ataque entre el hielo. Otro esclavo metabolizado.

Demanufacturado

Esta máquina. Este mundo. Esta línea de montaje. Este silencio humano. Este ruido de chasquidos. Esta marca. Este prototipo. Este fósil. Esta conciencia colmena. Estas palabras muertas.

Locura y círculo

Cuatro palabras en mi limitado vocabulario. Dos de ellas ya se han corrompido. Ante mí un círculo. Dos palabras en mi obsoleto vocabulario. Una de ellas se ha disgregado. Ante mí un círculo. Una palabra en mi arcaico vocabulario, y ya se me ha olvidado. Ante mí un círculo y el mismo, refractario del exoesqueleto blindado.

Marca

Hielo inducido que quema en este frío espacio de conciencia-icono en pruebas. Espero una marca para abrir el puzzle, cuanto antes, de todas estas permutaciones que amenazan con colpasarme. Pero el contador del reloj me induce a la conclusión de fallo colateral. Última marca: 101 años.

No hay caos. No hay orden

No hay caos, no hay orden. Así que no tengo ningún modelo, ni referencia. Solamente algo que me ayuda en el simulacro para que pueda obtener un yo idealizado entre las líneas demostrativas de esta soledad de formas perdidas.

No puedo borrarme aunque lo intente, así que me quedaré con el flujo de preguntas que al rebotar, dan un intento de forma aunque errónea, de lo que hay en cualquier dirección vectorial.

Eso es lo que queda, una realidad jaula.

À la recherche de la virginité perdue – Daniel Frini


Ocurrió hace más de cincuenta años.

En su vida perdió otras cosas: el reloj de su padre, la medallita milagrosa que le dejó su madre, pero que antes había sido de su abuela. Perdió dos maridos: Manuel, que cayó bajo las ruedas del tren y Bienvenido, que se fue con la muchachita que trabajaba en el almacén de los alemanes. Perdió el título de la bóveda de la familia en el Cementerio Mayor; y luego lo encontró en una caja arrumbada en el altillo, pero ya era tarde, porque al finado lo enterraron en el pueblito. Cada vez que perdió sus llaves, sus documentos, el pasaje de colectivo para ir a visitar la tumba, la libretita donde está anotado el número de teléfono de la Jacinta; cada vez le pareció estar buscándola, como a un objeto querido, como a una reliquia.

Aún la busca.

Recuerda que al principio intuía saber dónde podía haber quedado, pero los años confunden lugares, caras y escenas.

La abuela Chola le decía, de niña, “Si buscás otra cosa, seguro va a aparecer”; sin embargo, no.

Pucha. A esta altura ya ni se acuerda como era.

En huelga - María del Pilar Jorge


—¿Dónde te metiste, desgraciada? Claro, seguro que te fuiste a pasear y estás vaya a saber dónde, paveando, mirando vidrieras. ¿Estará con otro? Es capaz… ¡Mujer tenías que ser! El escritor se levantó del asiento y dejó encendida la computadora. La pantalla del monitor estaba tan en blanco como su mente, y era culpa de ella, por supuesto. Sin ella, se sentía incapaz de escribir dos líneas; su única inspiración era su cuerpo incitante y esa mirada dulce con que lo contemplaba, mientras le murmuraba palabras suaves. La necesitaba y, precisamente por eso, la amaba y la odiaba, al mismo tiempo. Aunque la buscó en todos los espejos, no logró presentir su reflejo. Tampoco alcanzó a escuchar el fluir de su voz en ningún lugar de la casa. Sin embargo, la Musa aún estaba allí, riendo en silencio. Cansada de darle ideas para sus cuentos e historias, sin recibir siquiera una sonrisa, una palabra amable, una expresión de cariño o reconocimiento, había resuelto declararse en huelga. Huelga de ideas fugaces, de frases geniales, de palabras no pronunciadas. —Ya vas a volver ¡Sin mí no existís! —El escritor seguía mascullando su bronca. La musa, en su otro espacio, después de cubrirse con un velo, bajo el que también ocultó la notebook de última generación que se acababa de comprar, atravesó el vidrio de la ventana y desapareció.

