jueves, 7 de enero de 2010

Juegos con la luz – Héctor Ranea


La Compañía ofrecía una forma nueva de entretenimiento. Los fuegos artificiales –escribían en la propaganda – terminaron su ciclo, después de más de mil años de servicios para diversiones populares y expresiones sangrientas de manifestaciones colectivas de júbilo.
Prometía –según parece – oscuridad artificial, es decir: artefactos que, lanzados al aire, producían, al estallar, diversos efectos de oscuridad. Oscuridades profundamente rojas, de esos rubíes densos, corporizados en vinos que corrían por las mentes nubladas de los observadores, allá abajo. O creaban tremendos verdes opalescentes que dejaban libre a los ojos para enceguecerse con la luz remanente del cielo. Y así con todos los tonos y colores; hasta los más raros magentas, lilas, amarillo abedul, antiguos añiles descoloridos y amarillos cromo oscuro que llenaban de oscuridad de Sol la atmósfera transparente. Quienes miraban esos colores recordaban las caras adivinadas en los granos de arena, en las pecas de los pavimentos, las formas de nubes en las que se recortaban en blanco ciertas figuras fabulosas.
Era obvio que los días de tormenta las oscuridades eran aún menos visibles, de modo que los municipios en zonas de tormenta contrataban más frecuentemente a la Compañía pues nadie se quejaba de esas oscuridades artificiales que oscurecían el día en forma tan brillante.
A la luz de la luz que quedaba libre después de tamaño espectáculo, las sombras nunca más parecerían grises, ni oscuras, ni oscuridades sombrías, sino que con esas oscuridades se escribirían partituras de cuadros, pinturas al óleo oscuro, diagramas en tinta de colores que destacarán el negro.
El Jefe de la Compañía, cuando cerraba los contratos hacía leer a todos los presentes y en voz bien alta una cláusula a la que la formalidad le había hecho perder significado. Esa frase decía más o menos así: “En la eventualidad de producirse decesos como efecto de la utilización de este medio de esparcimiento, la responsabilidad de la Compañía se reduce al traslado de los restos a un lugar adecuado para su posterior tratamiento.”
Nadie captaba la sutileza de la redacción, lo cual era profundamente agradecido por el Jefe, quien no paraba de felicitar a quienes enseñaban a leer la superficie de las cosas.
Pero llegó el día en que el usufructo de la oscuridad trajo consecuencias y la Compañía comenzó a recolectar sus regalías, porque en la fórmula firmada en forma tangencialmente inicua, se escondía una frase famosa en el idioma de los magos, presente tal vez en los dichos de Hermes Trismegisto y en los libros de los martillos del bien. Así, el empedrado de las intenciones de la Compañía comenzó a rendirle pingües ganancias al verdadero gestor de esa oscuridad.
Como adoradores de cierto flautista famoso, los difuntos comenzaron a seguir la ruta marcada en secreto por las estelas oscuras, por las luces aniquiladas y comenzaron a juntarse, al principio por algunos pocos miles, pero es sólo el comienzo.
Nadie sabe cuáles son las intenciones de la Compañía pues nadie recuerda qué decía el contrato respecto de las poblaciones de muertos que se establecían en los confines de las ciudades de los vivos.

martes, 5 de enero de 2010

Chau, marciano, chau - Francisco Costantini


Uno levantaba la tapa de una olla, abría la puerta del placar, tomaba el colectivo, encendía el televisor o entraba al baño y se topaba con un marciano. Y, entonces, lo escalofriante (una vez acostumbrados a la presencia alienígena) resultaba no saber lo que ocurriría a continuación: el marciano podía ser un inofensivo pacifista o, en el extremo opuesto, un monstruo voraz sediento de carne humana. El mundo era un absoluto descontrol.
Los marcianos habían aparecido de repente, sin previo aviso, y estaban por todos lados y a toda hora. Se sabía que eran marcianos porque así lo habían explicado ellos mismos. Sin embargo, las diferencias físicas, mentales y espirituales que existían entre unos y otros causaban confusión. Habían los que medían apenas tres centímetros de estatura y que eran unos tremendos depravados sexuales que no dejaban de introducirse en el primer orificio que hallaban; otros, humanoides, que ostentaban portentosos e intimidantes aparatos tecnológicos y poseían planes de dominio galáctico; otros, semejantes a monstruos salidos de películas como Godzilla o Cloverfield, destruían ciudades y comían gente; y la lista sigue, lo que sumergía en la perplejidad al mundo científico. Además, Marte continuaba pareciendo tan muerto como siempre. O los marcianos no eran tales y mentían (desfachatadamente), o había muchas cosas que los humanos aún no comprendían del universo. Cómo deshacerse de los marcianos, nadie tampoco lo sabía; podían matarlos, pero siempre había más, más, y más…
Una noche, en una de las ciudades menos afectadas por estos acontecimientos, cuatro amigos que compartían el gusto por la literatura, se encontraban conversando. Juan, el dueño de la casa, dijo que el asunto de la insólita invasión le recordaba bastante a la novela Marciano vete a casa de Fredrik Brown. Algunos mencionaron otras novelas o películas y entonces, por la cabeza de Marcos cruzó una idea que le pareció cómica y, sin pensarlo demasiado, la soltó:
—Tal vez provengan de la literatura estos bichos de mierda, y no de Marte—y largó una pequeña carcajada, que no se extendió más porque notó que sus compañeros lo miraban serios, con los ojos brillantes. Él se apuró a decir algo, pues adivinaba lo que esos ratones de biblioteca estaban pensando—: No me digan que…
—Y por qué no —lo interrumpió Leandro, acomodándose los anteojos—. Nadie sabe de dónde salieron. Marte, definitivamente, no es capaz de albergar vida, menos a seres tan dispares entre sí, algunos de dimensiones desproporcionadas, otros de alto nivel cultural y tecnológico… ¿No lo habríamos sabido antes?
—Leandro, lo dije en joda, cómo vas a pen…
—No, no, cállate, Gordo —ahora lo interrumpía Matías, mordiéndose el labio inferior, señal inequívoca del entusiasmo que el tema le generaba—. Lo que sucede es verdaderamente absurdo, inconexo con la realidad tal y cual la conocemos. Parecen cosas salidas de una ficción… o de varias.
—Un argumento convincente, tal y como van las cosas —reconoció Marcos—, pero, entonces, no puede hacerse nada contra ellos; decir que pertenecen a la literatura es como decir que no existen, ¡y no podés hacer nada contra algo que no existe!
La última frase la gritó, y sus amigos enmudecieron por breves segundos.
—Me extraña, Gordo, que vos digas eso —dijo, luego del silencio, Leandro—. La ficción no es contraria a la realidad, simplemente es otra, pero existe. Si no, ¿para qué nos juntamos cada viernes? ¿A hablar de nada? ¿Eso que leemos no nos afecta, no nos condiciona? ¿Eh?
Marcos lo miró, meneando la cabeza, aunque le dio la razón.
—De todos modos —objetó— no hay nada que podamos hacer.
Ahora el silencio se hizo más extenso y profundo, llegando hasta lo más íntimo de sus conciencias; quizás no erraran en la hipótesis disparatada (a esa altura, el mundo en sí era un disparate), pero no podían sacar nada valioso de ella si no obtenían una solución.
—¿Y si escribimos una ficción en contra de esta gran… ficción? —interrogó Juan, rompiendo el mutismo.
Se miraron los cuatro, un cosquilleo recorrió sus cuerpos, y sonrieron. Sonaba loco, un plan más de los tantos planes ineficaces contra los extraterrestres. ¿Pero qué podían perder? Al menos lo intentarían y, en última instancia, se divertirían. Pronto comenzaron a esbozar un argumento que partía de la realidad de ese entonces, con los marcianos por todos lados, y que luego trocaba en la completa desaparición de estos seres. Simplemente se desvanecían, como en la novela de Brown, pero antes reparaban todos los daños causados (incluso los muertos volvían a la vida) y, de paso, cooperaban en la lucha contra el calentamiento global, el hambre y destruían cada arma nuclear del planeta.
Amanecía cuando terminaron el cuento, bastante extenso, que titularon “Chau, marciano, chau”. Lo subieron a un blog (internet aún funcionaba), para que de alguna manera estuviera publicado. Después, se mantuvieron durante horas largas frente al televisor, esperando escuchar que los marcianos dejaban de burlarse, atacar y violar a la gente y, en cambio, se ponían a reparar los daños cometidos… Pero nada de eso ocurrió. Los muchachos se desanimaron y avergonzaron de sí mismos. Nunca más volvieron a verse ni hablarse; a tal punto se sentían humillados.
Ya era tarde cuando Marcos dejó la casa de Juan.
—¡Eh, gordo puto! —escuchó que le decían.
Giró y vio a un marcianito de tres centímetros; se reía y mostraba su lengua verde flúor. Amagó con perseguirlo para darle una buena paliza, pero el enano salió corriendo hacia un callejón oscuro, donde el muchacho creyó ver un par de ojos rojos que aguardaban. Levantó la cabeza y, a lo lejos, contempló a un trípode gigante que avanzaba por entre los edificios… El mundo se estaba yendo al carajo, pensó, pero de inmediato se encogió de hombros, pues, comprendió, los marcianos no estaban haciendo más que acelerar el daño que los mismos hombres habían iniciado.
A paso tranquilo, mientras la ciudad se caía a pedazos, Marcos comenzó a caminar a su casa, preguntándose si todavía permanecería en pie.

domingo, 3 de enero de 2010

El elegido - Víctor Lorenzo Cinca



Entre todos los allí presentes, he sido yo el elegido. Sin duda me escogió al azar, pues no creo poseer nada que me distinga de los demás. Soy como la mayoría, ni más alto, ni más delgado, ni más rubio, ni más fogoso. Por ello, nunca pensé que el futuro me depararía un momento como éste, jamás creí que compartiría cama, aunque sólo fuera durante unos pocos minutos, con una chica tan bella. Pero nuestro destino está marcado, y ahora siento el calor de sus dedos, la humedad de sus labios. Noto cómo me enciendo, cómo ardo por dentro, mientras sus ojos ―manchados de algo que quiero creer que es amor― me miran fijamente. Desnuda entre las sábanas, entorna sus párpados para intentar esconder esa mirada lujuriosa cada vez que me acerco a su boca. Entro en ella, penetro profundamente en su cuerpo, con lentitud, dejándome llevar, cediendo a su ritmo, sintiendo su respiración más cerca. Y yo me diluyo en partículas volátiles. Pero pese a todo, no soy feliz. Sé que me olvidará con facilidad. Sé que acabaré, como todos los que ya han disfrutado de su compañía, aplastado en un cenicero, convertido en ceniza y humo.


Tomado de Realidades para Lelos

De capa y espada - Javier López



El hombre llevaba cuatro horas detenido cuando me dejaron hablar con él.
—¡Sáqueme de aquí, inmediatamente! —me gritó con voz amenazadora e inquietante, la de una persona fuera de sus cabales.
—Antes que nada, le recuerdo que soy su abogado, su única ayuda en este momento. Y que las cosas requieren su tiempo. Primero cuénteme qué ocurrió —contesté, intentando tranquilizarlo—. Dígame cómo transcurrieron los hechos, desde el principio.
—Yo no he hecho nada malo. Al contrario, deberían haberme felicitado por mi acto valiente y abnegado.
—Pero dice el comisario que usted le propinó una tremenda paliza a la persona que lo ha denunciado.
—Sólo actué en justicia. Había un hombre en situación desesperada, gritando y pidiendo auxilio. Y el otro, al que aticé, blandía una espada y estaba a punto de atravesarlo con ella. Yo sólo intenté ayudar. Y hay muchos testigos que pudieron verlo.
—Sí, señor. Hasta ahí estamos de acuerdo. Pero se le denuncia por irrumpir en el escenario de una obra de teatro y dar una paliza al antagonista. Así que intentemos buscar una historia más convincente antes de que pasen quince minutos y lo lleven delante del juez. Empecemos de nuevo. Cuénteme qué ocurrió exactamente...

Dígitos - Camilo Fernández



Resignado, me dejo caer junto al diabólico aparato que se empeña en atormentarme hasta empujarme al límite. Es, a esta altura, una batalla perdida. El tiempo está en mi contra. Siempre lo estuvo.
Trago saliva, sabiendo que si tuviera úlcera ya estaría revolcado en el piso en medio de mi propia inmundicia. El interior me quema y no puedo evadir el pensamiento: la úlcera está creciendo. Algo está creciendo.
Los dígitos luminosos siguen avanzando. Siento deseos de correr, alejarme sin volver la vista atrás, pero sé que jamás podré hacerlo. Soy prisionero en esta ratonera, iluminada apenas por los destellos rojizos del contador. Intento cerrar los ojos y olvidar la realidad que me atormenta. Por una vez, crear mi propio mundo, aunque sólo sea en mi imaginación.
Nada. Oleadas de asquerosa realidad inundan mi débiles intentos. No tengo a dónde ir, ni nadie que me espere. Sólo puedo permanecer y perecer. Caminar en círculos tampoco ayuda. Tan sólo esta espiral descendente con rumbo a lo inevitable.
Necesito hacer algo por mi. Tal vez saltar o tal vez intentar escapar. Me inclino por la última. Salgo de la cama y con una sola mano estrello el reloj contra la pared.

Tomado de http://2centenas.blogspot.com/

De intromisiones - José Luis Vansconcelos


Dios no fenece aún, pero su muerte es inevitable.
Un día desperté con Él dentro de mí. Al principio nuestro diálogo parecía fructífero, pero después las cosas se complicaron. Explicó por qué estaba en mi nterior; dijo que pretendía adentrarse en su obra, palpar las complejidades del hombre y no sé cuántas tonterías más.
Yo, territorial como soy, respondí que invadía mi privacidad y que no tenía vocación de hospedero. Mencioné que era de pésimo gusto que se entrometiera como dolor de muela en lo más íntimo de mi ser. Exigí que se fuera mucho a la Eternidad o al sitio que mejor conviniera a sus intereses, pero nada funcionó.
Fueron muchas las veces, lo juro, en las que trate de arreglar las cosas para que me dejara en paz. No hizo caso, nunca lo hace...
Que Dios me perdone, pero hoy cercenaré mi yugular para acabar con esta relación que, de plano, me jode la vida.

viernes, 1 de enero de 2010

Perros de la calle - Camilo Fernández



Hoy por primera vez el gobierno oficializó la noticia. Los perros se han vuelto locos. El diario dice que es un virus, pero a mi no me convencieron. Aquí en el barrio hace más de un mes que sabemos esto. Fue cuando los perros comenzaron su ataque. En las casas las mascotas se volvieron contra sus dueños, acorralándolos y lastimándolos sin piedad; en las calles la situación fue aún peor, los transeúntes sufrieron incontables heridas.
Más de cien personas han muerto en la ciudad y muchos más morirán. Las mordeduras matan a la gente mucho después, aunque se salven de sus dientes.
Desde hace días, nadie se anima a salir a la calle. Casi no quedan provisiones en nuestra casa y dudo que el resto de las familias esté mucho mejor. Por la mañana tendré que salir. Ya hice un recuento de las armas con las que contamos. Supongo será suficiente para buscar algo de comida y volver.
Lo que más me extrañó fue la importancia que le dieron al comportamiento agresivo de los perros. Queriéndonos engañar con eso del virus. Como si nosotros no nos diéramos cuenta de la evidencia maléfica. "Rabia", quieren bautizarla. ¡Mentira!

La enfermedad de las musas - Guillermo Fernando Rossini



La certeza de la enfermedad de las musas la tuvo cuando su cuaderno de notas empezó a tener los primeros síntomas. Sus viejas poesías, sus esbozos de cuentos, sus cartas de amor inconclusas iban desapareciendo del papel como si hubieran sido escritas con algún tipo de tinta con fecha de vencimiento. Intentó copiarlas en otro cuaderno, en cien papeles diferentes y nunca llegaba a terminar de transcribirlas porque se escapaban de su memoria antes de terminar. Y cuando podía recordar una estrofa más o un párrafo, el anterior ya no estaba.
—Una especie de gripe —le dijo el dueño de la librería—. Libérese de todos sus escritos antes de que lo contagie a usted y le quite la inquietud por la escritura. Afecta a las musas. Están muriendo poco a poco.
—¿Pero, y todo lo que escribí? —preguntó angustiado el escritor.
—Está contaminado. Sus escritos están ahora en cuarentena, señor. Le sugiero que no siga escribiendo hasta que se declare el fin de la emergencia.
Antoine salió del local, cabizbajo. La luz mortecina de la tarde nublada no ayudaban a mejorar su estado de ánimo.
—¿Y qué voy a hacer yo, si lo único que sé hacer es escribir? —gritó en una desierta calle empedrada.
Caminó hasta la esquina y dejó caer su cuaderno, ya en blanco, en una alcantarilla.

Si te arrancas una cana... - Víctor Lorenzo Cinca



Empezaba a tener complejos con la alopecia y una mañana, frente al espejo, recordé que mi abuelo siempre decía que cuando te arrancas una cana te salen siete más. Mejor tenerlo blanco que no tenerlo, reconocí. Y me arranqué la más arrogante del ridículo flequillo, a la salud de mi abuelo.
Al rato brotaron en mi ancha frente, muy cerca el uno del otro, siete pelos débiles, blancuzcos. Los arranqué de un tirón, sin demasiado esfuerzo, y aparecieron en su lugar casi medio centenar de canas. Fui estirando uno a uno esos cabellos blancos y comprobando cómo al instante más de media docena de hebras lechosas reemplazaban a su predecesora e iban ocultando mis cada vez menos preocupantes entradas. El crecimiento exponencial de los cabellos convertía el proceso en algo muy sencillo y rápido, casi indoloro. Así, como en un juego, en unos pocos minutos conseguí una frondosa aunque, eso sí, blanca melena. De todos modos no me importaba el color, incluso lo prefería así, porque el pelo cano me daba un aire interesante. Pero entonces vi una cana que destacaba, sola, un dedo por encima de la ceja derecha.
La arranqué y en su lugar salieron otras siete. Me asusté y también las arranqué. Y lo mismo con las que aparecieron en su lugar. Poco a poco mi cara se fue llenando de canas y yo, asustado, las extirpaba a tirones. Debido a la falta de espacio en mi cabeza, mi pecho se fue llenando de cabellos blancos, largos y quebrados. Y mis brazos, mi espalda, mis piernas, mis pies, mis manos...
Ahora, convertido en una repugnante bola de pelo blanco y marginado por todos, ocupo mi tiempo, sin molestar a nadie, escribiendo cosas como ésta.


Tomado de Realidades para Lelos

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Mutilaciones - Víctor Lorenzo Cinca



Llego a casa, me acomodo en la butaca y, todavía con los guantes de lana puestos, me voy desatando lentamente los cordones. En la calle hace un frío espantoso. Con la punta del zapato derecho empujo el talón del izquierdo. El zapato cae con un ruido sordo sobre la alfombra, pero mi pie no aparece como de costumbre al final del pantalón. El corte es indoloro y limpio, como en una ilustración de un libro de anatomía. Sin asustarme demasiado repito la operación, con ligeros cambios y algunas dificultades añadidas, pues dispongo de un pie menos, en el otro zapato. Idéntico resultado. No brota sangre de ninguna de las cuatro partes seccionadas. Curioso. Me arrastro por el salón hasta llegar al teléfono. Me quito de un tirón el guante izquierdo para buscar en la agenda tu número pero del final de la manga no surge mi mano. Cojo el bolígrafo con la única mano que me queda y escribo estas líneas. Quién sabe si serán las últimas.


Tomado de Realidades para Lelos

Ya llegan – Fermín Moreno González



Atrapado. Encadenado. Torturado.
La existencia no es más que un breve lapso de solitario olvido entre abruptos riscos de pura agonía. Tal vez hubo otra vida fuera de la oscuridad de la jaula. Una vida de carne intacta y alma entera. Sin ganchos de hierro, sin máquinas de madera de torvo propósito, sin tensas tiras de cuero. Hombres de faces descubiertas a los que no rogar desesperado.
Miento. No estoy solo. Mis eternos compañeros jamás me abandonan. La dama de hierro sigue ahí mirándome, mostrándome su sardónica y expectante sonrisa metálica de un modo tan incitante que casi echo en falta su punzante y sombrío interior. Pero ahora me engaña con otro inesperado amante. Puedo oír sus débiles gemidos dentro de ella. Las ratas se abalanzan desde la negrura de su cubil para lamer la sangre que rezuma a sus pies. Luego desearán algo más. Y lo tendrán. A mí me tuvieron.
El creciente rumor de pasos ominosamente silenciosos llena el hediondo aire. Ya llegan.
Ya llegan.
¿Quién será su presa esta vez?
Tal vez el viejo sin ojos a mi izquierda. No puede ver ni oír, pero tiene un espléndido olfato y habiendo ya olisqueado su llegada, empieza a temblar y convulsionarse. Les encanta el pobre diablo. Sus locos aullidos se clavan en mi mente tan intensos que deseo que sea torturado.
Mi compañero a la derecha es diferente. Deliciosamente silencioso. Su rostro siempre logra de algún modo hacerme llegar una miríada de profundos y elaborados pensamientos, y de tal guisa, solemos entretenernos manteniendo una taciturna charla privada. Le cortaron la lengua.
También está el chico. Una expresión ausente de total locura reina en su estólido rostro. Sus llorosos ojos brillan animalescos. Hace mucho tiempo, lo llevaron aparte y le infligieron un castigo demasiado duro para ser presenciado. Eso me da miedo. Hasta los torturadores se avergüenzan. Y futuros pecados sangrientos les servirán para perdonarse los pasados. Sobre cuerpos demolidos y vencidas, sojuzgadas voluntades.
Ya llegan.

Tomado de: http://escribadetinieblas.blogspot.com/

Tribulación - Héctor Gomis



¿Que le voy a hacer si me siento sola?, a pesar de los que me rodean me siento sola, diluida entre una marea de semejantes, silenciada por las voces de mi entorno, por sus opiniones, por sus consejos.
Me encuentro a menudo buscando un lugar de partida, un punto de inflexión desde donde empujar y ganar terreno, terreno para caminar, sitio para respirar aire puro.
Mi entorno, amante, protector, comprensivo, asfixia mi alma.
Busco un resquicio por donde dejar que goteen las pocas fuerzas que me quedan, pero es difícil, me abruma la cordura de mi entorno, todo tan ordenado, tan perfecto, tan concreto y preconcebido.
Soy una pequeñísima parte de una ecuación, imprescindible para su resolución, pero minúscula, inservible fuera de ella. ¿Qué razón tiene todo?, ¿qué hago yo aquí?, ¿Qué objeto tienen mis tribulaciones?
A pesar de todo, la hormiga continuó arrastrando su grano de trigo hacia el hormiguero, igual que hizo ayer, y que hará mañana, y todos los días hasta que su vida se acabe.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

domingo, 27 de diciembre de 2009

Ayer en el andén – Alicia Diez


Una madre-niña, de no más de trece años con un nene de dos, o poco más, que ya tenía cara de viejo. Ella lo insultaba y empujaba mientras en su mirada destellaba la rabia de una existencia precaria. El pequeño caminaba solo junto al abismo del andén, y en su cara vibraba el deseo de escapar. ¿Es posible comprender lo que eso significa? Tal vez el miedo a irse o el miedo a quedarse lo llevó a gritar: —¡Andate! —Y se quedó sentado contra la pared sin poder dar respuesta a lo que le estaba sucediendo; era la imagen del desconcierto.
A pocos metros asistía a la escena un padre con su nena de vestido prolijo, anteojitos; la llevaba cargada sobre los hombros... Al cabo de un momento, el pequeño no pudo resistirlo. Se levantó de su rincón y se acercó a observar esa escena como si fuera una pintura, una escena de otro mundo, inaccesible, fantástica... como una película de ciencia ficción... y allí, solo... se quedo mirando.

Presagio cobarde - Laura Ramírez Vides



Estoy en la oficina. Suena el teléfono. Del otro lado está mi hija que balbucea, lloriquea, solloza, grita. No entiendo nada. Mi hija tiene solo 3 años pero le he enseñado qué tecla tiene que apretar en el teléfono para llamarme al trabajo (las maravillas de las memorias rápidas de estos aparatos modernos). Trato que se calme, logra decirme que papá está en el piso, que papá se ahoga. Mi corazón se sobresalta de tal manera que parece salirse del pecho. Intuyo que ella se acerca a él porque lo siento respirar atragantado, luchando por cada bocanada de aire. No sé qué hacer. Le digo que se quede tranquila, que le acerque el celular a papá para que llame al servicio de emergencias (eso no se lo enseñe, ¡mierda!). Me dice que papá no puede, que no ve los números. Le dicto yo qué números marcar. Sí, 3 años y ya sabe los números. Escucho el ahogado pedido de auxilio de mi marido. ¿Será un infarto? ¿Presión alta? Le digo a mi hija que tengo que cortar para poder ir para casa. Que apriete el botón que ella ya sabe y que yo la llamo enseguida desde el taxi. Miro a mi jefe y supongo que mi cara desencajada dijo todo porque se ofreció a llevarme él mismo. Mientras estoy subiendo al auto a la vez que marco el teléfono de casa me pregunto si llegaré a tiempo, si la gorda va a poder abrir la puerta (dar vuelta la llave; algo que tiene terminantemente prohibido). ¡El portero! (perdón, el encargado) ¡Tengo que avisarle a él para que ayude! Trato de comunicarme con él desde el teléfono de mi jefe. No lo encuentro. El tráfico es un horror. Enmarañado como siempre en nuestra querida ciudad. Me empiezo a desesperar a la vez que trato de calmar a mi hija que ya me atendió y sigue llorando y repitiendo: ¿cuándo venís mamá? ¿ya llegás?.
No hay forma que llegue rápido. No hay forma que llegue a tiempo. No hay nada que pueda hacer.
O tal vez sí.
Despertarme.

El perro - Carlos Feinstein



Tiene cuatro patas, dos orejas, una nariz, una cola. Si tiene forma de perro y ladra como perro, entonces es un perro. Es mi mascota, la encontré entre los restos de un supermercado, escondida en un recoveco entre los techos derrumbados. Es buena compañía cuando no hay muchos humanos vivos, y además tiene buen olfato, útil a la hora de desenterrar comida. Aunque hayan pasado 20 años, las latas son buena cosa, todavía sirven. Enterradas por los shocks nucleares, la radiación las esterilizó.
Veo con preocupación que los dientes del perro siguen creciendo, sus colmillos tienen el largo de un diente de sable, aumenta de tamaño y también de ferocidad.
Se le ha caído el pelo y unas escamas con agujas blindan su piel, su cola fue reemplazada por unos feos estiletes afilados.
La comida cada día, es más difícil de encontrar.
Creo que mis días están contados.

sábado, 26 de diciembre de 2009

El pequeño enigma - Antonio J. Cebrián



—¿Ha dicho algo más? —preguntó el capitán mientras entraba al laboratorio.
—Sí, aquí lo tengo —dijo el ingeniero—. Ha dicho “Hualp”.
—Bien, con todo lo que ha dicho hasta ahora, la frase queda así: “Urrlka relk talma fsí undda kora kantia Hualp” —leyó el capitán en la pantalla—. ¿Tiene idea de lo que puede significar?
—Estamos analizándola con el más potente de los sistemas, pero es complicado, sin una sola palabra repetida ni referencias externas.
—Y sobre la criatura, ¿qué han averiguado?
—Nada nuevo. Sabemos que es un ente biomecánico con un cerebro activo y un metabolismo muy lento. Tiene escasa movilidad y reacciona torpemente a los estímulos externos.
—¿Está solo?
—Por el momento sí —respondió el ingeniero—. Todos los individuos de otras especies huyeron cuando nos aproximamos.
—“Teko” —gimió el pequeño ser.
—¿Ha oído? No para de hablar pero lo hace muy lentamente. Quizá se trate de un deficiente con alguna limitación mental.
—¿Han probado alguna comunicación no verbal? Luz, ondas de radio…
—No creo que sirva de nada hasta que no termine la frase y podamos traducirla. Lo único que hacemos es agobiarlo.
—“Fsikie” —dijo, casi risueño el marcianito.
Alguien entró con una pequeña lámina electrónica y se la mostró al ingeniero.
—¡Han traducido la primera palabra! —dijo este.
—¿Y bien? —preguntó expectante el capitán.
—Significa… “diez”.
El rostro del capitán se puso lívido y exclamó:
—¡Usted y sus hombres son un hatajo de imbéciles incompetentes!
—Creo que tengo que darle la razón —respondió el ingeniero.
El “marciano” articuló la primera sílaba de la undécima palabra. Aquella que jamás terminaría de pronunciar.

Biografía: Antonio J. Cebrián

Los canales de Marte - Hernán Domínguez Nimo


Los canales de Marte existen. Son catorce para ser precisos. Los tres canales de aire son históricamente los más populares entre los marcianos, aunque en los últimos milenios hayan empezado a adolecer de mal funcionamiento, una cierta interferencia que sería ocasionada por la creciente dificultad en la propagación aérea. Por ello es que los canales de cable, considerados de segunda clase en un inicio, han resurgido con más fuerza. Estos canales tienen todo su cableado bajo tierra, y no son pocas las voces de ombligos marcianos que reclaman el cableado exterior para evitar la contaminación visual de sus ciudades subterráneas. La programación de los canales de Marte es tan variada como su público. Pero desde las novelas del corazón (inferior y superior) como Celeste Pasión, hasta micros de corte fantasioso como "Hay vida inteligente en el tercer planeta", todos ellos tienen, lamentablemente, un componente común y pernicioso: apuntan al estrato social más bajo, con contenidos ciertamente alienantes.

Alien - Claudio G. del Castillo



Del pobre viejo decían que era un extraterrestre; que a pesar de vivir en la Tierra durante años, aún se comportaba de manera singular para ganarse el sustento. Por supuesto, yo no creía una sola palabra de tales historias. Sin embargo, un día lo vi en el parque en una postura inusual y, aguijoneado por la curiosidad, me le acerqué:
—Buenas tardes.
—No moleste: estoy moñingando —dijo sin inmutarse—. Y córrase a un lado que me espanta la clientela.
Debo admitir que, por más que lo observaba, no lograba comprender qué estaba haciendo ni cómo.
—No me tome el pelo. Y, ¡por Dios!, déjese de bobadas que se va a partir la espalda.
—En Marte quizás. Moñingar aquí es mucho más fácil —aseguró.
—Pero… ¿De qué habla? ¿Qué es moñingar?
—¿Para qué explicarle? —gruñó exasperado—. Jamás lo entendería.
Yo estaba apurado, así que decidí presionarlo. Paseando tres billetes de a cinco frente a sus ojos, le dije:
—Si me enseña a moñingar, son suyos.
—No sea estúpido. Aunque usted lo intente, no podrá.
—¡Pues váyase a la mierda! —exploté por fin.
—¡Y usted a ñatuflarse la grufa! Pero qué digo —farfulló—, si tampoco podría.
Discretamente me escurrí entre la multitud que se agolpaba, convencido de no querer saber qué era aquello.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Amores - Rogelio Ramos Signes


Él (Rahamín Jinnáh) era pakistaní, de Karachi; ella (Nieves Mamaní), de acá nomás, de donde la ruta que viene desde Monteros se abre a la izquierda camino a Tafí del Valle. Se conocieron un sábado en la feria de Simoca. Ella vendía empanadas de matambre; y él, elefantitos de madera cubiertos por espejos diminutos. Él, ansioso por mimetizarse, se hizo devoto de la Virgen del Valle; mientras que ella, por el mismo motivo, abrazó la fe hindú. Así fue que juntaron sus dos puestitos en la feria y lo convirtieron en uno. Himalaya y Amalaya fue el nombre que eligieron.
Desde entonces es muy común encontrar espejitos dentro de las empanadas; lo que viene muy bien para mirarse por dentro, según lo que ella piensa ahora. Sin embargo, no sabemos si los elefantitos se acostumbraron al matambre con cebolla de verdeo. Lo que sí pudimos comprobar es que, antes de abrir el puesto, nuestra tucumana se pega una lentejuela en la frente, entre ceja y ceja; y el pakistaní, sin mayores vueltas, coquea todo el día.

Un milagrito de Navidad, aunque sea chiquito - Laura Ramírez Vides



Es lo que Juan pedía todas las noches, asomado a la ventana de su cuarto mirando al cielo. Le encanta mirar al cielo; se puede quedar horas y horas mirándolo. El dice que si mirás un rato largo a una estrella ella se da cuenta y te saluda con un guiño; todavía no logró que la luna lo salude pero está convencido que es sólo una cuestión de tiempo y paciencia.
Todas las noches desde ese 8 de diciembre en que su mamá le contó la historia de la Navidad mientras armaban el arbolito, él elevaba su pedido sin estar muy seguro de a quién lo estaba haciendo. Si a las estrellas -sus amigas- para que se lo transmitieran a la luna que según dicen es muy poderosa, ¡mueve el mar! Si a Papá Noel, que es como llamamos por estos lares a Santa Claus que, si bien puede hacer un volar un trineo y recorrer el planeta en una sola noche (que parece ser más larga que las otras, o debería serlo), que se supone sólo reparte juguetes, ¿o regala algo más? Si a Jesús, a María; ¿sería, tal vez, a Dios?

Había escuchado tanto en todos lados del espíritu navideño y del milagro de la Navidad que así, sin saber muy bien cómo, ni exactamente a quién, sólo confiando, Juan, noche a noche, miraba al cielo y pedía soñando recibir.

En su familia todos están al tanto de su pedido pero cuando le preguntan cuál es exactamente: Juan simplemente sonríe y repite bajito "un milagrito, aunque sea chiquito". Y si insisten, él se encoge de hombros, pone cara de "no puedo" y acota "si les cuento no se va a cumplir".

Llegó la nochebuena y la intriga sobre el milagrito de Juan, que hasta ese momento había embargado a su familia, fue poco a poco transformándose en ternura hacia esa personita que creía en los sueños, en la magia, en los milagros.

"Claro, todavía es chico" decían, como si los años fueran matando poco a poco la capacidad de confiar, de creer.

Finalmente esa noche, no se sabe bien si invadidos por la ternura que les causaba el esperanzado pedido de Juan o por el espíritu navideño, todos -grandes y chicos- al principio tímidamente, después con soltura fueron compartiendo sus sueños y deseos. Al llegar, la medianoche, se sintió mágica.

Juan tiene ahora 30 años, sigue contemplando el cielo por las noches. Nunca reveló a nadie su gran secreto, ni si se cumplió o no.

Él asegura que sin duda esa fue su primera Navidad mágica. Nos los contó anoche, en la sobremesa, junto al árbol iluminado mientras esperábamos la llegada de la medianoche y de una nueva Navidad y una vez más la magia emergió. ¿O habrá sido su milagrito?

Laura Ramírez Vides

Tomado de El patio de la morocha

Huellas - Javier López


La mujer de la bata blanca observaba atentamente a través del visor.
Le resultaba familiar aquel relieve. Y estaba casi segura de haberlo cartografiado alguna vez. Pequeños cerros se elevaban y caían incesantemente formando valles circundados por riachuelos que no desembocaban en ninguna parte, sino que se retorcían y giraban alrededor de ellos sin que pudiera explicarse bien de dónde provenía su flujo.
El jefe Marcial entró en la sala.
—¿Qué opina usted? —le preguntó.
—Yo diría que coinciden —respondió ella con bastante seguridad, sin apartar la mirada del objetivo.
—Monitorícelo —le ordenó, en un tono que denotaba su ansiedad.
Varios hombres más se hallaban en la sala, cuando la teniente de la policía científica dejó de observar a través del microscopio electrónico, para ofrecerles las imágenes en una pantalla colgada de la pared. En ésta empezaron a mezclarse el paisaje recién descubierto con el modelo registrado en la base de datos. Durante unos instantes se superpusieron valles con riachuelos y cimas con laderas, mientras que todos contenían la respiración. Entonces todo pareció encajar.
Cuando las imágenes quedaron perfectamente superpuestas, ambas formaron una única y nítida huella dactilar. No había duda, acababan de dar con el psicópata que había atemorizado durante meses a la población. La orden de busca y captura se transmitió inmediatamente a todos los departamentos.

martes, 22 de diciembre de 2009

Al pan, pan - Rogelio Ramos Signes


Hubo una época en la que todos los panaderos quisieron ser originales. Ya no bastaba con los panes tradicionales, con mucha o con poca levadura, aplastados o esponjosos, en diminutos miñones o en alargadas baguetas, en marrasqueta o en cacho. Los consumidores estaban satisfechos, pero los jefes de cuadra iban por más. Así fue como nacieron el pan acéa, con propiedades curativas; y el pan dora, con sorpresas dentro, como un huevo de Pascua resuelto en harinas; y el pan fleto, que se convirtió en el favorito de los más exaltados agitadores políticos; y el cilíndrico pan orama, que ayudaba a ver la vida de forma más amplia; e incluso el pan tera, de gusto salvaje, agresivo y áspero. Pero alguien (siempre hay alguien que se empeña en complicar la vida) inventó el pan demónium, exquisito, adictivo, irrepetible. Y así fue como, con un pie en el cadalso, muchos inocentes aguardaron que la Santa Inquisición les ayudara a borrar sus vicios gastronómicos. ¡Cuánto dolor por un gusto tan mundano!

Maese Rasputila 2 - José Vicente Ortuño


El maestro Rasputila, buscando tranquilidad que inspirase su creatividad literaria, ingresó en un convento. Pero su vida en la Cartuja de los Hermanos Penitentes de la Perpetua y Silenciosa Angustia no era tan tranquila como había pensado cuando se recluyó allí. Dar clases en la Escuela de Literatura Conjetural Hartmanovich para Escritores Noveles había sido duro, pero el monasterio no había resultado el sitio tranquilo que buscaba. Por la noche los monjes se levantaban a orar cada dos horas y entre rezo y rezo se flagelaban en sus celdas. Era cierto que su angustia era silenciosa, aunque los zurriagazos que se arreaban eran bastante sonoros. Además, no sincronizaban los golpes de manera que formaban un estruendo insoportable.
Abandonó el monasterio dando un portazo, para disgusto de los monjes, que arreciaron su penitencia para purgar ese sentimiento, y marchó en busca de un lugar verdaderamente tranquilo.
Maese Rasputila subió a una montaña. Durante el día escribía sentado bajo un árbol. Pero en éste habitaban criaturas que correteaban, gritaban y le arrojaban inmundicias.
Se trasladó al hueco bajo una cornisa de roca, pero allí el fuerte viento se llevó el prólogo que acababa de terminar.
Se mudó al interior de una cueva. Escribir a la luz de una vela rodeado de oscuridad no le inspiraba y el goteo de las filtraciones de agua le sacaba de quicio. Durante breves instantes echó de menos su despacho en la Escuela Hartmanovich. Pero desechó la idea de volver, no se daría por vencido tan pronto.
Guardó sus escritos en el zurrón, tomó el báculo y arremangándose la toga caminó montaña abajo, rumbo al mar, donde lo inspiraría el arrullo de las olas.
Maese Rasputila llegó al mar. Se acomodó en una casita al borde de un acantilado. La vista era impresionante y el aroma del aire maravilloso. Continuó con su libro, pero el batir del mar contra las rocas y el bramar del viento no le dejaban dormir. Durante el día los graznidos de las gaviotas enajenaban su mente. Además, la humedad del aire comenzó a hacer mella en su viejo esqueleto aquejado de dolores reumáticos. Volvió a echar de menos la Escuela Hartmanovich. Lejos de darse por vencido, pensó en regresar a la ciudad, donde podría encerrarse a escribir tranquilo sin tener contacto con el resto del mundo. Recogió su magro equipaje y puso rumbo a la ciudad.
Maese Rasputila llegó a la ciudad. Se instaló en un ático con vista al centro neurálgico de la metrópoli.
Se sentó ante un flamante ordenador portátil y… consultó el correo atrasado tras su larga ausencia. Borró ochocientos mensajes basura. Comenzó a leer y a responder. Una semana después sólo había respondido correos y no había adelantado nada su novela. Decidió dejarse de tonterías y ponerse a trabajar. Entonces vio la invitación de un amigo a Facebook. Sintió curiosidad, aceptó, se registró y…
Tres meses después tenía 15.786 amigos, estaba anotado a 9.854 causes, 7.658 grupos, 254 juegos, su muro tenía 33.654 mensajes y… su libro no había avanzado ni siquiera una línea. Dejó el ático con vistas, le regaló el portátil a una vendedora de castañas y se marchó con rumbo desconocido.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Heridas invisibles - Javier López


Se derrumbó en mitad de la calle. Algunos transeúntes lo miraron sin acercarse siquiera. Hoy día ya se sabe, nadie quiere meterse en asuntos ajenos. Pero alguien llamó a una ambulancia.
Tardó pocos minutos en llegar, y en el mismo vehículo le aplicaron los protocolos habituales: una vía intravenosa, inyección de adrenalina, masaje cardíaco. Sólo experimentó una leve mejoría que lo mantuvo con vida.
Una vez en el centro hospitalario, le hicieron todo tipo de pruebas. Sus constantes estaban bajo mínimos y seguía sin reaccionar a los tratamientos. Sólo su naturaleza fuerte hizo que se recuperara con el paso de los días.
Al fin le dieron el alta. No había ningún daño físico, ni los médicos habían logrado encontrar explicación alguna al extraño padecimiento de ese hombre en el transcurso de las pruebas a las que fue sometido.
El informe médico fue igual de poco concluyente: "Diagnóstico: traumatismo producido por heridas invisibles. Presumiblemente causadas por la vida".

Memoria - Javier Arnau


Llévate mi memoria, y utilízala como mejor te convenga; he estado desaparecido, disperso entre las ambigüedades que conforman mi existencia, y la linealidad de la mente que preservaba mi espacio hizo inútil la acumulación de recuerdos. Recopilé en una pequeña singularidad de espacio tiempo retazos, segmentos de lo que podía haberse considerado mi vida, en caso de realmente haber vivido. Luego la expuse a pública atención en los confines de reminiscentes estadios de materia y energía, de masa y espectro, de sombras y reciedumbre; y entonces apareciste tú, y con la ganalura de tus matrices, atraíste sus ambivalencias hacia el entorno probabilístico de tu órbita.

Quédate con la evocación de mis esfuerzos por construir una historia coherente con la fluctuación de la materia en este loco universo de expectativas desquiciadas, y rellena sus huecos como mejor te sea posible, antes de que la nada, la ruptura de sus artificiales sinapsis, ponga un aureolado fin a su programación.

El atropello - Víctor Lorenzo Cinca


Aquella noche le costaba conciliar el sueño. El calor era pegajoso y el silencio insoportable. Cansado de dar vueltas entre las sábanas, se levantó bruscamente de la cama y se acercó a la ventana. Le sorprendió ver a un tipo deambulando por las calles a esas horas de la madrugada y, tras alcanzar un cigarrillo de la mesita de noche, se apoyó en el alféizar para observar con calma sus movimientos. Aunque su silueta le resultaba familiar, no podía distinguirlo con nitidez. Los cuatro pisos que les separaban y la mala iluminación del barrio impedían que pudiera reconocerlo. El tipo parecía desorientado. O ligeramente borracho. Miraba a un lado y otro de la calle, como buscando algo. Entre calada y calada descartó que se tratara de un ladrón, pues no había ningún coche aparcado en la calzada peatonal. Vio cómo, tambaleándose, cruzaba la calle sin dejar de observar por todas partes, girándose a cada paso, intentando hallar algo que, por lo visto, no aparecía por ningún lado. El chirrido de unos neumáticos, acompañado del estruendo de un motor demasiado revolucionado, rompió el silencio. Desde la ventana pudo ver cómo un coche doblaba la esquina a toda velocidad y se abalanzaba contra el tipo de la calle, que no parecía darse cuenta de lo que sucedía, ensimismado en su búsqueda. Intentó alertarlo con un grito, cuidado, apártate, pero fue inútil. El vehículo arrolló su cuerpo, que quedó tendido bajo las ruedas, inmóvil. Bajó los cuatro pisos apresuradamente, sin pensarlo, con la esperanza de proporcionar algo de ayuda al accidentado, o por lo menos, identificar al conductor del vehículo. Salió del portal y encontró la calle desierta. Ni rastro del coche. Tampoco de la víctima. Absorto, miró a un lado y otro de la calle; atravesó la calzada y se situó en la acera opuesta. No había huellas de neumáticos ni manchas de sangre. Recorrió con la vista el asfalto, sabiendo que no encontraría lo que buscaba. Cruzó de nuevo la calle para regresar a su casa, cabizbajo, atemorizado. No supo qué había ocurrido hasta que escuchó en lo alto del edificio una voz de alerta, cuidado, apártate, pero ya fue demasiado tarde.

(Publicado en La Bultra, nº 1)
Tomado de Realidades para Lelos

viernes, 18 de diciembre de 2009

Nómade - Anahí González


Solíamos amarnos bajo la noche abierta desnudos como heridas. Entonces éramos ingenuos. No sabíamos que la felicidad es una mariposa que muere en el aire, en plenitud de su belleza.
Todo empezó a estar mal cuando la vi en tus ojos ¿Quién era ella? ¿Por qué se adhería a tus pupilas como un mal bicho? Hubiera querido ahuecar tus órbitas, apretar los puños hasta quebrarme los dedos. Ciego, dejarte ciego, condenarte a la imbécil vida del topo y alejarme para siempre de tu laberinto.
Pero al dudar me convertí en cómplice de tu juego perverso y una consigna obsesiva guió mi estrategia: los hombres infieles sólo buscan placer.
Entonces, hice todo por borrar el camino trazado por su saliva.
Fue inútil: ella vivía en tu mirada como una certeza. Era la imagen invertida del naufragio. Nosotros; la vela rota, el barco hundido, el esqueleto de óxido pudriéndose en el fondo.
Es que el amor, como el viento, no tiene casa.
Hubiera querido arrancarte los ojos, pero ella se hubiera convertido en tu última imagen.
Hubiera. Estúpido verbo.
Ahora sólo me resta tomar coraje y apretar el gatillo.

Tomado de : http://www.misespejitosdecolores.blogspot.com/

Acerca de la autora:
Anahí González

Habitaciones separadas - Javier López


Por la mañana habían cruzado sus miradas en la recepción del hotel, justo en el momento en que ambas parejas se inscribían como clientes.
Ella iba con un tipo de edad avanzada. Era hermosa, una mujer de líneas estilizadas, ojos de ensueño y un precioso cabello largo con reflejos rojizos, a la que la única razón que le serviría para acompañar a aquel hombre casi anciano y nada agraciado, era la importante fortuna que seguramente poseía.
Él iba con su esposa. Una mujer con la que hacía muchos años sólo sentía en común el desencuentro. Pero tenían hijos, una hipoteca que pagar y una vida que los ponía en un mismo escenario del que se habían cansado hacía tiempo de ser actores. Sólo la fuerza de la costumbre y la necesidad los mantenía unidos.
Él pensó en ella todo el día, en sus ojos del color del mar en esos días nublados de verano en los que la fuerza del sol traspasa las nubes y da al agua un cálido color verdoso. En sus senos elevados, desafiantes, macizos bajo el ajustado suéter que los marcaba en todo su esplendor, en sus piernas inacabables, su cintura estrecha, sus caderas rotundas.
Ella recordaba de él su sonrisa franca, su mirada de hombre necesitado de muchas más emociones de las que le proporcionaba su vida seguramente metódica y poco dada a la aventura.
Por la noche ambos se buscaron. Quisieron sentirse vivos de nuevo, cabalgar en la oscuridad, estallar en gemidos de placer y palabras de deseo.
Llegaron a la cima al mismo tiempo, fue un éxtasis como ya no recordaban. Y finalmente un "te quiero" susurrado tan suave que cada uno apenas pudo escuchar el del otro.
A ambos lados del fino tabique que separaba sus habitaciones de hotel se escucharon los clics al apagar las lamparitas de noche. Se desearon felices sueños.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Adultos: La explicación - Luc Reid



― El otro día, cuando llevé a casa mi examen de historia, pensé que papá iba a matar ― dijo John.
Su amigo Sunil sacudió la cabeza.
―Ya sé, no me lo digas. Mi padrastro se puso igual cuando se enteró de que reprobé matemáticas.
―Repetía y repetía “¡Sesenta y cuatro! ¡Sesenta y cuatro!” como si yo no pudiera leer mi propia calificación…
―Odio cuando hacen eso.
― … y prácticamente me estaba rompiendo la cabeza con eso, y yo le digo “¡Por favor, papá! ¡Hay más cosas en la vida que el cerebro!”
― ¡Ey, guarda! Viene la vieja Heiserman...
John levantó la vista justo a tiempo para ver a la señora Heiserman tirar su andador a un lado y tambalear hacia Sunil y él. Manoteó a ciegas detrás suyo por unos segundos antes de encontrar la palanca de hierro que guardaba en su mochila, pero lo logró justo a tiempo y le pegó en la cabeza a la señora Heiserman. Ella debía tener hambre, sin embargo, ya que el golpe apenas la frenó. John le dio una patada en la rodilla y ella se desplomó en la acera, siseándole. Mientras la mujer se regeneraba, Sunil y él cruzaron el césped de los Weber y se fueron de regreso a casa.
―Están locos los adultos, chabón.
―Ya sé― dijo Sunil.
En la casa la madre de John había regresado de su trabajo en el Hospital de los Niños y estaba haciendo pescado al horno con coco. Trataron de pasar por la sala, pero ella los debe haber escuchado.
―¡Tarea! ¡Hacé tu tarea! ― gimió, avanzando a los tumbos hacia ellos.
―La voy a hacer, má. Sólo vamos a jugar con la Wii en mi cuarto unos minutos, y después la hago.
―¡Tarea primero!― ella se abalanzó hacia ellos y le agarró la cabeza de John. ― ¡Cerebros!
― Vamos, má, dejá tranquilo a mi cerebro― dijo John. Sunil y él corrieron a su cuarto y pusieron una barricada contra la puerta.
―¡Peinate!― gruñó su mamá.
― Chabón, ojalá cuando crezca no me convierta en semejante zombi― dijo John.
― Ojalá, chabón,― dijo Sunil agarrando una bolsa abierta de Doritos del ropero. ―Ojalá―.

Versión de Saurio.
Original en The Daily Cabal

Mi amigo en el infierno - Luc Reid


―¡Chabón, cuánto hace que no te veía!
―Cierto.
―Te preguntaría cómo estás, pero me imagino que como estás en el infierno, probablemente no la estés pasando bien.
―No, fiera, la verdad que no.
―¿ Ese diablo tiene que hacerte eso mientras hablamos?
―Sí, siempre lo hace.
―¿Pero no es, digamos, doloroso?
―Sí. En realidad, muy doloroso.
―Pero vuelven a crecer, ¿no?
―Esa parte es un poco asquerosa. Olvidémosla, ¿OK? Decime, ¿cómo entraste aquí? Me dijeron que no podíamos tener visitantes, ni siquiera otros chabones Condenados.
―Bueno, allá en el Cielo nos dan casi cualquier cosa que pedimos. ¡Ni te imaginás lo que son los porros! Y tengo un asuntito con Heidi Klum ... No sé si en realidad, es Heidi Klum, sabés, pero…
―Ahora entiendo por qué me dejan verte. Creí que la estaba pasando mal, pero pensar que estás allá fumando porros con Heidi Klum, mientras yo estoy aquí, realmente me cagó la existencia.
―No sólo fumamos porros: jugamos Halo, vamos a los conciertos de Santana ... ¡Ah, y tenemos esas fantásticas batallas aéreas! Todo el mundo tiene alas, ¿verdad? Y nos hacemos unos picnics…
―Chabón, cortala. El infierno, ¿te acordás?
―Ah, sí, perdón. Como sea, vine porque quería preguntarte algo.
―¿Qué?
―¿Quieres tomártelas de aquí?
―¡Guau! ¡Santa mierda!
―Lo siento. No te traje, ¿no?
―¡Vieja! ¿De dónde sacaste esa arma?
―Te dije, podés conseguir lo que quieras allá arriba.
―¡Tengo pedacitos de diablo quemado encima!
―Perdón ... y por el olor.
―Chabón, no te disculpes. ¡Eso fue copadísimo!
―Tomá, aquí te traje un arma para vos. ¿Querés jugar un poco de Doom de la vida real antes de que nos rajemos de aquí?
― Sos lo súper más, fiera. ¿Pero van a dejarme entrar allá arriba? ¿Te van a dejar entrar de nuevo a vos?
―No lo sé, chabón. Cualquier lugar va a ser mejor que este pozo, ¿verdad?
―¡Pero los porros! ¡Y Heidi Klum!
―Sí, pero, chabón... los amigos son irremplazables.

Versión de Saurio.
Original en The Daily Cabal

Muestra al azar - Luc Reid



―Párese― dijo el extraterrestre.
―¿Habla inglés?― dije. Todavía me estaba recuperando de que un rayo de luz ocre me chupara de la cama y me sacara por la ventana. Yo estaba en el suelo metálico de una habitación triangular sin ventanas, puertas, muebles ni ningún rasgo excepto por algunos dibujos en relieve apenas perceptibles en el piso, paredes y techo. Mis ropas no habían sido transportadas conmigo. Estaba tan asustado como para mearme encima.
―Su pregunta es bastante estúpida― dijo el extraterrestre, una cosa gris, alta, gomosa y de ojos saltones. ―¡Párese ya o lo vamos a obligar.
No quise pensar en lo que implicaría el obligarme: Me puse de pie y esperé. El suelo se abrió delante de mí y apareció una pequeña mesa. Sobre ella había cuatro porciones diferentes de torta de queso, cada una en un plato triangular negro. Al lado de cada plato había un tenedor de unos 25 centímetros, limpio y brillante.
―Pruebe las tortas de queso y emita su opinión― dijo el extraterrestre.
Me quedé mirándolas. ¿Era una broma? No, nadie que yo conociera tenía un sentido del humor tan enfermo ― ni acceso a alucinógenos pesados.
―¿Torta de queso?― dije.
―Usted emitirá su opinión. Es por eso que está aquí.
―¿Me secuestraron para realizar un testeo de tortas de queso?
―Todos los otros métodos producen un muestreo aleatorio inadecuado en los grupos de enfoque ― dijo el extraterrestre. ―Vamos a conquistar su Tierra monopolizando sus recursos económicos a través de la venta de tortas de queso. Tenemos que saber cuál es la receta triunfante.
Mis opciones eran limitadas, así que tomé un tenedor y empecé a comer torta de queso. Les ahorraré los detalles ― los gemidos involuntarios, el asombro, la alegría, el éxtasis. La versión corta es que las porciones 1, 2 y 4 eran mucho mejor que la mejor torta de queso que jamás había probado, pero la número 3 pertenecía a una clase más allá de cualquier alimento. Lloraba de alegría mientras me la comía.
―¿Es la número 3, entonces?― dijo el extraterrestre. ―La número 3 es muy popular.
Asentí.
―¿Cómo puede existir algo así? ¡Es una experiencia religiosa!
―También tiene cero calorías― dijo el extraterrestre. ―Y ya terminamos.
―¿Eso es todo?― dije, incrédulo. ―¿Ya terminé? ¿Puedo ir a casa?
―Terminó― dijo el extraterrestre, agarrándome. ―Pero usted no se va a casa.

Traducción de Saurio.
Original en The Daily Cabal

lunes, 14 de diciembre de 2009

Bombos como corazones asustados - Eduardo Betas



A Vladimir se le murió la patria cuando él estaba lejos. Salió de Veselde, Ucrania una mañana gris de 1990 sin saber que ese día iba a ser la última vez que besaría en los labios a su mujer, Luba. No sabía aún que el amor y la alegría se le iban a deshacer en ese viaje. Porque Luba, que quiere decir amor en ruso, no iba a soportar más de un año y medio la distancia. Y él iba a tardar muchos años más en volver a pisar las calles donde creció y fue feliz, en Veselde que en ruso quiere decir alegría.

Vladimir, marino de los siete mares, subió a ese barco como tantas veces lo había hecho, para procurar el sustento de su familia. Se empapó, como siempre, del calorcito del abrazo de Sergei, su hijo, de nueve años de edad que quedó también allí, en la patria muerta. Por eso él se acostumbró a llevarlos en la memoria a pesar de que con el tiempo y el traqueteo por las calles de Buenos Aires ese recuerdo se le iba desflecando hasta quedar hecho tiritas.

Vladimir tirita aún cuando no hace frío. Es diciembre y una sensación rara se percibe en el aire. Han pasado diez años ya que llegó en aquel barco antes que su país se deshiciera en la historia y lo dejara abandonado, a la deriva. Se acostumbró entonces a vivir como naufrago en Buenos Aires buscando el mejor lugar de la calle para dormir.

Se aprendió de memoria el lenguaje burocrático de la oficina de Migraciones donde fue cientos de veces en busca de algún papel que diga que es alguien en el mundo. Y ese día de diciembre siente que puede ser el día que lo consiga. Por eso abandona los cartones que lo cobijaron por la noche y se alisa la ropa. Mira una y otra vez el papelito de Migraciones y se pone en camino con la misma esperanza de quien va a nacer de vuelta. Porque se sabe cerca de que empiecen a tratarlo como un inmigrante y no como un refugiado. Por más que la tristeza, que él espanta con risas sabias de buen ruso, no conoce de diccionarios y pinta de exilio cualquier ausencia.

Pero ese día amanece raro. La gente corre de un lado a otro y no con esa prisa de hacer trámites a lo loco. Es algo distinto. Vladimir siente el aire cargado de presagios y por eso invoca el nombre de su hijo para no tener miedo. Sobre todo cuando ve esos carros de policía que cruzan las calles con sus sirenas rabiosas.

De todas maneras, él no se detiene. Ni siquiera cuando comienza a escuchar esos bombos que laten como corazones asustados. Ni aún cuando ve la Plaza de Mayo llena de un humo que hace llorar... Vladimir sacude su papelito con la cita de Migraciones y pregunta qué sucede. Pero nadie le responde. Ni siquiera cuando se mete en esa multitud desesperada, que se aprietan entre sí para sentirse más fuertes ante los policías que ya han sacado sus largos palos, con los que se dan golpecitos en las manos como para calentarlos.

—Hoy es mi día —llega a gritar mientras agita el papelito. —Está bien, viejo. Feliz cumpleaños y cállate que estos nos van a cagar a palos... —le responde un morocho grandote. Vladimir intenta salir de la multitud para seguir su camino. Pero todo está cortado con vallas, con banderas, con policías o con gente. Arremete entonces contra alguna de esas barreras y le muestra a la policía su papelito. Pero nada. Rebota contra el escudo plástico del uniformado y sólo recibe silencio.

Y la saca barata porque del otro lado de la Plaza ya empezaron a pegar. Y él, allí, con su papelito, apretado contra la valla metálica no sabe cómo expresar su impotencia en español y por eso grita una y otra vez: Berlín, el muro murió y regresa caminando hacia los cartones donde durmió la noche anterior. En su cabeza iba a seguir rebotando por muchos días más esos bombos, como corazones asustados...





El juego de los espejos - Eduardo Betas



De un día para otro dejaron de jugar al espejo. Y a pesar de que ambas sabían que eso iba a suceder algún día, Herminia y Yang se sintieron raras. No se enojaron pero dejaron de hablarse, aunque seguían viviendo en el mismo edificio,
Ambas habían crecido. Ya no tenían tiempo para sentarse una frente a la otra y jugar a copiar sin equivocarse las morisquetas que hacía la otra. Los vecinos dejaron de escuchar sus risas. Yang, más chiquita, tenía una risa aguda, tintineo de copitas de cristal; Herminia, era corpulenta y de risa más gruesa.
Pero Yang y Herminia no se hicieron amigas enseguida. Aunque sus familias habían llegado recién a la Argentina y se habían mudado para la misma época a ese edificio inmenso de cien departamentos y pasillo larguísimo. Además, ni Yang hablaba el guaraní, idioma de la paraguaya Herminia, ni ésta lograba entender el chino, la lengua que hablaba Yang. Y ninguna de las dos hablaba español.
Ambas eran en aquel momento tan pequeñas que el mundo no tenía más palabras que las de mamá y más patria que una tarde de juegos.
Pero un día hubo un accidente frente a la puerta del edificio. Y ambas madres con sus hijas llegaban al mismo tiempo y se quedaron viendo qué había pasado. Yang y Herminia se miraban sin decirse nada. Hasta que una de ellas se tentó de risa y contagió a la otra. Era una risa aparentemente sin sentido. Aunque para ellas era el festejo de saber que podían ser amigas.
Se rieron más aún cuando advirtieron que ninguna de las dos entendía lo que decía la otra. Y aunque no sabían cómo hacer para jugar, tratar de entenderse fue el primer juego.
Una tarde a Yang se le ocurrió jugar al espejo. Se entusiasmaron tanto que las madres de ambas tuvieron que ir a buscarlas porque era la hora de la cena y ellas seguían jugando.
Luego de esa tarde jugaron al espejo todos los días. Y las dos se habituaron tanto a los gestos de la otra que, cuando fueron más grandes, casi no tenían necesidad de hablar para entenderse. Sobre todo cuando charlaban con los muchachos que vivían en el edificio.
Y tal vez fueron esos muchachos o el simple hecho de crecer lo que les quitó tiempo para encontrarse en el huequito del pasillo. Aunque, en verdad, ya se sentían ridículas haciéndose morisquetas la una a la otra. Por otro lado, a Herminia no le iba bien en la escuela y Yang empezó a ayudar en el pequeño autoservicio familiar.
La última tarde que jugaron al espejo, casi como un presagio, Yang le dijo a Herminia que en un libro de su escuela había encontrado una leyenda de su país. Y, trabajosamente, le tradujo del chino: "hubo una época en que los seres de los espejos no se parecían a las personas ni copiaban sus actitudes. Eran libres. Pero una noche los habitantes de los espejos invadieron la Tierra y aterrorizaron a la gente. Entonces, el Emperador logró que volvieran a su mundo de espejos y, con sus poderes, los hechizó condenándolos a copiar mecánicamente las formas y gestos de los seres humanos."
—¿Y cual de nosotras era la hechizada? —preguntó Herminia.
—Ninguna o las dos —le respondió Yang.
Herminia sintió que algo se había roto. Se lo iba a decir pero prefirió dejarlo para otro día. En ese momento vio entrar por el pasillo al Hernán. Pegó un salto y fue a encontrarse con él. Al día siguiente no tuvo tiempo porque el Hernán la invitó al cine. Después fue Yang la que no pudo porque había mucho trabajo en el autoservicio. Así comenzó a pasar el tiempo y el huequito del pasillo se quedó solo. Sin risas ni espejos.
Llegó el fin de ese año. Yang terminó el bachillerato y se fue de viaje de egresados. Por eso no estuvo en Buenos Aires la noche en que Herminia, con un embarazo de dos meses, salió por última vez de su casa para encontrarse con el Hernán, que la esperaba en la puerta.
Tomado de: http://www.cafediverso.com

