domingo, 30 de septiembre de 2012

La mujer coleccionista de huesos - Lucrecia Milanesio


Su oficio era reparar todo lo que la batalla de la vida partía o magullaba.
Llegaba después que todo el mundo se había ido, muchos la confundían con un espectro, con la visión de que con ella venía la muerte.
La mujer no se inmutaba y avanzaba entre los caídos con su sonrisa. Sacaba su fuerza de lo más recóndito y cargaba con ellos, los incorporaba y acunaba en su seno.
Su paciencia extempórea sanaba carnes y huesos; lavaba heridas, las cosía y vendaba como artesana que era. Ante alguna circunstancia adversa, aciaga o indiferente de ella manaba el llanto que no era sonoro.
Muchos ni se daban cuenta del dolor que le provocaban...
Pocos se volvían al estar sanos a decirle gracias... ella permanecía callada cuando esto sucedía. Sólo colocaba su mano donde había ayudado a cicatrizar... y los observaba directamente a los ojos.
Desde el silencio, la mujer coleccionista de huesos sabía que tarde o temprano alguien se daría cuenta en esa mirada, de su eterno nudo en la garganta que ella era incapaz de sanar.

Acerca de la autora:
Lucrecia Milanesio


La forma de la nube – Héctor Ranea


Elvira, de niña, miraba extasiada el mar, las olas, el vuelo de la arena con el viento, hasta que vio las nubes y eso la perturbó, tanto que siguió mirándolas por décadas. En la adolescencia ella comentaba a quien quería oírla:
—Las nubes cambian de forma todo el tiempo.
—Frase muy estúpida, Elvira —contestaba quien quería oírla—. Todos sabemos eso. Es conocido. Hasta hay quienes intuyen formas familiares en las nubes.
—No me dejas explicarte. Decía que cambian de forma tal que, mirándolas suficiente tiempo, llegan a parecerse a personas que conoces o a animales que te fueron o son queridos.
—¡Eso no es posible! ¿Volviste a la droga, Elvira?
—No. No es droga, Quien quiera oírme, es la verdad. Estoy en condiciones de afirmar que ayer, luego de veintitrés horas de observación, vi en la nube a mi madre, que en paz descanse.
—Después de tantas horas es lógico que veas cualquier cosa, Elvira.
—Yo sé lo que digo. Y años atrás vi a mi tío Quizás.
—¿Quizás viste a tu tío? Estás con un problema.
—¿Cuánto te apuesto a que mañana veremos esa casa hecha con árboles petrificados que vimos años atrás en el Sur?
—Elvira, nunca estuvimos en el Sur juntos. Nunca.
—Sí; en una nube vi esa escena el miércoles pasado. Créeme.
—Si te creyera sería yo mismo un pájaro loco.
—Como los estentóreos horneros.
—¡Qué feo! Dos palabras de tres sílabas o más, con combinaciones de e y o.
—Pero es cierto. Los horneros son...
—¡Por favor, no lo digas más! ¡Otra vez y estallo! —clamó Quien quería oírla.
Y ella, sin percatarse, lo dijo
—... estentóreos.
Y Quien quería oírla se disipó en una explosión silenciosa en la nube, un cumulus humilis situado en la línea visual de donde vuelan las gaviotas en la tarde. Elvira se quedó sin interlocutor, pero no sola. Su hermano la miraba con ternura, aunque todavía era temprano para dibujarse en las nubes de buen tiempo.

Acerca el autor:  Héctor Ranea

viernes, 28 de septiembre de 2012

Serena - Raquel Barbieri


Serena vive sola en una casa que según la opinión ajena, le queda grande, pero que según el punto de vista de ella, está justa.
Esta mujer necesita inmensidad, amplitud, libertad de movimiento; no soporta sentirse limitada, cercada por paredes próximas una de la otra, aplastada por un techo bajo como de esos departamentos que parecen cajas de zapatos con un agujero llamado ventana.
Serena pinta, escribe, teje, lee, vive su vida sin ser perturbada por el mundo exterior. Su casa expele un aroma entremezclado de óleo para lienzos, perfume de jazmín, sándalo, y cera en pasta para lustrar los pisos de roble de Eslavonia. Es un sitio precioso, personal, logrado, en donde el estereotipo no tiene lugar.
Su casa es ella.
En su jardín de invierno cultiva orquídeas, todo está ordenado, impecable como ella, incólume como su espíritu. Nada la perturba, nada la conmueve ni la quita de su estado permanente de serenidad, de una serenidad más indiferente que proveniente de un dominio de su temperamento.
Serena escribe en su escritorio, usa una computadora de última generación, hace las compras a través de ella, alquila películas, paga sus cuentas, realiza toda transacción comercial y personal a través de este medio. Cualquiera pensaría que es un fenómeno de circo y que se esconde tras los muros, sordo ruido, para no ser vista, pero no. Es bonita y aparentemente normal. El caso es que no tolera la bajeza del mundo,  y no logra acercarse en forma física a aquellas personas que se parecen a ella, que bien podrían ser sus amigas, tal vez un amor. Entonces, sólo van quedando dos personas que visitan su casa y a las que no les resulta fácil penetrar en ella; una es su madre y la otra, una amiga paciente. Serena tiene siempre excusas para no recibir. Todo contacto personal la incomoda, la hace sentir que está perdiendo el tiempo, que mejor cada cual se quede en su casa y que no salga a desparramar sus miserias por el mundo. Quizás tenga una fobia; de hecho, ha estado investigándolo por Internet. Algo la convenció y ahora hará terapia on line con una psicóloga que cobra un ojo de la cara por treinta miserables minutos, pero con tal de no salir a la calle, Serena aceptará dicha terapia, pagará con el plástico pertinente y cuando se canse de escuchar, podrá apagar la máquina, dejando a quien sea del otro lado, sumido en la mayor de las oscuridades.


Tomado de Despertar de la Crisálida

Acerca de la autora: Raquel Barbieri

La vida en el mundo moderno acarrea problemas nuevos - Daniel Frini


—Y bien, amigo. Hábleme de su problema.
Miré al psicólogo, con una mueca entre curiosa e interrogativa.
—¡Vamos! ¡Anímese! —insistió él.
—¡Guau! —dije yo. ¿Y qué otra cosa podría decir? Soy un perro marca perro, más vale pequeño y sin ningún atributo especial. Tuve la suerte de ser sacado de la calle por una solterona que me crió como a su hijo. Baño diario, peluquería los viernes. Pullover y gorra en los días de invierno. Cuando mi dueña notó mi primer comportamiento raro, inmediatamente recurrió a la psicología canina. Y acá estoy.
—Ajá —dijo él.
—Aúaúaú. Iúiúiuu —lloré, bajando la cabeza, con mi mejor voz de caniche.
—Bueeeeno —dijo él.
—¡GUAGRFGUAGUAARFGAGUAU! —le grité en la cara, adoptando la postura de un dóberman.
—Y qué más —insistió él, sin inmutarse.
—Guuuuuáu —musité, con el aplomó inglés de un yorkshire.
—Bien. Bien —dijo él.
Sin hablar, lo ataqué como un rottweiller.
—¡Serapio! —me llamó mi ama. Solté al médico y me refugié a sus pies.
—¿Y, doctor? —dijo ella.
—Curioso, señora —dijo él, acomodándose la ropa y levantando sus anteojos del piso —su perro tiene personalidades múltiples.

