viernes, 30 de octubre de 2009

Casi Génesis - Antonio J. Cebrián



Dios dijo: —Haya luz.
Y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó la luz de la oscuridad llamando “día” a la luz y “noche” a la oscuridad.
A continuación dijo: —Acumúlense las aguas bajo el firmamento y déjese ver lo seco.
Llamó Dios a lo seco “tierra” y a las aguas, “mar”.
Viendo que lo hecho estaba bien, dijo Dios:
—Produzca la tierra vegetación: hierbas y árboles que den fruto según su especie… En ese momento, sufrió uno de sus “repentinos cambios de humor” y dijo:
—O mejor, no.
Y volvió a su estado de letargo durante otra eternidad.

Biografía: Antonio J. Cebrián

La venganza de Pacha - D. S. Navas & Sergio Gaut vel Hartman



Tras varios meses de cautiverio, Pacha estaba agotado. El doctor Karpetinsky había experimentado con su cuerpo de mil modos diferentes, extrayendo la salud extra, y procesando el producto obtenido para fabricar tónicos y grageas que se vendían muy bien entre los deportistas de todas las disciplinas. Unas gotas de Pacha Forte eran suficientes para que un oficinista sedentario de sesenta kilos fuera capaz de hacer canotaje en los rápidos del Alto Orinoco o talara un álamo con los dientes.
El infame científico había ganado más dinero del que puede imaginarse, pero eso no le parecía suficiente. Karpetinsky quería el premio Nóbel, soñaba con el premio, era parte de su vigilia y no lo abandonaba cuando apoyaba su cabeza en la almohada. Sin embargo, la perversidad no le producía ninguna ofuscación y su cerebro seguía elucubrando planes para extraer más y más salud adicional del organismo de Pacha. Mientras mantenía a su prisionero en una jaula blindada, a la que sólo entraba luego de narcotizarlo con Xilón 109, seguía experimentando con los humores que extraía, a la vez que saturaba la atmósfera del cubículo para estimular al organismo de su prisionero y hacerlo producir nuevas sustancias potenciadoras. Por esta vía, y cuando empezaba a suponer que había llegado al final del camino, descubrió un segundo componente en la sangre de Pacha.
—¡Con esto me aseguro el premio! —exclamó Karpetinsky frotándose las manos. Volvió a mirar el tubo a trasluz y lanzó una sonora carcajada—. ¡El suero de la inmortalidad!
Insaciable, Karpetinsky clavó la aguja una y otra vez en el cuerpo de su prisionero, extrayendo litros y litros de la preciosa sustancia. Estaba tan absorto en su tarea que tardó largos minutos en descubrir que Pacha estaba muerto, ya que le había extraído hasta la última gota de sangre y, por consiguiente, hasta la última gota de la maravillosa sustancia.
—Parece que se me fue la mano —dijo consternado el maldito científico, deprimido por haber matado a la gallina de los huevos de oro. Pero Pacha ya no le servía para nada, por lo que arrastró el cuerpo hasta un terreno baldío y allí lo dejó, a merced de los perros y las ratas.
Lo que Karpetinsky ignoraba era que Pacha, a raíz de los experimentos a los que había sido sometido, estaba más pasado en salud que nunca. Es cierto que su maravillosa máquina corporal tardaría varios días en reaccionar, pero el mecanismo destinado a recuperar la sangre extraída se puso en acción de inmediato. Pacha no sólo no estaba muerto sino que el estado de privación extrema lo había preparado para dar el siguiente salto evolutivo. Demoró un par de días en recuperarse por completo y durante el tiempo transcurrido elaboró su venganza.
Sobre el escritorio del doctor Karpetinsky apareció una misteriosa nota:
“Querido colega, omitiste un pequeño detalle, y lo que es peor, subestimaste mis conocimientos y mi capacidad. Yo también voy en busca del Nóbel”. Dr. Venganza.
Era una nota digna de una de esas pésimas películas de terror que tanto le gustaban a Karpetinsky, pero igual le corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Se dirigió a gran velocidad hasta el baldío en el que había dejado el cuerpo de Pacha y al no encontrarlo se arrancó los cabellos con desesperación.
—¿Qué hice? ¿Adónde está el cuerpo de este desgraciado? ¡Yo sé que lo maté!
—Parece que no —dijo Pacha saliendo de atrás de un grueso roble, tras lo cual se abalanzó sobre el atribulado Karpetinsky y le clavó una hipodérmica de tanatanol en la carótida—. Ahora vamos a hacer algunos experimentos, doctor Karpetinsky, pero con mucho cuidado, porque yo no quiero que me ocurra lo mismo que le sucedió a usted.
Pacha trabajó durante dos años en el cuerpo del doctor. Para cuando terminó, Karpetinsky pesaba trece kilos, estaba arrugado como una ciruela pasa y tenía todas las enfermedades que se conocen, aunque Pacha las mantenía controladas en la frontera entre la vida y la muerte gracias al suero de la inmortalidad que obtenía de su propia sangre. La venganza estaba casi consumada. Pero faltaba un pequeño detalle: el bendito premio Nóbel. Pacha presentó su trabajo sobre el suero total y le fue concedido. Se encontró con el rey de Suecia para recibir el dinero y como no había estatuilla compró una en la estación de ferry de Estocolmo; Karpetinsky nunca había visto un Nobel.
—¿Ves esto, maldito? —dijo abanicando el trofeo ante la cara del malvado. Karpetinsky no podía hablar, pero parpadeó. Ahora pesaba apenas medio kilo y parecía a un escarabajo. Eso era exactamente lo que quería Pacha. Ya le había mostrado el supuesto premio y sólo faltaba ponerle la cereza al postre. Utilizó una llave maestra para entrar a la casa de Karpetinsky un día que la esposa del médico había salido de compras, y dejó el cuerpo a los pies de la cama. Cuando la mujer regresó a la casa y vio a aquel bicho repugnante no pudo resistir la impresión y el asco: lo mató a pisotones.

Sorretta dagli angeli - Héctor Ranea



La cúpula de San Nicolás, decían los engañifas de la Ciudad Vieja, está sostenida por ángeles. Es más, agregaban esos mentirosos, de ángeles con senos cubiertos por telas transparentes, livianas como el aire y con las piernas abiertas con total desparpajo, mostrando el sexo a quien lo quisiera ver.
Y los peregrinos, tal vez cansados por el vino del camino, tal vez alucinados por la ascética travesía, pagaban con varias monedas de buen cobre para entrar y ver el prodigio que ni aún el más hereje se atrevía a vislumbrar.
Todo esto, sin embargo, era una burda estratagema para juntar milicias para el conde de Bastiaan, pues se los rociaba apenas entrados en el terreno sagrado con un poderoso ajenjo bendito que les hacía perder la memoria.
A cambio de esta singular leva, los monjes chapuceros recibían un cobre por cada diez incautos.
Los ángeles, en realidad, sólo mostraban su sexo una vez al año durante las celebraciones del nacimiento de los condes del lugar, constructores de la iglesia y firmes sostenedores de esa fe. La única fe de los eunucos.

Un Crimen Pasional - Marcelo Difranco


Casi al mismo tiempo que terminaba su cigarrillo, Alex vio aparecer la imagen de Javier en el espejo retrovisor, caminando apresurado por la vereda. Volvieron las nauseas y el derrumbe de todos los órganos sobre su estómago, y el malestar intestinal que se agravaba al recordar que en el bolsillo derecho de su campera estaba el arma. Alex la tocó, esperando que se hubiera esfumado, para poner en marcha el auto y olvidarse del asunto de una vez por todas. En realidad, si lo pensaba bien, ya casi lo había olvidado, y solo se estaba dejando ganar por el orgullo, algo imperdonable en una persona racional e inteligente como Alex creía ser. Pero Javier seguía avanzando hacia el edificio, y tocaría el timbre de su casa.
Contestaría Carla, su esposa.
Lo haría pasar. Javier subiría.
Francamente, pensó en ese momento, la traición de Carla le parecía lógica, predecible y hasta perdonable. Hacía años que no se amaban y eran perfectamente conscientes de ello, pero ninguno iba a ser el primero en admitirlo. Pero lo de Javier era imperdonable. Una cosa es la traición amorosa: el amor a una mujer tenía un inevitable componente instintivo y fisiológico, algo irracional que estaba destinado a agotarse en algún momento. La amistad, en cambio, era algo absolutamente gratuito, en la que ambas partes disfrutaban sólo de la presencia del otro sin buscar nada a cambio. Algo inútil, pero por eso humano.
Ver a Javier tocando el timbre del departamento le parecía algo tan sucio que era capaz de convertir el dolor de las entrañas en odio puro. Imaginarlo en la cama con Carla era insoportable por ser la puesta en escena perfecta de su escasa fe en la humanidad. Hasta lo más sagrado, pensó, era aplastado por el instinto. Ese instinto que le hacía aferrar el arma y palpar suavemente el gatillo.
Nunca había disparado, pensó parado en la puerta.
La primera vez que los había sorprendido, en la misma situación, se sintió hasta orgulloso de haber vencido la locura del odio. En esa ocasión, Javier y Carla se habían avergonzado y humillado ante él, conscientes de lo monstruoso del hecho. El llanto de su esposa y la vergüenza de su amigo habían sido suficientes, al punto de haber sentido que esos dos monos en celo pertenecían a una etapa del camino a la civilización suprema que Alex había superado hacía mucho tiempo.
Una semana después, en la soledad de su nuevo departamento, el malestar se había hecho intolerable, y se maldijo. Maldito era por ceder a la animalidad, y maldito por aceptar la humillación.
En el ascensor lo sintió claramente.
No se lo merecían, no merecían su perdón. Esos dos hijos de puta. En mi propia casa, en mi cama.
Al abrir la puerta, la cabeza, en donde se estaba concentrando toda la sangre de su cuerpo, le estallaba en mil pedazos. Apenas vio la ropa tirada en el living, ya que sus ojos sólo buscaban la puerta de la habitación, y al encontrarla la abrió para encontrar la misma escena obscena de su amigo desnudo sobre su mujer desnuda. Pensándolo bien, las caras de sorpresa de Javier y Carla eran hasta graciosas, y Alex se hubiera reído con ganas si no fuera porque los dos disparos le hicieron perderlas de vista.
Le pareció conveniente disparar un par de veces más, hasta que la sangre bajara de su cabeza y dejara de golpearle los oídos.
Si hiciera un balance del momento, como haría una y otra vez en el futuro cuando volviera a sentir el malestar royendo su alma, la contemplación de la pareja muerta era realmente algo parecido a la felicidad.
Casi les hubiera pegado dos tiros mas, pensó mientras manejaba.
Alex sacó la chequera, esperando que el funcionario de BioClon terminara de imprimir la factura.
—Este mes no sé que pasó, se lo juro —dijo el funcionario—; no dimos abasto. Tuvimos un record de dos mil quinientos tres asesinatos, al punto que tuvimos que comprar, escuche bien, comprar clones a la competencia. A un precio vil.
Le extendió la factura a Alex, que casi sin mirarla empezó a hacer el cheque.
—¿Le sirvió? —preguntó el funcionario
Alex le extendió el cheque.
—¿Si me sirvió qué?
—Matarlos.
Alex pensó un instante.
—Si, me sirvió
—A mí me da un poco de lástima —dijo el funcionario—. Con lo que cuesta clonarlos. Los suyos estaban perfectos, iguales a los originales.
El funcionario miraba el cheque al trasluz, hasta concluir que era de los buenos. Finalmente, se dieron la mano y se despidieron.
Casi llegando a la puerta, Alex se volvió al funcionario.
—Digame una cosa. ¿Sufren?
—¿Quiénes, los clones?
—Sí, ¿sufren realmente?
El funcionario le ofreció su mejor sonrisa
—Claro que sufren —dijo, guiñándole un ojo.

