martes, 6 de abril de 2010

La sentencia - Daniel Antokoletz


Soy el único hombre sobre la Tierra. ¿Cómo llegué a esto?
La violencia del mundo aumentaba de manera exponencial y yo nunca me quedo atrás cuando alguien me desafía. Así que conocí muchas cárceles, Devoto, Batán, Caseros. En esos lugares, lejos de reformarme, aprendí nuevos métodos, nuevas técnicas. La primera vez fue por hurto. En prisión me cultivé: supe que la ganancia es poca si uno espera a que se dé la oportunidad; hay que buscarla, provocarla. Conseguí un arma, obsequio de un ex-compañero de celda. Me dediqué a asaltar tacheros. Me iba bastante bien, hasta que la cana, me tendió una trampa... Caí como un tonto. Lo poco que había hablado con el tachero, antes de asaltarlo, me hizo sospechar. Cuando lo encañoné, se dio a conocer como botón y me mostró un bufoso que me dejó frío. Jamás maté a nadie y jamás me apuntaron con un arma. Me entregué enseguida. Esta vez aprendí que no debía realizar pequeñas operaciones muy seguidas, era fácil de localizar, de rastrear. Cuando salí, nos dedicamos a planear y asaltar camiones blindados. Desgraciadamente allí teníamos que bajar a algunos polis nerviosos que se empeñaban en proteger lo imposible.
La jaula, para mí, era mi segundo hogar... o el primero, no estoy seguro. Tenía buenos amigos, también terribles enemigos. Yo me quejaba de esos terribles días que tenía que pasar en la "solitaria" por pequeños ajustes de cuenta. Me acuerdo del "Manija", lo llamábamos así porque tenía amigos en todos lados, en la yuta, en otras cárceles, y controlaba un poco la prisión. Si necesitabas algo, él lo conseguía. También estaba "Bronco" era un buen amigo con su enorme corpachón que nos protegía si teníamos problemas con algún pesado.
Ahora estoy solo, soy el único ser humano que vive en este planeta. Estoy desesperado por poder hablar con alguien, por saber que alguien se interesa por mí. Recuerdo que tuve una idea brillante y logramos fugarnos. Luego de diez años adentro, todo había cambiado bastante. En un mes planeamos un robo a un blindado. Fue bastante fácil realizar ese primer golpe, casi no tuvimos resistencia, pero en pocos segundos nos cayeron encima como moscas. Nos paralizaron en el momento, reí cuando me metieron nuevamente adentro. Aprendieron... esos malditos cretinos aprendieron. En cambio yo, ya no puedo aprender nuevas cosas. No puedo fugarme de la cárcel, no puedo hablar con nadie. Estoy solo. Recibí la sentencia más terrible que puede recibir un ser humano. Estoy perpetuamente solo. La computadora no se equivoca y el pleistoceno es condenadamente largo como para poner a dos personas en el mismo tiempo.

Un cambio de vida - Eduardo Poggi


Ema regresaba del entierro. Odiaba los trámites. No estaba en condiciones de manejar y le pagó a un conductor del cortejo para que la llevara hasta su departamento en el Honda 4x4 que su esposo Juan le había regalado. Sentada atrás, con su mirada perdida, recordaba.

Recordaba que el comienzo no fue fácil porque Juan compartía el día entre el trabajo y el estudio. El noviazgo terminó en casamiento, y siguieron épocas mejores: Juan se recibió, consolidó sus ingresos, y compraron el primer departamento. Vinieron los dos hijos deseados y se mudaron a una casa que de a poco fueron mejorando. Con dedicación y esfuerzo habían formado una familia de la que ambos estaban orgullosos. Juan dedicado a su profesión, y Ema con las responsabilidades de la casa. Eso sí, los odiosos trámites los manejaba Juan.Sus hijos crecieron, una vida estable, sólo pequeñas quejas.
—El jardín del vecino es más lindo.
—Pero, Ema, ése no es nuestro; no nos da trabajo.
—Es más lindo —insistía.
—Parece más lindo, Ema. Como en las películas. La chica linda que se enamora del chico rubio de ojos celestes.
—¿Y eso no es agradable?
—Puede ser, pero no es real. No van al baño, no pasan frío ni calor, no se lastiman. Es ficción, Ema. Ficción.
—Será ficción pero está ahí... Y es más lindo.
Era imposible convencerla. ¿Para qué envidiar el jardín del vecino si podían disfrutar del propio? Acaso, no había sido Ema quien le había transmitido esa sensibilidad sobre las pequeñas cosas de la vida. Ema había logrado que Juan comprendiera la importancia de los afectos y, ahora, parecía que los roles estaban invertidos.
La vida fue cambiando sin que lo notaran. La empresa redujo el personal, Juan comenzó a trabajar en forma independiente, los clientes fueron desapareciendo, los problemas y deudas se incrementaron.
El chillido de las gomas del auto frenando en el semáforo la despertó de sus recuerdos.
—Despacio, por favor.
—Sí, señora —se disculpó el chofer.
Ema se recordaba sumergida en esos odiosos trámites producto de la falta de trabajo: atender los reclamos del Banco, pagar los vencimientos y tarjetas, las cuotas, el descubierto, intereses, mora, punitorios, legales.
—¡No sé para qué te sirve ese amigo de la infancia! —le recriminaba a Juan.
—¿Quién, Quique?
—¡Sí, ése. El que está en el Ministerio!
—Pero, Ema, ¿vos pensás que Quique es sólo eso? —Ema sabía el significado de la pregunta de Juan.
—Por lo menos usá sus influencias para sacar tus ventajas.
—Yo no quiero entrar en eso —aseguró Juan.
—Decíselo al Banco, no a mí.
Juan se quedó pensando. En cierto modo Ema tenía razón. La dualidad de criterio que los Bancos utilizaban según uno fuera deudor o acreedor lo sorprendía, lo exasperaba. Se sentía muy exigido pero tampoco era cuestión de agobiarse por la confusión del momento.
—Aprovechemos esta oportunidad que nos da la vida y cambiemos —dijo Juan, convencido de la idea.
—¿Cambiar? ¿Cambiar qué, Juan?
—Mirá, nuestros hijos ya están hechos y...
—¿Ah, también querés dejar de lado a nuestros hijos?
—No, Ema. No estoy diciendo eso. Simplemente digo que...
—Con eso no le pagamos a nadie, Juan. Entendelo. A nadie.
—Pero a mí siempre me gustó escribir. Podríamos...
—No me hagas reír, Juan —interrumpió Ema—. Si con lo que trabajaste estamos así, ¿vos crees que vendiendo libritos vamos a vivir mejor?
—Sí... sí. Podríamos aprovechar la oportunidad, cambiar nuestras vidas, saldar las deudas y...
—¿Saldar las deudas?
—Sí, y con el pequeño ingreso del alquiler vivir en algún lugar tranquilo.
—¿Y cómo lo hacemos? ¿Cómo lo hacemos, Juan?
—Vendemos el auto.
La cara de Ema se transfiguró.
—¿Vender el auto? ¡Venderlo cuando debemos pensar en cambiarlo, comprar otra casa, mejorar lo que tenemos!
—Pero eso no mejora nuestra vida. Tenemos que pensar en mejorar nuestra vida, Ema, nuestra vida —repitió—, no lo que tenemos y a cualquier precio.
—Quique te tiene que servir.
Juan enmudeció. Ema no entendía lo que significaba entrar en ese juego. Había mafias, corporaciones, monopolios, guerras, bancos, muertes y dinero. Inmensas fortunas depositadas en los paraísos fiscales. Pero eso tenía un alto precio, y Ema sabía que él, por mucho menos, había renunciado a su empleo. Le estaba pidiendo que se metiera en esa inmundicia. Juan jugó su última carta y volvió a preguntar.
—¿Querés realmente que me convierta en Quique? ¿Querés eso?
—Mirá, Quique te tiene que servir, por lo menos, para que sepas lo que significa ser hombre.
—Ema, Ema. No podemos tirar por la borda los valores de toda una vida.
Nunca recibió respuesta. Los ojos de Ema lo decían todo.
En poco tiempo revirtieron la situación. Los hechos demostraron que Ema no se había equivocado: el piso de la Libertador, la Van de su marido, su 4x4, la residencia con vista al lago en La Angostura y la Beretta de caño superpuesto con la que Juan se pegó un tiro en la boca.


La cuneta de la entrada al garaje despertó a Ema de sus recuerdos, y el sepelio de Juan volvió a su mente. Le indicó el lugar de su cochera al conductor, le pagó su viaje de regreso al cementerio, recibió las llaves de la 4x4 y subió hasta su departamento del 10º frente a los bosques de Palermo. Ya en el ascensor, la imagen de Juan y Quique seguían golpeándole su cerebro.
Entró y caminó hasta el dormitorio, sin fuerzas, arrastrando los pies por el suelo de roble eslavonia. Dejó caer su cuerpo sobre el sillón, frente al espejo de cristal francés. Sus ojos comenzaron lentamente a recorrer la habitación: el perchero con su tapado de visón, más abajo los zapatos de Dior, subiendo hasta una de las puntas del tocador, su anillo y la gargantilla de Stern haciendo juego. Frente a ella, la chequera: su chequera de la cuenta en Suiza.
Y levantando la vista vio reflejada en el espejo la figura de Quique esperándola en la cama.

