miércoles, 29 de febrero de 2012

Viajeros frustrados – Sergio Gaut vel Hartman & Héctor Ranea


—Pasé por Pergamino el lunes a eso de las 8 —explicó el licenciado Fagúndez—, pero no tenía la joya. Seguro que, cuando tenga la joya, no pasaré por Pergamino sino por Junín, me dije, ya que no vuelvo a viajar jamás por esta empresa de mierda, Sanjuan del Plata... Pésima la cena y peor el desayuno. Y Buses Sanjuan de la Sierra va por la 7, no por la 8.
—Estamos fritos —acotó el ingeniero Galiñanes.
—De todos modos —terció el doctor Menzeguetti—, guárdenle una joya a Miguelito, que el arcángel viene a Buenos Aires en cualquier momento, ya que nunca se sabe cuándo habrá una virgen a la que anunciarle un embarazo.
—Depende, doctor, eso siempre que los momentos no le viajen por Tandil, que como todos sabemos ni Pisa ni corta ni pincha.
—Usted me desconcierta, ingeniero. Esto de viajar por el tiempo pero no poder controlar el espacio es algo que me ayudaré a inventar si alguna vez me encuentro de nuevo en el viejo Automotor Pampa, ese que iba por De La Bienal, pasando por Audiencia Real, Amarillo, Diccionario en Tres Tomos y Laguna del Ahogado, para ir de Vicuña Mc Kenna a Laboulaye pasando por la Autopista que unirá Mendoza con Buenos Aires hacia el 2050.
—¡Ni que lo diga, doctor! Cada vez resulta más difícil conseguir los colectivos que hacían ese recorrido o lo harán, nunca se sabe.
—Ese recorrido o cualquier otro, licenciado, no se olvide.
—¿Y yo qué dije?
En ese preciso instante se abrió la puerta e ingresaron tres fornidos enfermeros munidos de sendos chalecos de fuerza.
—¿Esta es la casa del esquizofrénico Rabufetti?
—¡No! —exclamó al unísono el mentado—. Es al lado...
—Ah, bueno, disculpe.

Los escapularios fantásticos – Daniel Flores


Un cuaderno blanco sobre la mesa. Impecable.
Al abrirlo me pregunto adónde habrán quedado los años quietos, el estanque verosímil, el de la memoria, o todos los escapularios fantásticos que la imaginería del tiempo dispone arbitrariamente. Intento retratar esa quietud del espacio en unos renglones. Con esfuerzo, acaso prisionero de una elipsis, logro acercarme a algo parecido a una tormenta, que luego se desvanece. Aunque pronto resucita embravecida y me arrastra implacable. Allá está la mujer que yo quería, en el espacio irreal de un living paralelo, reemplazando a mi mujer, que ahora fuma y lee sin verme. Y allá los retazos de una camisa que rompió el amor de una luna de miel que tampoco fue la nuestra, y las copas que probamos con labios de otro sabor. Hay un zumbido con la grieta que se abre en ese mundo. La memoria se envanece en el dolor; es como un pozo de agua flotante, con ciclos de opresión y respiro. Y resuelvo, elijo, que tu cuerpo (el de mi mujer) no sea más que un espejismo de fuego que tiembla tan débil en el sillón, como una resonancia, una imagen acústica; acaso el humo que largas por la nariz sea el indicio de un gran acto. La señal de que ahora mismo podría reemplazarte, acaso destruirte, con un sortilegio de olvido.

lunes, 27 de febrero de 2012

La caverna - Néstor Darío Figueiras


La noche parecía materializarse. Semejaba una sustancia negra que lo rodeaba todo, que se adhería a todo; incluso parecía adherirse a la burbuja de Uzannur. Tres lunas amarillentas iluminaban la superficie pedregosa con un resplandor mortecino. Esa noche, Uzannur caía apaciblemente sobre las piedras de la superficie, dentro de una burbuja plástica que el viento transportaba a la deriva. A pesar de que él era el hombre designado por los dioses para destruir al terrible Draken, no podía conducir su burbuja protectora. Estaba librado al azar.
Luego de mecerse por horas, la burbuja se posó suavemente dentro de una caverna húmeda, plagada de estalactitas y estalagmitas agudas y blancuzcas. La burbuja se disolvió y Uzannur se dispuso a comenzar la búsqueda. Decidió explorar primeramente la caverna.
Gritó, para darse valor:
—¡Tras de ti voy, Draken! ¡Soy tu muerte! —Y blandió su espada.
Entonces el Draken cerró su bocaza, húmeda como una caverna; plagada de dientes agudos y blancuzcos como estalactitas y estalagmitas; dientes que se trabaron sólidamente brillando a la luz de las tres lunas…

El autor:
Néstor Darío Fugueiras

Pasaje – Carlos Enrique Saldivar


El planeta Tierra colapsó una mañana gris de la cual mantenemos sombríos recuerdos. Aún quedábamos numerosos seres humanos en el mundo, la décima parte de la humanidad había perecido; no obstante los que sobrevivimos nos íbamos pudriendo en vida a la velocidad de un grito. La esperanza había fenecido en pocos días.
Mi familia estaba muerta, mis amigos también; mi pena era grande, empero no duraría mucho porque un súbito milagro descendió sobre mi enferma y dolorida cabeza.
Eran cientos de naves en forma de esfera; la alegría nos invadió a mí y a muchos cuando éstas llegaron. A pesar de la inicial maravilla una sorpresa nos aguardaba.
El mensaje fue universal y telepático:
«Suban a las partes altas, las puertas de cada navío estelar se abrirán para ceder paso a las personas, de modo que puedan ser trasladadas al planeta Kor, en la galaxia Centauro, un lugar muy similar a la Tierra en suelo y atmósfera. Casi un paraíso tangible. Ahí podrán empezar una nueva civilización. Ya saben lo que han de traer con ustedes. Por favor, regocíjense, hermanos del universo. Confíen en nosotros».
Cuando llegué a una parte alta apareció frente a mis pies un puente luminoso y transparente por el cual procedí a avanzar, emocionado, hacia mi nuevo destino. La fila de gente era grande, aunque no tumultuosa. La mayoría se mostraba ávida por alcanzar las entrañas del divino transporte. ¿Acaso podrían transportarnos a todos? Aquella idea resultaba absurda, imposible. En definitiva no se llevarían con ellos ni a la veinteava parte de los supervivientes. ¿O tal vez la tecnología que manejaban era lo suficientemente poderosa como para lograrlo? No importaba, yo estaba muy cerca de verme a salvo.
Alcancé la entrada de la nave y atisbé a puertas una criatura azul de dos metros y cuatro brazos, calva, desnuda, de contextura similar a la de un gorila.
—Muéstreme su pasaje —me dijo con la mente.
—¿Pasaje? ¿Qué pasaje? —pregunté, consternado.
—La única manera de que usted pueda formar parte del gran viaje es teniendo un pasaje.
—¿Cuándo dieron aquel pasaje?
—Lo han dado desde siempre. Cada vez que un hombre sembró un árbol, limpió un bosque, protegió a otro ser vivo, humano o animal, combatió la contaminación en el planeta, ya sea en forma activa como intelectual, allí estaba uno de nosotros, camuflado entre ustedes, dispuesto a dar un pasaje como recompensa. El pasaje es hereditario, es redondo y pequeño como una moneda. Y nunca se pierde.
—Entiendo —manifesté, agachando la cabeza—. No tengo pasaje.
No tuvo que pedírmelo; cabizbajo, di media vuelta y, al igual que otros, regresé a la azotea del edificio. Luego descendí de él y me sumí en las calles oscuras.
Muchas veces en mi vida quise limpiar mi ciudad, contribuir a la lucha en contra de la contaminación ambiental. Pensé en reemplazar mi auto a petróleo por uno eléctrico. Planeé crear un parque, educar a los niños que vivían en mi barrio. Escribir un texto sobre el tema ecológico, por lo menos. Pero nunca hice nada al respecto, quizá por flojera o porque pensé que alguien más lo haría por mí. Tan solo tenía que luchar por mi distrito, no hacía falta desbordar esfuerzos por mi provincia, por mi país o por la inabarcable inmensidad de nuestro globo. Al conservar el pequeño lugar que habitaba, salvaba al mundo. Nunca lo hice. Ahora acepto resignado el final.
Muy pronto los armatostes llegados del cielo se llenarán. Muy pronto partirán hacia un lugar de ensueño. Y yo, junto a tantos otros, me quedaré en esta tierra moribunda, de aire venenoso, prácticamente irrespirable. Casi sin vida animal o vegetal. Pereceré junto a este planeta sombrío, yo, tonto culpable de su desdicha; y torpe culpable de la mía. Pero es muy tarde ya para quejarse. Demasiado tarde para llorar.

