sábado, 22 de noviembre de 2014

Día de locura - Paula Duncan



                            


María estaba agotada, sentía un tembladeral en su cabeza, el día había sido realmente agotador, tantas situaciones en la que entraba y salía, su vida últimamente se había convertido en una comedia de puertas; cada vez que abría o cerraba una, la siguiente estaba esperándola.
Comió liviano, se sirvió un una taza de valeriana para tranquilizarse y dormir pero fue en vano, eligió un libro, apagó las luces solo dejando la lámpara del sillón y se sentó a leer, tenía en sus manos un volumen de aventuras, esas que tanto le gustaban de adolescente, con personajes fantásticos y lugares exóticos; justo lo que necesitaba para escapar de esa realidad demasiado concreta y aburrida.

El té fue haciendo su efecto y ya no pudo seguir, cerró por un instante los ojos y sintió como los personajes se escapaban del libro, se incorporó de golpe y vio la sombra de ellos caminando por la pared del frente; de pronto estaba en otro mundo, con otros colores y otros aromas que daban martillazos de luz en su cerebro.
Tomó su cartera que había dejado en el suelo para buscar los lentes y cuando la abrió un duende con una pierna casi separada de su pequeño cuerpo le pidió ayuda. Lo sentó sobre el libro, buscó cinta adhesiva y lo compuso, él le agradeció y salió corriendo.
Ella pensó “debo tranquilizarme o me volveré loca, seguro es estrés, no puedo estar viendo los personajes del libro paseando por mi pared...,¿o sí? ¿por qué no?”; necesitó un vaso de agua bien fría, la garganta le estallaba, sentía miles de pequeñas agujas de fuego en ella. Al ir a la cocina descubrió que en el espejo del pasillo había un hombre, que le sonrió encantadoramente, no sintió miedo sino curiosidad.
Fue a la heladera, bebió agua y volvió; al pasar nuevamente por el pasillo el caballero en cuestión seguía ahí, sonriéndole, detrás de él un universo infinito de puertas diversas se extendía hacia el horizonte, parecía que la estaba invitando extendiendo su mano; ella, aunque con algo de miedo, pegó la suya al cristal y éste se hizo permeable, estaba decidida a pasar del otro lado y en ese preciso instante un ruido fuerte la distrajo. 

Volvió al living, la habitación parecía haber implosionado sin perder su estructura. El libro estaba cerrado sobre la mesa al lado de la lámpara junto a su taza de té vacía; el duende se había convertido en un pequeño adorno verde, los personajes ya no andaban en la pared, probablemente habían vuelto al libro, todo estaba en orden; volvió rápido al pasillo, el caballero ya no estaba; de este lado, justo debajo del espejo, como si lo hubieran dejado desde el otro lado, un ramito de jazmines.
Apagó todas las luces y se fue a dormir, se sentía bien. Antes de meterse en su cama se dijo “ojalá mañana sea un día algo más tranquilo” y se durmió, con el aroma de los jazmines inundando su cuarto.



Acerca de la autora: Paula Duncan 

domingo, 9 de noviembre de 2014

Desconexión – Carlos Enrique Saldivar


—¡Al fin! —dijo el científico—. ¡He logrado crear la madre de todas las computadoras! ¡Y con ella he podido atrapar la infinita telaraña de Internet, conectando cada una de sus redes a un lugar común! He triunfado, al fin lograré mi gran objetivo: poner fin a esta enorme pesadilla, liberar al mundo de esta cárcel tecnológica que nos mantiene como animales, presos, idiotizados.
El hombre permanecía deslumbrado ante su magnánima invención, no era un artefacto grande, pero sí una creación genial. Esta iba atrapando poco a poco la enorme maraña de Internet hasta convertirla en parte de sí, de esta manera podría desconectar todas las líneas del mundo de golpe, haciendo que la reconexión fuese imposible. Dentro de poco llegaría el gran final. El sujeto tenía sus motivos personales para realizar el violento experimento. Había perdido a su familia, amigos y prometida por culpa del mundo virtual. Estaba solo y sufría. Había tardado nueve años en crear su fabuloso aparato, y al fin conseguiría su venganza.
El proceso se había completado. La Red y la inquietante máquina ya eran una.
—Únicamente he de apretar un pequeño botón y todo llegará a su fin —susurró el espabilado personaje.
Recordó entonces lo fantástica que era Internet. Lo asombrosa, magnífica e incontenible que podía llegar a ser. El libro de arena de Borges. La dimensión de los sueños de Cornwell. Quizá esta inmensa maravilla era también indestructible. O tal vez no. Era cuestión de intentarlo, de presionar el interruptor para anular el sistema que mantenía al gran prodigio con vida. En cuanto apagara el armatoste todo llegaría a su fin. El científico estaba nervioso, su corazón latía con rapidez. No, no debía acobardarse a estas alturas. ¿Podía salir algo mal? Nunca un ser humano común había llegado tan lejos. Nunca.
Oprimió el botón...
Y ocurrieron dos cosas:
La Internet se mantuvo.
La mente del hombre se desconectó para siempre.