El autor: Daniel Frini

Si el gato sale vivo – Héctor Ranea


El gato acomodó sus ojos a la poca luz que emitía la fuente radiactiva. Con eso bastaría. Midió cuáles serían las chances que tendría para salir vivo de esa. El veneno, por simple olfato, sabía que lo tenía cerca. Muy cerca, de hecho, del frasco con radio. Parecería que alguien le había jugado una mala pasada mientras dormía la siesta matutina frente al hogar. Ahora estaba en una encrucijada complicada. Si la radiactividad activaba la llave de apertura del frasco del veneno estaba perdido. No le bastaban las nueve vidas (de hecho, noches atrás había perdido dos al lograr una buena jornada con Diétricha, la gata de la vecina, pero ahí lo pescó Heidegger, el perro vulgar de los vecinos de atrás y zafó apenas, usando dos tarjetas rojas de muerte) por lo que moriría sin remedio. El amigo Wigna que le jugó esta mala pasada estaría afuera haciendo sus cuentas, tanto para probar y si lograba entender si el gato estaba muerto o vivo. Pero en la oscuridad, al gato encerrado en un dilema cuántico de mala perspectiva, lo que le interesaba era salir. Aunque esa fuente radiactiva, tan letal como seductora, le traía a la memoria una gatita que hacía tiempo había muerto.
—¡Gatita linda! —Se movió, pensando, por el recinto—. ¡Condenado el que me puso acá! —razonó. Ahora sólo me queda medir mis chances de salir vivo o salir muerto y que Mr. Wigna esté vivo porque la vida te da siempre chances de vivir, o que esté muerto, porque si yo me muero, Shrekdinguer le rompe el culo de pura bronca.
—Pensándolo bien —piensa el gato—, tal vez se lo rompa igual por el mero hecho haberme puesto acá adentro, lo que sí es seguro es que este Wigna me quiere poner a prueba y debe estar tratando de calcular si estoy vivo o si estoy muerto. Y yo estoy vivo, aunque con la condición de que el frasco radiactivo no mande una partícula alfa a la llave del veneno. A ver. Calculo —se dijo el gato—. Si me dejaran sólo con el veneno muero seguro. Pero si ese veneno se puede activar sólo con una partícula alfa, tengo un poco de chances. Lo cierto es que todavía estoy vivo y Wigna en este momento debe estar pensando que puedo estar muerto, también. ¡Qué raros, los hombres! Piensan que puedo estar muerto y vivo a la vez. Yo no puedo pensarme muerto. ¿Alguien sí puede? Supongo que los hombres pueden pensar en los muertos pensando, pero yo no. Tal vez pienso tanto como un ratón. ¡Esa botellita radiactiva, si la puedo alejar del veneno con mi pata, zafo! Por ahora, digo, estoy vivo. No sé por qué tengo que hacer cuentas. Si no puedo pensar estando muerto y estoy pensando, estoy vivo, ¡carajo, Wigna y la madre de todos tus parientes muertos!
Wigna, por su parte, afuera de la caja en la que encerró al gato de Shrekdinguer, sacó sus cuentas sobre cuál sería la situación del minino. Ya había pasado varias veces el tiempo en que deberían haberse emitido partículas alfa, que abrirían la llave del veneno.
Calculó que el gato estaría muerto. Abrió la caja y ¡oh, sorpresa! Ahí estaba él, se diría que hasta sonriente. Salió de la caja con solemnidad, con calma. Wigna lo miraba azorado. No podía creer lo que veía: ¿y el veneno, dónde estaba? El gato sabía dónde tenía el vial de veneno: estaba en sus verijas. Y así, el felino, ante una distracción de Wigna, se lo metió en la boca al físico y abrió la llave.
El gato pensó:
—¡Hacé la cuentita ahora, Wigna! ¡Hacela, dale!
Wigna no tuvo las chances a su favor y el veneno lo sacó de cualquier superposición cuántica posible.
Buitrix, el amigo de Wigna, sabía que los tenía al gato y a Wigna dentro de una gran caja, y por su lado trataba de hacer sus cuentas y, a decir verdad, las posibilidades de que el gato viviera eran más bien bajas, porque creía que un gato no haría colapsar las mediciones cuánticas aunque las evidencias en contrario parecían ser banales para el gato, que había hecho comer veneno a Wigna. El enredo cuántico era masivo para esa hora y Buitrix no salía del asombro de haber podido calcular un número aunque ese, tal vez, era tan falso como una moneda con la cara del gato de Shrekdinguer. Eso pensaba cuando un ruido metálico lo despertó sobresaltado de su letargo medidor. Era la moneda del centro forward de Deportivo Cubista, que elegía arco para su equipo. Eligió el lado que daba a la calle “Intendencia Muerto el Buitrix se acabó la paradoja”. Para Buitrix fue algo más que un balde de agua fría, honestamente hablando.


Sobre el autor: Héctor Ranea

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Viceversa – María Pía Danielsen


—¡Te voy a desnudar! ¡Esos trapos de colores son hojarasca, neblina con perfume a sal! —acusó enhiesta en sus sólidas estructuras.
—-¿Envidias mi vuelo? ¿Deseas mi infinitud? —replicó su interlocutora, mientras arrojaba sus prendas al fuego y se calzaba a la perfección la última proclama ambiental del novísimo congreso internacional del medio ambiente.
—Me asqueas, deberías desaparecer, nadie te necesita.
—¿Crees eso? La humanidad me adora. Me encuentran en el sentido de la vida, en los huecos vacíos que completo, en las respuestas a las preguntas ciegas, en los recuerdos más vívidos y en la justificación de las acciones equivocadas.
—No habitas el alma de los humanos, entras y la corrompes. ¡Te desprecio tanto!
—No deberías hacerlo —respondió mientras bailaba con el arte, los sueños, el análisis, la democracia, el amor. —Eres fría, por tanto no cobijas ni empalagas. Un páramo al que también doy vida e identidad. Me provoca risa tu inmovilidad y el orgullo que acarreas. ¿Alguna vez pensaste que soy absoluta? ¿Y que aun puedo llevar en mi vientre partes tuyas? ¿Qué sin mi te evaporas bajo el fuego del instinto? No reniegues, eres mi hermana, mi viceversa, el anverso y el reverso, unidas siempre la Mentira y la Verdad.

Tomado de: El hueco detrás de las palabras
La autora: María Pía Danielsen

La torre – Armando Azeglio


Vivir en una torre de marfil no dejaba de ser algo placentero, algo estrafalario, algo perfecto. No existía otro propósito que el propósito es sí mismo. Que la canción autoindulgente, que el momento justo, o la antífona perfecta. Sin embargo un sentimiento áspero (que en primera instancia fue como una endeble insinuación) comenzó a apoderarse de su atalaya. Al principio fue la nostalgia de las glorias pasadas. Luego los laureles del honor perdido. Más tarde el porcentaje del lucro cesante, la sed de venganza y (al final) un virulento anhelo por la destrucción del otro. Una pérfida oscuridad envolvía su corazón cual manto. Un día se encontró en cuatro patas, balbuceando en una lengua que desconocía y en medio de las propias excrecencias. La temperatura descendió. Algo, que dijo ser un ángel del Señor, se presentó. Él atinó a pedir una cosa ininteligible, el ser asintió. Entonces asistimos al rodamiento de su cabeza.

Acerca del autor:

Ave Fénix - Maru Alzugaray & Sergio Gaut vel Hartman


Entrar en ese lugar desprovisto de algún sueño era sumamente peligroso. Lo pensó varias veces antes de decidirse a atravesar el umbral de la puerta que siempre estaba abierta. ¿El pie derecho o el izquierdo? El izquierdo estaba más próximo al escaloncito y preparado para subirlo. El derecho, un poco más atrás, se resistía. Bastaría con cambiar la posición, retroceder, poner los pies a la misma altura, cerrar los ojos y dejar que la voluntad decidiera. Estupideces, pensó. Sabía que no importaba el pie, que lo fundamental era que no había traído ningún sueño y que las excusas no se aceptaban. Tampoco tenía ninguna. ¿Cómo explicar que ya los sueños no habitaban su mundo, que lo habían abandonado y que él había permitido que lo dejaran? Sin embargo, se aferraba a la esperanza. Aún creía en los milagros. Pero claro, ese era su sueño. ¿Cómo no se había dado cuenta?
No supo cuando pasó del otro lado, pero de alguna manera, obedeciendo a un impulso ajeno a su voluntad, había pasado. Entonces volvió el terror, y ahora no era un terror intelectual, especulativo, el que nacía de la conjetura montada en algo que le habían dicho, que entrar en ese lugar desprovisto de algún sueño era sumamente peligroso. Sin embargo, estaba adentro, inmerso, sumido, enterrado. Ya no era cuestión de determinar qué pie iba primero y cuál después; ahora tenía que enfrentar la incertidumbre sin recursos, sin las armas adecuadas. Y lo peor de todo era que los sueños de los otros pululaban, se movían como serpientes erguidas, como babosas de cuatro dimensiones, como los zombies de esas películas que siempre se había negado a ver.
—No te preocupes —dijo una voz rugosa, llena de nudos—. Es un mito que haya que entrar a este lugar provisto de algún sueño.
—¿No? —Sin poder determinar de dónde salía la voz, aún obnubilado, hizo la pregunta y avanzó por un pasillo apenas iluminado. A los costados se movían formas sinuosas y lánguidas, y una cierta cantidad de tubos quebrados rodaban por una rampa interminable.
—No. Esto es un supermercado de los sueños. Aquí se venden los materiales para construirlos. ¿Te queda claro?
—¿Un supermercado? ¿Y con qué voy a pagar?
—Tu vida —rió la voz— es una tarjeta de crédito, amigo. La Empresa dispone de toda la eternidad para cobrarte.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Vendedor – Daniel Diez Crespo


Vendía zapatos con una piedra minúscula al fondo de las suelas que, al sexto paso, dolía como un pellizco horrible al comprador. Lo hacía con minucia, maldad y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez abajo. Vendía calzones que no eran calzoncillos con una minúscula mancha de heces en el trasero porque él, las noches previas a la venta, los había utilizado sin pudor. Lo hacía adrede, con intención y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez de abajo. Vendía calcetines con un roto diminuto a la altura de los dedos gordos del pie, que al primer lavado se descosía hasta poder mirar a través de él. Lo hacía en su mecedora, tranquilo, con unas tijeras afiladas y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez de abajo. Vendía relojes de pulsera de goma negra digitales de un solo color que perdía cinco minutos de su hora exacta cada día. Lo hacía con maestría desatornillando la tapa de metal y ralentizando el mecanismo con gesto maquiavélico y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez de abajo. Vendía imperfecciones en la esquina de la calle Rota, junto a la Gran Vía de la Mentira, porque aquella noche no sonó el reloj en el campanario, ni sonrió cuando ella le rompió el brillo de los ojos con un beso en la mejilla y le susurró sin decir adiós, “nada es para siempre”.

