viernes, 29 de abril de 2011

La cocina del asunto – Sergio Gaut vel Hartman


—Entonces les harás creer que eres un traidor, ¿has comprendido?
—De acuerdo, pero ¿ellos van a aceptar mi palabra?
—Se van a convencer de que lo estás haciendo por el dinero.
—¿Y si no se tragan eso de que venderé a mi hermano por unas monedas?
—No te preocupes por eso; la gente hace las peores cosas por dinero.
—Pero yo no soy así...
—Ellos pensarán que sí.
—¿Y estás seguro de que la gente inundará las calles vitoreando tu nombre, que te arrancará de las manos de tus carceleros y te ungirá rey de Israel?
—Lo estoy. Los zelotes ganarán la batalla, y antes de fin de año seré coronado con el beneplácito del emperador. A fin de cuentas, los romanos son pragmáticos y no les importa quien gobierne, en tanto y en cuanto eso les deje ganancias.
—No sé qué decirte. Esto me da miedo. ¿Y si sale mal?
—Saldrá bien, ya verás que saldrá bien.

Sobre el autor: Sergio Gaut Vel Hartman

Las termópilas – Héctor Gomis


Recuerdo bien cuando mi padre me habló por primera vez de la batalla de las Termópilas. En el paso de las Termópilas, un puñado de guerreros espartanos se enfrentaron a un ejercito cuarenta veces superior. Lo hicieron con la certeza de su fracaso, pero con la convicción de que debían hacerlo. Los espartanos conocían de antemano lo imposible de su misión y asumieron su destino con entereza. Fue una batalla perdida antes de comenzar, un grupo de hombres embistiendo de cabeza contra un muro sin ninguna esperanza de moverlo.

Aquel día escuché por primera vez la palabra héroe, y desde entonces cada vez que la escucho recuerdo a aquellos hombres.

Mi abuelo lleva dos años intentando escribir un libro con sus memorias. Mi abuelo no es una persona famosa, ni influyente, ni importante para el resto del mundo. Sólo es una persona más, un anciano que desea dejar una huella en los que le rodean antes de desaparecer.
Decidió escribir su historia el mismo día que el médico le anunció que estaba perdiendo la memoria. Desde entonces, luchando contra las lagunas de su mente y la escasa fuerza de sus manos, intenta llenar páginas con retazos de sus dispersos recuerdos.
Hemos intentado ayudarle de todas las maneras posibles, transcribiendo sus cuadernos, grabando su voz, ordenando sus notas, pero todo ha sido en vano.
Seguramente debió empezar antes, antes de que las fuerzas le fallaran y de que su memoria se perdiera entre brumas. Ahora los recuerdos van y vienen por su mente como las olas en el mar.
A veces me siento a su lado e intento seguir el hilo de sus historias, pero en su cabeza se entrelazan unas con otras, convirtiéndose en una maraña de fechas y nombres imposible de seguir. Soy consciente de que nunca podrá acabar sus memorias, es una tarea imposible. Él también lo sabe.

Mi abuelo intenta escribir sus memorias, lo hace con la certeza de su fracaso, pero con la convicción de que debe hacerlo. Conoce de antemano lo imposible de su misión y asume su destino con entereza. Es una batalla perdida antes de comenzar, un hombre embistiendo de cabeza contra un muro sin ninguna esperanza de moverlo.

Ahora, cada vez que escucho aquella vieja historia de espartanos y persas, no puedo evitar acordarme de mi abuelo.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

Los Otros - Jesús Ademir Morales Rojas


De nuevo aquellos seres nos acosaban, nos sumían en un estado de consternación y terror. Al principio, apenas y habíamos percibido algunas señales de su intrusiva presencia. Eran breves manifestaciones que habían perturbado la paz rotunda de nuestro espacio. Sin embargo, poco a poco fueron aumentando en intensidad, como si ellos supieran de nosotros y trataran de ahuyentarnos una y otra vez.
A veces nuestra comunicación se veía interrumpida por ciertos sonidos en la pieza contigua y al querer descubrir cuál era la causa, los otros escapaban raudos y cerraban la puerta de la cocina, o de la alcoba. Era espantoso saber de los otros y no poder hacer nada por evadir su oprobioso estar. Poco a poco intentamos ganarles terreno atreviéndonos a deambular libremente por más espacios de la casa, para evitar así que la tomaran por completo.
Ellos huían hacía la parte más alejada de la casa, escuchábamos sus susurros trémulos, sus pasos sigilosos, su hurgar continuo en todo los objetos de nuestro espacio. Finalmente nos decidimos y penetramos con resolución en el último cuarto de la casa. Los otros habían escapado, estaban afuera. Por un momento percibimos su odiosa respiración del otro lado de la puerta. En su precipitación, ellos habían dejado caer un ovillo de estambre, uno de cuyos extremos se pasaba por debajo de la puerta y temblaba. Llenos de júbilo comenzamos a tirar del estambre con frenesí y ellos, que al principio resistieron un tanto nuestra fuerza, terminaron por ceder dejando caer el otro extremo del hilo.
Nuestras risas se transformaron en rugidos (feroces) de ciega alegría y más cuando los vimos alejarse de la casa, llenos de miedo y derrotados, tras haber arrojado la llave para cualquier lado. Justo en ese momento, nuestras risas se hicieron llanto espantoso, aullidos que nunca cesarán, al descubrir con horror que nos habían dejado encerrados en el vacío de esta casa donde no ha habido nadie jamás.

Morales Rojas, Jesús Ademir
Jesús A Morales Rojas en Heliconia

lunes, 25 de abril de 2011

Descalza - Marisa Dittler


Descalza… caminando a paso lento, pero firme para sentir la textura del césped en la planta de mis pies.
El extenso patio con sus sombras nocturnas invitaba a peligrosas aventuras.
Los chicos del barrio lo sabían.
Luciérnagas, juego de escondidas, pelota en la calle de tierra cuidando el paso de los escasos autos. Las noches de verano acontecían calurosas y lentas, inocentes y misteriosas…
Pero yo sólo caminaba por el patio… descalza.
Buscando la luna entre los árboles, husmeando aromas de naranjos y jazmines de alguna casa cercana.
Avanzaba… pastito fresco bajo los pies.
Tumbarse al fondo, arriesgando el cuerpo al ataque de las hormigas, escuchando a lo lejos las travesuras infantiles corriendo libres y los gritos de guerra de las madres preocupadas.
Todavía se veían todas las estrellas, todavía se respiraba el idilio inocente del futuro por venir. Todavía lo conservo, por suerte o rebeldía, en la planta de los pies.

Pueblo chico - Mónica Ortelli



En este lugar nos conocemos todos y eso, en cierto modo, facilita las cosas. De ahí que no me importara declarar ante la fiscal del distrito (una muchacha preciosa): en la sala, ella era la única extraña. Durante la indagatoria imaginaba su vientre nacarado ondulando bajo mi peso; me cambió el ánimo... Estaba interesada en cuando fui monaguillo y le dije que a mí el cura nunca me había tocado, que jamás había escuchado que le hubiera pasado a otros. Lo mismo aseguraron Sper, el comisario inspector; Toño, el de la Marítima y el editor del ‘Pregón del mar,’ entre los de aquella época.Más tarde, algunos de nosotros estábamos en “The Avengers” tomando unas copas cuando aparecieron el abogado Ferroni y la fiscal y se sentaron a nuestra mesa (sentí que tocaba el cielo). Resultó que habían estudiado juntos y Ferroni y su mujer la hospedaban en su casa. El tema fue inevitable. Después de lo de la mañana, supusimos que la investigación del crimen iría al frío. Ferroni coincidió con nosotros. Ella, con elegante discreción sólo confirmó lo que decía el periódico: sin móvil claro ni sospechosos. Agregó que no estaban seguros de cuál fue el objeto punzante, dicho de un modo que me alteró la respiración.Después, hablamos de otras cosas y la balanza se inclinó para mi lado. Es una muchacha sencilla. Nació en un pueblo como este, en la sierra; los estudios los pagó trabajando y, por ahora, está casada sólo con su trabajo. ¡Vaya suerte!La invité a navegar y aceptó. En este momento de mi vida siento que puedo lograr lo que me proponga: sólo deseo hacer las cosas bien. Ferroni y su mujer nos acompañarán. Le mostraremos los mejores lugares de la bahía. Quiero que salga perfecto. Ya tengo casi todo listo abordo, sólo me falta reponer el pica-hielos para preparar los tragos.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