Perimortem - José Vicente Ortuño



El hombre miró a la Muerte a la cara, es decir, a la calavera. El pánico le hizo estremecer. Sabía que algún día tendría que enfrentarse a ella, pero todavía no estaba preparado.
—¡Espera, espera creo que te equivocas! —exclamó presa del terror, retrocediendo hasta tropezar con una pared—. ¿Seguro que no vienes a buscar a otro?
La parca no respondió. Avanzó hacia él con un movimiento fluido y grácil, como si se deslizase sobre hielo en un lugar sin gravedad ni atmósfera que agitase su túnica.
—Vale, de acuerdo, pero ¿no podrías volver otro día? Es que todavía no estoy preparado —insistió con voz quebrada—. Verás, aún me queda mucho por hacer y…
La Muerte levantó un brazo y una mano, formada por un manojo de huesos blancos, asomó de la manga. Hizo un leve gesto y en ella apareció un instrumento, largo como una lanza, pero con una cuchilla fina y curva en el extremo, que recordaba vagamente a una guadaña. Con un suave giro de muñeca cortó el filamento invisible que conecta a cada ser vivo con la fuente de la vida. El cuerpo físico del hombre se mantuvo en pie unos instantes, mientras el corazón se detenía y la anoxia producía un fallo cerebral. Luego cayó desmadejado. Fue una caída humillante, que lo dejó en una postura ridícula, carente de dignidad.
El hombre, sobresaltado, se apartó de un salto de su propio cadáver, que atravesó sin esfuerzo. La Muerte hizo desaparecer su herramienta con otro giro de muñeca, dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—¡Oye, Muerte! —llamó el recién fallecido—. ¿Dónde vas? ¿No se supone que debes llevarme al otro mundo?
La Muerte, sin detener su avance, se encogió de hombros.
—¿Te suena lo de cruzar la laguna Estigia en una barca? —insistió el espíritu, pero la parca siguió alejándose—. Al menos me dirás dónde está el embarcadero, ¿no? —añadió sin demasiada convicción.
La Muerte soltó una carcajada, que congeló el tejido de la realidad, mató a todos los insectos y pájaros en un kilómetro a la redonda y agrietó la piel del cadáver, luego desapareció.
—¿Y qué hago yo ahora? —se preguntó el recién fallecido, pero nadie respondió.

jueves, 29 de octubre de 2009

Brujas - Antonio Cruz



Era tarde cuando encontré a Leticia. Es una buena mujer pero no me simpatiza demasiado. Las personas que hablan de más me ponen de mal humor. Con infinita paciencia soporté durante un rato su interminable lista de desdichas. Me parecieron de lo más intrascendentes. Le pedí que se apurara pues temía llegar tarde a una reunión con mis colegas pero eso no le hizo mella. Siguió su perorata hasta que me sacó de las casillas con su afirmación de que las culpables de todos sus males son las brujas. "Seguramente alguien me hizo un trabajito" dijo convencida. "Voy a consultar con un parapsicólogo que me recomendaron" La miré de tal modo que ella se asustó. "¿No crees en las brujas?" Preguntó. No le respondí. Ella insistió de manera descarada. "¿Crees o no?" Me vi obligada a contestarle "Según la sabiduría popular, que las hay, las hay" Ella se puso a reír. Logré zafar y fui corriendo a mi casa, me cambié de vestido, busqué mi sombrero y me dirigí a la pieza trasera. Saqué mi escoba y fui a reunirme con mis colegas que charlaban animadamente en la copa de los álamos.

(Selección Provincial. Concurso Literario Nacional C.F.I. – Año 2004)

Para cuando ya no estés - Lilian Elphick



Cómo me devora el tiempo cuando te leo. Hace un minuto vivía mi lunes nublado, gestionando cotidianidades: esa respiración que me condena a volver a decir las cosas por su nombre. Hace un minuto estampaba el ojo en tus palabras: la sencilla razón para que el pecho suba y baje e intente luego un cese al fuego, una calma de café frío, un silencio que sólo tú podrás oír. Porque se trata de mis manos y de las tuyas en un ahora que se fuga veloz con los ayeres que no tuvimos. No sé decir más. Aquí no hay nada, salvo la pequeña muerte rondando en las carnicerías de barrio, en la tarde de ladrido y trino, en la desnudista que termina el baile y cuenta su dinero.
Hace un minuto mataba con la rabia en la boca, y te escribía para cuando ya no estés. Dentro de ese lapso anida mi vida entera, con sus interpretaciones banales, esos naufragios en la tina de baño, o cuando tú caminas por la sombra de mi sonrisa, canción y epopeya de los dientes.
Para cuando ya no estés, el monumento al perfume desconocido, y una ciudad que se repliega ante mis pasos.
Puedes quedarte con la crueldad, necesaria en toda comunión de fantasmas; útiles las palabras y el equívoco.
Esto no es una carta; aquí el viento es elección y renuncia. Esto es un grito o la bala zumbando deseos bajo sospecha. Esto es la lágrima que se niega a salir; más bien, tragar saliva y seguir viviendo como si no pasara nada. Porque no vamos a esperar que el tren nos vuele la cabeza de tanto amor acumulado, de esa reunión de pieles que el tiempo maltrata en este mismísimo instante.

catorce de septiembre.

martes, 27 de octubre de 2009

Chateo pasional — Jorge Ariel Madrazo



Mi amigo, el periodista Enrique Pock, estuvo traicionando a su mujer de un modo asqueante, troglodítico. Pero Dios castigó sus excesos.
Al principio, la PC era para él un símbolo de la insoportable atadura laboral. Pero en los últimos seis meses Pock se pasó las noches en vela: solo, en piyama y pantuflas y con el enfermizo auxilio de una luz verde, mientras tipeaba con frenesí sobre el teclado blancuzco emitía sordos ronquidos de pasión. “Tengo tanto trabajo”, mentía a su comprensiva esposa.
Pock siempre fue callado. Los torrentes de locuacidad los volcó tan sólo en el chateo con la Otra (así, con inicial en mayúscula).
Escribía: Anoche noche soñé con vos. Estabas mona, parecida a la foto.
—Ella: “Mi mago, qué cosas decís, me calientan no sabés cuánto. Has de ser tan viril, mi amor…”
—Pock: Tengo ganas de tomarte una mano.
—Ella: “Ay, otra vez el fuego que me consume hasta hacerme perder el juicio. Esas porquerías que me decís me excitan, creo que voy a convertirme en una pecadora, Dios me valga…
—Pock: Sos linda.
—“No, no me empujes al desliz, mi bien… Ya me siento toda húmeda y ardiente. Como si un rayo flamígero del Señor estuviera hincándose en mis carnes corruptas, tan indignas de Él.
—Pock: Hoy formé tu nombre con la sopa de letras.
—Ella: ¡Mi salvaje! Voy a aferrar tu espada húmeda y roja, como un marlo desquiciador, y a correr loca por el prado, enajenada de placer…
—Pock: Je.
—Ella: Basta, no aguanto más, creo que deberé arrojarme por la ventana, tus palabras son más perversas que las de la Serpiente bíblica. Has hecho de mí una piltrafa de pasión, una mujer toda Eros y lista para seguirte al mismísimo Averno.
—Pock: Debes tener mejillitas suaves, ¿no?
—Ella: ¡Basta, mi Bestia! ¿Hasta dónde crees que podrás arrastrarme por el fango con esa elocuencia abrasadora? Aquí mismo abandono estos diálogos que han hecho de mí un ser malvado, despreciable; mi deseo de vos me llevó hasta a abandonar a mi madrecita enferma, soy tu esclava pero ya  me insubordino. Adiós, mi Henry. Nunca te olvidaré.
Y así, la verba apasionada de mi amigo le hizo perder a la única mujer que, quién sabe, pudo hacerlo feliz.

