viernes, 12 de noviembre de 2010

Monstruo VI - Lilian Elphick


Todo monstruo es también mago. De tanto aparecer, desaparece. Nadie lo ve ni lo escucha.

Yo, por ejemplo, trato de asustar a las damas, pero ellas abren sus paraguas para protegerse de la lluvia que les acaricia las manos y, luego, moja el ruedo de sus vestidos, tan largos como mi ansia. Y ese mismo temporal, combinado con un viento feroz, da vuelta los paraguas y los raja. Ellas gritan, mientras el armado fastuoso de sus cabelleras se deshace, y les chorrea laca y tintura por la cara; los ojos maquillados son una ruina. Las damas lloran aterradas; sienten que “algo” les sube por las piernas: una rata, una araña, una culebra. Y caen al suelo dando patadas, se revuelcan en el barro, profieren insultos, alborotan sus pechos, se abren al placer de mis babas, de mi torrencial impulso.

Las lluevo una a una, hasta que todos somos un charco evaporándose lenta y definitivamente.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/lilian-elphick.html

Llamarlo infiltrado - Gonzalo Santos

—¡Sandoval! —dijo Jorge—. Sandoval siempre fue un narrador excelente. Deberíamos llamarlo. Hace dos horas que estamos en el bar, y me da la sensación de que podrían pasar días enteros sin que se nos ocurra nada.
—Pará la mano —dijo Ernesto, bebiendo un sorbo de café italiano—. Pensemos un poco más. Ya lo tenemos casi todo; construimos personajes con los que podría identificarse cualquiera, hasta tu abuela. Hicimos hablar a testigos estratégicos, que expresan lo que queremos decir sin la necesidad de que lo digamos nosotros. El argumento es ingenioso y…
—Sólo nos falta hacer que encaje este personaje —Jorge bebía café casi sin darse cuenta; ni siquiera sabía que ya iba por el quinto—, pero insisto: no lo vamos a lograr nunca. Hay que llamar a Sandoval. ¿Quién otro con tanta experiencia?
Entonces Ernesto apagó el cigarrillo, agarró el celular, marcó un número y esperó. Luego de varios tonos logró comunicarse con Sandoval, y le explicó todo. Hablaron cinco minutos. Cuando cortaron, Jorge ya iba por el séptimo café y empezaba a mirar para todos lados, como buscando alguien que los estuviese espiando.
—¿Y? ¿Qué te dijo? ¿Lo arregló?
—Sí —respondió Ernesto—. Ya está. Tenías razón. Ahora todo tiene verosimilitud. Al negro de la foto hay que llamarlo infiltrado, y hay que construir varios personajes-testigos que hagan correr el rumor. La noticia ya está lista. Dale, agregale eso y llevala al diario. Mañana vamos a tener un día muy duro.

El soldado fiel - Cristian Mitelman


Un rey contrajo lepra. Angustiado por las ulceraciones, decidió ver qué ocurría en su reino para que alguien como él (eminente, sabio, justo) fuera rebajado a tal enfermedad.
Las calles eran pústulas pobladas por mendigos. El mercado central, un hervidero donde convivían las ollas de pescado a medio podrir, las fritangas, los caldos rancios, las manos huesudas que tocaban las mercaderías, las miradas de los vendedores que buscaban acuñar otro níquel, el excremento de las ratas, las voces de las viejas flatulentas, los perros que orinaban en cualquier sitio, los charcos hediondos que apenas reflejaban una luna menguante.
“Éstos son los responsables de mi mal”, se dijo. “Es evidente que el viento arrastró la pestilencia y llegó hasta mis alcobas.”
Dispuso entonces que el grupo de elite de su ejército arrasara a todos los pobres y menesterosos. Exhortó además a la quema de chozas. “Nada de lo inferior debe quedar en pie.”
El aroma de la sangre y el fuego llegó al palacio pasada la medianoche. Pensó que al no recibir más tales emanaciones, en breve se curaría.
Un soldado entró en su habitación. La espada mostraba los vestigios de la matanza. El hombre avanzó hasta el rey. Cuando éste sintió que el hierro se hundía en su costado, miró al rostro de su asesino. Pensó que era el único hombre digno de heredar el trono, pero ya no había tiempo para palabras.


Extraído del Cartapacio de maravillas pasadas. Siglo XII

Ingeniería – Héctor Ranea

Mi padre no entró en el cajón. Fue bastante jodido, todo un tema, en fin. Al final, no hubo caso. Rígido ya, nadie sabía qué hacer con él. Papá era muy grande. Todos los carpinteros se pusieron, con buenas artes y mañas, a armar un ataúd, pero nada. Se desmoronaba sin remedio aun usando los árboles enteros y no había cuerdas capaces de ligar tanta cantidad de madera, ni clavos posibles de atravesarla.
Los arquitectos diseñaron todo tipo de edificios posibles, pero cualquiera de ellos hubiera colapsado al instante de tan grandes que se necesitarían las vigas, los cielorrasos, las arcadas y los dinteles.
Los ingenieros excogitaron un nuevo material, mezcla de arena húmeda, cierto mortero secreto y clavos oxidados, tan resistente que luego hicimos, gracias al mismo, edificios de muchas plantas, pero no había caso: los modelos de ataúd se hundían bajo su propio peso, implotaban aún en escalas mucho más pequeñas que lo requerido por el cadáver de mi padre.
Una verdadera pena.
Hubo que preservar el cadáver en hielo que inventaron con las artes que el muerto les enseñó a los ingenieros. Después de eso, en vino. Y al final, en sal.
Mientras, tratamos de cavar en un valle para generar el enterratorio. Lo cierto es que removiendo todo sólo hubiéramos puesto en peligro el bosque, así que desistimos a poco de empezar.
No quedó otro remedio que llevarlo entre miles de naves al mar. Los pilotos habían localizado una sima lo suficientemente profunda para contenerlo sin riesgo. Al volcarlo hubo no pocas naves que se hundieron, afortunadamente sin víctimas ya que fuimos al rescate raudamente.
Todos los crepúsculos, desde entonces hasta ahora, escuchamos a los tiburones en su frenesí alimentarse de mi viejo. Al principio, incluso, cantaban borrachos por todo el alcohol que contenía el cadáver. Me da cierta tristeza cuando me pongo a pensar, aunque sé que finalmente hasta los escualos fenecerán antes de haber apenas roído el cuerpo muerto.
Armamos un cenotafio en la excavación que intentamos. Lo más ingenioso que se les ocurrió a los grandes sacerdotes para poner en la lápida como epitafio fue: “Aquí no yace Gulliver, natural de no sabemos dónde. Un gran ser humano”. Claro, con esta ambigüedad, nadie va a tener cómo encontrarlo. Pero todos a quienes nos interesa sabemos dónde está.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los riesgos de la teleportación – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Que los avances de la ciencia y la tecnología son una cosa maravillosa no se puede discutir, y el que lo discute es un necio, tonto, estúpido, un verdadero memo, en síntesis: un ganso que hubiera merecido nacer en el siglo XVII, el peor de todos. Pero así como digo una cosa digo la otra: la teleportación tiene sus bemoles (y sus corcheas, ya que estamos), y peor con este tiempo lluvioso. Uno se teleporta y corre el riesgo de caer en el cuerpo de Gilda (la cantante, no la escritora) o le puede pasar lo mismo que le pasó a Jeff Goldblum con la bendita mosca. En el revoleo puede quedar mezclado con las partes de un automóvil, por ejemplo. Seguro que no le va a gustar. Una vez fui amortiguador y no se lo aconsejo a nadie, menos a mí. O le puede errar al spin de los cuantos o del que sé yo cuantos y pasarse el resto de la eternidad revoloteando alrededor de un agujero negro, sin entrada para entrar ni patadón de ogro de seguridad para salir. Por eso, y sin renegar del progreso, póngase vacunas, hágase tomografías, clónese o viaje a Marte, pero no se teleporte.