Lima, julio de 2010

Una hermosa mañana - Oscar Piolini


Idea de Martín Piolini

Caminaba depacio, no porque estuviese cansado sino porque la mañana era tan hermosa que yo quería hacer durar cada segundo.
De los pinares que rodeaban el camino arenoso emanaba un olor a resina joven que se entremezclaba con el dulzón de las retamas en flor.
Deliberadamente inspiré tan profundo como pude, necesitaba embriagarme de aquellos aromas, guardarlos por siempre para rememorarlos después, cada vez que quisiera. Los olores traen consigo la magia de transportarnos a situaciones vividas. A veces vienen de tan lejos…, tanto que me pregunto cuál de todos será el olor más antiguo que preservo en mi memoria.
De a ratos, como vigías ocultos, unos pájaros —vaya uno a saber cuáles— anunciaban mi presencia. Sus graznidos, invisibles y dispares, atravesaban la espesa vegetación. Debo reconocer que en un principio me aturdieron. Después de un tiempo noté un trinar más armonioso y delicado: empezaban a aceptarme. Yo jamás me detenía. A medida que avanzaba, crecía en mí la sensación de que dejaba atrás los problemas, que las angustias cotidianas ya no eran angustias. Andaba más liviano, sin equipaje, sin paraguas, sin recaudos, sin celular, sin apremios ni urgencias. Disfrutaba de mi paseo, disfrutaba de ese aire tibio y amable.
De golpe el rugir de unos motores a la distancia me hizo voltear. Una caravana de autos avanzaba lentamente, regulando la marcha. Un cortejo fúnebre. Pensé que era una pena morir un día tan agradable como ese.
En el auto que precedía la marcha, semioculto bajo las flores de las palmas y coronas, se destacaban unas fajas violetas.
Me aparté del camino, debía dejar paso al cortejo.
Cautivado por las letras doradas me detuve a leer las frases que alguien había armado cuidadosamente en esas fajas: “Te quiero, Papá”, “Te vamos a extrañar. Tus amigos”, “Tus compañeros”.
El segundo auto transportaba el féretro, y en el tercero se arracimaban unos pocos deudos. Dos o tres vehículos más completaban la caravana. Con cierto placer morboso me tenté de leer el nombre del difunto. No, me dije, no tiene sentido. ¿Para qué? ¿Qué me importa? Pero mi mirada desobediente se enfocó en el nombre y apellido que aquellas letras de plástico blanco —letras intercambiables, que habrían escrito ya otros cientos de nombres de otros muertos—, clavadas en el cartelito de felpa negro. Anunciaban a gritos la identidad del que ya no era. Del que iba ahí: en su última morada, un cajón de madera caoba.
Leí pero no leí. Quiero decir, leí pero no comprendí. Entonces quise leer de nuevo, buscando el caprichoso error humano, la complicidad de una letra mal acomodada o un acento que lo aclarase todo.
Como el cortejo seguía su marcha, debí correr hasta alcanzarlo. Y sólo llegué a vislimbrar algunas letras, las primeras sílabas de un nombre familiar, conocido, íntimo.
Me llamó la atención el último auto, un cupé Chevrolet ’78 gris plata… Es…, me dije: ¡es el auto de Fernando! No me había equivocado: las gruesas manos de mi voluminoso amigo se aferraban con furia al volante. Alcé la vista hasta su cara. Sí, era la cara de Fernando, pero distinta: el dolor le había contraído los rasgos, lo había vuelto viejo. Jamás lo habría imaginado en semejante actitud; sombrío, con su enorme cuerpo aovillado contra la ventanilla, su mirada perdida en la inmesidad de ese hermoso día de sol.
¿Quién sería el muerto? ¿Algún familiar de Fernando? Un amigo, no, pensé. Todos nuestros amigos eran por lo general en común. Me hubiese enterado. Fernando me habría avisado. En un acto reflejo, me palpé el bolsillo del jean buscando el celular para llamarlo, y volví a notar su ausencia.
¿Dónde habría dejado el telefono?
La caravana siguió por el serpenteante camino. A los pocos minutos la perdí de vista. Mañana o pasado lo llamaré a Fernando, me dije. Averiguaré qué tan cercano era el difunto. Por lo menos le voy a preguntar si necesita algo… Aunque no quería transformarme en esas personas que se acuerdan de los amigos sólo en los entierros.
Cuando llegué a casa, era de noche. Paula y las nenas ya dormían. Lamenté haber sido tan egoísta, llegar tan tarde. ¿Acaso había estado ocupado en algo importante? No. Entonces, ¿por qué no había llegado a tiempo para cenar con ellas? Hubiese querido comentarles mi paseo, los olores, mis sensaciones. Me sonreí en la penumbra de mi habitación, mientras observaba el cortorno del cuerpo de Julia, apenas cubierto por la sábana.
Me acosté sin hacer ruido, con tanta suavidad que Paula no notó mi presencia.
A la mañana siguiente, me desperté tarde. El sol inundaba la habitación, y Paula y las nenas ya se habían ido. Ni me habían despertado para desayunar. Eso me molestó un poco, sólo un poco.
Ya era casi mediodía, no llegaría a horario al trabajo, así que decidí no ir. En cambio me vestí y salí a dar una vuelta a pie. Caminé una hora aproximadamente. Al pasar frente a una librería, me detuve a examinar la vidriera, algo que jamás se me hubiera ocurrido. Los libros… me atarpaban, quería llevármelos todos, leerlos, estudiarlos, aprenderlos de memoria, aprhender su sabiduría... Me pregunté por qué siempre había aborrecido los libros. Caminé un par de pasos hasta la puerta. Y, ahí, pegado, descubrí un cartelito:

Vendedor se necesita

Decidido, entré.
Ese mismo día comencé mi nuevo trabajo, una nueva vida. Amigos nuevos, gustos diferentes. Con esperanza. Con ímpetu. Con pasión.
Ya pasaron tres años, creo.
Jamás volví a casa, a mi familia, a mis amigos de antes; apenas tengo algunos recuerdos, cada vez menos. Tampoco puedo rememorar con claridad a Paula, a las nenas. Todo se va desvaneciento como el confuso resabio de un sueño que, al despertar, parece realidad.
Pero es lógico que así sean las cosas.

El autor: Oscar Piolini

sábado, 25 de febrero de 2012

Pordiosero - María del Pilar Jorge


Apoyado contra una pared, callado, inmóvil, el pordiosero mira indiferente la noche solitaria. Sus manos se crispan, temblorosas, en los bolsillos. Los recuerdos le llegan como fogonazos débiles: gran parte de su vida quedó atrás. Para él ya pasó el tiempo de la risa fácil: ahora, solo tiene hambre, hambre y sed; pero los transeúntes lo ignoran, como si fuera un poste, un objeto, un trasto viejo que alguien abandonó en la esquina. Las monedas, en la lata, se ven opacas, deslucidas, escasas. Tanto como para no pensar, extiende una mano y poniendo su expresión más plañidera murmura por centésima vez “Unas moneditas po’ favó’, unas moneditas para la leche de mis hijos”. El papel cae sin ruido dentro de la lata: es un billete de cinco pesos. Lo saca y lo guarda con avidez en un bolsillo; y sigue agitando la lata, como una campanilla oxidada. Pronto, ya muy pronto va a tener la guita que le falta para ir hasta el kiosco de la esquina. Se le hace agua la boca de solo pensar en esa botella de birra que necesita para poder dormir con el estómago caliente, otra noche más.


Acerca de la autora:

Aguja - Fernando Andrés Puga


Siento un extraño dolor en el ojo. Palpita todo el tiempo. No puedo detener el latido. Acá arrumbada entre el heno aún siento la presión sufrida cuando aquel camello me atravesó.
Resistí cuanto pude pero no logré evitar que el tozudo animal lo consiguiera y una vez dilatada la estrecha abertura no hubo bestia que se privara de asomarse a ver qué había del otro lado. Todos lo hicieron: desde el más ágil de los caballos hasta el más pesado y torpe de los hipopótamos.
Hoy fue el colmo. Se acercó un hombre y estuvo calculando el diámetro, evaluando la rigidez del diminuto óvalo metálico. Dudaba. Por su aspecto parecía un hombre satisfecho; alguien sin necesidades acuciantes: Ropa de buena calidad, piel bronceada, bien alimentado… Supuse que en cualquier momento juntaría el coraje necesario y lo intentaría. La curiosidad termina por doblegar la voluntad del más reacio. Seguramente logrará trasponer el umbral que hay en mi ojo, teniendo en cuenta que hasta el más voluminoso paquidermo lo hizo.
Aunque no sé. Tal vez esa cadena dorada de grandes eslabones que cuelga de su cuello se enrede en mi extremo puntiagudo y se lo impida. Además ya me cansé de este juego, de tanto titubeo, así que preferí esconderme acá, en el pajar del establo. Si tiene tantas ganas de entrar en el reino de los cielos tendrá que encontrarme. No creo que le resulte tan fácil.

Mocorola Smart 9000 - Claudio G. del Castillo


& Fua-fuaaa, tini-nini-nininí, ¡hello, Moco!, kng-tss kng-tss kng-tss kng-tss... &
–¡Despierta, Evaristo! ¡Despierta!
Evaristo se incorporó en la cama y, sobreponiéndose a un dolor de cabeza que hacía que le rechinasen los dientes, preguntó:
–¿Eh? ¿Eh? ¿Qué pasa?
Desde una mesita su móvil inteligente de última generación, suplente desde la tarde anterior de un obsoleto iFon, le respondió:
–Tengo en línea a la pelirroja de anoche.
–¿Cristina?
–Cristina, Yulisandra, ¿qué más da? Mi opinión es que debes deshacerte de ella en el acto. No me gusta nada su tono de voz. Se me antoja una de esas chicas dominantes de las que es imposible escapar. Ayer fue discoteca, hoy te llama, la semana que viene te invitará a cenar y el día menos pensado… ¡kng-tss!, te verás con un anillo en el dedo y un dedo en el culo. Sí, Evaristo, se te meterá en casa, redecorará las paredes, gastará cientos en muebles, te obligará a limpiar el cuarto y del reciclaje de medias y calzoncillos, despídete.
–No exageres… teléfono; seguro olvidó algo. ¡Mira, mira, aquí está su tanga!
–¡Mira aquí está su tanga! ¡Mira aquí…! Oye, no te doy dos galletas porque soy del modelo 9000, que si fuera del 8500… ¿Sabes qué?, le diré a la tal Cristina que saliste para la empresa y me dejaste cargando. Tómate una Red Bull y, de paso, el día; aprovéchalo para sopesar mis argumentos. ¡Ah, y como vuelvas a apagarme durante el sexo tendremos unas palabras! Soy un móvil discreto. No se me ocurriría pasarte una llamada y nunca, ¡nunca!, usaría mi cámara sin tu consentimiento. Por cierto, mi nombre es Smartie.
¡Joder con el telefonillo! –pensó Evaristo–. Y yo creía que lo de “más listo que usted” era propaganda.

