martes, 30 de octubre de 2012

Arroz con leche – María Pía Danielsen


“Arroz con leche”…
Mmmm me gusta. Mejor si lleva canela y vainilla. Tiene que ser cremoso y dulce.
“Me quiero casar”…
Eso no. Ni aun cuando las leyes lo permitan. No uso corsé. Me ahoga. ¿Porqué ceñir el amor desde el pecho hasta las caderas?
“Con una señorita”…
Ay si, si, si. Mil veces si. Tiemblo cuando labios femeninos me besan, manos de seda exploran mis convexidades y concavidades, susurros agudos se instalan en mis oídos y desaparezco disuelta en el éter cuando me roza esa piel sutil, lisa y almibarada.
“De San Nicolás. Que sepa tejer, que sepa bordar”…
Si llega de la luna, del Barrio La Católica o de Villa Atamisqui es igual. La discriminación de cualquier tipo me saca de mí. ¿Bordar, Tejer? Si lo hace con mis sentidos y el alma, dudo que la deje ir alguna vez.
“Que sepa abrir la puerta para ir a jugar”…
Definitivamente imprescindible. Mucho aire, viento, caricias, risas, sexo, amor, lealtad, libertad. Para jugar el inveterado juego prohibido de las copas sin falo.

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

Sobre la autora: María Pía Danielsen

Asco – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


La verdad es que no me agrado, no tengo problema en admitirlo. Soy el primero en despreciarme cuando es necesario. Si alguien me insulta le doy la razón e incluso me indigno si no es lo suficientemente cruel con los adjetivos hacia mi deplorable persona. Nada me molesta más que la gente no haga evidente el asco que da verme. Así nací, horripilante, y eso me hace sentir miserable. A diario, maldigo mi cruel destino e intento sobrevivir en un mundo que se somete a las apariencias. Soy lampiño, mi piel tiene escamas, mis ojos están desorbitados, mi nariz parece una zanahoria y mi boca exhibe caninos grandes y deformes. Sin embargo, lo que en verdad me da asco de mí mismo es lo que hago. Cada semana devoro un niño; eso me brinda un placer sublime. Está mal, lo sé, pero es mi venganza contra esta sociedad hipócrita y abusiva.

Los autores: Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar

Nuevos tiempos - Laura Ramírez Vides


Siglo XX, cambalache; siglo XXI, frenesí.
Me siento rara, mal. Me estoy mareando. Empiezo a temblar. Un cosquilleo extraño se apodera de mis manos; se me duerme el brazo izquierdo. El corazón se desboca, respiro agitada. Definitivamente estoy mareada. ¿Me bajó la presión como de costumbre? Soy de presión baja. No, por primera vez en mi vida me subió. Al menos eso me dice la enfermera que tiembla tanto como yo mientras insiste en estrangular mi brazo; no sé si lo hace para reconfirmar los valores o para ver si reacciono ante el dolor. Trato de levantarme de la silla, quiero escapar pero no puedo a la vez que me aferro a los apoya brazos buscando seguridad y, al hacerlo, las manos adormecidas empiezan a doler. Al menos volví a sentirlas, hace instantes estaban totalmente entumecidas. Me ahogo. Quiero llorar o gritar pero ni siquiera puedo hablar. Sólo temblar. Los que están a mi alrededor me miran, fijo. Sus caras reflejan miedo. Siento que todo mi cuerpo está acelerado; sin embargo el tiempo pasa… ele-e-ene-te-o. ¿O será que todos corren? Traen agua, gaseosa, sal, azúcar. No se deciden, y a mí que me ofrezcan todo junto me está revolviendo el estómago. Llaman a la ambulancia, no logro escuchar; o tal vez sería acertado decir que no logro entender qué le dicen al servicio de emergencias.
Y bueno, hasta acá llegué; pienso. Me infarté.
Ataque… pero no de corazón; de pánico.

Tomado de: http://elpatiodelamorocha.blogspot.com/

Sobre la autora: Laura Ramírez Vides

domingo, 28 de octubre de 2012

El largo minuto y medio – Héctor Ranea


Es un pasillo iluminado adelante. ¡Qué lindo verlo lleno de bibliotecas llenas de libros! ¡Veo títulos que me gustan, que me gustaron siempre! Y adelante esa hermosa rubia de pelos largos hasta la cintura, con los atributos moviéndose al compás de una música. ¿Qué música es? Peterson, Oscar Peterson. Tal vez. Suena Bach. Pero eso fue en el tramo de las bibliotecas. Ahora es The Beatles, ¿escucho one after nine o nine o I´m the walrus? Pero recuerdo que eso fue en el pasillo cuando miraba la piscina desde abajo, con el vidrio me permitía mirar las piernas a las chicas desnudas. Entonces tocaban en las máquinas esas canciones, aunque no. Tal vez no. Quizás fuera la Séptima de Beethoven. Tal vez. Ya no recuerdo. Fue hace tanto tiempo. Y ella siempre ahí, moviéndose toda delante de mí, sin darse vuelta y recortándose en silueta, su silueta, contra la luz. Ahora paso por un bar. ¿Están ellos? Quién sabe. Es ya tarde.
Y libros. Libros. ¡Cuántos!
¿Cuánto hacía que no veía tantos libros? Toda una vida. Pensar que pasé tanto con ellos y después tanta carencia. Ella dobla en un recodo del pasillo, pero si llego ahí casi seguro que no hay camino a seguir, ya lo sé. He caminado estos pasillos mucho como para no darme cuenta qué sucederá. Y lo que sucederá es sencillo. En algún momento ella volverá, siempre de espaldas. Todo es retorno, porque en el pasillo ahora aparecieron los discos que también me acompañaban cuando leía, cuando amaba. ¡Cuánto dedique a hacer el amor! ¿Será ella, que ha vuelto? No recuerdo bien qué pasó entre nosotros para separarnos. Pero no debe haber sido tan grave. Tal vez me espere en una de las bifurcaciones. Espero que sí.
Mientras, veo que el jardín esta bellísimo y la música de Mahler la están tocando al borde del pasillo, el sueño de mis años maduros, me detengo para escucharlos pero, esto ya me ha pasado, se detiene la música conmigo. Debo seguir.
Y de repente en la luz que casi me ciega, aparece ella, desnuda, bella. La luz.
—Anote eso. El criminal dejó de soñar a las 5:21 AM.
—¡Qué curioso! Es primo hecho de primos…
—Cuídese, a éste lo mandaron a decapitar por mucho menos que mencionar los números primos. Que quede entre nosotros.

¿Me quieres? - Débora Tamara Schvartz


Aburridos, cansados de dar vueltas por ese pueblo en el que viven con rótulo de ciudad, se recostaron en el pasto verde de la única plaza del lugar. Ella apoyó su cabeza en el vientre de él y mirando el cielo preguntó: ¿a quién quieres? El joven, con una sonrisa repreguntó: ¿acaso quieres que te responda “a ti”? La muchacha sonrió. Sólo quiero que me respondas —le dijo y siguió— no hay tanta ciencia detrás de la pregunta.
¿Qué es querer? – preguntó el muchacho. Tras un largo silencio continuó: Sabes… querer implica cierto grado de posesión, si te quiero es porque pienso en tenerte; o tal vez comprarte, o alquilarte, esperar a que alguien me de cómo obsequio tu persona. Si digo que te quiero, estoy diciendo que aún no te tengo y te conviertes en deseo, en algo que pretendo conseguir, en un objeto.
Yo te quiero —lo interrumpe ella.
Él se corrió del lugar para mirarla: ¿entonces no me tienes?
Yo no te compré, no te alquilé y nadie me regaló tu persona —dijo y lo abrazó— además, aún te deseo y deseo tenerte, aún eres mi anhelo. Mi idea no es que ya te tengo, mi idea es tratar de conseguirte siempre; si te adquiero como objeto, te conviertes en eso y pierdo el interés al tiempo o te colecciono junto a otros, como quien colecciona estampillas. O, peor aún, te vendo o te permuto y me desligo del asunto.
Cuando consideras que ya tienes lo que deseaste, pierdes esa magia que tuviste al usar todo tipo de estrategia para conseguirlo, sea cual fuere la misma. Para resumírtelo de una vez, te quiero porque si dejara de quererte algún día todo mi interés desaparecería y serías algo en desuso o gastado o roto, algo que deba tirar o guardar en un cajón para que, a lo sumo, no te pierdas. Te quiero entonces porque si asumo que ya te tengo completamente, dejarás de interesarme para buscar otro interés.
Y él la besó, como quien calla cuando se da cuenta de que ha sido superado.


Acerca de la autora:
Débora Tamara Schvartz

jueves, 25 de octubre de 2012

La otra fundación - María Pía Danielsen



Cuando el tiempo no existía, o más bien cuando el tiempo era tierra de suelo y naturaleza, conjunción concentrada en manantiales y esteros, la Pachamama la fundó en sus sueños. No una vez. Tres veces. Guiada por Amaru, serpiente alada que atrapa la vitalidad del agua en ríos o vertientes y lleva los componentes de la vida escrito en sus escamas, la ubicó a la derecha del río que atraviesa la llanura. La hizo a su imagen, sencilla y proveedora, pero por sobre todo fecunda. Le donó su esencia femenina que engendra y proteje.
Con la sapiencia de lo inevitable y los dolores del inicio, amalgamó formas, tradiciones, razas y creencias. Fusionó deidades, santos, vírgenes, pueblos originarios, conquistadores, aventureros, música, bailes, rezos y alimentos.
La soñó eje del sincretismo cultural del norte y centro de Argentina: Ciudad Madre de Ciudades y cuna del folclore.
La Pachamama aun duerme y sueña. La Muy Noble Ciudad de Santiago del Estero la cobija en su regazo.