Acerca de los autores:

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/hector-ranea.html

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html

En la selva - Olga Appiani de Linares


Hace varias noches que no descansa bien. Se acuesta, con el propósito de ver alguna película por televisión y a los pocos minutos el sueño la vence; dos o tres horas después despierta para reencontrarse con el insomnio, como quién se enfrenta a un viejo enemigo que siempre nos derrota. En la medrosa quietud, sonidos extraños la rodean: crujidos, susurros, movimientos invisibles brotan de todos los rincones. Los nervios la dominan, se avergüenza de revivir, a sus años, antiguos terrores infantiles. Ausente de ellos, Rubén duerme, tranquilo. Su pausada respiración es el ancla a la cual ella sujeta su cordura, que siente desfallecer ante el acoso nocturno. La luz incierta del alba la encuentra agotada, aturdida; sólo logra funcionar aceptablemente después de un par de aspirinas y unas tazas de café bien cargado. Día tras día, cada vez más exhausta, desea el descanso que ya presiente imposible. Al contrario, todo empeora; se suman a los ruidos cercanos los callejeros: aullidos de ambulancias, sirenas policíacas, ecos distantes de trenes y camiones; a veces disparos, gritos, carreras. Pueden inspirar temor pero son, en cierta forma familiares, conocidos. ¡No como los que comienzan a filtrarse por su desvelo! Sonidos que la hacen pensar en pelajes moteados, en ramas quebrándose bajo garras afelpadas, en animales atrapados por incorpóreos depredadores. Durante el día adjudica estas figuraciones a sus nervios desquiciados, pero en las noches no puede evitar el terror; su respiración se agita y la sangre es un desbocado tambor en sus oídos, una transpiración helada le brota desde las entrañas. Boca arriba, le parece que el techo de la habitación se disipa, dejándola indefensa bajo una bóveda sombría dónde el sol no penetra jamás a pleno; se imagina rodeada de otros muros, muros hechos de lianas, troncos, de compactas masas de vegetación tropical. Desde ellos, salvajes ojos de ópalo y jade la acechan y cree percibir olores de zoológico, nada que ver con el domesticado aroma de la cera o el lustramuebles que emplea para la limpieza. Esa noche, desbordada por la insoportable tensión, extiende la mano en busca de la luz consoladora del velador; bajo su suave resplandor comprobará, se dice, lo ridículo de su miedo; las paredes le mostrarán sus cándidos tonos pastel, el techo será solo un techo y no habrá ninguna amenaza escondida a su alrededor. Pero en vez de la mesa de luz sus dedos tocan algo frío, escamoso, que se desliza, rápida y sigilosamente, huyendo de su contacto. Los dedos se retraen, forman un puño que sofoca el grito agazapado en su garganta. Todo su cuerpo es un latido, una ola roja que la aturde y, vencida de horror, se desmaya. Cuando abre los ojos otra vez, la claridad grisácea del amanecer exhibe la normalidad de la habitación. La araña, impávida, cuelga del techo como todos los días y, como todos los días, ve los viejos muebles a su alrededor; ningún indicio de que algo extraordinario haya sucedido, solo su rostro pálido y desencajado sobre el espejo. Rubén escucha, condescendiente, su deshilvanado relato. Le dice que debió soñarlo todo, que no hay otra explicación lógica; tal vez sería aconsejable una visita al médico, le vendría bien algún sedante si no quiee enfermarde puro agotamiento. Ella, poco convencida y a desgano, asiente, pero solo porque teme enfrentar opciones menos razonables. Ni el café ni las aspirinas le sirven, incapaces de suprimir la sensación de irrealidad que la acompaña todo el día. Las cosas a su alrededor, nítidamente definidas por la luz del sol, le resultan menos verdaderas que sus vivencias nocturnas y no puede concentrarse en números y porcentajes, atrapada aún por los recuerdos de las supuestas pesadillas. Malhumorada, contesta mal a sus compañeros, no acierta a balancear debes y haberes, el campanilleo del teléfono la lleva al borde del grito; desea, más que nunca, salir de la rutina intolerable. Casi no cena, y su mente divaga mientras aparenta escuchar los comentarios de Rubén. Después se queda viendo televisión, temerosa de lo que vendrá al acostarse. Desde la habitación Rubén la llama, le recuerda que deben levantarse temprano, que no se extrañe después si anda hecha una zombi. Al fin, rendida de cansancio, se va a la cama. Las sábanas de limpio aroma la reconfortan y, agotada, se duerme enseguida. Al despertar ya no está en su cama ni en su dormitorio. Sus pies descalzos pisan una alfombra blandamente repugnante, olorosa a humedad y materias en descomposición; en torno suyo se ciernen pesadas sombras, árboles agobiantes, serpentinas de lianas; sonidos animales se le acercan, fulgurantes ojos verde-amarillos la observan; víctima posible, sabe que su camisón blanco resalta sobre toda esa negrura informe, incitando el ataque. Cree sentir en el rostro un aliento fétido, sobre la carne temblorosa las garras afiladas, anticipa el zarpazo final. El grito tantas noches retenido estalla en su boca. A pesar de los esfuerzos de Rubén para calmarla, gritará por mucho tiempo, el cuerpo tiritante, los ojos ciegos, extraviada entre las sombras de la selva. Bajo la cama, una orquídea sedosa comienza a marchitarse.

Tomado del blog: http://www.olgalinares.blogspot.com/


La autora:
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/olga-appiani-de-linares.html

Una idea para Lorenzo - Gonzalo Santos


No escribía nada desde hacía años. Su primera y última novela —“La tercera Pitada”—, devenida rápidamente en best seller, lo había dejado exhausto y sin ideas, como le ocurrió a Juan Rulfo después de Pedro Páramo. Los amigos intentaban ayudarlo, los fans llenaban su casilla de e-mail, la esposa lo amenazaba y le decía que, de no volver a escribir, tendría que ponerse a trabajar de otra cosa. Incluso, con el tiempo salió al aire un programa de televisión, al que titularon “Una idea para Lorenzo”, y que prácticamente consistía en un casting en el que varias personas presentaban ideas, tramas, argumentos, para ayudarlo a vencer el síndrome de la página en blanco que, sin duda, él tenía.
Pero nada sirvió. Lorenzo Mikópulos siguió obstinado en su silencio y, ya octogenario y casi con lo último que le correspondía de los derechos de autor de “La tercera Pitada”, se compró una casa en el Caribe holandés y se mudó solo, lejos de todo aquel que pudiese insistir con que debía seguir escribiendo.
Esa mudanza, sin embargo, fue interpretada por algunos como un rapto de ascetismo y, en consecuencia, lo empezaron a leer también los religiosos, muchos de los cuales incluso comenzaron a hacer peregrinaciones hacia su casa. Hay testigos que aseguran haberlo escuchado insultando en un estilo blasfemático típico del sur de Italia, de donde él no proviene. Eso le ganó también la simpatía de los italianos y, finalmente, el libro terminó siendo traducido a todos los idiomas del mundo, inclusive a los de aquellos pueblos o etnias que aún no han llegado a la escritura, para los cuales se editó también en versión de audio.
Luego de haber rechazado en innumerables ocasiones el premio Nobel de Literatura, Lorenzo Mikópulos falleció un 15 de abril por la madrugada, mientras fumaba —según se dice— y miraba el mar embravecido por el ventanal de su dormitorio. Aún hoy piratas de las letras provenientes de todas partes del mundo —y en especial, de Inglaterra— buscan textos ocultos que, según parece, estarían enterrados en algún lugar de la isla y que el sólo hecho de leerlos provocaría un mutismo perpetuo.
Asimismo, para completar la miti-canonización, el programa “Una idea para Lorenzo” fue reemplazado por otro de nombre “Recordando a Lorenzo”, e incluso surgieron varios programas nuevos, como “La voluta de humo de Lorenzo”, “Lorenzo en la playa”, “Los primeros años de Lorenzo”, “Interpretando a Lorenzo”, “Misterios de Lorenzo” y “La verdad sobre Lorenzo” —este último conducido por el gentleman asiático Ching Gelblung— en el que, por cierto, se asegura que Lorenzo Mikópulos en realidad nunca existió —por lo tanto, nunca pudo haber escrito nada—, que “su nombre carece de referente”, y que todo fue una construcción discursiva y propagandística de las grandes editoriales burguesas, ya en agonía por el predominio de las imágenes sobre la letra impresa.
Esos rumores, no obstante, poco importaron. Los adoradores y el público en general no se detuvieron en la frivolidad de la existencia fáctica de un cuerpo en una superficie. Fenómeno tan grande —concuerdan— se hubiese producido de cualquier modo, aún sin ese detalle. Quizás tengan razón. La historia está llena de casos así.