jueves, 23 de febrero de 2012

Juguemos otra vez - Fernando Puga


Vuelvo vencido a la casita de mis viejos…
Enrique Cadícamo

En casa de mamita hay un banco largo, algunos miembros de la familia lo llaman banqueta. Es un mueble que mandó a hacer especialmente cuando nos mudamos a la calle Potosí, allá por el ’66.
Ella quería un asiento pegado a la pared, de punta a punta, así ganaba espacio en el ambiente y podía colocar la mesa grande, la que esconde dos tablas adicionales que sirven para incluir más comensales si algún evento así lo requiere. El banco en cuestión permite ahorrar el lugar de los respaldos de las sillas; los que se sientan en él apoyan sus espaldas directamente en la pared.
Como lo mandó a hacer a medida, se puede decir que mamá lo diseñó. Tiene la altura standard para un asiento y de un extremo al otro, un mullido almohadón forrado en cuerina marrón recibe a quienes se sientan a la mesa.
Mamá siempre fue una mujer práctica. De ahí que el banco tenga espacio en la parte inferior para guardar objetos varios, principalmente relacionados con la cocina, aunque también se ordenan allí algunos juegos de mesa, ésos que nos reunían en la niñez cuando afuera llovía o hacía frío.
Por debajo del almohadón, se divide en tres partes exactamente iguales. La del centro está abierta y tiene un estante al medio. Las de los extremos tienen puertitas, cada una con su respectiva llave. En una de ellas mamá acomoda bebidas alcohólicas, las que no caben en el aparador del living; en la otra hay vasos de whisky y copas de diversos tamaños. En los estantes del centro es donde están los dados y el cubilete, los naipes, el estanciero, el ludomatic, el teg…
El banco tiene más de treinta años y varias veces hubo que repararlo; los niños no cuidan, patean, golpean… no se fijan. Primero fuimos nosotros, mis hermanos y yo, y luego nuestros respectivos hijos. Entre todos nos encargamos de descuajeringar una y otra vez el banco de mamá.
Cuando voy a visitarla suele ser mediodía. Ella me espera con un plato de comida y mucha charla. Prefiere que le avise, pero si no igual se las rebusca y nunca falta algo rico sobre la mesa. Conoce el arte culinario. En casa de mamá nunca se tira nada. Que sirve para el día siguiente, dice. –Voy a hacer unas croquetas, o un guiso, ¡van a ver qué sabroso!
Sentado contra la pared disfruto como el niño que fui y al terminar, el banco largo me recuesta sobre su almohadón de cuerina, me cierra por un rato los ojos y mientras en sueños orejea mis barajas, decide darme otra oportunidad.
Y me perdona.

Acerca del autor

Anoche - Juan José Tapia


Sabía que ya no podía echarse atrás, había llegado demasiado lejos para emprender el camino de regreso. No tenía muy claro qué le había empujado a actuar de un modo tan impulsivo, él que siempre había sido conocido como un fiel portador del aburrimiento donde quiera que fuese.
No, lo había prometido y lo cumpliría, bastantes historias habían oído ya acerca de otros que, como él, se habían aventurado a afrontar el reto que semejante tarea suponía, viéndose finalmente superados por las circunstancias, pasando a engrosar las filas de los fracasados. Ese no sería su caso, soportaría estoicamente el paso de las horas allí sentado, y no permitiría que el desasosiego de saberse rodeado por miles de tumbas hiciese mella en su férrea voluntad de salir victorioso de tan siniestro trance.
Su reloj señalaba que tan sólo dos horas le separaban del amanecer, una minucia comparada con las más de cuatro que había permanecido junto al mausoleo de la familia Quiñones. ¿Cómo le mirarían los chicos de la facultad en lo sucesivo, le seguirían viendo como a un ser inferior, o sabrían apreciar aquella absurda muestra de coraje?
De improviso un ruido vino a sacarle de sus pensamientos, recordándole los terrores que a punto habían estado de impedirle el salto de la verja. Un sudor frío acudió a su frente cuando percibió el sonido de unos pies que se arrastraban pesadamente, y que poco a poco se acercaban hasta su posición. Había visto suficientes películas de serie B para saber lo que aquello significaba. Presa del pánico sólo tuvo tiempo de descargar un golpe brutal sobre aquel ser, empleando para ello la linterna que le había acompañado entre los oscuros senderos del cementerio.
“Anoche fue brutalmente asesinado el cuidador del cementerio municipal. Al parecer, tenía la costumbre de comenzar su jornada temprano para evitar así los calores propios de esta época estival en nuestra ciudad. Nos amplía los detalles Amanda López”.

Acera del autor

El iceberg - Adriana Alarco de Zadra


En medio de una neblina tupida y rodeada de agua por todas partes, trato de enfrentarme a la cruda realidad: me estoy muriendo. El frío me hiela hasta los huesos, no siento la cara y el último pez que hubiera llenado el vacío que siento en el estómago, se me escapó de las manos entumecidas y volvió a caer al agua.
Una niebla húmeda, persistente, gris y muda que atenúa los sonidos y los sentidos, las visiones y los sabores, una soledad infinita, una tristeza sin fin, es todo lo que me rodea.
Al rato me refriego los ojos para quitar la escarcha que se acumula en las pestañas. Una pared alta y blanca, casi transparente se va acercando al bote o quizás yo me voy aproximando; aún no he decidido lo que está sucediendo realmente.
El olor a sal se hace más fuerte, el sabor del último erizo me rebrota a los labios, el sonido del viento vuelve a estallar en mis oídos. ¿Regreso al mundo o me estoy embriagando de delirios?
Por la pared resbala el agua a chorros, lo que es inconcebible. ¿Se está derritiendo una isla ante mis ojos? Sí sé que cierta parte del planeta está en época de deshielo, pero ¿tan rápidamente? Olas impetuosas me empujan hacia el borde de la isla transparente que es de hielo lleno de carámbanos, sombras y fantasmas.
Anclo mi bote entre rocas blancas y bajo con precaución para no resbalar por los cauces que abren grietas en el suelo helado del lugar. Increíble es la cascada que vertiginosa cae al mar desde lo alto. Como un volcán de agua, como un crujir de témpanos, como un disolverse de la materia sólida en otra líquida, como un deslizamiento de tempestades que abre un barranco en un páramo de hielo.
¿Quién soy? ¿Alguien me pregunta que quién soy?
Una mujer extraviada, una exploradora, una náufraga de un barco ballenero sin hogar ni rumbo fijo. Quise ser descubridora, conquistadora, navegante, comandante; llenaba mi vida de sueños y mis ojos de mar. Mi vida se acaba y soy una gota de agua más en esta inmensidad. Yo no soy nadie. Puedo existir o no existir, soy algo más en medio de la vida que prosigue. ¿Y, cuál vida?
Camino como sobre escamas de hielo que se comienzan a fundir y a deslizar bajo mis sandalias que no me protegen del frío. Estoy entumecida cuando veo filtrarse entre la muralla de nubes grises un rayo de luz. Me detengo y alzo la cara hacia esa luz. Esa luz que es vida, que da vida, que ilumina la vida. Pero nada se mueve a mi alrededor.
El frágil suelo que piso, en cualquier momento se hunde y puedo terminar mis días atrapada en un hielo transparente.
El fulgor se hace más fuerte. ¿Es movimiento lo que veo?
Una sombra detrás de la muralla que se está derritiendo me hace pensar que hay algo más que yo en medio de los témpanos helados. Me aproximo mientras un destello refleja sobre los cristales y me ciega. Distingo una sombra que, al diluirse el entorno, descubre una nave distinta a todo lo que he visto antes. Es muy grande y redonda; rodeada de puntas que empiezan a girar lentamente, y esos extremos como cuchillos van rajando las paredes como tratando de librarse de un cascarón que lo oprime. ¿Se está liberando o está naciendo? Es enorme. Se desliza hacia la cascada y el agua termina de descubrir su inmensa mole. Es de metal brillante que gira y lanza rayos brillantes desde algunos orificios. No puedo moverme aunque el glaciar parece que se estuviera hundiendo. El frío o el rayo me han paralizado. Sólo observo, girando los ojos, lo que tengo alrededor. Mi cuerpo ya no me obedece. Me voy a congelar y me va a cubrir la escarcha de esta isla.
Saliendo de la cascada un ser extraño se aproxima. Un ser con sólo un ojo en medio de la frente. Un cíclope infernal, un monstruo que estuvo prisionero de la roca helada. Siento que me levanta con dos brazos escamosos, metálicos, potentes, y yo sigo inmóvil como una estatua de hielo. Sus pies enormes se dirigen hacia la nave que ha abierto un tabique en un costado. ¿El cíclope quiere raptarme, subyugarme, comerme, matarme? ¿Es un ser extraterrestre? ¿Es un sueño, un delirio o me estoy muriendo y es el camino al más allá?
Me desmayo del terror mientras la niebla alrededor va encerrando en su muralla helada el misterio de esa nave incógnita.

acerca del autor

martes, 21 de febrero de 2012

Problema de sintonía – Sergio Gaut vel Hartman


—El nivel de educación de estos párvulos es deplorable —gruñó la supervisora contemplando a los niños que la miraban con los ojos desorbitados—; como sigamos así no solo vamos a ser los culpables de la desaparición de los papiros, los libros, las bibliotecas y las hemerotecas, sino que también nos cargaremos los archivos digitales, las inscripciones en gemas de silicio y las micro cápsulas de un tera.
—Usted confunde las palabras —replicó su interlocutor, un majestuoso hombre de tez oscura vestido como un escriba del Antiguo Egipto— o usa palabras que aún no se inventaron. ¿De dónde sacó “libro”, “hemerotecas” y “archivos de silicio”?
—Perdón. ¿Esto no es la ciudad de El Cairo? ¿Este no es el año 2194?
—¿El Cairo? Esto es Iunu. Y estamos en el sexagésimo año del reinado del faraón Neferkara Pepy.
—¿En serio me lo dice? ¡No lo puedo creer!
—¿Qué es lo que no puede creer?
—Soy Amanda Paparulla Thymä, cabeza del departamento de evaluación educativa de la secretaría de proyección cronológica del ministerio de planificación global del planeta Tierra. Volví a mover la perilla de la máquina del tiempo para el otro lado.
—Yo soy Necherjau Sejem y sigo sin entender quien es usted y qué pretende. ¡Guardias, apresen a esta mujer y córtenle la cabeza!