Lima, diciembre de 2007

Sobre el autor: Carlos Enrique Saldivar

El compadre Molina - José Luis Velarde


Antes de venir a verte maté al compadre Molina. No te asustes, dentro de lo que cabe, creo que no padeció. Nada más se le fruncieron los labios y luego se fue de cara sin soltar un pujido. Allí mismo, frente al Estero de las Mojarras, hice un pozo bien hondo y lo enterré amortajado con el suadero de su caballo.
No me veas con esos ojotes de vaca recién parida, al fin y al cabo el difunto ya descansa en paz y a mí no me queda otra que volver con los carrancistas del general Patiño, si me quedo aquí capaz que me fusilan.
Regresé muy contento pensando en el gusto que te iba a dar, pero apenas me acerqué al pueblo me dieron el chisme. Te vieron con el compadre en el río. Qué lástima, más de tres veces me sacó de apuros, no se rajaba nunca con los pesos ni con las armas y menos si se le ponía enfrente una vieja franjolina como tú.
No, no te arrecholes en ese rincón, no te voy a pegar, aunque me gustaría amarrarte al palo del chiquero y que tragaras lo mismo que los puercos, pero ya ves que no. Agarra tus tiliches y lárgate, porque ya no aguanto las ganas de reírme. No porque te vayas, sino por el último favor de mi amigo.
No sé cómo diantres te metiste con él. ¿Recuerdas la llaga que traía el compadre más enconada que un pinolillo? ¿Te acuerdas de sus dolores de cabeza y de lo amolado que estaba por las reúmas?
Qué bueno, porque ahora te va a pasar lo mismo. Mi compadre ya no tenía remedio. Por eso lo ejecuté sin remordimiento. A ver si tú encuentras quién te mate, porque de otro modo tendrás que sufrir los mismos dolores que tuvo Molina.
Todo por culpa de esa pinche enfermedad que pegan las pirujas.

Sobre el autor: José Luis Velarde

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El callejón sin salida - Ana Caliyuri

Camino por el borde de la cornisa del imponente edificio. Estoy dispuesta a asesinarlo, claro que no será cosa fácil matarlo y luego huir.
El Dr. Hollystone ha sido de gran ayuda, hasta hoy en que deberé aprender a no escucharlo. No es cosa fácil, él es un hombre convincente, pero estoy dispuesta a hacer caso omiso a sus recomendaciones.
Le tengo vértigo a las alturas y no obstante ello, aquí estoy: agazapada como lince al acecho.
Los transeúntes, al verme en la punta del rascacielos, alzaron sus testas. Seguramente parezco un diminuto punto en el cielo mismo, aunque como ellos, también yo transcurro inadvertida por este lar llamado Tierra.
No alcanzo a distinguir sus delimitados cuerpos ocupando gran parte de la acera. Yo trato de extender mis confines. Los límites los he dejado a un costado de mi cuerpo. Alcanzo a divisar a través de los cristales de un inmenso ventanal al Dr. Hollystone; porta en sus manos un reloj antiguo que pende de una cadena. Lo mueve de un lado a otro, me quiere hipnotizar. Grita varias veces:
 
Artemisa, Artemisa, baja de ahí.
Me causa pena el Dr. Hollystone, tan empeñado en cuestiones del ego y el alter ego; aún no comprendió que soy un avatar. Ya hace mucho tiempo que la engullí a Artemisa, ahora voy por Apolo.


Acerca de la autora: Ana Caliyuri