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

Sobre la autora: María Pía Danielsen

miércoles, 24 de octubre de 2012

La primera - Paloma Hidalgo Díez


Por la posición del sol yo diría que apenas son las ocho de la mañana, nos han obligado a dejar el corral en el que hemos pernoctado tras un sonido seco que ha roto el aire, pero a pesar de la confusión inicial, ya me he orientado y sé lo que tengo que hacer. Los otros miembros de la manada corren siguiendo a los cabestros, yo no pienso hacerlo, de prisas nada, no voy a llegar con la lengua fuera para demostrar que poseo una rapidez envidiable, ni un estado de forma óptimo. No me importa que se lleven los aplausos, la gloria de atravesar la marea humana contenida tras las barreras, a mi me gusta fijarme en el ambiente, en los colores, y eso lleva su tiempo. Además tengo las patas más cortas, y al parecer algo más de cerebro que esos locos a los que ya he perdido de vista. El espectáculo es fantástico, me gusta el bullicio y estoy disfrutando de la fiesta, y aunque luego dirán que nosotras no valemos para esto, que es cosa de toros, que las vacas mejor a dar leche y a criar terneros, me llevo el orgullo de ser la primera y seguramente, la única.

La autora: Paloma Hidalgo

Libre de plagas - Alejandro Domínguez


Habían quedado de verse afuera del Instituto de Trabajadores del Seguro de Accidentes. Eran cuarenta y cinco minutos pasadas las dos de la tarde; quince de retraso; quince de incómoda espera. Faltando diez minutos para las tres de la tarde, decidió entrar a la recepción para preguntar por su amigo. No había ido a trabajar y no se podían comunicar con él. Pensó en ir a buscar a su amigo al departamento en donde vivía, a unas cuadras de ahí, y fue eso lo que hizo. Arribó a su departamento en Calle de Oro. Observó que del viejo edificio salía un grupo de hombres con máscaras y tanques; exterminadores aparentemente. Pregunto por su amigo al portero. Éste le respondió que no lo había visto salir, a pesar de haberlo visto entrar la noche anterior. Le ofreció abrirle el departamento a cambio de unas cuantas coronas. Subieron en el lento ascensor al quinto piso y el portero abrió la puerta del departamento. Un fuerte olor a veneno cubría todo el lugar. Su amigo no apareció por ninguna parte.

El autor: Alejandro Domínguez

Cita a tuertas - Ana Caliyuri & Ada Inés Lerner


Hizo una cita a ciegas. Bah, algo así como a “tuertas”; estaban sus fotos en la red social y las creyó a pie juntillas. Ella se aproximó al espejo y se sintió reconfortada al ver la imagen que éste le devolvía.
—Margaret, estuve mirando las fotos de Richard. Es un tipo común, de lo más común.
—Madre, es eso lo que busco.
—¿Y vos que foto publicaste?
—Eh…
—Me imagino, no es la primera vez que levantás el avatar de tu prima…
—Y bueno, madre.
—No entiendo porqué lo hacés, sos muy bonita.
—Lo miro a cierta distancia, si no me gusta me vuelvo sin presentarme.
Margaret salió de la nave espacial cruzó la ruta y tomó el ómnibus a la ciudad. En la ventanilla miró de reojo su peluca rubia y sus lentes oscuros, las manos en los guantes.
—Quizá sea corto de vista y yo pueda simular —musitó.
Sus compañeros de asiento no dieron señales de sorpresa ni rechazo. Lo reconoció por la flor roja en el ojal, un sombrero de paja y anteojos negros espejados.
—¡Venusino! —se le escapó en voz alta. Él giró la cabeza y la descubrió con sorpresa y agrado. —¡Igual que vos! ¡Y qué bonita te ves!

Conozca a las autoras: Ana Caliyuri , Ada Inés Lerner

Ilustración: Jock Cooper

lunes, 22 de octubre de 2012

Sospecha — Cristian Cano


—Salió a las doce de la noche en punto ¿Para qué? —dijo.
—Con eso no me convences. Qué más.
—Bajé al baño y dejé todo como estaba, para qué iba a desarmar todo. Menos mal que dejé todo ahí. Es difícil volver a enfocar. Para la próxima voy a ver si lo puedo grabar.
—¿Pero qué hizo al final? —cambió el auricular de lado.
—¡Esperá, que te estoy contando! ¿Querés saber, o no? —dijo Héctor mientras volvía a entreabrir la cortina del primer piso.
—Seguí. Te escucho.
—Ni bien termino de subir, lo veo que entra y deja la puerta abierta. Me quedo mirando y veo que no pasa nada. No sale. A esa hora y con la puerta abierta de par en par. A veces me pregunto si no quiere que lo roben. En fin, enfoco para ver con menos zoom y me doy cuenta que sale otra vez. Camina hasta la vereda y saca un cigarrillo que no prende. Sólo lo mira.
—Héctor, qué querés que te diga. Está esperando a alguien. Dejáte de joder con andar espiando a esa gente, porque te van a meter una denuncia. Hacéme caso. ¿Cuántas veces me llamaste ya? ¿Diez, quince veces? —le dijo ella.
—No me estás escuchando.
—Sí que te estoy escuchando, Héctor. Hace quince días que te vengo diciendo lo mismo —dijo ella.
—No lo viene a buscar nadie, Norma. Nadie —soltó las cortinas y se sentó en la cama—. Todas las veces que me recordaste que lo único que mi vecino estaba haciendo era tomar un poco de aire fresco, terminaron por contradecirse. Ahora hay una llovizna. Hace frío, Norma. Bajo cero.
—Bueno, Héctor. Atornilláte al lado de la ventana y mirá la casa de tu vecino toda la noche. Yo voy a colgar porque no doy más.
—Bien. Gracias por escucharme ¿Mañana te puedo llamar? Hoy lo tengo que enganchar. Sospecho que algo va a hacer. ¿Te llamo? —el tono monocorde ocupaba la línea. Héctor Cralos observó el engrasado plástico en la cubierta del teléfono y alejándoselo de la cara, dejó ver en sus mejillas un tinte enojo. Tiró el aparato en la cama y se arrimó a la ventana. Introdujo dos dedos en la división de la cortina e hizo a un lado la parte derecha. Sólo un centímetro bastaba para que el rayo de su mirada escudriñase el frente de la casa de ese extraño personaje. Héctor sintió frío en sus piernas. Estuvo horas espiando y hablando telefónicamente con algunos amigos. No podía olvidar a Norma, ella había sido la más ácida de las comunicaciones de la noche. Cerró la puerta de su pieza y arrimó una silla. Estaba seguro. Apostaría su brazo derecho que al pasar la media noche, iba a terminar de atar los cabos sueltos que el vecino le dejaba. Cuando miró el almohadón de la cama, una luz surgió por entre las telas. Corrió la sección de cortina con la misma técnica. Dos dedos. Lento hacia la derecha. Había salido con un cigarrillo anclado por detrás de la oreja. Sin duda esperaba algo importante. Sin saber por qué, Héctor bajó las escaleras de su casa, con un motivo desconocido en la punta de sus dedos presionó la tecla para encender la luz de la cocina. Daba la gran casualidad que también él había colocado cortinas, estas más oscuras y rígidas. Abrió la heladera, también sin saber por qué y observó, nervioso, un pequeño paquete de fiambre y queso. Pensó y sin dudarlo salió disparado hasta la ventana <<Dejaste la heladera abierta>> Sabía que si había un momento importante, era ese. Tenía una desventaja: La cortina se movía mucho si la tocaba con dos dedos. Habría que implementar una nueva técnica. La novedosa labor sin dedos, sólo con los ojos a través de las rendijas y las uniones. Acercó la cara al cuadriculado bordó y marrón, con esos cinco milímetros bastaba para crear el mejor puesto de observación y punto de vista. Una fría sensación le cubrió el cristalino ocular. Ahí estaba, como lo había sospechado tantas veces. Cigarrillo en mano, bajó a la calle. Los pequeños fogonazos del encendedor debelaban una posición cada vez más cercana. Luz. Más cerca. Luz. Luz. Más y más cercanía. Hasta ver sus ojos. Flameados ojos danzantes al compás de un brillo punzado. Penetrantes. Una pitada y, unos ojos. Un vapor de aliento por el frío del exterior. Otra pitada que dejaba ver esa otra mirada, y más pasos. Hasta descubrirlo subiendo este lado de la acera. Hasta verle los gestos en una aletargada cercanía que no culminaba como imaginaba, más que en un escalofriante rictus incomprensivo, de locura y maldad. Héctor corrió hasta el primer piso, dándole un manotazo a la tecla de la luz y cerrando la puerta a la pasada. Pensaba que dejar a oscuras la cocina, podía detener el paso firme de su vecino. Deslizó los tres pasadores de su pieza y echó una vuelta de llave. Marcó el número de Norma sin mirar el teclado y esperó.
—¿Sí? —dijo Norma.
—Norma, está afuera. Lo vi afuera. Me quiere hace algo.
—¿Héctor? —gritó enojada—. Estoy tratando de descansar. Ahora no puedo escuchar tus cosas.
—Está afuera, llamá a la policía —los golpes en la puerta de chapa despertaron al perro—. ¡Te digo que está afuera!
—Mirá, tengo que dormir. Seguimos mañana —le dijo. Estaba cansada. Siempre intentaba calmar a su amigo. Esa noche estaba algo cansada de que no le hiciese caso a lo que siempre le decía.

