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lunes, 15 de agosto de 2011

Pozo de zorro - Walter Böhmer


El pozo olía a orines, raspaba la garganta como si tomase un trago de ácido, ese líquido se mezclaba con el agua y la tierra formando una masa oscura y hedionda que tomaba su borceguí como una negra mano salida de las entrañas de un infierno apagado. Revisó el fusil por sexta vez en diez minutos, estaba cargado y sin seguro, presto a disparar. Pero los FAL se trababan, no importaba cuantas veces lo revise, lo desarme y lo limpie, a varios compañeros se les había trabado al momento de la verdad. Hacia tanto frío que casi había perdido la sensibilidad de los dedos de las manos, cada vez que espiaba por sobre el límite del pozo de zorro el viento le chocaba la cara con miles de hojas de afeitar que le cortaban la piel. Esa noche parecía que el frío se había intensificado casi al punto de congelación, su compañero de hoyo ya estaba empezando a despedir olor, no se había animado a sacarlo de ahí y dejarlo a un costado, tenía miedo de recibir algún disparo en el momento de sacarlo, pero mucho más a tener que cargar el cadáver de la persona con la cual se había reído tanto cuando cavaban ese pozo, Mauricio Silveyra lo miraba con su solo ojo blancuzco, una bala le había desarmado el lado derecho de la cara y llevado consigo uno de los ojos.

―¿Soldado Silveyra?― escuchó que gritaban a lo lejos.

Espió pero no alcanzó a ver nada, aunque sabía que no estaba loco, que había oído que llamaban a su compañero, empezaba a dudar de todo. Esforzó la vista, pero la oscuridad era tal que no veía a veinte centímetros, solo algunas figuras que pasaban de lado a otro como fantasmas asustados.

―Silveyraaaa― volvió a oír. Levantó aún más la cabeza, creyó ver algo. Venían a buscarlo seguro, a llevarse el cuerpo y dejarlo solo ahí en ese pozo, pero no. Ojalá lo hubiesen hecho.

Una mano se le cerró en el tobillo y apretó con fuerza, el corazón le dio un vuelco subiendo hasta la garganta y se le heló la sangre. Bajó la vista y vio la mano de Silveyra atenazando su pierna y el solo ojo acusándolo. El cadáver abrió la boca y desprendió un grito lejano.

―Silveryraaaa.

Era como si gritase otra persona a lo lejos, pero él lo estaba viendo, el cadáver gritaba su propio nombre. Una luz lo cegó de repente y otra mano lo aferró de los hombros, el miedo lo venció y sus piernas no resistieron más cayendo pesadamente sobre el barro hediondo. Malvinas le dejó muchas marcas, se fue a vivir al norte donde nunca más sentiría frío, vendió las armas que tenía su viejo y comió sin remordimientos, pero no podía alejarse, vender y engullir el grito ahogado de su compañero de pozo.


Tomado de Apología de los miedos

jueves, 30 de diciembre de 2010

Punto y aparte - Walter Böhmer


Hoy no estoy seguro, y esa inseguridad trabaja en mi cerebro con la seguridad de un automóvil alemán. ¿Quién se llevó mi seguridad? Seguro que esa seguridad que me falta saltó el día que me sentí inseguro ante sus ojos. No me animé a saltar a sus brazos, con la seguridad de que me recibiría sonriente. Inseguro, indefenso, inexperto. En mi interior habita hoy la inseguridad, hiberna tranquila, pero expectante, esperando que intente el intento de intentar saltar.

Y ahora, ¿cómo hacer para recuperar mi seguridad? ¿Estará escondida y segura de la inseguridad que me persigue? Que me deja indefenso a las defensas que ahora atacan como una guitarra eléctrica desafinando desde los altos parlantes que bajaron para que la altitud los alcance. Y alcanza con el bostezo indiferente, ese que se robó mi seguridad y la lanzó al sótano donde hiberna hasta que la despierte mi primavera.

