domingo, 28 de noviembre de 2010

Una costumbre execrable – Gustavo Valitutti


La comisaría de Costa Hermosa era una vieja casona de estilo morisco que había sido reformada según el pésimo gusto de algún comisario. Tenía solo dos ventanas que daban al frente y una puerta de madera con aspecto apolillado y siempre abierta. Esas eran las únicas aberturas por las que entraba luz, el resto del edificio permanecía casi siempre en penumbras.
Alejandro entró y se dirigió al mostrador para hacer la primera denuncia de la mañana. Se había decidido y esperaba que le creyeran, si no era así no perdía nada. Lo tomarían por loco y nada más.
Sabía qué tenía que decir para que le prestaran atención: “—Hola, me llamó bla, bla y sé que pasó con el policía que desapareció”. Él podía decirlo, pero que le creyeran era un asunto muy diferente.
El resultado fue que lo llevaron a una habitación casi en el centro del edificio y lo sentaron en una silla frente al suboficial García, un tipo de unos cuarenta y cinco años con la cabeza más calva que había visto en su vida y dos cejas tan increíblemente tupidas que parecían los bigotes de Groucho Marx paseándose por la cáscara de un enorme huevo.
—Bueno querido—dijo García con desgano— lo escucho.
—Ya soy viejo, bueno, viejo para algunas cosas y no tanto para otras, pero cuando se pasan los ochenta años, siempre se es viejo para algunas cosas. Yo me siento muy viejo para mentir— le dijo a García que era suboficial de la policía federal hacía más de veinte años y como era lógico estaba harto de su trabajo.
—Entonces dígame la verdad que con eso va a ser suficiente.—contestó García.
—Claro, la verdad, pero tenga en cuenta que la verdad a veces es difícil de aceptar.
—Probemos—dijo García sin ganas y sin esperar nada de la charla con ese viejo que ya le parecía un loco.
—Hace veinte años la casa de la esquina de la San Martín al quinientos ya estaba abandonada por lo menos desde hacía diez. En ese entonces una pareja de adolescentes desapareció y el único testigo fue un muchacho que vendía diarios entre los autos que pasan. No era un candidato a mentir, porque bueno, la verdad no es muy inteligente y su tío que es el dueño del puesto de diarios lo tiene trabajando con él aún hoy— dijo Alejandro asintiendo con la cabeza.
—Usted dijo que sabe lo que el pasó a Bonetti, un suboficial que trabajaba aquí desde hacía dos semanas.¿Sabe o no sabe abuelo?—preguntó García tajante con la seguridad que estaba frente a un loco sin remedio.
Alejandro entendió que si quería hacer su denuncia iba a tener que ser expeditivo porque nadie allí estaba de humor para rodeos, ni siquiera rodeos esclarecedores.
—La policía buscó en la casa y no había nada. Dos semanas después un chico que siempre rondaba por el barrio entre borracho y drogado desapareció y el muchacho de los diarios volvió a contar la misma historia, pero lo retaron como un nene y lo humillaron, fue por esa razón que cuando desapareció la tercera víctima y el chico repitió su historia nadie se molestó siquiera en revisar la casa y el chico ni siquiera contó los detalles importantes de lo que había visto.
García se había inclinado sobre la mesa y apoyando la barbilla en su puño izquierdo miraba a Alejandro severamente.
—La casa todavía está en pié, pero sufrió un incendio accidental durante una navidad y ya no habrá novedades ahí —Alejandro miró alrededor como buscando algo y continuó— Esa casa era estilo morisco como esta, ¿me entiende?— preguntó seguro de que no iba a entender.
—No querido, la verdad no le entiendo nada—confesó García.
—Fue la casa, el muchacho de los diarios me lo contó todo y no cabe duda de que fue la casa.
—¿Por qué lo dice?—preguntó García casi sin pensar, porque si lo hubiera pensado habría echado a ese viejo a patadas.
—La casa tenía la misma costumbre repugnante que los que la construyeron. Después de comer a esa pareja de adolescentes la asquerosa eructó como por cinco minutos.
Alejandro fue acompañado hasta la puerta casi en andas y se alejó decepcionado, pero pensó que ya no podía hacer nada. A la mañana siguiente los vahos provenientes de la comisaría apestaron todo el barrio dejando nauseosos a todos los vecinos que se acercaron para ver qué pasaba. En la comisaría nadie sabía qué había sido de García.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/gustavo-valitutti.html