El autor: Eduardo Poggi

El presentificador - Andrés Terzaghi


—Esta máquina hace que cualquier cosa del pasado o del futuro se materialice o realice en este preciso momento. Si usted escribe en la bitácora electrónica: un auto del año 1920 o el caballo de Napoleón o los libros de Alejandría o el péndulo perfecto que se inventará en el futuro para producir energía sin la necesidad de otra, etc., etc., etc. aparecerá.
—¡No diga! —puso cara de incredulidad y bochorno.
—Si, tampoco es para que me tome el pelo. Si no me cree es problema suyo. A ver, a ver… por ejemplo, el primer objeto que haya existido en el universo, y que no sea mayor a esta habitación, porque de lo contrario derribará las paredes y se nos vendrá el techo encima ¿qué hacemos? ¿para dónde rajamos?, y eso sería una pena… por mí no por usted.
—Dale escribí eso que dijiste a ver que corno aparece.
Luego de varios segundos.
—¡¿El Corán?!
—¿Se lo dije o no se lo dije? Ahí lo tiene. El libro escrito por Alá antes de la creación. Al final era cierto.

domingo, 4 de abril de 2010

Sueño de Francisco de Goya y Lucientes, pintor y visionario - Antonio Tabucchi


La noche del primero de mayo de 1820, visitado por uno de sus interminables desvaríos, Francisco de Goya y Lucientes, pintor y visionario, tuvo un sueño.
Soñó que su amante de juventud estaba debajo de un árbol. Era el austero campo de Aragón y el sol estaba en lo alto. Su amante estaba en un columpio y él la mecía de por vida. Ella traía una sombrilla con encajes y reía con risa breve y nerviosa. Luego su amante se tiró al pasto y él fue tras ella para revolcarse. Rodaron por la pendiente de la colina hasta llegar a un muro amarillo. Treparon al muro y vieron a los soldados, iluminados por una farola, fusilar a los hombres. La farola no venía a cuento en aquel soleado paisaje, pero alumbraba tenuemente la escena. Los soldados hicieron fuego y los hombres cayeron formando un charco con su sangre. Francisco de Goya y Lucientes sacó entonces el pincel de pintor que llevaba en la cintura y avanzó blandiéndolo amenazadoramente. Los soldados, como por un encanto, desaparecieron, asustados por aquella aparición. Y en lugar de los soldados apareció un espantoso gigante que devoraba la pierna de un hombre. El pelo lo tenía curtido y la cara lívida, dos hilos de sangre bajaban por las comisuras de su boca y tenía los ojos vendados, pero con todo reía.
—¿Quién eres? —le preguntó Francisco de Goya y Lucientes.
El gigante se limpió la boca y dijo: —Soy el monstruo que domina la humanidad, la Historia es mi madre.
Francisco de Goya y Lucientes dio un paso hacia adelante y agitó el pincel. El gigante desapareció y en su lugar apareció una anciana. Era una bruja desdentada, con la piel de pergamino y los ojos amarillos.
—¿Quién eres? —le preguntó Francisco de Goya y Lucientes.
—Soy la desilusión —dijo la anciana— y domino al mundo, pues todos los sueños de los hombres son breves.
Francisco de Goya y Lucientes dio un paso hacia adelante y agitó el pincel. La anciana desapareció y en su lugar apareció un perro. Era un perro chico enterrado en la arena, su cabeza era lo único que tenía afuera.
—¿Quién eres? —le preguntó Francisco de Goya Lucientes.
El perro estiró con fuerza el cuello y dijo: —Soy la bestia de la desolación y me burlo de tu pene.
Francisco de Goya y Lucientes dio un paso hacia adelante y agitó su pincel. El perro desapareció y en su lugar apareció un hombre. Era un anciano rechoncho, con la cara flácida e infeliz.
—¿Quién eres? —le preguntó Francisco de Goya y Lucientes.
El hombre sonrió cansado y dijo: —Soy Francisco de Goya y Lucientes, contra mí no podrás hacer nada.
Y en ese instante, Francisco de Goya y Lucientes despertó y se vio solo en el lecho.

Reflejos - Javier López


El psicoterapeuta me invitó a hablar, con voz calma y confiada. Yo lo hice:
—Me persiguen doctor. Me persiguen esos ojos.
—Cuéntemelo, desde el principio. Pero relájese, túmbese cómodo.
—Lleva varios días ocurriendo. Y ocurre desde que salgo de casa. Los veo en el espejo del ascensor, de ahí salen esos ojos que me miran como con rabia, como con odio, como con miedo. Y después ya están ahí todo el día. En el reflejo de los escaparates, en los cristales de los coches, en las chapas metálicas de las señales de tráfico. Esos ojos me observan todo el día, con su mirada amenazadora, como si anunciaran un mal augurio.
—¿Y no ha pensado que esos ojos no están en los espejos, ni en los escaparates, ni en los cristales de los coches, ni en las chapas metálicas de las señales, sino que son el reflejo de sus propios ojos?
—Claro que sí, doctor. Y precisamente es eso lo que me aterroriza.

Dédalo - Mónica Sánchez Escuer



Somos tiempo, nada dura y vivir es un continuo separarse.
Octavio Paz

El mar sigue golpeando la orilla destemplada, devora la roca, se lleva su sal, deshace todos sus peldaños. El paisaje cambia lentamente de perfil. Con la tristeza ya seca, el hombre ve cómo los contornos se ablandan, oscurecen, se mezclan con el cielo negro. Un día más a punto de caer sobre sus hombros, largas horas de culpa que desploman en él su peso de lápida. ¿De qué sirve haber escapado del encierro?, se pregunta. Lleva meses, años hecho piedra, como los altos muros de su laberinto. Él, el inventor de la cuña, el hacha y las velas de los barcos, no sabe cómo rescatar el tiempo, a su hijo, cubrir el sol, ser pájaro de nuevo. Inútil, se aferra al pulso inerme, busca un latido, la tibieza de la carne que recuerda en ese brazo. Los nudillos le sangran arena ennegrecida. Entre los dedos se filtran los restos de un par de alas rotas, las que él construyó, las que llevaron a Ícaro hasta el sol y derritieron su sueño de ser ave. Y él ahí, solo, una estatua en esa playa de luces apagadas, libre, siente bajo su mano cómo el cuerpo de su hijo se hace polvo.


Tomado de Historias Baldías

Manías que uno tiene, doctor - Daniel Frini


¡Ah! ¡Doctor! ¡Qué honor para mi recibirlo en mi casa! ¡Bienvenido a mi humilde morada! Pase, pase por aquí. Le ruego me siga a mi despacho privado. Tome asiento por favor, ¿Puedo ofrecerle una taza de te? ¿Brandy? ¿Té está bien? Perfecto ¿Azucar? Solo, muy bien. Estoy muy emocionado y agradecido de que haya aceptado mi invitación. Espero que usted sepa de la admiración que le profeso.
¿Cómo dice, perdón? ¡Ah, si! Puede parecer macabro, pero coincidirá conmigo en que se han visto cosas peores. Lo que usted ve no es más que un conjunto de calaveras, cada una de ellas en un pequeño nicho. Debo admitir, que conseguirlas me ha costado mis buenos años y una gran cantidad de dinero, pero ¡ah, vanidad del hombre! ¿no es así, Doctor?, encuentro en ellas inspiración, por no hablar de cierto solaz, cierto placer. Son sólo huesos; y es nuestra cultura, con su veneración de los muertos, la que le da un significado lúgubre, derivado del hecho de saber que han sido personas. Pues bien. A mi, el quiénes fueron me resulta más estimulante, y de una manera muy superior al temor que pudiera infundirme saber que ahora son, en definitiva, muertos.
Además, Doctor, mi formación religiosa me inculcó una veneración por las reliquias que —y esto, lo sé, es una deformación— malamente traslado a estos cráneos.
Por ejemplo, estos de allí son los de Joanna Ott, Dios la tenga en su gloria, fallecida en el noventa y dos; y su esposo Bill. Recordará usted su famosa colección de muñecas antiguas.
Este otro es el de Don Enrique de Aguilera y Gamboa, Marqués de Cerralbo apasionado coleccionista que se interesó por cosas tan dispares como monedas, medallas, tejidos, armas de fuego, armaduras …
Aquí está el de Don Miquel Mateu i Pla, que hizo del Castillo de Perelada un centro de arte donde reunió sus colecciones de vidrio, pintura, cerámica y de más de mil ediciones distintas del Quijote.
Aqui, este más amarillento, es el de Isabella Stewart Gardner, que coleccionó ediciones selectas de las obras de Dante y pinturas del renacimiento.
¡Oh! Acá está el de Henry Clay Frick, gran coleccionista de arte. Y ese de más arriba es el de Archer Milton Huntington, el heredero de la Central Pacific, gran divulgador de la hispanidad que llegó a contar con una enorme pinacoteca, esculturas, y orfebrería española. Por acá tenemos los del barón Thyssen, el conde Panza, Francesc Cambó, Edgar Degas —si, si, el pintor. ¿Sabía, Doctor, que fue un coleccionista obsesivo?—; la escritora Gertrude Stein, enamorada de los Picassos; Peggy Gugenheim; Richard Wallace, Lázaro Galdiano, los rusos Shchukin y Morozov…
¿Aquellos nichos vacíos, Doctor? Bueno, usted sabe que una colección nunca está completa. Pienso obtener alguna vez los cráneos de, por ejemplo, Roberto Carlos, que llegó a contar con un millón de amigos; o George Bush que, por su parte, llegó a poseer una basta colección de enemigos. Y es aquí, Doctor, que llegamos al meollo de nuestra reunión. A esta altura, espero que le haya quedado claro la sutileza de mi pequeño museo. Yo, Doctor, no colecciono calaveras. Colecciono coleccionistas. Y no podía pasar por alto su valía. Usted es un verdadero profesional, y de un renombre tal que prestigiará enormemente este recinto. Su colección filatélica está valuada en ¿cuánto? ¿diez, doce millones de dólares? Lo ve, Doctor. No podía dejarlo escapar. No tiene de qué preocuparse. En el té que usted tomó había una pequeña dosis de clostridium; suficiente para, lo habrá notado, dejarlo paralítico. En algunos minutos, no podrá respirar y morirá. No se preocupe. No sentirá nada cuando hierva su cabeza para extraer la carne y quedarme con su calavera que, ¿lo ve?, ocupará ese nicho destacado, tras mi escritorio. Al lado del nicho reservado a Maradona, gran coleccionista de elogios e insultos.