La veo ahí, desde el primer escalón de la escalera que no es eléctrica como la guitarra, esa que me obliga a dar el primer paso inseguro para buscar mi seguridad, esa que mi inexperiencia dejó escapar y rodearme de inseguridad. Ni como el perro que se quita el agua, ni las grandes sacudidas me vuelven las fuerzas; me tiemblan las piernas, los pies y las rodillas. Golpean al son del corazón, sin ton ni son, interminables escalones que llevan a la oscuridad de la cueva donde hiberna mi seguridad. Inseguro, doy el primer paso, tiemblo y yerro al primero. Ruedo, golpeo por todos lados, de costado y de arriba, espaldas y cabeza rebotan. Caigo a un lado de mi seguridad, estiro mi mano y dejo de respirar mientras mi tacto intacto se conecta con ella y vuelve a mi cuando me interno en su invierno.

Ahora estamos juntos, estoy seguro de mi seguridad, tan seguro como sé que no despertare de mi coma, mi punto y coma. Mi punto y aparte.


Tomado de Apología de los miedos

domingo, 22 de agosto de 2010

En Blanco (versión) - Walter Böhmer


Miró el cursor titilante, como sacudiendo un brazo en medio de un océano blanco, solo, impotente. Viendo que todas las historias pasan por delante de sus ojos, los oscuros personajes riendo siniestramente, los bonachones queriendo tender una mano, los monstruos acechando detrás de árboles suspendidos en esas bolas de imaginación que pasaban como ovejas en los sueños.

No estaba completamente petrificado, pero parecía que el pozo al fin se había secado. Dicen por ahí que hay grupos de un solo disco, bueno, se lo puede aplicar a los escritores. Hay algunos de un solo libro, una sola historia, un solo personaje.

O más.

Daba lo mismo.

El pozo se había secado.

Eso pensaba.

Sólo podía mirar la pantalla en blanco por un momento, soportar el cursor indemne a las ideas, después de cierto momento se mareaba, indefectiblemente se mareaba.

Alquiló un sin fin de películas (sobretodo clase B, cuanto más bizarras, mejor; un buen lugar para el cultivo), leyó algunos libros; sobretodo de cuentos, nada muy largo. Necesitaba ya volver a escribir, que se le caiga una idea y la vea justo a tiempo antes de pisotearla.

Nada.

Pensaba en el último punto y aparte, pensaba en el momento de presionar las teclas, pensaba si algo había pensado en ese preciso instante, algo que quizá había querido advertirle que tal vez esas serían las ultimas teclas de una novela, del último cuento que escribiría.

Caminaba de un lado a otro, oía como el polvo se movía dentro de su cráneo casi vacío, salpicando las paredes con restos de cuentos ajados. Se golpeaba la cabeza con la palma de las manos al tiempo que pensaba sintiéndose un estúpido, “cómo si fuera a funcionar, idiota”. ¿Y porqué no?. Si a alguien le había funcionado no iba a sacar la cabeza por la ventana gritando ¡EUREKA!, ha vuelto mi gallina de los huevos de oro. Lo mirarían con cara de asombro y de acusación.

―He ahí a un loco ―gritarían a boca jarro.

No, se guardarían el secreto. Hijos de puta, se lo guardarían con toda seguridad.

¿Alguien escribiría “El Manual Para el Escritor Secado”?

Quizá lo haga si descubría la cura.

Preparó café.

Adoraba el aroma del café por la noche fría, mezclado con el olor a la tinta en una hoja de un buen libro, eso era para él su paraíso terrenal. Así debería oler.

¡Ah!, cómo extrañaba escribir.

Se sentía como un atleta que ha sufrido un accidente y le amputasen una extremidad.

“Mentira”, se dijo, “vi a muchos atletas correr con piernas de aleación”.

Fuera, una rama impulsada por el viento rascó la persiana. Entró parte de esa ráfaga por la hendija que queda entre las vías por donde corren las ventanas y le regaló un susurro.

―Punto y aparte ―le sopló al oído.

Se sentó frente a la computadora sosteniendo el taza de café que dejó sobre la tapa del libro, después vería con gracias la aureola oscura que se formaba como un sol emergiendo entre el titulo de la novela y el nombre del autor.

Presionó.

Punto y Aparte. Enter. Barra Espaciadora. Y escribió.