El autor:

Clip - Mónica Sánchez Escuer


El dios del metro no sabía qué hacer. Las escaleras llevaban días haciéndole la vida imposible: en plena hora pico se les antojaba estirarse, tronar los escalones como dedos, sacudirse los pies de los usuarios y tirar a más de uno. La gente creía que eran temblores oscilatorios, tan comunes en la zona, y se aferraba a las paredes hasta que los peldaños se aquietaban. Fueron varios los luxados. Ningún hueso roto, gracias a dios, al buen dios del azar que siempre le echaba una mano. Y él, el del metro, se lo agradecía. Sólo él porque a todos ellos, los verdaderos dioses, nadie los ha reconocido nunca: el dios del drenaje profundo, el del alumbrado, el del tráfico, el de los jardines y plantas. Nadie les reza, no tienen templos. Y ellos no pueden entender que los humanos sigan creyendo en un sólo dios que vive lejos, en un cielo que nada tiene que ver con el cielo. ¿Cómo creen que se mantendría esta ciudad, este planeta con un par de ojos vigilando? Las labores son arduas y complicadas. La del dios del metro, por ejemplo, es vigilar que el transporte colectivo subterráneo dé un servicio eficiente y oportuno. Pero su trabajo se había visto alterado desde que a las escaleras les había dado por temblar hasta desarmarse. Más de una vez las encontró hechas resbaladilla a la hora de abrir las instalaciones.
Una tarde, mientras los escalones se acomodaban después de una sacudida, el dios vio a una muchacha recoger unos papeles que se le habían caído y apresarlos con un clip. Claro, un clip, pensó. Y con el arcángel herrero mandó a hacer uno gigante. Cuando se los mostró, a las escaleras les pareció muy cool su nuevo barandal y se lo pusieron con gusto. Pronto se percataron de que aquello era un gran grillete y los primeros días protestaron rechinando sus dientes y sus huesos. Pero, desde hace dos semanas, ya están quietecitas y el dios del metro duerme tranquilo. No sabe que en las noches las escaleras seducen al clip, bailan y se enredan felices en sus tubos. Han aprendido a ser discretas: en el día soportan las pisadas, escupitajos y orines de perro con tal de divertirse por la noche. Aunque a veces sienten celos de las manos que lo tocan, saben que en la madrugada, el barandal es todo suyo.

El único que leerá este cuento, será mi estómago - Arantza Ruiz de Mendarozqueta


A las once de la noche había terminado el recital. ¡Qué gran show había dado Spinetta! Después de eso, todos estábamos hambrientos. Pero se armó la discusión entre mis padres. “¡Delivery no porque tarda mucho!” y “¡No que yo no estoy para cocinar!”. Al final mi madre ganó la batalla, que decía que era mejor cocinar, pero se vino la complicación… ¿Qué íbamos a cocinar? Sopa. Era una comida rápida y sencilla. Llegamos a casa. Luego de unos minutos la sopa estaba lista, y todos nos sentamos en la mesa. Estaba por probarla cuando noté que estaba hecha con fideos en forma de letras. Mientras las miraba con mucha atención, se me iban ocurriendo oraciones. “Estas oraciones podrían pertenecer perfectamente a un cuento”, pensé. Luego de unos minutos de meditación, se me ocurrió una idea genial para mi cuento. Empecé a juntar letras en mi cuchara, armando las oraciones. Cuando ya no quedaba más espacio en ella, me la tomaba. Así seguí y seguí armando oraciones, mientras mis padres me miraban muy extrañados. Mi cuento terminó luego de terminar el segundo plato de sopa. “Después de todo”, pensé, “el único que leerá este cuento será mi estómago”.

Sin recuerdos - Gladis López Riquert


Amanda, su amiga, era la única que sabía la verdad. Balbuceante, esa terrible noche, se lo había contado. Cada día recordaba ese momento. Dolían los recuerdos. Empezaba a querer olvidar. Felizmente Ximena no había escuchado nada. Gracias a su familia estaba bien cuidada. Hizo los últimos trámites. Imaginó los primeros encuentros. Jamás le diría la verdad a la nena. Kalinda opinaba distinto, porque era psicólogo. Le sugería entrevistas para todos.
—Mejor déjelo así doctor. No quiero más reuniones.
Ñoquis, eso le pediría a su madre para el domingo. O un asado al viejo.
Pensó que sería muy difícil al principio. Quizá Ximena no la aceptara. Recordó algunos consejos que le dio la Trabajadora Social. Salió de la celda. Transitó por última vez ese pasillo.
Una nunca sabe lo que le espera en la vida, pensó.
Volvió la cabeza una vez más como para grabarse el lugar y la decisión. Walter se quedaría allí, más muerto que antes, como deberían estar todos los degenerados. Ximena la necesitaba sin recuerdos.
Y por fin atravesó la pesada puerta del penal que se cerró a sus espaldas.
¡Zas!

La autora:
Gladis Lopez Riquert

Hotel Zepelio - Adriana Alarco de Zadra


He decidido aventurarme en una de las Vacaciones de Ensueño que ofrecen los Hoteles Voladores Zepelio. Unos dan la vuelta alrededor del planeta, acercándonos a estrellas, satélites y asteroides como nunca antes habíamos pensado ver tan de cerca. Los que flotan bajo los océanos reflejan el mundo de abismos oceánicos y de animales que pueblan tales territorios acuáticos.
Existen otros Hoteles Voladores que se desplazan sobre las montañas y cumbres nevadas de las cordilleras, dando la sensación de vivir en medio del hielo eterno.
He escogido visitar la amazonía. El capitán del Zepelio nos ilustra la maravilla tecnológica que es este nuevo invento y sus características de extrema seguridad mientras lo escuchamos cómodamente sentados. Copio en mi diario sus palabras:
“Aquí, como en otros lugares, el Zepelio está sujetado por un dirigible que utiliza un nuevo tipo de combustible gaseoso, el Blaugas 15M, no inflamable, ligero como el aire y que permite una navegación a cuota constante en condiciones de clima sereno. Viajamos a una altura suficientemente segura de los peligros que nos rodean, como animales salvajes y lugares invadidos por la vegetación desbordante. Por lo tanto espero que no nos topemos con jaguares, pumas, tapires, otorongos, boas y otros bichos feroces. Este dirigible tiene sustentación estática y recorre parajes aún deshabitados, donde se puede encontrar belleza y tranquilidad, admirando paisajes inusitados y totalmente fuera del alcance de la mano destructora del hombre.”
Estamos felices. La estructura casi rígida de la carena del dirigible Z.R.S. 4/5, según el capitán, es indeformable. La potencia motriz y su máxima estabilidad lo hace lo más moderno en hoteles voladores. Sus puertas y ventanas se maniobran dinámicamente abriéndose y cerrándose con pulsantes comandados por energía solar.
A través de las paredes transparentes descubrimos las copas de altísimos árboles como la caoba de madera roja que se alza más de cincuenta metros sobre el suelo, cedros, castaños y cataguas de tronco blanco. Vemos orquídeas maravillosas que viven en las ramas más altas buscando la luz
Los papagayos, loros, periquitos, guacamayos de colores impactantes, los mot mot, verdes alciones, hoazines, jilgueros, tanagras y trompeteros surcan los cielos  en tropel, como manchas variopintas de nubes enardecidas. Más alto, vuelan con lentitud y elegancia los cóndores reales.
En las horas nocturnas, las luciérnagas y otros insectos luminosos aparecen en el cielo como miles de estrellitas y faroles que encienden la oscuridad de la floresta. Por el intercomunicador, el capitán nos permite escuchar el sonido que produce la selva, el viento, los gritos, cantos y lamentos de miles de animales que nos rodean. Es un lugar maravilloso con ese río inmenso de aguas frenéticas que se introduce en medio de la vegetación como una serpiente gigantesca. Me he atrevido a abrir la puerta de seguridad para sentir el olor de este mundo y observar las gigantescas mariposas. Cierro rápidamente cuando el piloto nos indica que está prohibido abrir las puertas y que debemos relajarnos.
Sin embargo, una garúa leve se está convirtiendo en implacable lluvia y después de pocas horas se escuchan los vientos huracanados rugir fuera del hotel. A pesar de que son frecuentes los ciclones que azotan esta zona, no están previstas perturbaciones atmosféricas de extrema violencia. El Zepelio ha bajado casi a ras del agua en medio de la laguna y vemos unos caimanes negros en las orillas abriendo sus fauces hambrientas, serpientes que se entrelazan entre los matorrales, enormes peces que asoman la cabeza entre las aguas
Afuera, el viento mueve la vegetación y con inquietud vemos pasar cerca a las ventanas, ramas y troncos partidos llevados por la corriente de aire.
Por la imperceptible ranura de la puerta entra una fila que se vuelve luego mancha oscura. Nos indica el piloto que las hormigas del lugar son especialmente carnívoras, agresivas y predadoras. Cumplen expediciones de caza bajo la lluvia superando todos los obstáculos, aún acuáticos, formando con sus cuerpos una cadena que funciona como puente. Eso no es tranquilizante pero no vamos a asustarnos por unas cuantas hormigas.
Sin embargo, repite que las hormigas atacan mordiendo, desangrando y despedazando a cualquier ser vivo que atraviesa su camino. Creo que delira. ¿Tendrá algún problema psicológico contra los insectos? Trato de llegar hasta la cabina del piloto para rogarle que levante el Hotel volador porque estamos muy cerca al suelo y nos golpean las ramas de los árboles, o que pida ayuda al Centro de Hoteles Zepelio y camino pisando las hormigas que han entrando al recinto.
Escuchamos un grito aterrorizante. No podemos entender lo que sucede, pero, al abrir la puerta de comunicación, sale el capitán moviendo los brazos con desesperación, cubierto totalmente por hormigas que lo están devorando. Ahora sí, corremos hacia la puerta de seguridad del Z.R.S. 4/5 pero no podemos abrirla. Estamos prisioneros del lugar y la salida está trabada. No puedo escribir más porque me trepan las hormigas por las piernas.