Tomado del blog: El País de la Gominola
Acerca del autor: Daniel Diez Crespo

Error de navegantes – Héctor Ranea


—¿Te parece que escribir algo sobre la napia de Tartini puede generar entusiasmo en los lectores?
—Decime vos; sos el editor.
—¡Qué sé yo! ¿Y qué escribirías?
—No sé, que tenía la nariz en gancho. En la estatua que hay en su pueblo de nacimiento, Pirán, ahora en Eslovenia, pero él era veneciano ¿viste? Ahí apenas se nota, pero no una paloma, sino una golondrina, aprovechó el hueco para acolchonarlo con su saliva. Parece moco.
—¡Puaj! ¿Vas a escribir eso? ¡Estás con la nuca limada! ¿Desde cuándo las golondrinas tienen saliva?
—¡Menos mal que tu asco no es por los mocos! Por un momento me preocupé. Las golondrinas sí tienen saliva...
—Con los años que debe tener el estatua ahí a la intemperie es natural lo de los mocos.
—¿Vos sabés que el bronce no tiene moco? —preguntó el escritor con una mezcla de sorpresa, incredulidad y molestia anticipada por la vergüenza ajena que sentiría al recibir la respuesta.
—¡Desde luego! —sabemos todo sobre los estatuas.
—Las...
—¿Las qué?
—Estatuas.
—Sí; eso dije. Los estatuas; esos extraterrestres.
—¿Cómo que extraterrestres, te volviste loco de remate? ¿Qué tenía tu café?
—¿Cómo que extraterrestres? ¿Y esto qué es? ¿Qué planeta...? —una mueca de horror se dibujó en el rostro del editor.
—¡La Tierra, boludo! ¿Qué te pasa?
—¿Cómo la Tierra? ¿No es Ganímedes?
…....................
—Y ahí nomás —dijo el escritor a un oficial de policía—, sacó una especie de celular, dijo algo en una lengua extraña, aparentemente muy enojado, y desapareció. ¿Habrá ido, nomás, a Ganímedes, oficial?
El policía se lo llevó detenido. Ya estaba harto de oír las mismas estupideces. La Comisaría estaba llena de tilingos que decían lo mismo sobre el tal Ganímedes.

Acerca del autor: Héctor Ranea

La nena diabólica – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


La nena era diabólica, obvio, su padre era el mismísimo diablo. Pero lo de vomitar verde lo hacía por fastidiar más que por maldad. Cuando quería ejercer su vileza, quemaba edificios con solo mirarlos o empujaba gente debajo de los automóviles. Divertirse era otro asunto. Ahí se sonaba la nariz con los vestidos de las viejas o se pintaba unos bigotes Hitler. Se hizo famosa en poco tiempo y creció, dominando una ciudad que le temía. A los quince años, se enamoró de un chico alto y trigueño, de bigote y barba largos, el cual le correspondió pues la Nena Diabólica (salvo por sus toscos cuernitos) era bonita. Él le propuso que se casaran y esta aceptó. El día de la boda el novio le confesó que en realidad era hijo de Dios. Esto inquietó mucho a la diablesa pues se percató de que su alma había sido llevada hacia otros lares sin siquiera advertirlo. Sin embargo, por amor, decidió seguir adelante y cambiar de vida. Su padre la desheredó y ya no quiso saber nada de ella. Esto no la deprimió; Dios ya la había acogido como hija para enseñarle un mundo diferente, con otro tipo de maldades.

Acerca de los autores: Alejandro Bentivoglio y Carlos Enrique Saldivar

sábado, 22 de septiembre de 2012

Manos – Miguel Aguilera


"Su suavidad venía 
volando sobre el tiempo,
 sobre el mar, sobre el humo, 
sobre la primavera,
 y cuando tú pusiste 
tus manos en mi pecho, 
reconocí estas alas de paloma dorada,
 reconocí esa greda 
y ese color de trigo." 
Pablo Neruda


Entre esos seres invisibles que cualquiera cruza a diario en las calles siempre hay uno más invisible que otro. Con una invisibilidad tan invisible que ni él mismo es capaz de percatarse de cuán invisible se ha vuelto. Cierto día encontré a alguien así. Yo iba hacia el sur, él hacia el norte. Me quité el sombrero, y saludé cortésmente. Él hizo lo mismo, sólo que inmediatamente se detuvo.
—Buenos días, caballero —dijo él.
Yo asentí con mi cabeza.
—¿Puedo comentarle algo, algo que me urge comentarle a alguien?
Volví a asentir, pues una necesidad tan imperiosa no debe censurársele a nadie.
—Verá usted, señor, el tema son mis manos.
Entonces las extiende, y yo las observo.
—Mis manos son transparentes, así, como los focos, como las lamparitas de luz.
Y me sorprendo, y abro la boca, y muevo mi lengua, y pregunto:
—Y eso que se ve ahí, eso… ¿qué es?
—Esos filamentos son mi sangre, señor.
Entonces enmudezco.
—Y la luz, ¿sabe que es la luz, señor?
Niego con mi cabeza. Estoy muy aturdido.
—La luz es mi luz interior, que fluye agitadamente por mis venas, recorre todo mi cuerpo y se muestra en mis manos. Cuando toco a alguien mi luz se aviva o se opaca, es todo cuestión de energía. Sin embargo, lo que me pone feliz es que mi propia luz está siempre intacta.


Tomado del blog: El errante
Acerca del autor: Miguel Aguilera

El pacto - Ada Inés Lerner


Siempre pensé escribir algo sobre un pacto que me hubiera gustado hacer con el Diablo. Creía haber leído todas las historias sobre el tema en forma de novela, cuento, relato que se conocen. Claro que en cada relato el hombre o mujer ¿víctima? que pactaba con Mefistófeles deseaba algo en particular. Ya conocemos los clásicos: el conocimiento, la juventud, la belleza, la fortuna, el poder. Y luego todos sus derivados que sería largo de enumerar. En cambio yo siempre deseé lo mismo: trascender y me imaginé que era un pedido sencillo y lograría la promesa del diablo. Estoy conciente de que a partir de ese momento el alma está perdida. Por eso esperaba no pactar por una obra literaria, sino por la grandeza de toda mi obra. El pacto, en realidad, seduce al Diablo porque eso lo halaga. Se le está reconociendo identidad. Algunos dudamos de que Dios existe. Sin embargo nadie duda de que el Mal exista. Lo llevamos dentro nuestro. ¿Cómo negarlo? Hasta la Santa Madre Iglesia nos llama “pecadores” reconociendo nuestro status. Para el Diablo es esencial que reconozcamos que hicimos EL PACTO… Y hay algo más, nos prometen el infierno cuando el infierno ya existe: es aquí y ahora, esta vida plena de dudas, de dolor, de desafíos imposibles de aceptar o vetar, elegir o no, ni siquiera el amor nos salva porque, dicen, también es pecado.

Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

Claro de Tierra - Esteban Bellotto


“Tal tempestad es lo que llamamos progreso”

Work abrió la pesada puerta de hierro y comenzó a correr. Cualquiera que haya visto a un hombre correr en su vida, se daría cuenta muy fácilmente de que Work nunca se había movido tanto. Iba rebotando contra las paredes, entre apoyando su cuerpo agotado, escaso de fuerzas, y tomando impulso para seguir adelante. Sabía que lo estaban siguiendo; pero, si lo agarraban o no, ya no tenía importancia. Él estaba condenado, desde el día en que llegó a ese lugar lo supo.
Mientras seguía corriendo y se golpeaba con los muros, lisos y pálidos, recordó el día en el que lo llevaron allí. Los blancos y suaves brazos que lo cuidaron y lo alimentaron, el único contacto que tuvo con algo que no fuera él mismo durante sus primeros años, un día desaparecieron: cerró sus ojos y despertó allí, con los otros. Los otros que como él, parecían haber salido del mismo lugar, tan absortos, tan sorprendidos, tan desubicados. Work nunca dijo nada, no debía, no podía. Ellos sí hablaban, y su nombre era lo único que decían.
Al principio, cuando era chico, cuando estaba solo, ellos lo nombraban todo el tiempo; pero cuando pasó con el resto, con los otros, se dio cuenta de que algo no era como el creía: o todos se llamaban de la misma manera o había algo que realmente no comprendía; le era obvio que no eran todos iguales, no porque él supiera como era él mismo, sino porque los veía distintos a los otros, un otro distinto al otro, así que talvez, pensó, su nombre no era su nombre, quizá fuera algo más que eso. Él sentía que los otros pensaban igual, pero nunca lo dijeron, ni él lo hizo. Los otros no hablaban, era algo que tenían en común con Work, ni él ni los otros hablaban. Cada vez que quería articular algún sonido parecido al que hacían ellos, lo único que sentía en su garganta, lo único que salía de su boca era un tenue y vergonzoso murmullo. Y enseguida la reprimenda de ellos, por no estar haciendo lo que debía.
Entre el polvo, el barro y la oscuridad en la que vivían sumergidos casi todo el tiempo, él no veía grandes diferencias entre los otros. Sin embargo, ellos si eran distintos, a simple vista eran diferentes entre ellos, siempre hablaban, siempre estaban rodeados de luz. Siempre hablaban.
Work escuchó voces detrás de él, ellos estaban siguiéndolo y se le acercaban; apuró su paso, cada vez se le hacía más difícil moverse. Veía, ahora, claramente lo que era. Encontró en su camino a otro, parecido a los otros con los que había estado antes. No se asustó, aun cuando el otro se acercaba de la misma manera en que él se le acercaba, tan rápido, tan lento. Llegó a solo unos pasos del otro, lo vio bajo la blanca luz que lastimaba sus ojos, que los quemaba, que quemaba su piel. Alzó su brazo, abrió su mano y estiró sus dedos y comprendió que ese otro, no era otro más que él mismo. Tocó con la punta de sus dedos la fría pared en la que él estaba y se miro la mano, el brazo, se vio por primera vez el rostro y no comprendió lo que veía.
Work escuchó los pasos detrás de él, cada vez más cerca, los sentía ya sobre él, tocándole la espalda, golpeándolo como lo hacían casi todo el tiempo, mientras le hablaban y lo nombraban. Corrió, siguió camino por el pasillo y no se cruzó más a sí mismo, la incomprensión de lo que era, de lo que había visto, le hacía sentir que no quería volver a verse, ni él ni a los otros, nunca más.
Llegó a otra puerta y la abrió, entró al pequeño cuarto y la cerró rápidamente. Cerró sus ojos y apoyó su espalda sobre la puerta, fría, como las demás puertas, como los muros, como todo lo que lo rodeaba.
Abrió sus ojos y vio algo que nunca había visto, estos últimos minutos de su vida habían sido tan perturbadoramente sorprendentes, había vivido en estos minutos lo que sentía, no había vivido en toda su vida. Vio la nada y la luz, mezcladas en un mismo horizonte. Vio el frío gris, del que sentía, había salido, pero ahora de otra forma, distante, fuera de su alcance. Y la vio.
El blanco que ya conocía, pero el verde, el azul y tantos otros colores que nunca había visto en su vida, tan hermosa, tan enorme, tan frágil, allí colgada de la nada, frente a él, frente a todo. Bajó la mirada y el gris le causó repulsión, sintió el asco en su estómago, en su boca, en todo su ser, no lo podía ver.
Subió la mirada y la volvió a ver, tan hermosa, tan preciosamente magnífica.
Los escuchó a ellos, abriendo la puerta detrás de él, pero seguía viéndola, su mirada, su mente, su ser estaban enfocados en ella, solo en ella, no podía concebir otra cosa que acercarse a ella, tocarla. Mientras que los sentía detrás de él, mientras la veía frente a todo lo que había, abrió la puerta.
El silencio y la nada invadieron la pequeña habitación y ellos se callaron, finalmente se callaron. Sintió que todo lo que había sucedido antes ya no estaba, que solo ella estaba. Esa cosa, colgada de la nada, tan luminosa, fue lo último que vio, lo último que sintió.