El viejo bosque de Teutoburg - Daniel Frini


Para mí la vida nunca ha sido fácil. Mi padre abandonó la casa de mi infancia cuando yo tenía unos cuatro años y nunca más supe de él. Mamá decía que había sido un valiente soldado y que, cumpliendo su deber, murió en una de las tantas guerras del rey; pero yo estuve convencida, siempre, que mi padre fue un borrachín pendenciero que dejó a mi madre por alguna mujer más joven y acabó sus días en alguna pelea insignificante, en una taberna olvidada. Mamá, después, se dedicó a recibir hombres en una habitación sucia de nuestra casa, a cambio de algún pobre mendrugo con el que alimentar a sus ocho hijos. Me fui de esa casa a los doce años. En mi juventud fui violada varias veces y golpeada. Con razón me acusaron de ladrona y me encarcelaron. Me expulsaron de Bückeburg, Hameln y Lippstadt por ejercicio de la prostitución y de Detmold cuando el bürgermeister decidió deshacerse de los pordioseros. A los dieciocho años conocí a un campesino de la comarca de Warendorf, un buen hombre, con el que me casé, con la aprobación —y el derecho de pernada― del friedensrichter de Teige. No fueron buenos años. Vino la peste y debimos abandonar las tierras de cultivo de Weserbergland, cercanas al río Leine. Con mi hombre nos mudamos a los inmensos bosques de Teutoburger, pertenecientes al Señor de Münster, que murió sin dejar descendencia apenas dos años más tarde. En nuestra casa del bosque engendramos tres hijos que murieron sin haber superado, ninguno de ellos, los dos años. Luego murió mi esposo, en la profundidad del bosque, quizá atacado por lobos. De él sólo encontré algunos huesos y parte de su ropa de cuero. Desde entonces, hace ya tanto tiempo que he perdido la noción, he vivido sola aquí. Nunca he sido hermosa, pero el frío, la humedad y las inclemencias me quitaron los restos de belleza que pudieran haberme quedado. No recuerdo tiempos en los que cazadores y leñadores que se aventuran en el bosque no se burlasen de mi, azuzasen a sus perros en mi contra o tirasen piedras a la pobre casa. Varias veces los maldije, y me hice huraña a fuerza de intentar protegerme. Con el tiempo, me rodeó un aura siniestra y, de tanto en tanto, el viento trajo noticias acerca del miedo que yo infundía en los otros. He pasado mucha hambre, muchas veces. He perdido los dientes y casia diario me sangran las encías; estoy siempre fatigada y me he consumido hasta ser solo una sombra. El bosque siempre me proveyó leña para mantenerme caliente, aún en los peores inviernos; pero no siempre me dio comida. Le encanta torturarme llevándome al borde de la inanición y luego me entrega un conejo, un pato o una codorniz; para luego sumergirme otra vez en el dolor que me punza aquí en el estómago y obligarme a comer bayas y raíces. Rara vez me regala una pieza más grande (quizá un venado, un jabalí, una corzuela o hasta un lobo). En ocasiones me obligó a matar a uno de mis perros, pero nunca en los años que llevo bajo estos árboles me había dado dos presas a la vez: un macho y una hembra, jóvenes aunque de tamaño pequeño, algo huesudos. Llegaron hasta cerca de la casa, angustiados y llorando, con el temor casi palpable en sus miradas, sus ropas raídas, tomados de la mano y temblando. Les ofrecí refugio, descanso, y los emborraché con honiglikör, que aprendí a destilar con miel silvestre. Degollé primero al varón, porque resultaba más fácil mantener a la niña viva y con miedo ―ella era la más débil—. Al niño lo guisé con patatas silvestres y sirvió de alimento por varios días para mí, mis perros y para su hermana. Luego la maté a ella y la cociné en el viejo horno que mi esposo hiciera con rocas. Antes de esto, la niña suplicaba y llegó a amenazarme diciendo que su hermano había dejado un rastro de migas de pan, que vendrían por ellos y que traerían soldados. Pobrecita. El bosque y yo somos uno. El se encarga de protegerme y, aunque fuera cierto lo del rastro, éste desapareció tragado por los árboles.
La niña estaba sabrosa. El varón no tanto.
Ahora pasaré hambre durante un tiempo, pero el viejo bosque de Teutoburg, al final, me dará de comer otra vez.