Nota periodística:
Un ciclón barrió la zona de la Laguna Sagrada el último fin de semana. Hasta el momento no han encontrado huellas ni rastros de los sobrevivientes. El Hotel Zepelio estaba cubierto y habitado por enormes hormigas arrieras, aladas, cazadoras, guerreras, ísulas, pucacuro y curcunchas. El Centro de Hoteles Voladores ha procedido a la desinfección y a la fumigación del local. Se presume que los turistas y el piloto abandonaron el lugar. Los siguen buscando en los alrededores.
Interrogado un habitante indígena, indicó que la Madre Naturaleza castiga a los turistas que se atreven a violar el Sacrosanto Espacio Aéreo de la Catedral Medioambiental y que si no hay sobrevivientes, probablemente habrán sido presa de las hormigas gigantes. Estas fantasías no nos impiden esperar el pronto rescate de los valientes turistas que se aventuraron hace pocos días en las selvas para sus Vacaciones de Ensueño en el Hotel Zepelio. Entre los objetos de los pasajeros, se ha encontrado el texto de un diario muy deteriorado que las autoridades están tratando de descifrar para levantar el velo de misterio que rodea esta circunstancia.

La autora:

viernes, 17 de febrero de 2012

Fui yo quien cerró tus ojos – Héctor Ranea


Suave, la guitarra descorre el velo del pasado y el futuro. Usted, querida amiga ahí, a orillas de ese mar de porcelana, mojándonos ambas los pies con el lento reflujo del mar y ese dulce ruido de caracolas escondidas bajo nuestros pies.
Debería decir que fui yo quien cerré sus ojos. ¿Cómo expresarlo? Sólo la música puede, se lo aseguro. Lo besé como quien besa al amante ansiado, porque en realidad era él el apuesto, el noble, el hombre que yo quería para pasar la eternidad con felicidad, como ahora paso con usted estas hermosas horas de atardecer en el mar. Ese azul profundo, el azul. Perdone, a veces me toma la nostalgia, sobre todo a orillas del mar, donde ciertamente padezco de ese dulce dolor.
Al cerrar sus ojos él me regaló su último verso. El verso del que partió mi carrera como poeta. Sufro al decirlo, pero fue así. Con ese verso armé un poema que todos amaron de inmediato, aunque mantuve escondido el que me susurró moribundo con ese indicio que fue para mí el faro que me guió, y así lo hizo, por mi camino de poeta. Lo he amado a ese poema más que a ningún otro, cosa malsana en un poeta, debo decir, porque siempre hay que saber matar un poema para poder escribir el próximo. Y sin embargo, con este ha sido todo lo contrario. Pero claro, debería contarle detalles que no sé si quiero contar, al menos no por ahora.
En el Hall no querían atenderlo, por eso me acerqué a él y lo saqué a la calle. Estaba excitado por algo que nunca supe si había encontrado o si había inventado. Tan excitado estaba que los empleados del Bar convencían a los transeúntes de que el hombre estaba drogado, bebido. Yo, en cambio, lo escuché y supe que no mentía, aunque sí estaba entrando en un delirio del que ya no saldría.
Según me contó, había logrado viajar hacia el futuro y al pasado, que había conversado con los padres de nuestro continente y los sabios de un remoto futuro en el que nada será ni siquiera como es hoy, tantos años después, querida amiga. Él me confió todo esto que, como le digo, era cierto, aunque lo había llevado a la alucinación final. Y si ahora yo, que poseo esa máquina, gracias a él, pudiera visitarlo cuando aún vivía: ¿qué le diría? ¿Acaso que esa sirena que a lo lejos parece anunciar un barco es, en realidad, la alarma de bombardeo que sonó en Hiroshima? ¿Sabrá acaso qué fue, qué podrá ser Hiroshima, qué podrá significar?
No sabría cómo decírselo, ni a él ni a usted. Ha pasado, desde ya, mucho tiempo. Demasiado como para que me crea usted y a él colijo que el tiempo ya no le da ni calor ni frío, honestamente.
Tal vez le diga, simplemente, lo que pensé en ese momento: fui yo quien entonces cerré tus ojos. Probablemente no lo recuerdes, amado amigo, porque ese verso que no habías aún escrito te llevó todo tu intelecto y sólo para decirlo se te nubló definitivamente la vista. Entonces cerré tus ojos para que no vieras tu muerte, para que no continuaras viéndola tan avasallante sobre tu vida. Tus ojos enormes con los que ya no veías. No podías ya ver mis manos cerrándote los ojos.
Fue Baltimore, 1849. Yo estuve ahí. Por eso usted me dirá que no puede ser, claro, y para él no habrá pasado el tiempo, porque ahí y entonces él murió: querido, más que querido Edgar Alan Poe.

En el pecado está el castigo – Sergio Gaut vel Hartman


—Tengo en el alma llena de cicatrices, doctor —dijo la mujer aferrándose la teta izquierda con la mano derecha.
—Dejemos el culebrón, Alba Aurora Blanca; soy tu marido.
—El enfermero de mi cuerpo —insistió ella, moviendo los rizos de su cabello con la mano izquierda, ya que la derecha seguía ocupada en la teta—; el corazón no me funciona. Tengo estrías en el espíritu y mi amor se está destrozando en miles de fragmentos. He muerto por dentro y eso es porque te amo tanto que ya no sé qué hacer con mi pobre vida.
—De acuerdo, querida; andá a escribir un rato a ver si se te pasa. Y si no funciona probaremos con un sabroso puré de Rivotril, Valium, Alplax y Lexotanil.
—Tu indiferencia corrompe mi existencia, mi alma está desierta. —Las manos de la mujer se cruzaron sobre el pecho—. Y también rompiste mis bellas ilusiones de juventud. ¿Por qué? Por amarte tanto sin ser correspondida. Por eso no te puedo perdonar, aunque sé que siempre te recordaré, aunque te vayas.
—Alba Aurora Blanca: no busco tu perdón, y tampoco me voy a ninguna parte; solo necesito que cierres la boca y te vayas de mi consultorio porque debo atender al próximo paciente.
—¡Yo soy tu paciente y padezco más porque no te perdonaré aunque mi corazón reclama que te perdone y mi alma dice que no vuelva a equivocarme!
—Ay, querida mía, ¿cómo debo explicarte que este es mi lugar de trabajo. Dejemos los melodramas para la noche, cuando llegue a casa y advierta que no hay nada para comer porque te pasaste todo el día escribiendo esos horrorosos poemas...
—No te vayas por las ramas y decime de verdad qué sentís por mí, amor.
—Me cansé, Alba Aurora Blanca; no siento nada, no deseo verte más.
—No importa: yo esperaré a que desees verme. Tengo tantas heridas abiertas que soy un mero remiendo, una muñeca de trapo, un títere sin cerebro que solo espera que el titiritero la haga su objeto de placer...
—¡Maldito sea! Yo y mi idea de tener una esposa androide, romántica y sensible, que escribiera poesía y llenara mi vida de luz. —Disparó el puño contra el mentón de la “mujer” y antes de que el cuerpo tocara el suelo retiró la batería y la unidad de memoria—. ¡Susana! Haga pasar al señor Gutiérrez.

Ataques de pánico a un cuerpo de distancia - Mara Gena


Al salir del subte, la penumbra se deslizaba como dedos entre los edificios. Abajo el Once caminaba a gente de todos los colores. Los llevaba bullendo entre sus patas de andamios y bultos. Era necesario esquivar, saltar y pisar una maleza de sustancias para avanzar a través del barrio. Quienes lo conseguían sin inmutarse eran verdaderos baqueanos. Los baqueanos del Once parecían alcanzar la calma de quien, hasta cierto punto, comparte los designios del caos.
Su contracara eran los extranjeros. Aquellos que visitan el Once ocasionalmente. Entre éstos siempre puede verse una madre con sus hijas más próximas a los quince años, que examina souvenirs con delfines emplumados mientras estorba las rutas de los nómades. Poco les importa a los extranjeros impedir el paso de los baqueanos. De hecho, ni lo notan. Pretenden embestir la realidad con la misma arrogancia con la que nombran las siglas de su banco.
Yo por lo pronto, me refugié en un cotillón. Mis ojos estaban aguijoneados por más pigmentos de los que podían ver. El Once no dejaba vacantes de tranquilidad. Inundaba todo. Evaporaba los huecos.
Para ingresar al local necesité probar mi inocencia a un guardia de seguridad que permanecía oculto entre las maracas. Hice una sonrisa como si estirara la plastilina de mi cara y me dejó pasar. Una vez adentro, me hallé a la deriva. ¿Qué podía tener lógica en este lugar? Evidentemente mi cerebro no conseguiría cruzar la frontera del asombro con nuevas instrucciones. Comencé a zigzaguear torpemente entre acantilados de sombreros y anteojos. Me dejé ir.
Un niño con un choclo gigante y púrpura llamaba a los gritos a su madre. Ella permanecía lejana a sólo dos pasos de distancia. Lo ignoraba con atención. Continuaba en la charla con una amiga mientras iba tocando los distintos acordes de la impaciencia que colgaban como antifaces a lo largo de la pared. El niño continuaba gritando. Gritó y gritó hasta que uno de sus decibeles tocó las partes pudendas de lo intolerable. Inmediatamente varias cabezas lanzaron miradas severas como granadas de mano. La madre giró sobre los talones, dió golpe seco en la cabeza del niño y enronqueció como para llamar a un santo: ¡no ves que estoy hablando!
El niño cesó el grito. Lo soltó junto con el choclo gigante y púrpura que agitaba en su mano y la cabeza.
Continué caminando sigilosamente entre las cornetas y tuve que eludir un cuerpo de gente que empujaba hacia las profundidades. Conseguí evitar la tentación de las pelucas. Y no probé un solo silbato. Pero en el último momento, junto a una hilera de casitas de mazapán, sentí una recaída impiadosa. Me faltaba el aire. La anoxia estaba próxima a invadirme el cráneo. Me encaminé hacia la puerta y una vez demostrado que ningún elefante de azúcar se había subido a mi bolso, el guardia me dejó en libertad.
"¿Cómo demonios había accedido a encargarme del cotillón con tanto gusto?", me pregunté. Estaba agitada. Mis sensaciones saltaban de una en otra como si se treparan a los pedazos de algo caliente. Necesitaba un descanso. En ese estado nunca encontraría lo que buscaba y hasta podría perderme a mí misma. Crucé la calle junto con una estampida de bolsas negras que galopaban entre naves espaciales y bocinas.
Fue al llegar al otro lado que me tomaron del brazo.
–Por favor, ayúdeme. Tengo un ataque de pánico –dijo la mujer con una lentitud violenta. Luego se quedó quieta y me miró desde el absoluto desconcierto de su rimmel azul.
–¿Podría acompañarme unas cuadras? Voy hasta Azcuénaga al 500 –dijo en una voz catatónica bastante cercana a la calma.
Mi cabeza asintió imprevistamente y segundos más tarde, caminaba por el Once junto a una mujer con un ataque de pánico.
–Sos la tercer persona a la que le pido ayuda. Pensé que iba a tener que hacerlo sola –sin mirarme, me tuteó como si alguno de sus circuitos primarios hubieran fallado.
–¿Es la primera vez que te sucede? –intenté que mi tuteo tuviera un tono científico. Asumí que sería lo más protocolar en un caso como éste.
–Antes me pasaba. Pero hace más de seis meses que no tengo crisis y pensé que no iban a repetirse. Pensé que estaba curada –dijo con una expresión tan pelada de comisuras que contagiaba pena. Y como si necesitara explicarlo mejor continuó– Tuve que bajarme del colectivo a las pocas cuadras porque me ahogaba. Pero si alguien me acompaña me tranquilizo.
No supe qué más decirle. Ninguna metáfora, moraleja o chiste podía mejorar el espacio donde dos personas caminan juntas. Mantuve el silencio. Mientras andábamos fui dándome cuenta de que a su lado, el Once no parecía tan caótico. Fue como si entráramos en un intervalo. Las vibraciones de la locura parecían envolvernos, pero al acercarse a nuestra orilla se hacían más lentas. Inofensivas. La mujer entendía perfectamente la lógica del camino y nos conducía sin equivocarse a través de estridencias, forúnculos y metaloides. Ella nos guiaba y sin embargo sus ojos permanecían opacos. Era una baqueana del Once que se había perdido en sí misma.
Finalmente llegamos a Azcuénaga al 500 y la mujer se detuvo.
–Desde acá puedo seguir sola. Tengo que llegar hasta aquella puerta –dijo y señaló un exuberante negocio de bijouterie como su única salvación.
Le pregunté si estaba segura de poder sola. La mujer asintió con un movimiento corto de cabeza. Estábamos inmóviles una frente a la otra y en ese momento no sé por qué, la abracé. El gesto fue torpe y pronto nos separamos a un destiempo civilizado, pero al observarle nuevamente la cara encontré que sus pupilas comenzaban a salir a flote. Yo también me sentía mejor.
Así, cada una giró hacia su destino sin decir palabra. Persiguiendo la felicidad en direcciones opuestas.

