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martes, 24 de noviembre de 2009

Medium 1 - Leandro Javier Oyola


Los derviches imitan el movimiento de la tierra alrededor del sol y giran durante horas sobre un mismo punto sin vomitar el arroz con legumbres que ingieren vorazmente durante el almuerzo.

El Ruso, a su manera, era un derviche que quería descubrir “eso”. Se nutría de experiencias sensibles y explicaciones teóricas que no sabemos ni nos interesaba saber de dónde provenían. Lejos de agotarnos, enriquecían nuestro claustro de apatía y aburrimiento al que, como si fuera la inscripción de una lápida, denominábamos: “Vivir en el mundo”.

El Ruso creía con firmeza que el cantante de Inxs se había suicidado en un hotel lujoso porque había descubierto “eso” durante el transcurso de lo que sería su última noche, y la decepción fue tan grande que no pudo evitar atarse al cuello con toda pasión un hermoso cinturón de cuero que costaba más de quinientos dólares y que quizás fuera de marca Versace. Por eso nos preocupaba tanto que el Ruso, conspirado por su propia frustración, llegase a la creencia de que había descubierto el enigma. Temíamos que cuando nos develara el misterio nos suicidáramos en cadena.

Es así, no puedo negarlo. Todos nosotros estábamos atravesados fatalmente por el rock and roll y, dicho sea de paso, como una exótica condecoración geográfica, en el medio de la Patagonia.

Acá el viento sopla tan fuerte como un riff de una Gibson Les Paul, pero en general aquí nadie conoce ese instrumento. Sólo el hambre toca su canción en nuestros cuerpos y nos hace caer en las escuchas ininterrumpidas de música, en la húmeda sala de ensayo que está en el subsuelo de la casa que el Ruso heredó de su madre.

Sobre el Marshall valvular negro está, como si fuera en una mesita de luz, la foto de Triny con una tortuga en sus brazos. Ahí están las tres amadas del Ruso: Triny, su tortuga acuática y el Marshall. Al lado, el plato durax y el billete de dos pesos enrollado listo para ser usado en las largas noches frías de estos lejanos parajes.

Ahora, miro la pecera y la tortuga acuática de Triny parece comprender qué pienso. Mis emanaciones mentales parecen evaporarse en forma paralela con los vapores etílicos que exhala mi boca llena de Whisky.

Quizás, el lector comience a darse cuenta de que esta será una historia de decadentes. Para qué negarlo, nunca hicimos nada para mantener limpias nuestras almas y nuestros cuerpos.

Todo esto debe tener una explicación que algún psicoanalista podría brindar fundándose en sólidos marcos teóricos, o quizás la voz popular lo explicara diciendo: “Dios los hace y ellos se juntan”.

Acá estábamos, invadidos por un malestar que ni siquiera percibíamos, pero que todo el tiempo queríamos exorcizar a través de la música. Éramos el Ruso, el Oculto, Angus y yo.

Medium 2 - Leandro Javier Oyola



Siento el desgarro. A menudo deseo repararlo, volver a encontrar a viejos amigos que vaya a saber por qué mecanismo de la existencia se han evaporado. Me gustaría llamarlos, pero ni siquiera sé sus teléfonos. Entonces termino, como todos los demás, en el sótano de la casa del Ruso escuchando música y mirando la foto de Triny y la tortuguita. Luego canto, cuando llega la hora del ensayo, no le pido disculpas a la “música” y emito unos vozarrones desafinados que mezclados con la batería, el bajo y la guitarra se disimulan en forma implacable haciéndome un “exitoso” entre los míos, pero también, un ignoto en el mundo que está fuera del sótano.

Explico. No se trataba de ser famosos y exitosos. No se trataba de caminar triunfantes con cabezas a la rastra de nuestros enemigos. Se trataba de no asumir las responsabilidades propias de los hombres. Teníamos una fundamentación hecha a nuestra carta. Ni yo, ni nadie de nosotros, había solicitado nacer, nadie había elegido esta existencia extraña. Por qué motivos íbamos a hacernos responsables de ella. ¿Yo había elegido ser yo? ¿Vos habías elegido ser vos?
Por eso, ya no seríamos nosotros. Apenas nos íbamos a conformar con ser algo distinto. Un grupo de ruidosos que tenía una banda de rock.

A mí, como me gustaba escribir, por esa selección natural que se ejerció en el grupo me tocó hacer esas espantosas y temibles letras. De otro modo, ¿cómo sobrevivir?. El que no tocaba un instrumento debía hacer algo. Yo escribí por que me venían imágenes a la cabeza, catastróficas y poco amigables. Justo lo que necesitábamos: El estilo del odio, ahí nomás, en mi propio pensamiento.

Medium 3 - Leandro Javier Oyola



El Ruso está despatarrado en el sillón, sin embargo a esa actitud de desgano él la transforma en la relajación prolija y estable de un noble antiguo frente a sus vasallos.