Daniel Frini

I - La llamada - Samanta Ortega Ramos


Un año atrás decidí hacer el llamado. No había estado frente a una situación tan mística desde mi última carta a los Reyes Magos. Llamar a la Cigüeña significaba, entre otras cosas, cortar de cuajo una adolescencia extendida desmedidamente.
Para ello, tuve que conseguir el Co.Ci. (Código Cigüeña), único e intransferible, que me habilitaría a realizar la petición y que no podría utilizar más de una vez.
Marqué el número y atendió una voz monocorde que lo solicitó inmediatamente. A continuación hizo algunas preguntas básicas como: edad, estado civil, método de anticoncepción hasta la fecha y poco más. Cuando terminó con el cuestionario, la voz enlatada me ordenó que dejara de tomar la píldora y empezara con el ácido fólico yodado. Después se despidió con un “fin de la llamada en curso, gracias y hasta la próxima”.
Indignada, marqué el número de atención al futuro padre, costándome, por lo menos, dos horas de darle a la tecla R.
Como la señorita que me atendió era de carne y hueso, aproveché: "Por favor, sea amable en decirme cuándo llegará mi bebé y si la Cigüeña lo traerá en persona. También necesito saber el sexo y si es posible, alguna información sobre su ADN".
La señorita, muy desinteresada, me respondió, mientras masticaba chicle, que no tenía la menor idea y me aconsejó, después de explotar un globo en mi oído, que me lo tomara con calma. "¿Y cómo hago eso?" "Pues, olvidándose." "¿Olvidándome?, pero ¿cómo voy a olvidarme si justo ahora me pongo a pensarlo?" "Peor para usted, señora (¿señora?), porque cuanto más pendiente esté más largo se le hará. Ah, y otra cosa que no sé si se lo habrán dicho: espere un mes antes de empezar con los rituales."
Como me quejé de los servicios recibidos, la muy desfachatada insinuó que, si no estaba contenta, podía cancelar la petición y escribir a París para encargarlo, "pero yo no se lo recomiendo, están de huelga".