El discípulo - Juan José Arreola


De raso negro, bordeada de armiño y con gruesos alamares de plata y de ébano, la gorra de Andrés Salaino es la más hermosa que he visto. El maestro la compró a un mercader veneciano y es realmente digna de un príncipe. Para no ofenderme, se detuvo al pasar por el Mercado Viejo y eligió este bonete de fieltro gris. Luego, queriendo celebrar el estreno nos puso de modelo el uno al otro. Dominado mi resentimiento, dibujé una cabeza de Salaino, lo mejor que ha salido de mi mano. Andrés aparece tocado con su hermosa gorra, y con el gesto altanero que pasea por las calles de Florencia, creyéndose a los dieciocho años un maestro de la pintura. A su vez, Salaino me retrató con el ridículo bonete y con el aire de un campesino recién llegado de San Sepolcro. El maestro celebró alegremente nuestra labor, y él mismo sintió ganas de dibujar. Decía: «Salaino sabe reírse y no ha caído en la trampa». Y luego, dirigiéndose a mí: «Tú sigues creyendo en la belleza. Muy caro lo pagarás. No falta en tu dibujo una línea, pero sobran muchas. Traedme un cartón. Os enseñaré cómo se destruye la belleza». Con un lápiz de carbón trazó el bosquejo de una bella figura: el rostro de un ángel, tal vez el de una hermosa mujer. Nos dijo: «Mirad, aquí está naciendo la belleza. Estos dos huecos oscuros son sus ojos; estas líneas imperceptibles, la boca. El rostro entero carece de contorno. Ésta es la belleza». Y luego, con un guiño: «Acabemos con ella». Y en poco tiempo, dejando caer unas líneas sobre otras, creando espacios de luz y de sombra, hizo de memoria ante mis ojos maravillados el retrato de Gioia. Los mismos ojos oscuros, el mismo óvalo del rostro, la misma imperceptible sonrisa. Cuando yo estaba más embelesado, el maestro interrumpió su trabajo y comenzó a reír de manera extraña. «Hemos acabado con la belleza», dijo. «Ya no queda sino esta infame caricatura.» Sin comprender, yo seguía contemplando aquel rostro espléndido y sin secretos. De pronto, el maestro rompió en dos el dibujo y arrojó los pedazos al fuego de la chimenea. Quedé inmóvil de estupor. Y entonces él hizo algo que nunca podré olvidar ni perdonar. De ordinario tan silencioso, echó a reír con una risa odiosa, frenética. «¡Anda, pronto, salva a tu señora del fuego!» Y me tomó la mano derecha y revolvió con ella las frágiles cenizas de la hoja de cartón. Vi por última vez sonreír el rostro de Gioia entre las llamas. Con mi mano escaldada lloré silencioso, mientras Salaino celebraba ruidosamente la pesada broma del maestro. Pero sigo creyendo en la belleza. No seré un gran pintor, y en vano olvidé en San Sepolcro las herramientas de mi padre. No seré un gran pintor, y Gioia casará con el hijo de un mercader. Pero sigo creyendo en la belleza. Trastornado, salgo del taller y vago al azar por las calles. La belleza está en torno de mí, y llueve oro y azul sobre Florencia. La veo en los ojos oscuros de Gioia, y en el porte arrogante de Salaino, tocado con su gorra de abalorios. Y en las orillas del río me detengo a contemplar mis dos manos ineptas. La luz cede poco a poco y el Campanile recorta en el cielo su perfil sombrío. El panorama de Florencia se oscurece lentamente, como un dibujo sobre el cual se acumulan demasiadas líneas. Una campana deja caer el comienzo de la noche. Asustado, palpo mi cuerpo y echo a correr temeroso de disolverme en el crepúsculo. En las últimas nubes creo distinguir la sonrisa fría y desencantada del maestro, que hiela mi corazón. Y vuelvo a caminar lentamente, cabizbajo, por calles cada vez más sombrías, seguro de que voy a perderme en el olvido de los hombres.

sábado, 23 de abril de 2011

Hotel alojamiento - Eduardo Betas



Cerrar la puerta, abrirse a su piel. Encielarse. Hacerse al amor como quien navega amares dulces, amares tiernos, amares que fueron naciéndoles y haciéndoles lo que luego fueron, poco o mucho, pero fueron o son ahora mismo, quién sabe…

Cerrar la puerta y abrirse, no sólo a su piel, sino a ella toda. A ellos dos todos. Porque él va construyéndose para ella, quizás torpemente o como puede, un ser a su medida, sin perder identidad. Algo que tal vez cueste creer pero háganme caso porque es así.

Porque él fue para ella una casa, un refugio, un pedazo de paz para que ella sea para él una casa, un refugio, un pedazo de paz, antes del escape de gas, del vacío, de las culpas transformando las sábanas en cementerios…

Ellayél entraban a ese lugar y ponían al mundo en suspenso. Colocaban entre paréntesis al bullicio, le corrían una carrera al reloj con la sangre a toda velocidad, amándose hasta el grito. O intentándolo o creyendo estar haciéndolo, ahora quién sabe…

Laberinto de rectángulos de tanto por tanto, con puertas numeradas, música que se parece a desodorante de ambiente y que nada de eso importe mientras tanto, mientras dure, mientras sea, mientras puedan, mientras…

Aunque, pensándolo desde ahora, desde este tiempo que pasó, tal vez haya habido un germen en él o en ella, no sé, no quiero aventurar porque está todo muy haciéndose todavía pero algo sucedía que él no quiso ver ni darse cuenta pero lo cierto es que muchas veces el amor terminaba empapado en lágrimas que no tenían sentido. O, mejor dicho, que parecían no tenerlo…

Lo único que tenía sentido allí, para ellos, al menos en aquel momento, era abrirse, nacer, hacerse, amarse. Alojarse allí para no alejarse. Hay quienes conocen esta historia y pueden llegar a pensar que el germen o el vacío que padecieron Ellayél comenzó con un disfraz de escape de gas en el aire acondicionado de uno de estos cuartos numerados. Porque eso fue lo que sucedió precisamente la primera vez que se reencontraron. Y, por supuesto, hay quien puede ver una señal en ello. Pero saliéndome por un momento de mi rol de cronista, me permito dudarlo. Porque la soledad no tiene nada que ver con todo eso. La soledad no se la contagia ni se la inhala. La soledad se hace en el caldo de cultivo del miedo pero más de la culpa.

Ellayél partieron y se partieron. Tal vez muchos de ustedes se hayan dado cuenta de cuándo sucedió aquello porque ese día escucharon algo que no se iban a olvidar nunca. Un ruido terrible, espantoso, como el que hace una paloma cuando es aplastada por la rueda de un camión.

Ellayél un día dejaron de entrar a ese laberinto de cubículos con música perfumada y puertas con números. Dejaron de hacerse al amor para comenzar a practicarse un concienzudo alejamiento. Él aún no sabe muy bien porqué y ella parece no tener fuerzas para encontrar las palabras.

El asunto es que, a partir de ese resquebrajamiento, comenzaron a pasar cosas extrañas en la ciudad donde ellos ya no se encontraban. Y aunque no se sabe muy bien si tuvo que ver con todo esto, lo cierto es que muchos juraron ver cómo Buenos Aires fue inundándose de culpa y hasta hay quienes aseguran haber visto flotar los cadáveres de lo que podría haber sido, asesinados por lo que creímos haber hecho.


Con autorización del autor, extraído de http: http://palabrar.com.ar/

jueves, 21 de abril de 2011

Vista - Víctor Lorenzo Cinca


Suena el despertador. Abro los ojos e inesperadamente, no veo nada. Digo inesperadamente porque yo no soy ciego. O, por lo menos, no lo era hasta hoy.
Con un movimiento rutinario bien aprendido —que hago todos los días sin levantar siquiera los párpados— desconecto el despertador y me levanto de la cama. Me visto con alguna dificultad. De hecho, todavía ahora ignoro qué llevo puesto encima. Una camisa, sí, pero ¿cuál? ¿La de rayas azules? ¿La de cuadros amarillos y verdes? De todos modos, poco importa. Es evidente que no voy a salir en todo el día de casa. No me atrevo. A duras penas puedo moverme sin tropezar con los miles de obstáculos que han aparecido por arte de magia en los escasos sesenta metros cuadrados de mi piso.
Una vez en la cocina, tras la aventura de cruzar el pasillo a tientas, asumo que no voy a poder prepararme el café de todos los días, y me conformo con un trago de leche fría, directamente del cartón, acompañado de unas galletas. No necesito más: he perdido la visión, pero también el apetito.
Busco algo para matar el tiempo, y empiezo a descartar las opciones habituales. No puedo poner la televisión. Nada me molesta más que escuchar la voz de alguien y no poder ver su cara ni sus gestos. Supongo que por eso tampoco tengo radio. No puedo leer. Mi biblioteca se ha convertido de repente en un montón de papel inútil, si no lo era ya antes. No puedo llamar por teléfono a nadie para contarle lo que me ocurre porque no veo los nombres en la agenda. Además, no recuerdo dónde dejé el móvil ayer. Y aunque hace doce años que vivo en el mismo piso, ahora no consigo moverme con soltura en él. No puedo hacer nada.
Me acerco al ordenador encendido, siempre a punto, escribo estas líneas (por suerte estudié de joven mecanografía, y como puede comprobarse, con grandes resultados) y me vuelvo a la cama para intentar dormir.
A ver qué ocurre cuando despierte.

Tomado de Realidades para Lelos

Sobre el autor: Víctor Lorenzo Cinca

Oído - Víctor Lorenzo Cinca


Me despierto tarde, con la cara moteada por el sol que se cuela entre las rendijas de la persiana. Frotándome los ojos con el dorso de la mano —por lo que parece he recuperado la vista— miro el reloj de la mesita asombrado: las once menos cuarto. No entiendo por qué el despertador, que todavía mantiene el piloto de la alarma encendido, no ha sonado. Arrastro los pies desnudos hasta el lavabo y abro el grifo para mojarme la cara repetidas veces con agua fría y ver si eso me despeja. Mirándome en el espejo, ya más despierto, me da la impresión de no haber oído el ruido del chorro de agua contra el mármol, así que lo abro de nuevo y —como ya me había parecido— no se oye nada. Digo qué raro, pero tampoco se escuchan mis palabras. La prueba definitiva, un par de palmadas, silenciosas, me sacan de dudas.

Salgo a la calle y me cruzo con la vecina, que mueve sus labios incomprensiblemente mirándome a los ojos; buenos días, Carmen, a dar un paseo, le respondo, y ella se marcha con una sonrisa satisfecha, supongo que deseándome que me vaya bien. Se me acerca un joven desgarbado, con las manos en los bolsillos, y articula unas palabras que no percibo. No, lo siento, no fumo, le digo, y antes de irse hace una mueca con la boca en la que intuyo un gracias. Entro en el bar de la esquina y me pongo a experimentar con el camarero, arrojando mis frases —que tampoco puedo oír— cuando veo que sus labios dejan de moverse. Buenos días...una cerveza por favor...no gracias, no quiero copa, la beberé a morro...qué le debo...tenga, quédese el cambio...de nada hombre, a usted. Prueba superada. Me termino la cerveza en tres tragos y salgo a la calle sonriente a pasear entre el silencio.