lunes, 13 de febrero de 2012

Arte de la fotografía - Cristian Mitelman


Tuve un amigo fotógrafo cuyas obras mostraban un impensado efecto: al lado de la persona retratada surgía el rostro real, el que muestra los deseos auténticos, de modo que al lado del marido aparecía la imagen de quien desea asesinar a la esposa, y al lado de la señora se veía el gesto de asco de la mujer que obligada a pasar los días con un reptil sólo apto para comentar incontables partidos de fútbol, y en los niños brillaban las miradas voraces propias de la crueldad, y los ancianos translúcidos eran incordiados por las nefandas acciones del pasado y aun en la querida tía Eduviges notábamos un rostro lanzado a todas las formas de la depravación. 
Esto sucedía con todas las cámaras. El paso de las analógicas a las digitales no varió la situación, los que nos motivó a pensar que el problema radicaba en el fotógrafo.
El retrato que me hizo un año atrás enseñaba la estampa de un asesino. Mi amigo ahora descansa en paz. Sé que de algún modo le hice justicia. 

El autor:

Escáner - Pedro Herrero


El control de acceso de pasajeros del aeropuerto ha pitado a mi paso. Un agente de uniforme me ha indicado que me quite el cinturón y los zapatos, y que vuelva a pasar bajo el arco detector. Tras el segundo pitido me he sentido el centro de atención de todas las miradas. El agente se ha enfundado unos guantes protectores y ha empezado a cachearme. Ha palpado en mis bolsillos, bajo mis axilas, entre mis piernas. Ha mirado en mi garganta con una linterna y me ha pedido que saque la lengua: casi por instinto he respondido “treinta y tres”. También me ha examinado de geografía y de historia, ha querido saber cuándo me confesé por última vez y con qué frecuencia tengo pensamientos impuros. Luego ha preguntado a mi madre qué nombre van a ponerme en el bautizo y, finalmente, tras golpearme en las nalgas, ha gritado: ¡es un niño! En ese momento, los altavoces de la sala de espera han anunciado que mi vuelo sufre un pequeño retraso.

El origen del problema – Sergio Gaut vel Hartman


Dije que “otro día” les iba a contar por qué Monx y Minx son divertidísimos. El día llegó. Estos simpáticos extraterrestres, nacidos en un mundo oscuro que gira en torno a una enana negra del Saco de Carbón, se instalaron en la periferia del Sistema Solar hace unos dos mil años con el propósito de monitorear la evolución de las civilizaciones terrestres utilizando las emisiones televisivas como herramienta. Pero como no se le escapará a ninguno de ustedes, en la época de Tertuliano, o en la de Savonarola, no había programas, por lo que Monx y Minx no tuvieron más remedio que generarlos. Así las cosas, empezaron grabando el “suicidio inducido” de Sócrates y tuvieron un primer pico de audiencia (en Cherny, el mundo oscuro del que provenían, el que gira en torno a una enana negra del Saco de Carbón) cuando lograron que Nerón incendiara Roma. Lo que siguió fue perversidad y costumbre: se aficionaron a los espectáculos grandiosos y fueron ellos quienes promovieron las carreras de carros y apadrinaron a Ben-Hur, armaron la insurrección de Espartaco después de que se hartaron de las peleas entre gladiadores, inflaron a Atila, Clodoveo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon hasta convertirlos en estrellas, y así continuaron, provocando conflictos y pergeñando complots en los que, por lo menos, tenía que derramarse mucha sangre. Su obra maestra fue el primer Gran Hermano de la historia, que algunos delirantes aún se empeñan en llamar pomposamente “la Inquisición”, cuando el nombre que ellos le pusieron: Santo Oficio para la Conservación de la Pura Fe, aún antes de que Lucio III proclamara su imperfecta bula Ad abolendam, era mucho más ajustado y descriptivo. Lo cierto es que Monx y Minx hicieron por la TV humana mucho más que los Berlusconis y Tinellis que bien conocemos, aunque no podemos ni debemos ocultar que en los últimos tiempos estos simpáticos extraterrestres se han aburguesado bastante y prefieren responder a las invitaciones que los que estamos dotados de poderes telepáticos les hacemos para que concurran a saraos, asados, batucadas, parties y recepciones. Pero esa es otra historia y la contaré en otro momento.

Sergio Gaut vel Hartman

Sucesos par(i)dos... sólo un café solo - Miguel Ruiz Mora


—Por favor, camarero, ¿me alarga el periódico?
—No creo que eso sea posible...
—¿Y eso?
—El papel con el que está fabricado no es elástico, con toda seguridad se rompería al tratar de alargarlo.
—Me refiero a si me lo puede pasar.
—Ahora mismo tengo mucho trabajo como para estar pasándole las hojas mientras usted lee.
—Creo que no me está entendiendo. Lo que quiero decir es que me dé el periódico, por favor.
—Dar, lo que es dar, no puedo. En todo caso se lo presto.
—Será suficiente.
—Tome.
—Gracias. Por cierto, camarero, ¿me sirve un café?
—Depende...
—¿Cómo dice?
—Que depende. Cada cosa tiene su utilidad y no sé si un café le servirá a usted para conseguir su propósito.
—Pues... lo quiero para bebérmelo.
—Entonces sí que le puede servir. ¿Cómo quiere el café?
—Pues quisiera un café solo y una tostada con mantequilla.
—Alto, alto, más despacio, que no le termino de entender. El término “solo” ¿lo emplea usted como adverbio de modo o como adjetivo calificativo?
—¿Mande?
—Que me diga, si es tan amable, si “solo” es adverbio o adjetivo, no es tan complicado, coño.
—Ufff, no sé, deje que lo piense... ¿Me podría ir preparando la tostada mientras tanto?
—No va a ser posible hasta que me confirme su respuesta.
—¿Adverbio?
—¿Lo pregunta o lo afirma?
—Lo afirmo, lo afirmo. Es adverbio.
—Entonces la tostada no se la pongo, no tendría sentido alguno su petición.
—¡Adjetivo! ¡adjetivo!
—Demasiado tarde, y además, debería justificar su respuesta.
—Mire, he cambiado de opinión, preferiría tomar un cortado.
—De acuerdo. Tiene usted suerte, hoy estoy de buen humor ¿Le gusta le leche fría o la caliente?
—Prefiero la tibia.
—Vaya, mi hueso favorito es el fémur. Me encanta cómo suena.
—¿Le gusta la palabra fémur?
—No, por supuesto que no. Me gusta el sonido que se produce cuando me cruje. Pero volviendo a su café y sin abandonar la terminología ósea, si lo quiere frío, le puedo poner un par de cúbitos. Humor de barman licenciado en antropología, disculpe.
—No gracias, póngame la leche mejor templada.
—Vamos a ver, al decir “mejor” ¿está usted pensando en el adjetivo comparativo de “bueno”, en el superlativo, o acaso en el adverbio comparativo de “bien”?
—¡Me cago en todo lo que se menea! Los cojones, los cojones se me están poniendo superlativos ¡Póngame la leche como quiera, pero de una puta vez!
—Está bien, está bien. ¿Qué tal la mañana?
—Pues verá, hay una mínima de 10 ºC, nubes de evolución, poca probabilidad de lluvia y el viento sopla moderado con rachas fuertes de componente noroeste. Y de los 1024 milibares que hay, me ha tocado venir a este bar de tocapelotas. Humor de meteorólogo, disculpe.
—Veo que es usted también un purista.
—No, simplemente me gusta la precisión.
—No, no, digo que es un purista porque veo que está usted empezando a fumarse un puro.
—¿Ah? Efectivamente, tiene usted buena vista.
—Pero debería usted saber que aquí dentro no se puede fumar.
—Sí, sí que se puede. Mire, mire, ¿lo ve?
—Oiga, es que está prohibido.
—Lo ignoraba.
—¿Acaso no lo sabía?
—Sí, coño, ¡como para no saberlo! Le digo que lo ignoraba a usted y a la prohibición.
—Oiga, en serio, debería dejar de fumar.
—¿Quién, usted?
—No, si yo no fumo.
—Entonces es usted un hombre afortunado.
—Mire, el que debe dejar de fumar es usted.
—Ya lo sé, ya lo sé, no me lo recuerde... Me lo dice toda mi familia. También debería empezar a hacer deporte, a pensar en los demás y todas esas cosas. No crea que no lo he intentado, pero no es tan sencillo...
—Le digo que debe parar de fumar en este mismo momento.
—Así, de repente, no puedo. Necesitaría ayuda médica o acudir a algún tipo de terapia, ¿no cree?
—¡Deje de fumar de una vez!
—¿Es que usted no escucha? ¡Le digo que tengo un problema! ¡No puedo dejarlo así como así!
—¡Basta ya! ¡Deje de fumar de una puta vez!
—¡No me presione! ¿No ve que no tengo fuerza de voluntad?
—Mire, no se lo voy a repetir más, ¡¡deje de fumar ya!!
—Le agradezco que no me lo repita más, le confieso que me estaba empezando a sentir un poco incómodo ya con esta situación...
—Déjelo, por favor, se lo suplico. Si mi jefe se entera de que hay clientes fumando en el bar me va a caer un buen puro...
—No me sea cobarde, hombre. Relájese, si su jefe le echa un puro, haga como yo, fume y disfrute.
—Hombre, visto así...
—Claro, si de todas formas estos puros son buenísimos, no creo que sea tan malo fumarse uno de uvas a peras. ¿Quiere usted uno?
—No sabría decirle...
—Venga, hombre, anímese. Tome y fúmeselo.
—Muchas gracias, señor. Lo cierto es que tiene usted razón. Son excelentes. ¿Tiene usted más?
—Bueno, como le he dado uno, ahora tengo menos.