viernes, 2 de abril de 2010

Ministerio - Javier López


El prelado, que acompañaba a Su Santidad por los pasillos de la Santa Sede, hizo un ademán para cederle el paso justo cuando llegaban al vano de una de las entradas a la Biblioteca, en la que firmarían los documentos que se habían redactado durante el Concilio.
—No, hijo —que era el trato con el que solía dirigirse el Papa al joven obispo—, pase usted delante. Recuerde que es mi invitado mientras se encuentre en este lugar —y le mostró el camino con la mano, con un gesto amable pero firme.
—Santo Padre, no debo aceptarlo. Soy demasiado joven y poco virtuoso aún —admitió con humildad el obispo, volviendo a ofrecerle el paso.
—Los prelados jóvenes también están guiados en su camino por Dios —argumentó el Pontífice, manteniendo el mismo gesto—. Así que podré seguirle con toda tranquilidad. Vayamos adentro, hijo.
—Le agradezco su trato Santidad, pero es el hijo quien debe seguir los pasos del padre —esta vez el prelado trató de resultar más convincente.
—Resolvamos el asunto: nadie puede ser más papista que el Papa. Así que entre en la sala y continuemos trabajando para nuestro Señor antes de que se nos haga más tarde —y mientras decía ésto, lo iba haciendo avanzar hacia el interior de la Biblioteca, empujándolo levemente con una mano sobre los hombros. Mientras, con la otra aún avanzada, seguía indicándole el camino.

Sueños necrológicos - Víctor Lorenzo Cinca


En lo más profundo del sueño, como recién llegada de otro mundo, apareció Linda, la perrita que tuve hace más de veinte años, saltando alrededor de mi abuelo, que se fue al cielo ―según me dijeron― cuando yo todavía era muy pequeño, y a quien sólo recuerdo por las fotos que me enseñaban a veces en casa. Iba a preguntarle algo, no recuerdo qué, quizás si me reconocía ahora, tan mayor, cuando vi cruzar alegremente la acera a Juan, el chico de mi clase que atropellaron cerca de la escuela en sexto curso; Carlos, que murió de accidente de tráfico dos semanas antes de su boda, tuvo que clavar los frenos para no arrollar al chico. Recuerdo que lo absurdo de esa situación me hizo sonreír. Y entonces la calle se llenó de gente conocida: el tío de Marta, que aunque dentro de su ataúd tenía un aspecto horrible ahora parecía incluso más joven, los vecinos del cuarto que perdieron la vida con otras siete personas en el naufragio del velero en la costa adriática, Miguel y Fran, que no pudieron superar sus largas enfermedades... Al fin, harto de no cruzarme con ningún vivo en mi sueño, me acerqué a mi prima Eva, fallecida recientemente de paro cardíaco, y le pregunté:

― Pero Eva, ¿no hay nadie con vida en este sueño? ¿Estáis todos muertos?

― Sí ―respondió, con una sonrisa que no me gustó―, todos lo estamos.

Ya han pasado tres semanas desde que tuvimos esa conversación y todavía no he conseguido despertar de ese sueño. Empiezo a comprender, aunque no me atrevo a preguntarlo, que ese estamos me incluía también a mí.


Tomado de Realidades para Lelos

miércoles, 31 de marzo de 2010

(No tan) Breve historia real III: De pingüinos y rivotriles – Bruno di Benedetto


Esto pasó hace muchos años. En el 81 o el 82.

Mi amigo Julio sufría de locura, pero de esas locuras mansas que se esconden detrás de un rostro casi inmóvil: amable, mínima expresión, apenas un poco de extravío y de infierno en los ojos.

Algunas mujeres cuyo amor compartimos (sucesivamente, nunca al mismo tiempo, esas cosas entre amigos no pasan) decían que Julio era un hombre hermoso. No puedo dar fe de eso. Sólo sé que Julio era un buen tipo.

Descendiente de un caudillo federal asesinado a traición, Julio seguía buscando su precaria paz tratando de salvar el mundo mediante pequeñas aventuras que, para mí, eran al mismo tiempo absurdas y deliciosas. Por entonces vivía con una médica que lo atiborraba de pastillas (recuerdo los trápax, los alplax, los rivotriles, aunque tal vez en aquella época esos químicos se llamaban de otra manera) para poder encontrarlo manso por las noches.

De todas maneras, Julio se las arreglaba para meterse siempre en problemas, y para meterme en problemas a mí. Una madrugada, por ejemplo, la doctora tuvo que rescatarnos de la única comisaría de Madryn: habíamos salido a pegar afiches pro Partido Intransigente: éramos de esos troskos que soñábamos con hacerle entrismo a la clase media bienpensante: ilusos por breve tiempo. El Bisonte Oscar Alende nos había embrujado de alguna manera cuando anduvo por acá.

Otra época memorable de Julio (aunque tal vez todo pasaba al mismo tiempo) fue su pasión ecologista. Hicimos largas excursiones buscando pingüinos empetrolados. Hasta que encontramos uno.

Fue la primera vez que vi de cerca uno de estos bichos. Créase o no, los pingüinos no pían, ni graznan, ni hacen cocó: rebuznan. Como burros. A éste lo bautizamos Platero.

Platero no era ni manso ni peludo ni suave. Estaba muriéndose de nuestro veneno y estaba furioso: cuando Julio alargó la mano para agarrarlo del cogote, Platero cerró ese pico como tijera y le abrió la mano entre el pulgar y el índice. Yo me saqué la campera, la tiré encima del pajarraco y lo embolsé. Nos fuimos dejando un rastro de sangre, entre rebuznos asesinos.

Ya en la casa de la doctora, llenamos la pileta de lavar con agua y detergente y zampamos a Platero desde mi campera, que no sirvió más, al agua emburbujada. Increíblemente, parece que el baño le gustó. Julio ató, con su mano vendada precariamente, un pincel a un palo largo, me lo dio y yo me dediqué a fregar las costras negras que lo estaban matando. Platero empezó a ahuecar las duras plumas. Y en algún momento se dejó acariciar por la mano sana de Julio.

Esa noche la doctora nos encontró a los tres frente al fuego de la chimenea y escuchando canciones de Zitarrosa. Platero picoteaba mansamente unos de sus mejores zapatos de taco alto.

Con el correr de los días, Platero se fue pareciendo cada vez más a un cachorro mimoso: lo llamabas y venía. Se dejaba hacer aúpa. Y hasta le encantaba que le rascáramos las plumas suaves y blancas del pecho.

Había un solo problema: Platero no comía. Nos gastamos muchos de los pocos pesos que teníamos comprando kilos de cornalitos que se pudrían en un plato mientras ese pajarraco adorable se iba poniendo cada vez más flaco y mustio.

Gran desesperación. La doctora, Julio y yo agotamos todos los recursos, todos los manjares disponibles en la pescadería. Era inútil.
Había un solo problema: Platero no comía. Nos gastamos muchos de los pocos pesos que teníamos comprando kilos de cornalitos que se pudrían en un plato mientras ese pajarraco adorable se iba poniendo cada vez más flaco y mustio.

Gran desesperación. La doctora, Julio y yo agotamos todos los recursos, todos los manjares disponibles en la pescadería. Era inútil.

Una tarde de ésas me fui a pasear al muelle. En aquella época el agua de Madryn era transparente y estaba llena de cornalitos que no se dejaban pescar por mi medio mundo: los salvaba la transparencia.

Me detuve a mirar los reflejos plateados y felices del cardumen. De repente, apareció, veloz como una flecha, un pingüino. Los pingüinos son torpes en tierra, pero en el agua asombran con su ballet. Atacan al cardumen desde atrás. El cardumen, obediente al miedo, dispara hacia adelante, moviéndose en un cuerpo único. Casi único: alguno de los cornalitos, tal vez muy joven, tal vez muy viejo, se separa por pura desesperación: ése será comido. El pingüino se lo traga entero desde atrás, desde la cola.

Vi la misma operación masacre unas diez veces, hasta que entendí.

Casi corriendo compré medio kilo de cornalitos de camino a la casa de la doctora. Julio me abrió la puerta sin preguntar nada, como era su costumbre. Llamé a Platero, tomé un cornalito y le puse la aleta caudal frente a los ojos, de manera de que viera solamente un pequeño círculo plateado y jugoso atravesado por una línea de encaje transparente. El picotazo fue certero, limpio, hambriento. Mis dedos se salvaron por medio milímetro.

Platero se comió, de a uno, desde atrás, todos los cornalitos del medio kilo. Fuimos a comprar un kilo más.

Unos días después, la doctora, Julio y yo fuimos a soltar a un Platero gordo y mimoso en una playa tranquila. Platero dio unas vueltas, se dejó besar en la cabecita y después se fue.

Poco después se fue Julio. Alguien me dijo que ahora se está por jubilar como ingeniero o bioquímico en alguna provincia cuyana.