Al anochecer, cierro la puerta de casa, cuelgo las llaves en la tachuela clavada en el marco y suspiro: ha sido una dura jornada. Tras comer en el restaurante, hacer la compra en el supermercado y reír como un tonto en el cine con el inesperado pase de El maquinista de la general, de Buster Keaton, me doy cuenta de que tampoco hablo con demasiada gente a lo largo del día; además, con los pocos que lo hago no tengo ningún problema para comunicarme, supongo que por lo previsibles que resultan nuestras conversaciones, calzadas una y otra vez, repetidas hasta la inexpresión. De todos modos, lo que realmente echo de menos no son esos diálogos mudos e insulsos sino el sonido de un claxon al cruzar la calle sin mirar, o los pájaros que se amontonan en los pocos árboles del paseo que todavía no han podado, o la vieja canción que silbaba aquel anciano sentado en el parque, o el arrítmico golpeo de mis dedos sobre este teclado en el que escribo estas líneas antes de meterme en la cama y asegurarme que la alarma, que deseo oír mañana, esté conectada.


Tomado de Realidades para Lelos

Sobre el autor: Víctor Lorenzo Cinca

Gusto - Víctor Lorenzo Cinca


Me despierta muy temprano el estridente sonido de la alarma. Por primera vez en la vida —y sin que sirva de precedente— me alegra oírla, así que la dejo sonar unos segundos antes de pararla. Doy una palmada para asegurarme y tras escuchar un sordo clap, compruebo con alivio que he recuperado el oído. Me levanto de la cama, enciendo la radio y mientras tarareo la canción de turno, me preparo un café.

Hojeando —por ponerle un verbo— el periódico en el portátil le doy el primer sorbo a la taza humeante, pero de tan caliente no noto el sabor. Mientras espero que se enfríe un poco, enciendo el cigarrillo sin el que soy incapaz de despertar y también lo encuentro insípido. Empiezo a sospechar. Destapo el azucarero, lleno una cucharilla y la vierto sobre la lengua. Nada. Cojo el salero y lo agito encima de la boca sin ningún resultado. No hay vuelta de hoja: he perdido el sentido del gusto.

Como tampoco me parece tan grave la pérdida, incluso intuyo sus ventajas, aprovecho para probar ese queso azul del aguinaldo que tanto asco me da, aunque no olvido taparme la nariz porque, afortunadamente, todavía tengo olfato. No está mal. Ni bien. Mastico después un par de guindillas. Insulsas. Exprimo un par de limones y me bebo el jugo de un sorbo sin hacer ninguna mueca. Después me aventuro a probar algunas cosas —que por escatológicas no voy a confesar— sin que mi paladar note ningún sabor. Tras estos experimentos, y con una sonrisa incrédula, me cepillo a conciencia los dientes y me dirijo a la oficina.

Terminada la jornada laboral, ficho y me dirijo a recoger a mi novia a su trabajo. Le doy un beso, que ella se encarga de alargar, antes de preguntarle qué tal el día. Mientras me responde que bien, como siempre, y me propone ir al cine, reparo en que tampoco noto en sus besos el sabor habitual. Me excuso diciéndole que estoy muy cansado, que mejor vayamos otro día, y tras acompañarla a su casa, regreso a la mía, me meto en la cama y acepto que la pérdida de ese sentido es más importante de lo que en un principio creía. Espero, por lo menos, dormir a gusto esta noche.


Tomado de Realidades para Lelos

Sobre el autor: Víctor Lorenzo Cinca

martes, 19 de abril de 2011

Ayudante de taller especializado – Héctor Ranea


—Buen día. ¿Es aquí el taller?
—¡Perfecto! ¡Vieja, uno que llegó! ¿Viste que se podía llegar con las indicaciones que dí?
—Perdón, señor. Quiero decir si acá es el taller literario.
—Sí; claro. ¿Le doy mala impresión?
—Es que con tantas herramientas…
—Parte de mi método, señor. Y de mi esposa. Acomódese por ahí.
—En… ¿en el foso ese?
—¿Dónde si no? ¡Vamos, amigo, no se amedrente!
—Ppero…
—¿Usted vino a mi taller literario para balbucear mal, aprender a escribir o qué?
—Bueno… la verdad… es cierto que se anunciaban métodos revolucionarios, pero no sé si estoy preparado para esto.
—No me amague con el gambito del escape. Conozco las mil y una variantes. No tiene escapatoria.
En eso, aparece una mujer, bella como un neumático novísimo. Empieza a desvestirse. El recién venido se va al foso porque se ve mejor. El Jefe literario del taller, nombre dado por la cucarda que luce en la frente cual vincha, se acerca con dos sillas de taller.
—¿Quiere que le revise el cárter de metáforas, Don?
—Bbueno. Si usted lo dice… —dice el tipo sin poder sacar los ojos de esas piernas larguísimas y desnudas hasta el caracú.
—¡Largue los manuscritos, hombre! ¿Cómo podría revisárselos?
—Pero no me va a dejar sin metáforas, ¿no? Ajuste bien el sello.
—Descuide. Somos profesionales acá. Y diga, ¿no quiere una repasadita a preposiciones, sintagmas preposicionales y infinitivos usados de sustantivos como en el tango? —Rió de buena gana, mirando a su mujer que bailaba en el caño casi completamente desnuda, cual muñeca de calendario.
El futuro literato no podía más.
—Dele. Revise todo. ¿Revisan también adverbios desplazados y frecuencia de frases en pasivo?
—Mmm. Tengo que ver si tenemos el último calibre. Sabe que ese tipo de cosas no son obligatorias para los concursos de lengua.
La palabra lengua hizo saltar la del tipo, que no sabía cómo ocultar la erección tan personal, esa que le recordaba a Schopenhauer y Miller, sobre todo al último.
—Siga. Siga —decía el literato cada vez más espumoso.
El Jefe del Taller se regodeaba con los adverbios inventados al divino botón y los glúteos de su mujer.
Hasta que ella dijo:
—¡Pasaron los cincuenta minutos, Gordo! ¡Cobrale a este sotreta! —se vistió y se fue.
El tipo permaneció unos segundos con cara de haberse transfigurado y al reaccionar se dio cuenta de que estaba en el living de una casa clase media, sentado en un sillón, con el que llamaba Jefe leyéndole las explicaciones de las metáforas de Khalil Gibrán. Cuando escuchó los tacos bajando las escaleras delante de él se preparó para otra aparición.
—¿Le cobraste? —oyó que decía la voz desde arriba.
La sensación que le causó escucharla fue el motivo del orgasmo.

Héctor Ranea

Cambio de planes - Javier López


La agencia de viajes había cumplido las condiciones del contrato, y el Vuelo de los Enamorados recorrió puntualmente los planetas del Sistema Solar, en el orden de los días de la semana. El domingo la mayoría estábamos de regreso. Sin embargo, de algunos nunca más se volvió a saber.
La nave partió el lunes hacia la Luna, donde hicimos noche. El martes ya estábamos en Marte, lugar realmente divertido desde que se establecieron colonias humanas y se llenó de restaurantes y discotecas.
El miércoles llegamos a Mercurio, quizá el planeta más desagradable de todo el tour. Caluroso donde los haya olía, además, a huevos podridos. Ese día nadie quiso bajarse de la nave.
El jueves arribamos a Júpiter, lugar donde comprendimos en qué acabaría convirtiéndose la Tierra si seguimos produciendo gases de efecto invernadero.
El viernes tocaba el turno de Venus. Un lugar, para nuestra sorpresa, repleto de hermosísimas mujeres.
Ya el sábado llegamos a Saturno. Allí muchos compraron los anillos de compromiso, con vistas a los enlaces que se realizarían el domingo, tras la vuelta a nuestro planeta.
Eso sí. Algunos decidieron quedarse, a la espera de un transporte que los regresara a Venus, donde afirmaban haber encontrado el verdadero amor de sus vidas.

Javier López

Todo un delincuente – Sergio Gaut vel Hartman


—¿Qué está haciendo? —dijo el guardia.
—Robo. Soy ladrón. ¿Es estúpido o qué?
—Tan estúpido no debo ser. Esto es un arma y le estoy apuntando. ¡Arriba las manos!
El ladrón levantó ambos brazos, ya que las manos no se levantan sin ayuda. Y luego sonrió. Junto a su pierna derecha había un bolso, seguramente lleno con el producto de sus fechorías.
—¿Y ahora? —dijo el ladrón, irónico—. ¿Qué va a hacer?
—Abra el bolso —replicó el guardia.
El ladrón obedeció. Y casi de inmediato, se produjo un caótico revuelo.
—¡Estoy harto de ir al trabajo despeinado y sin afeitar!
—Algo de brillo cayó al suelo.
—La cuadrilla estrellas se queja de no tener fusión.
—¿Me explica lo que está ocurriendo aquí? —sollozó el guardia.
—Aunque se lo explique, no creo que un cerebro como el suyo sea capaz de entenderlo. ¿Me permite?
Y sin que el desconcertado guardia pudiera hacer algo efectivo, el ladrón metió las frases robadas en este microcuento y se dio a la fuga.

Sergio Gaut vel Hartman

El ángel terrible II - Daniel Frini


En hombre veneraba a Baudelaire.
Él, como el poeta, rechazaba la idea clásica de que lo bello se hermana con lo bueno, el kalos kai agathos, y estaba convencido de la necesidad viva de encontrar el lado oscuro, reprimido y peligroso del amor. Viajó a París y vivió, apenas con lo puesto, en el viejo Barrio Latino. Conoció a su Jeanne Duval en un antro de la Rue Séguier, casi llegando al río. Se llamaba Elènne y no era mulata, sino mora. Vivieron juntos todo un invierno, en una habitación prestada con ventanas sin vidrios. Cuando se acabaron las pocas maderas que, para calentarse, quemaron directamente sobre el piso, se desnudaron bajo dos mantas raídas, y encendieron el amor. Ella lo hacía estremecer cuando bajaba sus manos y palpitaba cuando el, con toda suavidad, pellizcaba sus pechos. Matizaron sus propias bellezas con lo inesperado, la sorpresa y el estupor. Se sedujeron y se fundieron en el éxtasis, buscando, de manera consciente, ser destruidos por la cautivante intensidad de aquellas horas de frío.
Baudelaire decía:

La ciega polilla vuela hacia vos, candela.