sábado, 11 de febrero de 2012

El invisible ─ Héctor Ranea


Es indudable que desde que la vida se hizo más sencilla, los bares de la Avenida Garfield Norte se han vuelto más concurridos y, lo que es mejor, lo que pasa ahí es la vida real. No esa sanata de la tele. Es más, desde hace bastante busco mis trabajos, y encuentro los mejores, en la barra. Reddy, el barman, me conoce bien y habla con los forasteros, con los del pueblo, con los turistas, con todos quienes puedan requerir de mis servicios y no pocos me contratan ahí mismo. O sea que tengo: oficina, personal de relaciones públicas y algún trago gratis en una sola jugada. Aunque a veces lo invito a Reddy a comer unas hamburguesas o pizza y algunas cervezas para compensar. Pero siempre salgo hecho.
En el estaño me pregunta el forastero entre cerveza y gin
—Así que destapa caños, destapa chimeneas… es un des… desobstructor, diríamos.
—Algo así. Trabajo que nadie ve. Pero viene bien, por eso me llaman.
—¿No le parece raro que llamen a uno para hacer algo que todos pueden hacer por si mismos?
—Es que da asco el trabajo. Es más, al principio me parecía un infierno a mí, vea lo que le digo. Y cuando lo hago se tapan la nariz y hasta se descomponen no pocos, pero después me dan las gracias con una sonrisa algo ictérica. Es que no se imagina —dijo al que parecía extranjero— las cosas que encuentro, lo que hay que sacar muchas veces.
—¿Alguna vez encontró algo raro?
Tuve que pensar. Me tomé media jarra de cerveza. La pregunta era obvia pero, ¿tenía que contestar con la verdad? Después de todo era un desconocido y bien podía ser uno de esos detectives que llegaban de cuando en cuando desde Denver buscando asesinos que se ajustasen a homicidios sin resolver y no era cuestión de caer en redes de explicaciones complicadas. Por otra parte, ¿quién no tiene anécdotas risueñas o un poco extrañas que hacen pasar el tiempo contándoselas a un forastero? Pensé más que una jarra de cerveza, “la cerveza dura poco hoy”, me dije. Al final me decidí y le comenté un caso extraño. Tal vez no el más extraño, pero lo suficiente. Le conté esa vez que me llamaron para un San Valentín, que en este pueblo es una cuestión de vida o muerte, ya que para esas semanas el Correo se llena hasta el tope de cartas de amor. Ese San Valentín lo tengo bien grabado. Sí señor.
Año 1987. Todavía las dos ciudades continuaban separadas por un parque grande y temían que se unieran sin ningún control. Los candidatos a Alcalde y a Sheriff andaban voceando sus disparates a ambos lados de la línea ciudadana. Yo escuchaba a los republicanos aquella tarde. El candidato a Sheriff era muy pintoresco. Y me llaman, de la ciudad grande, se entiende, para pedirme que destapara un caño de cloaca. Justo para San Valentín. Era urgente y, dijo la señora que llamaba, me pagarían triple. No podía negarme. El problema es que el olor no se va ni en tres días y yo esa noche tenía con Claire una cita programada desde hacía tres meses y, usted sabe, hay mujeres que para San Valentín se ponen peor que antes de la menstruación y Claire es, de ese grupo, de las peores. En fin, se la hago corta, me acerqué a ver de qué iba la cosa y resultó ser brava. Una mujer con dos niños (una niña y un niño) sola con toda la planta baja inundada porque no desagotaba bien la pileta de la cocina.
Empecé mi trabajo y, obvio, encontré que estaban mal conectados los caños y que el desperfecto podía ser porque la cloaca del baño se conectaba al revés de la pendiente con la de la cocina. Empecé la destapación de manera convencional para después hacer la instalación. Estaba contento porque el trabajo era más sencillo de lo que creí en un principio. Pero cuando pasé las cañas, me encontré con un tapón muy afirmado por lo que, en la emergencia, decidí usar el tubo de anhídrido carbónico. No me fue mal. Salió por el baño, previa extracción del inodoro, una cosa que me pareció en un principio un pañuelo grande. Craso error.
Eran, en realidad, cintas de algodón. La mujer empalideció al verlas, lo noté bien. Lo juro. Las tomó casi con reverencia y las puso dentro de una bolsa. Juro que dijo que iba a quemar a las malnacidas. Yo conecté todo muy rápido, cobré, me fui y estuve con mi Claire casi en horario y sin olor a mierda. Todos felices.
Salvo que a la noche me asaltó una duda. ¿Quién tira cosas que después recolecta con reverencia, unción, tristeza y desconcierto?
A la mañana siguiente vi un artículo sobre un libro muy caro de la biblioteca, perdido en circunstancias extraordinarias. Recordé que en la biblioteca que me había comprado Claire había uno del mismo título. Me lo leí de un tirón; ese libro me dio una explicación posible para parte del asunto de las cintas del día anterior, así que fui a ver la casa de esta mujer, so pretexto de controlar si había hecho bien el trabajo.
Ella estaba desorientada, pero hasta juraría que tenía cara feliz si no fuera porque no creo en esas burradas burguesas. Por cierto, no paraba de agradecerme. Nunca había visto a una persona tan feliz de que le destaparan las cloacas, a decir verdad.
Parecía haber encontrado algo que la tenía maravillada o bien que algo la había devuelto al mundo. Entré al baño y juro que sentí detrás de mí una presencia, una respiración contenida, un plasma ¿sabe?, pero disimulé, miré alrededor y me retiré con una sonrisa forzada, convencido ya de que había descubierto la verdadera guarida del hombre invisible.
El forastero, como suele ocurrir en los cuadros de Hopper, me miró con condescendencia, medio se sonrió y se fue a terminar su trago con una puta.

Héctor Ranea

El Plan Divino ─ Sergio Gaut vel Hartman



Todas las líneas se juntaron en un punto. Juan caminaba por la Calle de los Milagros, y al pasar frente a la Iglesia Reformada Utilitaria del Juicio Final vio una estela cuyo texto le pegó en medio de la frente, como si se tratara de un rayo divino. “Eres el instrumento del Señor. Descubre el Plan que Él tiene para ti”. Juan no vaciló y se metió en el templo.
—Padre...
—Hermano, si no te molesta, hermano.
—Hermano: quiero conocer el plan que Dios ha previsto para mí.
—Lo conocerás en su momento, hermano. Por ahora entrégate al Señor y deja que Él opere sobre tu corazón.
—¿Y mientras tanto?
—Obra con rectitud, hermano; haz el bien a tus semejantes; ponte al servicio de tu prójimo. No vaciles en arrastrarte o proceder de modos que repugnan al que eres hoy. La recompensa llegará.
—¿Y descubriré el Plan que Él diseñó para mí?
—¡Por supuesto, hermano, por supuesto!
Juan vivó otros cuarenta años dedicados a obrar con rectitud y hacer el bien a sus semejantes. Se arrastró cada vez que hizo falta y no vaciló en proceder de modos que en otro tiempo lo hubieran avergonzado. Un día Juan se murió y la recompensa llegó. Dios tenía previsto que Juan se convirtiera en un palillo de dientes, un instrumento que usaba con frecuencia cuando comía asado.
—¡Mecachendié! —exclamó el Hacedor de Universos al advertir que el palillo se había partido y una de las mitades permanecía incrustada entre dos muelas—. Voy a tener que ir al dentista.

Sergio Gaut vel Hartman

jueves, 9 de febrero de 2012

El último vampiro perdido en el tiempo - Fernando Andrés Puga


—¿Yuca?
—No, batata.
—Te dije que lo hicieras de yuca.
—No pude conseguir, Su Excelencia, discúlpeme. Es que todavía no hemos descubierto América. En el mercado me dijeron que tenemos que esperar unos añitos.
—Una excusa bastante endeble, ¿no te parece? ¿O no te traje a vos de Las Indias? Sin embargo, por esta vez, te perdono, pero si se repite volverás a tu antiguo trabajo de mucama ¿te queda claro?
—Sí, sí, claro como el agua, Su Señoría. No se volverá a repetir.
—Bueno, ya veremos si es así. Para la cena quiero que prepares una ensalada de algas, siguiendo la receta minimalista de Francois Dijon, ese chef nuevo recién llegado a la corte que está tan de moda. Y no me vengas con que estamos lejos del mar…
Subo al ascensor con la bandeja y los ojos caídos. La misión se está complicando más de la cuenta y el jefe no se conformará con un resultado parcial; es a todo o nada. Está claro que tengo que conseguir la receta y los ingredientes para satisfacer el pedido de este terco defensor de anacrónicos privilegios. De lo contrario no podré ganarme su confianza. ¿O no es esa la finalidad de esta misión?