lunes, 8 de noviembre de 2010

La manzana - María Laura Orfila


Juan levantó la manzana del piso, la lustró contra el pulóver de dudosa higiene y se la acercó a la boca, decidido a darle un mordisco. Entonces se le ocurrió... le podía pasar lo mismo que a la heroína del relato que acababa de leer.
Le dirigió una mirada de desconfianza al libro tirado descuidadamente sobre la hierba: "Blancanieves y los siete enanos". Sin embargo, recordó a su madre:
-No te preocupes; es tan solo un cuento, Juan.
Se lo repitió a sí mismo y, olvidado ya de sus temores, mordió la fruta.
Al volver en sí, Juan quiso incorporarse pero su cabeza chocó contra una superficie dura. Levantó la vista y lo que vio le demostró que el libro no mentía... siete enanos lo miraban desde fuera de una tapa de cristal pero sus miradas no expresaban ninguna alegría, sino furia, rencor..
¡Este descubrimiento lo horrorizó! Quiso gritar pero ningún sonido surgió de su garganta
Mientras, los enanos iban levantando la tapa lentamente, muy lentamente... pero con seguridad, la seguridad de unas bestias famélicas mientras unos ojos crueles y deformes se apretaban contra el cristal...

Veinte jóvenes cuentistas argentinos. Buenos Aires, Colihue, 1987.

La Prueba - Raúl Brasca


"Sólo cuando sea derribado tendrás a mi hija", había dicho el brujo. El hachero miró el tallo fino del árbol y sonrió con suficiencia. Un primer hachazo, formidable, marcó levemente el tronco. Otro, en el mismo lugar, apenas profundizó la herida. Bien entrada la noche, el hachero cayó exhausto. Descansó hasta el amanecer y hachó toda la jornada siguiente. Así día tras día. La herida se iba profundizando pero, a la par, el tronco engrosaba. Pasó el tiempo y el árbol se volvió frondoso; la muchacha perdió juventud y belleza. El hachero, a veces, alzaba los ojos al cielo. No sabía que el brujo conjuraba los vendavales, desviaba los rayos y alejaba las plagas que carcomen la madera. La muchacha encaneció y él seguía hachando. Ya casi no pensaba en ella. Poco a poco, la olvidó del todo. El día en que la muchacha murió no le pareció distinto de los anteriores. Ahora, ya viejo, sigue su pelea contra el tronco descomunal. No se le ocurre otra cosa: el silencio del hacha le produciría terror.

Suplemento Cultura del diario La Nación del 19 de enero de 1997

La poesía vogona - Douglas Adams


La poesía vogona ocupa, por supuesto, el tercer lugar entre las peores del Universo. El segundo corresponde a los azgoths de Kria. Mientras su principal poeta, Grunthos el Flatulento, recitaba su poema «Oda a un bultito de masilla verde que me descubrí en el sobaco una mañana de verano», cuatro de sus oyentes murieron de hemorragia interna, y el presidente del Consejo Inhabilitador de las Artes de la Galdia Media se salvó, perdiendo una pierna en la huida, Se dice que Grunthos quedó «decepcionado» por la acogida que había tenido el poema, y estaba a punto de iniciar la lectura de su poema épico en doce tomos titulado «Mis gorjeos de baño favoritos», cuando su propio intestino grueso, en un desesperado esfuerzo por salvar la vida y la civilización, le saltó derecho al cuello y le estranguló.
La peor de todas las poesías pereció junto con su creadora, Paula Nancy Millstone Jennings, de Greenbridge, en Essex, Inglaterra, en la destrucción del planeta Tierra.

Guía del autoestopista galáctico, Cap. 7

jueves, 4 de noviembre de 2010

Disgresiones (en el silencio) – Pablo Moreiras


Es tarde, muy tarde, tan tarde que quema la tarde, ardiente y roja, como un alma a punto de incendiarse.
Es noche ya, y un silencio que no se interrumpe por nada, y una oscuridad que se parece a la muerte o a algo llamado desconocido. Y siempre tú, y yo, y todo lo que no existe pero forma parte de nosotros, todo lo que la vida nos hizo sin darse cuenta, todo lo que somos pese a tantas cosas, y por culpa de tantas otras.
Estas palabras, palos de ciego entre la luz y el sueño, entre la vida y la nada; la angustia de ser en una sola palabra.
Siempre esta espiral que se perpetúa en su crecimiento estancado en una sola tarde, aquella desconocida tarde de una infancia de la que ya casi todo es inventado, y sin embargo es el único mapa del alma.
La vida es otra cosa, una película proyectada en un cine a las afueras, en los arrabales de todo aquello que no se ve, más allá, mucho más allá de uno mismo.


Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:

martes, 2 de noviembre de 2010

Un paseo bajo la lluvia – Sergio Gaut vel Hartman


Miré por la ventana; llovía a cántaros. Me puse el impermeable, tomé el paraguas y salí a la calle, aun cuando sabía que no encontraría a ninguno de mis amigos en el bar del club. Sólo tropecé con prostitutas que arropaban su desnudez en enormes y empapados abrigos de piel sintética, artesanos obstinados que desafiaban el aguacero junto a sus puestos de la plaza, cubriéndose apenas con sus paraguas maltrechos, y los taxistas, los infaltables taxistas que comían sandwiches de milanesa con lechuga y tomate sentados en el asiento trasero de sus automóviles, como si estuvieran seguros de que nadie requeriría sus servicios por ningún motivo. Yo sólo era, por decirlo de un modo elegante, la excepción que ponía a prueba la regla.
Me aproximé al primer taxi de la fila y metí la cabeza por la ventanilla; parecía un condenado a muerte que va a ser guillotinado de abajo hacia arriba. Me reí interiormente de lo absurdo de la imagen.
—¿Qué desea de esta modesta persona? —dijo el taxista tironeando de la milanesa con sus dientes podridos.
—Pensé que, tal vez, si caminaba bajo la lluvia, mis ideas se refrescarían, pero veo que no. Quiero dar una vuelta por la ciudad. ¿Cuánto cobrará por ese viaje?
—¿Sabe lo que pensé en cuanto se acercó a mi vehículo: “Este es el asesino de prostitutas que busca la policía”.
—¿Eso pensó? La gentuza no debe pensar esas cosas de los caballeros como yo, amigo. ¿Le parece que soy un asesino?
—No, en absoluto; y por eso mismo es posible que lo sea. ¿Usted no lee novelas policiales?
—¡Basura! Esa es la clase de cosa que leen individuos como usted, en el caso de que sepan leer, claro.
—¿Le han dicho alguna vez que usted es un sujeto arrogante, fatuo y desagradable?
—¡Jamás! —repliqué al tiempo que sacaba el bisturí. Después de todo, la ocasión justificaba la excepcionalidad de mi acto.

Acerca del autor:

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html

viernes, 29 de octubre de 2010

El cielo es gris (el hilo de Ariadna) – Pablo Moreiras


El cielo es gris, hace frío, y las hojas se mecen despidiéndose, del aire o del mundo. Tu mirada, de colores profundos, se pierde en el rumor del viento nórdico.Todo calla en esta mañana acallada, donde cada uno inspecciona cajones olvidados, y saca poco a poco recuerdos, y los mira con ojos extraños, y se reconoce en alguna mirada, en alguna prenda de vestir en verano, en alguna palabra también lejana.Casi desnuda, en el hueco de tu casa, paseas las estancias, en camiseta, en pantalones de algodón o pijama, con pechos turgentes, con manos inquietas, con amor y sexo en tensa alarma.Rebuscas secretos, cosas que nunca supiste que sabías, sueños que esquivaste para salvarte de no sé qué. La casa en silencio, y un puzzle de infinitas palabras que ordenan tus dedos, rehaciendo laberintos que te guíen, hacia el futuro o hacia el pasado, es decir hacia ti misma, al borde mismo del latido.Como el hilo de Ariadna, las palabras, sorteando la furia de la angustia vital y de la muerte, te acercan al suave y cálido olor de tu cabello rojo, que acaricias despistada, mientras tu mano se introduce entre tus labios, y tus dedos te desbrozan, en un estallido mudo, pasional y gris de hojas despidiéndose, con todas tus palabras que renacen, y te sobreviven, y te abren el camino, desde cajones olvidados a miradas que regresan, al siguiente latido acelerado, en la calma y las voces que te llaman, con tu nombre dulce enamorado.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:

La feria - Luis Alberto Guiñazú


Al doblar la esquina, me encontré de pronto con la calle cortada por la feria de los viernes.
Prendida de los árboles, Venus se resistía a borrarse ante la incipiente aurora.
Ya las primeras vecinas observaban los frescos productos que se ofrecían al menudeo, lo primero que llegó a recibirme fue el aroma de los dorados churros que crepitaban dulzuras y que en mi estómago cayeron muy bienvenidos, luego de un trasnoche desnutrido y bien regado.
Los pescados de mirar brillante me inundaron con el sabor de las olas del mar austral.
Las puesteras de inmaculados guardapolvos plañían sus potajes de inigualable calidad, sabor y olor a quien se atreviera acercarse por sus carros.
Me alejé seguido por el murmullo de las comadres, que no se perdían de advertir la hora en que regresaba a mi hogar, teniendo a mi esposa en avanzado estado de embarazo.
Me mordí la lengua para no gritarles las palabras atormentadas del no saber a quién pertenecía.

Tomado de: http://pasequelecuento.blogspot.com/
Sobre el autor: Luis Alberto Guiñazú

El monje tecnológico - Newton Stone



Hora 5:05pm
Bajo la fría y misteriosa botella ámbar de cerveza redescubrí la virtud de estar y sentirse solo. Las relaciones en la facultad se convertían en algo un poco tenso y yo estaba siendo arrastrado en una vertiginosa situación donde no sabia que eran los sueños ni cual era la sísmica realidad. Todos allí se agrupaban bajo intereses bien definidos: status económico o social (o ambos), intelectuales, solo sexo o simplemente por una afinidad espectral…yo apostaba por una agrupación caótica con ribetes de oscurantismo…
Bebí un trago y aumente mi fuerza síquica, debía tomar mi propio demonio con su rifle magnético y enfrentarlo…
Despertar de esa realidad-sueño me trajo de vuelta hacia un día resplandeciente de azul en un cuarto de hotel viendo las horas correr con la forma de calle bulliciosa, sentado en un bar chino donde muchos conversaban sin esperar a nadie.
Diferencias sutiles empezaron a mostrarse: los días iban y venían cambiantes solo en los relojes de la gran ciudad. Insoportables frecuencias fonéticas desestructuraban mi razón convirtiéndolos en elementos impuntuales… una parte analógica y desértica, otra digital e irreparable…

La bomba de humo empezó a surtir efecto, nadie puede ya acordarse, no podían ver…
Todos existían para ser humanos, en una justificación acompañada de una eterna diversión. Muy habitual por estas tierras…
Mi reporte no estaría completo si no lograba describir esa sensación de que no saldría de este sitio en mucho tiempo. Sueño que no descifraba como atraparlo…
Mi actual posición se designo bajo un ciclo nefasto. Debía reestructurar todo mi sistema y desarrollar un tipo de tecnología intermedia entre sus cerebros y mis manos. Los terrícolas carecían de prótesis sensoriales. Del PC al ojo-oído nada había sido implantado.
Esto empieza a preocuparme…
La invisibilidad es el primer paso…

miércoles, 27 de octubre de 2010

¿Esto es lo que querías de la vida? - Eduardo Betas


—¿Esto era lo que querías de la vida?
Sus primeras ocho palabras me golpean pero, en lugar de dolerme, me producen cansancio, que es otra forma del dolor.
Me quedo en silencio. No la miro. Ella garabatea en mi silencio con el gesto de husmear en el aire con los ojos. Algo que quiere parecer conmiseración pero que a mí se me hace grito de autosuficiencia. Y husmea en el aire con los ojos. Como si sus ojos fueran el hocico vibrante de un podenco. Husmea con los ojos, a su alrededor, como buscando qué hacer para no seguir mirándome en ese baldío de silencio en el que me arrojó su pregunta.
Ésa es su manera de hacerme entender que me había quedado sin respuestas.
Por eso es que en el mismo momento en que mi silencio está a punto de convertirse en cenizas le digo:
—No lo sé.
Ella sonríe como un animador de programas de preguntas y respuestas cuando el participante ha contestado de manera correcta. Pero es fugaz. Desde su mirada desciende una brisa fría que apaga sin más la sonrisa.
—No sabés lo qué querés. No sabés para qué me querés. Ni siquiera sabés para qué me llamás.
—No. No es así.
—¿Entonces?
—Nada. No hay partituras ni recetas ni itinerarios…
—Pero yo estoy acá. Yo sí sé porqué vine. Quedate conmigo. Llevame con vos.
En algún lugar me vuelve a sangrar el cansancio. Comienzo a sentir la boca reseca, empastada. Las palabras se rompen antes de poder decirlas…
—No puedo llevarte porque ya te tengo. No puedo quedarme porque ya no estoy…
Y aunque no sé si es eso lo que quiero decir tampoco puedo hacerlo.
—No puedo llevarte porque ya te tengo. No puedo quedarme porque ya no estoy… Es eso lo que querés decir ahora y no podés ¿cierto?
La miro. Miro su mirarme. Se me disuelve tanta memoria, tantas fotos juntos, tantos momentos, hay tanto que…
—Y sólo en un aspecto tendrías razón. No en todos los otros.
No sé porqué siento que es absolutamente normal que ella pueda decir por mí las palabras que a mi se me quedan enganchadas, como pelusas, en la sequedad de mi boca.
Un bullicio viene de afuera y comienza a abrirse paso en la habitación. Parece ser una multitud que se acerca. Cantan, corean pequeños estribillos, se escuchan redoblante, palmas, palos golpeando contra los caños de los semáforos… Alguien que habla por megáfono arenga. Pero sus palabras nos llegan sin sentido, pegoteadas, gangosas, deformadas…
Ella me toma la mano. Su piel y la mía parecen darse un abrazo larguísimo, sereno, profundo…
—No tengas miedo. Sé que ahora querés decirme: así como vos husmeás con los ojos, yo puedo sentir el sabor de tu piel con mis manos.
No quiero jugar a ese juego. Pero no me queda otra. Estoy despalabrado, con la boca reseca. Necesito agua. Necesito sus labios pero ella comienza a alejarse como esos sueños que se rompen cuando despertamos.
No quiero jugar a ese juego. Pero no me queda otra.
—Si que te queda otra —dice ella con un hilo de voz, a medias borroneada—. Me puedo quedar acá si ahora decís que sí. O tal vez no me podría haber ido nunca.
Empiezo a saber, entonces, que la memoria es algo que puede construirse en un segundo porque todo lo que recordamos puede caber en una caricia.
—Nombrame. Pero no con la palabra sino con la mirada. Haceme tuya nombrándome. Poseeme a partir de mi nombre pronunciado en el más inmenso de los silencios. Juguemos a encontrarnos en las palabras sin decirlas. Ya no hace falta. Tocame, te vas a dar cuenta…
Los últimos rastros de su voz se hacen arena. Ya no está. Y aunque ahora pueda gritar que sí; que se quede, intento buscarla mirada adentro pero no. Una luz que primero fue murmullo y que ahora es como un grito me deja imágenes veladas de mi mismo, de ella, de lo que fue o de lo que pudo haber sido.
“¿Esto era lo que querías de la vida?” me parece leer, como una pintada, en la pared, cuando abro los ojos. Pero no. Es la misma pared de siempre…