Crepita, brilla y dice: ¡Alabemos a esa llama!
El amante jadeando sobre su hermosa; tiene
el aire de un moribundo que acaricia su tumba.

Llegaron a reírse del poeta. Cada uno de ellos olvidó su yo en la carne del otro.
Sin embargo, al llegar la primavera, Elènne reivindicó su derecho a marcharse.
Él hombre ―que había sido tocado por esa arrebatadora visión de lo perfecto, que se había balanceado durante tres fríos meses entre lo sublime y lo diabólico, lo elevado y lo grosero, el ideal y el aburrimiento angustioso— entendió, de golpe, el espanto del juego del amor: era preciso que uno de los dos jugadores perdiese el gobierno de sí mismo.
Como la polilla hipnotizada por la irresistible belleza de la llama, debía pagar el precio más alto: saltar al abismo y librarse al espasmo de la muerte.
En la mañana, encontraron su cuerpo desnudo flotando en el Sena. Sonreía.

Daniel Frini

El dios de los ateos - Daniel Quintero


E pur si muove
Galileo Galilei


El día que el Universo dejó de girar alrededor de la Tierra hubo tal conmoción en el Vaticano que el Papa Urbano VIII convocó a sus obispos más pertinentes para que contaran en qué estaban perdiendo el tiempo para que esto suceda y que iban a hacer ahora que la tierra amenazaba con moverse constantemente.
Los obispos rezaron, bendijeron agua y carajearon al diablo y se lamentaron porque el planeta no dejaría de girar y en su giro se volvería ateo y mareado y dios mareado ya no estaría sobre la faz de la tierra.
Sería morada exclusiva de huestes vagabundas y paganas moviéndose sin cesar y la Tierra soportaría con el tiempo embates maliciosos como el marxismo, el psicoanálisis o el rock and roll.
Con afán de arreglar las cosas el obispo Giovanni Bautista Pamfili, quien luego seria Inocencio X, se acercó y al oído dijo:
“Su santidad, palanca tenemos: lo que nos falta es apoyo”.
Entonces decidieron dar un escarmiento encarcelando a Galileo Galilei y fue confinado a una casa en la loma desde donde veía a Florencia desangrarse preocupada porque los artistas produjeran y los bancos no perdieran liquidez.
Galileo abjuró de su obra y sonriente les decía
“hace tiempo que les venia diciendo que esto pasaría”.

Luego todo comenzó a moverse.
Así llegó el devenir de la historia y los acontecimientos.
Colon salió al mar en busca de pimienta, Marx se sentó a escribir, Freud le puso poesía a los sueños de sus pacientes, Chuck Berry aceleró el rithm and blues, el Che entró en Santa Clara, el mayo fue francés, el hombre en la Luna y el amor libre.
Y se llegó a la conclusión de que dios está en las pequeñas cosas que disfrutamos: la pimienta en granos, el manifiesto marxista, el diván del terapeuta, la guitarra de Jimmy Page, los eclipses, un atardecer en el campo, la lluvia y cada vez que te cruzas de piernas.

El Escandinavo y la Panacea - Mónica Ortelli


I
Al hombre que soñaba no le veía la cara, pero sabía que era yo mismo. Sólo que a él le decían el escandinavo. Tal vez fuese de allí, donde sea esté ese lugar. Él tapaba cajas muy grandes. Le costaba su esfuerzo y un cansancio extremo que cuando le acometía lo dormía ahí mismo. En esos momentos, el escandinavo hablaba. Preguntaba si hacía un buen trabajo. Yo no me había fijado, como él insistía miré. Algunas tapas estaban mal calzadas. Óptimo no, dije. Pero él seguía preguntando una y otra vez. No escuchaba. Al final me callé y él hizo lo mismo. Después pasaron cosas. No recuerdo qué. Así son los sueños.
II
Al escandinavo le deshacían el trabajo mientras dormía. Al despertar volvía a lo suyo. Luego dormía de nuevo. En su trance preguntaba quién era el culpable. Me aposté para averiguarlo. Fui el único entre los del sueño.
Dos tapas se movieron y sendos nubios altos salieron de las cajas. Ellos destaparon otras dos; aparecieron una mujer y otro hombre en trajes de jade. Nunca pensé que hubiera alguien adentro de las cajas. Después pasaron cosas. No le conté al escandinavo porque no escuchaba.
III
Cuando llegué, él, dormido, repetía hasta cuándo. Supe a qué se refería porque las cajas estaban tapadas. Me dio pena. Pregunté a otro de los del sueño qué hacer.
—Saquemos el jade de la boca de los nubios —dijo. Sabía lo que hablaba. Después quitamos los trajes al hombre y la mujer. Tapamos todas las cajas.
Va tiempo que nadie las destapa. El escandinavo duerme solamente. Puse jade en su boca aunque él no esté dentro de una caja. Ya no pasan cosas. Sólo los del sueño andamos por acá.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

domingo, 17 de abril de 2011

Pretérito Imperfecto – Débora Tamara Schvartz


Dijo, mientras fumaba su décimo cigarrillo:
―Te juro que te quiero, como se quiere aquello que se ansía y no se deja tocar… no se deja querer, no se deja conocer… como aquello que uno mira y mira en una tienda y, sin embargo, no puede comprar. Pero así también, soy como una metáfora del fanático de la leche que es intolerante a la lactosa… ¿Se entiende?
Y mientras lo decía, ella procuraba creerle. Pensaba en cada una de sus desordenadas palabras, en el modo en que sus pensamientos se entrelazaban con el humo del cigarrillo… y su rostro sostenía un aspecto dubitativo, cansado de tanto esperar algo más… algo que no sabía cómo explicar con palabras. Lo miraba una y otra vez, tratando de entender qué era lo que no estaba funcionando en el discurso… y es que mientras él exponía sus puntos de vista, nunca dejó de mira la tv.
Entonces ella respondió:
―Con metáforas te contesto entonces porque yo también te quiero, como un sapo a un insecto, como cuando necesito ir al baño y no encuentro un inodoro… ¿Se entiende?… también te lo puedo decir de una manera menos metafórica o mejor dicho, sin tanto folclore: Metete las palabras en el culo.
Y es comprensible… luego de tantas caídas, es normal que la muchacha espere algo de reconocimiento, algo de seriedad. Esa cosa que le llaman normalmente “ir de frente”. Porque el problema no es el muchacho del presente sino lo que ella conocía como el pretérito imperfecto.

Acerca de la autora:
Débora Tamara Schvartz

San Pablo - Daniel Quintero


Con esa forma sabida de la muerte entro en sus ojos para que todo su destino sea distraerse en mi, en la mueca de niño que intenta salvarse de que la noche no le llene de perdigones el corazón.
La música nos recorre y yo me eximo de la última fuga donde perdí mujer, casa, auto, perro, peine y algunos kilos. Claro que a ella eso no le importa, de todas formas me acepta como estoy.
Nuestros ojos mantienen la misma excusa mientras sus manos se atreven a devolverle a mi cuerpo las sensaciones que salí a buscar después de cenar solo.
Sus caricias sirven para sentir, al menos, que la parte pagana de la noche me va tratando bien, casi oponiéndose a todos los pronosticadores que están esperando que me vuele la tapa de la ausencia.
Pero voy en contra de todas las estimaciones, amparado por esta mujer, que sin saberlo, no para de salvarme.
Ahora le hablo pausado para que me sepa el idioma de mentir, porque con el otro lenguaje ya le dije que la quiero.
Ella acepta mis palabras por respeto, cuando hablamos nos mentimos mutuamente. Sólo son ciertas las miradas y las manos convalidan nuestro pacto.
Me recorre las insignias al tiempo que suspira.
En alguna marca de guerra, que creí borrada, detiene las yemas de todos sus dedos y casi por una compasión que ella se esfuerza en ocultar, me cierra la muerte con un beso.
Yo en tanto le respiro el pelo trenzado que trajo de Brasil al tiempo que humedece mi oreja con su lengua.
Con cuidado de no espantarle la inocencia voy recorriendo el vestido que toma forma con su cuerpo, y con la responsabilidad de sentir el baile de su corazón, apoyo mi palma izquierda en esa música.
Una cantidad de información, que no logro separar de la idea de quedarme con la sensación exquisita y primera, empieza a ingresar por mis terminales nerviosas en recorrido hacia el cerebro. Automáticamente tengo la certeza de que aun el alcohol y el cigarrillo y esta soledad que me tomo en adopción, no han podido con mi estimulo.
Entre el verde sin catalogar del hilo de su vestido, me llegan temblores aceptables para un corazón de las casi 6 de la mañana; corazón que se debate entre este pacto inaugurado y nuestros miedos.
Por nuestras bocas queda algo de una diminuta distancia, y como aprovechamiento las posibilidades del azar dejan que se filtren las luces del amanecer que se vienen devorando todo y todo en nosotros también es devorado.


Cabaret TROPICANA
Ushuaia, agosto 1994

Entretenerse – Mónica Ortelli


Temprano, el Duque avisó que había autorización y quién sería el candidato. Eso levantó un poco el ánimo. De tanto en tanto venía bien un poco de acción, si no las guardias se hacían muy largas. No hizo falta coordinar las tareas.
Después de cenar cuando se juntaron en el predio, el encapuchado ya estaba de espaldas contra el paredón. En calzoncillo y camiseta, así se veía mejor. Con un tono acorde a las circunstancias, el Gaucho le informó que debido a una disposición interna debían mantenerle la venda sobre los ojos, aunque si él quería podían desatarle las manos. El tipo, temblando, estuvo de acuerdo.
Jiménez dio las órdenes y los otros prepararon, apuntaron y dispararon al unísono un proyectil cada uno. El condenado se sacudió al tiempo que llevaba los puños al pecho y caía de costado.
A algunos, las carcajadas los doblaron en dos al verlo boquear y patalear todavía, en el piso. No fallaba: cómo se la creían, cuando en realidad las balas se clavaban en la pared, a un metro por encima de la cabeza.
El que había levantado las apuestas fue el encargado de corroborar si el prisionero se había cagado encima. Lo inspeccionó, lo pateó, lo auscultó.
¡No ganó nadie! —gritó— ¡Que se muera no vale! ¿Qué hacemos? ¿Tenemos tiempo para otro o dejamos la guita en el pozo?