La doctora y yo (aunque a veces la soledad apretaba) nunca cruzamos el umbral de la puerta de su dormitorio o del mío. Nos hicimos buenos amigos. Después, por esas cosas de la vida, dejamos de vernos. A veces nos cruzamos en alguna calle y sonreímos.

Es que queríamos tanto a Julio.

Con autorización del autor http://bruno-dibenedetto.blogspot.com/

El examen de Miss Daisy – Paulus Deluca


Como en política, la magnitud del tiempo es algo muy subjetivo y además, depende mucho de cómo se enuncien; equivalencia física de unidades aparte, no suenan igual —y no lo son— quince días que dos semanas, que medio mes que trescientas treinta y seis horas, como tampoco duran lo mismo los tres primeros años de libertad de quien acaba de cumplir quince de condena que los tres años de vida a los que como mucho y con suerte se refiere un médico con el resultado de una biopsia en la mano. Me recuerda en parte al Manual del Perfecto Soltero, que insiste en la importancia de la nomenclatura en la cocina del soltero, pues no es lo mismo invitar a Tosta riscalda d'ieri all'Italiana que Pizza recalentada de anoche, con los resultados previsibles en cada caso.
No he sido muy pródigo en palabras y vivencias durante las dos últimas semanas... He estado ocupado con esto y aquello como pocas veces: Un viaje a Barcelona que aunque inmediatamente infructuoso, —porque vaya el caso que me han hecho— con el tiempo descubriré que no fue tan estéril (de pronto se me ocurre por ejemplo que he podido tomar café con Tudela, uno de mis bastardos hermanos de whisky, que no veía desde hacía por lo menos quince años), seguido de la reunión anual de mi motoclub, esta vez en Seseña, más dos viajes a Valladolid, el primero para examinar una moto por la que pensaba podría cambiar a Carrie y un segundo viaje a Valladolid para efectuar el cambio.
No recuerdo ahora cuántos kilómetros hicieron los ganadores de las veinticuatro horas de Le Mans, pero para mí hacer —recuerdo al respetable que sin relevos, ni fisioterapeuta, ni cambio de neumáticos, frenos o aceite— los mil trescientos kilómetros hasta Valladolid y vuelta en veinticuatro horas después de los nosécuantos kilómetros que había hecho los días anteriores fue un esfuerzo considerable que me dejó reventado y del que apenas ahora me estoy recuperando... La carretera no es un circuito... dice la Dirección General de Tráfico.
—Ojalá —se me ocurre decir—. Porque así no habría animales cruzando la pista, ni alcantarillas abiertas en los ápices de las curvas, ni badenes en pleno peralte, ni cuchillas afiladas en las escapatorias... Pero en fin. Que no las toquen más, que por una que arreglan, tres nuevas que ponen.
En cualquier caso, volver a recorrer —al menos parcialmente— los horizontes castellanos desde que con mi hermano Manuel hiciéramos en bicicleta el Camino de Santiago cuando él contaba apenas doce añitos en canal fue un revulsivo... Alivia un poco ver que por más que uno ponga proa al horizonte, este se mantiene a esa ambigua distancia entre respetuosa y posible que alimenta la rencorosa inconstancia de un marino.
Los trigos estaban crecidos, aún en su mayoría verdes y cuajados de amapolas y el cielo que me acompañó era de un azul intenso, moteado con tormentas dispersas y lejanas, males ajenos que adornarán otras historias.
Tras mucho pensar y siguiendo el consejo de mi mecánico, que aunque vende y arregla BMWs, conduce una Paneuropean desde hace más de trescientos mil kilómetros, decidí cambiar a Carrie —quien recibirá un trato y mantenimiento más acordes con su edad, sus prestaciones y características y con el estatus de su marca— por Miss Daisy, quien merced al trato recibido y a sus características promete seguir rodando otros cien mil kilómetros sin más recambios que agua, aceite, goma y paciencia.
Dama de porte señorial, amiga tanto del paseo vespertino como del viaje largo a la velocidad de la luz, Miss Daisy es una señora coqueta de modales contenidos pero furia levantina, de voz siseante y suave que sabe convertir en un grave rugido capaz de bajarle las medias al más pintado.
Larga, muy larga y de porte más que considerable, muestra en el curveo rápido, en la maniobra lenta y en las reducciones una agilidad sorprendente y tan agradable, que durante el viaje de regreso a casa en más de una ocasión tuve que hacer los kilómetros que faltaban hasta el área de servicio más próxima, dándome de voces, abriendo el traje y manoteándome el casco para no quedarme dormido.
Aun así se nota que, como yo, fue educada en las maneras de otros tiempos más indulgentes quizá con la precisión y mucho menos con las intenciones, el ingenio y la lealtad, pues si bien me llevó a casa sano y salvo, al día siguiente me obligó a pasar un examen rápido y por sorpresa de mecánica y electricidad antes de querer salir de paseo.
Creo haberlo aprobado, pero aun es pronto para poder afirmarlo sin cruzar los dedos...

Tomado de: http://paulus-de-best.blogspot.com/

Feliz cumple - Max Goldenberg


Entró en puntas de pie intentando no hacer ruido. Seguro que ella dormía y no quería despertarla. Era su cumpleaños y tenía todo listo. En la bandeja había dispuesto todo como lo imaginó: la taza con el café con leche con dos de azúcar y dos gotitas de edulcorante, con más leche que café pero no lo suficiente para que se convierta en lágrima. Al costado, tres tostadas recortadas con el cuidado necesario para que forme la “Rosa del Tupungatao”. Una extraña rosa de procedencia brasilera que es negra y amarilla en partes iguales. Un pétalo de cada color. Ella siempre se identificó con ese raro pimpollo. Para lograr el efecto necesario, se levantó a las cuatro menos diez de la mañana. Ahora, seis horas después contemplaba su obra sobre el platito.
Para que la garganta de su amada se hidrate adecuadamente, exprimió doce damascos y los mezcló con gajos de tamarindo, traído de su Costa Rica original. Ese trago, cuyo costo final superaba cualquier sueldo promedio, llevaría el mensaje del esfuerzo que un hombre puede llegar a realizar por amor.
Cerca del borde de la bandeja estaba el pequeño florero individual del que sobresalía una espiga. “Encontrar la belleza en las cosas bellas es muy simple” siempre decía ella mientras acarciaba a Manolo, su puercoespín.

Empezó la caminata en la oscuridad total de la habitación. Dió tres pasos y chocó su rodilla con el borde del banquito que ella siempre utiliza para sentarse durante sus dos horas de peinado previo a dormir. Nunca entendió ese ritual. Peinarse para luego acostarse y dar vueltas en la cama como si se tratara de la protagonista de “El Exorcista”. No le encontraba sentido. “Encontrar el sentido a todas las cosas es como querer encerrar un beso en un frasco de mayonesa” le respondía ella.
El banquito estaba manufacturado en la Isla de Pascua. Estaba hecho totalmente de roca volcánica con más de trescientos años de antigüedad y reproducía a Petzoatl, el mítico hombre-rinoceronte. Se trataba de un hombre con el torso del rinoceronte. Cuando su rodilla chocó con el borde de Petzoatl, la electricidad dentro de su pierna derecha de disparó con la velocidad del dolor más agudo. Porque el ángulo del choque fue el exacto, en el hueco que se forma a la izquierda del hueso de la rodilla, donde los médicos golpean con su martillo de punta de goma para probar los reflejos.
El suyo seguía intacto. El impacto hizo que su pierna se doblara en dos. En el esfuerzo por no tirar la bandeja, mantuvo los brazos en alto mientras su cabeza y pecho bajaban respondiendo al reflejo lanzado por el golpe.

Quizás fue la oscuridad total del cuarto o su frágil memoria pero no se percató de que, pegado al banco, se encontraba el cambiador donde ella siempre dejaba colgada su ropa de día. Ese cambiador que habían traído especialmente del norte de Africa, estaba formado por ramas de cactus disecadas en savia de banano. Esa savia lograba mantener las espinas originales firmes y duras como cuando el cactus vivía en el medio de la nada.
En el momento en que la frente pegó con el cambiador, las espinas se clavaron haciendo que él realice un brusco movimiento hacia atrás.
Los años de yoga impidieron que la bandeja tambalease, aún cuando él saltaba sobre la pierna izquierda, tratando de despertarla del adormecimiento por el golpe del banco ahora con los ojos cerrados por el dolor de las espinas que sobresalían de su frente cual agujas de acupuntura.

En ese retroceso clownesco no pudo esquivar el incienso que, encendido, ahuyentaba a los malos espíritus. Ella todas las noches encendía cuarenta y ocho ramas de calíndroma verde para refrescar el ambiente. “Todos podemos refrescar como la alondra refresca a sus alondritos a la vera del río, como refresca la tigresa a sus tigritos en los días de calor, como refresca… ¡cómo refresca! Prendamos la estufa” dijo la noche anterior, lo que hacía que en ese momento la temperatura ambiente superara los cincuenta y siete grados Celsius.

Entre el calor, el dolor de la frente y la pierna adormecida no pudo percatarse de las varas aromáticas que, al pisarlas, lanzaron chispas sobre el empeine de la pierna sana y prendieron la botamanga del pantalón pijamas que llevaba puesto a pedido de ella. “El monje no transita por su templo en calzoncillos de Racing” lo convenció con su mejor cara, sabiendo que era la víspera de su cumpleaños.
Fue el calor que subió por su pantorrilla derecha lo que le avisó que el fuego había tomado proporciones siderales. Apoyó la bandeja sobre el borde de la cama y, con el almohadón de plumas de ganso de Jujuy, intentó amainar la fogata sobre su extremidad.