El último de los titiriteros - Javier Arnau


El último marionetista dejó la existencia tal como la había encontrado; paneles grises y rojos cercaban la idiosincrasia de su porvenir entre revueltas de metálicos acordes y fanfarrias. En un futuro inmediato, sería reemplazado por el más novedoso invento entre lo más selecto de la bohemia de la ciudad: teatros individuales, proyecciones de sus corazones. Ya no había lugar para los pequeños titiriteros, la sociedad no dejaba lugar en su seno a mentes inquietas, almas errantes, fantasías vagabundas. Todos debían bailar con los acordes que sonaran entre la eterna melodía de un planeta que los acogía como una molestia más, como una infección que acabaría pasando.
El último de los proyeccionistas abandonó sus enseres a la vera de la vida, los descendientes de los extintos acróbatas celebraron su anual reunión para dar gracias al mundo que les había permitido seguir con vida. Actores, funambulistas, tramoyistas, caricatos, histriones, dramaturgos,... todos abandonaron haciendo mutis por el foro su anterior actitud, y el teatro de los sueños comunales echó el telón, tal vez por última vez, sobre el vuelo melancólico de pequeñas esperanzas individuales. Y los títeres tomaron el control, mientras el último marionetista cortaba todos los hilos que le unían a su realidad, y envolvía su engolada voz entre algodones antes de guardarla bajo llave en la caja junto a su anterior naturaleza, vía muerta hacia ningún sitio.

domingo, 26 de junio de 2011

Contrajuego - Sergio Gaut vel Hartman


Harto ya de la cháchara de su mujer, Gustavo buscó el control remoto con la vista, lo hallo sobre la mesa ratona, lo tomó con firmeza y apretó el botón rojo. No ocurrió nada. Tamara siguió hablando como si él no la hubiera desactivado. ¿Qué pasa?, se preguntó; esto debería funcionar. La miró boquiabierto y ella se dio cuenta.
—¿Te ocurre algo, amor?
—No, es decir… sí. Hace casi un año sustituimos a las mujeres por similoides, una línea de criaturas biónicas que lanzó al mercado la Hommen Inc. ¿Se agotaron las pilas del control remoto que no te puedo apagar?
—¡Ay, tontito. Eso es lo que les hicimos creer. El CCF…
—¿CCF?
—Comando de Contraespionaje Femenino. El CCF detectó la maniobra de los hombres con suficiente antelación y los sustituyó a todos por simuloides de la Femmen SAC.
—Pero yo… yo siempre… siempre apretaba el botón rojo y…
—Era necesario guardar las apariencias, bebé, por lo menos hasta que el reemplazo fuera completo. —Tamara sacó el control remoto del bolsillo y lo apretó con convicción, suspirando emocionada.

Baby H. P. - Juan José Arreola


Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña. El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que invaden ahora los hogares. De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica. Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio, trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando todos los depósitos familiares. El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el contador eléctrico. Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía. Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada aparato. El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.

viernes, 24 de junio de 2011

Reclamos – Héctor Ranea


—Vengo a hacer un reclamo, señora
—Para eso estoy, diga.
—Ustedes venden espejos fallados, pero fallados en forma fatal, digo.
—¿Cuánto hace que compró nuestros espejos?
—Veinte años
—Fuera de garantía, lo siento.
—No pude hacer otra cosa. A los tres años de comprarlo se me rompió.
—¿Y por qué no hizo el reclamo? Para ese entonces sí tenía garantía, señor.
—Es que me trajo la desgracia.
—Bueno. Eso son siete años, señor. Todo el mundo lo sabe.
—Ahí viene la falla, señora mía. Me trajo diecisiete años de desgracia. Me encarcelaron por cosas que no hice. Me largaron recién. Por eso reclamo. Ese espejo vino fallado.
—Mire. Yo que usted no movería un dedo. Éste suyo vendría a ser el reclamo número diecisiete del día…
—Comprendo. Mejor me retiro. A propósito ¿qué tiene que hacer esta noche?
—Bailo como desnudista en el club “Los diecisiete tragos”. ¿Quiere venir?
—No; gracias. Mejor puteo a lo que me queda de mi puto espejo.
—Buenas noches, señor.
—Buenas…