Epístola del asesino de espejos a la madre pelmaza de turno - Javier Montoro



A ver, señora. La niña no quiere bañarse en la playa. Sé que es difícil aceptarlo, que le jode muchísimo, pero en fin. Sepa usted que, por mucho que se la apriete contra el pecho y la hunda en el agua y le cante "los patitos en el agua meneaban su colita", los pataleos y chillidos de la niña no van a cesar. Y normal. Que el agua está helada, señora. No se me encienda, que la niña no quiere bañarse y punto. Que vale que la obligue usted a comer y a dormir y a echarse la crema protectora, pero no a bañarse. Báñese usted. Por favor, ¿no ve cómo llora? ¡Pero no le grite!, ¡venga!, ¡empiece otra vez a cantarle la de los patitos! Así está mejor. Si ya sé yo que le compró usted el bikini para bañarla, pero que la chiquilla no tiene ganas, mujer... Pero mírela, mírela cómo llora. Claro, que tiene que hacer lo que usted quiera. Porque usted es su madre. Que cuando tenga 18 años que haga lo que venga en gana, pero que mientras viva en su casa... Vamos, que si a usted le apetece que la niña se beba el bibi con vodka negro, la niña lo hace...porque vive en su casa. Y que usted es la madre y sabe lo que tiene que hacer. Entiendo. Pues mire, señora. La niña ha dejado clara su postura. Siga, siga, siga hundiéndola, ¡qué vergüenza! Disfrute usted de su día de playa, que disfrute la niña, disfrutemos todos. Déjela que juegue en la orillita, y usted se baña y hace submarinismo si quiere y se coge usted la cabeza y se la hunde, y se traga usted la sal y los peces, coño. A ver si se ahoga y me alegra el día. Si quiere cuando llegue a su casa le ordena a su hija que duerma la siesta y le planifica los juegos (incluso puede zambullirla a presión en la piscinita de plástico) . Pero no obligue a la niña a bañarse en la playa.

Tomado de: http://latintaescarchada.blogspot.com/

Vaca impulsiva - Héctor Ranea



Se me quedó mirando con esa cara con la que las vacas miran a las cámaras fotográficas. Cara de vaca, diría un prosaico, pero, según mi parecer, miran con cara profunda de ángeles lácteos. En fin. Se quedó mirando mi cámara, le pasaba la lengua para saber su tenor de sodio y me pensó una frase que envió telepáticamente. O sea:
—Mañana me mato —me dijo en ese canal.
—¿Una vaca lechera? —le contesté sorprendido por el mismo canal.
—¿Tenés idea de lo que es tener dolor de tetas todos los santos días?
Me imaginé una situación homóloga en mí y se me frunció el upite. No sabía qué responderle, pero ensayé una frase de ocasión.
—¿No las ordeñan antes de que se les produzca esa tensión?
—Eso era antes. Ahora viene el papanatas del cyborg, palpa las más abultadas y las manda a la ordeñadora. No se gastan en las que andamos en el 80% de plenitud. Es una cuestión de racionalización. Me tienen harta con esos coeficientes del carajo.
Me levanté y la miré con ojos bovinos. No sabía cómo explicarle que yo era un cyborg.
Evidentemente, la vaca era un poco chicata. La denunciaría antes de que se suicidase. Otra vaca loca más en el historial nos haría bajar puntos en las calificadoras de riesgos vacunos.

domingo, 25 de octubre de 2009

Estridencias - Rafael Vazquez


A veces pesa tanto la cantidad de soledad que llegamos a juntar que nos alojamos en un hotel a media noche sólo para huir de ella. Una vez en la suite inventamos cualquier justificación para pedir servicios por teléfono, regresar a recepción, cruzarnos con huéspedes en los pasillos… Nos sentamos al borde de la cama y el chirriar de los muelles provoca un gemido al otro lado de la pared. Pensamos que no guardaba relación con nosotros hasta que nuevos suspiros responden al oxido de los hierros. Después de la bulliciosa pasión, sin pronunciar una sola palabra, nos hemos dormido con un siseo denso de la garganta. A la mañana siguiente hemos entregado las llaves en el mostrador y hemos descubierto que ruidos conocidos nos seguían, alquilaban un apartamento al lado del nuestro y nos acompañaban hasta que frecuentes discusiones de platos y vasos rotos instalaban de nuevo el silencio y el olvido en nuestras vidas.

Domino lenguas - Héctor Ranea



En el Zaire me encontré una señora que hablaba bastante bien swahili, que domino como la palma de mi mano, dijo Mr. Parkinson. Ella nos invitó a pasar a una sala oscura con una vela encendida en el centro. Ahí nos dieron a beber una sopa en una calabaza que ella dijo que era muy antigua. Bebimos hasta quedar saciados de esa sed húmeda que da remontar el Congo. A la mañana siguiente, la muchacha nos mostró su bebé que dijo que era de uno de nosotros dos. Pero era imposible. De un día para el otro no se tienen niños, ni en Zaire ni en ningún lugar, dijimos. Sobre todo mi mujer, que alegó completa inocencia. Cosa que no fue admitida por el brujo de la tribu. Como me negué a responder a los requerimientos económicos, me cortaron la lengua. Desde entonces no hablo ni parsi, ni portugués del Sur, ni boliviano del norte, ni wichi, ni mapudungun, ni aónik’enk, lenguas que adoro y antes manejaba con soltura, sobre todo dentro de la mochila. Nunca me confundía de lenguas. Cuando fuimos a Tahití, mi mujer y yo poníamos nuestras lenguas del idioma universal del Pacífico Sur y siempre íbamos a los mejores lugares porque nos tomaban por lugareños oriundos. En México tuvimos ciertos problemas porque casi no nos dejan pasar con la mochila de lenguas, pero al final fue un paseo divino. Hablábamos como nacionales. Ésa es la ventaja de tener lenguas madres. En cambio, después de esa gira con el holandés errante nos perdimos en Zaire y apenas si pudimos recuperar algunas lenguas, pero eran vírgenes aún. Y ya lo dije, no hay como las lenguas madres. Es lo que nos pasó en la India, sin ir más lejos. O en Nepal, un poco más acá. Así que: pongo a la venta mi mochila con lenguas madres. Algunas están vivas, otras muertitas. Pero se pueden usar. Al principio da asquito porque tienen un poco de gusto a formol, natrón y sustancias momificantes adheridas, nada peor que el poxirán, si me quieren entender. Si quieren, lo pongo a subasta a partir de precios módicos y sumas frioleras. No quiero venderla sin antes ofrecerla a mis amigos.... ¡Ah! ¿Lo del pibe en Zaire, quieren saber? Y nada... lo reconocí a medias. Tenía una dentadura parecida a la mía. Sigo creyendo que de un día para el otro no me pueden decir que nació el purrete, pero lamentablemente, era eso o me cortaban otra cosa... la visa.

viernes, 23 de octubre de 2009

La confesión en tiempos de Internet – Héctor Ranea


Confieso acá, obviamente compungido, mi engaño, mi traición. He usurpado el nombre de otro en este espacio que tan generosamente me habéis brindado y los hice caer en esta trampa para satisfacer el delirio que tenía de ser escritor.
Yo sé que hice mal, que lastimé a todos ustedes hasta lo más íntimo. Los señuelos que puse, las argucias que usé, los abusos de confianza con los que me maneje este año y meses que pasamos juntos me lastiman ahora.
No sé cómo empezó todo. Supongo que me di cuenta de que los escritos de mi amigo muerto, valían algo y me decidí a probar suerte. Pero creo que no lo premedité, simplemente fue saliendo así. Primero un cuento, luego otro y así hasta que me di cuenta de que ustedes lo apreciaban sinceramente, que sus elogios no eran fingidos y yo, que siempre había fracasado en lo mío, decidí esconder mi verdadera identidad literaria y continué robándole a mi amigo sus textos. Él me los dejó en casa antes de que lo agarraran unos tipos por una cuestión de mujeres y no lo viera más. Varias carpetas, en parte ordenadas, en parte caóticas, que me tomé el trabajo de clasificar. Eso no se me podrá negar, y en ocasiones, con mi escaso talento, mejorar si fuera posible, ya que dejó mucho material inconcluso, mucho sin revisar y además, algunos textos con tantas revisiones que resultaba difícil entender cuál era la final.
Él escribía de todo, por eso ustedes conocen tantas cosas de mí, que en realidad son del muerto. Y tenía miles de escritos, incluso ensayos de arte, notas de viajes. Entonces yo, que nunca viajé, que nunca vi nada de arte en persona, aproveché las mismas para aprender cómo es estar delante de obras de arte legítimas, con su tamaño natural, cómo huele el aire en otros lugares, cosa que para mí era un misterio. Por eso ustedes tienen de mí tantos relatos, poemas, ensayos, escritos varios que me hacen parecer prolífico, cuando en realidad soy parco, inútil casi para escribir y en caso de hacerlo lo hago con lentitud, como extrudando desde dentro una materia viscosa, vieja, abominable.
Entonces, cuando llegó el momento de tratar con uno o dos de ustedes, la bola de nieve que puse en movimiento empezó a agigantarse y empezamos a intercambiar con todos, todo. Por primera vez en mi vida me sentí parte de algo hermoso y digno; era un impostor vil, un torpe imbécil que sólo quería impresionar con frases sacadas de la boca de un amigo muerto. ¿Acaso hay algo más vil, más repudiable, menos perdonable? No lo creo. No es un tema legal, porque nadie podrá probar nunca lo que hice, ya que mi amigo, que yo sepa, sólo tenía publicados unos pocos poemas de un concurso en Chubut, que siempre omití para no dar lugar a sospechas de ningún tipo.
Hasta le copié su manera de hacer los retruécanos, así podía eventualmente comunicarme por vías rápidas. De otra manera, usaba su enorme venero de frases que me venían como al dedillo, haciéndome siempre quedar como un erudito, que él lo era, o como una persona jocosa, que era su característica mejor (y por eso lo buscaban las mujeres) o por fin, lograr incluso escribir algún cuento mío, que era publicado porque ya todos habían caído en mi añagaza.
Algunas veces debí hacerme pasar por él. Alquilé una casa, una mujer, un hijo, hasta un gato (otras veces un perro) para lograr que nadie sospechase ni pudiera encontrarme en un renuncio de toda esta máquina que monté casi sin proponérmelo.
En toda esta acción fraudulenta he aprendido que mucha gente es como ustedes, sincera, buena en el mejor sentido y no acaba de creer que es víctima del timo más insolente, porque cree a pie juntilla la historia que uno teje para armar la telaraña. Así los he captado en esta fascinación de hacerme pasar por lo que no soy, pero no aguanto más esta situación.
Ayer, con la publicación de otro de los poemas de mi amigo, he decidido dar la cara y no seguir con esta operación deshonesta y presentarme tal cual soy, un solitario lobo sin talento, un ave rapaz que se aprovecha hasta de un amigo muerto, un muerto, en fin; que dice ser un escritor pero que no ha hecho otra cosa que copiar, palabra por palabra lo que le dejó su amigo.
Supongo que no podréis perdonarme porque el abuso a la inocencia y la sinceridad no pueden perdonarse, pero acá estoy, esta vez desnudo de alma, diciendo una verdad difícil de decir.
Y ahora así, adiós.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Sirenas - Rafael Vázquez