Acerca del autor: Cristian Cano

sábado, 20 de octubre de 2012

Como cuando - Fernando Andrés Puga


Como cuando llegaste de aquel largo viaje tuyo y apenas se te distinguía de tan flaca detrás del vidrio esfumado de la puerta de calle, con el polvo entre esos pelos revueltos y tan negros y tus mejillas apenas salidas de la adolescencia y tan chupadas, como cansadas de haberse quedado sin aire en la larga peregrinación que habías empezado aquel día de marzo, subida a ese camión entre papas, cebollas, zapallos..., en busca de ti misma.
O como cuando no te decidías a tocar el timbre en el quinto B de la calle Amenábar y te arreglás el pelo, el cuello de la blusa, buscás una pastilla de menta en el bolsillo, tan seca la boca que no vas a poder, frente al espejo de ese amplio hall al que llegaste diez minutos antes de la cita, esa impuntualidad al revés, por no hacer esperar, los nervios de que pueda pasar algo en el camino y me demore y por las dudas... pero nada, no sucede más que tu impaciencia por sacarte de encima la cita, tu apuro. Sin embargo son más de diez los minutos que transcurren desde el primer intento de apoyar el dedo en el timbre y aún das vueltas y cuentas las baldosas y vuelan tus pensamientos vaya a saberse dónde, te distraes y entonces tu dedo índice decide por vos y toca.
Como que perder ese impulso te sacó de nuevo del camino y entre los matorrales te escondiste por creer que alguien te seguía de cerca con el objeto de sorprenderte y con una soga apretar fuerte tu garganta hasta quitarte la respiración, hacerte sentir la muerte ahí, al alcance de la mano como queso en ratonera y la trampera que se cierra y quedás atrapada entre barrotes que no se pueden doblar por más que te esfuerces..
Como donde dormías de niña, entre la basura que amontonaba el viejo y los bichos que la disfrutaban como elixir que da vida y juventud, ahí, con los otros apretándote, lloriqueando, ay, de hambre o calentura en la frente que no deja dormir del ruido que hace crujir las tripas y entonces una mamá, o quien sea, que trae algún abrazo que todavía le quedaba por ahí y a todos como si fuéramos uno nos estruja susurrando algo que vaya a saber si alcanza para ser canción de cuna.
Como quien fue el que se hundió entre esas piernas blanquitas todavía y en el callejón te acomodó entre dos chapas y de prepo y sin más arrancó la pollera con bombacha incluida que fregás y fregás en la palangana ahora y queriéndole borrar esa angustia pastosa que no termina, no podés de tan sucia y tan rota y tanto que dolió y no se olvida.
Como porque nadie entendía lo que hablabas dando señas desde adentro del agua y entonces te perdés entre burbujas de aire que escapan de tu boca y te vas reblandeciendo hasta llegar a no ser más que barro en el barro del fondo y pasa una vieja que succiona lo inservible y allá vos, con tu vida y tu carita que se destiñó de tanto llanto.
Como cuando rompiste bolsa y goteaste hacia la luz sin saber lo que vendría y a pesar del espinoso sendero, contra molinos o contra toros o contra bolas de nieve que bajan desde la cima y es un único alud que arrastra tanto tiempo perdido en insignificantes cavilaciones, y terminás revuelta, una más en el último guiso, bien condimentado y espero que a Su Señoría le guste, ¡Oh, gran Zeus! Padre y verdugo de todo lo que en este mundo es.

Acerca del autor: Fernando Andrés Puga

Sin paradojas – Héctor Ranea


—Me olvidé lo que iba a escribir —se dijo el escritor, sentado frente a su computadora—. ¿Y ahora? ¡Ahora lo perdí, perdí un buen comienzo de cuento! ¡Y todo por mirar esa canción en Internet y no esperar! —se lamentó.
Pasó un minuto frente a un cuento viejo que brillaba en la pantalla como un estúpido. Comenzó a leerlo en voz alta, pues no lo recordaba:
—El joven tomó a la mujer por la cintura con ambas manos, aunque al ponerla en movimiento levantó la izquierda como para revolear un pañuelo que se le antojaba rojo. (¿Eso escribí? ¿Cuándo lo escribí? ¿Era una mujer o un maniquí?). La mujer marcó el ritmo, aunque debía ser él quien lo hiciera. Los jurados lo notarían, seguramente, descontarían los puntos y, dado que ya las parejas contendientes los habían derrotado, por poco pero lo habían hecho, perderían todas las chances. Él notó que su pareja lo miraba con cara de: “¿nos lanzamos? Total, perdidos por perdidos”. Y él accedió, para lo cual volvió a tomarla con las dos manos y la alzó un palmo del piso, en un movimiento heterodoxo, y le dio como si fueran muñecos a cuerda. (¿Cómo hice para escribir esto? ¿Estoy leyendo lo que pienso o estoy viendo que lo que pensaba el personaje era lo que yo leía en el cuento que había escrito hace unos meses? ¿Estoy leyendo lo que debí escribir recién, antes de olvidarme?). La pareja, mientras volaba, hizo dos o tres piruetas con sus piernas, como si nadara la canción, que era lo que originalmente hacían sus ancestros el día de la celebración. Los dos notaron, con el rabillo del ojo, cierto movimiento de incomodidad en los jurados. (¿Esto es un cuento de bailarines o de pueblos que bailan? No recuerdo haber escrito esto, juro que no lo recuerdo. Nada, nada). Entonces se produjo la paradoja —leía el escritor—: el escritor tenía ante sí el cuento escrito mientras estaba seguro de haberlo perdido en la memoria. (¡Esto no puede ser! Yo no escribo así). Ella y él enseñaron a sus alas a volar en ralentí y el jurado, airado, les hizo llegar la descalificación sin hesitar, por medio de un halcón peregrino que no tenía otra identificación que una concha de peregrino tatuada en la córnea. (¿Estoy volviéndome loco o me describo a mí mismo como un halcón? ¿Yo viví esto de niño? ¿Los descalificaron a mis padres, que sabían volar cuando bailaban?). Su concha de peregrino colgaba de un adorno en la chimenea.
Ínterin se hizo la noche. La máquina entró en modo de hibernación, estaba tibia. Por los parlantes todavía podía escucharse un ritmo pegadizo y contagioso. El escritor, casi con vergüenza, guardó el cuento en una carpeta especial para mandarlo al concurso de baile donde lo leerían para que un músico le ponga música. Era una oportunidad única y no la perdería.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

jueves, 18 de octubre de 2012

El alma en pelotas - Daniel Frini


Apagó la luz de afuera de la casa, cerró la puerta, miró la calle, con temor. Hacia el río y en el horizonte, una línea apenas más clara que la noche marcaba el amanecer próximo. Hacía frío. Apretó a su bebé contra el pecho y tapó su cabecita con la vieja manta. Tomó del piso el bolso con la ropita de su hijo y se lo colgó del hombro. Caminó las ocho cuadras hasta la avenida, esquivando barro y charcos. Algún perro ladró, no muy lejos, en el barrio quieto.
Subió al colectivo, repleto a esa hora temprana. Un obrero le dejó el primer asiento. Musitó un gracias vergonzoso y se sento pidiendo disculpas, mientras acomodaba a su bebé y sostenía, fuerte, las manijas del bolso. La noche había sido mala. El miedo y esa sensación de «están a la vuelta de la esquina» no la dejaron dormir y ahora, el ronrroneo del motor la acunaba invitándola a cerrar los ojos. Un reflector la despertó del todo y el miedo volvió ¿Policía o ejército? Milicos. Peor. Hicieron bajar a todos y los revisaron, uno por uno. Antes de llegar a ella, habían separado a cuatro hombres. El que la revisó, sin hablar, la miraba con desconsideración. Allí no habría piedad. La palpó a ella, al bebé y le hizo abrir el bolso. Sacó pañales, maicena, hipoglós. Ella cerró los ojos y se mordió el labio. El hombre siguió con otros.
Llegó al centro y entró al pequeño bar. El hombre la esperaba en una mesa del fondo. Tomó el bolso, volvió a sacar la ropa (Es igual al otro, pensó ella). Sacó los panfletos que estaban bajo la ropa y se fue. Tampoco habló. Ella, sopesando las dos monedas que le quedaban, pidió una leche caliente para su hijo.

Acerca del autor: Daniel Frini

Casi fue gol – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


El pelotazo le pegó en la nuca, haciendo que el cerebro se le estrellara contra la frente y los ojos le bailaran en sus cuencas. Cayó contra el césped, arrancando pasto y tierra en medio de un alarido desaforado que se confundió con los gritos de sus compañeros de equipo que lo culpaban de haberse interpuesto en el camino de un gol seguro. Él apenas si escuchó algunas de las vulgaridades mientras su cara reconstruía el suelo de la cancha en su hundimiento. Quedó tendido durante largo rato, tratando de asimilar lo que había pasado. De pronto sintió una patada en las costillas. Otra patada en la pierna derecha. Otra en la cabeza. Y muchas más. El dolor lo destruía; sus propios compañeros lo estaban haciendo trizas, a vista y paciencia de todos. Sintió, entonces, que se encogía, que su cuerpo se convertía en una bola, que le daban un poderoso puntapié por detrás y lo enviaban volando a gran velocidad hacia el arco contrario. Percibió que alguien gritaba: «Go…». Pero no, pegó en el palo y se reventó. Esto provocó que muriese, debido a una fuerte contusión en el cráneo.
Ese día su equipo perdió por goleada.