En ese instante aprendió dos cosas que le servirían por el resto de su vida: que siempre hay que chequear las costuras de los almohadones y que las plumas de los gansos de Jujuy son sumamente inflamables y por eso es una raza en extinción. En el verano jujeño, con más de cuarenta grados de temperatura promedio, esas aves se prenden fuego por si solas y se calcinan en menos de doce segundos.
El golpeteo con las plumas saliendo del interior del almohadón hicieron que se inicie sobre su humanidad una danza de fuego propia de los festejos por fin de año de las tribus del sudeste de Rusia.

Cayó sobre su pierna y rodó sobre su eje para apagar el fuego, que cedió. También cedió la mesa de noche que, golpeada por ese rotar endemoniado, se desbarrancó sobre el estómago y lo obligó a emitir un sordo pero curiosamente sonoro quejido.
Si un hombre del bosque de Trelpinsko, en Hungría, hubiera esuchado ese sonido, lo reconocería como un cerdo anglosajón manteniendo relaciones sexuales con una cebra parda normanda.

Al escuchar el sonido, ella abrió los ojos y descubrió casi sobre sus piernas la bandeja. Sin poder creerlo y con las lágrimas de la emoción pugnando por salir en busca de sus mejillas levantó la mirada buscando a su amado y lo descubrió de rodillas a su lado tomándose la frente, con los ojos cerrados, húmedos.

“Feliz cumple” le alcanzó a decir él mientras comenzaba a llorar.

Ella, sorprendida, empezó a comer las tostadas y a contemplar la exótica belleza de la espiga.
“Por muchos más como este” le dijo “Por muchos más, amiguito que Dios te bendiga. Y que reine la paz en mi día. Y que cumpla muchos más”.

Él se tendió en el piso, cerró los ojos y buscó el lado positivo a la situación. Y lo encontró. Le quedaban trescientos sesenta y cuatro días para prepararse.

Con autorización del autor: http://max.com.ar/

Reinalda - Mónica Sánchez Escuer


Estaba borracha, pero nadie lo notó. Reinalda tiene el don de fundirse con el ambiente y no ser vista, pasar de largo sin que nadie la vea trastabillar, despeinarse o maldecir al mesero. Por eso todos la recuerdan dulce y serena en las fiestas. Como un mantel que combina con las cortinas y el tapiz claro de las sillas: un mantel discreto que no compite con las formas audaces de una vajilla sueca ni con los colores vivos de los platillos gourmet.
Esa noche Aldo cantó milongas. A saber por qué. Desde la silla barcelona, orgullo de Margot, Reinalda parecía escuchar tangos con la mirada ida y el cuerpo suelto. Tan suelto, que daba la sensación de haber sido abandonado, puesto ahí como por descuido por el mismísimo Mies van der Rohe en los años treinta. Sí, ella iba bien con la silla, con los tangos. Pero no con Aldo ni sus milongas. Alguna vez él me dijo que Reinalda le remitía a otra época, tal vez por el arco de sus cejas o su voz tenue y acompasada como la que imaginaba en las actrices del cine mudo. Me molestó más que el comentario, el tono engreído de quien se sabe admirado y desdeña a su admiradora, pero no le dije nada. Ni a ella tampoco. Para qué. Los dos nunca serían una sola historia. Y menos después de esa noche.
No supe en qué momento llegó tanta gente a casa de Margot: la reunión se hizo fiesta y todos terminaron bailando en la terraza. Aldo, besando a una jovencita que nadie conocía. Cerca de la una, me encontré a Reinalda en la puerta del baño: no entraba ni salía de él. Me estoy muriendo, me dijo, como decir la hora o el clima. Sólo estás borracha, le dije apartándola de la puerta. No, de verdad... Se dio la media vuelta. ...Me muero. La vi caminar deteniéndose de la pared, de las espaldas y hombros de algunos invitados. Me tranquilicé al verla subir a un taxi.
Al día siguiente la llamé pero su teléfono estaba suspendido. El celular, fuera de servicio. Después de tres cafés y una aspirina, caí en la cuenta de que ella no estaba en condiciones de llamar un taxi. Ninguno de los amigos hizo la llamada ni la vio partir. Ni siquiera recuerdan haberla visto en la fiesta.
Su departamento está vacío desde hace meses, me dijo la portera.
Cuando la platiqué a Margot con detalle lo sucedido se sorprendió: ¿Borracha? ¿Reinalda? No, eso es imposible. Seguramente eras tú quien se había tomado más de seis tequilas.

Tomado de Historias Baldías

lunes, 29 de marzo de 2010

Resurrección - Walter Böhmer


―No voy a poder hacerlo mi Señor.
―No te preocupes, es muy fácil y nadie se dará cuenta. Tengo que ir lejos a reencontrarme con mi espíritu, a recibir nuevas fuerzas que me ayuden. Sabes que no es sencillo hacer esto, por eso te pido este favor Judas. Te pido que me ayudes.
Judas se secó el sudor de la frente.
―Está bien mi Señor, repítame por favor que es lo que desea.
―No es nada que no puedas hacer, por eso te lo pido a vos ―lo animó Jesús apoyándole una mano en el hombro―. Sólo tienes que decir esas palabras y todo el mundo creerá que tú eres yo. Pronto volveré y te libraré de ese peso y te estaré eternamente agradecido.
Judas miró a Jesús y lloró. Como había dicho Jesús, no era difícil hacerlo, se parecía mucho a él físicamente y la tarea era simplemente presentarse en un lugar y decir una frase. Nada de qué preocuparse. Llegó el día, Judas estaba muy nervioso, Jesús se había ido hacía unas semanas y le había dicho lo que sucedería. Nunca había preguntado como lo sabía, era Jesús y Dios su padre, suponía que eso era suficiente, aunque no fuera cierto. Obedecería sin más, fin de la cuestión. Entró al poblado lo más calmado que pudo y se dirigió al Templo de los Fariseos, muchos le besaron las manos agradeciendo que haya vuelto del monte Olivos, muchos otros miraron con odio al supuesto Jesús, enviados a espiarlo. Una vez en el Templo le llevaron una mujer a sus pies, acusada de adulterio, de la muchedumbre surgieron gritos y brotaron piedras hacia ella. Judas tomó todas las fuerzas de su interior y se puso de pie, tal como le dijo Jesús que sucedería, levantó las manos y, lo más calmado que pudo, dijo:
―El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
Y como le habían anunciado, nadie lo hizo.
Pasaron los días, las semanas, los meses y no supo de Jesús mientras él desempeñaba cada vez mejor su papel; al tiempo, junto a los demás discípulos que sabían del cambio y reunidos en medio del bosque, apresaron al supuesto Jesús, quién rápidamente fue enjuiciado y sentenciado a morir en la cruz. Se supo que Judas lo había vendido por unas monedas, pero lo que nunca se supo es que el propio Jesús en la piel de Judas se había ocultado donde sepultarían al hijo de Dios. Porque Dios era todopoderoso para el mundo, pero todavía no podía resucitar a su propio hijo que, escondido, sólo tuvo que sobrevivir en una cueva, y reaparecer al tercer día.


Tomado de Apología de los Miedos

Metamorfosis encadenadas - Javier López & Héctor Ranea


Recuerdo que fue con 28 años cuando comenzaron a asaltarme las dudas sobre mi propia identidad. ¿Quién era yo y qué tenía en esta vida? Un puesto de trabajo insatisfactorio, novias de fin de semana y una casa en régimen de alquiler. No era eso lo que tenía previsto para mi futuro.
He de confesar que siempre he sido un poco extremo en mis determinaciones. Así que decidí cambiar de género y dejar de ser Luis para convertirme en Luisa. Y no piensen que fue por una inclinación hacia lo femenino. Fue por puro aburrimiento.
Quizá influyó en mi decisión una visita al Museo unas semanas antes. Contemplar el Nacimiento de Venus iba a llevar mi destino por otros derroteros durante un tiempo. La diosa, engendrada por los genitales de Urano, que habían sido cortados por su hijo Cronos y echados al mar —aunque algunos aseguran que nació de una nube de esperma arrojada directamente a las aguas por el mismísimo Zeus, en la que alguna deidad se dio un baño de espuma— estaba ahí, delante de mí, y quise ser como ella. Y lo conseguí.
No iba a tardar mucho en darme cuenta de mi error. Con mi nuevo género no acababa de encontrarme a mí mismo (aunque, recordando ese tiempo, debería decir "a mí misma"). No me terminaba de adaptar al hecho de que lo que antes era saliente ahora fuera entrante. Y mucho menos a que los hombres me piropearan por la calle.
Así que este episodio sólo duró unos meses, pero quedé trastornado por las operaciones y tuve que comenzar con las sesiones de psicoanálisis. Y eso no hizo más que agravar el problema. El psiquiatra me hacía dudar incluso de mi propia existencia, y en poco tiempo, en lugar de recuperarme, comencé a oír voces.
De manera que, tras haber vivido un cambio de género, ahora experimentaba un cambio de número. De nuevo no era Luis. También era Alfonso, y Antonio, y José... Adquirí varias personalidades diferentes. E iba a ser el sexo, una vez más, lo que se convertiría en un verdadero problema. Éramos demasiados hombres para buscar pareja y pronto surgieron los celos entre nosotros.
Para tratar de solucionarlo, tuve la idea de poner un anuncio en una revista de contactos, buscando siamesas y quintillizas. Afortunadamente respondieron en cuatro ocasiones al anuncio: una pareja de siamesas y 3 quintillizas. Como yo estaba en una fase en la que escuchaba hasta once voces diferentes, parecería que sobraban seis de ellas. Nada más lejos de nuestras apetencias. Alguna de mis personalidades gustaba de las orgías. Así que no sólo no sobraban, sino que tuve que volver a poner más anuncios.
Después de eso lo único difícil fue buscar habitaciones con el tamaño requerido. Por suerte, no faltaron patrocinadores que querían retransmitir en directo el lamentable espectáculo... Ellos ponían la casa y las cámaras y además nos pagaban. Mi vida se convirtió en un programa de televisión de veinticuatro horas al día y yo era un hombre plural con quienes me habitaban completamente liberados.
Durante un tiempo me fue bien así, pero ya les digo... me canso de todo. Entonces busqué el cambio definitivo. No era el género, ni el número. Lo que yo realmente siempre había deseado era cambiar de especie, ahora me daba cuenta.
Consulté con mi médico para ver si era posible hacerme una operación de agallas para convertirme en pez y tirarme al mar, que es lo que siempre me ha gustado. Ahora pienso que fue eso lo que me llamó la atención en el cuadro del Nacimiento de Venus, aunque confundí las señales y he perdido doce años de mi vida en los cambios infructuosos que les he narrado.
El cirujano me dijo que lo que pretendía era una barbaridad, una ignominia y una locura. Debía hacerme unas incisiones en el cuello para que tuviera mis agallas, por lo que la consideró una intervención de alto riesgo. Así que se negó a operarme. Por eso tuve que buscar un estudio de tatuajes, en un Puerto de cuyo nombre dejaré sólo mención en mi testamento, donde había un hombre de aspecto bastante salvaje que hacía modificaciones corporales radicales. Concretamos por un precio razonable y al fin tuve mis agallas.
Hoy estoy preparado para ser pez. Escribo, pues, esta historia antes de arrojarme definitivamente al océano y compartir mi vida con morsas y quién sabe si con sirenas.
De todos mis cambios, creo que éste será con el que alcance la verdadera plenitud. Sé que voy a poder sentirme, al fin, realizado. Y es que ya se me había hecho urgente convertirme en pez. Los humanos siempre me han parecido muy raros.