Tomado del blog  Ni vara ni cuchillo

Timotea - Raquel Barbieri


Timotea, morena y fría; madre de un asesino, cerebro del asesinato perpetrado por su vástago. Timotea gimotea, ahora que el nido le ha quedado vacío, ahora que el títere colgado de su ombligo envió a su mujer al otro mundo, vaya uno a saber qué mundo.
No fue abusada por su padre ni golpeada por la madre, explotada por su abuelo ni humillada en el colegio.
Los únicos recuerdos que nos llegan de ella son de mezquindad para con sus hermanos, de exacerbación del placer en causar discusiones entre sus padres para ser ella la ganadora: Dividir para reinar.
Si no existía motivo para que sus padres pelearan, ella inventaba un rumor, que papito querido, te vi con la Rosalba el otro día acá a la vuelta... ¿Qué hacías? Yo no, m'hija, quién es Rosalba? Me pareció que estaban como novios, papito. M'hija, que sería otro. Mamita querida, me pareció escuchar al papi decir qué tetas que tiene la Rosalba... y que usted estaba un poco dejada... pero no estoy muy segura.

Ni el padre había cruzado caminos con la tal Rosalba, ni eran las tetas de Rosalba algo más que un corpiño relleno para exagerar protuberancias naturalmente menos protuberantes, dentro de un vestido grotesco que en la mente de la madre de la malvada se convertía segundo a segundo en un traje del Lido de París.
Entonces, la madre se cegaba y empezaba la escena que terminaba con el hombre pegando un portazo para no reventar, y con la pequeña malvada dueña del papi y de la mami, absolutamente dueña de sus destinos y sistemas nerviosos.
Su hermana mayor había captado la estrategia y le temía... le temía y la odiaba por ser la creadora del caos familiar que de no haber existido la mentira, las mentiras casi diarias, jamás habría ocurrido. Cirila habló por fin con sus padres, en conjunto y por separado; su intención era desenmascarar a la hiena que había parido la pobre de Matilde en mala hora.
Pobre Matilde, y pobre Cirila. Timotea le quemó la cara con la plancha a la primogénita a quien le quedó la cicatriz para siempre en la mitad del otrora bello rostro.
Los años pasaron y la bestia reinó entre los hombres y las mujeres que a su vida entraban, hasta que con un Eugenio mal aspectado engendró al homicida.
Timotea creó un monstruo a su imagen y semejanza, lo entrenó para burlarse de las mujeres, para no honrar la vida sino para jugar con la misma.

Timotea urdió la trama de un asesinato y el que fue preso, fue el vástago imbécil. Ella tenía más de setenta años y le correspondía arresto domiciliario, pero como no pudo comprobarse fehacientemente la autoría intelectual del homicidio... quedó libre.
Su engendro ingresó al penal y allí quedó, donde nunca fue visitado; ella compró un paquete de chipá y gimoteando se hizo un mate, mientras le ponía una flor a la Virgen Desatanudos...


Extraído del blog Despertar de la Crisálida

viernes, 15 de abril de 2011

Acontecer y proceder – Héctor Ranea


El tipo estaba en la bicicleta fija haciendo, como todos los martes, un poco de ejercicio para bajar la panza. El instructor puso la música fuerte, señal de que empezarían en breve con ejercicios de coordinación y respiración rítmica. La mujer que estaba a su lado, comenzó a emitir un sonido extraño. Miró hacia la bicicleta, pensando en un primer momento que era el sistema de pedales el que hacía ese ruido. Ahí notó que la mujer era realmente hermosa, nunca la había visto así. No era la mera cuestión de las turgencias de sus partes aproximadamente venéreas, sino todo, la expresión de sus labios, su rostro, del que emanaba algo de luz especial. Temiendo enamorarse bajó la vista y se convenció de que ese ruido provenía de algo en la garganta de esa mujer tan bella. Nadie más que él, aparentemente, tomó nota del sonido anómalo. Tal vez la música tan estridente y tan potente era el motivo de esta omisión acústica. Lo cierto es que sólo él parecía molesto. Él y el instructor con quien la mujer intercambiaba cada tanto una sonrisa de complicidad, cosa que él sólo podía intuir mirándolo al gimnasta, ya que había decidido no mirar a la mujer que tanto lo atraía. Mientras, el zumbido emitido por la garganta de la rubia, lo distraía tanto que se golpeaba cada tanto los tobillos de tanto resbalarse de los pedales. El hombre estaba aturdido, sin duda. Más pasaba el tiempo, más le preocupaba la indiferencia de los otros. Y peor cuando se dio cuenta de que la rubia emitía sonidos que eran respondidos por el entrenador. Esa noche no supo si contar en su casa esa experiencia o mejor olvidar todo como si hubiera sido un mal sueño. A los dos días volvió. Estaba casi la misma gente, salvo un sexagenario bastante dicharachero que, por lo visto, se había tomado el día libre. Escuchó los comentarios de siempre, la música de siempre y ejecutó los ejercicios de siempre hasta que, como si saliera de la nada, la rubia comenzó, a su lado, el mismo canto estrambótico. Como estaban corriendo en una cinta, volvió a pensar en el roce de algún sistema interno aunque ya lo descartó, al entender, ya sin dudas, que la canción provenía de una región entre la garganta y el oído de la mujer, tal como si tuviera agallas sonoras. ¿Cómo explicarlo? No era el ruido de las gárgaras ni un verdadero canto. Poco se parecía a una melodía, sobre todo porque tampoco era ni tan monótono como el canto de una rana ni tan variado como un tarareo de una canción. Era, definitivamente, algo muy raro, sobre todo considerando que el que dirigía la clase contestaba a la mujer en un tono más agudo. Otra noche esa noche, que el tipo la pasó mal, tratando de olvidar. Volvió al día siguiente con ánimo de investigar más; en el gimnasio encontró que todos los participantes comentaban preocupados sobre dos o tres viejitos que faltaban ya desde hacía unos días. Estaba, por supuesto, la rubia, pero el instructor era otro. Sin embargo, el canto fue audible, como siempre, para él y también fue evidente el sincronismo y la complicidad del otro tipo. Pasaron varios días realizando la misma rutina. Un martes lluvioso, con poca gente en el salón, mientras pedaleaba vio que la rubia no sólo cantaba su extraño canto sino que éste se hizo más emotivo. Ella sin ningún tapujo se llevó la mano a la entrepierna y de su vagina sacó un huevo húmedo, con un tegumento plateado y del tamaño de una manzana mediana, de un huevo pascual para una pareja de novios. Él notó que a ninguno de los presentes le pareció extraño el parto de ese huevo de titanio mojado, ya que no hicieron nada sino seguir en su rutina, en cambio a él se le heló la sangre. Semejante idea nunca le había pasado por su cabeza. El canto se hizo ensordecedor, al tipo le pareció que la cabeza le giraba con la bicicleta, se desmayó y sólo recuperó el sentido en el vestuario. Estaba con el torso desnudo y escuchaba el canto saliendo de sus orejas. Al darse vuelta la vio a ella que sonreía desnuda con una alegría luminosa. —Esto acontece todos los días —le dijo. —No te aflijas. Ahora vas a hacer posible que pueda parir otro huevo. Necesito otro huevo —clamó. El tipo quiso escapar pero sus miembros estaban invisiblemente atados al aire. Volvió a hablarle en un tono de placeres escondidos. —¿Por qué yo debería servir para esta abominación? —¿Abominación? Has sido quien escuchó. Como a los otros, eso te marcó. Eres especial, muy especial —aclaró. —Como todos los que me oyeron antes, me vas a dar descendencia. No te resistas. Ya no puedes. —Y lo abrazó. No fue como el tipo pensó que sería hacer un hijo con esa hermosa mujer. Del huevo que saldría de ella él no había aportado nada por vía de sus gónadas. Fue un proceso trabajoso y desafortunadamente fatal. Tampoco podría cantar sino hacer cantar. Pero la decepción sería mayúscula para el tipo cuando, al salir del vestuario respirando trabajosamente por esas branquias, se diera cuenta de que sólo sería la voz que el próximo fecundador escucharía y se deslumbraría. Para todo otro efecto sólo sería un fantasma y pocos se acordarían de él, tal vez dos clases más, o quizás sólo una.

Sobre el autor: Héctor Ranea

¡No! - Claudio Calomiti


Se había prometido ese grito desgarrado... rojo, saturado, en la soledad del mundo o en la compañía de la nada. No era bronca, ni odio, ni siquiera un perdón. Era eso, un grito desgarrado. Se vistió sin darse cuenta y salió a la calle intentando perderse. Los demás lo advertirían, lo señalarían con indiferencia y lo matarían con sesgos de vida. Acomodó una sonrisa para confundir pero eso lo delataba. El desgarro no se emparcha, pensó. Perdió la cuenta de lo caminado y eso lo motivó. Tanto, que siguió perdiendo la cuenta. Preguntó por calles inexistentes para poder seguir preguntando, simular una búsqueda, pero también para asegurarse de seguir estando perdido. Frente a una vidriera donde se apoyaba el sol, materializando un espejo turbio, se miró y creyó ver una sonrisa. La desconfianza lo hizo retroceder para volver a echar un vistazo pues, no era la suya. ¡No te entiendo! le dijo en voz alta a ese rictus de vidrio, intentando tomar distancia. Aceleró el paso para escapar de esa imagen que se le volvía siniestra. Cantó una canción que abominaba para no reconocerse. Buscó sin fortuna espejos en las vidrieras. Siguió caminando y en una plaza se apoyó en el tronco de un árbol caído. Algunos creen haber escuchado un: ¡no!