Con autorización del autor, extraído de: http://palabrar.com.ar/

La investigación - Cat Rambo


Estábamos esperando en el andén cuando llegó nuestra única esperanza, el mimo investigador. Bajó del tren, parpadeando por la brillante luz solar. La banda de bronces tocó los movimientos de una marcha de bienvenida, algunos de nosotros tiramos nuestros sombreros al aire, abriendo y cerrando la boca como peces asfixiados.
La Sra. Klawitter, mi anciana vecina, me tocó con su mano. Había insistido en venir, pese a su mala salud, y yo la ayudaba llevándola. El polvo de su talco de lavanda caía sobre mi manga.
"¿Creés que pueda ayudar?" me dijo con sus labios. Me encogí de hombros. Silenciosamente, el tren lanzó humo y luego se fue susurrando por la vía.
El mimo pasó en medio de la multitud, mirándonos a las caras. Hizo como que sacaba un instrumento de su valija e insistió en examinarnos los oídos. Frunciendo el ceño, se paró en el centro de nosotros y abrió los brazos en un gesto de impotencia, sacudiendo la cabeza. Nosotros también nos encogimos de hombros.Se bajó del andén.
Lo seguimos de puntillas, sin ninguna razón. El mimo recorrió la calle, notando las grietas sin palabras de la acera, los tranquilos patrones de la hierba brotando alrededor de los árboles. Señaló a un pájaro que abría y cerraba el pico sin producir una nota y nuevamente abrió sus brazos con elocuencia. Hizo un gesto como de olas llegando a una orilla y se colocó una mano en la oreja, con el ceño fruncido, incapaz de oírlas. Asentimos.
El mimo se detuvo, se agachó, levantó una roca invisible. La señora Klawitter me agarró con más fuerza. Un gato apareció desde un porche y rozó los tobillos del mimo, sus flancos vibrando con la fuerza de sus ronroneos.
Encima nuestro, una gaviota inarticulada se deslizaba, el viento empujaba las nubes.Un periódico desechado pasó volando, silenciosamente enrollándose y desenrollándose en la brisa. El titula pregonaba con letras a todo volumen: LA CIUDAD SIN SONIDO — LOS EXPERTOS ESTÁN DESCONCERTADOS.
El mimo se detuvo a acariciar al gato y se sentó, llevando sus manos a sus sienes, haciendo como si pensara profundamente. Inútilmente tratábamos de oír y seguíamos conteniendo la respiración.
La Sra. Klawitter fue la primera en caer, su rostro de un delicado tono azul ceniza.Y a medida que los otros comenzaron a desmoronarse, me di cuenta de que había privaciones peores que la ausencia de sonido.

(Traducción de Saurio)

Vivencia - Carolina Fernández Gaitán


Por intuición siempre evitaba pasar, había algo que me llevaba a sospechar de ese sitio. Sabía de gente que traspasó umbrales del tiempo camuflados en roperos, cuadros, portales y demás. En todos los casos perdieron la perspectiva y lo que según para ellos había transcurrido en horas, días y hasta años, al regresar descubrían que aquí sólo representaba unos minutos. Pero entré, prácticamente fui arrastrada. En un comienzo me sentí perdida, eran tanto los colores, los amores, los pasados, los futuros, los presentes, los amigos, enemigos, los sonidos, los fantasmas que encontré; que creí colapsar. Lentamente fui relajándome y con la calma llegó el placer. Me enamoré de un ingeniero belga que resultó ser primo lejano de la esposa de mi hermano no reconocido por parte de mi padre. Me sumé a una Fundación de Defensa y protección al bicho bolita, con la que realizamos maravillosos trabajos. Me reconcilié con mi ex de la adolescencia. Escribí una antología completa de textos inéditos. Hice un millón de amigos, descubrí secretos insospechables , me porté mal, me porté bien , gané dos premios, perdí cuatro , lloré y reí todo en exactamente cuarenta y cinco minutos.
Decididamente, registrase en facebook tiene sus ventajas.

lunes, 25 de octubre de 2010

El crítico - Javier López


Eran sobre las diez de la mañana cuando sonó el timbre de la puerta. "Será algún amigo", pensé. Inmediatamente rectifiqué... "¡Pero si no tengo amigos! Bueno... apenas tengo amigos".
Miguel no podía ser, a esas horas ya estaría trabajando. Él es pintor. Cubista. Suele ir con un cubo de pintura a casa de sus clientes. Y Rafa... no, tampoco creía que pudiera ser. Mis últimas noticias sobre él eran que estaba en alguna excavación arqueológica en África a la búsqueda de restos de dinosaurio. Así que la única manera de saber quién llamaba, fue ir a echar un vistazo a través de la mirilla.
La mirilla de la puerta de casa es de tan mala calidad que parece que uno viera lo que hay al otro lado a través de unas gafas mal graduadas. Veía un tipo aparentemente bien vestido, trajeado. Pero no tenía ni idea de quién podría ser. "Algún vendedor", pensé. Entonces me puse en "modo vendedor". Ya preparaba mentalmente mis argumentos para no comprar: "Móvil ya tengo. ¿Que el suyo es Tres Ges? El mío tiene cuatro al menos, es un Gaggingyong, una marca coreana excelente". "¿Internet? No, gracias. Dejé de usarla". "No, no necesito un robot cocinero. Almuerzo fuera de casa". "¿Un seguro de vida? No soy creyente". Ah no, esa última respuesta era para los Testigos de Jehová.
Cuando abrí la puerta, vi a un señor con aire intelectual que no parecía vender nada. Era más bien bajito, con un traje de más apariencia que calidad, algo rozado por el uso, sobre todo en la zona de los codos, y aspecto de no haberse duchado en muchos días.
—¿Qué desea? —pregunté, saliendo de "modo vendedor" y tratando de mostrarme educado.
—Soy Alberto Curado. Crítico literario.
—Ahhhh... bien, encantado. Yo soy Ernesto Domínguez —dije tendiéndole la mano, que ignoró haciendo como si buscara algo en el bolsillo de su chaqueta—. Pero eso seguro que usted ya lo sabe. ¿Qué le trae por aquí?
—Vengo a arruinarle su carrera literaria...
—¿Carrera? Si yo no tengo prisa —contesté en tono burlón.
—¿Así que con esas andamos? ¡No sabe usted con quién está hablando!
—¡Claro que lo sé! Usted acaba de presentarse.
—¿Va a seguir haciendo bromas? —gritó con un énfasis que comenzó a preocuparme.
Y entonces vino el momento que siempre había estado temiendo. El crítico estaba enrojecido de ira y me señaló con su índice usándolo como un espadachín, mientras decía:
—Tengo sus primeros escritos. Y sólo tendría que publicarlos para que no pudiera salir más de esta casa sin sentirse avergonzado.
—¿Mis... mis... primeros escritos? ¿Pero cómo, dónde los ha conseguido? —pregunté balbuceando, temiéndome la respuesta.
—Los saqué de su primer blog, antes de que los borrara cuando empezó a ser algo conocido —respondió con una sonrisa de satisfacción que sólo es capaz de mostrar un crítico cuando siente que te ha hundido.
—Esto... ¿quiere tomar algo, hablamos con más calma, podemos llegar a un acuerdo...?
—¿Trata de sobornarme? Ahora es cuando va a enterarse de verdad de quién es Alberto Curado, Alberto Curado, Curado, Curado, Curado... ado... ado... —su nombre comenzó a rebotar en mi cerebro como un eco que nunca se acababa de extinguir.
Y así fue. En pocos meses, ese crítico de pesadilla se había convertido en mi Krueger particular. Todas las revistas literarias, programas de televisión y emisoras de radio, se mofaban de aquellos primeros textos que no tuve la habilidad de haber firmado con seudónimo. Precisamente ahora, que había ganado algunos concursos literarios de renombre y estaba empezando a ser traducido y reconocido internacionalmente.
Tendré que empezar de nuevo, desde cero. Quizá me abra algún blog y publique con otro nombre. Y quizá, también, éste se convierta en mi primer relato.