Acerca del autor:
Esteban Bellotto

La santa gomina y los perseguidores de la inquisición ultramoderna – Héctor Ranea


En los últimos años, Edelmiro se ha ganado la vida escribiendo libros sobre las frases que recolecta en los lugares más insólitos. Uno de los tres más vendidos resultó ser el de frases de Hrabano Maurus, santo varón de Maguncia, a falta de otra nacionalidad. Las encontraba encriptadas en las propagandas de gomina Glostora, lo cual implicaba un trabajo de asombrosa tenacidad y laboriosidad enorme. Algunas de esas frases eran crípticas como: "Ahora que cada sayo avance en su zapallo y cada escoloprenda que aprenda". Otras eran más definidas, como: "Si el espíritu creador quiere venir, ¿para qué lo vas a llamar?", que es la frase que hizo famoso al libro porque de ahí nacieron los movimientos que buscaron eliminar a Edelmiro con la consigna: o Edelmiro la corta o se la cortamos nosotros.
Algún erudito pagado por dichas organizaciones fundamentalistas demostró que, de las cuatrocientas diecinueve frases recolectadas y comentadas por Edelmiro, más de treintaisiete y menos de cuarentaitres eran atribuibles al Pseudo Hrabano, pero la que fue la piedra de toque sobre la venida del espíritu creador no pudieron probarle que no fuera original.
El problema que enfrentaba Edelmiro era, fundamentalmente, que los avisos de Glostora estaban ya en lenguas romances o germánicas, no en latín, de modo que era difícil retrotraer la traducción al original. Muchos pensaban, en efecto, que la frase del comercial había sido traducida por ateos malévolos y que, no presentando el original, no debería considerársela del Santo, pero para otros era causal de juicio de desantificación y careo divino.
El despelote teológico de Edelmiro fue tal que llegó incluso a publicar un libro de relativización de las frases del Abad de Fulda, que fue peor que la enfermedad producida por el primero. Ya no sabía qué querían los fundamentalistas y trataba de hacer cualquier cosa con tal de que no le cocinaran el Pomerania dorado que le regalara la tía Elba en la primer Luna llena del año del eclipse doble. Porque lo tenían sentenciado al dulce Pommegranate, el can, y la sentencia era Urbi et Orbi.
Edelmiro enloqueció lo suficiente como para contraatacar con un libro con sentencias sabias de Santa Espaldar de Norcia, discípula de Pupillius de Hic encontradas en los contenedores de hojalata de mini galletitas Rhodesia de chocolate (una rareza que tuvo poca aceptación en el invierno de 1957).
De este libro casi no quedan ejemplares porque los compró todos la asociación de integristas y diferencialistas que lo perseguía. Aún así, ciertos seguidores de Edelmiro hemos memorizado algunas frases de la santa mujer a partir de un ejemplar que no ha podido ser, lamentablemente, contrastado con algún otro, que fuera encontrado en una biblioteca de Chacras de Montiego, al sur de Alververás.
Esas frases, sin embargo, se irán con nosotros a la tumba si esta persecución continúa.
De hecho, me han despojado, sólo por haber escrito sobre Edelmiro, de un magnífico ejemplar de Pincher azul, de una pareja de Blaupunktparrot que me había costado ingentes esfuerzos importar y, sin ir más lejos, de mi colección de clones en miniatura de santos de los tiempos anteriores a la gran peste.
Ellos tenían más memoria que yo y podrían haber recordado muchas más frases, y dónde quedaron escondidas, de escritores como Santa Gumersinda de Costalia, San Godofredo de Praga, Ilustrísimo Gang 'hren de Buratya Capital y otros que tenían acceso a los Bestiarios más avanzados. Ahora, esos clones es seguro que trabajan para los fundamentalistas.
Estamos fritos.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

jueves, 20 de septiembre de 2012

Emisiones lejanas - Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—No se aflijan —dijo el otorrinolaringólogo—. Es un tinnitus un poco fuerte. Algo normal en la mayoría de las personas. Tensión nerviosa, mala postura al dormir, por ejemplo; solo eso.
La mujer lo miraba no sin escepticismo. Calixto, su marido, un poco adormilado, asentía sin comprender todo lo que oía.
—Pero, doctor —insinuó la mujer en tono de queja—, yo escucho lo mismo que él.
—Mire, señora Elisa, pueden pasar tres cosas, o bien que usted también tenga tinnitus, cosa que yo diría que es lo más probable, o que usted se sugestione con otro sonido objetivo de los alrededores de su vivienda (recuerde que de noche se escuchan mejor ciertos ruidos lejanos) o que su marido tenga emisión acústica, un fenómeno raro pero bien estudiado. En todo caso, si usted insiste en que también lo escucha, los internaremos a los dos, los estudiaremos y procederemos a tratar este fenómeno.
—Será como usted dice; usted es el doctor —dijo Elisa, dando por terminada la visita.
La pareja se fue de la clínica. Calixto se dejaba llevar porque no dormía desde hacía tres noches, de modo que fueron directo a la casa. De día dormía gracias a los ruidos de la calle. De noche no, pero tampoco podía dormir Elisa. Ella, la fuerte de la familia, no necesitaba más que una leve siesta para estar a tono con sus obligaciones, pero los ruidos que salían de la oreja de su marido no la dejaban descansar en paz.
Apenas habían pasado dos horas de la medianoche cuando Elisa escuchó unas voces salir del cráneo de su marido. Eran voces amables, casi se diría afectuosas. La llamaban, aparentemente, rogándole que se uniera a ellas en la celebración de algo. Pero Elisa no entendía cómo podría unírseles.
Al día siguiente llamó a la clínica. El médico le sugirió que fuera a un neurólogo, porque podía ser epiléptica, cosa que ofendió a Elisa en grado sumo y juró no volver a ver a ese médico.
Esa noche las voces fueron perentorias en su petición. Entonces ella les habló.
—Díganme: ¿cómo podría ir con ustedes?
Se hizo un silencio que el extenuado Calixto aprovechó para dormir. Al rato Elisa despertó con las voces susurrándole otra vez sobre unírseles. Entonces ella hizo la pregunta nuevamente. Y nuevamente se hizo el silencio, esta vez por el resto de la noche.
Al día siguiente Calixto, gracias a las inesperadas suspensiones de su tinnitus, estaba de buen ánimo y hasta quería ir a trabajar, pero Elisa lo convenció de ir a otro especialista.
En el consultorio, y luego de realizarle una serie de exámenes, el médico dio el mismo veredicto que el anterior, pero esta vez Elisa le contó la experiencia con las voces. El médico, sorprendido, solo atinó a recomendar un neurólogo. Aunque por ahí dejó caer el nombre del efecto: emisión acústica.
—Puede que Calixto sufra de este raro síndrome pero de ninguna manera es posible que le hable, Elisa, lo siento pero eso no lo puedo creer. Solo puedo pensar en que usted se ha sugestionado con esta cuestión y en el duermevela cree hablar con esas voces.
—¿Y entonces por qué cree que esas voces se callan cuando les pregunto cómo debo hacer para reunirme con ellas? Calixto que no las escucha pero, como quedan pensativas, al menos puede dormir algo. —Calixto asintió.
El médico farfulló una serie de términos extraños y mencionó la palabra psicólogo, ante la cual, la irascible Elisa decidió irse con su marido y no volver nunca más a ese médico tampoco.
Entonces, en el diario, una noche, antes de ir a dormir, vio el aviso: “Escuchamos tu oído”, decía. Y daba el celular. Era el licenciado Keops, arqueoastrólogo sofitomista ergonoacústico (ASE). Pidieron turno para el primer día que llegara a la ciudad. Y fue a su casa y los encontró cansados ya de responder siempre con la misma pregunta para poder dormir. El ASE les preguntó si antes de escuchar esas voces habían tenido relaciones sexuales traumáticas o si habían tenido deseos de tenerlas al caer una estrella fugaz. Calixto, sonrojándose, dijo que sí. Eso enfureció a Elisa, no tanto porque él hubiera querido tener relaciones con otra, sino porque lo había ocultado con malicia.
Keops los dejó solos un rato.
—Podrías habérmelo dicho —protestó Elisa—. Nos hubiéramos ahorrado todo esto y habrías podido dormir mejor.
—Es que ni me di cuenta al pensarlo —respondió Calixto—. Fue ver la estrella y algo dentro de mí me obligó a pensar en eso, fue contra mi voluntad. Te lo juro.
—¿Entonces ahora estás poblado de esos pensamientos? ¿No los dejas salir?
—Tampoco puedo hacer nada. Es algo inevitable. No tengo idea de cómo los oís, pero nada puedo hacer.
Llamaron al ASE. Quiso escuchar el oído de Calixto y para eso debieron pasar todo el día respirando humos pestilentes que dejaron la ropa impregnada. Finalmente Calixto entró en un trance. Al cabo de unos minutos las voces se hicieron oír, transparentes, feéricas, invitando a ambos a unírseles en esa fiesta. Keops, más acostumbrado que Elisa a escuchar oídos ajenos, le describía los paisajes acústicos que reconstruía de lo que salía de la cabeza de su marido y entendió rápidamente que se trataba de sirenas que navegaban en la perilinfa de la cóclea. Lo que describía era tan subyugante que Elisa sucumbió al encanto del ASE, lo abrazó, se besaron; ya desnudos se recorrieron todos los canales, se metieron uno dentro del oído del otro y al final ambos escucharon las voces menos terrenales que jamás hubieran escuchado. Dejaron a Calixto seguir durmiendo mientras practicaron el exorcismo de sirenas durante varios días, al cabo de los cuales Calixto despertó con una sonrisa extraña y encontró a Elisa con la cara tan iluminada que quiso amarla ahí mismo. Keops, comprensivo, cobró lo acordado, les cerró delicadamente la puerta, tomó el bondi para el próximo pueblo y se llevó las sirenas en sus oídos. Las sumaría a sus voces internas.