Sólo le falta una pata de pollo en su mano, y una bandeja con uvas tintas y rosadas arriba del Marshall que desde hace un rato ya se calentó.

En una de las paredes está mal pegado un póster de Mick Jagger cuando era joven, envuelto en un tapado de lana de oveja que se ve muy extraño. La luz difusa hace aparecer a la imagen casi en tercera dimensión, igual que nosotros, que en este sótano parecemos animales de los fosos más profundos de la naturaleza o peces sin ojos de las zonas abisales.

Me pregunto por el sol, un objeto que a pesar de su incontenible fuerza jamás podrá manifestarse en estas profundidades, donde sin dudas sería un intruso no grato.

El protagonismo insólito se lo lleva esa lamparita de setenta y cinco watts que cuelga de un cable desparejo que se asemeja a un cordón fetal.

Esa lamparita es nuestro sol.

Medium 4 - Leandro Javier Oyola


Ahí se lo ve. Es el Rulo bajando por la escalera que conduce al sótano, de la mano de su novia.

Ella va más atrás, es su protegida. La protege de nosotros, pero igual la trae a escuchar el ensayo. Yo jamás llevaría a mi novia a escuchar el ensayo de otro. Pero el Rulo lo hace igual. Es un suicida. Es admirador histórico de este circo. Se jacta ante otros de ser de la primera hora. Y como si lo nuestro fuera una sociedad justa el Rulo cree que si algún día hay una torta que repartir él va a ser uno de lo elegidos para recibir una porción; pero no sabe que nosotros, como una plaga de langostas, no seríamos capaces de dejar aunque sea una migaja podrida.

Él cree, y nosotros lo dejamos que crea.

De todos nosotros, es el único que estudió en un colegio industrial. Sabe de matemática y física.
Es obsesivo. Tanto, que se controlaba con un reloj con cronómetro marca Casio que parecía un berrugón negro en su muñeca todo lo que hacía: cinco minutos veintiocho segundos en el baño, veintiséis minutos comiendo, dieciséis horas cuarenta minutos durmiendo, media hora leyendo. Así, hasta llegar a un registro detallado de sus actividades.

Ahora ya no lo hace más porque se quiere ir a Europa y está juntando dinero, entonces abandonó el registro de actividades e hizo guita el berrugón negro. Pero esto no quedó ahí: consiguió, de algún lugar perdido de su casa, un reloj que su padre ya no usaba. Un Seiko plateado como un plato volador, pesado, con alarma a chicharra y cuerda inercial, en su momento última tecnología, hoy una antigüedad irreverente.

La verdad es que el reloj ese es una joyita y con lo de la cuerda inercial nos tuvo entretenidos como media hora y nos aisló con la sofisticación de las personas inteligentes de este aburrimiento letal de sótano.

Rulo habló sin parar. Por último dijo:
—Se da cuerda solo, por eso es inercial, cuando uno mueve la muñeca el reloj se va dando cuerda solo, como un corazón, ¿entienden?— y le sonrió ganador a su novia.

Medium 5 - Leandro Javier Oyola


—Una "grupi" y un pase ya, una "grupi" ya —gritó el Ruso adentro del Torino del Rulo detenido en el medio de la ruta. Doce de la noche. No se ve nada. La oscuridad nos abraza. Ni un alma, ni una lechuza nos mira con el cuello dado vuelta desde algún poste viejo de alambrado. Lo intuyo. Me doy cuenta. Doce de la noche.

—Una “grupi” y un pase ya, una “grupi” ya— gritó el Ruso en el Torino del Rulo que además de deleitarnos con su lógica y sus obsesiones, también nos entretenía cuando nos invitaba a pasear en su automóvil y nos demostraba la utilidad de las cosas mecánicas.

Pero el Ruso así, con sus deseos sonoros, iba rompiendo toda la armonía de la noche helada y de nuestros pensamientos helados que ya habían perdido la paciencia. La luz azul de las estrellas se mezclaba con el poco calor que quedaba en el “Toro”. El frío no tardó en llegar cuando el Rulo decidió con toda razón apagar el motor.

—El que no se mueve se caga de frío— dijo, sacó la llave de la cerradura de arranque, abrió la puerta y se perdió en la oscuridad. No lo vimos por un rato. Luego, sólo escuchamos que decía...
—El baúl se abre sólo, que alguien haga algo, yo pongo el Toro, soy el capitalista, no van a creer que voy a ser tan boludo como para laburar a esta hora.

El Oculto, mientras tanto, se intentaba disimular contra la puerta izquierda de atrás y empañaba el vidrio a propósito, con su aliento, para poder hacer garabatos en el vidrio. Dibujó pijas y conchas y algunas gaviotas. Me di cuenta porque yo estaba a su lado, y me sorprendió que un tipo como él, que ostentaba cierto refinamiento, terminara dibujando contra un vidrio un apocalipsis del buen gusto.

