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martes, 4 de agosto de 2009

La existencia del alma en el Caio - Hernán Casciari


08 DE ENERO DE 2004

El Zacarías y yo tomamos mate. Siempre. A cualquier hora. Las veces que estuvimos a punto de separarnos, las veces que llegó un hijo nuevo a casa, cuando lo echaron del trabajo, cuando Argentina salió campeón del mundo, cuando se cayeron las torres gemelas. Cuando murió mamá... Entre el Zacarías y yo hubo días sin besos a la mañana, semanas sin dirigirnos la palabra, meses enteros sin juntar los pelos, años larguísimos sin un peso en el bolsillo. Pero no hubo nunca en nuestro matrimonio un solo día sin que él o yo nos sentáramos en silencio a tomar mate.
El mate no es una bebida, corazones de otro barrio. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse. El mate es exactamente lo contrario que la televisión. Te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás sola. Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es “hola” y la segunda “¿unos mates?”.
Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan. Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara. Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos. Los buenos y los hijos de puta.
Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. El Caio empezó a pedir a los cinco. La Sofi a los nueve. El Nacho a los tres. Se lo das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón.
Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza:
—¿Dulce o amargo?
El otro responde:
—Como tomes vos.
Yo les escribo siempre a ustedes con el mate al lado del teclado. Los teclados de Argentina y Uruguay tienen las letras llenas de yerba. La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre. Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie. Ni a la vieja Monforte.
Escribo esto por algo. Hoy llegamos todos de la calle y el Caio estaba tomando mate solo. Nunca antes había tomado mate solo. Siempre con el Chileno Calesita, o con la hermana, o con nosotros. Solo jamás.
Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular. Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es porque ha descubierto que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera.
El Caio no sabe qué carajo le pasa. No va a recordar este día. Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solos. Pero debe haber sido un día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones. Yo no me acuerdo de mi día. Zacarías tampoco. Nadie se acuerda. Pero hoy el Caio empezó a tomar mate solo. Hoy, 8 de enero del 2004, a la madrugada. Su padre y yo, escondidos en el pasillo, empezamos a mirarlo con respeto.

Tomado de "Diario de una Mujer Gorda"