Hubo un movimiento generalizado de pánico en el barco que a poco hunde la embarcación, debido a que nadie, ni siquiera el capitán del navío, esperaba encontrar a las temibles sirenas en esas aguas y menos aún en esa ruta.
Mientras el barco se acercaba inexorable a las proximidades del arrecife de rocas donde moraban las fabulosas mujeres con cola de pez, sin posibilidad de cambiar el rumbo a tiempo como para no escuchar sus cantos, todo tipo de imágenes horribles acudía a nuestros ojos y memoria mientras echábamos mano de nuestros recuerdos colectivos para intentar salir indemnes del, de todo punto, imprevisible contratiempo.
Nos apresuramos a atarnos unos a otros con complicados nudos a las arboladuras y trinquetes de la nave, a acomodarnos improvisados protectores acústicos en los oídos, a dañarse, los más asustados, tanque y yunque para poder salvarse de la irresistible tentación sonora.No caímos en que llevábamos años saturando nuestros ojos de todo tipo de imágenes sensuales, nuestros oídos con decibelios de sonidos que exploraban nuestros tabúes mas profundos.
Cómo imaginar que todo eso nos había ido haciendo, lentamente, insensibles a cualquier tentación natural no tecnificada por mucho que esta se hubiese ido perfeccionando generacionalmente durante miles de años.
Y cómo no pensar, después de todo, reflexionábamos mientras el barco se alejaba e íbamos dejando atrás a las esforzadas sirenas, que cualquiera de nosotros había asistido a lo largo de su vida a decenas de espectáculos mejores.

Los viejos villanos - Héctor Ranea


Queridos hijos, les quiero escribir sobre nosotros, sobre su madre. Recién regresamos de un concierto en la Basílica de Sinkt Niklaas, como todos los domingos. Esta vez el organista no se equivocó en la entrada de las canciones sin palabras de Mendelsohn, como en el concierto del año pasado.
Su madre y yo fuimos con las camisas que nos enviaron de regalo para nuestro aniversario de bodas. Las flores rojas le gustan tanto a su madre que se la quiso poner para este concierto. Por cierto, lindas flores y muy lindas formas y colores en mi camisa de Havai. ¿Se escribe así, no es cierto? Hay frutas y plantas que sólo vimos en televisión y alguna vez en el Mercado de Sinkt Pankrass, en verano. Esas flores, esas frutas, nos hacen sentir muy frescos.
Los días que no vamos a misa pongo en la televisión uno de los programas donde puedan verse las ciudades donde ustedes viven. Están tan lejanas y son tan diferentes de nuestro pueblo, tranquilo y pintoresco, que a veces nos vienen ganas de aceptar la invitación, pero pronto nos damos cuenta de que no podríamos vivir como viven ustedes.
Yo llevo a madre en su silla hasta nuestro banco en la iglesia y le coloco los audífonos para que escuche al cura o al organista. Esta vez el cura nos miró mucho durante su prédica porque seguramente querría saber de dónde sacamos las camisas. Ustedes entiendan, en el pueblo nadie usa cosas de estos colores y seguramente el cura se dio cuenta. Pobre hombre.
En el concierto madre se duerme cuando llega Pachelbel. Siempre. Tan lindo que es el Canon y ella siempre se lo pierde. Todos los años lo mismo. Ella dice que lo escucha, que soy yo el que se preocupa inútilmente, pero tengo miedo de que al despertar se le escape un grito de los que suele proferir en casa. Y la despierto antes de que se vaya a lo más profundo de sus pesadillas.
Hoy en misa ella me miraba con los ojos que siempre tuvo pero sé que en el fondo me estaba diciendo algo. Algo que nunca quisimos decirnos. Recién entramos del concierto, ayer fuimos a misa. Ya estamos limpios. Ella me pidió que la matara y acabo de hacerlo. Les prometo que no sufrió. Le aplasté el cuello con el zueco de matar chanchos. Despacho esta carta en el buzón y me cuelgo del tirante dentro del salón de estar, donde ella ya reposa blanda y transparente como un fantasma. Nos encontrarán dentro de dos días. Felizmente estaremos juntos.
Su padre

lunes, 19 de octubre de 2009

Impromptu – Héctor Ranea


A Gabriel siempre le pasa. El tiempo va más rápido que él y siempre llega tarde. Hoy se tuvo que poner la primera colonia que encontró y ya estaba saliendo a la hora que tendría que haber llegado. Los otros músicos lo van a moler a insultos, como siempre. Se sube al auto, raja. Encima no se le ocurre nada para tocar, ninguna melodía. –¿Por qué me habré puesto a cocinar en lugar de irme a bañar? –se pregunta. Cuando llega todos están con caras de culo por el retraso y él, encima, no tiene nada en la cabeza. La besa a B, la baterista, en la boca, como siempre, pero sigue sin nada en la cabeza. Nada de nada. Ni música ni nada. Se le ocurre una melodía banal, de esas que suenan en radios descaradas. Empieza por darla vuelta, mientras pone en orden las cosas. La secciona, la da vuelta, la traspone de mayor a menor, siete compases los vuelve al original, no. Cuatro, después ve. Se le acerca una mujer mayor y lo huele y comenta con una amiga: –Sí, tenías razón. Pero es que no me puedo resistir. Y le da un beso. Gabriel no entiende nada pero sonríe. Mientras trata de ensayar, otra mujer joven lo abraza, lo apretuja. Él trata de zafar con una sonrisa. Empieza a tocar esa música pistola que se inventó y ve que las dos mujeres que lo abrazaron empiezan por tocarse las manos y abrazarse al son de la música. Él sigue, sigue tocando y los músicos están maravillados porque a la baterista la están besando mujeres y varones, discretamente, sin acoso, como se hace con los amigos, pero con un cierto brillo en los ojos y en una actitud inusual en público de casorio. Los que se acercan a Gabriel se van con una sonrisa. Y no es por la música. De su trompeta sólo sale esa música barata dada vuelta y con algún toque de esos impromptus que sabe tocar él y la gente más que bailar se abraza, se soba, se enloquece.
A la madrugada, con poca luz en la habitación, el trompetista descubre que no está en su casa sino en un lugar lleno de cuerpos desnudos que todavía en cierto modo bailan. Hay incluso algunos jóvenes que están amándose como en el primer minuto. Se levanta como puede y sale. Vuelve a casa intrigado de esa noche tan inquietante que le tocó vivir. Cuando llega al baño la loción que usó está llena de escarabajos, escolopendras, batracios de dos especies, salamandras, escorpiones, gaviotas, teros, surubíes, pargos, corvinas, osos y jirafas zangoloteándose en la tina. Quien le regalara esa loción posiblemente supiera los efectos de las feromonas. Ahora tenía que recordar quién había sido.