—Una “grupi” ya y un pase, ¿acaso nadie escucha?— preguntó a todos el Ruso, como si fuera el capricho de un rey sin reino y sin vasallos, o un modo de escaparse nuevamente, una vez más y otra noche de todas las responsabilidades que la realidad le proponía a su vida.

Nadie le respondió, nadie le dijo que estábamos varados en la mitad de la ruta, en la mitad de la noche, en la mitad de todo lo que nos habíamos propuesto. En la mitad de todo lo que nunca habíamos hecho, ni íbamos a hacer.

Nadie respondió. Pero esa insistencia con las groupies, propia de un tarado al que no sabemos qué le pasaba por la cabeza, le valió que Angus, el mayor de todos nosotros, se diera vuelta y le dijera:
— Ruso, vos vas a cambiar la cubierta.
—¿Por qué yo?— preguntó el Ruso— ¿y mis dedos?
—Que tus dedos se vayan a la mierda esta noche —le dijo Angus de un modo terminante.

A la media hora, ya en marcha, mientras ya no se pedían groupies ni se pedirían jamás en el Torino del Rulo, seguimos merodeando. Afuera del carro, ahogados de oscuridad, se escuchaba el sonido de la fauna que, como nosotros, se dedicaba a investigar la noche.

Se escuchaba también el motor rugiente del Toro que avanzaba a ciento setenta kilómetros por hora manejado por el Rulo que se daba vuelta, nos hablaba, se reía y parecía feliz, tan feliz de estar con nosotros.

Medium 6 - Leandro Javier Oyola


No entiendo qué pasó ese día. Lo único que faltaba era que apareciera dios en persona, nos saludara con la mano, nos besara en la frente, escuchara música con nosotros, nos convidara un porro y luego se volviera al cielo.

Se escuchaban los pajaritos que trinaban como si nunca fueran a morir y había un sol que extrañamente nos resultaba agradable. Un sol bueno y protector. Sonreímos y nos entendimos cuando hablábamos. Nos escuchamos. Hubo respeto y estuvimos en paz durante la mañana.
Escuchamos también algunas canciones que habíamos grabado durante la noche en la Tascam de cuatro canales del Oculto.

El Ruso estuvo callado toda la mañana. Recién dijo algo después de almorzar. No le gustó que Angus lo mandara a cambiar la cubierta del Torino del Rulo. Seguramente sintió que había quedado muy expuesto, que lo habíamos visto como un humano más, cagado de frío en la mitad de la noche cambiando una cubierta de un auto ajeno, casi desnudo, despojado de su guitarra Fender, despojado del humo y de las luces de colores de la escena en la que era poderoso cuando actuaba.

Sobre las tres de la tarde llegó Angus con un tipo extraño, medio gordo, desarreglado, con olor a alcohol de vino en caja y con barba de borrachín: nuestro manager, a quien ni siquiera mirábamos a los ojos, ni llamábamos por su nombre. Nos explicó con paciencia y dedicación, mientras hacíamos que no nos importaba lo que decía, que había posibilidades de tocar en Junín, en la provincia de Buenos Aires.

Nos dio lo mismo, y como nos dijo que nos llevaban, traían, nos alojaban en un hotel y también nos daban de comer gratis, aceptamos.

Que mierda nos importaba. Incluso capaz que conocíamos algunas chicas que se interesasen en nosotros. Acá, casi todas sabían que éramos algo peor que el infierno.

Éramos perros que hurgaban con sus hocicos en la basura, entes que vivían mecánicamente, porque no quedaba otra posibilidad. Éramos crueles, insensibles y maleducados. No teníamos principios, ni códigos, ni un lenguaje en común más que la música. Éramos sucios y muy pocas veces nos entendíamos cuando hablábamos.

Pero nos gustaba que ellas olieran bien, perfumadas, mentirosas, irracionalmente atractivas y perdidas por el deseo obsesivo de ser únicas. Sólo eso podía hacer que nos peguemos una ducha y que nos enjabonemos nuestros pelos enredados. Practicábamos un romanticismo sui generis, a nuestra carta. Por siempre les regalábamos los gatitos que encontrábamos en la calle. Nos habíamos dado cuenta de que a las chicas que nos frecuentaban les encantaban los gatitos. No gatitos dibujados al pastel en tarjetas de mala calidad, ni gatitos de peluche. Tenían que ser gatitos reales que meaban y cagaban y tomaban leche y comían anchoas de frasco o sardinas enlatadas medias podridas.

Era así, no sabemos por qué motivo ellas tenían debilidad por esos felinitos, pero la tenían. Podían ser ejemplares de cualquier color, blancos con pintitas, negros absolutos, marroncitos, pardos de ojitos color olivo o miel, o de cualquier forma imaginable, gorditos o flaquitos. Sólo debían cumplir con un requisito: ser reales.

No importaba, los gatitos eran un medio infalible para nuestros fines y nos eran muy útiles para obtener lo que más queríamos en este mundo al que habíamos sido arrojados sin nuestro consentimiento: Placer.