Los besos son un recurso natural renovable - Néstor Darío Figueiras


“¿De quién son las alas que han trazado la coreografía del beso?”, interrogan los sacerdotes de Nnamssus. Los investigadores, en cambio, nos preguntamos en qué segmento del genoma humano está escrito que el beso produce tanto placer; cuál cadena de nucleótidos cifra las instrucciones para ejecutar tan maravilloso contacto. ¿Se perfeccionó a través del método de ensayo y error? ¿Podemos presumir que hubo primitivos homínidos que probaron besarse con un roce de codos? ¿O con un ligero choque de rodillas? ¿O frotándose las palmas de las manos? Como todo el asunto del beso empezó ligado a la sexualidad de los hombres, el uso de la lengua ha sido la primera sofisticación de concepto. No nos sorprendimos al descubrir —gracias a la observación— que han concebido variantes más refinadas para el coito. ¡Enloquecemos cuando esas imágenes líquidas del gran Ojo-Océano hacen vibrar nuestra membrana oftálmica! Pero también advertimos que el beso de tipo social —un simple apoyar la mejilla en la cara del otro, haciendo chasquear los labios fruncidos—, se prestó a algunas bajezas del carácter humano, como la hipocresía o la traición. Nosotros, los sus´smani, tenemos que aprender a besar. La agonía de Nnamssus, el Espíritu Rector de las Sombras Plustrascendentes, nos ha convertido en parias del desamor. Nuestros élitros de peltre, insensibles, se deshacen. Nuestras Sombras desfallecen, agitándose como sudarios arrojados en un coriolis de abandono y soledad. Y ahora, rebuscando entre las ruinas de la Tierra, encontramos que los besos eran tan sencillos de dar y obtener... ¡Como si fueran recursos naturales renovables! En Sus'sma no hay hada parecido. Ni siquiera tenemos labios. Pero ya nuestros genetistas trabajan en la cuestión, decodificando el enrevesado genoma de los últimos hombres para otorgarnos un par a cada uno.

Néstor Darío Figueiras

miércoles, 13 de abril de 2011

El monigote – Javier López


El representante de farmacia conocía bien la costumbre de sus clientes. Cada 28 de diciembre, y después de negociar el precio de un nuevo producto o de hacer alguna venta, le daban una palmadita en la espalda para dejarle pegado el típico monigote de "inocente". Cada año sus compañeros se habían reído de él, pues llegaba a tener una colección de monigotes pegados en su espalda.
Esta vez, cuando regresó a la oficina tras la jornada de visitas, todos reían a carcajadas al ver la parte trasera de la chaqueta de Marcos.
—¡Récord! ¡Este año has batido el récord! Te han pegado diez muñecos en la espalda —vociferó uno de sus compañeros.
—¡Jajajaja! ¡Genial! —exclamó Marcos mientras se le saltaban las lágrimas.
—¿Genial? —preguntaron al unísono los demás.
Marcos se quitó la chaqueta. Al hacerlo, apareció la camisa con la espalda claveteada de pequeños y finísimos alfileres con la punta hacia afuera.
Mañana, probablemente muchos de sus clientes harían pedidos extra de mercromina y tiritas.

Javier López

El aleteo de una mariposa en Pekín – Walter Iannelli


Te hubiera dicho que las cosas son raras. No la vida, sino el ordenamiento de las cosas en el universo. La forma en que éstas suceden, se encadenan como si quisiesen decirnos algo. Pero no te dije nada, por supuesto. No te dije nada porque sí, porque subiste al colectivo con esa expresión de vampiresa ausente, entallada en una pollera amarillo patito que te juntaba la piernas en un tubo hasta la rodilla, la boca semiabierta como si, debajo de los anteojos negros, estuvieses suspirando con los ojos. No te dije nada porque habíamos hablado muy pocas veces, casi nunca, un saludo apenas, y sobre todo porque caminaste por el pasillo del ómnibus mirando a todos y a nadie y te sentaste tres asientos por delante, también al lado de la ventanilla, con la misma languidez con que te había imaginado en la mañana, cuando había descargado mi mal humor soñándote despierto, y vos habías aparecido en mis sueños hecha una casualidad, una fatalidad cotidiana, y te habías entregado sin una palabra y yo lo había aceptado como se acepta lo deseado, una mano de plano sosteniendo el cuerpo contra la pared de azulejos del baño, la otra agitando las urgencias entre mis pantalones, donde te soñaba.
Una señora se sentó a tu lado y no pude dejar de pensar que desde la mañana, quizás desde el comienzo de los tiempos las cosas habían estado sucediendo para que nos encontráramos. Gente, calle, trámites, autos y señoras que fueron sentándose a tu lado en el colectivo, un mare magnum que se entrecruzaba como cables para que nos encontrásemos después del sueño. Claro que no como te había imaginado en mi cabeza, en la humedad, en la sordidez, sino en la tarde clara que brillaba y limpiaba el sabor a culpa y traía, como una ola, sólo la rémora suave y salada del amor imaginado entre tus piernas. La pollera arriba, hasta la cintura, y mi boca hurgando entre tu blusa con una premura lenta que te hacía oler igual que le viento antes de la lluvia. Ahora, no. Ahora estabas levemente inclinada hacia la ventanilla y podía ver el reflejo de tu perfil en el vidrio sucio. Ahora mirabas a través de ese vidrio sucio la calle. “El aleteo de una mariposa en Pekín puede producir un terremoto en Los Angeles”, pensé. Ibamos a viajar a tres asientos de distancia. A viajar a la misma velocidad en ese colectivo, siempre separados por esos tres asientos, unívocos e indestructibles, porque éramos dos tipos justificando el universo sin conocer sus leyes. Ibamos a mirar las mismas cosas, y nuestras miradas se unirían en algún punto. La vidriera de los negocios, los puestos de flores, el vigilante, el diente pintado de negro en la cara del político del afiche. La impertinencia de los que de una u otra forma querían hacer seguir andando el mundo, como si no supieran que ya no dependía de ellos.
Son raras las cosas, te hubiera dicho. La caída de un tenedor, la premonición fugaz de cruzarte de pronto con aquel que creímos descubrir en el lento agacharse a recogerlo. La sensación de que el tiempo es apenas una línea que nos resta recorrer como si fuese un pasillo sin salida, construido hace miles de millones de años, en el que sólo nos está permitido dar vuelta la cabeza de vez en cuando o atisbar poco más adelante, donde una última lamparita amarillenta y apocada por la mugre cuelga del techo. Pero no te dije nada porque era natural que yo me levantara primero del asiento al llegar a destino. Era natural que vos te levantaras después, y caminaras como un felino, aún con el bamboleo del colectivo, como si el roce de tu entrepierna pudiese producir polvo de estrellas. Natural que te quitases los anteojos para saludar con una breve sonrisa, y que yo, en vez de decirte que estabas verdaderamente linda, tan linda que metías miedo, te tocara una teta, tímidamente pero con toda la mano abierta. Natural que te bajaras puteándome del colectivo y yo me quedara callado, aguantando el ensañamiento de dos o tres tipos que me trompearon hasta tirarme por la puerta dos paradas más allá, no sin antes pisarme un ojo. Natural que sentado en la vereda siguiera pensando en vos. En los tres asientos que nos habían separado durante cuarenta minutos, y en tu mirada y la mía, que se habían tocado una y otra vez sobre los objetos, como la de dos viejos amantes que se hacían compañía para soportar la derrota, lo indefectible.

Acerca del autor:
Walter Iannelli

lunes, 11 de abril de 2011

Carácter geométrico – Javier López


De todas las geometrías, es el punto la forma más simple. Expresa la pequeñez y la insignificancia: somos un punto en el universo.
También lo aplicamos a nuestra manera de ver las cosas. Hablamos del punto de vista, aunque esta idea pueda englobar conceptos muy diferentes, y ser amplio como una circunferencia en algunas personas, o pequeño como un grano de arena en otras.
La línea parece ser la que marca nuestro camino. Es importante construirla recta para tal fin, y apartarse de ella puede tener consecuencias difíciles de valorar. Aunque, a veces, hacerlo se convierta en pura necesidad.
El círculo es la geometría más amable. A casi nadie se le ocurriría fundar uno con malos propósitos, y bajo su nombre se agrupan Amigos de la Música, Lectores y Amantes de las Bellas Artes.
El triángulo, si bien es una forma armónica, no es menos cierto que se deja llevar por la aventura. Puede representar el equilibrio, pero también la intriga amorosa y las desapariciones inexplicables.
El cuadrado, aunque funcional como forma, no es nada aconsejable como patrón para nuestros pensamientos. Una mente cuadrada o, simplemente, cuadriculada, no deja resquicio alguno abierto a la creatividad.
Otros polígonos, sobre todo si son estrellados, parecerían haber sido creados para la simbología religiosa y militar, tantas veces unidas. Cuidado con sus puntas, pueden provocar accidentes nada deseables.
Y, por último, la espiral tiene una gran predisposición para lo desmesurado. Adentrarse en ella no puede conducirnos más que a la violencia o a la locura.

