El pozo olía a orines, raspaba la garganta como si tomase un trago de ácido, ese líquido se mezclaba con el agua y la tierra formando una masa oscura y hedionda que tomaba su borceguí como una negra mano salida de las entrañas de un infierno apagado. Revisó el fusil por sexta vez en diez minutos, estaba cargado y sin seguro, presto a disparar. Pero los FAL se trababan, no importaba cuantas veces lo revise, lo desarme y lo limpie, a varios compañeros se les había trabado al momento de la verdad. Hacia tanto frío que casi había perdido la sensibilidad de los dedos de las manos, cada vez que espiaba por sobre el límite del pozo de zorro el viento le chocaba la cara con miles de hojas de afeitar que le cortaban la piel. Esa noche parecía que el frío se había intensificado casi al punto de congelación, su compañero de hoyo ya estaba empezando a despedir olor, no se había animado a sacarlo de ahí y dejarlo a un costado, tenía miedo de recibir algún disparo en el momento de sacarlo, pero mucho más a tener que cargar el cadáver de la persona con la cual se había reído tanto cuando cavaban ese pozo, Mauricio Silveyra lo miraba con su solo ojo blancuzco, una bala le había desarmado el lado derecho de la cara y llevado consigo uno de los ojos.
―¿Soldado Silveyra?― escuchó que gritaban a lo lejos.
Espió pero no alcanzó a ver nada, aunque sabía que no estaba loco, que había oído que llamaban a su compañero, empezaba a dudar de todo. Esforzó la vista, pero la oscuridad era tal que no veía a veinte centímetros, solo algunas figuras que pasaban de lado a otro como fantasmas asustados.
―Silveyraaaa― volvió a oír. Levantó aún más la cabeza, creyó ver algo. Venían a buscarlo seguro, a llevarse el cuerpo y dejarlo solo ahí en ese pozo, pero no. Ojalá lo hubiesen hecho.
Una mano se le cerró en el tobillo y apretó con fuerza, el corazón le dio un vuelco subiendo hasta la garganta y se le heló la sangre. Bajó la vista y vio la mano de Silveyra atenazando su pierna y el solo ojo acusándolo. El cadáver abrió la boca y desprendió un grito lejano.
―Silveryraaaa.
Era como si gritase otra persona a lo lejos, pero él lo estaba viendo, el cadáver gritaba su propio nombre. Una luz lo cegó de repente y otra mano lo aferró de los hombros, el miedo lo venció y sus piernas no resistieron más cayendo pesadamente sobre el barro hediondo. Malvinas le dejó muchas marcas, se fue a vivir al norte donde nunca más sentiría frío, vendió las armas que tenía su viejo y comió sin remordimientos, pero no podía alejarse, vender y engullir el grito ahogado de su compañero de pozo.
Tomado de
Apología de los miedos