El escritor interior - Sergio Gaut vel Hartman & Héctor Ranea


Jules Whith tenía, como muchos escritores, una doble vida. Claro, como escritor se gana poco y nada y hay que parar la olla, hermano. Así, Whith era enfermero. Al principio usó sus dotes de escritor para contar cuentos a los pacientes y para estudiar. Porque con la literatura se educó y obtuvo un título que lo habilitó para hacer tomografía de Rayos X en el hospital donde antes trabajara de enfermero.
Ya hacía tiempo que escuchaba las historias de los pacientes y con ellas poblaba sus novelas de personajes secundarios. Como nadie sospechaba de su doble vida, nadie se privaba de largar la lengua desaforadamente. Pacientes y doctores, enfermeras y mucamas. Convenientemente pasadas por un tamiz de anonimato, las historias daban una densidad especial a sus trabajos, cosa que fue ampliamente reconocida por la crítica. Así, Jules construyó una fama importante aunque seguía cobrando monedas e incluso pagando por sus ediciones. Y, como no quería revelar su cantera de ideas, la doble vida, tampoco daba entrevistas a nadie que quisiera fotografiarlo y, se sabe, sin foto, no hay nota, de modo que su fama de escritor crecía tanto como la leyenda negra de su ostracismo.
Un día, entre tantas tomografías tomadas, le tocó el turno a un escritor que conocía, aunque no tuvo más remedio que dejar pasar la oportunidad, ya que no podía entablar una conversación que pudiera ponerlo al descubierto. Mascullando algunos consejos sobre refrenarse, comenzó el análisis, y ahí fue donde empezó la tercera vida de Jules. La cosa se desarrollaba como siempre en estos casos; pusieron al paciente en posición decúbito dorsal, manos al costado, le pidieron que no se moviese y se aseguraron que obedecería atándolo por todo el perímetro pasible de ser atado. Él, por su parte, puso cara de susto, entre otras cosas porque siempre ocurre que los pacientes descubren ser claustrofóbicos en el mismo momento en que un zumbido extraterrestre empieza a invadirlo todo.
En las pantallas, nada más que lo habitual para Jules, hasta que, en un corte de alta definición del hipotálamo, sentado en la silla turca, distinguió un elemento completamente extraño, pero extraño en serio: un homúnculo. El escritor tenía en su cerebro un homúnculo. Jules no lo podía creer, definitivamente era demasiado extraño. Pensó que se había dormido, y sin embargo, estaba despierto.
—¡Mierda! —exclamó, y el homúnculo pegó un salto, aunque no tardó en mirarlo a través de todas esas transformaciones matemáticas de la distribución de los Rayos X y le hizo un gesto con las manos como diciendo: “¿Qué te pasa, pibe?”.
Whith se quedó de una pieza. No sólo había un homúnculo ahí, sino que, además, lo estaba mirando. Eso era inconcebible. Todas las clases de física que había tenido que tragar no servían ni para mierda. ¿Cómo era posible?
—¿Me puede dejar de irradiar, por no decir de joder, carajo? —reclamó el ser con inusitada suavidad.
Jules ensayó una respuesta: —No puedo. Estoy laburando. ¿Me puede decir qué hace ahí?
—Ustedes siempre igual. Se escudan en eso. ¿Qué les pasa? ¿Da miedo ser razonable?
—Ciertamente no. No me ha respondido.
—Entonces ¿por qué carajo no detiene esta máquina del demonio, que me está dando como para cocinarme?
–En realidad, nadie suponía que había alguien ahí dentro, disculpe. Debería salir. Y sigue sin responderme.
–¿Y cómo sería eso? ¿Salgo por la napia, o uso el agujero del otro extremo de este señor? Digo. Si me da la solución le voy a estar agradecido. Hace como cincuenta años que vivo dentro de la sabiola de este pejerto y más de tres veces me quise tomar el piróscafo, pero no tengo salida, papá.
—¡Y qué sé yo! ¿Probó por la oreja?
—¿Me ves cara de gil? ¿Te creés que no lo intenté, flaco?
—Intente otra vez. Capaz que con la irradiación se le abrieron los agujeros por donde pasan los nervios, che.
—Una vez me perdí en el caracol ese. No sabés.
—¡Salga de una vez!
Jules estaba desesperado. Por una parte no entendía cómo había ahí un tipo y por la otra no quería irradiarlo sin ton ni son.
Al fin, el tipo salió.
—¡Libre! —gritó—. ¡Qué notable! Las veces que lo intenté… ¿No querés que te conteste, chabón? —El técnico sudaba frío. Ahí estaba ese ser igual a un ser humano pero inconcebiblemente pequeño—. Te repito si querés o no que te conteste.
—Sí; claro. ¿No será el increíble hombre menguante, no?
—Peliculón ese. Pero no. Soy el escritor que estos llevan dentro. Algunos griegos las llamaban “musas” porque pensaban que éramos minas, ¿viste? Pero no.
A todo esto, el escritor famoso empezó a moverse. Jules le ordenó que se quedara quieto y dio por terminado el examen. En cuanto salió del agujero, el tipo gritó que le habían limpiado el cerebro, que se lo habían lavado. —¡Hijos de puta! ¡Me afanaron las musas! ¡Seguro que los chinos andan detrás de todo esto!
Dejando de lado la virulenta xenofobia, nadie le prestó atención y mucho menos le creyó.
Jules se llevó al sorprendente homúnculo a su casa, pero éste no tardó en darse cuenta de que no podría vivir demasiado sin comer y que por obvias razones de tamaño no se podía clavar un pancho, así que aprovechó una distracción de Jules para irse derecho al cerebro del enfermero metiéndose por la nariz.
Desde entonces, Jules sabe que tiene al homúnculo sentado en el hipotálamo, escribiendo las ideas que se transforman en cuentos y novelas. Su cara continúa siendo desconocida para el gran público, aunque no faltó un crítico avispado que puso de relieve cierto parentesco de estilo entre las ficciones de Whith con las de aquel escritor que, después de un severo ACV no volvió a escribir. Pobre tipo.

Acerca de los autores:

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/hector-ranea.html

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html

Crisis zombi - José Vicente Ortuño


Hasta el día del Apocalipsis yo era un escritor de éxito. Mis novelas y manuales de supervivencia contra zombis eran los más vendidos. Entonces un virus maligno mutó en el interior de una lata de fabada caducada. Una anciana la consumió. El virus se reprodujo en su sistema digestivo y murió durante la siesta. A día siguiente, en pleno velatorio, el cadáver se levantó del ataúd y comenzó morder a diestro y siniestro, contagiando su extraña enfermedad. A los pocos minutos los muertos y heridos se convirtieron en zombis.
Unas semanas después un tercio de la humanidad eran zombis, otros tantos habían sido devorados y el resto se convirtió en reserva de comida para los primeros.
En contra de la creencia popular, los zombis no eran cuerpos sin mente con la compulsión de devorar seres humanos. Conservaban la misma inteligencia y recuerdos de antes de su conversión, más la compulsión de devorar seres humanos.
Fue mi ruina. Los supervivientes sólo querían llegar vivos al siguiente amanecer y los zombis cazar un humano para cenar. La demanda de libros cayó en picado. Aunque aún se vendía alguno de mis manuales de supervivencia, mis ingresos se redujeron a cero.
Fui a ver a mi editor. Lo encontré convertido en zombi devorando a su secretaria. Como llevaba la escopeta descargada, tras volarle la cabeza al portero-zombi y a unos tipos con pinta de testigos-zombi de Jehová, desenvainé mi machete e intenté cortarle la cabeza. El muy hijo de perra paró el golpe con una pierna de su víctima y se lanzó contra mí. Rodamos por el suelo luchando y me mordió en la pantorrilla antes de que le separarse la cabeza del cuerpo de un machetazo. Maldije mi suerte. Estaba contagiado, pero no me apetecía decapitarme, así que salí a buscar un humano al que devorar.
Cacé una cuarentona algo dura, pero todavía sabrosa. Mientras me la zampaba sentado en una hamburguesería —ser zombi no implica comer en el suelo como un guarro—, recordé que mi negocio se había ido al carajo, lo cual me puso de mal humor, que empeoró cuando descubrí que los opulentos pechos, que me disponía a ingerir, estaban rellenos de silicona —¡mira que estropear un bocado tan delicioso con aditivos!—. En ese instante irrumpió un cazador de zombis e intentó matarme.
Un rato después, mientras devoraba el hígado del cazador, sin hacer caso de sus gritos de protesta, vi que en un bolsillo el tipo llevaba una de mis guías de supervivencia. ¡Qué gilipollas, mira que intentar matarme con mis propias técnicas! Entonces se me ocurrió la solución a mis problemas.