Medium 7 - Leandro Javier Oyola


¿Acaso hay dos o tres vidas? ¿Acaso hay una? Sabíamos que no teníamos tanto tiempo.

¿Por qué íbamos a perder nuestros únicos instantes para siempre? ¿Por qué íbamos a regalar nuestro tiempo que se iba tan rápido como el viento arremolinado por designios, mandatos y costumbres? ¿Por qué íbamos a contribuir a que los que querían cambiar nuestra forma de ser, los muertos, la pasaran bien?

Por eso, en ningún momento deseamos ser agradables, simpáticos y condescendientes. En ningún momento esperamos la sonrisa de alguien que nos aprobara. Nosotros éramos nosotros. Por eso preferíamos ser juzgados, condenados y ser la prueba misma delante de sus ojos de que todo esto nunca iba a andar bien. Nunca iba a andar bien, pero no para nosotros, sino para ellos, los muertos.

Afuera, nuestro río está en paz. Su dulzura danza hacia el interminable colapso contra el mar. Algunos bichos feos se dedican a volar y enuncian su sonora frase desde la altura enramada.
Se nota que nada les importa. Igual que a nosotros, que volamos sin alas en un presente interminable.

Algunos de los que piensan distinto, los muertos, hacen un poco de caminata con esos buzos coloridos, otros con los auriculares engarzados como joyas en sus orejas parecen sonámbulos sonrientes. La mayoría acompañados por sus perros. Ni siquiera sabemos de qué raza son, pero se nota que están muy bien alimentados y que no son de la calle. Nos miran y nos olfatean con ganas de mordernos. Nosotros también queremos morderlos porque volamos y cantamos como los pájaros, pero también somos perros enfermos de rabia, contra ellos, los muertos.

Mientras, los caminantes pasan y nosotros los observamos tirados en el césped. Disfrutamos de la costanera y de la sombra de la media mañana. El sol se filtra en tiritas de luz entre las ramas y las hojas de los sauces llorones, el frío cede bajo nuestros abrigos.

El Oculto abrió su riñonera y sacó una agujita que daba lástima por lo chiquita que era. Nos íbamos a quedar todos con hambre pensé, pero al caballo regalado nunca ha de mirársele los dientes. Ya estaría todo mejor por un rato. El viento estaba perfecto y todo se puso bien en cuestión de minutos. El punto de vista estaba por las nubes que se deshacían a lo lejos. Nuestras cabezas estaban abiertas, a la par del vértigo de la existencia y tocaban, aunque sea con la punta del dedo índice la experiencia del ser y la sintaxis de dios.

Todo lo bueno pasa. Y no hay excepciones. La ley de gravedad es fatal.

Al rato, otra vez estábamos en la tierra, caminando por la costanera, pateando piedras, esquivando nenes en bici con rueditas, cagadas de perros, y muertos.

Medium 8 - Leandro Javier Oyola


Subimos a una Van Nissan que tenía asientos enfrentados y un tapizado de cuerina negra que nos hizo transpirar el culo durante más de 8 horas. Eran las siete de la tarde y comenzaba a hacerse de noche. Los instrumentos habían sido cargados en el baúl. Sólo dio trabajo ubicar en tan diminuto espacio a la Pearl de Angus.

Cuando el chofer cerró la puerta, la oscuridad, como una pasajera más ocupó entre nosotros un lugar primordial que nos inspiraría a hablar en nuestros próximos momentos. Nos sentíamos cómodos con esa sombra embrutecida por el frío del exterior. La ruta se espejaba contra la luz y los costados se veían ensombrecidos por matorrales y alambrados. A veces, a lo lejos se divisaba alguna luminosidad que en lo más mínimo podía conspirar con el poder de lo negro.

El viaje a Junín había comenzado.

Excepto nuestro representante, a quien habíamos aislado a propósito con el chofer de la Van, íbamos todos juntos disfrutando de un momento más en la vida. Ni sabíamos qué temas íbamos a tocar, pero eso no era un problema porque siempre hacíamos los mismos, aunque con distinto orden. Desde que la Van comenzó su derrotero mecánico, hablamos de manera compulsiva hasta las tres de la mañana o más, cuando el viaje, la oscuridad y la luna se formularon como una tríada inseparable de la que éramos espectadores hipnotizados. Repasamos historias y anécdotas que nos habían ocurrido. Nos acordamos de los viejos amigos que ya no estaban y nos fumamos varios nevados en honor a ellos.

Éramos, en esa Van sin sentido, guerreros mal heridos que habían sobrevivido a una guerra interminable. Guerreros ignotos de un círculo que se abastecía con un lenguaje que no admitía banderas blancas, ni pipas de la paz con enemigos.

No parábamos de hablar. Aunque quisiéramos, no podíamos parar de hacerlo: la nieve nos llenaba de una excitación vertiginosa. Descendíamos con nuestros esquís por la cumbre y cuando llegábamos a la llanura volvíamos a subir como turistas colgados de funiculares del aire.