Acerca de los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

Una de piratas – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Un turco (sirio, da lo mismo), Abziz Kemal Agak, navegaba por el Mediterráneo (o por el Egeo, da lo mismo), perdido en la neblina procurando pescar de algas fumígeras (flamígeras, da lo mismo), de las que sirven para embarazar ballenas blancas (u orcas, da lo mismo), pero lo hacía con un colador (o cedazo, da lo mismo) roto (o sano, da lo mismo) en la mano. De pronto, de la nada (o del fondo del mar, da lo mismo) emergió Gancho Lafirma, enviado por el comisariato de conjeturas de necesidad y urgencia (o de turgencia, da lo mismo), quién tomándose los testículos como en un acto de fuerza mayor, salió en defensa de los cetáceos.
—A decir verdad —dijo Gancho Lafirma—, desde acá, desde el carajo, tengo tantas dificultades para navegar como para mantenerme en pie. Desde que el recordado capitán (u olvidado, da lo mismo), Ahab el Tuerto, se le ocurrió navegar los procelosos mares del Sur (o del Norte, da lo mismo), los vendavales no nos dejan muchas cosas en la barriga (o la panza, da lo mismo). Sobre todo desde el carajo. Sobre todo desde el carajo, repito. Navego solo, se podría decir, ya que acá no caben muchos y a veces peleo con los albatros (o los petreles, da lo mismo) el mendrugo que me alcanzan dentro de la vejiga de potro o el buche de ñandú. ¡Qué carajo este puesto de vigía (o de guardía, da lo mismo)! Encima, las ballenas blancas (o color tiza, da lo mismo) escasean y quiero encontrar la más bonita para pintarla de azul (o de fucsia, da lo mismo) y volver a engañar a Ahab. Es que la lucha entre piratas se está llevando lo mejor de la juventud acuática al fondo del mar. Literalmente. Un día, sin ir más lejos, vi cómo tiraban a Mariano Marcapasos, el grumete favorito de Ahab, para servir de carnada a las famosas pirañas de mar. Lamentablemente, la leyenda, puedo afirmarlo, es cierta. Nombraron grumeta a Mariana, en medio de sus gritos de dolor y desolación por lo desolado de su entrepierna. Esa es la misma Mariana que luego terminaría siendo la mujer de Sandokán, esa que lo dejó por bruto (o porque se murió, da lo mismo). En fin. Navegar, no sé si navego, pero al menos zafo de la ira de los novelistas —concluyó Gancho Lafirma ante un atónito turco que se había puesto el colador en la cabeza y veía chorrear algas por sus mejillas.
—¿Habla en serio? —atinó a decir Agak.
—Claro. Y no es poco —replicó Gancho.

martes, 16 de octubre de 2012

Amigos – Ada Inés Lerner


Esta mañana caminaba por la plaza, recorría sus veredas centrales cuando me crucé con un ser poco convencional. No me asusté. A mi edad he aprendido que son más peligrosos los “normales”.
Aquellos que detrás de un escritorio conspiran por una oficina más grande, por un cartelito en la puerta con su nombre en letras doradas. Temo a los que ambicionan una casa tan grande que no les alcanzaría el día para recorrerla.
Un automóvil tan poderoso que difícilmente pueden controlarlo.
El caminante de la plaza era un joven con una mochila de tela en un hombro y una guitarra en el estuche; sonreía a las mariposas, saludaba a los pájaros con su mismo canto y caminaba al compás del sol que ascendía en el cielo.
Me saludó con cordialidad, como corresponde a los pares, y siguió caminando hasta que desapareció entre las flores.
Estoy segura que podría ser mi amigo, uno más de mis amigos, de los que se abrazan con los álamos plateados o los aromos en flor, los que recorren el cielo en globo o los que juegan con los delfines.
Yo podría regalarles mis mejores palabras y ellos sus melodiosas notas, sus sentimientos más caros o mis lágrimas azules. Todo eso que nadie podría comprar y nos sumaríamos a nuestros sueños para poder volar.


Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

Inaugural – Héctor Ranea


—Estese alerta, don. En cualquier momento le anuncian que vuela y tiene que volar.
—¡Pero cómo! ¿Cómo que tengo que volar? Esto es para hacerme pasar vergüenza, ¿cierto? Acá alguien se quiere vengar y me dan este hueso duro de roer.
—Si quiere hueso, le sirvo después. También tengo. Pero por ahora concéntrese en volar y después hablamos de qué comer ¿entendió? Si no vuela estamos jodidos. Usted no come y yo no sigo.
—¿Qué es esto? ¿De qué carajo me habla? ¿Cómo pretende que vuele, diga?
—Haga lo que le enseñé, por favor. ¡No me falle!
—¿Qué me enseñó? ¿Cuándo? No recuerdo nada.
—¡Vamos, no me haga eso, che! Es el pánico escénico. Verá que una vez ahí, despliega las alas y vuela. Es fácil, míreme —y el canario sin plumas revolotea sus alas imaginarias, es difícil captar la escena con el escalofrío que me viene.
—Si no vuelo, ¿me matan?
—Algo así. Lo olvidan en la estacada, que es más o menos lo mismo.
—Discúlpeme pero no lo veo así. Una cosa es que me olviden, otra es que me maten. De verdad que lo veo diferente.
—¡La puta! Con lo que está en juego y me viene con figuras semánticas. Si ellos lo olvidan, sonó, ¿está claro? No come, no duerme, nada. Deja de existir, que es lo mismo que estar muerto, sólo que peor, porque no lo está.
—¡Rápido, dígame cómo volar!
—Ya lo llaman. Vaya y muéstreles lo que sabe hacer, ¡vamos!
—¡Carajo! ¿Para qué sirve el libre albedrío?
—¡Para volar! ¡Vamos!
—¿Por qué tengo que volar?
—¡Basta de filosofía! ¡Vuele o le cosen las manos al culo!
Volé, hay que decirlo. Medio como una gallina sin cabeza al principio. Ahora vuelo como un águila, pero sigo sin entender qué sentido tiene todo esto.

El autor: Héctor Ranea

La isla – Miguel Aguilera


Hace frío. Ya se nota en los amaneceres, en el retraso del sol al asomarse, en la piel cuando es sorprendida por las primeras luces del alba. Y pienso que todo sigue igual. Abro los ojos y veo la tenue luz del nuevo día atravesar la persiana de la habitación. Tras levantarme observo a los almendros aún dormidos, los rosales llenos de rocío, y al perro durmiendo a la par de ellos. La soledad también despierta. Se ha vuelto casi un mimo perfecto. Donde voy, donde permanezca, haga lo que haga, allí está, sentada a mi lado, susurrándome al oído, a milímetros de mi espalda.
Las primeras bombeadas de agua arrojan un líquido frío y cargado de vida. Me lavo a consciencia mojando mi rostro, el pelo, la barba, inclusive mis axilas. Siento frío, pero a la vez siento a la vida recorrerme las venas. Tras secarme observo las sierras que recortan el horizonte. Ya es otoño, me digo. Y sí, el otoño comienza a hacerse presente pintando de a poco las hojas, recargando de humedad al viento, tiñendo los cielos de grises, apaciguando el ir y venir de los animales. Es la bandera de aviso que indica la próxima llegada de un invierno que aparentemente será cruel, y silencioso.
Sentado a la mesa, tomo mate. Miro al perro a los ojos y el animal mueve su cola. De algún modo, en ese diálogo primitivo entre humanos y perros, hay una camaradería de grandes amigos. Él lo sabe, yo lo sé. Nos sorprende el sol posándose sobre las sierras e inundando la cocina de luz anaranjada. Ambos nos quedamos mirándolo. En ese momento pienso en cuánta cuerda me hubiera gustado darle a tú corazón ajetreado, cansado, disminuido. Juro que haría eso cada día de mi vida si me fuera posible, pero no, no pude. Por más que ahora estire las manos y con ellas quiera atrapar imágenes en mi memoria siento que el intento es en vano. La muerte te ha llevado y me ha dejado la soledad en tú reemplazo.
La tristeza no es por tú ausencia, es por lo insignificante que siento mi vida al no compartirla contigo. Creeme, si me estás escuchando hazle caso a mis pensamientos, después de todo ellos son los que dicen la verdad de cómo me siento, ellos son los que filtran todo lo que mi corazón se permite sentir y lo que el dolor le transmite. El perro coloca su hocico sobre mis pies. Acaricio su cabeza, le hablo. Al mover su cola pienso fugazmente que sabe de mi dolor, que escucha mis pensamientos ¿Por qué no? Tal vez el animal tenga esa percepción que otros humanos no tienen. Tal vez te perciba a ti, y en eso sí que lo envidiaría y odiaría. Continúo acariciando su cabeza y ambos nos miramos a los ojos. Ojos de perro azul, así, como lo describiría García Márquez.
Salgo a la galería y riego tus plantas. Parecen no echarte de menos, es que hago bien el trabajo que me enseñaste: les remuevo la tierra, las abono con el regalo de las vacas, las riego respetando sus tiempos, las roto al sol para que la dosis sea justa y no dañe sus hojas. Se han acostumbrado a mí. Puedo percibirlo. Pero hay momentos, cuando estiro la mano y tomo una maceta, que me parece ver tú mano blanca, con motas propias de la edad, con tus uñas cortas y arregladas, tomándola con cariño y acercándola a tú pecho. Es ahí, justo en ese momento, que me quiebro. Una punzada me recorre de cabeza a pies pasando por todo el eje de mi cuerpo, y como si de una lágrima de sirena se tratase, mis mejillas se inundan de bronca y dolor, pero no de compasión. La impotencia de no poder traerte de nuevo, de no poder tocar tus pequeñas manos, de jamás volverte a mirar a los ojos.
El otoño ya se instaló. Con él llegan los días cargados de humedad, los vientos que juegan con la hojarasca, la desaparición del trino de muchos pájaros, y amarillareá mi corazón. Te prometo cuidar de tus plantas. Envolveré a las que lo necesiten, cortaré las hojas caducas de las que lo requieran. Si algo me olvido la soledad me lo hará recordar en las tantas horas que compartiremos. Quiero que te quedes tranquila, habrá muchos otros otoños sin ti y aún así, siempre estarás aquí, en el mar muerto que has dejado, en esta isla que estoy habitando, en éste micromundo que se ha construido.