El inicio de la tormenta - Libia Brenda Castro


Otoño 1
A ella le gusta el otoño; le gustan, de noche, sus calles corriendo por las pupilas, sus faroles encendidos, sus árboles perdidos en la sombra de un cielo en la cabeza, las tapias del pecho, sus semáforos en los brazos y sus luces derramándose sobre los senos amarillos y pálidos de pezones dulces, que no soportan la saliva del destierro de una cama que no sea la suya.
Le gusta, de hecho, el otoño, por sí mismo, para sí mismo. Le gusta que sea triste y sonámbulo en las nubes con un reflejo anaranjado gracias a la civilización electrizada. Y lo que más le gusta del otoño en la noche es la soledad.
Pero hay algo que no, que no, que le deja un sabor amargo de semen violentando una garganta vuelta de pronto inhóspita por el alarido.
Otoño (2)
Sí, le gusta caminar, respirando los orines de las puertas viejas de madera, los gatos raudos que huyen de repente adivinándola, escuchando algún acelerador que funde el ruido de los pocos grillos que se han perdido en el asfalto; caminar, siempre, sola.
La sombra surge de pronto, entre un cristal roto y un poste de teléfono, y rompe con el encanto de la soledad, de los gatos y de todo, le sonríe con ojos de complicidad, le exige, se carcajea y le promete "un momento inolvidable".
Otoño (3)
Es cierto que a veces, en esos otoños nocturnos que la caminan, algo le interrumpe en medio de un parque y una fuente, la intercepta, la fulmina, pero eso no importa demasiado, es parte del encanto, dos pasos más y ya está de nuevo instalada en esa observación de un cielo atravesado por la respiración suave de los guardianes,
Una voz ronca se introduce en su paladar, un olor de animal, macho en celo, la recorre debajo de la blusa y se burla de ella cuando la tira y le separa las rodillas, que instintivamente había apretado una contra la otra y siente como una saliva espesa y reseca se abre paso entre sus pliegues, más resecos aún por el miedo y la vergüenza.
Quizá en los atrios, en alguna vecindad, o en la azotea, se detiene para levantar alguna pluma olvidada, y la guarda, para sentirse, también ella, un poco ave, o simplemente nada, pero igual levanta las plumas perdidas y prueba el viento con ellas, cortando suave la corriente otoñal que en las noches es más fresca, más espesa, más obscura.
Otoño (4)
Y entonces allí, tirada sobre una banqueta, la cabeza contra un escalón siente frío y humedad sobre su rostro, quizá por el cemento bajo su mejilla, quizá porque sus ojos han empezado a adivinar que todas esas nubes están confabulando uno de los últimos aguaceros del año y el inicio de la tormenta la saluda a ella antes que a nadie; y en algún lugar entre las nubes, el cielo y su cuerpo, flotan esas criaturas etéreas, sabe que miran, y están llorando, mientras ella va sintiendo como aquel aliento forastero jadea sobre sí y rasguña sus caderas desnudas, y ella no se siente, o no se adivina bajo ese peso que la asfixia y la rompe, partiéndola en dos, tres, diez, cien trozos y dejándola en el suelo, con una mano estrujando un puñado de plumas grises y la otra encajada en la madera de una puerta vieja, más sola que antes porque ahora que ha terminado la voz desconocida se va, tambaleante, habiendo cumplido su promesa.
Sí, le gusta el otoño, caminar por él en las noches, pero ya no, jamás volverá a contar las pocas estrellas que se ven a las tres de la madrugada en medio de un boulevard. Es posible que nunca más levante la vista hacia el cielo, hacia aquello que es nada. Es posible que haya dejado de creer, que haya cedido al golpe del desencanto y la magia se haya terminado, se marchó con el viento húmedo.
Y aunque sigue persiguiendo nubes de tormenta sin saberlo, a veces, en la noche, despierta gritando, con una mano encajada en el hule espuma y otra mano estrujando un puñado de plumas suaves, recordando la promesa de un desconocido...
Y entonces, el Vuelo.
Nadie puede ver nada, nadie puede verla ahora, sin más deseo que la muerte, sin un intento de retorno, sin conciencia del dolor, llevando el olvido de los que ya no esperan nada en este mundo.
Pero sabe que hay otros, los ha adivinado siempre y justo entonces, cuando ella siente que sólo queda ese mismo vacío algo cambia, se ha roto y una brisa tibia viene a levantar ese algo, suavemente. Así, puede al fin palpar lo que siempre ha ido a su lado, sólo un poco más arriba pero allí.
“Es hora de viajar a los otros mundos”. La voz parece venir desde adentro, sin embargo sabe que está ahí y sonríe, la noche del último otoño se abre para dejarla ir, para que pueda volar, desplegando sus alas a la Luna...

Remake de la Creación – Sergio Gaut vel Hartman


Orson Welles filma la vida de Dios. Pero le cuesta mucho conseguir financiación. Empieza el rodaje. Dios se interpreta a sí mismo, pero es más caprichoso que Greta Garbo. La película queda inconclusa. Dios no quiere estar involucrado en un film maldito. Echa a Orson del paraíso, pero el Diablo se niega a recibirlo. Está en su derecho. Dios, acorralado, resucita al cineasta. Le da el cuerpo de Arnold Schwarzenegger, que acaba de quedar desocupado. Welles se sobrepone a eso y empieza a filmar su propia vida. El vino no alcanza. También queda inconclusa. Dios se apiada y desciende a la Tierra. Decide adelantar la Segunda Venida con la condición de que Él dirija y Orson haga de Jesús II. Orson acepta. Toda el agua del océano se convierte en vino. Dios y Orson se emborrachan y resucitan sucesivamente a Rita, Marilyn, Brigitte y Claudia. Dios, finalmente, empieza a entender un poco de qué va la cosa. Cancela la Segunda Venida y redecora el universo. Contrata a Farmer como asesor para resucitar a todos los que alguna vez vivieron. ¡Es espectacular! ¡La historia más fabulosa jamás contada! Welles se pone celoso del éxito de Dios, se junta con Terry Gillian y dan un golpe de estado. Queda inconcluso.

sábado, 17 de octubre de 2009

Molinos de palabras – Rafael Vázquez


La primera arma de todo enemigo es el camuflaje, y Don Quijote sabe que su adversario ha aprendido a ocultar perfectamente su presencia.

Concluye que debe poseer unas dimensiones ciclópeas, pues es capaz de hacer desaparecer montañas de un día para otro, desviar ríos, modificar horizontes; igualmente ha podido crearse una hipotética imagen de su forma y figura a partir de las huellas de sus embestidas.

Si bien los demás hablan de ilusiones ópticas, de desvaríos, de productos de la sinrazón, el ingenioso hidalgo ve en todo ello la obra de quien quiere marcar su vida como una cicatriz que le cruzara toda la piel.

Algo ha cambiado sin embargo desde hace tiempo, en concreto desde el épico episodio de los molinos de viento; su enemigo da muestras de haber resultado herido en esa batalla, su ritmo de combate ha disminuído, su técnica se ha tornado más torpe, sus ataques reflejan debilidad.

De este modo Don quijote está seguro de que si consigue camuflarse correctamente entre las frases del paisaje, detrás de símbolos y apariencias, sólo entonces logrará arrebatarle al autor de su locura y sus desdichas la otra, la única mano que aún conserva.

Anodino - Guillermo Ochoa



Ayer me invitaron a comer. No debí aceptar, pero tenía un hambre indiscutible, aunque serena... La necesaria para ensayar la hipocresía, sonreír a los bultos amigables, reprimir mis deseos de estrangular, patear en los testículos o tirarme a llorar en esta interminable sábana de asfalto. Durante la charla con mis benefactores, escuché varias veces que uno de ellos utilizaba palabras del todo incomprensibles para mí. Dijo, por ejemplo, que fulanito había escrito un cuento anodino, sin ambiciones, redundante y algunos otros adjetivos que yo no conozco pero que me imagino desagradables. Yo había leído el cuento al que se referían y me sorprendió escuchar la palabra anodino. No sé qué significa, aunque me imagino que se refiere a algo redundante y sin ambiciones. O quizás no. Sin embargo, la palabra me ha gustado y a partir de este momento la utilizaré con más frecuencia; en este relato mismo, al que me encantaría que alguien llamara así: anodino. Ayer, como dije anteriormente, me invitaron a comer, no debí aceptar, pero soy tan anodino que acepté. Escuché durante largo rato una conversación plagada de anodineces, las cuales soporté debido al respeto que le guardo a las anodinas de jamón, las cuales me sustraen por momentos de estrangular, acuchillar, patearle los anodinos a los miserables, y en fin, soportar que me continúen invitando a comer.

Recuerdos rigurosamente vomitados – Héctor Ranea


En el andén sin vía del eterno retorno, claman por un lugar cerca de la banda de suicidas los filósofos negacionistas, los empiristas simbólicos, los inclasificables. Se dice que el tren arriba en término, aunque esto se viene diciendo desde al menos el comienzo de la eternidad. Pero, se sabe, la eternidad no debería tener inicio, ya que tal evento podría propagar una perturbación que modifique las condiciones de la eternidad hasta tal punto de hacer que el Universo, o bien colapse sobre sí mismo, o bien se cuele hasta el infinito ya sea acelerando o con velocidad constante. En esta instancia podría ser compatible con la eternidad, pero inmedible. El problema, como dijo una amiga poseedora del futuro en esos raros momentos de gracia que deja el alcohol, es que, si existe un ser eterno, para él no debería transcurrir el tiempo o sea que todo es simultáneo en él, lo que es nuestro futuro y lo que es nuestro pasado, y en estas condiciones no estaría disponible para entender el más banal de los problemas ya que para esto es ineludible saber el orden en el que se presentan las etapas. Así, ese ser sería un inútil despojo de materia inaccesible hacia el cual nada puede fluir para tener contacto con él, pues de hacerlo debería estacionarse el tiempo y a partir de esa detención nada es posible. Entonces mi amiga empieza a vomitar recuerdo tras recuerdo, como arrancando las páginas de una enciclopedia que sólo ella conociera. Y así me entero que estuvo enamorada de mí una primavera que no recuerdo y que guarda un poema que le envié cuando estuve enamorado de ella, pero ella vivía con sus esperanzas en otro que ha olvidado. Y así, recuerdo por recuerdo que iba regurgitando primero y después evacuando, procedía para alimentar una vieja amistad que había quedado trunca en una plaza cualquiera, o para darme esperanzas de que mi amor por ella sería recompensado al menos con una sesión de sexo apañada por la duda porque después de todo: ¿qué son dos horas en una amistad que dura tanto?
Ella vomita recuerdo por recuerdo empapada en alcohol y yo en amargura. Las mismas caras que tengo en mi memoria fluyen de su vómito como en una presentación automática para proyectar en los cines de barrio, sólo que mudas. Las mismas autoridades eclesiásticas que nos denunciaron y que tuvimos que evadir con el olvido y el miedo se cristalizan en su vómito inacabable. Al cabo de un rato, contagiado de su manso vómito, lloré todos los recuerdos, uno por uno. Al despertar, afortunadamente, ninguno de los dos recordaba al otro. Nos dijimos: –Adiós, nada ha sido posible entre nosotros. Todo queda en charcos que lentamente irán drenando sus despojos al mar que es el morir.

