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martes, 13 de diciembre de 2011

Hermano – Beto Mansilla


Lo reconocí inmediatamente: era el pendejo. Tenía la hoja de trébol tatuada sobre el omóplato derecho. El cuerpo estaba enredado en las algas que llenaban el río en el remanso. Le habían cortado la cabeza y las manos, pero yo vi ese trébol muy de cerca, mientras me lo estaba cogiendo, en la casa del Turco. El hijo de puta (el Turco, digo), me contó que se lo había traído de un viaje al interior. Nadie se había enterado de que el pendejo se escapaba con él. Y ahora lo tenía allí, metido en esa pieza todo el tiempo, con las ventanas cerradas y el televisor encendido las veinticuatro horas. Lo vendía por cincuenta mangos el polvo. A mí el pibe me pareció medio retardado. No hablaba, no se quejaba, no se reía. Cuando entré en la pieza estaba mirando CSI Miami. Se sentó en la cama y me le paré enfrente. Me bajó el cierre del pantalón, me la chupaba mientras se inclinaba hacia un costado para seguir viendo la tele. Me hizo girar un poco, para despejarle el campo de visión. Era como si su mente no estuviera ahí. Me parece que un robot la hubiera mamado mejor. Después se puso boca abajo y se separó los cachetes con las manos, para dejarme el campo libre. Ni un quejido cuando se la puse. Estaba como hipnotizado con la serie. Cuando terminé, se sentó con la espalda apoyada contra la pared. Ni me dijo buenas tardes. Cuando salí de la habitación el Turco le puso llave.
—No quiero que se me escape —me dijo—, se lo tengo prometido al juez Gancedo.
—¿Al juez?
—Y sí. Su Señoría tiene sus preferencias. Me pidió un pendejo de no más de quince. Cuando lo vi en Loncopué me dí cuenta de era el indicado. ¿Viste qué carita tan dulce? Parece un angelito. Tuve que explicarle algunas cositas, porque el boludo ni siquiera había tenido una garcha en la boca.
—Pero ese pibe está casi catatónico.
—Mirá, estará catast.. castat… será como vos decís, pero yo se lo entrego al juez y que haga lo que quiera. Eso sí, primero se pone con una buena guita, y le dice al comisario Carranza que no me joda, que me deje trabajar tranquilo. Vos sabés que yo tenía ya el negocio de las minitas. Ahora voy a extenderme al mercado de los pendejos. Hay unos cuantos interesados, y en muy buenas ubicaciones.
—¿Pero no es muy peligroso este negocio?
—Únicamente si alguien abre la boca. Entonces estaríamos en peligro el que hable y yo. Así que vos no sabés nada. ¿OK?
—Quedate tranquilo.
Pero a la semana apareció el cuerpo en el río. El del pendejo, digo, porque el del Turco tardó más en aparecer. Y ahora me dí cuenta de que me están vigilando. Me siguen a todas partes. Me parece que el hijo de puta del Turco cantó antes de morir. Te juro que hace días que no duermo. Por eso te llamé: para contarte todo esto, por si me pasa algo.
—¿Y qué voy a hacer si te pasa algo? ¿Voy a la cana? ¿Hablo con Carranza? ¿O mejor le cuento todo al juez Gancedo?
—Pero vos podés publicarlo en el diario.
—¿Con qué pruebas? ¿Sabés cuánto voy a durar vivo si publico algo? Mirá, yo lo lamento mucho, pero no puedo hacer nada. Aunque quisiera.
—¿Cómo “aunque quisiera”? ¿No querés?
—Carranza me vino a ver. Me dejó esta pistola, por si te aparecías. Me dijo que no voy a tener ningún problema. Que la cana se ocupa de todo, y el juez está con nosotros. ¡Qué cagada que estuvieras en el río justo cuando encontraron el cuerpo! ¡Y encima el pendejo de mierda tenía un tatuaje en la espalda! Lo siento mucho Oscarcito.
—Hermano… ¿qué me hacés?
—Hermano las pelotas.

viernes, 23 de abril de 2010

El Loco Serenata - Beto Mansilla


No se me ocurre qué edad tendría. Seguramente no era demasiado viejo. Sin embargo, la barba y el pelo desgreñado le daban un aspecto de persona mayor. Se paseaba por el andén de la vieja estación con un libro bajo el brazo, y sus ojos oscuros brillaban cuando se oía a lo lejos el silbato de un tren. A veces canturreaba, sentado en el suelo, con los pies colgando sobre las vías. No sabíamos de dónde había salido. Apareció un día, y ya no se marchó. El Loco Serenata, lo bautizamos los adolescentes del pueblo. A veces nos sentábamos a su alrededor. En esas ocasiones, él nos lanzaba miradas de soslayo, como si fueran relámpagos que iluminaran su rostro.
Un día, el Gordo Bortolini, el peor de la división, dijo que tenía algo importante para mostrarnos, y que tenía que ver con Serenata. Fuimos en grupos de dos o tres. Nos acercábamos y formábamos un círculo en torno al loquito, que nos miraba de reojo, pero no se movía del lugar.
Cuando estuvimos todos, el Gordo buscó dentro del bolsillo del pantalón y sacó una caja de fósforos. Serenata se levantó bruscamente, mirando con atención el objeto. Su cara se contrajo en una mueca de desagrado. Por primera vez lo oímos hablar: “No, no. Mal. Mal.” Y hacía un gesto negativo con la cabeza. El gordo se cagaba de risa, y hacía sonar los fósforos dentro de la caja. Las palabras se transformaron en gruñidos de animal. Bortolini entonces sacó un fósforo e hizo ademán de encenderlo. El otro empezó a gritar agarrándose la cabeza y haciéndose un bollo sobre el piso. Le gritábamos al gordo que se detuviera, pero el imbécil parecía poseído: se reía cada vez más fuerte y encendió un fósforo y lo arrojó al centro. El loquito emitió un alarido que nos dejó helados.
Entonces llegó el guarda del andén y nos ordenó que nos desconcentráramos. Se acercó a Serenata y le pasó un brazo por los hombros, mientras lo calmaba con palabras suaves, como se habla con un niño aterrorizado. Lo llevó muy despacio hasta su despacho, al fondo de la estación. Nosotros espiábamos por la ventana. Sentó al loquito en un sillón, y sacó algo del armario. Era una simple caja de zapatos. Adentro habían unos pocos objetos medio quemados: un sonajero, un rosario, y otro libro algo chamuscado. Serenata se calmó de inmediato, y comenzó a acariciarlos mientras canturreaba suavemente. Entonces, para algunos de nosotros, todo se aclaró de golpe. Recordamos un viejo cuento con el que nuestros padres nos querían imponer respeto al fuego. La historia de una familia que vivía en una casilla de madera, en las afueras del pueblo. Se incendió una noche de invierno y todos murieron, excepto el mayor de los niños, que después se supo que había estado jugando con los fósforos. Lo único que habían podido salvar era el sonajero del bebé, el rosario de la madre y dos libros del padre.