Tomado del blog Las colecciones de Literato

Acerca del autor:
Miguel Aguilera

sábado, 13 de octubre de 2012

Los ojos de buda - Mónica Ortelli


Falta poco para que amanezca y no durmió; ha estado leyendo lo que siempre lee en la víspera. Como agua de pozo en medio del follaje, la lectura lo sosiega. Valgan el temblor y la fiebre de días anteriores, el privilegio de este día.
Se prepara: lucirá un atavío principesco; por elección, irá descalzo. Escucha música afuera; oye también voces silenciadas que más tarde, cuando él termine, se llenarán de júbilo.
La claridad sin sol lo llama y sale. Contempla el caserío, más abajo el hilo de agua serpenteando el bosque, los cultivos y las montañas todavía oscuras. Los ve desvaídos por la bruma gris del alba y apresta sus ojos tan despiertos. Necesita embeberse del lugar para que sus manos se impregnen con la magia. Mira hasta embriagarse de paisaje como se ha embriagado tantas veces en desdicha. Mira para que al pintar los ojos, éstos deseen mirar porque ya conocen.
Cuando el sol asoma vibran címbalos y él camina con majestad hacia la estatua: feliz, casi como si la llevase a ella de la mano. Sube espejo, pigmentos y pinceles al andamio. Abajo, sólo los mantras acompañan: nadie osará mirar mientras se crea lo sagrado.
A la hora de la Iluminación, el pintor descansa su mano unos segundos en el pecho, donde guarda las cartas que relee, y luego, de espaldas con pinceles al hombro y enfrentando el espejo, despliega su arte. Pinta los ojos a la estatua. Pinta lo que ha conocido tanto, lo más bello: el valle natal, las montañas azules, la sonrisa en los ojos que un día dijeron hasta luego, sin saber que era adiós.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

Acerca de la autora:
Mónica Ortelli

Cotidianidades - Pablo Moreiras


Hacer la cama es como ordenar el mundo, cada mañana, con la nueva luz y la presión de la sangre estrellándose contra las paredes del corazón, descubrir el lecho de los sueños y limpiarlo de pelos y señales, rastros de realidad desprendidos por lo vivo antes de cruzar los portales de lo eterno, es ordenar la vida, preparar el cielo y las pupilas, estirar las sábanas en un gesto de supervivencia, alisar la colcha sugiere algo así como el amor, o la ternura de esponjar las almohadas hundidas por el peso de los sueños, restaurar el mundo, rehacerlo al capricho de nuestras manos, hacer la cama es casi un ritual, casi un exorcismo para la piel que anuncia su regreso si el crepúsculo la salva una vez más, y sin embargo, las sábanas deshechas, la colcha arropando el suelo, los rastros descubiertos por la luz, naturaleza muerta que conmemora lo ya pasado aún humeante entre las brumas y los fantasmas en disolución de la mañana, desordenar el mundo es también un acto humano, orden y desorden de la razón, porque el mundo nada, el mundo discurriendo, el mundo ajeno a lógicas, filosofías, psicoanálisis y morales, el mundo y su secreto matemático, y la vida y el olvido medidos en años-luz y en cómo brillan las estrellas. Y Dios, un sarcasmo de lo absurdo, recogiendo miedo como peces con sus redes de silencio -quien calla otorga- y los hombres que gritan, hechos y deshechos, y la vida sigue, impertérrita, y atrás quedan, tras puertas y llaves, las realidades más anónimas, más íntimas, más secretas: los lechos de la vida, los mapas de la historia que cuenta, como piezas de un puzzle, todas las historias.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:
Pablo Moreiras

El olvido - Nicolás Ferraiolo


Los fantasmas son a las casas lo que los lúgubres misterios a los bosques. Son una sensación doméstica. Pero, debemos decirlo, hay también una minoría poco conocida, que vaga en las fronteras de los desiertos, y desconocida porque no destacan: el desierto fue hecho por alguien que pensaba en la muerte; y también desconocida porque sabemos que se imponen al caminante, y su paso y voz ahí termina.
Esto, a causa de la miopía de los escritores, no lo pudo saber el vecino don Homero, que por una lectura casual del Quijote lo enloqueció saber que toda la literatura es imitable: un tiempo persiguió viejas a hachazos, se hizo calavéricas preguntas de gente sin trabajo, y así sobrevivió –porque los personajes también comen– hasta que otra lectura no menos casual lo hizo atrevérsele al desierto y abrir aguas y hallar la fatalidad de todos: una tierra y una casa. No pudo saber que no hay que detenerse, tenue y comedido, ante estos fantasmas, menos razonarles que él debe pasar, que lo dejen ir, que tiene un pueblo detrás: no sabía que los fantasmas cuando son tratados como hombres se hacen piedras. El primero que se le puso enfrente, al entender la ignorancia de don Homero, antes de devenir en piedra, llamó a los otros, llamó a todos los otros que se le acercaron y se le atiborraron en torno y se fueron volviendo piedra vista. Uno arriba del otro. Él no dejaba de ver la acumulación con gritos de terror pisoteado; era Dios imponiendo algún castigo.
Finalmente, en esa frontera donde comenzaba o terminaba, don Homero apretó los ojos aterrados. Ya no gritaba. Sintiendo el cese de la acumulación, al abrirlos, se halló ante lo previsible. Pero no una sino cuatro paredes tenía en torno; giró adonde pudo y ellos ahí, siempre duros, piedras, ordenados; quiso clamar al cielo, tampoco había. Pero sí hubo lo que conjeturó era una breve pira, una tabla para una tortura, cuchillos –le parecieron muchísimos– sobre ella. Y hubo el terror de no salir, pero también una puerta y una llave. Relajado por esta última revelación, se fue sorprendiendo menos, casi no sintió la respiración de algo durmiendo en una pieza. Ya instintivamente acercó las manos a la hoguera: hacía frío.

Acerca del autor:
Nicolás Ferraiolo

viernes, 12 de octubre de 2012

Hora cero - Fernando Andrés Puga


Y no se levanta el hombre. Apenas hasta el baño. Apenas un rato sentado en el borde de la cama, mientras come. ¿Ella? Al lado. ¿Adónde si no? Aunque él no deja que lo ayuden, ella hace la cama, la ropa, la comida, intenta higienizarlo. Ella espera. Hace tanto que ni sabe.
Parecen solos, pero no. Ahí están el televisor que no se apaga, La Nación con sus letras de molde relatando un caos que no se recompone, algunas voces de otros tiempos y rostros que se licúan contra el ventanal por donde entran Buenos Aires y un pedazo de cielo que en vano intenta llevar esos ojos hacia otros cielos más calmos. ¿Qué más? El tiempo de morir puede ser largo. A menos que se atrevan.
Acaso hoy.
El hombre se levanta. Algo escribe o dibuja sobre el vidrio empañado con el pulso tan firme como cuando aún daba órdenes. Después hace girar el picaporte y al salir, los pies en el balcón sienten el frío.
Ahora alza los brazos y sin bajar la mirada, arroja al vacío los restos de vida que aún latían en su pecho.
Ella, bien aferrada a la baranda, lo ve caer.

Acerca del autor: Fernando Puga

miércoles, 10 de octubre de 2012

La duda – Ana Caliyuri


—La duda siempre es un camino. Dudar es algo así como aseverar que la apariencia tiene un rasgo invisible profundamente o que lo profundo goza de frágil sustento cuando lo que se necesita es derribar argumentos. Nadie hubiese imaginado que teniendo todo me faltase lo principal. Siempre he creído que lo primordial es el alma,pero en este caso no lo fue.
El jurado no cree en las almas, cree en las pruebas. Las pruebas dicen que es él quien ocupará un asiento en la eternidad. ¿Yo? Hice todo lo que estaba a mi alcance. El se llevará los aplausos y la cima, yo me llevaré esta amargura a la eternidad. Allá tal vez otro jurado pueda desagraviarme, éste jurado que me tocó en juego es realmente inepto.. He sido yo quien inventó la máquina de la verdad:sólo que morí después de ello. Me metí en el cuerpo de este tipo que desarrolló muy bien la teoría y ahora todos dicen que él fue quien la inventó. La duda siempre es un camino, repitió una y otra vez el muy desgraciado.