El tiempo pasaba y, lejos de que la noche en la Van en viaje nos relajara, nos despertaba con una inercia que yo sabía a donde llevaría de un momento a otro: a la ausencia del discurso, a la disolución del ser en una sensación de angustia sin relato.

Sucedió.

La hora en la que de humanos sólo teníamos la forma ya estaba entre nosotros, en la Van, conducida por un chofer desconocido y un manager borracho.

Nadie durmió, ni la Van detuvo su motor.

De mañana, cuando el manager nos avisó que habíamos llegado a nuestro destino nos dimos cuenta de que íbamos a tener que lidiar con un enemigo difícil de derrotar: el sol.

Medium 9 - Leandro Javier Oyola


—¿Seremos hombres?— preguntó El Oculto.

Nadie contestó. ¿Para qué? ¿Qué sentido podía tener preguntarse eso una mañana cualquiera caminando por una calle desconocida de Junín Side? Ninguno. Ningún sentido tenía responder entonces.

Pero sin embargo pensé que me había convertido en un hombre el día que caminé por la calle como Quijote por los campos secos de La Mancha, el día que miré por primera vez fijo hacia todos lados y sentí que yo no era el mundo, ese día en el que mientras caminaba enderecé mi pecho y apunté a todo con mi corazón. Ese día fui hombre y lo seguía siendo hasta hoy, ese día en que sentí que el mundo no podría ser lo que yo quería, ese día en que pensé que sólo lograría equilibrar mis deseos con la realidad durante delgados momentos. Ese día fui hombre, seguí pensando para mí mientras caminábamos.

Mientras tanto, ya estábamos por llegar al muelle de lanchas imaginario y sin aguas de Junín Side. Las embarcaciones estaban todas envueltas en lona porque durante la semana nadie navegaba. Al lado estaba el lugar en donde íbamos a tocar. Un especie de cabaret para hippies chic que se aglomeraban en la noche y se sentían distintos lejos de los toros que tanta dignidad y fortuna le dieron a sus antepasados. Quizás algunos de los que nos escucharían en la noche llevaban apellidos de calle y sangre de indias robadas en sus genes.

Por suerte sobre el medio día ya se había nublado. Con los lentes para sol estaba mucho mejor, la oscuridad agravada nos hacía sentir más vivos. Así como hay gente que sólo quiere vivir en verano disfrutando de las arenas y de los mares azules nosotros, si hubiéramos podido, habríamos vivido siempre de noche, o en los fondos de los mares con los peces abisales que disfrutan de la oscuridad de la nada.

Sólo necesitábamos un sentido: el oído.

Ni el tacto, ni el olfato, ni el gusto, ni la vista nos resultaban necesarios si no era para estar con una mujer. Quizás eso era lo único que nos impedía eyectar de este mundo. Nosotros cuatro, o quizás todos los hombres de Junín Side, y quizás también todos los hombres del mundo de todos los tiempos se habían quedado en el planeta por una mujer en particular, heridos de muerte en su corazones y contaminados por un virus incurable.

Me senté en una mesa con Angus, El Oculto y El Ruso. Nuestro mánager se fue a hablar con una mesera que apenas lo vio lo ignoró como si se tratara de un espectro que sus ojos no registraban. Pedimos café y whisky y unas porciones de torta de frutilla.

Sabíamos que éramos langostas en gira.

Medium 10 - Leandro Javier Oyola


Tanto para la ley como para las ciencias Psi, éramos adultos. Vivíamos de nosotros, ya no extrañábamos a mamá, ni intentábamos regalarle la caca al primero que pasara.

El Oculto era el único de nosotros que, con veinticinco años, aún mantenía en vigencia a sus Amigos Invisibles. Muchas veces, aunque sólo en su casa, parecía que estaba en una fiesta con cincuenta personas. Bellas modelos y estrellas de rock almorzaban con plato servido a su mesa, también escritores y hasta muertos dialogaban con él de filosofía, de literatura y de guerra.

En esa faena de invisibilidad, el Oculto se trataba habitualmente con Descartes, Heidegger y Kant. Lo pasaban muy bien juntos. A ellos les gustaba mucho la maconia que les convidaba nuestro compañero de grupo. Hubo épocas en las que era habitual que Descartes, Heidegger y Kant se la pasaran fumando en el living, mientras escuchaban Water Music, Woodoo Chile y otras joyitas.

Otras veces leían. Él sólo escuchaba y nosotros nos dábamos cuenta de que estaba presenciando una discusión importante cuando los ojos se le abrían demasiado y se quedaba con la cabeza dura mirando al ventilador del techo. Él se daba cuenta de que con esa tríada no tenía otra cosa que hacer: escuchar eternamente. Como si El Oculto fuera un Hamlet moderno y sin cortesanos., escuchábamos sus sombras y fantasmas y no nos preocupaba porque nosotros también las teníamos en abundancia.