“Miró el cursor titilante, como sacudiendo un brazo en medio de un océano blanco, solo, impotente. Viendo que todas las historias pasan por delante de sus ojos, los oscuros personajes riendo siniestramente..."


Tomado de Apología de los Miedos

martes, 10 de agosto de 2010

Juegos II (La Cabeza) - Walter Böhmer


Metió la mano en el tubo, tenía miedo. Gotas de sudor le caían de la frente, una de ellas se le metió en el ojo derecho.
Ardió.
Imposibilitado de limpiarse, sacudió la cabeza.
El tubo se le ciñó más alrededor de la muñeca.
Miró a los otros niños que lo rodeaban, sabía que no debía suplicar. Y temió que sus ojos lo hiciesen por sus labios.
Al fin la tocó.
Sintió la viscosidad subirle por la punta de los dedos, no debía ceder todavía. Metió la mano más al fondo. Con la yema de los dedos sintió sus ojos abiertos, las pestañas duras y la boca rígida.
Deseaba estar con su mamá en ese momento, era la hora de la leche fría y los dibujos animados de la tarde. En vez de eso, debía estar con la mano metida en el tubo de la cloaca.
Pero había sido su culpa, debía recuperar la cabeza de la muñeca, aunque la mano se le llenase de mierda.

Tomado de Apología de los miedos

miércoles, 21 de julio de 2010

El Sueño - Walter Böhmer


Despertó con la sensación de humedad, se tocó la entrepierna inmediatamente y lanzó un suspiro al darse cuenta que todo estaba bien. Se levantó en penumbras, tanteando en la oscuridad. El sueño todavía revoloteaba en su mente, debía asegurarse que todo estaba bien, que cada cosa seguía en su lugar.
Odiaba los sueños vívidos.


Iba reconociendo las cosas a cada paso, oyendo sus movimientos, el eco de la respiración que manaba por el pasillo

.
Empujó la puerta corrediza y su mascota se levantó de un salto, se apresuró a ir a sus pies y besarle las pantuflas.


–Soñé que ustedes dominaban el mundo y me meé encima –le dijo a su mascota mientras soltaba una risita–. El mundo dominado por humanos, qué locura.


El humano lo quedó mirando con adulación, pero pensó que tal vez algún día podrían dominar la tierra, pero se rió de si mismo. Si fuese así, el mundo sería un caos.

Tomado de Apología de los miedos

miércoles, 26 de mayo de 2010

El llanto de la niña - Walter Böhmer


La casa era amarillenta, con rajaduras oscuras como viejas venas en un cuerpo descuidado. Se estaba descascarando y mostraba los ladrillos rojizos y gastados debajo de la piel de concreto, una escalera bastante mal hecha descansaba en la parte de afuera de la casa y llevaba a la segunda planta. Sus ventanas superiores parecían dos ojos negros y vacíos, como de alguien que falleció sin poder cerrarlos.

Las noches de viento se podía escuchar un sonido apagado que venía desde el interior, del primer piso para ser precisos. Era como un llanto, al menos ahí lo escuchábamos como tal.

El llanto de una niña.

Los vecinos habían llamado al párroco y algunos hasta llamaron a un curandero que visitó la casa, entró solo y de ella salió llorando, con un temblor constante en las manos que lo acompañó hasta el día de su muerte… tres semanas después.

El párroco bendijo la casa desde afuera, un día que el viento soplaba lento del norte, al pronunciar las primeras palabras, “A Ti, Dios Padre omnipotente, rendidamente pedimos que bendigas la entrada, y te dignes santificar esta casa; y, así como quisiste bendecir la casa de Abraham y de Jacob, e hiciste…”; pero el viento sopló más fuerte acallando la voz del religioso mientras las paredes se fueron descascarando aún más, las grietas se abrieron como si una daga cortase las paredes; el viento sopló con tanta brutalidad que redujo la casa a escombros. Casi todo el pueblo vio como se desprendían trozos de esa casa, todos oyeron el llanto de la niña arreciar sobre ellos, muchos se taparon los oídos, otros huyeron mientras los más fuertes cayeron de rodillas entre lágrimas y con ellos el párroco disfórico arrojaba las últimas gotas de agua bendita.

La casa abandonada ya no está, el municipio hizo en el baldío un pequeño parque; pero no hay niños que jueguen ahí.