Acerca del autor: Ana Caliyuri

La cadencia de la sangre vs el teclado — Cristian Cano


La inmediatez crea las peores falencias que, como en esta vida, pagan los próximos herederos. Presionando teclas va tomando forma un atrevido, un insolente, un inminente desastre, como también se potencian los amores que nadie olvida. El atrevimiento de las ideas no se tamiza. No se puede desconectar el mundo creado, de su creador. Siempre queda algo entre los renglones, bajo de las palabras, detrás de las comas. También aprecio la lógica rapidez en el mundo de lo imperioso, hay el brillo de una gema prometedora, hay la sentencia de lo efectivo que nos acompaña, hasta nuestro inseguro sin final. Más me gusta la aireada textura de un lento peinado, de un respiro con bases.

El resultado es siempre una completa realidad que intenta completarnos, una dimensión que decide querer corregir nuestros viejos errores. ¿O, acaso, esa no es la finalidad de la escritura? La indomable franja de naturalidad entre lo escrito y la vida. Su objetivo, restituir errores y sortear la soledad.

Acerca del autor: Cristian Cano

Ona Framke - Daniel Frini


El equipo de filmación subió la cuesta con mucho trabajo. El cámara, bufando mientras intentaba encontrar algo de qué tomarse bajo el manto de hojas húmedas que cubría el piso, mantenía los aparatos en equilibrio sobre su cabeza, para evitar que los golpes lo dañaran; el productor, un hombre pequeño y amanerado, gemía ante el esfuerzo y se apoyaba en cada uno de los árboles que bordeaban el sendero angosto. La mujer, periodista en el noticiero de la tarde, llevaba sus zapatos en la mano e insultaba con cuánta palabrota se le venía a la mente. Vestida con una blusa blanca de dracón, y con falda y chaqueta, ambas de tafetán color turquesa, estaba más preparada para trabajar en el piso del canal, que en la oscura y pegajosa humedad del bosque.
La anciana respondió con una sonrisa cuando los tres extraños la saludaron desde el borde del claro, en la cima, donde  estaba la casita construída con pan de jengibre, pastel y azúcar morena.
Se acercaron más cansados que cautelosos y la viejita los invitó a pasar. Se sentaron en unos sillones viejos pero pulcros y tomaron, ávidos, el agua con la que los invitó la anfitriona.
Por dentro, la casa se veía espaciosa, cómoda y bien luminada. Los muebles eran humildes, pero parecían recién pintados con colores vivos y hermosas escenas campestres. Sobre la cocina a leña, una olla de fundición dejaba escapar un delicioso aroma a comida casera.
La anciana era diminuta de años, con su pelo blanco atado en un rodete, gestos suaves y cuidados; y una risita de abuela buena que parecía grabada en su cara. Estaba vestida con una camisa blanca, con los puños delicadamente abrochados; una falda de color gris claro, y sobre ella un delantal blanco y rojo, de esos con motivos de cocina, tan de moda hace más de medio siglo.
Luego, la periodista se presentó y dijo cuál era el motivo de la visita. Los dos hombres prepararon los equipos, y el productor acomodó el cabello de la entrevistadora, que lo rechazó con un gesto brusco y sin querer cambiar su expresión fastidiosa. Sin embargo, cuando el cámara comienzó a filmar y le hizo una seña, el rostro de la mujer se transformó, se iluminó, mostró sus dientes blancos y perfectos en una sonrisa plástica. Y ella comenzó a hablar, mirando a cámara:
—Hola estudios. Estamos en lo más profundo y oscuro del Schwarzwald, el Bosque Negro, a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Baiersbronn; donde hemos encontrado a la Abuela Framke, quien gentilmente nos recibe en su casa del claro —giró la cabeza hacia la anciana, sentada en una vieja silla de madera, la espalda recta, ambas piernas juntas y las manos en las rodillas—. Señora Framke ¿es usted la bruja mala del bosque?
Por una fracción de segundo, la viejita pareció sorprendida, luego inclinó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una risa cristalina. Hizo un gesto con su mano derecha, como espantando la idea. Divertida, comentó:
—¡No, m’hijita! ¿Le parezco yo una bruja mala? No…El Señor me ha dado una larga y tranquila vida; y soy muy feliz aquí, con mi casa y mis animalitos.
—De seguro, estará enterada de las desapariciones de jóvenes en esta zona, que han arreciado en los últimos años, pero que, según dicen, vienen produciéndose desde tiempos inmemoriales…
—No m’hija. No sé nada de eso.
—Pero ¿ha visto jóvenes en la zona?
—¡Constantemente! No pasa semana sin que vea a un grupo. Dicen que practican…—la anciana piensa —¿trekking? Creo que es eso. Usted debe saber m’hija. Yo no sé nada de estas cosas nuevas.
—¿Y no ha visto nada raro, abuela?
—Claro que sí. Hace unos días, nomás, pasó por aquí un joven de cabello largo y rojo que estaba conociendo el bosque. Dijo que era de Escocia e iba vestido con una falda. Un hombre con pollera. Qué cosa más rara.
—Sin embargo, dicen que desaparecen jóvenes…
—Mire, m’hija. El bosque es bueno. Hay que conocerlo, claro. Hay animales peligrosos, pero son los menos. Algunas noches hace mucho frío, y si usted no es de aquí y se pierde la puede pasar muy mal. Sin embargo, creo que muere, de manera trágica, mucha más gente en la ciudad todos los días. No m’hija. El bosque es bueno. No hay que tenerle miedo.
Cuando la periodista iba a hacer una nueva pregunta, algo se movió, que llamó su atención. Sin levantarse del sillón, miró por la ventana, y se horrorizó: En la parte trasera de la casa y dentro de un corral, más parecido a un chiquero, había dos jóvenes de unos dieciséis años, desnudos. Un varón y una mujercita, atados a un poste con sendas largas cadenas, cada uno con un cuenco lleno de maíz, en bandolera, alimentando unas veinte gallinas. Al él le faltaban un brazo y una pierna y a ella, el antebrazo izquierdo, una pierna y media nalga.
—¡¿Qué…qué es eso?!
—¿Qué cosa? —dijo la abuela, mientras giraba la vista hacia donde estaba mirando le entrevistadora —¡Ah, eso! No es nada. Usted sabe. Desde hace mucho tiempo, por orden del Rey, no se puede matar más niños. Pero la proclama de Su Majestad nada decía acerca de que no se pudiera ir comiéndolos de a poco —y mirando a los tres integrantes del equipo de filmación, dijo—. ¡Oh! Pobrecitos; había olvidado decirles que el agua que tomaron estaba envenenada. ¡No! No me interesa comerlos a ustedes tres. Están muy viejos. Si no se mueven, el veneno demorará más en actuar, y quizá lleguen a probar el guiso de carne humana que estoy preparando en aquella olla. Les aseguro, es exquisito.


Acerca del autor: Daniel Frini

lunes, 8 de octubre de 2012

Serendipia - Daniel Frini


Hay cosas que pasan, tarde o temprano. Digamos, por ejemplo, que si los reyes de España no hubiesen gestionado la financiación del viaje a Colón, el descubrimiento del nuevo continente no se hubiese demorado demasiado. Claro que América no se llamaría así, Colombia sería Maccormickland, o Vandervaartland y hablaríamos inglés, holandés o chino; pero hubiera sido colonizada de cualquier manera. Pero otras cosas no. Cuando el doctor Menseguez ―doctor en física― estudiaba los gravitones, experimentó con una nueva rama de las matemáticas y desarrolló una serie de ecuaciones de cierta complejidad. Cometió cuatro errores fortuitos que encaminaron sus razonamientos hacia una deducción que, de haberla formulado, le hubiera ―nos hubiera― permitido conocer La Verdad. Sin embargo, antes de dar este paso, decidió revisar una vez más sus fórmulas y encontró el primer error, luego el otro, luego el otro y el cuarto. Las ecuaciones, ahora bien escritas, no conducían a nada. Dejó las fórmulas, la nueva rama de las matemáticas y los gravitones, quemó sus notas; y se dedicó a conquistar a la señorita que atendía la caja en el comedor de la Universidad. Eventualmente, se casó con ella, tuvo tres hijos y murió, en un geriátrico, a la edad de noventa y un años. Nadie, nunca, jamás supo lo cerca que estuvimos.