—¿Acaso usted no?— preguntaba, como latiguillo, cada vez que alguien ajeno a nuestro círculo descubría nuestras delicadezas psicológicas.

Pero si bien en la esfera individual no se generaban inconvenientes con su numerosos amigos invisibles, el problema surgía cuando tocábamos con la banda en lo ensayos y en los recitales en vivo. En su virtualidad, el Oculto no sólo tocaba con nosotros, sino con cuatro o cinco músicos más. Por eso, muchas veces nosotros escuchábamos los temas de una manera y él de otra muy distinta.

Desde la arena se lo veía hablar solo durante el recital, mezclado entre las luces y el humo del concierto. Se le dibujaban sonrisas y gestos de todo tipo. También enunciaba puteadas al vacío. Por eso le decíamos así: el Oculto. Muchas veces me pregunté si era posible que él distinguiera entre los fantasmas amigables que ocupaban su vida social y nosotros, sus amigos reales. Dada la calidad y fama de sus amigos era indudable que sí.

Era inevitable que Descartes, Heidegger y Kant sobresalieran al lado del Ruso, de Angus y de mí. Pero a quién le importaba. A nadie. Esa distinción no tenía ningún sentido en nuestra forma de vivir. Forma en la que no había fronteras, ni muros entre lo que ocurría en nuestra mente y lo que parecía ser una realidad peligrosa de cosas y personas que venían hacia nosotros todo el tiempo.

martes, 13 de octubre de 2009

La última cena - Leandro Javier Oyola


Hay un sentido filosófico en mi triste frase, el que no repetiré porque ya lo he olvidado: todo hombre en algún momento desea ser feliz. Los más ambiciosos no se conforman con la felicidad personal: quieren hacer felices a los demás. Y algunos lo intentan. Explicaré mi caso.
Una noche, luego del restaurante, observé a Triny como se mecía bajo la lluvia, sobre el césped que brillaba solitario bajo las luces del Parque Centenario. La luna llena había quedado disminuida ante ese paraíso artificial creado por el neón. Entonces capté el sentido. La lluvia devenía, y ese devenir de diminutas gotas que cuando pasaba por el haz concéntrico de las luces parecía entrar en otra dimensión fue, para mí, en ese instante autoaniquilado, la metáfora más fuerte del olvido.
Yo estaba sentado y Triny se mecía.
La lluvia, que se repetía contra el reflejo del neón me hizo pensar en la forma de vida no-histórica que propugnaba Nietzsche.
Al rato, cuando llegamos al departamento busqué en la biblioteca Las Consideraciones Intempestivas y transcribí en mi cuaderno:

“Tanto las grandes dichas como las pequeñas, son siempre creadas por una cosa: el poder de olvidar. El que no sabe dormirse en el dintel del momento, olvidando todo el pasado; el que no sabe erguirse como el genio de la victoria, sin vértigo y sin miedo, no sabrá nunca lo que es la felicidad y, lo que es peor, no hará nunca nada que pueda hacer felices a los demás”.

Subrayé: Dormirse para siempre en el dintel del momento, olvidando todo el pasado.
Sentí cierta convicción épica.
Ahora sigo leyendo Las consideraciones.
Luego recorto un nuevo párrafo:

“Imaginemos el ejemplo más completo: un hombre que estuviera absolutamente desprovisto de la facultad de olvidar y que estuviera condenado a ver en todas las cosas el devenir, tal hombre no creería ni en su propio ser, no creería en si mismo. Vería todas las cosas agitándose en una serie de puntos movedizos, se perdería en este mal del devenir”.

Interpreté. El Señor Nietzche, a esa inacción la llama el poder de olvidar. Para él, sentir esos “puntos movedizos” era sin dudas una enfermedad: el mal del devenir.

Sigo copiando:

“Un hombre que pretendiera no sentir más que de una manera puramente histórica se parecería a alguien a quien se obligase a no dormir, o bien a un animal que se viese condenado a rumiar siempre los mismos alimentos. Es posible, pues, vivir casi sin recuerdos, y hasta vivir feliz, a semejanza del animal; pero es absolutamente imposible vivir sin olvidar. Toda acción exige el olvido, como todo organismo tiene necesidad, no sólo de la luz, sino también de la oscuridad”.