sábado, 27 de marzo de 2010

El beso - Mónica Sánchez Escuer



El beso - Mónica Sánchez Escuer
María toma el lápiz labial y comienza su trazo, lento, delicado, exacto. Dibuja sobre la boca una sonrisa amplia; unos labios más rojos, más gruesos que los suyos. Antes de salir, toma un pañuelo desechable, le da un beso y lo deja caer dentro del escusado. Sonríe al mirar en el agua el mapa de su boca. Sale.

Luis entra para llevarse las pocas cosas que dejó la noche de la disputa: unos libros, dos suéteres, un par de zapatos. Mira la pared amarilla, el cuadro que compraron juntos. Sus cosas, en una bolsa, al lado del sillón azul donde María lo desnudó por primera vez. Sí, la extraña. Tres años de risas y juegos y complicadas escaramuzas verbales perdidos. Todo por la huella del beso que Ana dejó en los cuellos de él y la camisa esa tarde de premuras. Luis se despide de la habitación con un parpadeo, como si tomara una fotografía. Antes de salir, pasa al baño, levanta la tapa del inodoro y se contiene. Los labios de María parecen hablarle desde el fondo. Luis sumerge la mano. Un trozo de papel queda deshecho entre sus dedos, pero la boca húmeda le sonríe completa sobre la palma. Lentamente se lleva el pañuelo hasta los labios, lo oprime. La lengua traza las curvas de la falsa sonrisa y penetra por su centro. Al tocar su propia piel, Luis se siente ridículo. Escupe. Sacude la mano, la talla sobre el brazo, el pantalón, hasta que el último trozo desaparece de su palma. Descarga la vejiga, recoge la bolsa y sale.
Ana lo espera en el café de la esquina. Sonríen. Se besan. Ella percibe un ligero olor a baño público en la boca de él, pero no dice nada. Luis le pasa el brazo por los hombros, casi le toca el pecho cuando ambos descubren una mancha de labial en la manga de la camisa húmeda.


Tomado de Historias Baldías

Un téologo en la muerte - Emanuel Swedenborg


Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les ocurre lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo: “He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe.” Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron este discurso, lo abandonaron. A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal, y el piso, de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y prosiguió elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer, sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno contenía instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras parecían muertas, acabó por aborrecerlas y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo, y éste los engañaba con simulacros de esplendor y de serenidad. Apenas las visitas se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.Las últimas noticias de Melanchton dicen que el brujo y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios.

jueves, 25 de marzo de 2010

La carta - Andrés Terzaghi


Un periodista va a hacer un reportaje a un cementerio. Entra con una grabadora y por si ésta fallaba, con una libreta de anotaciones y lápiz.
Se detiene indeciso frente a una tumba cualquiera, la observa por un instante, sabe que sus preguntas jamás serán respondidas, pero también sabe que el pronóstico del tiempo en el noticiero en el cual trabaja ya ha errado sus cálculos más de una vez y, sin embargo, los televidentes le prestan su atención.
Añade una flor entre otras que coloreaban la gris piedra de la lápida. Su trabajo ahora le mostraba un verdadero desafío, insólito por cierto. El asunto es que su inclemente jefe, en vez de despedirlo por un grave desacierto cometido, le asignó esta imposible tarea. Si no la cumplía, quedaría sin trabajo.
El contrariado periodista, saludó respetuosamente dirigiéndose a la inaudita tumba y:
—¿Qué tiene que decir con respecto a su íntimo amigo?
Oyó cerca del lugar a un hombre que caminando en círculos hablaba solo y cabizbajo. Levantó súbitamente la mirada posándola en él. Se acercó caminando con expresión de curiosidad en su rostro.
—¿Qué le contestó?
—Nada, parece que no quiere hablar.
—Ajá. ¿Sabe por qué?
—Bueno, supongo que no tiene ánimos…
—Supone mal. Él es mudo. Se equivocó de muerto mi buen amigo.
—Entonces ¿con quién puedo hablar? Verá, necesito hacerle unas preguntas a algunos de aquí para el noticiero de la media noche.
—Mmmm…, no va a ser fácil señor.
—Dígame qué tengo que hacer.
—Primero tranquilícese. Recuerde, este es un lugar de silencio y descanso. La mayoría de ellos duermen profundamente y no lo atenderá ni por los siglos de los siglos. Otros están, pero en realidad no, se han ido muy lejos, lejísimo. Pero siempre hay uno o dos voluntariosos que no se resignan al descanso y se mantienen despiertos todo el tiempo que sea posible hasta que no lo resisten y deciden al fin apagarse.
—Bien. ¿Quiénes son ellos? ¿Adónde están?
—Tenemos que buscar arduamente. El cementerio es muy grande. Hay muertos por todas partes, su población creció cuando la otra hizo otro tanto.
—¿Por dónde empezamos?
—Usted sígame, yo me encargo. Le repito, no es fácil de encontrar uno disponible. Imagínese que usted ha muerto, es obvio que no tendría ganas de hablar con nadie.
—No importa. Es mi trabajo, no tengo otra cosa que hacer.
—Comprendo. También tuve que hacer cosas que no quería, y las hice; no me arrepiento, sin embargo, no las volvería a hacer, se lo juro. A ver, mientras buscamos, cuénteme qué desea saber.
—Cualquier cosa. Lo importante es poder hacerles unas preguntas, obtener las respuestas y volver a mi trabajo con el material. ¿Entiende?
—Si, claro. ¿Sufrió alguna pérdida recientemente? ¿Su mujer, su hijo, un amigo?
—Un amigo hace ya algunos años.
—¿Y cree que podría hablar con él? Es más fácil si el muerto lo conoce.
—Entiendo. Pero existe un problema.
—¿Cuál?
—Incineraron su cuerpo y arrojaron las cenizas al río. Tengo algunos parientes aquí. En vida los he visto una o dos veces y habré cruzado pocas palabras, nada trascendental.
—¡Chuik! No sirven. Es lo mismo que cualquier otro desconocido.
—Dígame ¿qué estaba haciendo antes de encontrarnos? Lo noté preocupado ¿me equivoco?
—Mi psiquiatra me dijo que sufro de una enfermedad desconocida. Según él, mi desorden de personalidad se debe a un severo trauma sepultado tan profundamente en mí, que solamente reconociendo estar enfermo de esta cosa, puedo sobrellevar mi desgraciada vida. Así que de vez en cuando vengo para aceptar mi destino. Este es un lugar tranquilo. Camino, hablo solo, pienso, contemplo a las palomas, los árboles, cómo el cielo perfila bóvedas, cruces y ángeles en el horizonte y cuando me encuentro a mí mismo, regreso a casa. El doctor me dijo que no es el sitio indicado para mí.
—Considero lo mismo, tiene razón. Acá encontrará tranquilidad y ningún pensamiento optimista.
—Al contrario. Día a día fui mejorando y el doctor aceptó frecuentes visitas como terapia complementaria. Gracias a esto he escuchado y visto cosas raras. En ocasiones oí a los muertos pensar en voz alta. Conversando con ellos pude avanzar positivamente sobre mi estado, tanto que no necesité más de las sesiones. ¡Qué me dice! Hace algunos años conocí a un muerto, afligido, hizo todo lo posible para ganarse mi confianza y compañía. Yo que apenas podía discernir entre la verdad y la locura. Tuve la suficiente lucidez como para asegurarme de que no era una alucinación producida por la enfermedad. El muerto siempre me esperaba ansioso a que regresara. Hablábamos durante horas de esto y lo otro, en fin, de cosas de la vida y la muerte. Le aseguro que es más sorprendente la vida que lo que está después de ésta.
—¡Que suerte! Al fin tengo a quien hacerle el reportaje.
—Perdone, no, no a él no. Le juré que no le diría a nadie sobre esto.
—Pero ¿por qué no? Es mi única oportunidad.
—No puedo, discúlpeme, lo juré, no puedo hacerlo.
—Por lo menos explíqueme por qué razón no quiere hablar con otro que no sea usted. ¿Cuál es el problema?
—Un día me pidió que consiguiese papel y lápiz. Corrí a buscar y regresé. Luego ordenó que tomara asiento junto a su tumba, quería estar seguro de que yo anotara cada una de sus palabras, y ahí estaba, solo, con un muerto, tomando el dictado de un cadáver. Aquí tiene una de sus tantas cartas, no sé a quién o quienes estarán dirigidas.
Me acomodé sobre la tumba y asombrado comencé a leer el amarillento papel. La carta estaba escrita con una trémula caligrafía, algo inquietante y perverso:
—Quien reciba este mensaje considérese muerto. El entregador de esta carta es un peligroso psicópata. Él le dará esta carta u otras que dicen lo mismo. Por su locura no puede razonar que estoy poniéndolo en aviso. Si puede huya de inmediato pero sin levantar sospecha. El loco criminal tiene en su poder un cuchillo con el cual ha hecho víctimas entre las cuales me encuentro ya consumado.
Lo miro. Está allí, quieto, de pie y sonriéndome. Lleva su mano a la espalda, a la altura de su cintura y extrae un cuchillo. Tengo miedo, mucho miedo…