Tomado del blog:http://unaembarazada.blogspot.com/

Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos

sábado, 27 de noviembre de 2010

Edén – Jack Dann


Homenaje a Damon Knight

El objeto golpeó en la represa Guyra apenas después de las 2:43 AM el lunes 6 de diciembre. Era una aguja del tamaño de un campo de fútbol que se sumergió tan sigilosamente en el agua como una moneda de canto.
La nave desapareció; sólo las tres barras espinudas de la unidad terraformadora perforaban las tranquilas aguas.
Si alguien hubiera puesto la cabeza en contacto con el piso podría haber oído un murmullo apagado. Tenía la resonancia de un lavaplatos fregando y fregando. Si se miraba cuidadosamente, y con la luz adecuada, se hubieran podido ver las puntas de la nave extraterrestre y las barras terraformadoras. La máquina extraterrestre trabajaba ronroneando bajo el agua. Alcanzaría el estado crítico en pocos días más.
El jueves 9 de diciembre, a las 5:15 PM, cinco buzos se sumergieron en el dique para probar que el objeto era parte de los restos de un satélite. Esos buzos jamás volvieron a la superficie.
Antes del anochecer del viernes, tanto la Agencia de Protección del Medio Ambiente, como el Centro de Operaciones de Emergencias y el Ejército habían circunscripto el área sustentando un perímetro adecuado. No le fue permitido a nadie entrar —o salir— de la zona de Guyra.
Aunque el COE insistía en que no existía peligro para los 2000 residentes del área, los puso en cuarentena.
Se usó un robot sumergible para inspeccionar dichas aguas esa misma tarde. Desapareció junto al bote; demasiada cercanía a la nave y sus agujas.
Para la medianoche, el tiempo se hizo súbitamente caluroso y húmedo y apenas bajo la superficie del agua, el vapor parecía hervir. Comenzó a crecer una jungla lluviosa a un ritmo realmente asombroso pero sus texturas y formas eran completamente extrañas a todo lo conocido. Guyra y el área alrededor de la represa estaba desarrollando un clima pegajoso, bochornoso, así como su propia flora y fauna. Esa contaminación se desparramó con rapidez.
—¡Oye, esta cosa tiene muy buen sabor! —dijo al notero de ABC destacado en el lugar, uno de los residentes, mientras comía algo que se asemejaba a una rosquilla verde. El árbol atrás de él estaba lleno de brotes similares—. Es una roquilla fenomenal, eso es lo que es —agregó. Y ésa fue la última transmisión de la ABC desde el lugar de los hechos.
Seis horas después, el Primer Ministro ordenó el ingreso del Ejército. Ninguno, hombre o mujer, volvió. Ni uno.
A todo esto, las Naciones Unidas resolvieron que debían involucrarse. Se enviaron aviones de vigilancia y ataque a sobrevolar el área… y desaparecieron. Los misiles que fueron disparados… desaparecieron. El área infectada cubría para ese entonces el ancho y largo de Nueva Gales del Sur.
Ni un hombre, mujer o niño fuera de dicha área supo la respuesta a lo que estaba sucediendo, hasta que fue demasiado tarde.
Sin embargo, un pianista y compositor que había acompañado al primer notero de la cadena ABC que desapareció, sí conoció la respuesta.
De alguna manera pudo llegar a la orilla del lago del dique… y ahí estaba cuando el casco brillante del artefacto alienígena surgió de las aguas y expelió pasarelas. Una enorme cucaracha de más de tres metros de altura, aparentemente la capitana, caminó hacia el compositor que, congelado por el pánico, se quedó en el lugar.
—¡Hola! —dijo la tremebunda cucaracha extraterrestre con voz tonante y ensordecedora.
—Hola —dijo el compositor.
—¿Le gustan estos cambios? —preguntó la cucaracha.
—¿Qué están creando acá? —dijo el compositor.
—Una ensalada.
—¿Qué?
—Sí; los verdes. ¿No le gustan las ensaladas?
El compositor apenas parpadeó ante la cucaracha que se balanceaba por encima de él. Le dijo:
—¿Vinieron hasta acá para hacer una ensalada?
—Así es. Somos civilizadas, después de todo. Siempre comemos una ensalada antes del plato principal.
Y así diciendo, la cucaracha arrancó una rosquilla verde del árbol, la masticó ruidosamente y aferró al compositor, tragándolo de un bocado.
—Amo los bípedos —eructó.

Nota: en diciembre de 1999 un meteorito cayó en la represa Guyra, Nueva Gales del Sur, Australia. La cadena Cadena ABC le pidió a Jack Dann que escribiera una historia comentando ese episodio. "Edén", el resultado de aquel pedido, es un homenaje al famoso cuento de Damon Knight “Para servir al hombre”. Dann lo leyó en la ABC Radio National cuando nadie sabía exactamente qué había pasado y tenían noteros trabajando en vivo en el lugar del siniestro (por eso, el humano es un reportero de ABC). Tuvo sólo unas pocas horas para escribir el cuento y dejarlo listo para el programa.
Este cuento fue publicado más tarde en la revista Agog! Terrific Tales, el 2 de abril de 2003.




Título original: Eden
Traducido del inglés por Héctor Ranea



viernes, 26 de noviembre de 2010

Nocturno de tango - Jorge Ariel Madrazo



«Me hallaba solo, disponible, desafecto y tranquilo. Tenía veintiséis años.»
El juego del revés, «Teatro», Antonio Tabucchi.