De manera súbita, en mi mundo, olvidar era posible. Olvidar era matar. Y como si un ser anónimo me hubiera indicado qué pensar brotó esta frase de mi cerebro: no hay que olvidar si no se conjuga antes esa inacción con la venganza de la sangre.
Luego de realizar esas anotaciones sentí que debía olvidar a Triny. Para siempre. Consideré que esa sería una forma matemática de conseguir la felicidad, aunque no me conformaba con ser feliz sin compartir ese estado tan personal de mi espíritu. También quería que ella fuera dichosa.
Desarrollé durante algunos minutos mi argumentación; ella me miraba incrédula, cité a Nietzsche para reforzar mi pensamiento. Para demostrarle que yo estaba encausado en “una lógica”. Pero luego de explicarle mi revelación se enfureció. Me sentí causa de su ira. Al rato huyó despavorida de mi departamento.
Fui feliz, en el sentido alemán del término.
Concluí: Una mujer se niega a ser olvidada y Triny no era la excepción al “mal del devenir”. Por eso prefirió el insomnio, el sentido histórico. Nunca más la vi. Fue mi última cena con ella. Al otro día viajé a Viedma, en donde seguí recopilando datos sueltos de la historia de mis ancestros.
A esa altura de mi peripecia yo ya estaba al tanto de que toda historia está provista de la facultad de ser olvidada.

sábado, 25 de julio de 2009

¡Qué bien suena Guerolito! - Leandro Javier Oyola


No sé de qué eran esas pastillitas que me diste. En la gira no hubo ninguna de esas. Rockler no eran. DRF tampoco. Pero qué bien que se escuchaba la música después de saborearlas. Guerolito de Beck sonaba muchos más loco de lo que suena normalmente. Me quedé sentado sin saber qué hacer. Vos hablabas de lo bien que te hacía el feriado, de lo bien que te hacía no hacer nada, lejos de esos pacientes que tenían problemas psicológicos de todo tipo y que dos por tres te llamaban a cualquier hora para que les regales la oreja por cinco minutos como mínimo.

Pero ahora, mientras sonaba Guerolito y el gato me acariciaba de pasada la pierna izquierda, me decías que estabas contenta porque durante toda la tarde íbamos a poder hacer lo que queríamos. ¿Lo que queremos? Le pregunté. ¿O lo que vos querés? Sí, mejor lo que yo quiero, me respondiste, y yo sentí que de todos modos siempre hacíamos lo que vos querías, cuando y como vos lo querías. Mi único poder era irme o no llegar. Lo demás no lo disponía y la verdad ni me interesaba. Además, en el estado en el que me había dejado esa pasta no podía ni caminar. El gato estaba cada vez más insoportable y mi cabeza parecía la de un derviche girador.

Dame un beso, me dijiste, y cuando me quise acordar estabas con tu ojos casi adentro de mi mente, como una telépata intrusa obsesionada conmigo. Yo, un pibe común que no sé cómo, justo pasaba por ahí y a la media hora, sentado en ese sillón de cuerina, ni se acordaba como se llamaba. ¿Éste soy yo?, pensé.

Dejáte de joder. Vos sabés que lo nuestro es la charla, tomar mate, leer algo. Lo nuestro es la ingenuidad, dejar que pase el tiempo, pero con la distancia de los que aún se pueden escuchar sin tener intereses en común, le dije.

¿A qué se debe ese beso?, le pregunté. Yo que sé, me dijo. No hago las cosas que hago sabiendo por qué las hago. Las hago y listo. ¿Acaso no te gustó?

Mirá, en este momento no me puedo ni mover... no creo que llegue muy lejos con vos.

Siempre te quise, me dijo mirándome ahora con una seriedad que no aceptaría la risa que comenzaba a escaparse de mí.

¡Gato de mierda!!! Grité como para disimular y le pegué una patada en la quijada, como para desviar el foco de atención. Si el gato se desmayaba el tema del amor iba a quedar relegado. Incluso, si el gato quedaba lastimado, puede que no me considerara digno y cambiara de deseos hacia mi. Si me odia, mejor, pensé, y antes de que el gato pudiera recuperarse lo pisé como sin querer.

Hizo silencio y me miró a mí y luego al gato. Yo disfrutaba un poco, debo decir verdad. No podía ni moverme, pero cuando me dijo que me quería, mi instinto de supervivencia vino de lo más profundo de mi y la ligó el gato, que no tenía nada que ver. Me vino al pelo ese gato blanquito, que ni sabía lo que estaba sucediendo entre nosotros. Después de todo ellos son bastante insoportables cuando a las tres de la mañana arman unos despelotes bárbaros con aullidos que parecen asesinatos terribles y crueles.

No alcanzó a decir nada. Seguía mirando al gato que se fue corriendo a la pieza.

Ahora el que la besaba era yo y le decía chau, me voy a quedar a dormir porque no doy más. ¡Disculpame por lo de gato!

Extraído con autorización de: http://leocarpediem.blogspot.com/

domingo, 21 de junio de 2009

Water Music - Leandro Javier Oyola


Mi abuelo era radioaficionado y el escritor estaba interesado en ese mundo. Por casualidad, una noche cruzaron frecuencias. Desde ese día las sesiones de diálogo comenzaron a extenderse hasta el amanecer.

La historia sucede en el pueblo del viejo. Borges se entera de ella en un viaje que tiene como motivo brindar una conferencia sobre un errático borrador del Martín Fierro que se había encontrado en una aislada pensión del Sur.

En esa ocasión, un aviador que al poco tiempo desaparece le cuenta los sucesos. Este ser enigmático entretuvo al escritor durante un par de horas. De regreso, la monotonía del viaje en tren a la capital federal terminó de redondear la narración de los hechos.