De eso hace ya cincuenta años. Los seres humanos se crían en granjas, aunque algunos privilegiados podemos permitirnos el lujo de cazarlos y comerlos salvajes. De nuevo soy millonario gracias mis libros: Estrategias para Cazar Humanos y El Arte de Cocinar Humanos. La vida en la Tierra cambió el día del Apocalipsis, pero, por suerte para mí, todo sigue como antes.

sábado, 23 de octubre de 2010

La doma – María Pía Danielsen


Las neuronas del cuentista literalmente se burlaban de el. Bailaban la danza del olvido sobre la laguna del desierto, a más de confundir vocablos e imágenes en cámara lenta que se negaban terminantemente a coincidir en secuencia. Cual zombi fue hacia el equipo de audio, colocó el CD de ACDC en potencia máxima. Bailó moviendo los brazos como aspas, elevando las piernas como si las impulsaran los hilos de un titiritero, sacudiendo la cabeza de manera frenética. No importa saber si el cuento elaborado en el túnel del movimiento voluntario fue lo mejor que escribió en su vida. Lo que es imprescindible saber es que cada giro violento de su cabeza enlazaba letras con conceptos, imágenes con descripciones, música con cadencia, recuerdos con imaginación transformadora.
Después de ello, desenchufó el audio y se tendió en el sofá. Cerró los ojos y como tetris virtual, se concentró en ir haciendo coincidir los bloques de distinta forma de tal manera que encajaran a la perfección. Con el tetris resuelto en su cerebro, ordenó a las palabras su traducción inmediata.
Ese cuento, “El Sacudón” fue el más elogiado por la crítica y el más recordado entre los lectores del escritor domador de neuronas.

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

Rutinas - Olga A. de Linares


Estaba harto de esa vida, todos los días detrás de lo que, más allá de pequeñas diferencias, era siempre la misma mierda.
Con frecuencia se preguntaba si sus congéneres sentirían lo mismo, o si, como su padre, su abuelo, y todos los que lo habían precedido en el camino, aceptaban su suerte, sin perder tiempo en cuestionamientos sin sentido.
Porque, al fin de cuentas ¿qué otra cosa podían hacer? No solo habían nacido para esa tarea, sino que ella los definía, era su herencia, la identidad de su especie, el futuro de sus hijos…
Según viejas historias, antaño habían sido considerados seres sagrados, cuasi divinos, con una misión trascendental…
En la familia conservaban la estatua en piedra de un lejano antepasado, cuya negrura de basalto estaba surcada por signos que ya nadie sabía descifrar, pero que se suponía eran signo de su alto status anterior.
Pero ya nadie creía en que tuvieran nada que ver con lo celestial, ni responsabilidad alguna sobre los ciclos solares…
Debía abandonar de una vez sus estériles sueños…
Con un suspiro de resignada aceptación, el escarabajo estercolero agachó las antenas, y prosiguió empujando la bola de excremento.

jueves, 21 de octubre de 2010

Cargado - Héctor Ranea


Hans Xavier Watson pensaba que era uno de esos miserables de la Tierra que morirían en un baño mugriento, y que quedaría su cadáver por días sin descubrir porque el olor de la tumba provisoria sería apenas peor que el del cadáver podrido.
Esos pensamientos, creía él, se originaban en su aversión a los baños públicos desde la edad escolar, en que su infancia en desarrollo debió luchar contra el vértigo que le producía asomarse a las letrinas turcas que tenía a disposición en la escuela.
Soñaba con ese agujero, con las hormas para los pies, enormes, desproporcionadas para un niño. Y él tratando de orinar dominando el miedo pero sin controlar la dirección del chorro que caía, indefectiblemente, a la punta de los zapatos por lo que era el hazmerreír de la clase toda vez que la maestra lo ponía de (mal) ejemplo y lo hacía mostrarse frente a la clase con un bonete verde de cartón y orejas marrones de burro postizas.
Claro que esos recuerdos lo hacían sudar en cada oportunidad que tenía que usar para ir al baño. Tenía que estar muy urgido para hacerlo y, en todo caso, usaba sólo para orinar. Pero este hábito de contenerse había permeado diversas capas de su personalidad. En particular, se contenía en todo. Era un hombre con tanta continencia como se puede ser, sobre todo porque temía morir ahí, rodeado de miasmas, olvidado, confundido con su propia mierda.
Así, no podía quedarse en ciertos lugares más de cierto tiempo. Huía, más bien, de su lugar de trabajo no bien cumplía su horario. Lo urgía algo más importante que su conciencia laboral, por cierto, eran sus necesidades fisiológicas que a cierta hora de la tarde eran imposibles de soslayar.
Pero un día, su Jefe lo atornilló al escritorio y él venía de una semana de estreñimiento. Había probado de todo. Agua fría a la mañana, mate helado a la tarde, fruta carambola, té de menta superior, agua de lisonjas amarillas, emparedados de malva, pero nada. En el trabajo todos lo perseguían con que estaba cargándose como un arma. Y, ya se sabe, a las armas las carga el diablo.
La mañana siguiente nadie notó que Hans Xavier no había llegado ni que no vino. A los tres días de ausencia alguien llamó a un mucamo para que revisara los baños. Efectivamente, estaban tapados. Entre las cosas, encontraron un expediente de los que el Jefe estaba buscando y aseguraba que los tenía Watson.
El olor siguió por unos días pero después, como toda memoria, se disipó sin pena ni gloria.

El plato del dia – Sergio Gaut vel Hartman


Elan Mid Ole Urel, jefe del colectivo de cazadores, se relamió por anticipado. El cuarto vástago de la camada era su bocado y casi no podía esperar a que Dala Bera Ulo Izoel terminara de parir. Las grandes lluvias habían producido estragos entre los eelaaii y el hambre cantaba su canción en los estómagos vacíos. Por eso no había vacilado a la hora de fecundar a una umma inferior. Era su privilegio y su obligación preservarse; un jefe necesita conservarse fuerte para garantizar la caza, pero estaba harto del fango que lo separaba de sus presas y le impedía capturarlas. Y aunque la ingesta de ummanis no era el mejor método para aumentar su prestigio, un líder vivo y saludable es mucho más efectivo que uno muerto.
—Elan Mid Ole Urel, eelaaii-ummaii —dijo el partero—. No hay cuarto vástago. El kálix de Dala Bera Ulo Izoel sólo contiene tres retoños.
—¡Maldito seas, inmundo matasanos!—exclamó el cazador tomando al infeliz del cuello con una mano y empuñando el cuchillo de destripar cerdos con la otra—. ¿Cuántas veces te he dicho que llames al técnico para que reparen el tomógrafo?

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Pandemia - Víctor Lorenzo Cinca


Las versiones son diversas: unos dicen que el primer caso tuvo lugar en un estadio de Madrid, durante un partido de fútbol; otros consideran, basándose en unos informes redactados a toda prisa, que debe situarse en un pueblecito de la costa mediterránea, durante la campaña electoral, justo antes de las elecciones; otros creen que la epidemia no se originó en un solo lugar sino en distintos puntos del planeta de un modo simultáneo. Aunque poco importa ya que localicen el foco inicial de contagio. Nada van a solucionar con eso. Es demasiado tarde.

Durante los primeros días se produjeron multitud de contagios. Los análisis médicos no aportaban ningún dato relevante, no lograban descubrir cómo se transmitía, ni qué la causaba, así que cundió el pánico entre la población. La gente se lanzó en masa a la calle en busca de mascarillas para taparse la boca e impedir la entrada de virus o bacterias, pero al poco la Organización Mundial de la Salud desaconsejó su uso, pues la extraña enfermedad, que provocaba una ligera sordera momentánea acompañada de unas convulsiones faciales, no se transmitía por contacto físico ni a través de las vías respiratorias sino por contacto visual. La población, alarmada e indefensa, se encerró en sus casas. Las ciudades quedaron vacías, sin vida. Los pocos atrevidos que paseaban por las calles lo hacían con la cabeza baja, sin apartar la mirada de sus pies. Pero aun así, en pocas semanas la pandemia —que ya afectaba a más de un tercio de la población mundial, principalmente en el llamado primer mundo— se extendió sin control, en progresión exponencial. Evitar el trato directo con la gente tampoco consiguió detener su implacable avance: cuando se dieron los primeros contagios a través de webcams y de pantallas televisivas, decidimos arrojar la toalla y darnos por vencidos.