No, hubiese sido mejor que la casa siguiese en pie, con esos ojos negros y sus venas al aire. Lo hubiésemos preferido antes que oír el llanto de la niña venir del parque vacío los días que sopla el viento.


Tomado de http://blogs.clarin.com/apologiadelosmiedos/

jueves, 6 de mayo de 2010

Sólo tres - Walter Böhmer


–¿A dónde vas a esta hora Isaac?
Asimov se dio la vuelta sin soltar la puerta entreabierta dejando entrar una cálida brisa.
–¿Dónde crees que puedo ir?
–No sé –respondió mientras miraba el reloj–. Son las tres de la mañana, conociéndote podés ir a muchos lugares.
–Tengo que ir al estudio, se me va la idea si no la escribo de inmediato.
Sonaron un par de pitidos dentro de él y repicó algo en su pecho como si un molino cuántico tomara velocidad.
–Sé que tengo que protegerte, pero no pienso salir de madrugada a la calle, que me metan en una trituradora si quieren –dijo y apagó la alarma que sonaba en su pecho.
Isaac cerró la puerta tras de sí y comenzó a caminar por el callejón, miles de sonidos salidos del inframundo retumbaron en las húmedas paredes y, a pesar que era una noche agradable, se subió la solapa del piloto hasta cubrir las orejas.
–Debería haber escrito más de tres leyes –se quejó y apretó el paso.

Tomado de Apología de los Miedos

lunes, 29 de marzo de 2010

Resurrección - Walter Böhmer


―No voy a poder hacerlo mi Señor.
―No te preocupes, es muy fácil y nadie se dará cuenta. Tengo que ir lejos a reencontrarme con mi espíritu, a recibir nuevas fuerzas que me ayuden. Sabes que no es sencillo hacer esto, por eso te pido este favor Judas. Te pido que me ayudes.
Judas se secó el sudor de la frente.
―Está bien mi Señor, repítame por favor que es lo que desea.
―No es nada que no puedas hacer, por eso te lo pido a vos ―lo animó Jesús apoyándole una mano en el hombro―. Sólo tienes que decir esas palabras y todo el mundo creerá que tú eres yo. Pronto volveré y te libraré de ese peso y te estaré eternamente agradecido.
Judas miró a Jesús y lloró. Como había dicho Jesús, no era difícil hacerlo, se parecía mucho a él físicamente y la tarea era simplemente presentarse en un lugar y decir una frase. Nada de qué preocuparse. Llegó el día, Judas estaba muy nervioso, Jesús se había ido hacía unas semanas y le había dicho lo que sucedería. Nunca había preguntado como lo sabía, era Jesús y Dios su padre, suponía que eso era suficiente, aunque no fuera cierto. Obedecería sin más, fin de la cuestión. Entró al poblado lo más calmado que pudo y se dirigió al Templo de los Fariseos, muchos le besaron las manos agradeciendo que haya vuelto del monte Olivos, muchos otros miraron con odio al supuesto Jesús, enviados a espiarlo. Una vez en el Templo le llevaron una mujer a sus pies, acusada de adulterio, de la muchedumbre surgieron gritos y brotaron piedras hacia ella. Judas tomó todas las fuerzas de su interior y se puso de pie, tal como le dijo Jesús que sucedería, levantó las manos y, lo más calmado que pudo, dijo:
―El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
Y como le habían anunciado, nadie lo hizo.
Pasaron los días, las semanas, los meses y no supo de Jesús mientras él desempeñaba cada vez mejor su papel; al tiempo, junto a los demás discípulos que sabían del cambio y reunidos en medio del bosque, apresaron al supuesto Jesús, quién rápidamente fue enjuiciado y sentenciado a morir en la cruz. Se supo que Judas lo había vendido por unas monedas, pero lo que nunca se supo es que el propio Jesús en la piel de Judas se había ocultado donde sepultarían al hijo de Dios. Porque Dios era todopoderoso para el mundo, pero todavía no podía resucitar a su propio hijo que, escondido, sólo tuvo que sobrevivir en una cueva, y reaparecer al tercer día.


Tomado de Apología de los Miedos