Sobre los autores: 

Hechizo azaroso - José Luis Velarde


Los amantes fueron de brindis en brindis y de caricia en caricia hasta agotar tres o cuatro botellas de vino y diversos placeres hasta extraviar cualquier frase coherente.
La somnolencia pareció aniquilar sus fuerzas menguadas, pero no dejaron de beber mientras las bocas enrevesadas pronunciaban diálogos imposibles de traducir. Durante horas dijeron palabras más parecidas a un idioma extranjero o a un hechizo tan antiguo como la misma humanidad, pero a ellos no les importaba entenderse, aunque las frecuentes carcajadas parecían afirmar lo contrario.
El azar permitió a la mujer proferir un encantamiento poderoso y doble efecto justo cuando el amanecer iluminaba la habitación de los amantes.
El hombre no supo que se trataba de un hechizo destinado a sanar y devolver a la normalidad a la persona capaz de pronunciarlo; ella nunca se enteró de que las palabras recién dichas mandaban al infierno a cualquier otro que se encontrara a menos de un metro de distancia.
Cuando ella se descubrió sola apenas pudo suponer que el hombre se había ido por culpa de alguna frase hiriente escapada sin desearlo.
Desde entonces la mujer bebe con frecuencia y no para de hablar, aunque nadie le entienda.
Jura, a cualquiera que se le ponga enfrente, que mientras le alcancen las fuerzas seguirá emborrachándose cada vez que le sea posible, pues sabe que no es capaz de explicarse el abandono del único hombre que juró amarla para siempre.

Acerca del autor:
José Luis Velarde

La Laguna de Caronte - Ada Inés Lerner


Soñé radicarnos en el pueblo de una laguna volcánica: La laguna de Caronte. A esta altura de nuestra vida recuerdo nuestras fantasías. Y las llamo fantasías porque esperé un paraíso para la vejez y el hoy me recordó que Ulises y yo somos diferentes.
No puedo escaparme de mi misma, yo seguiré siendo yo y mis circunstancias dondequiera que vaya: en mi pequeño planeta lejano que esta noche brilla como una estrella, en la gran ciudad (donde presté servicios como enfermera hasta jubilarme) o en esta playa asomada a la gran laguna.
Sufrimos juntos la xenofobia general de los terrestres y nuestra existencia fue difícil. Trajimos algunos muebles, vajilla, la ropa que deberé adaptarla a este clima.

Penélope, está listo el mate. El que habla es mi marido. Debí incluir a Ulises en el detalle de mi equipaje, porque yo lo convencí de mudarnos aquí.
Se impone que a esta altura aclare como fueron nuestros primeros días. Al principio el pueblo nos miró de costado. Nos observaron e interrogaron mal disimulando su desconfianza. Desconfianza pueblerina que se traduce en una amabilidad forzada que se hace por demás evidente. Pensamos que no lo notarían, que mi baja estatura sería aceptada, vengo de un planeta pequeño, Caronte. El hecho que los alertó, el que los hizo sospechar, fue que ninguna mascota se me acercara ni a pedirme un hueso.

Un poco de tiempo y paciencia nos dijimos.
Ulises colocó en la entrada de la casa un cartelito primoroso, en madera tallada, que aún hoy dice: “Enfermera diplomada. Inyecciones. Presión. Cuido enfermos”. Y me senté a esperar. A esperar que mi profesión de toda la vida me introdujera en las casas de la gente como una bruja buena que alivia dolores del cuerpo y el alma.
En cuanto a Ulises, perdió el pelo pero no las mañas. Como había sido adiestrado, intentó infiltrarse en las organizaciones intermedias para desplegar su actividad de detective de entuertos. En la cooperativa de teléfonos, como socio usuario, tenía el derecho de participar en la comisión directiva. No lo aceptaron: luego advertimos que nuestras inocentes conversaciones telefónicas eran “pinchadas”.
Habíamos traído nuestro sistema de comunicación interestelar y todo estaba bien resguardado.
Se sucedieron algunas reuniones en casas donde se resucitaban a aquellos antiguos héroes dispuestos a inmolarse por la cosa pública. Todo se fue aquietando: aquellos vecinos que, empujados por Ulises, habían tomado la participación como un juego, alternativo al billar o la taba, empezaron a sentir que la guerra justa desatada por mi marido contra la malversación e impunidad no los motivaba y los involucraba a trabajar sin descanso y decidieron que no valía la pena perder la tranquilidad por unos cuantos pícaros.
“Son nuestros vecinos de siempre” era su filosofía y nos fueron retaceando su presencia. Ulises, terrestre y tozudo seguía detrás de sus ideas.
Esto nos aisló y también afectó mi actividad y no nos pasó desapercibido en los bolsillos. Y hacer frente ahora a este fracaso...
En este tiempo de ancianos, me quise despedir de Ulises pero él no lo aceptó y como se acostumbra en mi tierra juntos emprendimos el último viaje de los caronteses sumergiéndonos en la laguna.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