Acerca del autor: Daniel Frini

Desde un corazón solitario – Ada Inés Lerner


Júpiter en el año de Nuestro Señor, 07 (el revólver)

Mi querida Amanda Rosa venusina: te escribo desde ésta, Amanda Rosa, esperando de que te encuentres al igual que yo mismo me encuentro buscando las supremas palabras para expresarte, el desvelo amoroso, que me embargaría, recuerdo tu voz de blanca alondra, piel de nácar, mejillas de terciopelo suave cuales pétalos de rosa roja, que florecen en mis jardines, recordando vuestra sonrisa tus dientes de perlas negras me hallaba, cuando desenterré la solución, cual cometa que recorre mis desvelos, al decidir presentarle a usted estas palabras en esta presente misiva.
Amanda mía, no ignoráis en tu preclara inteligencia y excelsa bondad, porque los sueños, señora mía, hacen la felicidad y el fin no justifica los miedos de nuestra juventud, la semilla nueva del mañana, encontrará esa felicidad en nuestras próximas nupcias. El tiempo es tirano, pasando, corre como el caudaloso río que no vuelve atrás aunque cambies de órbita y estamos en el mismo sistema solar al igual, mi ardorosa pasión, tiempo en la eternidad de las brillantes estrellas, en el infinito cielo rojo y amarillo con tantas lunas!. Espero que tu también me sigas como meteorito. Si yo habría encontrado salvadora satisfacción a esta fogosa y álgida pasión candente, que quema ardientemente, fuego en mis humildes entrañas, no voy a rogarle a Usted con este endiablado atrevimiento que me hizo sonrojar, si, el fuego en mis mejillas en las oscuras tinieblas en que me encontrareis en este tormentoso planeta al que me abdujeron para que penara por mis leves delitos, los vientos terribles me traen tu voz cuando pico las piedras.
En ti adorada Amanda Rosa la salvación redentora, si te debatieras entre el virtuoso honor desesperado amor, y accedéis entregarte a las mieles, mi pasión arrolladora serás la más feliz entre las mujeres. Seremos solo uno pero unidos como la Luna al planeta Tierra. Cuando decidierais ser mía, tu deliciosa belleza, con vuestra virginidad impoluta, elevaré el inmaculado altar para la diosa que eres tu, diosa del mar de Venus.
Cara mía, quedando ansiosamente a la espera, bienamada, bienhechora, sería satisfactoriamente positiva nuestro encuentro sanitario, por eso te espero en la humilde, pieza de mi pensión actual, palacio, solo para ti, diosa, de lujosas cortinas y piedras preciosas tus ojos brillarán maravillosamente con mi tembloroso amor tu invalorable presencia. Esperando no temáis penetrar en mi pobre morada, te recuerdo Amanda Rosa, humildemente, de que la prueba de amor será saldada en el futuro pasado.
Ay amor mío, esperando que mi sonrisa de bienvenida no te sorprenda porque se me finalizó la pasta de dentadura y el pegamento para la postiza.
Cuando dejaras nuestro idílico planeta, venusiana de mi corazón también, asimismo, os recuerdo portar algunos costales de yerba y azúcar, como asimismo, también, de cigarrillos que deberás entregar al guardia de entrada y al carcelero del piso para poder penetrar en la misma y asimismo contribuirían a mi bienestar algunas reconfortantes vituallas, provisiones en general y espirituosas bebidas. Te ama eternamente, delicadamente, tu Negro Salvador.


Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

Lo que a la gente le gusta - Fernando Andrés Puga


—Peor está este muchacho, el que está cantando en la radio, pobrecito—. Dijo después de quejarse un buen rato de su propia mediocridad.
—Claro, qué vivo, comparándonos con él a nosotros no nos pasa nada—. Contesté—. Pero eso no es excusa. Si nosotros no somos capaces de romper nuestras murallas interiores, de expresarnos cada vez más plenamente en lugar de acomodarnos a lo que a la gente le gusta, el pobre Cerati no tiene la culpa.
—¡Ahora ya es otra cosa!— exclamó Toni a mi lado luego de unos minutos en silencio en los que se dedicó a modificar sobre el tablero la fachada de la cabaña que proyecta hacer en Colón, Entre Ríos. Al parecer, haber hablado del temor a la mediocridad liberó su imaginación y pudo dar rienda suelta a sus ideas arquitectónicas, que por cierto, no suelen coincidir con lo que a la gente le gusta.
—¿Qué quiere decir con que está satinado?—. Y lo pregunta así, de improviso. ¿De qué está hablando? A continuación, en la radio suena Spinetta y la letra de su canción dice justamente eso: “Estoy satinado”. ¡Vaya! ¿También tiene poderes adivinatorios? ¿Cómo supo que sonaría esa canción?
En ese estado de cosas permanecimos durante varias horas. El dibujando y diciendo cosas que no son tan incoherentes como parecen; yo intentando atrapar con palabras lo que va sucediendo. Me pide que para concluir el relato lo introduzca a Pappo. Mientras medito acerca de la forma más interesante de hacerlo aparecer en esta narración suena el timbre del taller. Me asomo a la ventana y no veo a nadie en la puerta. Vuelvo a mi asiento y antes de apoyar el culo en la silla el timbre vuelve a sonar. Sucede dos o tres veces más y cada vez que uno de nosotros se asoma, nadie en la puerta.
La radio se calló repentinamente. Las luces se atenuaron. Comenzó a entrar un chiflete frío por debajo de la puerta de calle y cuando levantamos la mirada, apenas inquietos, estalló el solo de guitarra más apabullante que hayamos oído jamás. Pappo festejaba con nosotros la magia de crear otros mundos, ya bastante alejados de la mediocridad cotidiana y de lo que a la gente le gusta.


Acerca del autor: Fernando Puga

sábado, 6 de octubre de 2012

Conversión - Helga Fernández


Antes, no sé de qué, leer era sencillo. Lo hacía sin interrupciones, de noche y de día, sin sueño. Podía pasarme jornadas enteras comiendo, durmiendo, bebiendo, llorando y disfrutando dentro de un libro. Me abstraía del entorno hasta lograr que nada existiera. Si el mundo se derrumbaba yo, como si tal cosa, me apartaba de los escombros sin barrerlos para no perder tiempo y continuaba atrapada en la trama. Me había ideado un sistema de modo de no malgastar energía, economizando movimientos, para que no hubiera necesidad de fuerza mayor que la de la lectura. El texto ya no era un afuera sino mi propia conciencia que transcurría desde el alerta al onirismo embriagado. Contestaba a quienes me hablaban como si escuchara, quizá lo hacía con una parte de mí a la que ni yo misma consideraba en ese estado de abandono hipnótico. Cuando una voz familiar lograba irrumpir en el adentro compacto de mi libro me daba cuenta de que afuera pasaba la vida, sin mí. Eso me angustiaba pero lo olvidaba a la oración siguiente.
Los otros de mi alrededor se vieron obligados a llegar al colmo del enojo por causa de la monarquía de mi actividad. En mitad de la noche acostumbraba levantarme, sigilosa para que nadie se de cuenta y cuando mi compañero, advertido, preguntaba, con un tono amenazante: -"¿A dónde vas?", yo contestaba: -"Al baño". Dejaba prendida, como coartada, la luz del toilette pero en verdad, desesperada, iba corriendo y hacía que entre el horizonte y mi nariz se interpusiera un libro. Regresaba a la cama cuando él, algo alarmado por el retraso, me decía: -"¿Estás bien?" y yo disimulando, repetía: -"Si, sí, ¿por qué no iba a estarlo?".
A veces me apuraba a dormir y no tener que padecer la espera de un nuevo día en el que, otra vez, me fuera posible tener lo único que me importaba entre mis manos. Cuando me subía a los colectivos y no había asientos libres igual leía, parada. También era capaz de hacerlo caminando por la calle y hasta en la cinta del gimnasio. Una sola vez -a dios gracias- me duché con el libro al costado de la bañadera apoyado en una toalla para que no se moje y no provocar que la tinta se corriera cumpliéndose la peor de mis pesadillas, que el texto ya no fuera legible.
La consecuencia de haber leído tanto, en cantidad y avidez, fue que el sentido del mundo trocara. Cuando me inicié como viajante de universos inventados, ellos, me recordaban a la vida real. Descubría semejanzas desde adentro hacia afuera en un remolino de letras, centrípeto. Un día, caminando hacia La Legendaria donde compré Crítica Literaria de Marcel Proust, una vieja con tapado rojo que podría haber sido caperucita de anciana fue, para mí, la protagonista femenina de la película Mis Tardes con Margueritte donde una señora mayor, aun no retirada de la vida, introduce en las delicias de la lectura a un hombre adulto que siempre se había juzgado incapaz, interpretado por Gerard Depardie. Desde allí, a él, le cambia el sentido de la realidad tanto como a mí los libros dejaron de evocarme a la vida para que la vida comenzara a evocarme a los libros.
Este trueque de la rotación del sentido fue casi simultáneo con que un día, no sé a partir de qué, perdí esa concentración más que tensa despojada y, junto al misterio que acompaña al origen, de los párrafos subrayados brotaron anotaciones en lápiz que fui acomodando en los márgenes. Esas letras, al ir tornándose cada vez más extensas, terminaron siendo el recuadro, de hoja entera, que enmarcaba a las otras, las impresas. Para leerlas me veía forzada a girar el libro un cuarto de vuelta desde la posición habitual, cuatro veces, hasta que volvía a estar al derecho. Las notas, al comienzo, no eran más que comentarios suscitados por lo leído pero después mutaron en asociaciones con otros libros del pasado. Yo imaginaba que salían del espacio físico de la hoja apoyada entre mis dedos para ingresar en un espacio virtual que alcanzaba a otros libros, en los que alguna vez había habitado, como una verdadera red de intertextualidades o como un árbol genealógico de la antecedencia, no de mis parientes, pero sí de mis lecturas, que a esta altura ya casi eran lo mismo.
Mas tarde, de ese no sé qué, ni siquiera la primera y las últimas hojas en blanco del libro, las hojas testigo, me alcanzaron para darle lugar a mis notas. Hoy a cada punto, incluso a veces antes de llegar a su fin, me detengo para escribir. Leo y escribo, leo y escribo, escribo, escribo y leo. Terminar un libro me lleva algo así como el doble de páginas escritas que el de hojas leídas. Por lo que este Diario no es más que el terreno ganado de lo que en su origen fue garabateado en los márgenes de los libros leídos y que en el origen del origen fue el subrayado de algunos párrafos, que creció hasta solicitar derecho de emancipación y autonomía. Letras nacidas de otras letras. Texto que viene de otro texto. Porque, aunque lo olvidemos o neguemos, no hay autor fundador. De los repollos no nace gente y mucho menos, libros.
Ahora, por una suerte de contagio de cómo solía leer, duermo, sueño, asesino y hasta hago el amor, por escrito.