La llamada del mutismo tieso – Juan Etchegoyen


No supo en qué momento pasó del sueño a la vigilia.
Tenía los ojos cerrados pero podía escuchar todo lo que sucedía a su alrededor. Ensayó abrirlos, pero por más que se esforzó los parpados y los músculos del cuerpo estaban tiesos.
A veces le pasaba.
Los médicos nunca habían dado con el motivo. Aparentemente era psicológico.
Lo único que podía hacer era no asustarse, la parálisis nunca duraba más de tres o cuatro minutos.
Oyó la voz de su esposa en la otra habitación hablando con alguien. No pudo distinguir lo que decían, sólo el tono. Eran su hijo y su mujer, estaban discutiendo sobre algo. No se llevaban bien, pero jamás habían discutido de esa forma.
Hablaban en voz baja, notaba resentimiento en las voces, le pareció escuchar un llanto.
¿Qué hacia su hijo a esa hora en la casa?
Algo andaba mal, ya tenía que haber salido de la crisis. Quiso llamar a su mujer, pero era como si no tuviera boca. Ningún sonido salió de ella.
Entraron en la habitación, por los movimientos eran dos personas. Olían a colonia de hombre recién puesta. Alguien se puso a hurgar en su placard haciendo ruido con las perchas.
-Este azul oscuro me parece que va a andar.
-Dale, que te ayudo a vestirlo.
-Dejá ya viene la ambulancia, lo hacemos nosotros en la funeraria.
Le explotó la cabeza. Entre las voces reconoció la de su amigo y médico de cabecera.
Necesitó gritar, quería decirles que estaba vivo.
Percibió el perfume de su mujer entrando en la habitación. Sintió que se acercaba, que lo acariciaba y le daba un beso en la frente. Después sintió que le cubría la cabeza con una sábana y oyó sus pasos saliendo del dormitorio.
Un alarido le nació en la mente y de allí no salió. Aulló, bramó, y no paró de hacerlo hasta que el chillido se convirtió en un ronco estertor.
La ambulancia, el olor rancio de las flores, los llantos y el sonido de gente desfilando a su alrededor dejaron de tener sentido. El tiempo se detuvo.
El olor acre del estaño fundiéndose para soldar la tapa del cajón y el silencio le trajeron resignación, un sosiego que nunca antes había conocido. Cuando sintió las primeras paladas de tierra sobre el cajón, pensó que, por su bien, ojalá estuviera muerto.

sábado, 9 de abril de 2011

B, un superdotado cualquiera – María Paz Ruiz


B fue un niño nacido de un embarazo más corto de lo normal, por un parto más corto de lo normal, y criado con compotas más grandes de lo normal.
Aprendió a caminar con nueve meses, habló con un año, pero no dijo ni papá, ni mamá, ni agua. B sorprendió a sus padres al pronunciar la palabra helicóptero con todas sus letras y con el acento bien puesto en la O.
Y lo mejor estaba por llegar. Al aprender a hablar, B descubrió el poder que residía en hacer preguntas; porque con las preguntas de B las personas se echaban a temblar, y esperaban que no exigiera una respuesta ese mismo día.
—Mamá, ¿Por qué le pides favores a alguien que nadie ha visto?
—¿Y si existe tu nube Dios, por qué el mundo le salió tan mal?
—Me estoy muriendo desde que nací, lo sé, pero eso no parece preocupar a nadie, ¿o sí?
—Y otra cosa, es falso que la comida sirve para crecer. ¿Por qué si mi padre come todo el día, no ha crecido ni un centímetro este año?
Un día llegó con una caja de detergente para capturar su alma, porque no había visto la suya, pero sus familiares le aseguraban que tenía una. El muchachito se ponía extasiado delante de los ancianos por si presenciaba cómo se les salía la famosa alma, y se convertían rápidamente en cenizas, pero no pudo ver su caja rellena nunca, empezándose a declarar enemigo de toda superchería y frase no contrastable.
B se reía cuando su abuela le explicaba que algunas personas tenían cara de buena gente, y pensaba que eso era una mentira del mundo invisible, otra más.
¿Abuela, en serio crees que las personas actúan por la pinta que llevan y que todos los niños tienen buena fe? ¿Entonces, dime cuándo se les puso esa cara, o cuándo los niños pierden su fe?
El problema de los mayores, sentenció a los doce años desde su hamaca, es que creen en lo que no se ve. Papá intuye lo que va a pasar con su dinero, mama intuye lo que va a pasar con su peso, y los abuelos intuyen lo que va a pasar con el clima. Meteorologías para controlar lo que nadie nunca ha sabido, ni por asomo sabrá.
Nadie puede controlar nada. Me enfermo cuando mi mamá no se lo espera, me despierto cuando me entran ganas de hacer pipí, pero tampoco sé cuándo me van a entrar esas ganas. No puedo predecir los centímetros que creceré, y no sé cómo se borra el lunar que me salió en la cara.
Por más ayuda que pida al cielo, nadie me va ayudar, los santos no valen más que para decorar horrorosamente un cuarto y la suerte es la palabra favorita de los pobres.
Después de decir esto B dejó de hacer preguntas y empezó a convertirse en político. Ganó siempre que se lo propuso, sin tener que rezar ni ponerse nervioso. Ya no le gustan las preguntas, ni las respuestas. Ahora adora las promesas, cuanto más inciertas, más le divierten. No profesa devoción por ningún santo, pero sonríe cuando sus acólitos le traen medallas para el mal de ojo y cristos para la buena fortuna, pero se bendice ante las cámaras para que su madre se sienta orgullosa de su hijo superdotado.

Elección – María Pía Danielsen


—¡Eres verde! Nunca te hubiese imaginado así —aseveró Pablo.
—En realidad, no siempre soy verde. Algunas veces estoy roja o azul o naranja o incluso negra- contestó el alma.
—¿Porqué el cambio de colores?
—Bueno, depende de lo que hagas conmigo. Si estás belicoso me conviertes en sangre. Si reflexionas cambio inmediatamente al azul. Cuando imaginas adquiero los tonos de la puesta del sol, naranjas y amarillos. Si el dolor no te permite abrir los ojos clausuras mis matices y viro al negro.
—Perdón —masculló algo avergonzado—. Lamento que tu destino haya sido el de acompañarme.
—Te equivocas. Yo te elegí. Porque mientras corres detrás de tus sueños me pintas de verde. Porque cuando asciendes a los cielos me aferro muy fuerte a tus alas y disfruto el placer de planear. Porque cuando me miras, mi verde se hace más intenso y brillante.
—Pero jamás hable o te vi antes de hoy —repicó Pablo.
—Error. Hablas conmigo mientras piensas y escribes. Me miras cuando te conmueves al leer un texto. Me acaricias cuando juegas con tus niños. Me lustras cuando, cual Quijote, emprendes contra los molinos de viento.
—Te elegí porque casi siempre me tiñes de verde.

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

Por las dudas – Mónica Ortelli


En varias ocasiones, camino al trabajo, saludé a una viejita achacosa en una casa del barrio. Coincidí con la dueña –una mujer algo afectada- en la cola del súper.
—Vi a su mamá —le dije.
—Qué raro…, si nunca sale de Montevideo —comentó extrañada.
—¡Ah…perdón! —exclamé, sintiéndome una entrometida—. Como la señora estaba en su jardín…
—No sé —murmuró intrigante— ¿En mi jardín? ¿Y qué hacía?
—Se entretenía con las plantas.
—¡Con razón aparecen las flores descabezadas! ¡Una pena, mire! Supuse que era un ácaro. Pero, oiga —se llevó una mano al pecho— ¿era muy vieja, la mujer?
—Sí, y flaquita también. A veces está sentada.
—¿Cómo? ¿La vio más de una vez?
—Sí, sí…
Puso los ojos en blanco y los cerró por segundos.
—Hágame un favor ¿quiere? —un hilito, su voz— La próxima, pregúntele su nombre. Si se llama Cata ¡es ella!
—¿Quién?
—¡Mi suegra!
—¿Por qué no se lo pregunta usted?
—Si la viera, lo haría.
—¿No la ve?
—Sólo en la foto de la lápida, querida.
Eventualmente, la vieja me sigue saludando. Pero yo no pregunto.