martes, 18 de septiembre de 2012

Mr. Burden enfrenta a Dr. Light – Héctor Ranea


Mr. Burden, sentado frente al espejo, trata de entender qué dice el Dr. Light dentro de él. No lo escucha demasiado bien. El vidrio parece demasiado grueso, pero por los gestos, comprende que Light está diciendo más o menos lo mismo que otras veces. Burden está bastante afiebrado por la inquietud que le generan sus palabras y actitudes. Está avergonzado de tener un médico analista como el Dr. Light, pero no puede hacer otra cosa.
Esta mañana, antes de enfrascarse en su oficina, salió a buscar alguien que pudiera ayudarlo para expulsar a Light de su casa. Sentado en el bar, en los clasificados encontró varios posibles profesionales. Empezó por una mujer que prometía limpiarlo de vestigios de vidas anteriores. Cuando fue al local donde atendía y la vio, se enamoró al instante. Era tan bella que nunca pensó que pudiera existir nadie así. Cuando le explicó su drama ella, con bastante soltura, aceptó acompañarlo a su casa, como si no tuviera otro paciente que atender. Eso sí. Cobró por adelantado una cantidad que, de aceptar el trabajo, le sería deducida de los honorarios. Llegaron algo tarde y Mr. Burden sabía que el Dr. Light no aparecería con luz artificial, pero le dio rienda suelta a su capacidad de convicción y la invitó a cenar algo liviano que preparó ahí nomás, abrieron un vino y en poco tiempo estaban liberados de ropas y cargo en la gran cama cibernética de Mr. Burden refocilándose a más no poder.
Ella no quiso quedarse para verlo al Dr. Light a la mañana aduciendo una incomprensible jaqueca. Cobró el resto del servicio y se marchó. Burden comprendió que no era la clase de profesional para lidiar con el intruso.
A la mañana siguiente salió sin entrar al baño pero Light se le apareció en el espejo del vestíbulo y le reprendió por la noche de lujuria innecesaria (siempre conjeturando qué querría decir, ya que no lo escuchaba). Esta vez, Burden salió casi corriendo prometiéndose que esa noche resolvería este drama patético.
En el diario encontró varios tipos diferentes de limpia casas. Había uno listo para entrar en acción y, en la interpretación de Burden, bien podría haber sido el correcto. Cuando llegó al domicilio que daba el aviso, encontró que el señor este vivía en medio de una laguna o ya no tenía oficina. Estaba compungido por haber elegido mal, cuando un pordiosero que estaba en un banco le dijo
—Me busca a mí. ¿Cierto que me busca a mí?
—¿Tiene usted título de limpiador de almas de muertos?
—No los necesito yo, no los necesita usted. ¿Acaso cree que alguien le daría un título para mi trabajo? ¡Por favor!
Sabiendo que el tipo tenía razón, depuso su desconfianza e inició el cuento de sus tristes aventuras. Cuando fue con el especialista a la casa, éste le propuso primero pasar a refocilarse en la cama, pero fue una torpeza porque lo hizo precisamente frente al espejo de la sala de estar. Al aparecer el Dr. Light, al limpia espíritus le flaqueó su propio espíritu y al huir no tuvo ni tiempo de tomar su valija con el equipo profesional de limpia fantasmas.
Burden trató de usarlo pero cada vez era peor porque, si bien algún daño ocasionaba al maldito mequetrefe, todo esto parecería por los gestos que hacía, se lo cobraría, lo cual hacía que la relación se tensara. Burden se decía que eso era lo que pasaba cuando contrataba a alguien chapucero por naturaleza.
Al día siguiente arremetió en su huída y logró salir sin verlo. Y al ir a leer el diario durante el desayuno, se encontró con que, cerca de ahí, en una iglesita bastante desconchada y con olor a humo, había un exorcista que, según la noticia, tiempo atrás resolviera un sonado hecho de posesión satánica.
Lo extraño del caso es que este exorcista era mujer o, por lo menos, transexual, ya que vivía en un convento. Lo cierto es que luego de entrevistarse con la superiora, Burden accedió a una entrevista con esta exorcista y ahí aprendió que la última vez había sido tan dura que se transformó en mujer para poder extraer los demonios y nunca más pudo volver a ser varón. Sacado eso, las habilidades y su voz varonil las tenía intactas.
Luego de tramitar los permisos y cumplir con el canon, Burden llevó la monja a su casa. Y ahí empezó el drama que nos convoca. Y no es fácil de contar.
Light fue convocado y salió como el demonio de las hemorroides de Burden, quien sintió el padecimiento en lo más parecido al alma que tienen los ateos. En medio de gritos de dolor la suora empezó con sus cuestiones que no podían ser entendidas por Burden por el calamitoso estado en que lo postraba su prolapso.
Cuando terminó de desatar las hemorroides de Burden, Light le recordó sus problemas pulmonares, puesto que apenas alcanzaba a lanzar mililitros de aire al buche para no morir. Light reía, aunque no se escuchaba todo la monserga que, había dicho la suora, sería en algún idioma bíblico incomprensible. Estaban en eso de sacar los demonios de Burden cuando ella comprendió que uno de esos era el que se había quedado con barba, testículos y otras características sexuales secundarias del exorcista que ella fue. Entonces su batallar comenzó a tomar dimensiones épicas. Tanto que por momentos se parecía Charlton Heston, por momentos Kirk Douglas, pasando por Victor Mature, Stewart Granger, Gregory Peck y otros personajes bíblicos de pacotilla, en tanto su voz seguía tronando, mientras las voces de Light en los momentos peores eran apenas unos susurros levemente electrizantes. Se podía ver que entablaron un diálogo tremendo, la hermanita exorcista y los demonios, que se parecía a una negociación.
En un instante, que a Burden le pareció eterno, todo se transformó en una nube amarilla como pedo de azufre y cayó al suelo inconsciente. Al despertar, ahí estaba él, el exorcista, pidiéndole un par de pantalones donde volver a poner sus nueces. Burden se acomodó como pudo y fue al vestidor.
Escuchó que el exorcista le decía, en tono poco sutil:
—Total, ya no los usará más, hermana Burden.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Judas - Fernando Andrés Puga


Lo digo susurrando, cerca de tu oído. Resonará más tiempo. Inevitablemente escucharás.
—Perdóname.
Y en el aire queda el tono algo afectado en que lo dije. Tú, de espaldas. No viste el movimiento de mis labios y entonces el mensaje es sólo ese susurro que, de tan calculado, consiguió parecer espontáneo.
Al darte vuelta veré tus lágrimas. Allí me zambulliré y alejaré de mis ojos tu mirada, abrazándote.
No quiero que me veas. No quiero que descubras en mi cara el gesto delator, ese tic inconsciente que te haga saber de mi falsía.
—Ay, mi amor. No hay nada que perdonar, ya está, ya pasó— y esa dulzura en tus dedos enrulando mi pelo.
Cuando recuerde el futuro que en aquel presente planeábamos juntos, volveré a acercarme a tu mirada separándote de mí a una distancia que permita el contacto.
Ahora no.
Ahora prefiero adormecerme sobre tu hombro húmedo y como esponja tibia y jabonosa resbalar hasta tu boca, apretarla con la mía, romperla con un beso de ternura que también es artificio, y seguir con vida después de haber bebido hasta tu último aliento.

Acerca del autor: Fernando Puga

Un día de pesca inolvidable – Eduardo Poggi


Hace muchos años, remontaba el río Pintos de la mano del abuelo, en La Cumbre, más allá de Cuchi Corral. Habíamos viajado en bicicleta.
Yo ponía miga de pan adentro de gruesas, viejas y pesadas botellas de sidra. Tapaba el pico con un corcho, las hundía en un recodo del río, y los peces entraban pero no podían salir por el embudo que formaba el culote cortado: una trampa creada por el ingenio del abuelo. Después, mamá freiría los alevinos empanados en harina.
El brazo del abuelo sobre mis hombros me arropó de cariño mientras observábamos a un alevín que no quería entrar por el culote.
Yo, atento a las enseñanzas del abuelo, oía el correr del agua y miraba un campo florecido de cosmos del otro lado del río.
Un martín pescador se posó en una rama suspendida sobre el agua. Miraba la botella, inclinaba su cabecita a un lado y a otro, como si supiera que le sería imposible capturar los alevinos atrapados por el vidrio.
Una brisa fría me pegó en la cara. Los pájaros y las mariposas volaron asustados.
Ahora, la ribera se cubrió de una espesa neblina que impedía ver la botella y el agua; solo aparecían las copas de los sauces y álamos asomando, figuras fantasmales marcando las márgenes del río.
—Volvamos abuelo —le dije, y su mano quiso aferrarse de mi hombro—. Ya tenemos suficientes pescaditos.
El abuelo, recostado sobre el pasto, mantenía una sonrisa que nunca olvidaré.


Acerca del autor:
Eduardo Poggi

sábado, 15 de septiembre de 2012

Monogamia - Fernando Puga


Ella no fue un camino recto; él tampoco.
No se entregaron sin antes orejear los naipes. Se tomaron su tiempo.
Ella tuvo que esquivar las espinas de él para que no le lastimaran las ansias. Él tuvo que aprender a demorarse en cada recodo y asomarse antes de saltar al vacío; comprobar a cada paso que hay agua en los meandros de ese cuerpo, que no están secos los ríos.
Valió la pena. Hubo a lo largo del viaje instantes tan sublimes que derribaron los barrotes del tiempo y quedaron suspendidos en la piel, aromándola de tibias melodías.
Hoy la viste con el manto que tejieron en todos estos años, le peina la blanca cabellera hasta desenredar cada mechón. La acomoda con cuidado, colorea su rostro. Apoya el oído en esa boca amada, escucha el último suspiro.
Vendrán a consolarlo los amigos; supondrán que está triste. Ellos no comprenden. No saben que seguirá jugando; que buscará en otras ese cuerpo hasta alcanzar el orgasmo perfecto, aquel que termina por convertirse en aire.

Acerca del autor:
Fernando Puga

A van Helsing lo que es de van Helsing – Héctor Ranea


Al abrir el ataúd de van Helsing salieron mosquitas blancas como de un paquete de espinacas. Muchas. Según el gordo Úcase fueron en números primos de bandadas numeradas según números primos fuertes. El petiso Flejes asegura que fueron números pares, que Úcase está simplemente atacado por la visión disminuida de los diabéticos o que tiene la lengua suelta de los cosacos. Cualesquiera de las condiciones lo anulaba al pobre de emitir opinión.
Mientras tanto, los insectos, porque de algún modo hay que llamarlos, se pusieron a dibujar en una alfombra color nuez clara con las patas enchastradas en miasmas cadavéricas. Del dibujo fue evidente que eran un conjunto de números primos y que van Helsing no había muerto, a pesar de la evidencia del cadáver.
Todo esto lo explicó bien el tuerto Fernandel Oblongo, que encontró viejos papiros del tiempo del avatar más conocido de Ñaupa, que relataban que los muertos que tenían la mosquita blanca estaban condenados a seguir viviendo.
A todo esto, van Helsing se preguntaba qué diferencia hubo entre morir hecho vampiro o como él lo había hecho, según los preceptos cristianos de la vida y de la muerte.
A lo que Fernandel le respondió:
—Monsieur, la diferencia es que si hubiera hecho la que quería el vampiro que hiciese, seguramente se habría divertido mucho más.
—¡Traigan el vampiro, entonces! —bramó el cadáver insepulto de van Helsing que, sin las moscas parecía una jalea de moco.
—Imposible, señor —le contestó esta vez el petiso Flejes—. Usted lo mató bien muerto, ¿recuerda?
Los insultos de van Helsing, mejor dicho de su cadáver no muerto, le pararon el corazón al gordo Úcase por un momento, despeinaron a Fernandel y casi lo liquidan al pobre Flejes.
—¡No mate al mensajero, maese! —gritó el sepulturero, aunque fue inútil. Las moscas son sordas.