jueves, 15 de octubre de 2009

HOTEL Casino - José Luis Zárate


Todos sabían que era una trampa. Empleados, huéspedes, vecinos. El hotel con sus puertas abiertas, sus habitaciones de lujo, sus precios increíblemente bajos. Se hablaba de gente que entró a sus habitaciones y no salió más. Podía pensarse en asesinos, o ladrones pero nadie lo hacía. Pensaban en el hambre de las habitaciones, en que las camas siempre aparecían manchadas de rojo. Cuando un huésped desaparecía era posible escuchaban ruidos detrás de las paredes, densos y húmedos, como si una savia oscura circulara lentamente, el lugar vibraba en forma casi imperceptible (casi), y las cosas se veían más nuevas, brillantes y felices. Los osados disfrutaban el hotel y escapaban apenas, los empleados reunían un par de salarios y luego buscaban otro sitio, algunos desesperados, desencantados, cansados, tristes llegaban con sus maletas a ofrecerse a lo que fuera que sucedía.
Una noche los empleados encontraron un pasillo que no había estado ahí, otras habitaciones… el lugar crecía. Algunos se imaginaron una cuadra llena de hotel, otros un centro turístico, más de uno imaginó una ciudad hotel lista a recibir a esos huéspedes que no paraban de llegar, a esa gente de mirada gris que respiraban, aliviados, cuando les entregaban su llave.

¡No mentes al...! - Álvaro Valderas


Buscaba la libreta de mi infancia para consultar unos datos que había olvidado y de repente me era necesario recuperar, pero no lograba hallarla por ninguna parte. Miré en el guardalibros y en la alacena de los cuadernos perdidos, en el cajón de los papeles y en la maleta de aquello que nos llevaríamos a una isla desierta, sin éxito. Le pregunté al silencio si la había visto por alguna parte y él no me contestó, pero me dio a entender que tal vez la había echado a quemar en la hoguera del olvido voluntario –en cuyo caso no habría remedio- o quizá la había enviado al infierno en un mal momento de ira (entonces, aún podía bajar a buscarla, si le ponía valor a la empresa). Y en aquel momento necesitaba tanto mis recuerdos que no me importaron los trabajos ni el miedo, cargué a espaldas mi hatillo de pecados para irlo purgando por adelantado y me llegué a la gélida tumba que abre sus túneles a la Estigia, luego las llamas. Al poco, y tras favores y ventas que no relataré, entré en la verdadera cocina del dolor, tras bajar una interminable escalera de piedra siempre húmeda y cubierta de un moho que es trampa resbaladiza para los pies. Sentado en la baranda había un niño, o lo parecía, que lloraba su juguete roto. “¿Quién te hizo esto?”
—Ubi Dubi, rey de los malos.
Un adolescente sin piernas me llamó a su vera, pocos metros más allá, para confesarme:
—No le crea, maestro, eso se lo hizo Oti Doti.
Fueron muchos mi curiosidad y atrevimiento para llegar a preguntarle al frutero quién le había podrido la mercancía o a la pareja quién los había enfrentado, al ganadero quién le enfermaba la vaca y le cortaba la leche. Continué mi indagación, y supe de Umma, de Palomalo que hacía enfadar a los padres y de Achuptuco, el que incita a los profesores a las notas bajas y el castigo, de Oostre que te cambia los números de la lotería y de Sum Sum, el que te riega de mala suerte general, y así de tantos otros, como Virus, el que te sube la fiebre, o Amigdala, el que te inflama la garganta. Supe de Lunallena y el Sereno, y los señores de todas las desgracias, y sobre ellos hablé con el anciano terriblemente viejo que regalaba helados que nadie por allí quería, hacían como si no lo viesen, ensimismados en su desazón. Como ya no podía oír, me alcanzó el taquito de las esquelas mortuorias en que envolvía los cucuruchos y le fui escribiendo en ellas los mensajes –que tardaba una infinitud en lograr leer y más aún en contestar- y por ellos me enteró de que los condenados habían sido engañados tan a conciencia que ya no sabían por quien, hasta el extremo de que cada uno le daba el nombre que buenamente se le ocurría o, quizá, sólo era que sentían gran temor de pronunciarle el verdadero. “No uno de fantasía, sino el real: Él es el Diabol.” Ahh, el Diabol, ¡cuánto comprendí de pronto! No es lo mismo repetir una palabra relacionada con una idea abstracta que tener el referente delante, entrar en él, sentir su fibra.
No recuperé la libreta, aunque sí la libertad, pagando un alto precio. Desde entonces respeto que algunas palabras se mantengan secretas y, algunos entes, inefables. Yo mismo, algunas noches de locura, pierdo hasta la última sílaba de mi nombre.

El espejo – Héctor Ranea



El viejo paseaba con la niña rubia en un bote. Mientras remaba, le contaba historias bastante extrañas a la nena. Le hablaba de reinos atrás de los espejos, de huevos parlantes, de conejos relojeros, de gatos evanescentes y otras cosas así. Mientras, la niña parecía languidecer tocando apenas la superficie del agua, levantando una levísima onda que viajaba con ella como una salpicadura intermitente y parecía no escucharlo. Yo los veía todos los días desde mi jardín, que bajaba hasta el canal y me divertía pensando que estaría contando cosas extraordinarias a la niña, porque lo conocía al viejo de sus clases de teología lógica en la Universidad. Y había sido también quien me enseñara a leer, no a leer las cosas para chiquilines, sino a entender los problemas que ahora abordaba como matemático.
El viejo y la niña viajaban todos los días cuando la hora mejor dibujaba los contornos de las hojas en los árboles y daba más brillo a las azucenas en verano, los junquillos en primavera, los árboles con frutas en otoño.
Pero una tarde de verano, casi cuando el Sol estaba por desaparecer, vi el bote navegando casi al garete y me alarmé. Salté al mío y fui hasta ahí, para encontrar al viejo tomando aire y sumergiéndose con afán en las aguas oscuras del canal.
La niña rubia, contó él después a la policía, viendo que los espejos no podían ser atravesados, pero notando que el agua del canal era un espejo, se arrojó luego de explicar al viejo que lo haría pero sin darle tiempo a reaccionar. En el cadáver que encontraron dos días después. Extrañamente, la niña sostenía un reloj de cadena que nadie en la ciudad reconoció como suyo. Alicia, se llamaba, creo, esa niña.

martes, 13 de octubre de 2009

La última cena - Leandro Javier Oyola


Hay un sentido filosófico en mi triste frase, el que no repetiré porque ya lo he olvidado: todo hombre en algún momento desea ser feliz. Los más ambiciosos no se conforman con la felicidad personal: quieren hacer felices a los demás. Y algunos lo intentan. Explicaré mi caso.
Una noche, luego del restaurante, observé a Triny como se mecía bajo la lluvia, sobre el césped que brillaba solitario bajo las luces del Parque Centenario. La luna llena había quedado disminuida ante ese paraíso artificial creado por el neón. Entonces capté el sentido. La lluvia devenía, y ese devenir de diminutas gotas que cuando pasaba por el haz concéntrico de las luces parecía entrar en otra dimensión fue, para mí, en ese instante autoaniquilado, la metáfora más fuerte del olvido.
Yo estaba sentado y Triny se mecía.
La lluvia, que se repetía contra el reflejo del neón me hizo pensar en la forma de vida no-histórica que propugnaba Nietzsche.
Al rato, cuando llegamos al departamento busqué en la biblioteca Las Consideraciones Intempestivas y transcribí en mi cuaderno:

“Tanto las grandes dichas como las pequeñas, son siempre creadas por una cosa: el poder de olvidar. El que no sabe dormirse en el dintel del momento, olvidando todo el pasado; el que no sabe erguirse como el genio de la victoria, sin vértigo y sin miedo, no sabrá nunca lo que es la felicidad y, lo que es peor, no hará nunca nada que pueda hacer felices a los demás”.

Subrayé: Dormirse para siempre en el dintel del momento, olvidando todo el pasado.
Sentí cierta convicción épica.
Ahora sigo leyendo Las consideraciones.
Luego recorto un nuevo párrafo:

“Imaginemos el ejemplo más completo: un hombre que estuviera absolutamente desprovisto de la facultad de olvidar y que estuviera condenado a ver en todas las cosas el devenir, tal hombre no creería ni en su propio ser, no creería en si mismo. Vería todas las cosas agitándose en una serie de puntos movedizos, se perdería en este mal del devenir”.

Interpreté. El Señor Nietzche, a esa inacción la llama el poder de olvidar. Para él, sentir esos “puntos movedizos” era sin dudas una enfermedad: el mal del devenir.

Sigo copiando:

“Un hombre que pretendiera no sentir más que de una manera puramente histórica se parecería a alguien a quien se obligase a no dormir, o bien a un animal que se viese condenado a rumiar siempre los mismos alimentos. Es posible, pues, vivir casi sin recuerdos, y hasta vivir feliz, a semejanza del animal; pero es absolutamente imposible vivir sin olvidar. Toda acción exige el olvido, como todo organismo tiene necesidad, no sólo de la luz, sino también de la oscuridad”.