¿Me creerá si le digo que en esa época yo me sentía extrañamente identificado con el joven solitario, desafecto y tranquilo que se abría paso, sin saber por qué ni hacia adónde, en la escondida región de Kaniemba, Africa? ¿Y que en cierto exacto minuto se sentiría perplejo frente a aquel inglés, Sir Wilfred Cotton, y sus sorprendentes “funciones teatrales”, proezas fantasmales de un ex actor que, roto el hilo umbilical de su vida, reviviría su ayer en homenaje al joven, su único invitado vestido de etiqueta en una residencia al borde de la selva, residencia y a la vez improvisado escenario, verdad Antonio Tabucchi?
A decir verdad, yo tenía veintiocho años y a la inversa de aquel joven me sentía muy poco disponible, sumergido en un océano de intranquilidades. Lejos del sitio, fuera cual fuese, en el que debería estar. Y, claro está, lejos del África que nunca visité.
Por eso, para esconder mi imprecisa angustia, cierta noche decidí mantenerme estático dentro de la oscuridad del salón, allí en la casa familiar, tan lejos del Africa, a sabiendas de que mi camisa blanca recién planchada brillaba como una luciérnaga. Y que desde el patiecito abierto a la luna ella estaría observándola –observándome, aun sin verme del todo- fascinada. Todavía enamorada.
No, no me veías. Pero sí ahora, cuando han pasado muchos, excesivos años. Y en la noche, mezclado con el prestigio vegetal de los arándanos sin duda rojos, se oye un tango.
La camisa que ahora llevo es azul, casi negra. Por contraste, mi cabello es blanco. La sala está a oscuras. Tú permaneces quieta, esfinge tal vez triste, tal vez dolorida ante la silente comprobación de que la rueca llamada vida se desmadeja más rápidamente cada vez, y que ya no eres la muchacha que reía por nada y miraba la luna en orgulloso desafío.
Tampoco estás aquí, es cierto. No estás conmigo desde hace muchos años.
Y sin embargo, sólo ahora puedes verme. Porque estás muy en mi y no ya en un patiecito lleno de luz.
Sólo puedes verme ahora que estás muerta.

Miauuuu… - Fernando Puga



Desde el pozo del ascensor maúlla el gato. No, no maúlla, llora mi gato. Ahora que por fin pude tener una mascota; ahora que en este último piso de la calle Hortiguera toco el cielo y desde arriba sobrevuelo las azoteas en compañía de un gato que se enamora de la luna, tuve la inoportuna idea de sacarlo a pasear, como si él lo necesitara, como si un gato que sabe vagar por los balcones, saltar por patios y terrazas, de pronto fuera un tonto perro que tiene que salir a andar por la plaza para gastar energía y hacer caca y pis. A un gato no le hace falta, soy yo que quiero lucirlo, que sepan que esos ojos, que ese andar silencioso, seductor, que ese cálido cuerpo ronroneante, vive conmigo, comparte conmigo los días y las noches; sobre todo las noches.
En brazos lo llevé. Bajamos la escalera. Al volver, cansado, opté por el ascensor. No pudo resistir el encierro. El chirriar de las cadenas lo erizó, se arqueó y saltó como flecha. Se estrelló contra la dura pared del entrepiso y quedó atrapado entre las puertas tijera del viejo Otis. Cayó al abismo destrozado.
Llora el gato y por las noches ya no salgo al balcón. Sólo quiero dormir para que vuelva y en sueños prosiga con la tarea de lamerme las heridas.

Mala leche - Eduardo Betas


No había más que un poco de pan para desayunar y Gustavo se lo dejó a los chicos y a Irma. “Porque ahora que está embarazada necesita comer más”, pensó. Tomó unos mates y luego montó la bicicleta que le había fíado el Turco. Estaba ansioso. Era su primer día de trabajo en el supermercado y no quería llegar tarde.
A esa misma hora, Rubén se levantó. El llanto de El Gastón, que ya no daba más de tanto mate cocido, le había destrozado el sueño. Se vistió para salir a la calle y abrigó al nene. Cuando pasó frente a lo del Turco maldijo los pocos pesos que le había pagado por la bicicleta.
No muy lejos de allí y ante un semáforo en rojo Gustavo imaginaba cómo iba a quedarle el uniforme. “Voy a parecer un policía”, se ilusionó. Un bocinazo hizo que reiniciara el pedaleo.
-Papá ¿me compras un alfajor? –le dijo El Gastón tironeándole con sus manitos heladas para pararlo frente al quiosco. Rubén no le respondió. Lo cargó en brazos para cruzar la avenida y entrar al supermercado. Ya tenía decidido lo que iba a hacer.
Gustavo salía del vestuario arreglándose el uniforme cuando una señora le preguntó dónde podía encontrar la leche condensada. Él, muy atento, la guió entre el enjambre de carritos. Fue cuando lo vio. Entonces sintió que iba a poder lucirse.
Rubén distrajo a su hijo un segundo para que no viera lo que iba a hacer y después, cargándolo a upa, caminó hacia la “salida sin compras”. Gustavo se le anticipó y lo esperó en la puerta.
- Me permite que lo revise –le dijo.
- No llevo nada -contestó Rubén.
- Levántese la campera –insistió Gustavo.
Rubén obedeció y dejó ver la bolsita de leche en polvo oculta en su cintura. Gustavo se la quitó como si fuera un trofeo. El Gastón comenzó a llorar.
- Es para el pibe -le dijo.
- Me vas a tener que acompañar -fue la seca respuesta de Gustavo.
- ¿Me vas a detener con el pibe? –le preguntó Rubén mientras sentía que todos lo miraban. Pero Gustavo ya no lo escuchaba. Sólo pensaba en la felicitación que iba a recibir.


Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Caronte - Víctor Lorenzo Cinca


Comprendió que la operación de urgencia tras el brutal accidente en la carretera había resultado un rotundo fracaso cuando, esperando de pie en la orilla, vio cómo aquella frágil barca se le acercaba con lentitud surcando las oscuras y pestilentes aguas. Todo coaguló en ese instante: estaba muerto. Jamás había creído en otra vida que no fuese la terrenal; siempre pensó que la muerte era el final definitivo, así que se alegró tímidamente porque la situación podía haber sido mucho peor. Resignado y expectante, aguardó la llegada de la pequeña embarcación hasta que la proa encalló con suavidad sobre la arena. Cuando ya se disponía a subir, tras intercambiar un tímido saludo de compromiso, el barquero le detuvo. Para cruzar a la otra orilla debes pagarme una moneda, dijo sin ganas, cansado de repetir perpetuamente la misma frase. Buscó en los bolsillos aunque no encontró ninguna: jamás llevaba calderilla en los bolsillos, pues odiaba el tintineo de las monedas al caminar. Se palpó inquieto el pantalón en busca de la cartera pero no la llevaba encima. Tampoco en los bolsillos de la chaqueta. Mira debajo de la lengua, antiguamente os las ponían ahí, añadió el barquero con frialdad. Sin entender por qué había utilizado el plural, movió la lengua para comprobar esa última posibilidad, aunque tampoco hubo suerte. Entonces, sintiéndolo mucho, deberás quedarte en esta orilla condenado a vagar en ella toda la eternidad, y tras estas palabras dio media vuelta y ayudado por la pértiga desapareció nuevamente alejándose río adentro. Atónito y desorientado, recorrió en penumbra aquellas playas desiertas. Le parecía muy extraño que estuvieran deshabitadas, pues eso significaba o bien que él había sido el único en toda la eternidad que no había podido pagar al barquero, cosa improbable, o bien que aquellas almas vivían ―aunque no sea la palabra más adecuada― escondiéndose entre los arbustos y las rocas de la playa para no ser descubiertas. Deambuló sin rumbo durante horas hasta que se sintió cansado y soñoliento, y decidió recostarse al pie de un ciprés para reposar.

Todo estaba oscuro cuando despertó. El hedor del Aqueronte se había transformado en un extraño y penetrante olor a tierra húmeda, por lo que pensó que todo había sido una pesadilla, una alucinación producida por la anestesia y la pérdida de la consciencia durante el accidente y la operación. A tientas, como un mimo ciego, palpó con las manos a su alrededor algo que parecía la rugosa superficie de unas tablas de madera, y al momento, intuyó que estaba atrapado en un ataúd, enterrado bajo tierra. Gritó y pataleó desesperadamente. Golpeó con todas sus fuerzas las paredes del féretro, pero todo fue inútil, nadie podía oírle. Buscó en los bolsillos del pantalón su teléfono móvil, pero los encontró vacíos, sin nada, ni siquiera una mísera moneda con la que hubiera podido comprar su vida eterna. Y entonces comprendió por qué no había encontrado a nadie en la playa, y supo dónde pasaría toda la eternidad.

Tomado de Realidades para Lelos

sábado, 20 de noviembre de 2010

Una versión – Héctor Ranea


–No pregunte mi nombre, le ruego. Casi no lo recuerdo, pero si lo hiciera, seguro que sería para llorar amargamente. ¡Qué quiere que le diga, desde acá, en esta isla prácticamente desértica, de no ser por esta nación de gentes amables pero sin religión!
Sé que se me conoce por esas cosas que alguien encontró en la botella que tiré al mar. A fe mía que nunca pensé que eso pudiera suceder en realidad, pero alguien lo encontró. No sé por qué no lo quemé. Además, cayó en manos de inescrupulosos que se lo adjudicaron a un misterioso enviado y armaron un revuelo insólito. Ya sé. Ya sé. No estoy siendo claro. ¿Hablo en enigmas? Bueno, tal vez sea porque me quedó el estilo de eso que eché al mar. Ojalá nunca lo hubiese hecho.
El viejo quedó como suspendido.
–¿Qué? ¿Que cómo empecé? ¡Me fumé! Así como lo oye. El viejo de la isla me pasó unos hierbajos que se fuman y vi todo eso. Lo escribí después de muchas noches que no podía sacármelo de la cabeza. No. No sé qué me dio a fumar. No puedo decir si sentí placer o no. Algo de paz, al final, como para olvidar que estoy en esta isla ya ni sé por qué ni para qué.
Las olas silenciaron unos segundos al viejo.
–Para peor de los males, el tergiversador que encontró lo que mandé por mar eligió unos pedazos y falsificó la mayoría. No sé cómo no me di cuenta de qué era lo que iba a suceder. Suena tan obvio ahora. Sí; suena obvio, además, que pude haber hecho daño. Sé que mucha gente se ha matado entre sí por esto que dejé en manos del azar.
Los nativos de la isla se pasearon desnudos ante nosotros. El viejo los miraba con el lejano placer de una libido casi olvidada o, al menos, inútil. Rió sordamente y me miró bien a los ojos. En los ojos tenía un mar grabado desde su exilio.
–Me reí mucho con eso de la batalla final. ¿Sabe? Ni qué decir de otras sandeces que inventó. Ni cercano a mis visiones dentro del humo de ese cactus que me dieron a fumar. Ni cercano. Si al menos hubieran pasado esas visiones a la gente, la necesidad de amor hubiera sido más fuerte. Pero ese criminal, ese criminal.
Hizo silencio.
Tomó aliento como quien quiere iniciar una polémica ardua, con vehemencia de orador de barricada. Pero espiró sin decir nada inteligible. Un murmullo de multitudes salió con esa espiración profunda, como si los demonios que lo habitaban intentaran hacerse oír.
Cuando los nativos se nos acercaron con sus sones de baglamáes, los cientos de kabazurmas, rebecs, kemanes, tarabukas, el viejo se incorporó y parecía ser tan alto que hube de ponerme en pie para poder hablar con él.
–Pareciera que por fin vienen a anunciarme que puedo morir. Todo este tiempo para expiar el pecado de enviar por mar un sueño que fue mal usado –se sonrió no sin amargura—. ¿Así que los caballos eran cuatro? No podría precisarlo, tampoco sus colores ni su función. Pasaron tan veloces, tan hermosos, mojándose el cuello, refrescándose en el agua. No hay muchas cosas tan hermosas como caballos cabalgando a orillas del mar, salpicando espuma. No sé cómo nadie se puso a pensar que esos cuatro jinetes no irían felices de semejante visión.
Hizo silencio.
Los músicos le acercaron algo que bebió. Luego comió un pan venerable. Y se fue a nadar.
Las canciones hablaban de medusas.

Relojes - Víctor Lorenzo Cinca


Al principio no percibía el constante tictac pero desde un tiempo para acá lo oye a todas horas, cada vez con más intensidad. Los primeros días, sin embargo, llegaba incluso a parecerle divertido. Al caminar, se entretenía armonizando rítmicamente sus pasos con el acompasado repiqueteo que sólo él escuchaba en su muñeca izquierda, pero también en el pecho y casi sin fuerza en las sienes. A veces se sorprendía a sí mismo moviendo la cabeza y los hombros, mientras marcaba el ritmo con los pies, como bailando, y se reía como un tonto, enrojecido y avergonzado. Pero ahora ya no lo soporta más. El sonido cíclico y penetrante se le ha metido en la cabeza, y no lo abandona nunca: ni en lugares ruidosos ni en el silencio de su apartamento.

El problema, de todos modos, tiene fácil solución: se apunta al pecho con el revólver, a la altura del corazón, y aprieta el gatillo haciendo coincidir la detonación con el último tictac.