Sobre el autor: Héctor Ranea


Una cita – Javier López


Una cita

El sol resultaba aún demasiado picante para sus oídos. Por eso llevaba tapones, lo cuál no lo liberaba del tacto ruidoso del tráfico ni del olor del vrooom vrooom de las motocicletas, que le parecía bastante insoportable.
Pero esa tarde nada importaba. Iba a encontrarse con Julia, la chica cuyos ojos tenían un aroma que era mezcla de todas las olas del mar, aderezadas con un si bemol menor, la tonalidad cuyo gusto era para él el más suave.
Ya faltaba poco para llegar. Habían quedado en el Palacio de Congresos, donde asistirían a una conferencia sobre algo cuyo nombre no conseguía recordar. Sacó su entrada para mirarlo: “Sinestesia y sinestésicos”. No tenía ni idea de qué era aquello. Pero ¿qué más daba? Iba a estar con Julia, la mujer de sus sueños, tan hermosa como el sabor de un rayo de luna iluminando el césped fresco de su jardín, tras la caída de la tarde.

Acerca del autor: Javier López

viernes, 14 de septiembre de 2012

El origen de las quimeras - Serafín Gimeno


Y Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, al hombre solo, con atributos y solo. ¿Qué hacía Adán en el Paraíso para matar el tiempo?, un lugar en el que todo era un revoltijo de animales, de pieles y carnes palpitantes. Pues dar uso a sus atributos, eso es lo que hacía. Una noche estrellada se ayuntó con una yegua; de ahí el centauro. Una tarde decorada con el romanticismo de una luz crepuscular se enrolló con un águila; de ahí la arpía. Un día caluroso, en el estanque, se lo hizo con una carpa; de ahí la sirena, obviamente.
Vio Dios que aquello no era bueno, que la Creación se le desmandaba. Para remediarlo, estableció fronteras interespecies con fuertes costos arancelarios; aunque de vez en cuando algunas bestias, nunca mejor dicho, se saltaban la aduana y surgían los híbridos. Solucionado lo más urgente, Dios decidió proporcionar una compañera a Adán por aquello de que “no es bueno que el hombre este solo”. Una vez hombres y mujeres empezaron a pulular por los restos del Paraíso, pues éste ya había sido demolido para dar paso a la especulación inmobiliaria, aconteció lo inesperado. Cambio de roles, disforia de género, mujeres que pasaban a ser hombres, hombres que pasaban a ser mujeres, híbridos de variada y estimulante naturaleza. Y ahí fue cuando Dios, vencido por la libertad de sus propias creaciones, optó por abandonar el terreno de juego.

La gesta apócrifa – Guillermo Vidal


Desde las entrañas se cuenta la historia que se tejió con el paisaje, para abrirle heridas como los surcos en la tierra seca, de la sangre y el sudor de los nombres que no figuran en los himnos pero estuvieron allí abonándola y gestando en su vientre. Pero nada en el bronce dice de ese desgaste y las marcas en la frente fueron borradas después en los retratos. En silencio quedaron como los huesos bajo las murallas, aquellos que se agotaron levantándolas, no se mencionan pero hasta el agua que sacamos de los pozos todavía hoy rezuma el gusto de la piel que se arrancaron. No necesitan de nuestros rezos, ellos ya contaron su historia. No torcieron los ríos, siguieron sus enredados cauces hasta quedar tendidos, mientras sembraban huellas y cansancio. Eso es lo que dicen las palabras borradas de los libros, lo que quedó afuera no son las rosas, son las manos lastimadas de cuando las espinas tenían savia.

Inmaduro - Fernando Andrés Puga


–¡Tomatelás, nene! Andate a tu cuarto y cerrá bien. ¿Okey? ¡Y pará de llorar de una vez, maricón!... ¿Qué estás esperando? ¡Dale! ¡Andate de una vez, querés!
No me fui. Me quedé detrás de la puerta cuidando de no hacer ruido. Del otro lado seguían los golpes.
Cuando el silencio llegó, entreabrí con cautela y me asomé.
Aquel hombre yacía boca abajo. Ella le había clavado un cuchillo en la garganta y la sangre fluía incontenible. De pie, lo veía morir sin perturbarse. Corrí y no me detuve hasta caer exhausto en el banco de una plaza. Me recogió una camioneta que tenía los vidrios polarizados. Lo recuerdo. No supe por dónde me llevaban.
Con el tiempo, lo que vi se tornó confuso; se mezcló con lo que creí haber visto, con lo que me dijeron que pasó, con imágenes de películas, con noticias policiales. Tal vez lo que aquí cuento no sea del todo cierto.
Ya no tengo ocho años, pero sigo sin entender. Dicen que me desmayo cuando veo sangre. Es posible. Será por eso que prefiero hacer mis trabajitos con un rifle y desde lejos. ¿O será porque tengo buena puntería?


Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

De terror – Héctor Ranea


El jefe de personal da ese famoso mal paso. Se desmorona el techo de su casa y cae a la cocina, se encharca un poco al pisar platos que tenía sucios y el fregadero tapado con inmundicias. Cuando se baja, en el suelo encuentra muchas gomas de mascar frutales que le pegan el pie izquierdo al piso y termina cayéndose de bruces y al hacerlo se traga una de esas sustancias con un gusto indefinido entre guanábana y chirimoya. Lentamente se levanta para ir al salón donde está su mujer con otro tipo, posiblemente desnuda, confiada en que nadie los encontrará en ese nidito de amor que han formado a sus espaldas, pero la encuentra mirando en la tele una vieja serie de Hitchcock, trabaja Steve McQueen, y Peter Lorre. No recuerda el final. Ella lo mira con un poco de asco. Es que él tiene toda la apariencia de haber caído del techo en la cocina. Y la mujer seguramente estaba muerta de miedo en esa escafandra que la separaba de la realidad, que era que el mundo se había venido abajo, que de jefe de personal ahora era limpiador de fregaderos y que el médico al lado había pasado a ser controlador de cataplasmas y que ella, así como se veía, tan tranquila mirando el Show de Hitchcock por la tele, de directora de la escuela había terminado en la calle. En la tele, sin un grito, Mc Queen, a tono con el día, estaba perdiendo un dedo meñique.

Sobre el autor: Héctor Ranea

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Crónica de una presentación inexistente - Sergio Astorga


Ayer de noche fue una fiesta de voces en silencio. Dan ganas de desenrollar la bufanda y ponerle en la nuca del lector los hechos simples bien planchados.
Uno a uno fueron llegando los espantos. Los cariños con sus dos caras se sentaron al fondo de la sala. Sala pequeña como la dicha, útil para que la cojera de la voz reverberara.
Emperifollada llegó la duda con sus quince años mal vividos. La abulia, como la tía Cristina, llegó desabrida con un vestido de satín. Rumiando sus vientos de tedio, en mangas groseras de camisa entró la presunción del brazo del bruto de Cesáreo. Cinco minutos antes del comienzo llegaron muchos bultos sin rostro que se acomodaron en las incómodas sillas que había para la época.
Amarillos como de infancia, numerosos asientos vacíos y un olor a nardo fino alargó el muslo del silencio.
Vestido de batalla y de esperanza guerrera empezó la lectura de poemas. Insepultas palabras fueron dichas y la uña desgarró el silencio. La garganta retornó a su innata certidumbre y una brutal delicadeza se quiso acercar a los oídos. El auditorio, jamás efímero perfil he visto tan de alba, seguía el hilo de la voz, y un animal de hombre se quebraba.
Temporal celebró su natalicio sin prólogos. Cincuenta y tres poemas fueron dichos sin descanso, los pechos se inflamaron y los semblantes no dieron noticia de fastidio, será por ser tan amor la no noticia, y si algo crujió en esa noche, fue el cráneo de los libros que ya eran.