Sobre el autor: Héctor Ranea

Pum para abajo – Sergio Gaut vel Hartman


—La producción de ficciones ha descendido de un modo alarmante —dijo Pedro Fanguan revisando las estadísticas proporcionadas por el IMF. Levantó la vista e interrogó a Carmen Sosa de Tab, la promotora de 50 a 150 palabras.
—¿Qué se yo? —se atajó Carmen—. A mí no me acuse. Yo no vivo en la cabeza de los escritores.
—Debería.
—¿Debería?
—Debería, si quisiera hacer bien su trabajo, si no fuera una inútil con todas las letras.
—¿Qué letras?
—La “i”, la “ene”, la “u”, la “te”, la otra "i" y la “ele”.
—Se olvida del tilde.
—La tilde. ¿Se da cuenta?
—No, la verdad que no. ¿De qué estamos hablando?
—Antes, hablábamos de que producción de ficciones ha descendido de un modo alarmante. Ahora de que usted es una inútil con todas las letras.
—¿Qué letras?
—¿No le digo? Ni siquiera se da cuenta.
—¿De qué?
—Usted me irrita.
—Póngase talco boricado; es muy bueno.
—No es esa clase de irritación.
—¿Ah, no?
—¿Sabe qué, Carmen?
—No.
—Haga de cuenta que no le dije nada.
—¿Nada de qué?
—De que la producción de ficciones —dijo Pedro tratando de mantener la calma, aunque eso era perfectamente imposible— ha descendido de un modo alarmante.
—¿Hasta qué nivel descendió?
—Hasta el quinto infierno. —Pero casi de inmediato, Pedro se tapó la boca—. ¿Ve lo que me hace decir?
—No lo veo, pero lo oigo.
—Perdóneme, Carmen, olvidé que usted es ciega.
—No es nada, señor; estoy acostumbrada.
—¿Y se puede saber cómo llegó a trabajar de promotora de 50 a 150 palabras?
—Paso las yemas de los dedos por la superficie de los libros. Puedo distinguir perfectamente las letras.
—¡Qué notable! Me recuerda a un detective ciego que hacía eso. Leí el libro hace años, pero me olvidé del título, el nombre del personaje y el autor.
—Duncan Maclain, de Baynard H. Kendrick; tal vez la novela sea Reservations for Death o Blind Man's Bluff.
—No creo; no me suena.
—No le suena porque usted es sordo y acaba de bajar el volumen del audífono.
—¿Y usted cómo sabe eso si no me ve? —Pedro Fanguan estaba estupefacto. ¿Había subestimado las capacidades de Carmen Sosa de Tab?
—Soy alumna de Aleida Grababe.
—¿En serio?
Aleida Grababe era la única detective de la Federal que podía presumir de una entrada en el Libro Guinness. Ciega y sordomuda, carecía de brazos y piernas; era negra, judía y lesbiana. En su niñez había sido violada por el Batallón 611 de artillería en pleno, luego de diecinueve días de maniobras en Pampa del Viento. Aleida andaba en un carrito por las calles de Buenos Aires, colmadas de asesinos. Nunca había podido resolver un solo caso.
—En serio, ¿por qué habría de mentirle?
—No lo sé. ¿Para facturar una microficción más, tal vez? Una es mejor que ninguna. Sube el promedio y usted cobra algo de plata.
—¿Cuánto voy a cobrar?
—¿Por esta porquería? Veamos: tiene quinientas catorce palabras; a un euro con veinte la palabra le tocan seiscientos dieciocho euros, moneda más o menos.
—No está mal. ¿Escribimos otro?
—Dele.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Planos superpuestos – Sergio Gaut vel Hartman


Se abrió la puerta y vislumbré una figura de pesadilla que avanzaba hacia mí blandiendo una enorme cuchilla de carnicero.
—¡Corten! Va de nuevo. Un poco más de saña, Martín, sos un asesino demente. Y vos, Diego, estás saliendo del sueño, de una pesadilla, y tu rostro debe reflejar el desconcierto de caer en otra, aún más terrible. ¿Entendieron? ¡Acción!
Se abrió la puerta y vislumbré una figura de pesadilla que avanzaba hacia mí blandiendo una enorme cuchilla de carnicero. La cara del asesino, fundida como cera sobrecalentada, chorreaba sobre mi cuerpo de un modo obsceno. Traté de animarme contemplando el resplandor de los focos, y la mujer de la peluca roja que debía entrar para salvarme antes de que el asesino consumara su acto, pero no vi nada.
—¿Qué estás buscando, idiota? Esto no es un set de filmación y tampoco una simple pesadilla de la que uno puede despertarse. —Alzó la cuchilla y la hundió en mi pecho. Caí de la cama y empecé a desangrarme.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman