domingo, 25 de enero de 2009

Cuestión de humanidad - E.Verónica Figueirido


—Comprendieron el principio, ¿no es así? —los dos asintieron—. Bien, bien. Todo es muy simple. Solamente necesitaremos hacerlo una vez. Una sola extracción.
—¿Y después?
El médico suspiró. —Después hay que esperar. Pero es lo mismo que si fuera de la otra forma. Nueve meses.
La mujer asintió, asomando apenas una sonrisa.
Fue el hombre el que habló.
—Pero está garantizado, ¿no?
—Completamente. El Instituto tiene un cien por ciento de éxitos. No tengo dudas de que ustedes quedarán satisfechos.
Concertaron una cita para la siguiente semana, y el matrimonio Antúnez se retiró.

Ya en su hogar, la señora Antúnez pagó a la niñera y se cercioró de que su pequeño hijo estuviera dormido.
El marido, mientras, controlaba los gastos de las últimas semanas. Las cuentas del médico, sobre todo, eran bastante pesadas. Pero, con suerte, todo eso quedaría pronto atrás, como un mal recuerdo.
Acudieron a la cita convenida llevando al niño. No fue necesario anestesiarlo cuando le extrajeron el material necesario para iniciar el proceso. Si lo deseaban, podían llevárselo a casa el mismo día. Los Antúnez desistieron, considerando que así todo sería más fácil. Ahora solo quedaba esperar.

Aproximadamente nueve meses más tarde el nuevo ser estaba a punto. Era tal como había sido el otro cuando diera su primer vagido. Pero existía una gran diferencia.
El hijo mayor había sufrido un grave accidente en su primera semana de vida, de resultas del cual su columna quedó dañada. Los médicos estimaban que probablemente nunca aprendería a caminar, o, en el mejor de los casos, debería afrontar una serie de costosas operaciones.
El recién llegado era perfecto, y sus padres se encargarían de que continuase así.
El otro, el anterior, el dañado, sobraba. Sin dedicarle más que un leve pensamiento, los Antúnez no dudaron en firmar la orden para que se encargaran de él. Ya no lo necesitarían más.

Una cuestión literaria - Cristian Mitelman


Sé de un hombre que, al llegar a los cincuenta años, consideró que la única deuda pendiente en su vida era la de sentirse culto, de modo que en la comodidad de su retiro se dedicó a leer un libro por día.
Su conversación —que siempre giraba en derredor de cuestiones pragmáticas— se convirtió en un pastiche de citas imposibles y de literatura mal digerida.
Pasados un tiempo cayó en una especie de logorrea insoportable que devino en un divorcio y en la consiguiente separación de bienes. Por desgracia, la mujer no quiso la biblioteca. 
El hombre siguió devorando, con el apetito de un poseso, novelas históricas, el anuario Reader’s Digest, las obras completas de Hugo Wast…
Cuando llegó a los sesenta, trombosis de por medio, quedó tartamudo. Para pavor de su enfermera, terminó duplicando las sílabas de un modo tan constante e isócrono que uno diría haber hallado, en un solo ejemplar, la esencia de la peor literatura que abunda en los escaparates, a la búsqueda de la próxima víctima. 

Caverna de abstractos - Federico Laurenzana


“…me hace cosquillas con sus ojos como ella sabe hacerlo 
y me ataja el miedo ese que tengo de morirme.”
Juan Rulfo

Desde que había llegado, el frío le balbuceaba a mi aislamiento ideario. Las estalactitas me señalaban polémico sin que yo les opusiera mi calor al haberlo dejado tras mi última ensoñación mundana; remota exaltación que jamás pude concretar. Afectado por sombríos espasmos me deberán creer aquellos cuando hube decidido habitar acá, cuando hube rechazado a mis percepciones sensoriales para albergarme en la plena abstracción. Me refiero a aquellos, no a esa mujer quien había desplegado sus saludos a pesar de la demacrada observancia que le había dirigido cuando partí.
Conos sembrados desde los ramilletes de mis cláusulas se repartían en el techo. Eran dispares cuerpos de los que yo me distanciaba para volatilizarme dentro de mis especulaciones. Distrayendo a mi concupiscencia, me elevaba para evitar el leve temblequeo del suelo, el verdín del umbral y las antojadizas flores que se empecinaban para que yo apreciara sus pétalos variables. Puesto que había optado por sentir en este mundo al del más allá, al otro tan ponderado, había tratado de deshacer nimios cruzamientos con los estímulos bajos. Y había llegado a desafiar en este infierno a sus propagadores de todo género encerrándome en una cueva donde sólo mis ideas incontaminadas residiesen.
Hasta el último cambio matizado de una semilla en fruto que no pude desconsiderar, no necesité confesiones de arrepentimiento; hasta la póstuma brisa que erizó su vigencia ante mis desdenes, me creí conforme. Eran las insinuaciones hacia un retorno —adecuado a mi interés— que no supe advertir, y que solo aquella mujer, al buscarme y encontrarme, lo explicó con el mensaje de un único parpadeo. Cuando se hubo disipado su efímera visita, hallé el incontrolable deseo de hablarle. Sabía que sus ojos parlantes no pertenecían a lo palpable, sino a lo incorpóreo.
Tan sólo desde entonces salí de mi caverna sabiendo que sobre esta tierra, sobre estas mismas hierbas, reencontraré a esa mujer, a la enviada de los ojos etéreos. No lo sé: quizás, al poseerla, se unan los dos mundos y yo resurreccione.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

Muerta de sueño - Mónica Sánchez Escuer


A Juan José Arreola, por sus 90 años no cumplidos.

El sueño se me ha instalado con todo y pesadillas. No sé qué lo atrajo hacia mí, ni con qué oculto propósito decidió quedarse, invadir la clara penumbra donde dormía, tranquilo y casi nulo, mi inconsciente. Desde hace un mes, lo llevo dentro como sombra de mis huesos. En las noches me cubre de melosas fantasías: es repugnante dormir y verme entre rubios príncipes de rostros azulados que me ofrecen miel de sus lenguas y se derriten al tocarme como caramelos al fuego.
En el día, su presencia es igualmente molesta: el sueño me corta las palabras con una cadena interminable de bostezos, me nubla la vista, me hace cargar grandes ojeras y la sonrisa más estúpida. Pero es hábil, se vuelve voz en mi garganta, dice a todos los hombres que he soñado con ellos, que son la inteligencia que más me asombra, el cuerpo para mi cuerpo, la boca que necesito besar con cierta urgencia. Hay días que se disfraza de poema y enreda sus garras de azúcar en los ojos varones. Y todos caen en la trampa. Y me ven con ganas y certeza. Y yo que soy tímida, en los escasos minutos que me hallo despierta, me escondo donde nadie me ve, nadie me escucha. En la habitación donde solía disfrutar el insomnio.
No sé ya qué hacer para quitármelo de encima. Lo he intentado todo: pellizcos, baños con agua helada, litros y litros de café. Pero en esta batalla inútil, el sueño tiene poderosas armas: no sé cómo se ha unido a mi inconsciente: sabe de todos mis temores, de mis impulsos y complejos, de la perversa imaginación que me atormenta. Y ahora, dueño ya de mis actos, me ha sitiado: amenaza con volverme, en pleno día, la víctima de mi propias ganas de matarlo.

Tomado de http://monicaescuer.blogspot.com/

Los cuentos que se cuentan en los ómnibus - Héctor Ranea


Mi hijo pequeño sube al ómnibus y me asegura, serio: —Arriba hay un pájaro que vuela alto: es un gorrión, pero parece un águila. 
Los niños muertos, pienso, parecen gorriones vistos desde abajo. Las águilas parecen gorriones volando mucho más alto. Arriba, en esa región desde la que sólo ellas nos ven, las águilas y los gorriones son uno.
Desde el lugar donde vuelen, las aves semejan unas a otras y sólo nos dan miedo las que en las ciudades pretenden ser águilas y son apenas cachorros de lechuza ciegos.
Mi hijo me señala el humo lejano: —¿Qué fuego es ése, al norte?
Respondo yo: —Los restos de los libros quemados ayer.
—¿Y aquellas llamas al oeste, entonces?
—Los libros que serán quemados mañana. —Le respondo.
En silencio, sin risas, con la cara bañada de luz entristecida, mi hijo habla:
—Papá, no simules. No quedarán libros mañana si el humo hoy es tanto que oculta el Sol y las aves que por ahí volarían.
—Nuestra casa arde con los libros. Los niños quemados por el fósforo ya están muriendo.
—Padre —me dice mi hijo—. ¿Acaso los niños les hemos hecho algo fatal a ustedes, que nos matan como si estuviésemos malditos?
Le respondí entre las brumas del espanto: —La guerra, las guerras matan el futuro, hijo. Matan el futuro. Es lo primero que hacen.

viernes, 23 de enero de 2009

Párpados azules - Lilian Elphick


Hoy Marta lo mira más despacio, como queriendo averiguar algún sudor retrasado en la comisura de los labios. Al bajar la vista descubre un camino de hormigas cerca de la cabeza y luego vuelve a mirarlo de lleno. Nota cambios en la cara. Se ve más negra, es cierto; ayer los párpados estaban azules, quizás de tanto ver estrellas. Hasta que Marta los cerró con la yema de los dedos, presionándolos un poco para intentar nuevamente revivir esos ojos de felino solitario.
—Soy un hombre solo y el desierto me gusta —le dijo un día, antes de que se mudaran a vivir a la mina abandonada.
Y a ella le da miedo tomar la pala y comenzar a hacer el hoyo. No tiene fuerza para hundirla en esa tierra resquebrajada que aún sigue caliente debajo del cuerpo de su hombre. “Tierra muerta —piensa Marta—; siempre lo estuvo, y nosotros aquí naufragando desde el principio. Hundidos, como si el sol nos hubiese cargado con piedras.
Por eso le da miedo cavar, no está segura, quizás él duerma solamente, aunque ponga su oído en el pecho y lo huela intenso a mar o a conchales, y le sienta un reventar de olas cerca del estómago.
Allí estarían lejos del mundo. Nadie los molestaría, y el cuchicheo de las vecinas se tornaría en viento, el viento de la tarde que azota la piel y el alma, le escuchó decir. Ahora ya no habla, pero Marta le adivina el ulular que se desprende de su boca. “Déjame aquí, mujer, no hagas nada, déjame…” Ella no entiende, cómo no hacer nada sino espantar moscas y lagartijas insolentes; habrá que cavar antes de que oscurezca y llegue la noche desfigurándolo más aún, para que duerma tranquilo sin el brillo anémico de la luna arrastrándose por sus venas; habrá que cavar profundo hasta encontrar el agua que lo despierte y le despelleje el mal sueño. “Dios mío, reza Marta, dame fuerzas, que ya llevo dos días tratando de enterrarlo y él no me deja. ¿No oyes lo que me dice?”. Sin embargo, Marta sigue de rodillas junto al hombre, inmóvil como una estatua desamparada, sintiendo sus pechos insomnes latir y latir al acordarse de que sólo hace una semana retozaba con él cerca de un cactus ciego.
“¿Ves ese cerro blanco?; ahí mismo está la mina. La veta no se ha agotado como piensan los demás. Aprenderé rápido y tú me ayudarás”, le decía entusiasmado. Eso y otras cosas le decía antes de que todo estallara y le dejara ese remedo de hombre, ese cuerpo sangrante que ya no buscaría más vetas que las de su recuerdo.
Ahora el sol se esconde detrás del mismo cerro y Marta tiene frío. Mañana lo hará, hable o no. Casi sin cambiar de posición se acuesta al lado de él, respirando de a poco para no robarle más aire, sin importarle su carne que cambia de color ni los jugos que chorrean sus piernas dinamitadas; sin espantar a la soledad, Marta se duerme con la mano del hombre puesta entre sus pechos.

De La última canción de Maggie Alcázar (Mosquito, 1990).

El silencio de las sirenas - Franz Kafka


Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

Tomado de http://lilielphick.blogspot.com/

La noria - Javier López


La noria comenzó a girar. No era la primera vez que montaba en aquella atracción, pero sin embargo esta vez experimentaba algo diferente desde que inició la marcha. No fue una aceleración suave, sino un fuerte y brusco acelerón, y unas cuantas vueltas en las que aumentó la velocidad de una manera alarmante, como si la maquinaria estuviera fuera de control. Hasta que por fin empezó a disminuir la velocidad de manera, ahora sí, más progresiva y pausada.
La cabina en la que viajaba se quedó a tres cuartos de altura. Su compañera de cesta, que se sentaba frente a él, lo miró como quien pide una explicación con los ojos. ¡Como si él tuviera una explicación de lo que estaba pasando!
—El chico la pondrá de nuevo en marcha —dijo por comentar algo, recordando al individuo joven que se sentaba a los mandos en la caseta.
—Dieciséis, par, rojo, manque —se oyó a través de la megafonía—.
La cesta con el número dieciséis, pintada de color rojo, estaba en lo más alto de la noria. Miraron hacia arriba. La cesta giró y precipitó al vacío a las dos personas que la ocupaban.
Los pasajeros de la noria comenzaron a gritar aterrorizados. Y sin embargo el público que rodeaba la atracción, parecía que disfrutaba del espectáculo. Todos aplaudían y gritaban enaltecidos, como si de un juego diabólico se tratara.
La noria se puso de nuevo en marcha, repitió una rutina parecida y se paró. Esta vez su cesta quedaba en lo más alto.
—Treinta y uno, impar, negro, passe.
Ese era su número.

El niño en el armario - José Vicente Ortuño


El pequeño David, acurrucado en la oscuridad del armario de su cuarto, sentía mucho miedo. Cerraba los ojos con fuerza y acurrucándose en un rincón intentando ocupar el menor espacio posible. No quería que nadie lo descubriese, por eso procuraba no moverse, ni hacer ruido al respirar. A pesar de la calefacción tiritaba de frío. Para que el castañeteo de los dientes no lo delatara, mordía con desesperación la manga de su pijama. Deseaba que todo desapareciese, que sólo existiese el oscuro interior del armario, donde creía sentirse seguro. 
En el exterior sonaron pasos, pesados y cansinos, que le indicaron que más allá de la puerta existía un terror indescriptible. En ocasiones, cuando tenía una pesadilla, llamaba a su madre y ella venía corriendo a protegerlo y consolarlo. Aunque esta vez temía que nadie vendría a calmarlo con palabras suaves, mientras lo arrullaba entre sus cálidos brazos. Esta vez no era una pesadilla, lo sabía porque tenía mucho frío, el suelo estaba duro y porque había intentado despertar y no lo había conseguido. 
Unos minutos antes escuchó como el hombre del saco subía por la escalera, con pasos fuertes y espaciados; como para darle tiempo a paladear el miedo. Él se había tapado con la manta, como hacía siempre que despertaba asustado de una pesadilla. Luego escuchó como el malvado hombre abría la puerta del dormitorio de su madre, primero el crujido del picaporte, luego el leve gruñido de las bisagras y después los pasos lentos que se internaban en la habitación.
No sabía lo que el hombre malo le podía haber hecho a su mamá, pero seguro que era algo terrible. Sus compañeros de guardería le habían contado que el hombre del saco hacía cosas muy malas, “cosas peores que la muerte”, según la abuela de su amigo Kevin. David había visto una vez un gato muerto, tenía los ojos llenos de moscas y de la boca le colgaba la lengua ennegrecida. Suponía que estar muerto dolía y se imaginaba que algo peor debía de doler mucho, sobre todo que le arrancasen a uno la piel para quitarle la grasa. Por eso lo llamaban sacamantecas. 
Cuando se dio cuenta de que el sacamantecas estaba en el dormitorio de su madre, salió de la cálida protección de la ropa de cama y se escondió en el armario. Estaba seguro de que allí el hombre malo no lo encontraría. Si su madre no era capaz de encontrarlo cuando jugaban al escondite, seguro que él tampoco lo haría. Al fin y al cabo su madre era la persona mayor más lista que conocía.
Los pasos siniestros se aproximaron, muy despacio, por el pasillo. Parecieron detenerse en la puerta del dormitorio de David. Éste se imaginó al sacamantecas mirando el cuarto, buscándolo. Pensó que tendría que haber apagado la lámpara de la mesilla de noche, que su madre le dejaba siempre encendida. Se encogió más en el rincón del armario. El desconocido entró en la habitación y provocó un ruido inesperado que sobresaltó al pequeño y estuvo a punto de hacerlo gritar. Algo había caído al suelo, pero se dio cuenta de que era su pelota favorita, la reconoció por el sonido que hizo al rebotar varias veces y alejarse luego rodando. Los pasos sonaron cerca del armario. Oyó una respiración pesada en el exterior, un gruñido, una tos bronca, el sonido de un roce contra la puerta, un crujido de la madera. El extraño parecía estar escuchando, para comprobar si había alguien en el interior. David aguantó la respiración y apretó los ojos todavía más. Le dolía todo el cuerpo de estar encogido. Le hubiese gustado poder desaparecer. Sabía que no tenía escapatoria. ¿Dónde está mamá?, se preguntaba.
El picaporte comenzó a girar, con lentitud deliberada, como deleitándose en la espera y, de pronto, la puerta se abrió. David gritó y gritó hasta quedarse sin aliento, pero siguió encogido y con los ojos cerrados, esperando que sucediese algo. Notó que se había orinado, pero no le importó. Sabía que su madre le reñiría. Su madre... ¿por qué no venía ya?
Una mano, grande y áspera como una garra, lo cogió del cuello y lo levantó sin esfuerzo. David se quedó sin respiración y no pudo gritar más. Se sintió desplazado por el aire. Tras quedar un instante suspendido la presión cedió. Cayó y al golpear contra el suelo abrió los ojos. Vio el interior de un saco mugriento que se cerraba sobre él. 

Anómalo - Sergio Gaut vel Hartman


Los cuatro amigos estaban sentados en torno a una mesa del único bar que había en San Marcos, que gracias a la agudeza del propietario se llamaba igual que el pueblo.
—¿Eso es todo? —Ángel miró por encima del diario que el ingeniero Giacomino había estado leyendo en voz alta.
—¿Le parece poco? Aparecen como surgidos de la nada, cientos de conejos azules; se abalanzan contra la víctima elegida y en segundos la devoran hasta dejar sólo los huesos. Luego, tan fulminantes como llegaron, se dispersan en todas direcciones. Algunos forman barricadas y los cagan a tiros, pero a lo más matan a veinte o treinta y los demás logran huir. En el ataque siguiente son el doble. Así fue en Chimpayo.
—Chimpayo está del otro lado del río —dijo Ángel—. No pueden llegar a San Marcos.
—Es que se reproducen como conejos —terció Salvatierra, que no era lo que se dice un humorista. Pero el horno no estaba para bollos.
—¡No haga chistes, quiere! —exclamó Giacomino—. Se comen a un paisano hasta dejarlo en los huesos. ¿Le parece gracioso? ¿Desde cuándo los conejos son carnívoros?
—¿Y desde cuándo son azules? —insistió Salvatierra.
—Aquí dice —continuó Giacomino— que ya nadie se atreve enfrentarlos. Me contaron que en Chañar, donde vivía el tuerto Benavides, ese vago que sabía venir a la peña de los viernes, los conejos le saltaron al cuello a un muchacho que no era muy rápido con la escopeta. Antes de que el chico pudiera recargar ya se estaba desangrando, y aunque el tío y otro paisano le arrancaron a los manotazos docenas de conejos prendidos al cuerpo como garrapatas, no pudieron evitar que se muriera. Al final parecía una piltrafa, con sólo unos jirones de carne sobre el esqueleto. Y eso fue antes de los asaltos masivos.
—Seré más chistoso de lo conveniente —dijo Salvatierra—, pero usted está de funeral, amigo.
—¿Les parece poco? —terció Zapiola, que hasta ese momento no había abierto la boca—. Si los conejos se volvieron azules y comen carne humana, estamos fritos.
—¡Vamos! —exclamó Ángel palmeando la mesa de madera—. Tuvimos la peste del nueve; eso fue peor que los conejos. 
—Lo que me quita el sueño —dijo Giacomino sin prestar atención a las palabras de Ángel— no es la idea de conejos carnívoros sino de que se hayan aficionado a la carne humana. Podrían comerse a las ovejas, ¿no?
—Es histeria colectiva —dijo Ángel
Giacomino miró a don Ángel con expresión severa. —Lo dice el diario, ¿ve? —agregó picoteando con el dedo sobre la foto. —Usted es una persona muy terca. ¿Recién lo aceptará cuando tenga un conejo masticándole la yugular? 
—Dicen que hay gente refugiada en la iglesia Santa Ana —acotó Zapiola moviendo la cabeza de arriba abajo—. El cura les dio cobijo. Hasta dejó entrar a Salomón Malamud...
—¿Y por qué no iba a dejar entrar al tendero? —Salvatierra miró a Zapiola con una expresión tal que se podría haber pensado que lo estaba acusando de ser antisemita. 
—La gente es miedosa por naturaleza. —Ángel le hizo una seña a Manolo para que trajese otro café—. ¿Quieren?
—No, basta de café —dijo el ingeniero.
—Yo voy a tomar otro —dijo Zapiola.
—El diario exagera. —Ángel tomaba el asunto a la ligera y Giacomino se sentía molesto por esa actitud. No se trataba sólo de los conejos, había muchas otras cosas implicadas. Zapiola trató de reducir la tensión.
—Viento del Este, lluvia como peste —anunció.
—Usted parece haber nacido en el siglo X, no en el XX —dijo Giacomino mirando a Ángel, desafiante.
—Nací entre las dos guerras.
—¿De veras? ¿Crimea y la Franco-prusiana? —chanceó Salvatierra.
—Respóndame a esto —dijo Giacomino pasando de largo del chiste—: ¿sabe que los científicos estudian estas cosas? —Empezaba a ponerse rojo. Por la tozudez de los paisanos a veces le daban ganas de irse a vivir de nuevo a Buenos Aires.
—No le voy a responder —dijo Ángel—. O sí, si me responde a esta otra pregunta.
—Cálmense, señores —dijo Zapiola con voz ronca. Su rostro había cambiado y ahora ostentaba la expresión más seria que le habían visto nunca. Dejó la tacita de café sobre la mesa y señaló un punto del paisaje que se divisaba más allá de la ventana—. Respondan ustedes a pregunta: ¿de qué color eran los conejos de Chimpayo?
—Azules —dijo Salvatierra aguantando la risa.
—Entonces parece que los rojos también quieren jugar. 

Las siete maravillas del mundo (III) - César Fuentes Rodríguez


Apenas contemplaron la ciudad con su torre desmedida, el coloso de hierro y mármol que custodiaba la entrada, la cúpula dorada del observatorio, el sistema de puentes colgantes que unía las islas, los jardines que se irrigaban sin ayuda, el embolsador de vientos y la represa, Org y Nart quedaron sin palabras y sintieron que les faltaba la respiración.
Aunque, en lo demás, sus reacciones difirieron. Uno cayó de rodillas en actitud de adoración, mientras el otro sonreía conmovido y ansioso por examinar, tocar y probar todo por sí mismo.
—¡Gloria a los dioses! —exclamó Org.
—¿Otra vez? —lo reprendió Nart.
—¡Quién más pudo haber concebido y puesto aquí estos portentos!...
Nart sacudió la cabeza.
—¿Cómo puede ser que a cada cosa nueva que descubres le atribuyas el primer significado que te viene a la mente? Org, querido, en nuestro largo viaje vimos grutas formidables cavadas por la paciente gota de agua en la roca viva, cielos cuajados de estrellas misteriosas, tormentas de ruido y furia, manadas de formas exóticas pululando por las praderas… Y para todo tuviste explicaciones disparatadas: creíste que las grutas eran mansiones talladas por gigantes, y los astros luces que se filtraban por los agujeros de un tapiz de azabache que cubre el universo, y la tempestad provenía de ángeles que jugaban a los bolos sobre las nubes, y las bestias atronando la llanura te parecieron visiones de otro mundo puestas ante tus ojos por espíritus malignos. Y como razón última los dioses, siempre los dioses, ninguna otra ciencia más que los dioses.
A Org le molestaban las reprimendas de Nart, porque lo hacían sentir un poco tonto. Pero no quería discutir. Había improvisado un pequeño altar y trataba de figurarse las oraciones correctas para agradar a las divinidades que habían construido aquellos prodigios. Casi como una disculpa, contestó:
—No importa, tu ciencia es aburrida. Así es más bello.
—No, no lo es. Porque tus explicaciones pretenden explicar sin conocer, mientras que la realidad cuenta en verdad una historia. Mira —señaló Nart apuntando con el dedo—; todo lo que ves no ha sido producto de la magia de un pase de manos. Quienquiera que lo haya hecho tuvo que asegurarse de conocer las leyes de la física y las propiedades de la química, extrajo duramente los materiales de la tierra, calculó los pros y los contras, aprendió de sus errores y, desde luego, hizo cada cosa con un propósito y le asignó una función: usar los vientos como energía, el agua como suministro, los caminos para comunicarse, los edificios para albergar a los suyos, los monumentos a modo de emblema de su civilización… Es una empresa colectiva que debió haber llevado muchas generaciones, pero aquí está. No me asombraría que todo esto haya sido obra de seres como nosotros.
Org rió. Rió con la risa fresca de un niño y la risa quebrada de un viejo. Rió como el que se burla sin saber de qué, pero cree que su burla es sabia.
—¿Y si no fue así? ¿Y si fueron sus dioses los que les construyeron esta ciudad?
—Piénsalo de esta manera: si los dioses hubiesen creado esta ciudad, no representaría maravilla alguna. Su magia les bastaría para crear lo que fuera. Lo maravilloso es que seres inexpertos y limitados como nosotros se sobrepusieron a su pequeñez y tomaron ventaja de la naturaleza para crear lo que hoy a ti y a mí nos resulta asombroso.
Pero Org no lo escuchaba. Y se quedó rezando fuera de las murallas mientras Nart entró a la ciudad. Sus caminos ya nunca más se cruzaron.

El vecino del cuarto piso - Regina Novakosky


Hoy me ha vuelto a visitar mi vecino del cuarto piso. No sé si ha entrado por la puerta o la ventana. No sé si ha llamado o simplemente ingresó mientras me bañaba tomando posesión del living, el sillón, las bebidas, los compacts.
No diré que no despierta mi curiosidad. Hoy es el segundo día que lo veo, ahí sentado, mirando fijo con sus ojos achinados, la extrañeza marcándole la boca presta a abrirse en la inesperada pregunta.
—¿Usted y yo, nos conocemos? —Mi vecino parece sufrir de amnesia. Nadie lo diría. Enfundado en un elegante sport a cuadros grises, camisa rosa impecable, zapatos de fino cuero, impone su presencia. El es el que da las órdenes, el que pregunta—. ¿Nosotros nos conocemos?
¿Y que puedo explicarle yo? Que sí, pero que no. Que ni siquiera nos han presentado, pero que él impertérrito ya se ha adueñado de la casa.
No sé cómo hizo para saberlo, pero conoce cada uno de mis gustos. Las flores, la música de Serrat, un buen libro de cuentos.
 La duda me carcome. ¿Quién es él? ¿De donde viene? Ahora soy yo la que pregunta, la que sufre de amnesia y conjetura: ¿De dónde lo conozco? ¿Del consultorio? ¿Algún paciente? ¿De un recital? 
¿Y si fuera de mis sueños? ¿De mi inconsciente? Reúne todos los requisitos para ser el hombre ideal.
Me olvidé de contarle que hoy se apareció con un ramo de flores silvestres, el departamento olía a campos de lavanda. Creo que me estoy enamorando de él. Necesito su ayuda, estoy desconcertada doctor.
Golpearé su puerta o entraré por la ventana. Seré la visitante nocturna sentada en el living de su casa. Lo esperaré y mirándolo a los ojos haré turbada la temida pregunta. —¿Nosotros nos conocemos?

miércoles, 21 de enero de 2009

Amor cibernauta - Diego Muñoz Valenzuela


Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro de neanderthal: cabeza enorme, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hacia abajo y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le narraba con gracia su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones pormenorizadas de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.

(*) Este microcuento forma parte del libro ANGELES Y VERDUGOS , publicado en 2002 por el autor, bajo el sello de la editorial Mosquito

Tomado de http://www.diegomunozvalenzuela.blogspot.com/

Controles remotos - Eduardo Abel Gimenez


Estoy aburrido frente a la tele, con el control remoto en la mano. Un presentador lee las noticias.
—El mercado de valores ha tenido un día tranquilo, en el que… —está diciendo, pero no le dejo terminar la frase. Con la rapidez que da la práctica, pulso un botón del control remoto. De inmediato, el presentador salta sobre su escritorio y se arranca la corbata—. ¡Pero esto no va a quedar así! —grita. Le crecen las cejas, se le amarillean los dientes. Bajo el saco que ya se está quitando a jirones tiene una camisa sucia de explorador.
Pulso otro botón. La decoración en tonos cálidos y apagados se disuelve en un río de llamas, o lava, algo rojo y amarillo que fluye de izquierda a derecha. Hay gritos distantes. El explorador, que ahora cuelga de una rama, hace un esfuerzo sobrehumano y salta sobre una roca. Rueda sobre sí mismo. Cae al otro lado, donde no hay llamas, y se pone en pie de inmediato.
Frente a él hay una mujer. Está atada al tronco de un árbol. Pulso un botón más, y el pecho de la mujer crece, se hace más alto, mientras la pollera se le rasga estratégicamente hasta la parte más interna y más secreta del muslo.
En este momento llega mi esposa del trabajo. El ruido de la llave en la cerradura me obliga a pulsar otro botón, de manera que el pecho de la mujer retrocede al nivel anterior y la pollera se convierte en pantalones anchos.
—No creo en ti —dice el explorador—, me estás tendiendo una trampa.
Mi esposa se acerca al sofá, nos damos un beso corto. Ella trae su propio control remoto en la mano, y mientras se sienta ya está pulsando botones. Por detrás de mis protagonistas, un joven abogado de traje negro desciende por unas escaleras de mármol y sonríe a cámara.
—Le ruego que se calme, amigo —pide al explorador, que ya está amenazándolo con un cuchillo que ha conocido sangre—. Tengo cobertura policial, así que le convendrá cambiar de actitud.
Mi hijo, que ha oído la entrada de su madre, viene corriendo por el pasillo. Él también enarbola un control remoto, y apenas saluda con dos palabras cuando pone en marcha el pulgar. Nadie es más rápido que mi hijo. La cámara se eleva, y resulta que a la distancia aparece un personaje dibujado, con los pelos largos en un extraño arabesco que le envuelve la cara, que eleva su puño derecho hacia el cielo. Grita:
—¡Invoco el poder de Krun-ka-món! —o algo así.
Todos, el explorador, el abogado y la mujer, que ya no está atada, se dan vuelta. La pantalla se pone azul. El cielo es un remolino. Hay una lluvia de rayos, y los tres personajes corren a protegerse bajo el toldo de una tienda cercana. Ahora todos están dibujados.
—¿Qué comemos? —pregunta mi mujer, mientras pulsa otro botón. El abogado saca un celular y lo abre. Los rayos siguen cayendo.
—No sé —digo, mientras muevo el pulgar sobre el teclado. Un rayo arranca el celular de las manos del abogado—. ¿Por qué me preguntás?
—Es tu turno de cocinar —dice mi mujer. El abogado, que no ha dejado de sonreír y además acaba de recuperar su composición de carne y hueso, saca un arma y apunta a la cabeza del explorador.
Mi hijo, que se cansa pronto de las cosas, tira el control remoto a un rincón del sofá y se va otra vez a su computadora, donde es dueño de todos los destinos. Los rayos se acaban de inmediato. Yo hago cálculos rápidos y me doy cuenta de que mi mujer tiene razón. También dejo el control remoto y me pongo de pie.
—Voy a ver qué hay —digo.
Mientras camino hacia la cocina, el abogado de ojos celestes y traje negro se acomoda tras un escritorio de color marfil y empieza a leer las noticias.

Tomado de http://www.magicaweb.com/weblog/index.php

Los dos lados - Sergio Patiño Migoya


“—¡Despierta ya, Alicia! —le dijo su hermana—. ¡Cuánto rato has dormido!”
Alicia en el País de las Maravillas (Lewis Carroll)

Los naipes habían desaparecido y también la sala del juicio. “¡Buf, vaya sueño más extraño!”, pensó Alicia, que se alegraba mucho de ver el rostro de su hermana mayor.
Cuando el cuerpo de ésta empezó a difuminarse, creyó que era por abrir los ojos de repente, pues todo el mundo sabe que las cosas están borrosas en un principio. ¡Pero no! Era verdad que desaparecía. Al final, sólo su sonrisa quedó, como flotando en el aire, y la boca empezó a crecer mientras los dientes se multiplicaban y afilaban. ¡Era el Gato de Chesire! Una voz que le resultó terriblemente familiar salió de aquellos labios: “¡Que le corten la cabeza!” Vio Alicia cómo la boca se convertía ahora en la de la Reina de Corazones, así que escapó muy asustada. Pero daba igual cuánto corriera, la sentencia seguía martilleando en sus oídos y risas siniestras le llegaban de todos lados (incluso reconoció la voz del Sombrerero y la del Conejo Blanco). De pronto, tropezó con una raíz que asomaba y se cayó de cabeza contra el suelo.
Despertó esta vez en casa y era su madre quien sonreía. Pero, por suerte, no desapareció. Pasaron los días y los meses y los años sin que nada raro ocurriese, aunque Alicia no pudiera evitar cierta inquietud cada vez que veía sonreír a su hermana. Hasta llegó a pensar si esa vida no sería en verdad más que un sueño, y si la realidad, el País de las Maravillas, aún esperaba a que despertase.

Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/

Literatura (Parte I: Cosa de gauchos) - Francisco Costantini


Atención pido al silencio
y silencio a la atención,
que voy en esta ocasión,
si me ayuda la memoria,
a mostrarles que a mi historia,
le faltaba lo mejor. 

En medio de la pampa y sobre el horizonte naranja se recortó la figura de un hombre a caballo que avanzaba hacia nosotros. El que me acompañaba permanecía sentado, la espalda apoyada contra el tronco del frondoso sauce, y sus dedos acariciando las cuerdas de una guitarra. No hacía más que escupir consejos moralistas y hacía rato que yo había dejado de prestarle atención. Cuando el jinete por fin estuvo a metros escasos comprobé, como preveía, la asombrosa similitud entre ambos gauchos. El guitarrista, sin embargo, tenía un semblante afable, a pesar del rostro curtido por la experiencia; el otro, más joven, no podía disimular la bronca contenida en sus labios apretados. 
—Bien —dijo bajándose del caballo de un salto—: aquí estoy.
Como respuesta, la guitarra cesó su canto. 
—A lo lejos ya pude reconocerte —respondió el más viejo. 
El otro frunció el ceño e hizo silencio por varios segundos, pensativo. Por fin soltó:
—Claro, alguna vez fuiste como yo. En cambio ahora… —Lo miró de arriba abajo y luego escupió sobre la tierra. 
Yo, mientras tanto, los observaba analizando la situación. Lo que más me llamaba la atención era que ninguno hablaba como creí que debería hacerlo un gaucho de fines del siglo XIX. Esto me preocupó, más que nada por la verosimilitud de la historia. Después concluí que, al fin de cuentas, este era mi cuento y estaba bien que las cosas fueran así. 
—Me parece que es hora de hacer justicia —dijo el recién llegado, mostrando un facón—, terminar de una buena vez con esta farsa y ver quién es el auténtico. Vos me humillaste, derrumbaste mi imagen: me convertiste en un blandito de mierda. 
El guitarrista no se inmutó. Percibí en la opacidad de sus ojos la aceptación de un destino inevitable.
—Vos sabés que no es mi culpa…
—¡Cerra el pico y parate! 
El joven se hallaba desencajado. El viejo no hizo caso a sus palabras y, en cambio, se limitó a decir que, de cierta manera, ambos eran hijos del mismo padre y habló algo de la unión verdadera. Entonces, el otro no aguantó más y en dos trancos estuvo al lado del que consideraba su contrincante y le hundió el filo en el pecho. El atacado apenas emitió un quejido sordo antes de morir. Yo, íntimamente, acepté la escena como un acto de justicia literaria. 
Martín Fierro se quedó bastante tiempo absorto, contemplando sus manos machadas por la sangre de quien decía ser él mismo en el futuro, pero que pensaba y sentía de manera tan diferente. Al fin  elevó sus ojos y me miró, como si recién notara mi presencia. 
—¿Qué quiso decir con eso de que no era su culpa? —me preguntó. 
Caminé unos pasos hasta él y le ofrecí un pañuelo para que se limpiara. 
—Quedate tranquilo, Martín —le dije—, ya vas a entender —Hice una pausa, buscando cambiar de tema—. Entonces, ahora que te vengaste, ¿aceptás venir conmigo?
—Por supuesto —afirmó, enérgico—. Te di mi palabra.
Yo no pude más que sonreír. 
—Perfecto —Lo tomé del hombro—. Vamos a tener mucho trabajo, vas a ver. 
Nos fuimos caminando hacia el oeste, donde el sol ya había desaparecido y las estrellas comenzaban a adornar el firmamento. A nuestras espaldas quedaba el cadáver de un impostor, alguien que nunca debería haber existido. Y decidí que este era un buen final, al menos por ahora.     

Contacto en el mundo Trisex (primera de tres partes) - Bruno Henríquez


Eran seres trisexuados, como no puedes imaginar.
No había goce si no estaban los tres, uno el óvulo, otro la esperma y el tercero el catalizador, sin ese no había fecundación. El macho, la hembra y el enlace.
Pero en lo demás era parecido, no había romance sin el tres, los extraordinario era que todos cambiaban y tu sexo no era fijo, pero las tríadas adecuadas eran  aquellas que cambiaban en forma cíclica del mismo orden  y resultaban siempre la misma tríada. En otros casos había que buscar una tercera parte pues se creaban dos c, o dos a o dos b y faltaba otro de los elementos, aunque se contaban historias de aberrados que hacían el amor de a tres del mismo sexo, o sexo de dos y uno, los peor vistos eran los catalizadores en grupos de tres pues eso equivalía al sexo por el sexo y aunque en su desarrollo habían logrado independizar el sexo de la reproducción era mal visto hacerlo de forma tan poco ortodoxa.
Los celos eran otra cosa y las pasiones, antes de llegar a la muerte o el asesinato se entregaban a un sexo desenfrenado y más aberrado de lo esperado, por eso no se sabía cual era el verdadero goce, el cariño, lo sensual, la venganza o la aberración.
¿Qué de la divina trinidad, o santísima idem?, sin misterio.
¿Qué de cuando se decía las compañeras, los compañeros y les compañeres? Las perras, los perros y les perres. Porque, eso sí, no había discriminación, ni machismo, ni hembrismo, ni enlacismo y en una época se exigió que al mencionar a uno de los grupos o sexos se mencionaran a los tres, con lo que se rompieron las poesías, los doble sentidos (bueno en ellos eran triple sentidos), la prosa poética, el cinismo, el sarcasmo, la critica y el teque, todos perdieron en su redacción y si a nosotros con dos géneros nos molesta, imagínense a les pobres (las pobras, los pobros).

Fin de la primera parte.
P.S. Si nunca segundas partes fueron buenas ¿Qué quedará para las terceras?

Asesinato en el agujero de gusano - Héctor Ranea y Sergio Gaut vel Hartman


Cabizbajo, Farández se preguntaba cuándo la NAVS empezaría a afinarse lo suficiente como para encajar en el agujero de gusano. Se sabe que estos organismos zoológicos del espacio son más pequeños que el núcleo de un átomo. Y por ahí no pasaba la chica ni por puñetas.
El inefable checheno, adivinándole los pensamientos como siempre, le dijo:
—Oiga, Ferández, no se ponga así hombre, seré lo que sea, pero interpreto mapas estelares. A este agujero le hicieron un tratamiento en forma y con un toque de “enes” la NAVS pasará de una. El asunto es si el rabino Löw sabe cómo volver las cosas al tamaño original, porque si las chicas regresan a Marte convertidas en saetas (o peor, agujas) nadie va a pagar un bradbury por sus servicios, lo cual hará fracasar esta misión tanto como si nos convirtiéramos en partículas elementales.
—Nunca más sabio lo suyo —dijo el skipper—. Parece que el flato de aquel agujero negro le acomodó las neuronas.
El checheno refunfuñó algo pero no abandonó su partida de ajedrez virtual.
—Si el teólogo se despertara… —murmuró Farández.
—¿Para qué lo quiere despierto? —dijo el skipper que tenía el oído aún más afinado que Samantha el cuerpo—. Los teólogos, son como angelitos cuando duermen la mona; mírelo.
Ferández lo miró y le pareció cualquier cosa menos un angelito. Con buena voluntad se parecía al Baco de Velásquez. Pero no tuvo tiempo de profundizar porque el cocinero llegó a la carrera, agitado y rubicundo, lamentándose haber hecho poca paella, lo que había provocado que algunos oficiales hubieran dejado de jugar al tute para morder las nalgas de las pupilas. —¡Es hora de empezar las maniobras de atraque en el borde del agujero de gusano! —Y ni hablar del procedimiento de penetración —añadió el skipper.
A todos les había pasado inadvertido el rabino Löw, que paseaba por el puente sin que nadie le pidiera el pasaporte. Una leve sonrisa, como corresponde a un rabino, le surcaba los labios. Al fin su fórmula se haría universal. Era cierto que Ferández había localizado la puerta hacia Marte, pero su mente de científico formado en la universidad de espaciopuerto Madero y puesto ahí por el azar del black jack, no hubiera bastado para lograr lo que la nave estaba intentando: hacer historia.
—¿Se puede saber —acotó Berinchev cuando tomó en cuenta los dichos del cocinero— por qué el cocinero es el único que se preocupa por la aproximación al agujero de gusano? Quiero que la plana mayor se junte para deglutir la nueva versión de la paella y discutir los detalles de la reducción.
—¿En ese orden? —dijo el skipper.
—¿No sería prudente —preguntó a su vez Ferández— devolver a Samantha a su forma original y que se baile algo en el caño de verificación axial? 
La segunda oficial se negó a lo segundo aduciendo, como siempre, degeneración de género. 
—¿Cómo haremos —dijo el skipper— para que la pupila vuelva a ser lo que era, en vez de esa saeta rubia que flota como un cabello en la atmósfera artificial del comedor de la NAVS?
El lingüista aportó lo que sabía, inspirado por el rabino, que a esta altura se había clavado varios vasos de agua de Valencia y ya le hacía compañía al teólogo. 
—Probemos devolviéndole la “n” a Ferández.
—¡No! —exclamó el epistemólogo checheno—. ¡Doblemos la apuesta!
Fue así que la saeta rubia tuvo que volver a pasar por la penosa introducción de la segunda “n” de Ferández que la entregó con las manos temblorosas, aunque corresponde consignar que en esta oportunidad no fue necesario poner a la chica, tan fina, con su culo en pompa.
Y despertaron al famoso rabino de Praga para que se encargara de ejecutar la tarea.
—¿Qué les dije?
—¿Qué nos dijo? —exclamaron a coro, azorados, los tripulantes de la Arthur C. Clarke.
—Reordenando las letras de Samantha, y agregando las dos “enes”, obtenemos el número cabalístico perfecto, la chica puede redimir sus pecados y ser admitida en la colectividad.
—¿No es como forzar un poco las cosas? —dijo tímidamente el sufrido Ferádez.
—¿Antisemita? —El rabino contempló al asistente del profesor con unos ojos que parecían dos varenikes.
—¡Para nada! Me crié en Ville Crespo, me gusta el guefilte fish y mi primera novia se llamaba Sarita.
Conmovido, el rabino escribió “Fernández” en la frente del muchacho y le devolvió el alma. Pero esa es otra historia.

Verdes en la Casa Blanca - Nancy Jane Moore


No, no estaba drogado. Y no tuve un flashback de ácido. Que haya inhalado en los sesenta no significa que aluciné. Lo vi, de veras. Un plato volador. A plena luz del día. Grande. Enorme. Aterrizó en el National Mall, pleno corazón de Washington D.C. Todos lo vieron, hasta el contingente de turistas. Estábamos frente al Monumento a Lincoln, a los pies del viejo Abe. Yo recitaba el Discurso de Gettysburg; Lincoln me sale bien. Estaba diciendo “no podemos santificar”, cuando tocó tierra. Se me cayó la mandíbula. Señalé. Todos se dieron vuelta. La mayoría gritó.
Sí, en serio, un plato volador. Como los que se ven en los programas de trasnoche. Ya sabe, cuando uno se queda dormido con la televisión encendida y se despierta con malos efectos especiales. Parecía una tapa de aluminio de las que usan en los restaurantes chinos. Plateado, chanfleado a los lados, y plano arriba. Enorme. Llegaba desde Independence Avenue hasta Constitution, que son unas buenas dos cuadras.
Juro por Dios que salieron personas verdes de adentro. ¿Qué? Eh, género neutro, ya sabe. Soy políticamente correcto. Además, es posible que ni siquiera tengan sexos. Uno se nos acercó y dijo “llévennos con su líder”.
Ya sabe, dicen que las antiguas señales de televisión viajan por el espacio. “Mi marciano favorito”, “Doctor Who”. Imagino que las cosas verdes aprendieron inglés viéndolas. Por lo que sé, hasta pudieron copiar el diseño de la nave de alguna película. Excepto, claro, que la maldita cosa funcionaba. O sea, está clarísimo que no son de este planeta. En la Tierra tenemos gente muy rara, pero nunca supe de nadie de menos de un metro, con piel verde como de oruga aplastada y antenas.
Sí, gracias, voy a tomar otra cerveza. Planeo seguir tomando cervezas. No, idiota, no confundí un montón de enanos disfrazados de E.T. con aliens. Pude verlos bien. Cuando dijeron “llévennos con su líder”, uno de los chicos del contingente me señaló. Bueno, yo era el guía. Traté de comunicarme. Señalé la Casa Blanca y dije “líder”, pero no entendieron la idea. Así que los subí al micro. Los turistas también vinieron, claro. Los turistas les deben tener más miedo a los washingtonianos que a los marcianos.
Empecé con mi discurso de costumbre. “Próxima parada, la Casa Blanca”. Un mocoso dijo “pero ya estuvimos”, antes de que la madre lo callara. Acerqué el micro a la reja lateral todo lo que permiten en estos días post 11/9. Señalé el portón y dije “líder”. Esta vez los verdes entendieron.
Los del Servicio Secreto se pusieron como locos cuando la gente verde bajó del micro. Empezaron a parlotear por los walkie-talkies. 
Las cosas verdes largaban algo que sonaba como “venimos en son de paz”. Esa es otra cosa que los marcianos dicen en las películas. Oí que varios del Servicio Secreto mascullaban “sí, claro”. Los guardias empezaron a disparar cuando los verdes enfilaron para la Casa Blanca. Pero no sirvió: las armas explotaron. Lo último que vi fue a los marcianos entrando por la puerta lateral. Le digo: por cómo explotaron esas armas, espero que sea verdad eso de que vienen en son de paz.
No tengo idea de por qué los militares no los vieron aterrizar. O por qué nuestros radares tan sofisticados no los vieron venir hace años. Deben tener algún campo de fuerza que esconde la nave. Ya sabe, como los romulanos.
Claro que el gobierno me dijo que cerrara la boca, pero este sigue siendo un país libre, ¿no? Y no pueden callarnos a todos; algunos de los turistas ya hablaron con el National Enquirer.
Como sea, usted dijo que el presidente está actuando muy raro últimamente. Sacó a los astronautas de la estación espacial, y convenció a los rusos para que hagan lo mismo. Canceló el programa Guerra de las Galaxias. Hasta dicen que al final no vamos a tratar de ir a Marte. Me imagino que los aliens le dieron la idea.
Si me pregunta, vinieron por la televisión. Con películas como “Día de la Independencia”, por no hablar de la guerra de turno en CNN, deben haber pensado que tenían que pararnos antes de que saliéramos al universo.
Sí, claro que la nave no está más. Vinieron como un millón de tipos de la NASA y se la llevaron. Parece ser el nuevo trabajo de la NASA: valet parking para extraterrestres.
Eh, el gobierno tiene que hacer algo con todos esos científicos e ingenieros.

Título original: The English Major's Revenge 
Traducción del inglés: Andrés Diplotti

El original puede leerse en http://www.bookviewcafe.com

http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/nancy-jane-moore.html

lunes, 19 de enero de 2009

Robocátibo - Adriana Alarco de Zadra


Mantuve el aliento al ver la piel del hombre abrirse y derramar un líquido viscoso, térreo. Mi compañero era el único que me mantenía con vida en este infierno. Ahora, no sé qué hacer. El contagio de la nueva bacteria mortal a través de los canales de oxígeno es inmediato. Estoy segura que esta ha sido una maniobra siniestra de Robocátibo, la maldita máquina fuera de control. Nunca debimos sacarlo de su envase y armarlo. Funciona perfectamente pero es maligno y perverso. Él analizó la sustancia desconocida y en vez de aislarla, la inyectó por los conductos del conjunto habitacional. Por su culpa, ahora hay decenas de enfermos que se revuelcan, chillan estrepitosamente, tienen el pecho sangrante, los ojos saltones. Son los últimos humanos de la colonia y mi corazón late con fuerza mientras tiemblo del terror. Aún no me he contagiado pero nunca se sabe… o ¿será él quien me mantiene en vida?
 Robocátibo me ordena deshacerme de los cuerpos desfallecientes que se acumulan unos sobre otros a montones. Obedezco. Les echo piedras y rocas encima. Los moribundos levantan los brazos frenéticamente tratando de desenterrarse y respirar, aferrados a la vida. Termino de cubrirlos. Lloro por dentro pero no puedo dejar entrever mis emociones. El robot me vigila. Finalmente, el último queda enterrado bajo un cúmulo de rocas metálicas que brillan bajo la luz de las cinco lunas. Respiraba todavía. Ahora yace bajo una montaña de muerte. Un monumento al desastre. 
No tengo esperanzas de encontrar a otros humanos como yo que no se hayan contagiado de la Muerte Gris, ese fantasma que nos persigue. Soy el último vestigio de la raza humana ¿Me convertiré en su esclava? ¿En un robot de juguete? Pero no. ¡No puede ser! Lo desarmaré con estas mismas manos. Soy la única sobreviviente de la Colonia Symca que respira oxígeno. 
Y quedamos solamente él y yo. 

Arte efímero – Mónica Sánchez Escuer


Toco el timbre. Ella aparece detrás de la puerta con una sonrisa que moja la mitad de mi rostro. Las palabras se le enredan en la lengua. Quiero ayudarla con la mía pero su gesto me frena. Cierra la puerta. La abrazo. Oigo el corazón caminando por su cuerpo. Un latido se detiene en la punta de sus labios cuando mi beso la toca. Me ofrece café. Sigo sus pasos como quien busca hundirse en sus propias huellas. La observo tomar la jarra y servir un líquido tembloroso que parece hervir con el movimiento involuntario de sus manos. Me aproximo y siento cómo su frágil cintura se arquea entre mis dedos. Su cuello dobla el aliento de mi voz, que no dice realmente nada, y se entrega aún más a mi boca. El camino de su hombro hasta la oreja es suave, delicioso. Subo por él con la prisa de un árbol que crece buscando el rayo de sol que lo sostenga. Ella cierra los ojos tal vez para grabar mi tacto en su memoria o perderse en los colores de la sombra. Me deja admirar bajo mis manos sus círculos perfectos. Siento el aire agitado respirar por sus poros. Bajo la ropa desvisto su carne y descubro que mis sueños eran ciertos. ¡Tantas noches derramadas sobre su perfil de tela! Ahora mis caricias no resbalan por los pliegues de una sábana dispuesta: su sonrisa y el manto liso de su talle las sostienen.
De la sala a la recámara sólo el pulso de un sincopado reloj acompaña nuestros pasos. No hablamos. Tal vez no hay nada que decir. Los dos sabemos que la nuestra es una sed vieja que teme saciarse en este instante. 

Sobre la cama exhausta, la miro y no comprendo la pena de sus ojos. Ella adivina mi duda, se acerca y escurre su voz por mi garganta. Al abrazarla oigo el goteo de una lágrima incesante. Sin hablar se pone de pie, me toma de la mano y me conduce por un pasillo largo donde las corrientes de aire se cruzan con nuestros cuerpos desnudos. Al fondo hay dos puertas que ella abre al mismo tiempo. Las enormes cajas que amueblan el desorden de las habitaciones parecen caer todas sobre mi pecho. Me asfixian. Cierro los ojos y recorro de nuevo los vacíos que ya me anunciaban su partida: las dos tazas sin platos, una sola cuchara, los libreros despoblados, la mesa descubierta. Sólo su estudio, con algunas acuarelas colgadas a los muros y varios rollos de papel aferrados a una esquina, parece resistirse al abandono.
Impaciente, la interrogo buscando mil respuestas y ninguna. Por la extensión de su abrazo comprendo que la distancia y el tiempo de su viaje serán largos. Yo quisiera escuchar algún delirio, una promesa; ella lo sabe y sólo atina a decir: Lo siento. 

La calle ondulada curva mis pisadas. Camino contándole a las piedras una historia: Había una vez un hombre oscurecido por su propia sombra que no sabía hablar más que del tiempo. Sus alumnos lo perdonaban, no sin algo de lástima, porque sabían que la historia del arte era muy larga y el curso muy breve. Los días pasaban sin perturbar su reloj hasta que dos ojos cifrados le cambiaron la rutina de la sangre endureciéndole el cuerpo con su prisa. Todos los jueves, a las seis, ahí estaban, atentos, rompiéndole el ritmo de la tarde. Pero su dueña era demasiado joven y el hombre se resignó sólo a soñarla. Pasaron seis meses, dos exámenes y muchas sonrisas antes de que pudieran intercambiar alguna palabra más de cerca: ella dijo admirarlo mucho como pintor y él se interesó en ver sus acuarelas. Ninguno de los dos fue sincero y ambos lo sabían. Ella lo citó en su casa. Al día siguiente, puntual, ingenuo, seguro de inaugurar un pulso infinito, él tocó el timbre.

Tomado de http://monicaescuer.blogspot.com/

Acabemos con las leyendas mal contadas - Héctor Ranea


Minotauro empuja el centro, el cántaro, la premonición del agua. Apura el paso Teseo, apura su corazón Ariadna. Nadie piensa en los pensamientos azules del toro, todos olvidan los pensamientos rojos del hombre, ambos fundidos por la geometría del lúcido torturador volante (Dédalo). 
Los niños en Creta mueren de hambre. Los niños de Atenas mueren comidos por el toro. Teseo despacha al monstruo por medio de un simple teorema de geometría diferencial, Ariadna es despachada con una maniobra sutil al amanecer de un día agitado y su padre (de Teseo) es despachado mediante un olvido genial. No pudo con su madre (de Teseo) sin embargo, por alguna razón que sólo Poseidón sabrá.
Teseo, el matador de larga fama, hoy yace bajo tierra en algún lugar, hoy yace bajo agua en algún lugar, hoy yace bajo fuego en algún lugar, yace en mí: disculpen el disimulo.

Portador - Olga A. de Linares


Estaba frente a mí, empapado, seguramente muerto de frío, y con una expresión de perro apaleado que me conmovió. No pensé, debo confesarlo. Solo así se justifica que lo haya hecho entrar, dejando de lado los saludables temores que, a diario, abonan los noticieros.
Pero, por extraño que parezca, nada en él me inspiraba miedo. A pesar de su aspecto de vagabundo, de su mirada febril, de su evidente desorientación, aunque sospechara que podría tratarse de uno de los tantos locos que pululan en nuestras ciudades impiadosas... no fui capaz de cerrarle la puerta en la cara, dejándolo a la intemperie en esa noche atroz. Tuve que tomarlo de la mano para que se decidiera a atravesar el umbral. Se dejó llevar, como un chico perdido, y cuando lo hice sentar en la cocina para prepararle algo de comer obedeció con la misma docilidad. Mientras se calentaba el agua y buscaba un sobre de sopa instantánea, traté de estimar la edad de mi huésped. No era fácil. Por momentos, daba la impresión de una juventud extrema. Pero en un instante esa percepción cambiaba, y creía ver en él la suma de todas las edades... Tenía el cabello largo, pero tan mojado que era difícil saber su color original. Tampoco recordaba el de sus ojos, a pesar de haberlos visto cuando al regresar del trabajo, lo encontré parado en mi puerta, como si me hubiera estado esperando. No soy un hombre particularmente compasivo. Sí, suelo dar limosnas con relativa frecuencia, pero no por caridad, sino para sobornar a mi conciencia, a sabiendas de que esa dádiva mísera no soluciona nada, y aún así incapaz de comprometerme más allá de ese gesto. No siempre fui así. Hubo épocas en las que soñé cambiar al mundo. Tal vez sea posible, pero yo perdí la fe en ello hace mucho. Y me volví un solitario, alguien que al descubrir que lo que llamamos "realidad" vencía siempre a los sueños, decidió apartarse de ella. Por eso era más bien inexplicable que corriera el riesgo de acoger en mi casa a ese pobre tipo. 
Mientras disolvía la sopa en el agua hirviendo, pensé que si al día siguiente pasaba a formar parte de las crónicas policiales, me lo tendría bien merecido... Sin embargo, al poner frente a él el jarro humeante, descarté de plano que algo así fuera a suceder. En silencio, comenzó a beber la sopa, sin una avidez que yo habría considerado lógica. Lo hacía a sorbos cortos, casi con elegancia, los dedos flacos y largos entrelazados en torno al recipiente como si se tratara de un cáliz. No sé por qué su actitud me retrotrajo a las lejanas misas de mi niñez, al sacerdote alzando la copa ceremonial, a todo aquello que había rechazado al crecer. Incapaz de creer en un dios que permitía tanto dolor e injusticia sin castigar jamás a los responsables, decreté su inexistencia. Y también que, por más cómodo que fuera colocar al bien y al mal en entidades míticas, para culparlas de nuestros fracasos o para esperar de ellas las soluciones que no éramos capaces de encontrar, el horror cotidiano era, sin duda, nuestra creación. Por qué razón volvía a pensar en esas cosas al mirar a mi invitado... lo ignoro. Había pasado más de treinta años sin hacerlo. Pensé en ofrecerle un sándwich de queso, para completar el frugal menú. Esperaba que el pan no estuviera rancio. Tal vez podría tostarlo un poco... eso mejoraría su sabor. Juro que no me moví de la cocina, no tenía necesidad de hacerlo. Así que no tengo idea de cómo salió él de la casa. Solo sé que ya no estaba cuando me di vuelta tras colocar el tostador sobre la hornalla. Me dirán que lo soñé todo y no lo discutiría, si no fuera por el rosario de pequeños charcos que rodeaba la silla, allí donde su abrigo había dejado escurrir la lluvia. Y por lo que había dejado junto al jarro vacío. Ese libro que me desvela y aterra desde entonces, sin que logre saber qué se espera que haga con él. Es imposible para mí determinar su antigüedad, pero es viejo, muy viejo. Contemplo a diario la cubierta que mantiene su secreto milenario lejos de mis ojos. Llámenme supersticioso, y les daré la razón. 
Pero por nada de este mundo me atrevería a romper ni uno solo de los siete sellos que lo resguardan.

sábado, 17 de enero de 2009

Ausencia de lobo - Lilian Elphick


Al que me hincó el colmillo del adiós

Un día fuimos el humus de los árboles, así pudimos ver que la bruja del bosque era la vieja del saco, la urbana, la de dientes cariados, a la que le violaron una hija de trece, niña tonta, para qué se fue al bosque, allí oscuro, húmedo, como su pelo oloroso a pino, a estrellas cayendo. Pero se introdujo a lo verde, a pesar de las recomendaciones; el canasto bien apretado entre sus dedos, la fruta temblorosa, y los tibios pastelillos haciéndose añicos por tanto zamarreo. Después de todo, qué importaban los víveres si nadie nunca supo a quién llevaba aquel mitológico canasto. 
¿El lobo? El lobo no tiene nada que ver en este asunto, había desaparecido mucho tiempo atrás. 
Bajo el amparo de las friolentas glicinas, mientras el viento susurraba cosas inaudibles para el oído humano; el cielo casi negro, ahí entre la hojarasca y los malos pensamientos, la niña, de uniforme escolar, cayó enredada por la lujuria de sus rodillas sucias y de sus dedos entintados, cayó a las cinco, a las cinco en punto de la tarde; teñida de recuerdos infantiles con olor a tiza, naufragando en brazos sin capa ni espada, ni dientes hambrientos de cuellos albos, ni cuchillo que pudiera abrir todas las panzas del mundo.
Así fue que el galopar de caballos fue sólo seis pares de botas negras, seis pares de piernas camufladas de bosque y la risotada que hizo que los árboles cayeran arriba de ella.

De El ojo travieso.

Angustia - José Vicente Ortuño


Abrió lo ojos, pero no vio nada. Parpadeó. No hubo ningún cambio. Dedujo que se encontraba a oscuras. No pensó que podía haberse quedado ciego, como tampoco creyó estar sordo a pesar de que ni siquiera oía el rumor de la sangre corriendo por sus venas. Pronto se dio cuenta de que tampoco era capaz de oler, no le resultó tan extraño, porque su alergia al polen le producía ese mismo efecto. Le preocupó no poder sentir su cuerpo. Estaba seguro de que su cerebro enviaba órdenes a sus miembros y estos… ¿dónde estaban sus miembros? Comenzó a angustiarse, sin embargo, su pulso no se aceleró. ¿Por qué no podía sentir su corazón? Pensó que soñaba, porque en los sueños suceden cosas muy extrañas, aunque no duran demasiado tiempo, sino que cambian continuamente y la pesadilla empeora; o te despiertas. Aunque, si no estaba dormido, debía empezar a preocuparse.
Intentó deducir cómo había llegado a esa situación. Por suerte recordaba su nombre, se llamaba Mikel Aguirre, estudiaba Informática de Sistemas y repartía pizzas para pagarse sus vicios, porque la beca era una miseria y el dinero que le pasaba su padre apenas cubría el alquiler del piso, que compartía con otros dos compañeros. Su último recuerdo, antes de ser consciente de estar en la más completa oscuridad, era que iba a entregar una pizza hawaiana grande en un edificio llamado BMC. Recordaba haber saludado a la recepcionista, una chica de grandes tetas y labios inyectados de colágeno, y haber entrado en el ascensor. Pero ¿qué sucedió después? ¿Acaso el elevador se había averiado, estrellándose contra el fondo del foso, y él ahora yacía muerto, despachurrado, entre los restos del accidente? No, debía estar vivo, o no estaría pensando… ¿o tal vez sí?
Frunció el ceño, pero no sintió cómo lo hacía. Gritó. Ni siquiera notó la vibración de su garganta, ni el movimiento de su lengua. ¿Qué le sucedía? ¿Y por qué estaba tan tranquilo? Debería estar preocupado, ¡y vaya si lo estaba! Sin embargo, nada parecía “ponerle nervioso”. No se le agitaba la respiración, ni le latían las sienes... Inspiró con todas sus fuerzas y luego soltó el aire. Angustiado se dio cuenta de que tampoco parecía respirar. Si no respiraba estaba muerto. Si estaba muerto, ¿cómo había sucedido? Y lo más importante, ¿dónde se encontraba? Era ateo practicante y lo del “más allá” le parecían cuentos de viejas, por lo que descartó la posibilidad de estar en el limbo, el purgatorio o como demonios le llamasen. 
Quiso ser optimista y se dijo que lo más seguro era que hubiese tenido un accidente con la moto, mientras regresaba a la pizzería y tal vez estaba en un quirófano siendo intervenido a vida o muerte. ¿O quizás se hallaba en el frigorífico de una sala de autopsias? Le invadió el miedo. ¿Y si no se percataban de que estaba vivo y le practicaban la autopsia? El terror se apoderó de él, aunque sin los síntomas físicos habituales en la gente aterrorizada, lo que empeoró su miedo hasta límites insospechados.
Nada cambió durante un tiempo, que fue incapaz de medir y le pareció una eternidad. Hasta que, sin previo aviso, hubo un destello de luz, acompañado de un sonido crepitante, como el ruido blanco que hay entre dos emisoras de radio. Al mismo tiempo comenzó a sentir un cosquilleo en todo el cuerpo, como si una corriente eléctrica de baja intensidad fluyese por su interior. Se sintió aliviado. Sentir algo le pareció buena señal. La visión se le fue enfocando hasta formar una imagen coherente. El sonido se convirtió en un zumbido y luego en ruido ambiente: crujidos, susurros, pitidos, pasos…
Le tranquilizó comprobar que no se encontraba en un quirófano ni en una sala de autopsias, sino en un laboratorio electrónico, en el que evolucionaban varias personas que vestían batas blancas. 
Dos hombres se colocaron frente a él. En el bolsillo superior de la bata del más próximo Mikel vio un logotipo con las siglas: “B.M.C.” y debajo: “Banco Mundial de Cerebros”. Entonces comprendió. 
—¿Qué me han hecho? ¿Dónde está mi cuerpo? —gritó y escuchó que sus palabras eran pronunciadas por un sintetizador de voz—. ¡Pero si yo sólo vine a entregar una pizza!
Los rostros que lo contemplaban rieron y sus carcajadas resonaron como un eco electrónico en el interior de Mikel. Su miedo se convirtió terror irracional y gritó con todas sus fuerzas. Alguien le desconectó el sonido. 

Culpable - Javier López


Mi madre murió al nacer yo. Eso marcó mi vida para siempre: nací siendo culpable.
Desde muy pequeño siempre tuve que escuchar la misma canción. Ha sido Juan, él lo rompió, él lo ha estropeado, era todo lo que pude oír durante mi vida infantil. Mi padre me odiaba, nunca lo decía pero estoy seguro de ello. Él no se daba cuenta de que yo no había matado a mi madre. Fue un accidente, y seguro que a mi me era tan necesaria como a él. Todos perdimos con aquella muerte.
De adolescente las cosas no fueron mejor. En lo estudios nunca fui bueno, aunque me esforzaba. Pero el hecho de que todos en clase me echaran la culpa de cualquier incidente, ponía a los profesores en mi contra. No valoraban mi trabajo. Me puntuaban en función de las acusaciones de los demás. Que alguien se reía en clase... "ha sido Juan", que alguien lanzaba una tiza a la profesora mientras estaba de vuelta en la pizarra... que alguien emitía un sonoro eructo... todos los dedos apuntaban hacia mi.
Terminé los estudios porque ya tenía edad para dejar el instituto. Pero en realidad no había acabado nada. Todo se conjuró para que fuera de esa manera. Todos se conjuraron para que nunca me graduara. Así que me tocaba trabajar. Pensar que podía ganar algo de dinero e independizarme parecía prometer un gran cambio en mi vida. No fue así.
Mi primer empleo fue como panadero. Me enseñaron a meter el pan en un horno eléctrico y programar el tiempo de cocción. Solo eso tenía que hacer, pero por alguna razón, un día el programador del horno se atascó y el horno siguió encendido. No me di cuenta, el pan se quemó y se produjo un pequeño incendio. Me despidieron.
Después todo iba saliendo igual. Fui mensajero, un tipo se cruzó en mi camino y provocó un accidente, aunque más tarde la policía me señalara como culpable y perdiera mi licencia de ciclomotor y mi empleo. Lo intenté de camarero, pero un cliente golpeó con el codo la bandeja que llevaba, derramándola sobre unas señoras muy bien vestidas. También trabajé como mozo de almacén en una farmacia. Desaparecieron algunos medicamentos y todo apuntaba hacia mí...
Tres años después de terminar el instituto, cuando ya nadie me contrataba y mi padre no me quería en su casa, tramé algo que me liberaría de aquél sentido de culpabilidad que tuve desde el mismo instante que vi la luz. Compré un arma, un arma automática capaz de realizar quince disparos en poco menos de veinte segundos. Durante un tiempo estuve internándome en el bosque y ensayando lo que sería mi venganza. Unas sandías robadas en un huerto cercano, hacían de cabezas. Al principio me resultó desagradable, pero pronto descubrí el placer que me daba ver esos guiñapos rojos que explotaban en chorros de líquido.
La única duda que me asaltaba era si volver al restaurante de las señoras bien vestidas, a la tahona incendiada o al instituto. Me decidí por lo último. Ya no estarían los alumnos ni quizá algunos profesores que conocí, pero esa cuestión carecía de importancia.

Me enteré de que había matado a ocho personas y herido a otras diez. La policía me detuvo allí mismo. No fui capaz de huir, me quedé sin apenas esconderme, aterrorizado, en el salón de actos, donde habían caído mis últimas víctimas.
Ahora sé que no hice bien. Lo sabía incluso antes. Pero si siento que me liberé, tomé venganza contra un mundo que me lo había negado todo desde que llegué a él. Y por fin, por una vez en mi vida, durante los 417 días que duró el proceso hasta que el tribunal me declaró culpable, he sido presuntamente inocente.

Tomado de http://meriendaenelparque.blogspot.com