Tomado del blog Antojos
Acerca del autor: Sergio Astorga

Ñorñoritos - Claudio G. del Castillo


Los Ñorñoritos del plutoide Makemake son criaturas muy peculiares. No hay extremidad, depresión o agujero de su cuerpo que no aprovechen en beneficio del lenguaje. La comunicación con ellos requiere, por tanto, un traductor competente, entrenado y que sepa tirar a jarana sus errores.
Tal vez por eso las delegaciones de intercambio cultural y los embajadores de buena voluntad del Imperio Unificado Terro-Joviano prefieran los traductores cubanos del Distrito Caribe, en la Tierra: los cubanos también están acostumbrados a expresarse con toda su anatomía. Aunque, hay que reconocerlo, la analogía ni se acerca a la realidad.
Y no es que la tarea de aprendizaje del idioma de los Ñorñoritos sea un imposible, pues la t la dominas en lo que demoras en darte una galleta, y la f sobacal es manejable en dos semanas por cualquiera con una oquedad corporal apta para crear un vacío –quizá en todo el Sistema Solar únicamente los Nanodinos de Titán sean incapaces de nada parecido–. La dificultad principal radica en la ñ explosiva anal.
Un ejemplo que ilustra mejor lo que digo se basa en lo ocurrido a un misionero belga que llegó a la aldea perdida de Ñáñara, con el objetivo de inculcar su credo a los salvajes de la región. El pobre anciano había estudiado el idioma a conciencia y además le asistía la ventaja de su incontinencia intestinal, por lo que la ñ le salía fluida y sin apenas acento.
Pero aun así afrontó problemas, que empezaron mucho antes de su llegada a la aldea.
El misionero, luego de un viaje sublumínico agotador desde su parroquia en Haumea, había arribado a la Terminal Aeroespacial de Forfullo, en Makemake, con un hambre voraz, pues la ternera sintética que le ofertaron en la lanzadera no fue de su agrado. De ahí que no podamos culparlo por la ingente cantidad de bocaditos de aguacate con que se regaló golosamente en el merendero de la Terminal.
Al llegar a la aldea ya sentía retortijones.
El líder espiritual de la tribu lo recibió con todos los honores, acompañado por su séquito de sacerdotes en pleno. Además de esto, una turba de curiosos los rodeó para enterarse de qué iba el asunto. Ya desde ese momento el anciano se perturbó, lo cual probablemente contribuyó a incrementar su nerviosismo y, con este, la intensidad de su revolución estomacal.
Aprovecho aquí para apuntar que un cubano habría comprendido a la perfección tanto alboroto por nada –los Ñorñoritos estaban aburridos de tratar con misioneros de Ío, Mercurio, etc–, lo que refuerza mi opinión de que para estas empresas los caribeños son invaluables.
El misionero belga traía consigo un discurso introductorio preparado con antelación. Conocía, por sus lecturas minuciosas del holodiario Tiempos Galácticos, que los Ñorñoritos eran criaturas muy religiosas y devotas. Hacer mención a la divinidad principal de su Libro Sagrado era obligatorio al inicio de cada conversación; incluso a pesar de que te dispusieras a soltarles una arenga sobre las bondades de Nuestro Señor Jesucristo y de su Santa Iglesia.
En vista de ello, y puesto que ya había acaparado la atención que necesitaba, nuestro misionero se secó el sudor de manos, cara y sobacos, carraspeó tímidamente con el ano y dijo:
–Vuestro Dios (aquí pronunció el nombre de la divinidad) bendiga a la aldea y sus habitantes.
Fueron sus primeras y últimas palabras.
Traducirlas al ñorñorí no vendría al caso. Valga aclarar que el nombre de la divinidad de los Ñorñoritos tiene más eñes que íes la palabra “dificilísimo”.
No iba el misionero belga por la mitad del parlamento cuando se desató la “cagástrofe”. Con decir que las t cachetales del resto de la oración las pronunciaron en su cara los Ñorñoritos, y que en su frenesí se abalanzaron sobre el pobre viejo y le mordieron hasta los follones.
Porque los Ñorñoritos de Makemake admiten que se te enrede el recto y digas lo que no es; incluso toleran estoicamente el “mal aliento” que queda flotando en el aire tras un discurso; pero que se defequen de esa manera tan ruidosa y colosal en el Ser Supremo que les dio la vida es más de lo que pueden soportar.

El autor: Claudio G. del Castillo

Ojos de luna – Miguel Aguilera


Volvía en colectivo después de un día de tanto trabajo, en donde las cosas no salían bien de por sí, desde la raíz. Jugaba con el boleto entre mis dedos. Analizaba los números, calculaba matemáticamente con ellos, hasta me sentí triste por saber que una vez más no había sacado capicúa.
Al llegar a una parada anterior a la mía veo descender a una mujer gorda, ya de edad, con dos niños. El resto del pasaje permanecía sentado, ensimismado en sus pensamientos, divagando por sus mundos personales sin prestarle atención a nada, solo a lo puntual y de su interés: sus propias vidas. La mujer al llegar al último escalón aflojó su rostro un tanto fatigado y me miró directamente a los ojos. Miraba con ojos de luna: grandes, luminosos, expresivos. Comprendí en un instante que deseaba ayuda. De un salto del asiento me dirigí hacia ella, tomé primero a uno de los niños en mi brazo derecho, luego le di la mano al otro. El chofer del colectivo pisaba el acelerador, se podía sentir el nerviosismo de sus pies sobre el pedal, la impaciencia de su sistema nervioso, al igual que el resto del pasaje zombi, en el aire. La mujer gorda descendió el último escalón y parada sobre el cordón de la vereda abrió sus brazos y me recibió al primer niño. Luego al otro. Y se quedó allí, mirándome.
En un movimiento brusco que me tomó desprevenido el colectivo arrancó y choqué contra una de las barandas para sujetarse. Logré sostenerme gracias a un señor, de calvicie prominente, que sentado justo al lado de la baranda puso su codo para que no cayese sobre él y lo clavó justo en mi torso, a la altura de mi riñón. Duele, pensé, pero solo fue un pensamiento. Mientras el colectivo aceleraba más y más pude observar a la mujer gorda aún parada sobre el cordón de la vereda con los dos niños tomados de cada mano. Sus ojos de luna parecían seguirme, tal como los lobos siguen a la luna en noches abiertas.
Volví a sentarme en el asiento, nadie me miraba, todos seguían mirando al frente o por las ventanillas, como si nada hubiera sucedido. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué el boleto. Miré los números y comprendí que eran números de suerte. Cerré el puño y dejé el billete presionado en la palma de la mano. De algún modo, inesperado, claro, yo había despertado, había logrado ver aquellos ojos de luna que nadie más a mi alrededor se había percatado, pude ver un poco más allá de la gran somnolencia que siempre nos mantiene aletargados, y ahí estaba, la vida, con una de sus señales, tan viva y resplandeciente, tan ignorada por todos, llamándome.

Tomado del blog "Las Colecciones del Literato"
El autor: Miguel Aguilera

lunes, 10 de septiembre de 2012

Lo que yo sé - Luciano Doti


“Aquí está por pasar algo extraordinario. Un hecho que cambiará el curso de la historia de manera radical. Se avecinan momentos trascendentes, llenos de acción, y lo que quede de todo esto, de nosotros, ya no será lo mismo. Durante miles de años hemos vivido ajenos al resto del universo, solos en un planeta bendecido por la fuerza creadora y, en ocasiones, protectora, pero vaya a saber uno ahora porqué capricho del destino es llegada la hora de enfrentarnos a otras circunstancias. ¡Ay!, si pudiéramos demorar más ese momento. Pero no, tal acontecimiento es inminente.”
¡Vaya revelación!, me digo a mí mismo, repasando mentalmente lo que cierto miembro de la resistencia me ha informado.
—¿Y Diana? —alcancé a preguntarle, antes de que desapareciera de mi vista.
—Diana es una de ellos, no te engañes por su apariencia. También lo es Lydia.
—¿Cómo? —pregunté, pero no obtuve respuesta; mi informante se había hecho humo.
¡De qué manera pueden dos mujeres hermosas pertenecer a esa especie!, continúo elucubrando.
El camuflaje es excelente. No sólo por lo símil humano, sino también por la belleza cautivamente que irradian. Resulta obvio que se han esmerado buscando un efecto de persuasión que les garantiza la sumisión de los humanos. ¡Y qué mejor arma que la atracción sexo—afectiva! Indudablemente conocen de sobra el funcionamiento hormonal de nuestro organismo. Pueden pasar por cualquier reina de belleza, como Verónica. Hablando de Vero, por allí anda ella, intentando acercarse a mí. Bajo otras circunstancias sería motivo de júbilo tener a esa chica, pero bajo las actuales, no. Me hallo yo totalmente entregado a la causa: salvar a la humanidad. Yo sé algo que la mayoría ignora; incluida Vero, pobrecita.
Esos malditos reptiles han venido aquí con el pretexto de un viaje intergaláctico para obtener materias primas, ofreciendo colaboración científica y amistad. Ocultando su rostro tras una máscara. ¿Por qué?
“Porque si nos hubieran mostrado su verdadero rostro al llegar los hubiéramos rechazado”, dicen los creyentes.
“Porque su verdadero rostro delataría su condición de predadores”, dicen los de la resistencia, a la cual yo estoy ahora afiliado.
Es que con toda la evidencia que hay en su contra, no cabe duda alguna.
Malditos reptiles. Pensar que en algún momento llegue a sentir simpatía por Diana, planteándome una suerte de elección entre ella o Verónica.
Lugarteniente obsecuente de un líder fascista. Exponente de una especie que quiere esclavizar a la mía, y almorzar a los más débiles.
Acabo de recibir un mail de la doctora. Dice que ya tiene listo el gamexane especial con el que podremos exterminarlos. Cuando bajen todos en masa, fumigaremos. Está todo listo: los pilotos y el polvo rojizo, el cual puede producir alguna clase de efecto colateral en personas con problemas respiratorios.
Verónica es asmática. Pobrecita Vero, tan frágil.
En cambio Diana parece tan radiante y segura de sí misma. Si se queda en la nave nodriza, tal vez sobreviva.
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