De manera súbita, en mi mundo, olvidar era posible. Olvidar era matar. Y como si un ser anónimo me hubiera indicado qué pensar brotó esta frase de mi cerebro: no hay que olvidar si no se conjuga antes esa inacción con la venganza de la sangre.
Luego de realizar esas anotaciones sentí que debía olvidar a Triny. Para siempre. Consideré que esa sería una forma matemática de conseguir la felicidad, aunque no me conformaba con ser feliz sin compartir ese estado tan personal de mi espíritu. También quería que ella fuera dichosa.
Desarrollé durante algunos minutos mi argumentación; ella me miraba incrédula, cité a Nietzsche para reforzar mi pensamiento. Para demostrarle que yo estaba encausado en “una lógica”. Pero luego de explicarle mi revelación se enfureció. Me sentí causa de su ira. Al rato huyó despavorida de mi departamento.
Fui feliz, en el sentido alemán del término.
Concluí: Una mujer se niega a ser olvidada y Triny no era la excepción al “mal del devenir”. Por eso prefirió el insomnio, el sentido histórico. Nunca más la vi. Fue mi última cena con ella. Al otro día viajé a Viedma, en donde seguí recopilando datos sueltos de la historia de mis ancestros.
A esa altura de mi peripecia yo ya estaba al tanto de que toda historia está provista de la facultad de ser olvidada.

Alicia en el camino del fin del mundo - José Luis Vasconcelos


El paisaje es gris; un camino largo que parece llevar al fin del mundo. La joven rubia avanza sobre una bicicleta. De su cabeza caen recuerdos, algunos innecesarios. Los recuerdos, al caer, estallan como huevos sobre la sartén. La chica es Alicia. Voltea y se despide con una sonrisa de los fragmentos de pasado que chisporrotean sobre el pavimento. Se detiene. Baja de la bicicleta y la acomoda sobre un pedazo de presente. Luego se aproxima para ver cómo hierven esos despojos de tiempo.
Mira con detenimiento, una tranquilidad dibuja la sonrisa en su rostro. Sus cabellos sostienen el cielo para que las langostas de rizos azules tengan un sitio para crecer. De sus ojos brotan naipes que se hunden en las costillas de los arbustos. Un conejo locuaz la saluda desde un ramo de nubes.
Alicia regresa al lugar donde dejó la bicicleta y sube a ella. Continúa su marcha por ese camino tan largo que parece conducir al fin del mundo.
Ahora todo queda en silencio como si el mundo fuera un ajo.
El felino despierta. Ve el cuerpo de una joven sobre el sofá; más allá la cabeza con los ojos muy abiertos y azules; los cabellos rubios son ríos de lava amarilla sobre la isla rojiza, brillante. El Gato de Yorkshire ronronea y desaparece; luego se materializa, se acomoda sobre la ventana y continúa soñando.

Tomado de: http://rojanota.blogspot.com/

Saltar – Alex Jamieson


Vio que el tren se acercaba y saltó a las vías. Siempre había tenido miedo de que alguien la empujara adrede o de caerse involuntariamente. O voluntariamente. Ese día se había levantado especialmente enérgica y escéptica al mismo tiempo pero con ganas de experimentar sensaciones nuevas. Le daba miedo pensar que un día tendría el temple de dar ese salto que tanto la atraía. Cuando viajaba en tren, le molestaba detenerse durante horas sólo algunas estaciones después de haber subido porque alguien había logrado lo que ella no. ¿Cómo lo habría hecho? ¿Tomando impulso y carrera? ¿Blandamente, desmoronándose por el borde? Como si nada, un saltito de nada. Ver que viene el tren y saltar. Dura un segundo y está en el foso rodeada de papeles, botellas plásticas, metal. Llega a ver también el asombro de dos pasajeros cuando deja apoyados el bolso del gimnasio y la cartera en el andén, como si fuera a volver pronto para buscarlos. Vio que el tren se acercaba.

domingo, 11 de octubre de 2009

El cubo – Sergio Gaut vel Hartman


Estoy prisionero. La habitación, un cubo perfecto, está sumida en la más profunda oscuridad. No recuerdo cómo llegué hasta este lugar y nada sé de mis captores. Lo único evidente es que el cubo no tiene paredes, ni techo ni piso; sólo hay puertas, treinta y seis puertas en cada cara del cubo. Doscientas dieciséis puertas y una llave. Una de las doscientas dieciséis puertas puede (debe) ser abierta por esa llave, pero no tengo la menor idea de cuál de ellas, y tampoco sé qué ocurrirá cuando la abra. ¿Caeré al vacío y flotaré para siempre en el espacio? ¿Iré a parar a otro cubo idéntico? ¿Desembocaré en un pasillo que lleva a la salida? Hace horas (digo "horas" por usar una unidad de tiempo convencional; no sé cuánto hace que estoy en esta habitación) que reflexiono, tomo una decisión, la descarto y vuelvo a empezar. Tal vez la llave sea una burla cruel y sirva para abrir cualquier puerta pero, al mismo tiempo, es posible que cualquier puerta sea mi perdición, una trampa mortal. Uso el cerebro para imaginar una salida alternativa y se me ocurre algo que podría resultar fructífero: no usaré la llave. Pienso que, una vez más, voy a la casa de Margarita, la mujer que me cerró la puerta en las narices. Fui cientos de veces (doscientas quince veces), a la casa de Margarita y todas esas veces besé la cerradura. O sea que esto es una metáfora, me digo. O sea que cualquiera de estas puertas es la número doscientos dieciséis. Bien: asumo el riesgo. Arrojo la llave por encima de mi hombro y acerco los nudillos a la madera, dispuesto a besar la cerradura una vez más. Cierro los ojos, pero antes de que el golpe se haga efectivo, la puerta se abre chirriando, y antes de que me atreva a abrirlos, los labios de Margarita se posan en los míos.

Generaciones - Javier López


En casa hay problemas por falta de entendimiento. Mis hijos y yo somos de generaciones diferentes. Quizás, para que se entienda bien, he de explicar el origen de cada uno de nosotros.
A mí me generaron por arte de magia. Mi padre era ilusionista, y echó a mi madre unos polvos mágicos, de los cuáles nací. Eso me contaron.
Nuestro hijo fue generado digitalmente. Por eso, desde pequeño, ha vivido aislado entre videoconsolas, pecés y teléfonos móviles. Tantos elementos de comunicación, y sin embargo con la familia no habla nunca.
Y mi hija nació por generación espontánea. Al menos eso dice mi mujer, pues ella no estaba embarazada cuando fui a Ruanda en misión humanitaria, para alimentar a unos chiquillos famélicos con viejos conejos sacados de la chistera de mi padre. Y cuando volví me encontré con el regalo metido en una cuna.
La comunicación en casa es mala. Porque, para colmo, mi mujer es coreana, y todavía no ha aprendido a decir ni una palabra en nuestra lengua. Más bien, yo diría que no la aprenderá nunca. Afortunadamente es pequeña y no ocupa mucho espacio. Pero por lo demás, todo son inconvenientes. Es incapaz de mediar en el conflicto entre nuestros hijos y yo.
Hoy nuestra falta de entendimiento parece haber llegado a un punto sin retorno. Estábamos en la mesa y le pedí a mi hijo que me acercara la sal:
—01000100 —respondió binariamente, haciendo caso omiso y sin mirarme a la cara.
—Mitosis, meiosis, gónadas —intervino mi hija, tan espontánea como siempre.
—Ming —apostilló mi mujer, sin que yo entendiera nada.
—Abracadabra —sentencié, y salí dando un portazo del comedor.
Ya no tengo dudas. En casa existe un grave problema generacional. Mi familia y yo jamás podremos entendernos.

Travesti – Héctor Ranea


Notamos que algo andaba bastante mal ni bien bajamos del tren. Yo esperaba que mi mujer volviera de comprar agua, pues teníamos sed, cuando vi a ese hombrón vestido de mujer, con peluca de muñeco de plástico desarmable, pelos por todos lados, piernas, sobacos, barba de dos días, anteojos modelo 1958 y falda transparente con visillo.
Eso no fue nada.
La máquina que expendía el agua, según comentó azorada mi mujer, comenzó a pasar un tango, cosa que en medio del Friuli era a todas luces una descomunal falta de criterio. Mientras esto me contaba, el perro lazarillo empezó a bailar el tango con su dueño, con tacos altos y todo y la moneda fue devuelta, claro, pero sin habernos dado el agua.
Si todo hubiera terminado ahí vaya y pase, pero no; era evidente que los graznidos de cuervo provenían de unos pájaros iguales a palomas desde lejos y que el guarda del tren regalaba a los niños globos inflados dándole forma de perros y salamines.
Nos fuimos del pueblo en el primer tren que partía hacia nuestro destino y nos llevamos una congoja con nosotros que sólo se resolvió cuando vimos la ciudad desde lo alto, entendiendo que habíamos sido abducidos por un globo aerostático travestido. Por cierto, teníamos mucha, mucha sed. Eso sí, nos devolvieron el importe del pasaje y llegamos antes de lo previsto.

viernes, 9 de octubre de 2009

Mudanza - Joaquín Torres


Apenas puedo soportar ya a mis vecinos. El de la izquierda, un muchacho joven y altanero, suele cometer los excesos propios de la gente de su edad. A menudo, dejándose llevar por su vena más contestaria, blasfema a voz en grito y dedica feroces insultos a quienes cometen la torpeza de prestarle atención. El hombre y la mujer de la derecha, por su parte, pasan las jornadas enzarzados en discusiones interminables, cuestionando primero la idea de estar juntos, reconciliándose después y volviendo a reñir al poco rato. En ocasiones, cuando creo que sus mutuos reproches están a punto de colmar mi paciencia, golpeo la estrecha pared que nos separa, pero rara vez se dan por aludidos y guardan silencio. Lo peor de todo es que con el habitual jaleo las visitas nunca desean permanecer demasiado tiempo a mi lado. Afortunadamente, la situación está a punto de cambiar. Pronto la tranquilidad y el sosiego volverán a presidir mi descanso. El crudo invierno ha dañado de forma irreparable mi morada y en pocos días tendrán que trasladarme a una nueva ubicación, lejos de aquí, en el extremo opuesto del cementerio.