—Hola, ¿cómo anda todo por ahí?— pregunta el jefe por ese artefacto móvil que trajo del futuro.
—Mal; ahora quiere una ridícula ensalada que está de moda en la corte o la vio por tele ¡ya ni sé! Los ingredientes son imposibles. La verdad que esto se está poniendo muy oscuro. Necesito que aparezca una luz en el horizonte, si no voy a renunciar.
—¡Ni se te ocurra! Fijate en el almanaque y vas a ver que falta poco, ya estamos sobre la fecha. Un esfuerzo más y todo este oneroso trabajo rendirá sus frutos. Lo demás es accesorio.
—Mire, jefe. Para serle franco me temo que esta misión hay que abortarla. No podemos aspirar a tanto.
—¿Qué decís? ¿Te vas a achicar ahora? Es el último que queda. Una vez que lo hayamos eliminado, este mundo ancho y ajeno, se volverá amigable y para todos. Dale, che. En cualquier momento te pide el jugo venoso de una virgen, llenás un vaso con tu sangre y se lo das a beber. La pureza del líquido rojo que corre por tus venas infectará el azul de su estirpe y morirá.

—Aquí tiene la ensalada, Señor Conde.
—Muy bien. Veo que te has esmerado. Para acompañarla necesitaré una copa del jugo venoso de una virgen. Vení para acá. Acercame tu pescuezo.
Mordió con fuerza el muy canalla y no larga mientras los dos nos deslizamos suavemente sobre el charco rojo y azul que crece hasta hacerse violeta.

Lamento decirle que usted tiene cáncer… - Hernán Domínguez Nimo




…era una frase que el médico clínico ya estaba cansado de pronunciar y que en el último año había dicho más que nunca, cosa que le parecía rara porque él hacía cursos y seminarios y estaba al tanto de los fuertes avances oncológicos de tratamiento y de prevención que la ciencia había hecho en el último lustro; y sin embargo, todos esos quistes inocentes, esas acumulaciones de grasa, todo eso había desaparecido, sólo estaba el maldito cáncer, por todos lados, invadiendo todos los cuerpos, y el médico se sentía cada vez más impotente a medida que su tarea parecía limitarse a confirmar los peores temores de sus pacientes y escribir la derivación a su amigo especialista, a quien un día decidió ir a visitar personalmente y contarle su malestar; todo esto le contó, incluyendo su torpe sensación, su ridícula teoría de que el cáncer de alguna manera había dejado de ser una enfermedad personal y se había desparramado como un virus, contaminándolo todo, y mientras lo contaba miraba el rostro de su amigo, esperando la sonrisa cómplice, la burla tranquilizadora, algo que nunca llegó, reemplazado por el gesto adusto y el silencio preocupado que de alguna manera le daban la razón y el médico que pasaba de confesar a confesor mientras el oncólogo abría sus propias compuertas de angustia y le contaba que eso no era lo peor, que lo peor era que el cáncer, todas sus formas, habían generado anticuerpos hacia los tratamientos, que se había convertido en una fuerza avasallante dentro de cada cuerpo y también fuera… ¿Fuera? preguntó el clínico, confundido, y el oncólogo dudó y finalmente se inclinó hacia él y le contó algo que constituía casi un secreto de estado mundial: los enfermos de cáncer ya no mueren dijo y el clínico lo miró y dudó y una sonrisa apareció en su rostro pero el oncólogo no sonreía, así que no era una buena noticia aunque lo pareciera, y es que los pacientes no morían pero tampoco estaban bien, el cáncer era un crecimiento desproporcionado de células que ya no se limitaba a pequeñas zonas sino que todo el cuerpo se desbordaba a sí mismo hacia fuera, como una cacerola al alcanzar el punto de ebullición, mientras los pacientes parecían entrar en un estado vegetativo sin que sus signos vitales estuviesen comprometidos; los hospitales estaban cada vez más llenos de estos “pasteles de carne” como le decían sus colegas, que seguían alimentándose por vía intravenosa, porque estaban vivos y por ley no podían desconectarles, y crecían y crecían sin que alguien supiera cuál era su límite corporal, pero lo peor… ¿Hay algo peor? preguntó el clínico, las manos retorcidas una dentro de la otra, y lo peor era que las resonancias magnéticas revelaban actividad cerebral volitiva, que los pacientes estaban despiertos aunque sin conciencia o, según el propio parecer del oncólogo, justamente al revés: dormidos pero conscientes. Y dicho esto, el oncólogo se sumió en el silencio, pero el clínico lo conocía de años y sabía que había más, que no le había contado todo, así que lo pinchó y se enteró de algo que escapaba ya a todo raciocinio médico, a toda posibilidad de ser pensado desde un punto de vista científico: en un hospital de Neuquén el crecimiento corporal exacerbado por el cáncer había sido tal, que los cuerpos de dos pacientes contiguos se habían encimado y fusionado, ¡se habían convertido en uno!, y sus ondas cerebrales habían crecido a un nuevo nivel de conciencia, algo imposible de determinar por parámetros conocidos, y que al comunicarlo a los organismos mundiales oncológicos habían sabido que sólo era uno más de cientos de casos, que ya habían aparecido decenas de teorías aunque ninguna explicaba lo que sucedía del todo… ¿Ninguna? insistió el clínico, que no quería saber pero lo necesitaba, y su amigo asintió, porque había una teoría que explicaba todo pero era la más ridícula y retorcida e imposible de asimilar, la conjetura de un antropólogo del que todos (y él) se habían burlado pero que desde hacía dos días volvía una y otra vez a su mente, una hipótesis que afirmaba que estaban evolucionando, que el cáncer que la medicina había estado frenando por años era el motor de la evolución y que por fin se había desencadenado, imparable, para llevarlos al próximo peldaño, que era el de la conciencia planetaria, un organismo único que abarcara todo el mundo… ¿Y qué… qué sucedió hace dos días que te hizo cambiar de opinión sobre esta… teoría? inquirió el clínico, y el oncólogo se inclinó para acercarle un papel que no necesitó ver para saber que se trataba de su propio examen oncológico positivo.

martes, 7 de febrero de 2012

Pordiosero - María del Pilar Jorge


Apoyado contra una pared, callado, inmóvil, el pordiosero mira indiferente la noche solitaria. Sus manos se crispan, temblorosas, en los bolsillos. Los recuerdos le llegan como fogonazos débiles: gran parte de su vida quedó atrás. Para él ya pasó el tiempo de la risa fácil: ahora, solo tiene hambre, hambre y sed; pero los transeúntes lo ignoran, como si fuera un poste, un objeto, un trasto viejo que alguien abandonó en la esquina. Las monedas, en la lata, se ven opacas, deslucidas, escasas. Tanto como para no pensar, extiende una mano y poniendo su expresión más plañidera murmura por centésima vez “Unas moneditas po’ favó’, unas moneditas para la leche de mis hijos”. El papel cae sin ruido dentro de la lata: es un billete de cinco pesos. Lo saca y lo guarda con avidez en un bolsillo; y sigue agitando la lata, como una campanilla oxidada. Pronto, ya muy pronto va a tener la guita que le falta para ir hasta el kiosco de la esquina. Se le hace agua la boca de solo pensar en esa botella de birra que necesita para poder dormir con el estómago caliente, otra noche más.

La hormiga - Carlos Rodríguez



Yo, Hormiga, de naturaleza simple, de trabajo eterno mientras dure mi vida, yo aunque parezco insignificante ante el mundo, el mundo gigante, no dudo de mi origen ni le doy razones ilógicas a su comienzo, vivo trabajando para ser lo que soy. ¿Qué dios despiadado habría de darme la vida y su impulso con el único objetivo de morir trabajando?, qué dios de no ser uno nada benevolente, iluso el hombre que aún siendo tan grande y tan “inteligente” cree en un ser omnipotente imaginario, en un sudario de milagrosa existencia, en una imagen que llora sangre, que ser tan iluso el hombre que dedica su vida a orar al cielo e implorar beneficencia de algo que ya tiene en vida, que ser tan abstracto el que dedica su vida a un padre que nunca ha visto, que lo abandonó en la tierra a su suerte; en la mitología de su tiempo, en las supersticiones de geografía; pobre hombre, ¿cuándo escuchará a su naturaleza?, solo cuando acalle a su dios.

La seca - José Antonio Parisi


De poco le valió salir con la luz lechosa del crepúsculo matutino, pronto el sol se encrestó y el cielo de Mercedes podía confundirse válidamente con el del Sahara. El moro andaba fatigoso en los treinta ocho grados. Había que ver cómo se malogró la soja, petisita y sin poroto, y el maíz ya en flor reclamando agua en lo inmediato, de no minga de choclo y a picarlo pa´ forraje. Algunos vacunos, sin pasto que comer ni agua que tomar, se iban echando y ya no se levantarían.
El cansancio y el desaliento retornaron al hombre a la casa, la piel y la boca resecas. Los labios belfos del moro se metieron en el balde, tragó a gorgoteos sonoros y sin tregua. Y quería más, pero había que guardar, el molino venía tirando menos y es que el pozo podría andar sufriendo escasez en el torrente.
La tarde tórrida. Él, sentado a la sombra raleada de un sauce que venía perdiendo hojas por la seca, trenzaba un tiento como para pasar el rato y recordó haber visto en la mañana un par de nubes a lo lejos, que de repente se acumulaban o se desprendían. Pero habían sido apenas dos nubecitas blancas, ingenuas, incapaces de manifestarse en lluvia. Ahora, volvió a mirar al cielo y dos nubes, que supuso aquellas mismas, andaban en el firmamento como si le juguetearan. Le vino a la memoria letra de una milonga, de un tal Borges le habían dicho: la esperanza nunca es vana. Y los labios se movieron un tanto, en un resto de sonrisa