Pecados y transgresiones – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Los salvadores de la patria —dijo el profesor Sandoval— recibieron, ya en la madurez de sus vidas, la invitación de un poeta forense para asistir a la reconstrucción del crimen cometido por el vizconde Calvino. La representación fue un castigo, el peor que pudieron haber sufrido, y tan penoso resultó todo que se retiraron antes del fin de la fiesta. Pero eso no los salvó. Hundidos hasta el cuello en un infundíbulo cronosinclástico fabricado por el almirante Vonnegut, cayeron en el tiempo cero y ahí siguen, incapaces de salvar nada, cristalizados como el latín de Cesárea y más aburridos que un dinosaurio en un desfile de anoréxicas desnudas.
—¿Me puede decir de qué está hablando? —inquirió el doctor Goodman. Sandoval miró hacia uno y otro lado, como si alguien pudiera estar observándolos y dijo:
—Le estoy dando la clave para no quedar demediado, profesor. Los sables de los que están hechas las palabras cortan su parte sana y la convierten en una porquería.
—Vaya, vaya —dijo Goodman—; cuanto más lo escucho, más creo que usted va a terminar matando a alguien, Sandoval.
—Entonces no me escuche… total, la patria ya no tiene salvación y yo estoy demasiado viejo para jugar con soldados de plomo, ¿no le parece?
—En eso le doy la razón —dijo Goodman. A continuación tomó su maleta de incongruencias, ñoñeces y dislates y salió como había entrado, abriendo un libro y perdiéndose entre sus páginas. En este caso la 326, me parece.

Vía del Quirinale - Mónica Sánchez Escuer


Te espero. Como todas las tardes, después del café. Y apareces puntual, al inicio de la calle, con tus amigas, caminando en fila india, como siempre. Cuando se acercan, no me atrevo a toser, a interrumpir el ritmo de las risas y voces que no alcanzo a distinguir. Ni siquiera puedo decir que he visto bien tu rostro, no sé el color de tus ojos, si tu labio inferior es más grueso, como creo; no conozco de cerca la línea de tus cejas, si forman una arruga en su centro cuando preguntas. Pero sí puedo ver, desde aquí, tu cabello castaño casi rubio, suelto como tú, recogido sólo a medias para mostrarle al mundo los cuatro dedos de tu frente. Veo tu delgada nariz, el perfil que dibuja tu sombra en los muros. Eres la más alta de todas, la única que ríe todo el tiempo. Pareces bailar con un rumbo preciso y natural cuando caminas. Tus piernas te siguen como mis ojos, llevan el ritmo discreto de tu oleaje, como mis manos que danzan moldeando tus hombros, tu pecho, que casi te tocan cuando me toco. Y por fin eres tú la que cae en la trampa, y no tu amiga de ayer, o las dos que siempre van juntas. Te agachas, recoges el hilo dorado que dejé en la acera, lo inspeccionas. Tu cara esquiva una sombra y de pronto se ilumina. Puedo verte. Eres hermosa, bellísima. Miro tu cuerpo todo, y el mío se tensa, te imagino aquí dentro, con el hilo dorado entre tus pechos. Hasta que una palma me sacude la espalda y toda tu imagen: el enfermero me dice que nadie quiere a un loco, que ya deje de soñar. Me asomo por estos cuadros de hierro que cuidan la ventana, que te cuidan de mí. Y tú ya no estás.


Este cuento fue elaborado a partir de la fotografía que me proporcionó Daniel Molina.


Tomado de Historias Baldías

La cuerda - María Fabiana Calderari


Flotaba en un líquido viscoso, caliente. En cada ademán que Daniel intentaba para escapar de ese fluido cerrado, se hundía más, sesgando su cuerpo. Permanecía atascado en un abismo extraño, en plena oscuridad, sin viento ni marea. Luego de unos instantes, una penumbra le mostraba el rostro desconocido de un niño que golpeaba contra unas extremidades sueltas. La oscuridad regresaba y sentía frío, una sensación de humedad que se escurría por sus muslos. El vaivén lo adormecía. Despertaba aturdido por los gemidos de una mujer que no lograba ver y luego se disipaban dejándolo mortecino. Sorpresivamente se rozaba con manos que se aferraban fuerte a él hasta lastimarlo. El líquido comenzaba a quemarlo y sentía dolor; ya ni siquiera podía moverse. Una luz circular crecía en lo alto reflejando su rostro en un espejo de agua clara; desde ese albor descendía una cuerda. Al pretender sujetarse de la misma, se resbalaba y la cuerda se movía en espirales virulentos que terminaban enroscándose en su garganta, hasta quitarle el último aliento.
Le bastaba cerrar los ojos para que este sueño lastimero le apareciera en su cabeza una y otra vez, recurrente y agravado.
Daniel tenía tendencias suicidas. Las marcas que se esforzaba por ocultar tras sus habituales atuendos se mostraban despejadas en sus ojos oscuros.
—Estos personajes que habitan mi sueño, ajenos e indiferentes entre ellos, comienzan a invadirme, como si la realidad no lograra esfumarlos. Buscaré ayuda —dijo para sí, mientras bebía pausado el café negro que encubriría entre los primeros atisbos del sol, las alargadas noches de insomnio salvaje.
El Dr. Gotier le pareció apropiado. La inmediata consulta al psiquiatra lo movilizó para afeitarse la barba descuidada y recortar los rizos de su frente.
La sala de espera era amplia y silenciosa y las paredes blancas le daban un aire de pureza. Al entrar sintió el miedo convertido en ganas de orinar.
El lugar olía a un revoltijo de desinfectante y encierro. No había ventanas. Se sentó en la silla de almohadones blandos, mientras olvidaba su mirada en la mesita de vidrio cuyo apoyo estaba formado por dos efigies indias. Se le agolparon recuerdos de su infancia. Las historias de su abuelo, desertor de la guerra. La supervivencia de los prisioneros en los campos de la India y las trapisondas de esos jóvenes obligados a ser patriotas. Las botas de cuero de reptil del tío Roan, los tacos y los pasos toscos que resonaban en el comedor de la casa vacía y su aliento fétido. Las remembranzas fueron detenidas por el estruendo de unas pisadas agitadas que se enredaban por la escalera. La puerta se abrió tempestivamente mostrando el rostro desconcertado de un muchacho.
—Hola —lo saludó Daniel, levantando la mano izquierda. El niño sin responderle se arrinconó en una silla alejada, sin respaldo y permaneció callado.
La expectativa le arrancaba a Daniel una impaciencia inusual. Se filtraba tras la puerta entreabierta el humo de un cigarrillo que traía consigo el cuchicheo de voces que por momentos sonaban confusas. El aire enrarecido le dio náuseas.
Daniel jugaba a abrir el picaporte con sus ojos pegados en la puerta del consultorio. Mientras el tiempo se eternizaba, una mujer llegó entre sollozos, con los ojos hinchados, la cara deforme y casi enterrada en un pañuelo mojado. Alternaba lágrimas y muecas nerviosas. Su presencia irritó a Daniel. Se puso en pie haciendo un gesto de molestia, mordiéndose los labios mientras se acomodaba la ropa. La mujer, se percató de la insolencia.
—¿Usted no llora? —le preguntó a Daniel.
—Nunca —le respondió con voz cruda—. Es un signo de debilidad —agregó fastidiado.
Ahogado en mudez y soledad, pegó una vez más sus ojos al picaporte. Esta vez se abrió y una voz ronca lo llamó a pasar.
—Acomódate en el sillón, en un momento estoy con vos —le dijo la voz ronca, como adivinando que no usaría el diván sino hasta entrar en confianza.
El cansancio vencía a Daniel lentamente, los párpados se le cerraban y cuando intentaba abrirlos dos piedras colgaban de sus ojos.
Recibió al psiquiatra casi dormido. La voz ronca se fue transformando en un conducto lejano. Le narró su sueño y todo lo demás.
—Has disociado tu personalidad. Cada personaje es soporte de tus traumas y debemos resolver los problemas para … —El psiquiatra fue interrumpido por un salto de Daniel—. Tranquilízate, debemos mantener la calma, te daré unas pastill… —Un empujón de Daniel lanzó al Dr. Gotier sobre el diván, desvaneciéndolo.
En una esquina del consultorio unas estacas ornamentales se sostenían mediante una gruesa cuerda. Daniel la desanudó con ágiles maniobras. Tras inmovilizar la cuerda sujetándola a una viga de madera, alzó al psiquiatra y retorciéndole el otro extremo por el cuello le dijo, casi con sus fuerzas agostadas: —No estamos hechos el uno para el otro —y siguió enroscándola en su garganta, hasta quitarle el último aliento.
Una sonrisa postrera y espantosa permaneció dibujada en la cara de Daniel Gotier, que la noche fue digiriendo en trozos lentos.