La autora: Helga Fernández

Una ventana abierta - Peio Soria Jimeno


Una ventana abierta era lo único que había en aquella oscura habitación de paredes tan negras como el carbón. Al despertar, se encontró tirado en el húmedo suelo, como si hubiera sido arrojado cual cigarro consumido. Se levantó e intentó llegar a la ventana, pero no pudo alcanzarla. Estaba demasiado alta.
Quiso calmarse palpando cada centímetro de la pared a diferentes alturas, pero la desesperación le poseyó al comprobar que ninguna tenía puerta. Estaba encerrado, atrapado entre cuatro paredes tan lisas como una lápida, y sólo aquella inalcanzable ventana abierta le brindaba la posibilidad de escapar. Por eso gritó desesperado pidiendo ayuda, con la esperanza de que el viento transportase su voz hasta los oídos de una persona dispuesta a ayudarle. Pero nadie contestó.
Pasaron los días y sólo la luz del sol le visitaba entre noches, pero sus rayos no eran lo suficientemente sólidos para trepar por ellos. «No me quedaré aquí» Gemía. «Saldré y seré libre», se repetía como un mantra mientras se abrazaba a sus propias piernas. Tras la desesperación vino el miedo y después la sed, el hambre y el agotamiento, haciéndole imposible discernir con claridad entre realidad y ficción. Así llegó su salvación, pues en uno de sus extraños sueños alzó el vuelo y pudo alcanzar la ventana. Escapó a través de los vientos, se elevó más allá de las nubes y llegó a la quietud del espacio.
Aún hoy puede escucharse su mantra entre los ecos siderales «Soy libre, soy libre.»

Sobre el autor: Peio Soria

Un circo de cuento – Xavier Blanco


Mientras los músicos de Bremen amenizan la espera, Hansel y Gretel, confundidos entre el público, ofrecen caramelos de chocolate y galletas almibaradas. Los animales descansan solícitos en sus jaulas: el lobo feroz, el gato con botas, el patito feo y los tres cerditos. Hay curiosidad por presenciar los nuevos espectáculos que exhibe la compañía: Pinocho “el hombre de madera”, y la actuación estelar del Ogro “come niños” —el ser más cruel que jamás haya pisado la faz de la tierra—. Los pequeños aplauden entusiasmados el baile en monociclo de los cabritos equilibristas, la magia de Gulliver, los saltos de Pulgarcito y el trapecio de Rapunzel. Desde que Blancanieves gerencia la compañía, los sietes enanitos ya no salen encadenados y apagan la luz segundos antes que el lobo feroz se coma a los tres cerditos. Tras esos gruñidos, aparece el Flaustista de Hamelin y, siguiendo su estela, una comitiva infinita de niños cerca la pista. En ese instante los focos iluminan al humanoide de pies grandes, pelo hirsuto y cabeza desproporcionada, que emerge disimulado entre la oscuridad de la grada: envuelto en gritos y penumbra el Ogro cierra majestuosamente la función.


Tomado del blog Caleidoscopio
El autor: Xavier Blanco

Interrogantes en la antesala de la muerte - José Eduardo González


Pese a que sabe que le quedan pocos minutos de vida, lo invade una tranquilidad que lo sorprende. Sólo una preocupación altera en parte la calma de ese hombre de 42 años, y es el destino de sus familiares, pero se tranquiliza pensando que sus amigos se ocuparán de que sufran lo menos posible. Y mientras se abandona a esa paz que lo reconforta, intenta poner su mente en blanco, pero es inútil, porque una multitud de recuerdos se agolpa en su cerebro. Entonces trata de ordenarlos, así, evoca su niñez en la ciudad en que nació y luego su estancia en Buenos Aires, donde completó sus estudios secundarios. Es en ese momento cuando se pregunta por primera vez el porqué de los acontecimientos que lo han conducido a este final trágico. ¿Por qué él y sus compatriotas no han sido capaces de forjarse un destino común dirimiendo civilizadamente sus diferencias? Pero no hay respuestas, y sus recuerdos lo llevan a Santiago de Chile, donde se recibió de licenciado y abogado, y en donde participó del  movimiento que condujo a la independencia del país vecino, junto a otros argentinos, Manuel Dorrego  entre ellos. Sí,  el mismo Dorrego que hace menos de un año fue víctima de los enfrentamientos que desangran a su patria.
¿Por qué? vuelve a preguntarse. Pero antes de que pueda responderse, otros recuerdos invaden su mente, como su casamiento con Micaela, y también su actuación en la política de su provincia y su país, especialmente su participación en los acontecimientos de aquel día glorioso, hace sólo trece años. Una gran felicidad lo invade al evocar esa jornada memorable. Pero nuevos interrogantes lo acosan. ¿Por qué? ¿Por qué las luchas fraticidas lo han obligado a abandonar su provincia para salvar su vida? ¿Por qué  ha tenido que enrolarse en uno de los ejércitos en pugna? Pero las respuestas no aparecen y su mente se ve invadida por los acontecimientos de esos últimos días, en los que los suyos, tras feroz lucha, fueron  derrotados en El  Pilar. Y después, su huida del campo de batalla hasta ser alcanzado por sus adversarios, que acaban de disponerlo todo para su ejecución.
Ya no hay tiempo para más. Morirá sin haberse contestado los interrogantes que lo han rondado en los últimos momentos de su existencia, y que lo asaltan por última vez: ¿Por qué? ¿Por qué él, Francisco Narciso de Laprida, que ha luchado siempre por el imperio de la ley, deberá despedirse de la vida con esta muerte horrible?
La tarde cae sobre el llano mendocino en ese 22 de septiembre de 1829, cuando una partida de jinetes azuza a sus caballos, los que se ponen en marcha y se acercan al galope al sitio donde se encuentra semienterrado el condenado a muerte. Y una vez allí, profiriendo alaridos que hielan la sangre, pasan inmisericordes sobre su cabeza, que sobresale del suelo.

El autor: José Eduardo González

jueves, 4 de octubre de 2012

Ceci n'est pas une microfiction – Saurio


Decidió llamarla. No había hablado con ella desde... ¿cuándo? ¿Una semana?
El negro teléfono inalámbrico descansaba sobre la base cargadora, junto al módem y el router del wifi. Lo tomó con su mano izquierda y con la derecha marcó lentamente el número de ella, el número que recordaba de memoria, el número que nunca había necesitado anotar. Curiosamente, jamás lo había ingresado en la agenda del marcado rápido del teléfono. Esto le intrigó sobremanera y pensó si quizás esta omisión era una señal del Destino.
Un tono de llamado lo sacó de sus cavilaciones. Luego oyó otro. Y luego sonó otro más. Ella no contestaba. Un cuarto tono le hizo temer lo peor. El quinto ya le preanunció lo inevitable: la aparición en el auricular de la voz grabada de ella pidiéndole que dejase un mensaje en la contestadora automática luego del bip.
Cortó. Jamás había podido dejar un mensaje en una contestadora, se sentía estúpido al hacerlo.
La llamo luego, pensó mientras se servía un café.


Acerca del autor:
Saurio

martes, 2 de octubre de 2012

Asco – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


La verdad es que no me agrado, no tengo problema en admitirlo. Soy el primero en despreciarme cuando es necesario. Si alguien me insulta le doy la razón e incluso me indigno si no es lo suficientemente cruel con los adjetivos hacia mi deplorable persona. Nada me molesta más que la gente no haga evidente el asco que da verme. Así nací, horripilante, y eso me hace sentir miserable. A diario, maldigo mi cruel destino e intento sobrevivir en un mundo que se somete a las apariencias. Soy lampiño, mi piel tiene escamas, mis ojos están desorbitados, mi nariz parece una zanahoria y mi boca exhibe caninos grandes y deformes. Sin embargo, lo que en verdad me da asco de mí mismo es lo que hago. Cada semana devoro un niño; eso me brinda un placer sublime. Está mal, lo sé, pero es mi venganza contra esta sociedad hipócrita y abusiva.

Acerca de los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

Terror nocturno ― Cristian Cano


El ébano nocturno empujó la puerta. Siempre que me quedo acá la puerta se mueve. Estoy seguro de que se da cuenta cuando alguien se queda acá dentro. No veo la hora de que el amanecer me de la pauta segura. Ya no quiero aguantar más esta locura. No quiero. He visto cómo se mueven las puertas y ventanas, es diferente. El viento no tiene nada que ver en todo esto. Puedo dar cátedra específica sobre puertas que se mueven. Les aseguro que ahora está afuera, con ganas. Me tiene ganas. Lo sé porque siento su hambre. Es un remolino de rojo y negro, uno que te atropella, te vapulea y te desorienta.
Ni bien pueda salir de mi escondite voy a correr con todas las fuerzas que tenga en las piernas. El desconsolador ébano que aplacó la vida no tiene por qué vencerme. Tengo que darme una oportunidad. Debo darme una oportunidad. Sólo así voy a lograr arrastrarme por el largo camino hasta la isla de la conciencia.

Acerca del autor: Cristian Cano