Cuando mi abuelo comenzó a escuchar el relato y a las interferencias platedas que lo hacían más veraz sintió que mucha gente se estaba perdiendo algo importante. Es probable que por esa razón me haya dejado un cuaderno de anotaciones con casi todas las narraciones que había escuchado durante esas noches. Es el gesto de la sangre que recupera las palabras que ahora son duplicadas por mí.

Me contaron una historia que sucedió cuando Río Negro todavía no era provincia y en las aguas del río se sembraban algunos cuerpos para alimentar cangrejos. Me contaron la historia de un asesino. Me refiero así al vacío. Sólo los jueces y los médicos pueden hablar de la muerte con cierta distancia científica. Este era el juez que escuchó la narración de los hechos que puedo calificar, amigo, de musicales:

En la vida real la acción más parecida al relato anónimo es la del crimen perfecto. Es un relato sin autor, lleno de magia, que lleva al investigador a perderse en conjeturas. Entonces, dijo, la única conclusión: un crimen develado es el descubrimiento del relato íntimo de un asesino. Es el descubrimiento de un sueño. Es haber establecido el relato del asesino sin que él sepa que ya ha sido descubierto. Lo demás es venganza, es realidad. Y la venganza sólo tiene sentido cuando uno está despierto le dijo Borges a mi abuelo que escuchaba el relato en el galponcito de las herramientas donde además tenía la radio y tomaba un cafecito con fernet.

Nadie ve desembarcar al que sueña, nadie ve el fango sagrado. No es perceptible el hombre que en el río asesina. ¿Usted ha escuchado a Handel? preguntó. Contestó que no. ¿Usted ha navegado por el río? Sí, contestó mi ancestro. Entonces, dijo el escritor, usted conoce a Handel. No es la condición excluyente navegar el Támesis. Un río es todos los ríos, aunque nunca se reconozca a sí mismo. El nombre y el continente son los detalles circunstanciales de esta historia.

Mi abuelo escuchaba y bebía bajo el frío clásico de las noches del sur patagónico tocado por la voz lejana y gris del anciano que contaba. El era parte del relato. Y toda la ciudad ya lo conocía, pero contado así era extraño y parecía renovado en la lejanía crocante de las interferencias de la radio.

El juez fue enviado por el estado federal. Para crucificar al infeliz público que tejía su red invitando a la gente a navegar en la lancha de la gobernación que era de madera coloreada, si se me permite el matiz, con barniz marino alemán. Un toque altisonante de líneas beteadas blancas y rojas. Un sillón y un bar, la lancha de la gobernación.

Y al lado, navegando por la desembocadura del Río Negro, cerca de ellos, de los pejerreyes, lisas y toninas, la otra embarcación, con toda la banda de la Policía del Territorio que ejecutaba de manera agresiva, en la mitad de la tormenta de los domingos de agosto mientras las olas inclementes sarandeaban el casco como si fuera de papel de arroz, la Música Acuática.

Por supuesto muy mal y algo desafinada, irreconocible. Pero lo que importa es el gesto de imitación a esa monarquía esplendorosa que se volvía a percibir en el futuro.

Imagínese, señor, la Música Acuática en el Río Negro, como en el Támesis, ejecutada por la Banda de la Policía, totalmente maníacos, temblando por el frío impersonal. E imagínese a los guardaespaldas delante de todos los ahí presentes cuando agarraban al invitado de turno y lo abandonaban en la mitad del estuario como si fuera un pez que recobraba la libertad. Como si fuera el objeto del perdón debido a Handel.

-Ahí va el pez libre- dijo.

Para eso mandaron al Juez de Buenos Aires. Para que el mandatario deje de liberar peces, que mientras la banda ejecutaba comenzaban a darse cuenta de que el mejor homenaje que se podía hacer a un enemigo era sepultarlo vivo bajo las aguas furiosas e inocentes y sin voluntad del estuario.

Para éso lo mandaron, para que los niños no siguieran encontrando entre los juncos a los peces muertos que tenían los ojos secos de tanto mirar las pinzas de los cangrejos, para terminar con esa extraña combinación entre la Patagonia y Handel. Y para que desmantelara a la Música Acuática que tanto agradaba.

Cuando se lo llevaron al manicomio sacó una mano para saludar desde abajo del periódico La Nueva Era y las esposas brillaron bajo la luz que se rotulaba en el metal. Al tiempo se escapa de manera misteriosa y nunca más se sabe de él. Igual que aquel aviador que me refirió esta historia hace muchos años.

El relato ya era conocido en el pueblo. Todos casi fuimos peces -pensó mi abuelo y bebió el último sorbo de café con fernet. Luego, antes de apagar el equipo escuchó con deleite el sonido gris y crocante de la noche que emergía por el parlante de veinte wats.

Extraído con autorización de: http://leocarpediem.blogspot.com