jueves, 7 de abril de 2011

Bosquedad - Claudia De Bella


El elfo corría por el bosque.
Al tiempo que corría, su estela de chispas mágicas salpicaba las hojas, tiñéndolas de un verde más intenso que el que les había inyectado la tormenta. La tierra todavía estaba húmeda. Dentro de poco, ejércitos de duendes laboriosos vendrían a reparar las ramas caídas, los nidos rotos, las plantas torcidas por el viento.
Refulgiendo de azul-alegría, el elfo sonrió. En el bosque nada estaba librado al azar. Nada sobraba. Nada faltaba.
De pronto, un sonido desconocido lo hizo detenerse. Mirando a todos lados, escuchó. Entremezclada con las voces del bosque, una voz humana.
No era un cazador, porque a los cazadores los había ahuyentado hacía mucho tiempo, con los hechizos más simples que conocía: la brisa arremolinada entre las piernas, el susurro aterrador de mil serpientes, el rozar de cien alas de murciélagos invisibles contra las mejillas. Los que más armas tenían eran los primeros en huir.
Tampoco era un campesino, porque los campesinos nunca entraban al bosque. Tenían miedo. En el bosque, decían, aguardaba la muerte.
Y tampoco era un destructor, porque los destructores jamás venían solos. Junto a sus voces ofensivas siempre se escuchaban unos espantosos ruidos metálicos. Igual terminaban escapando, como todos los demás.
El elfo caminó con cautela hacia el sonido, preparando el arco y la flecha que sabía usar tan bien. Si el humano era valiente, como algunos que había conocido, los hechizos no alcanzaban. Había que lanzar la flecha. Después los encontraban en el suelo, a la entrada del bosque: sin una sola herida, pero con el corazón partido en mil pedazos.
En el bosque nada faltaba. Y nada debía sobrar.
Asomó la cabeza por detrás de un matorral, con las orejas puntiagudas inclinadas hacia adelante, y entrevió una figura. Era un humano. Sentado bajo un árbol, con la cabeza apoyada en el tronco descascarado, con los ojos cerrados, el humano tocaba un extraño instrumento y cantaba.
Sorprendido, el elfo bajó el arco para escuchar. Su cuerpo delgado comenzó a brillar de ámbar-curiosidad. Nunca había oído la música de los humanos; sólo sus gritos, el tronar de sus armas, el jadeo de angustia y perplejidad cuando la flecha les rompía el corazón.
El humano cantaba algo triste que, en el silencio animado del bosque, parecía adquirir un carácter más sombrío. Para el elfo, las palabras que entonaba sonaban como todas las palabras humanas: toscas, burdas, apenas expresivas... pero, sin embargo, la historia que contaban no le era ajena.
Era la historia de los hombres que pensaban que en el bosque algo faltaba. Algo sobraba. Y lo que sobraba era el bosque, y lo que faltaba no era del bosque, eran cosas que había que traer de otros lugares, cuando el bosque ya no existiera. Cosas de líneas rectas y de colores artificiales.
Y también era la historia de los que pensaban que en el mundo faltaba gente. Sobraba gente. Sobraba la gente que, en vez de destruir bosques, prefería cantar. Faltaba más gente que, en vez de cantar, contribuyera al avance de las líneas rectas.
Y también era la historia del humano que cantaba. Que pensaba, como el elfo, que en el bosque nada faltaba. Nada sobraba, excepto el salvajismo de los que no sabían cantar, los mismos que lo habían desterrado al bosque para que después apareciera en el suelo, sin una sola herida, pero con el corazón partido en mil pedazos. Para que nadie más se atreviera a pensar, como él, que las líneas rectas no debían seguir avanzando.
El humano cantaba, y de pronto comenzó a llorar. Y el elfo, irradiando celeste-compasión, lloró también. Por la estocada traicionera de las líneas rectas, por la ignorancia del mundo, por el sincero dolor que este humano sentía por la muerte del bosque. La suya no le importaba.
Lentamente, los sollozos del humano se fueron apagando. Con los ojos todavía cerrados, pulsó otra vez las cuerdas tensas de su instrumento y la música volvió a entrelazarse con las hojas, las raíces, el murmullo de las flores que se abrían.
El elfo tensó su propia cuerda. Levantó el arco. Apuntó.
La flecha que salió disparada hacia el humano estaba envuelta en una radiante claridad, en una nube de diminutas explosiones blancas que aparecían y desaparecían en un instante. Recorrió el aire, dibujando a su paso una cinta brumosa, y se clavó en el humano que cantaba.
La magia de los elfos es la más poderosa del bosque. Nadie sabe partir un corazón en mil pedazos sin dejar ninguna herida. Nadie sabe multiplicar por mil la capacidad de reconocer una verdad. Nadie, salvo los elfos.
El humano tuvo una sensación en la frente, como de algo que entraba, que se hundía, que le atravesaba el cerebro de lado a lado. Entonces, mezcladas con su propio canto, comenzó a escuchar las voces del bosque, las que salían del árbol donde se apoyaba, del musgo que cubría el tronco, de la tierra blanda. Asombrado, entendió lo que le decían, y su rostro triste se llenó de gozo. Las voces decían que querían recibirlo, que el bosque era el hogar de todos los que amaban al bosque, que el bosque no expulsaba a los que querían cuidar del bosque. Y que no había flecha que pudiera romper en mil pedazos un corazón inmune a las líneas rectas.
Lleno de felicidad, el humano cantó con el bosque.
Satisfecho, el elfo lo escuchó un poco más y después se alejó. Mientras se perdía en la espesura, fulgurando de amarillo-sabiduría, volvió a sonreír, porque en el bosque nada estaba librado al azar. Porque, una vez más, nada sobraba. Nada faltaba.
Ni siquiera un corazón intacto.

Claudia De Bella

Anillos - Cristian Vaccarini


Inés me cuenta de una conocida, amante de las mascotas exóticas, que compró una boa pequeña y la cuidó y la hizo suya; hasta dormía con el animalito. La boa creció, como crecen las boas, y con su sola presencia espantaba a los desprevenidos visitantes. Razones de pudor me impiden narrar cómo Laura la alimentaba.
Mientras ella estudiaba, alternando el mate con los libros sobre la mesa de madera, la boa reposaba a sus pies. Guardiana más eficaz que cualquier mastín, cuando la chica salía de la casa se quedaba custodiando en su terrario —o en algún escondrijo—. Por las noches, Laura dormía con la boa entrelazada, en ondulación de placidez.
Pero un día, al ir a acariciarla, advirtió que su querida serpiente le respondía con un levísimo temblor de los músculos; la miró con más cuidado y creyó notar que había disminuido de peso. La observó durante unos días. Sin encontrar la explicación del cambio de comportamiento, decidió llevarla al veterinario cuando la boa empezó a desenroscarse a la noche y a dormir a su lado cuan larga era.
El doctor recibió la consulta y le formuló a Laura algunas preguntas exploratorias.
Mientras tanto, desplegada en dos o tres vueltas sobre la camilla, apenas salida de su mundo de sopor, la boa los escuchaba.
Cuando Laura contó que ahora la serpiente dormía extendida en la cama, tan cerca que ella podía percibir su aliento —una brisa tibia—, el veterinario entendió. Y simplemente dijo:
—Te está midiendo, Laura.
—¿Midiendo?
El otro asintió.
—Claro —dijo—. Para comerte.

El aprendiz - Gladis Lopez Riquert


En el patio, las últimas luces se empecinaban en detenerse antes del tilo. Detrás de su copa se escondía el sol todos los días. Y, en esa media hora final que anticipaba la noche, doña Giulia terminaba de barrer el patio, regar las plantas, retirar alguna ropa de las dos sogas que atravesaban el fondo…
Las sogas. Dos sogas. Dos eran mucho, a decir verdad. A veces las miraba… y se animaba a recordarlas sin un solo centímetro vacío, abarrotadas de ropa. Era como si las prendas se unieran de manos por los broches de madera. Pero eso era antes, cuando le andaban iluminando la vida los hijos y los nietos. Y ahora… ahora a doña Giulia se le había quedado la casa vacía.
—¡Quieta vieja! —apareció la voz—. ¡Quedate quieta!
—¡Quién sos vos, por dónde entraste! —gritó segura y severa Doña Giulia, que tenía setenta y cinco años y ahora apretaba la escoba contra su pecho—. ¡Qué querés acá!
—Dame la plata, vieja. Eso quiero. Así que portate bien. Calladita, y no te pasa nada.
En aquel muchacho enclenque y sucio Doña Giulia adivinó el revólver, la poca experiencia en usarlo, el miedo en su tembloroso brazo libre. Optó por bajar el tono, hablar pausado.
—¿Vos estás loco? —dijo—. ¿De dónde pensás que voy a sacar plata? Todavía no cobré la jubilación.
—Ustedes los viejos siempre dicen que no tienen. Pero tienen. Entrá a la casa.
—Esperate, pibe, esperate. Primero, no me grites. Desde que enterré al Fabrizio, nadie más me gritó…
—Dejate de joder y entrá.
En medio del patio, doña Giulia descarga el peso de su cuerpo sobre la escoba, como afirmando su decisión.
—Mirá, pibe: si vos querés, entra y revisá. Pero no me rompas nada, tengo muchos recuerdos…
—¡Viste, vieja! —grita el muchacho acercándosele—. ¡Ya aflojás, tenés cosas!
—Ma no, querido. Mis recuerdos no valen plata, son chucherías.
La vieja entra lentamente a la casa por la puerta de la cocina. La sigue el muchacho, que cierra después de pasar y grita:
—¡Dónde está!
—¿Qué cosa?
—La plata, vieja. Dame la plata que no te quiero pegar.
Doña Giulia enciende la luz, y por primera vez lo estudia de cerca: no tiene mucho más de quince años, pelo corto, un arito en una oreja y dos hermosos ojos azules.
—¿Qué mirás, vieja?
—¿Cuántos años tenés, vos? Sabés que sos parecido a mi hijo más chico, el Mario, cuando tenía tu edad.
Se sobresalta el muchacho. Y dice:
—¿Tu hijo vive acá?
—No, quedate tranquilo. Él está muy lejos. Vive en Italia, en Módena. Los tres hijos se me fueron. Ahora estoy sola en este país donde trabajé tanto.
Y de golpe la cara del muchacho aflojó la expresión… y hasta el voseo desapareció con la pregunta:
—¿Y usted por qué no se fue? ¿No quiere irse?
—Ay, Dios —exclama doña Giulia mientras se sienta en la silla de paja junto a la mesa—. ¿Sabés una cosa? Yo hace cincuenta años que quiero irme. El Fabrizio siempre lo prometía, sobre todo después de cada paliza.
—¿Era su marido el Fabrizio ese?
—Sí, claro. Pero se murió hace veinte años. Siempre decía: “Cuando volvamos…”. Pero nunca se pudo volver. Después me quedé sola para terminar de criar a los hijos. Y cuando ya estaban grandes, aparece en este país la misma miseria que yo pasé allá, cuando me vine.
—¿Y sus hijos no la ayudan? —pregunta el muchacho mientras se sienta en una banqueta.
—Vos estás loco, pibe. Mis hijos siempre me ayudaron. Pero hace muy poco que se fueron y están ahorrando.
—¿Y usted de qué vive?
—De qué voy a vivir: de la pensión que pude conseguir por el Fabrizio. Cobro ochocientos pesos por mes y la caja pami. Hoy es martes. El viernes cobro.
—Yo tampoco tengo trabajo —confiesa de pronto el muchacho.
Doña Giulia decide mirarlo bien de frente.
—¿Y qué sabés hacer vos, además de robar?
El joven levanta la cabeza y mira a la anciana a los ojos con un esbozo de sonrisa:
—No doña, yo no sé robar. Mire a donde entré. Pero está muy difícil todo…
—¿Y vos comiste hoy? —lo interrumpe la mujer.
—No, pero lo que me preocupa es mi hijo, ¿Sabe Doña? Yo tengo un pibe de un año con la Loli…
Doña Giulia baja la mirada.
Ella también, mucho, muchísimo tiempo atrás, la había pasado mal, muy mal. ¿Cómo olvidarlo? Hay cosas que quedan adentro de una, piensa, para siempre quedan. Ella y el Frabrizio, recién bajados del barco, cuando no hablaban más que dos o tres palabras de español, habían pasado hambre. Hambre y frío y miedo.
Y entonces doña Giulia se levanta despacio, pasa por delante del muchacho, y olvidando el revólver y recordando el hambre, abre la vieja alacena.

Gladis López Riquert
Publicado en Acomodando palabras