Miedo - Jorge Ariel Madrazo


Era el fin. La hora cúspide de la semana más cruel de su vida.
Fulminado por el virus desconocido.
Tras horadarlo como vitriolo, la fiebre era reina y señora de sus facultades. Los temblores agitaban el cuerpito consumido, empapado en sus miasmas. Por ruego suyo lo rodeaban sus últimas amantes: Eulalia le administraba esos tecitos de arándano, Silvia le ponía las ventosas del doctor Fucus, Lucía corría con la parte más complicada: hacerle ingerir, por un embudo, la pizza a la calabresa pasada por un rayador. Ah, y el anís Chinchón, infaltable. De a cucharadas, claro.
Temblaba como un pollito, gritaba de miedo. Oprimía las mano de alguna de sus bellas cuando la Implacable se agigantaba llenando de sombras la habitación. La ronda de esqueletos danzaba en la pared, Una Forma Blanca lo espiaba desde los pies de la cama: “Basta de farra, andá abriendo la boca que debo extraerte el alma”.
Todo muy bizarro, ya se ve.
Lo más terrible no fue nada de eso. Lo terrible fue cuando el amigo, el pánfilo de la barra, interrumpió su agonía con la peor noticia imaginable:
—Perdoná, Negro, pero llegó la factura del gas.

Almuerzo - Olga Liliana Reinoso


Olegario ha sido trasplantado a ese sepulcro ventoso por una mujer a la que nunca quiso. Él, porteño de ley, tanguero de tiempo completo, cayó en esta prisión de mentes provincianas.
Sin embargo, sus hijos son un buen motivo para paliar la soledad, que en esas honduras muerde mucho más.
Pero esa mujer lo saca de quicio.
Muchas veces tiene ganas de ahorcarla. Sobre todo cuando llega cargado del supermercado y se encuentra con que ella y los chicos ya comieron: “No te íbamos a esperar, si nunca sabemos lo que vas a hacer.”
La sangre le sube colérica a Olegario. Se le van las manos. Entonces, entra en la cocina y hace un bife a la plancha. Lo come con bronca, masticándola a ella, para que de una vez por todas desaparezca y se vaya por el inodoro, rumbo a las cloacas, hacia “el nunca más.”

Sobre la autora: Olga Liliana Reinoso

Un abrigo - José Luis Vasconcelos


El taxi avanza con paso de bestia recién alimentada. Más atrás, un convertible rojo se aproxima. El auto de alquiler entra a una callejuela. El otro vehículo sigue en línea recta y dobla a la izquierda dos calles más adelante; luego se detiene. Alguien abre la portezuela del convertible y lanza sobre el pavimento el cuerpo desmadejado de una mujer pelirroja envuelta en un abrigo.
Cuando el taxi sale de la callejuela, gira hacia la derecha; luego continúa dos cuadras y tuerce a la izquierda. Una hembra de cabellos colorados y muy abrigada hace una señal para que se detenga.
Calles adelante el conductor observa por el espejo retrovisor. No hay nadie en el asiento trasero, excepto la prenda que cubría a su pasajera.
El ruletero que levantó a la pelirroja tiembla de terror en el psiquiátrico.
Un amante llora. Recuerda cómo enterró una y otra vez el puñal holandés en el cráneo de su pareja infiel. Sonríe tristemente porque su orgullo fue lavado con sangre.
La del cabello rojo dibuja su propia muerte frente al espejo. Después se vuelve tigre y roe sueños en el interior de una jaula húmeda y fría.
Días después llaman a la puerta de la casa del amante asesino. Un mensajero de rostro cadavérico le entrega en propia mano el abrigo atigrado, recién salido de la tintorería.
La hoja amarillenta donde leí esa vieja historia rueda ahora por la calle, busca la protección de un poste.

Tomado de: http://rojanota.blogspot.com/

lunes, 5 de octubre de 2009

Sueños - Milenko Zupanovic



—Despierta, querido, ¡Es sólo una pesadilla! —le decía su esposa.
—¡Oh, el mismo sueño todas las noches! —contestó Mario.
Al día siguiente fue al psiquiatra.
—Por favor, doctor, ayúdeme.
—Por supuesto —le respondió el psiquiatra—; tome estos comprimidos.
—Gracias. Tengo ese sueño, pero mi padre está bien, usted lo sabe. Soñé que lo mataba… —dijo Mario— …cuando yo era pequeño, mi padre mató a mi madre. Adiós, doctor.
Cuando terminó la terapia, fue a buscar su padre… y lo mató.
—Hijo, despierta, tienes esa pesadilla —le decía la madre a Mario.
—¡Oh, mami!, ¿Dónde está papá?
—Pronto llegará —le contestó su madre.
Mientras su madre limpiaba la casa, Mario jugaba con una pelota. En un pequeño ángulo de la vivienda el chico encontró el revólver del padre y se puso a jugar con el arma. Desafortunadamente, con ese revólver, mató a su madre.
—Mami, mami, despiértate, por favor —decía Mario. Pero su madre estaba muerta.
—Despiértate, hijo, siempre las mismas pesadillas —le estaba diciendo la madre a Mario.
—Oh, mamá, ¡Estás viva!
En ese momento su padre entró a la casa y mató a su esposa.
—Mami, mami, despierta —decía Mario.
Pero su madre estaba muerta.

Traducción del inglés: María del Pilar Jorge

sábado, 3 de octubre de 2009

Nueva defenestración - Héctor Ranea



El Primer Recontramaestre Territorial de la Comuna de Vrasmanostiie tembló al ver el sello imperial en la nota que llegaba de Ganso Mesto. El disco de lacre pesaba sus buenas cuatrocientas pezuñas y era difícil de creer que no hubiera aplastado al rollo de panza de cabrito en el que venía, con extraordinaria caligrafía, el pedido al Munster Bragador Real de Vrasmanostiie.
Mientras lo abría con reverencia y parsimonia para que así lo viera el mensajero senescal oficial de primera categoría, el Caballero Sigisislán de Ortocuadro, Segundo Comisario Postal Regional del Marquesado del Bueyatroz, el Recontramaestre sudaba (justo hoy que no estaba el Maestre Boi Loon de Kalamaria, le toca a él recibir este Documento Imperial) pues nunca nadie había llegado tan lejos como para peticionar a los H de Prag Morave Zad Dovoles. Y él no tenía aún idea de cuál podría ser, esta vez, tan única, la orden del Imperio.
A medida que desplegaba el cuero en el que estaba escrito el expediente y veía las firmas que se iban apilando en las diversas etapas de suscripción del mismo, su incredulidad se veía devastada por la evidencia abrumadora de que en las ocasiones que le tocaron vivir eventos al menos lejanamente emparentados con éste, nunca antes había visto tales firmas. Debería contrastarlas con las que el Escribano Superior Real conservaba en el Sancta Sanctorum de la Dieta Regional pero, más allá de las formalidades exquisitas, todo parecía tal como correspondía que fuese a un mensaje de Su Majestad Poderosísima. Desde el Sello Monumental y Serenísimo al pergamino que parecía de nieve de tan blanco hasta la caligrafía augusta, todo daba la sensación de ser perfectamente legítimo y sólo para guardar la pompa burocrática, se aseguraría de cotejar cada renglón con lo marcado por la Etiqueta Judicial Externa.
Alguna señal de cuál era el contenido del expediente la tuvo al encontrar en la maraña de rúbricas la del Brillantísimo Vicecanciller, condestable de la Marina Real y Alto Consejero Distrital, Juez Real de Ganado Mal Dirigido y Orco General de Asuntos Reglamentarios y de Casación.
Su sudoración se hizo viscosa y amarillenta, por no decir también maloliente, pues comprendió que finalmente el pretendiente había conseguido más de cien firmas que avalaban su propuesta.
Ese empeño de más de veinte años de autos, expedientes, capítulos de constataciones y peritajes de diversa laña y sayos, constataciones episcopales, bulas catastrales,, exposiciones a ordalías y confinamientos documentarios en arcones imposibles, estaba tocando a su fin y con ese rollo de pergamino el pretendiente podría estar siendo absuelto.
En efecto, al mirar el manuscrito completo, para lo cual debió poner el rectángulo sujeto por sus vértices con sacos de arena a tal fin, comprendió que se le daba la razón al caballero K (nombrado recientemente como tal por otra Bula Correctiva del Despacho Genuino de Su Majestad Principesca de Blavonia, adosada al expediente que tenía en sus manos el Recontramaestre y en la que se le otorgaban insólitos derechos desde su nacimiento).
En la forma de la Bula se aconsejaba al portador del estandarte submayor, el mensajero que había traído la palabra y Correo Secreto del Venerable Juez que ejecutara inmediatamente al Recontramaestre ahí presente, para eliminar el estamento que había sido creado para ejecutar a K.
Así, veinte años después de haber sido asesinado con dinamita por los esbirros emanados de la Bula, otra le otorgaba al Sr. K los honores a la par que, en reconocimiento del error administrativo, se lo resarcía con la ejecución de quien enviara la orden de ejecución.
El Proceso de K debía, sin embargo, continuar hasta la determinación sin sombra de dudas de su culpabilidad y el grado de participación en los hechos en autos, con pruebas y evidencias sustanciales y no meramente circunstanciales.
La orden se ejecutó ni bien el Recontramaestre terminó de leer el manuscrito. Como era costumbre, se lo ejecutó arrojándolo desde la última ventana y, como también era costumbre, él cayó hasta los cincuentitres árboles de profundidad y se fue a su casa llorando la miseria que de ahora en más lo esperaba. Algunos considerarán milagro el haberse salvado pero ya se sabe cómo son las costumbres de la burocracia. Si en los papeles dice que no morirá, no morirá.