Ahora estamos ya todos infectados, pero nos vamos acostumbrando. Tampoco resulta tan complicado llevar una vida normal. Incluso creo que podríamos llegar a olvidar esta pesadilla si no fuera porque de vez en cuando los repentinos achaques —único síntoma de la enfermedad— nos obligan a contraer los músculos de la cara y bostezar.


Tomado de Realidades para Lelos

martes, 19 de octubre de 2010

De libro – Betina Goransky & Sergio Gaut vel Hartman


La admisora de la obra social que me deriva pacientes de la zona de Olivos está más loca que un plumero o por lo menos bastante perturbada, ya que todos los últimos casos que me envió parecían sacados de la página 301 del DSM IV. La cosa empezó con la señora Salinas, una mujer de unos sesenta años, que se vestía toda de negro, con pañuelo en la cabeza incluido como la bruja del cuento de Blancanieves, una depresiva tan típica que no se podía creer. Ana Lopresti, la del miércoles, era una maníaca a la que le temblaba todo el cuerpo y miraba demasiado hacia al balcón. ¿Estaría pensando en tirarse? Por las dudas dejé marcado el número de emergencias en el celular. El caso del perverso señor Ordoñez, que portaba una Biblia en el morral y se levantaba pendejos por avenida Santa Fe era aún más evidente y típico. Pero el colmo fue un joven de treinta años, Héctor Anera. Tardamos veinte minutos para llegar al consultorio por culpa de todos los rituales que tuvo que cumplir. Paso a describirlos: hizo cuatro series de poner el pie derecho para adelante y para atrás, antes de entrar al ascensor, y luego otra igual del izquierdo. Se tomó otros cinco minutos para cerrar la puerta con el codo, sin permitir que yo lo ayudara, de puro caballero. Coronó el asunto cuando, ya en el consultorio se encontró con los portarretratos de mis nietos boca abajo, simplemente porque yo los había dejado así después de limpiarlos y antes de volverlos a ubicar en su sitio. El resto de la sesión la empleé tratando de explicarle que aquello no traía mala suerte y que no se iba a morir de muerte súbita si no cumplía esos pasos rigurosamente. Ni siquiera pude anotar sus datos personales en la ficha.
Cuando terminó la semana no pude evitar que me asaltaran fantasías de casos tradicionales y divertidos como el de la peluquera que tenía un amante rengo y lleno de acné con el que se encontraba en la escalera para tener sexo más adrenalínico o el de aquel joven que se enamoró de su compañero de trabajo porque le hablaba todo el tiempo de las películas de Bergman. También fantaseé con la admisora. La imaginé revisando el DSM IV y buscando, con obsesiva prolijidad, los casos que encajaban a la perfección con los descriptos en el libro para mandármelos sin falta. En esa fantasía estaba incluido el placer que le causaban mi perplejidad y mis deseos de estrangularla.
No obstante, ahora me carcome una duda. La cuarentona histérica que tengo frente a mí y presenta los rasgos justos descriptos en la página 298 del DSM IV, ¿no será la admisora disfrazada?


Acerca de los autores:


http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/betina-goransky.html

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html

Sota Azul – Héctor Ranea


La verdad, no me gusta mucho que me llamen así. Todos sabemos acá que la sota, bueno, no tiene buena reputación.
Asentí casi sin mirarlo. Me aferraba fuerte al vaso de la medida de ginebra para no caerme. Reconozco que estaba algo tieso y eso lo debe haber notado el Sota Azul (en mi fuero interno yo pensaba la Sota, pero quién era como para decírselo).
Claro dije—. Además está el tema de las marcas, vio. Si le dijeran Pájaro, ahí se caería en que hay que pagar a otros.
—¿Ve? Ahí está otra cosa que no entiendo de ustedes. Eso de las palabras que no dicen lo que deberían decir. Sin entrar en otras cosas.
Hice un silencio. Después contesté.
–Ve. No es fácil. Somos bastante complicados. A ustedes les damos nombres sin preguntarles y después vienen los problemas. Yo no sé por qué no les preguntamos a todos y listo. Asentí. Pero lo tomó como que lo estaba tomando para el churrete.
¿Me está tomando el pelo, Don? Mire que no tengo un pelo de zonzo.
Yo lo miré de reojo, aferrado al vasito. Sorbí un poco. Tragame Tierra, sé que pensé.
No… si, no. A ustedes uno les abre el corazón y le saltan a la molleja.
Pero admita que a usted pelo no le sobra, pero tampoco tiene para regalar.
Ahí la cosa empezó a pudrirse y mal.
Me mostró las armas. Y no eran convencionales, para qué voy a mentir. Afiladas y bruñidas que parecían de un metal sacado de vaya uno a saber dónde. Aproveché la circunstancia para salir con un domingo siete.
Y dígame, ¿de dónde las saca a esas púas? Por el pago nunca había visto una.
Se le apagó el brillo de los ojos, con lo cual respiré más tranquilo y me mandé toda la copa de un trago. Mientras él recomponía su fisonomía de pájaro de buen agüero, me serví otra copa, bien agarrado con la izquierda a la botella, con la derecha al vaso.
Se aclaró la garganta como quien se larga al ruedo del canto.
Vea. Esto no se lo dije a nadie antes para que no se desparrame la cosa. Espero que no me traicione el secreto.
Lo miré como asegurándole que sería más callado que un cerco de piedras. Y me encogí de hombros pero no para decir “y a mí qué me importa” sino más bien como para decir “tenés acá enfrente un hombre de ley”.
Continuó:
Venimos de otro planeta.
Hice un respetuoso silencio mientras continuaba aferrado por las dos manos. Esto de desayunar con ginebra me estaba costando caro, evidentemente. Ya me estaba pasando lo de al Bourroughs ése. Me aclaré la garganta como pude pero antes de empezar a contestar, me atajó
Ya sé que suena raro, loco, estrafalario. Pero habrá notado que soy azul. Eso tiene que tener una explicación, ¿no cree? Y me refiero a una explicación lógica.
Me encogí de hombros como quien dice “¿ahora me venís con explicación lógica?” pero no fue necesario decir nada.
Usted no me cree. Ahora fue él quien empinó el codo.
Se hizo un silencio entre los dos. El bar, con esa luz tenue y vibradora que tiene la luz en el campo, estaba solitario de no ser por el paisano que cobraba las botellas de ginebra a vintén por vaso. Ni música. Sólo grillos afuera y mariposas de noche adentro.
Me solté de la zurda. Parecía que el bar me iba a dejar en cualquier momento, pero con fuerza me tomé otra copa.
Por ejemplo, no entiendo esto de las podas —dijo el Sota Azul. Cortan todo, ustedes los humanos. Despuntan los limoneros, talan los álamos, cepillan como qué a los eucaliptos.
Lo miré raro.
Sí. Ésos que los llaman ucalitos.
Ahí me encogí de hombros como quien dice “¡Ah!” y me mandé otra copa, no vaya a ser que el Sota se diera cuenta de que no le creía ni la mitad de la mitad de lo que decía.
Verá usted siguió. Me parece algo sucio cuando la emprenden contra las ovejas y los teros. Ni qué decir que cuando intentan sacarle las puntas de las plumas a uno de nosotros. Ahí es donde nos encajetamos. ¿Me comprende? Nos dejan sin poder volar, ¡la puta que los parió!
Lo miré y me sacudí un poco la caspa, como diciendo “creo que llegó la hora de decidir si me voy y por cuál camino”. Entonces me acomodé como para irme y se acercó el dependiente. Le dije por señas que pagaba las dos botellas. Saqué el talero, pagué y empecé el apronte.
¿Lo acompaño, don? Veo que anda sin flete —dijo el pájaro azul.
Voy para el lado de “La Mala Yunta” ¿me deja bien?
Por un amigo, soy capaz de dar la vuelta al pueblo, vea mire. Súbase que lo llevo mismo ahora.
¿Dónde tiene el sulky? —pregunté.
Oiga ¿por quién me toma? Súbase al lomo. Lo llevo en un santiamén.
Con desconfianza me subí, pero por las dudas me tomé la copa del estribo en dos tiempos. Creo que el dependiente ni nos vio cuando salimos del bar. Les cuento que es jodido volar a oscuras. Esta Sota Azul era bastante imprudente, por no decir atolondrado, volando. Pero me trajo en dos minutos. Gran cosa poder volar.