Palabras rotas - Eduardo Betas



Norberto, por ese entonces, tendría unos nueve años; nunca entendí por qué su madre le había regalado aquella máquina de escribir. Casi seguro que para ella sólo había sido uno más de esos desmesurados regalos con los que buscaba adornar la soledad de ese único hijo que había tenido con aquel hombre que nunca lo iba a reconocer. Pero en ese momento no podía pensar nada de eso porque yo ya bordeaba los doce años y una máquina de escribir era lo que más quería en el mundo.
Por eso aquello me revolucionó la vida. Tipeando algunas palabras me sentía ya como el periodista que veía dibujado en la Enciclopedia Estudiantil. Tan sólo por eso valía la pena soportar los caprichos de chico rico de Norberto.
Me acuerdo que le proponía que jugáramos a hacer un diario. Pero él quería ser el comisario que me tomaba declaración. Él vivía en el cuarto “B” y yo en la Portería. Su madre era propietaria de ese amplio departamento mientras que mi padre era el encargado del edificio.
Y habrá sido por todo eso que yo no le podía decir nada a Norberto cuando se cansaba —y se cansaba rápido— le pegaba puñetazos a la máquina con la que nunca escribiría nada. Puñetazos que a mí me provocaban ese dolor duro que forma costras. Tal vez porque en aquellos días yo ya vivía mi fin de infancia.
Fue también por aquel tiempo en que empecé a ayudar a mi padre a juntar los residuos del edificio. Algo que convertí en un nuevo juego imaginándome al ascensor como un camión que paraba en cada piso. Y fue en una de esas tardes de juntar basura en que encontré un cartón gastado que simulaba ser un teclado de máquina de escribir. Cuando se lo mostré a mi hermano me dijo que eso lo usaban para practicar los estudiantes de dactilografía.
Con aquellas teclas de cartón escribí mis primeras crónicas. Las que no podía leer nadie salvo que yo se las leyera en voz alta.
Un par de meses después, mi padre comenzó a hacer limpieza de oficinas por la noche y yo obtuve, a cambio de limpiar los baños, la posibilidad de escribir en máquinas de verdad.
Con tantas ocupaciones me fui olvidando de Norberto. Aunque mi padre me sugería siempre que vaya a jugar con él a su departamento. Pero, como yo no iba, una tarde él subió la escalera de servicio y llegó hasta la Portería para invitarme a jugar.
—Dale, jugamos a lo que vos quieras —me dijo.
—¿A qué hacíamos un diario también?
Y él dijo que sí. Pero se volvió a cansar rápido del juego. Y fue peor que otras veces. Sus puñetazos sobre la máquina fueron terribles. Aquella fue la primera vez que pude gritarle. Pero no me hizo caso y se rió con unas carcajada punzante que más le dolió a él que a mi.
—Tomá, te la regalo —me dijo y levantó la máquina de escribir a la cual ya la cinta negra y roja se le salía de adentro como si fuera sangre—. Tomá, ya que la querés tanto… —y yo, sin poder creer lo que me decía me acerqué para tomarla. Cuando estaba apunto de hacerlo Norberto la estrelló contra el piso y volvió a reírse con esa carcajada de animal. La máquina se destrozó y yo salí corriendo. Tras de mí seguía escuchando las terribles risotadas y los ruidos de vasos, platos, juguetes rompiéndose.
Fue la última tarde de Norberto en el edificio. Su madre se lo llevó y nunca más lo vi ni supe de él hasta hace poco en que lo encontré trabajando en una biblioteca municipal. Me contó que su madre había muerto y que él había tenido que dejar el colegio privado porque ya no podía pagarlo. Vendió el departamento y un tío le consiguió ese empleo.
Me fui de aquella biblioteca con un regusto amargo. Sentía que el mismo pibe malcriado al que la madre le quiso comprar palabras como si fueran juguetes, hoy sobrevivía manteniendo el silencio para que otros puedan leerlas.
Tomado de http://palabrar.com.ar/

Relatos desde el ciber/1 - Eduardo Betas



La imagen del perro que al orinar dejaba sobre la pared el dibujo del rostro de Cristo empezó a aparecer en los monitores del ciber todos los días, a partir de esa tarde, casi noche, en que se realizó la primera movilización de ciegos al Congreso.
Era el atardecer de un miércoles de noviembre y los no videntes hacían sonar en forma rítmica sus bastones blancos contra las baldosas de la vereda. Mientras, algunos repartían volantes confiados en que en esos papeles se leía que reclamaban el no al cierre de la Biblioteca Parlante. Y eso era lo que tenían impreso esos papeles.
Por supuesto que nadie iba a afirmar que ambos hechos estaban relacionados pero lo cierto es que el video del perro de meada milagrosa iba a irrumpir unos segundos, a partir de esa tarde, en todas las pantallas del ciber de Congreso. Siempre a eso de las seis y cuarto.
—Fue muy extraño todo —me contó luego Pierre, el recepcionista del ciber aquella primera tarde.
Yo no había estado porque me había entretenido en la manifestación de los ciegos. Pero Pierre me dijo que hubo un par que saltaron de sus asientos para arrodillarse frente a la computadora y rezar, en voz alta, un padrenuestro. Que los cuatro o cinco israelíes que hablaban por Skype comenzaron con gritos guturales al monitor. En tanto, David salió corriendo al grito de que el fin del mundo había llegado. De paso, no pagó su hora de internet.
—El que no estaba —me dijo Pierre—, es Moisés. Raro porque él siempre está a esa hora.
Pero eso yo ya lo sabía. Lo había visto cerca de la esquina del Congreso. Miraba con insistencia a los ciegos. En especial a una mujer casi muchacha, pequeña, emponchada en un tapado de paño rojo, rubia, que apuntaba su rostro hacia donde estábamos nosotros como intuyéndonos. Moisés, yo aún no sabía que se llamaba así, tendría cuarenta y tantos años, una melena larga, unos bigotes grandes y grises que parecían oler a esos ideales revolucionarios por los que habíamos gritado tanto.
—Yo no sabía que se había quedado ciega —me dijo y descubrí en sus ojos el susto—, y ella me dijo que yo era la luz de sus ojos pero ahora que la veo así tengo miedo…
Y fue en ese momento en que se me ocurrió que ese tipo estaba apagado. Se había quedado a oscuras sin ninguna necesidad de que a esa mujer rubia, friolenta, bonita, le haya pasado lo que le pasó.
—Así como ella se quedó ciega para afuera, vos te quedaste ciego por dentro.
Sé que eso es lo que debí decirle. Pero no. No se lo dije. Disimulé mi timidez o mi miedo con unas palabras de circunstancias de las que ahora ni me acuerdo y me fui sin mirarla a ella y sin saber que esa tarde comenzaría algo que duraría hasta ahora.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Sonata fantasmal - Javier López



Ya no podía soportar más la sonata número 11 de Mozart.
Durante el día yo la ensayaba en el salón de casa, porque tenía que preparar el examen de sexto grado para el Conservatorio. Cuando terminaba, dejaba la partitura sobre el piano, y así estaba preparada para el día siguiente, porque durante ese tiempo no practicaba ninguna otra pieza.
Todo iba bien hasta que el fantasma del abuelo empezó a aparecerse por las noches. Se sentaba en la banqueta del piano e interpretaba la sonata durante horas.
Al principio no podía dormir, y aunque con el tiempo conseguí hacerlo a duras penas, los arpegios en La Mayor de la sonata parecían ya embutidos en mi cerebro. El último movimiento, la Marcha Turca, me despertaba sobresaltado si es que antes no lo habían hecho el andante o el minueto.
Así que tuve que tomar una determinación. Y ésta fue tan simple como retirar la partitura una vez que acababa mis ensayos, y guardarla en un armario. Naturalmente, dormía con la llave bien protegida.
Durante unos días mi hogar volvió a la normalidad y pude dormir tranquilo por las noches. Pero al poco tiempo los problemas volvieron. Y aún peor: se agravaron. Ante la ausencia de partituras, el fantasma del abuelo se ha dedicado desde entonces a ejecutar disparatadas improvisaciones.

La plaga - Silvana D’Antoni



Clara entró en el departamento, encendió la luz y vomitó. Intentó apurar el paso pero su desconcierto se lo impidió. Avanzó horrorizada entre ellos, temiendo pisar la sangre y enseguida llegó otro vómito. Los siete cuerpos estaban allí, tendidos a lo largo del pasillo con las cabezas aplastadas. Clara comenzó a gritar. Gritó hasta que se le partió la garganta Algunos vecinos estaban agolpados en la entrada. Los alaridos hicieron que el encargado también se acercara al departamento. El hombre pronto disipó a la gente y se quedó a solas con la mujer. Ahora, Clara se movía inestable, perturbada como un hambriento animal salvaje
—¿Qué hizo, bestia? —maldijo al encargado.
—Yo… yo… —titubeó el hombre—. ¡Hice lo que usted me pidió! ¿Acaso no estaba harta de los bichos del edificio? —musitó cabizbajo.?
—Mos…moscas… —alcanzó a decir Clara y cayó desmayada.
El encargado buscó el teléfono y llamó a su mujer?
—Juana, bajame al segundo una bolsa. ¡Sí, al segundo! —le dijo en forma quejosa.
Los siete gatos con las cabezas aplastadas seguían allí, a sus pies. El hombre los observó en silencio. ¡No se había equivocado!, pensó. ¡No se había equivocado! ¿O, tal vez sí?


Tomado de: http://silvanadantoni.wordpress.com/