martes, 23 de marzo de 2010

Ciclos – Sergio Gaut vel Hartman


Para poder salir del encierro se acostó a dormir. Durmió, en efecto, y soñó. Sus sueños tenían una textura vaporosa, por lo que pudo atravesar fácilmente los muros. Lo que no había previsto era el cansancio; atravesar los muros de la cárcel cansa mucho, se dijo, por lo que se acostó a dormir y soñó que estaba encerrado nuevamente. Y seguía muy cansado, así que decidió acostarse en el mugriento camastro en el que pasaba las horas. Se durmió. Soñó que cavaba un túnel; tardó veinte años en abrirse paso del otro lado del muro. Ahora, al cansancio se le sumaba un permanente dolor intestinal, producto de la ingesta de toda la tierra que sacaba del túnel. Finalmente pasó del otro lado, pero por entonces estaba tan infinitamente cansado que se tiró a dormir sobre la hierba. Allí lo encontraron los guardias y se lo llevaron prisionero. Compareció ante el juez, que lo condenó a muerte por fugas reiteradas. Él se rió de la condena y el juez lo contempló, perplejo.
—¿De que se ríe? —preguntó finalmente.
—De que me voy a despertar en cualquier momento y ya no voy a ser un condenado a muerte.
Pero no se despertó.

Soñar sonar - Héctor Ranea


Sólo sé que sonaba cuando soñaba. El bandoneón sonaba claro, como Pichuco, ¿viste? El gol sonaba fuerte, como en el clásico. Pero era sólo un sueño, esos que uno tiene cuando está dormido. ¿Vos no tenés? ¡Mirá! De purrete mi vieja decía que los que no sueñan viven cansados. No sé qué carancho quería decir, te digo la verdad. ¿Me alcanzás la damajuana? Te decía que en esos sueños sueno el bandoneón como Pichuco. ¿No lo conocés a Pichuco? Flaco. ¿De qué peña saliste, hermano? ¿No te sabés ningún chiste con bandoneón y con goles? ¡Ah, ya sé, no me digás! Está ése del bandoneón que cada vez que nuestro wing izquierdo hacía un centro pasado, le chiflaba al otario que tenía el nueve para que pateara. ¡Y hacía gol, nomás! Hasta que un día el bandoneón se cansó, no le chifló más y el nueve se durmió en la línea y se comió un gol más fácil que ser enterrado en la Chacarita. El flaco se enculó bastante con el bandoneón traicionero, te digo que bastante y le arrancó un quejido, dos resoplos que parecían asmáticos, como vos y el ojete del bandoneón empezó a sacar una canción y el flaco, al final, terminó tocando el bandoneón en las esquinas. ¡Ya sé que es un bajón! ¡Y qué querés! Después de perderse ese gol mi equipo se fue al descenso, loco. No podés esperar que me ponga cómodo, me rescate y te cuente lo bárbaro que es estar acá engayolado y con el equipo en la B. A propósito, me contabas algo de la rubita. Me dijiste que me cagó con el taita que me puso acá, chabón batidor. Decime cuánto querés para cargártelo y dejarnos de joder por un buen rato, así sigo soñando que sueno el bandoneón que arregla los goles del chitrulo.

Una mente retorcida - Daniel Frini


Tengo algo que confesarte: estás ahora en esta situación porque yo colecciono personas. Un tipo muy especial de personas. No. No pienses mal. No soy asesino ni sádico. Tengo, eso si, una mente algo retorcida (¿en esa condición no estamos varios, acaso?); pero no soy peligroso. Lo dicen los entendidos: ser coleccionista tiene algo de neurosis obsesiva-compulsiva, algo de manía, algo de ansiedad y, por supuesto, indica una gran adicción. Aunque yo me llamaría un loco lindo. Inocente e inofensivo. Así que no tenés nada que temer.
Mi empresa es, desde ya, imposible de completar. Mi terreno de caza es la humanidad, aunque me daría por bien pagado si pudiese atesorar sólo unos miles. Mayor cantidad sería un premio extraordinario.
Quisiera que te sientas cómodo, que te relajes y prestes atención. No deseo entretenerte mucho tiempo, y no me andaré con rodeos.
Soy escritor y recopilo lectores. Considerate coleccionado. Bienvenido a mi humilde muestrario.

Círculos - Oriana Pickmann


El lugar estaba ya cercado. El cuerpo policial había iniciado la recopilación de pruebas, el crimen perfecto no existe aunque, a veces, así lo parezca.
Eran las dos de la madrugada cuando el inspector Leines recibió una llamada en el móvil.
―No, no estoy durmiendo. Voy enseguida ―fue lo que nadie le oyó decir, pues luego de muchas relaciones extrañas y dos divorcios habían hecho que tomase la determinación de no implicarse nunca más con persona alguna.
Se levantó de la cama y, al estirarse, no reconoció ese pequeño dolor en los brazos y en los hombros. Pensó que quizá ya estaba viejo para estos trotes, pero eliminó ese pensamiento rápidamente, pues no había pasado  mucho tiempo desde la celebración de su cumpleaños número cincuenta. Se enjuagó la cara, como para hacer que el sueño y el cansancio se escurrieran con el agua, se observó en el espejo y analizó cada arruga, cada cicatriz que el tiempo y su trabajo como jefe de la policía criminal le habían dejado. Se vistió lentamente, mientras trataba de convencerse una vez más el porqué de haber elegido esa profesión. “Lo excitante, los juegos psicológicos y la interacción con lo invisible... hasta que deja de serlo”, se repetía cada vez que encontraban algún cuerpo victimado por otro, una amenaza latente, una huella, un indicio de algo que no poseía aún respuesta. Edvard Leines se sentía como poseedor de todo y de nada, vidas que dependían de él, de sus interrogantes y de su habilidad para solucionar, hasta ahora, la mayor parte de los casos que se le presentaban. Estaba conforme con su equipo, pero le gustaba más trabajar solo, sin que nadie cuestionara su  comportamiento o su forma de proceder.
El delito, una mujer, de aproximadamente cuarenta años, había sido asesinada. No había sido violada y tampoco le habían robado cosa alguna. Un hombre que caminaba con su perro la encontró a un lado de la carretera, cubriendo la nieve con su sangre y la mirada muerta de quien no alcanzó a reaccionar a tiempo. El arma, objeto punzo-cortante, introducido limpiamente en el lugar del corazón. Al hacer la autopsia, encontraron pétalos de rosa en la herida.
―¿Otra vez pétalos?
―Sí, novena víctima del asesino de los pétalos. Ya va siendo hora de que atrapemos a ese cabrón ―era lo que respondía Leines repetidamente a sus colegas. Ya estaba cansado del mismo tema, de las mismas preguntas.
El asesino de los pétalos, como habían bautizado a este misterioso personaje, parecía no tener un patrón determinado en cuanto a la selección de sus víctimas. Parecían escogidas al azar, sin importar edad, ni sexo, ni posición social. Sus víctimas anteriores incluían una muchacha de catorce años, un hombre de sesenta y siete... y así por el estilo. Lo único que podían tener ellos en común era la cuchillada en el corazón y los rojos pétalos en el corte.
Empezaron con la rutina básica. Averiguar el nombre de la mujer, ocupación, domicilio, contactar con sus parientes, amigos y compañeros de trabajo, las últimas llamadas hechas y recibidas en el móvil, las actividades que había realizado los días previos. Nada. Tonje Røstad no era una mujer modelo, pero era amable con sus vecinos y con sus colegas, vivía sola, era ordenada y pulcra. Realmente era difícil pensar en un motivo para ser asesinada de esa manera.
Pero esta vez había un detalle diferente. Había un testigo. Helge Nordnes estaba seguro de lo que había visto. Y lo contó tal y como lo presenció a Kari Anne Jørgensen, la encargada de recopilar información. Descripción de un hombre, de un coche, matrícula, la forma en que él, ciclista por afición sintió la adrenalina de no creer lo que sus ojos observaban, pero que su entendimiento transformaba en la prisa por notificar a las  autoridades pertinentes.
Era muy simple, muy sencillo, para ser verdad. ¿Tenían ya todos los datos y al asesino de los pétalos identificado? Luego de tres años de exhaustiva investigación, parecía que el homicida se les presentaba en frente, por puro descuido.
El escuadrón policial estaba listo para aprehender al criminal. Cuando ingresaron a la casa, les agredió un empalagoso aroma a rosas. Y ahí estaba él, esperándoles, insanamente tranquilo.
―Este mundo está totalmente podrido. La gente no tiene corazón y yo quise poner algo hermoso y delicado en cada pecho. ¿No se dan cuenta?
Edvard Leines se sentía como poseedor de todo y de nada, al mismo tiempo que lo conducían esposado a la estación en la que él, tantas veces se había perseguido a sí mismo. Se cerraba el círculo.