Tomado de Realidades para Lelos

El niño en la vereda - Mónica Ortelli


Cuando llegó mi marido le dije que había un niño en la sala y que debíamos llevarlo hasta su casa; él miró hacia donde estaba el nene y con gesto resignado tomó las llaves del auto otra vez. Cubrí al niño con mi chal negro porque el viento estaba helado y lo senté adelante sobre mi falda.
—¿Adónde vamos? —preguntó mi marido.
—Almafuerte nueve ocho nueve —indiqué—. Es asombroso que siendo tan chiquito sepa su dirección, ¿no te parece?
—Cada vez son más avispados los chicos… —asintió, y me echó una mirada mientras yo le acariciaba la cabecita al nene, cuidando de no tocar la sutura en el cuero cabelludo.
Fuimos por la avenida que ya comenzaba a encenderse a esa hora de la tarde. El niño iba erguido pegado a la ventanilla y parecía disfrutar de las luminarias.
—¿Dónde estaba? —preguntó mi marido.
Como si el niño fuera sordo susurré estúpidamente:
—En la vereda de la guardia del hospital: la madre me pidió que lo cuidara mientras hacía los trámites del seguro por el accidente en el colectivo.
El niño me miró y señaló con su dedito el enorme cartel de la Coca con el oso polar. Le sonreí; siguió observándolo hasta que no pudo más y, al volver la cabeza, la gasita yodada que sujetaba los puntos se bamboleó y desprendió ese olor metálico que aborrezco.
En 9 de Julio, el alumbrado aún no se había encendido; el nene fue señalando con el dedo y contó: uno verde, dos verde, tres verde. Le hice un galope con las piernas para animarlo, entonces se reclinó sobre mi pecho y se llevó el dedito a la boca, avergonzado.
Mientras esperábamos el semáforo en Roca, se apagó la luz en la calle y el nene no volvió a moverse.
A la altura del mil cien mi marido dobló, condujo una cuadra más y volvió a doblar. Había corte de luz en el barrio.
—Es acá —indicó, y estacionó frente a unos departamentos en planta baja—. Andá, te espero.
Abrí la puerta del coche y, mientras lo arropaba, le dije al nene que saludara a mi marido y le hizo adiós con la mano, la misma manita que le tomé cuando entramos al pasillo ancho y largo que separaba las hileras de viviendas.
—¿Cuál es tu casa? —le pregunté. Y el nene señaló hacia el fondo donde había una luz de emergencia encendida.
Empezamos a caminar por la vereda a lo largo de un cantero aún sin plantas; íbamos con cuidado porque ya había oscurecido, muchas persianas estaban bajas y en las pocas ventanas abiertas la luz era muy débil. Casi a la mitad del recorrido, el niño comenzó a llorisquear.
—Ya llegamos, querido —le dije, e intenté apretarle la manita para consolarlo, pero se soltó y sorpresivamente salió disparado.
—¡Cuidado que te caés! —grité, mas no hizo caso: corrió unos cuantos metros antes de tropezar. El chal que se había ido desprendiendo durante la carrera, ondeó de manera extraña por el viento y le cayó encima: lo cubrió completamente. Por unos segundos me causó gracia que quedara así, pero enseguida me apuré porque debía estar asustado. Fue extraño que no se moviera; había visto que apoyaba las manos, estaba casi segura de que no se había hecho daño. Pero entonces me acordé de su herida en la cabeza, y corrí. Me incliné y cuando extendía los brazos para alzarlo, con pavor, me di cuenta de que no había niño debajo, sólo mi chal tirado en la vereda.
Subí al auto jadeante, alelada, pero mi marido no preguntó.
Antes de regresar, dimos muchas vueltas por el parque. El viento soplaba aún más fuerte, pero allí había luz; igual que en el hospital, cuando llegamos.


Tomado de: http://nivaranicuchillo.blogspot.com/

jueves, 18 de noviembre de 2010

Recuerdos del futuro – Sergio Gaut vel Hartman


—No sé si ustedes, pobres diablos, llegarán a verlo —dijo el peripatético escritor pelando una banana roja y contemplando a su absorto auditorio con una expresión entre gastada y proficiente—. Yo sí lo veré. Veré a las naves-arca llegando a Wolf 359, la transmutación de las momias egipcias y la llegada a la Tierra de los u’chun de Kruger 60. ¿Por qué lo digo? Tengo siete cuerpos en el placard que iré usando puntualmente cada vez que se me gaste el viejo. El eternol ya está inventado, pero no conviene usarlo porque aún no se ha controlado el efecto rebote: uno llega a los cien, retorna al tiempo de chupar la teta y vuelve a crecer y vuelve atrás y así ad infinitum. Y los dejo porque estoy invitado a la ceremonia del casamiento profetizado por Enrique Santos Discépolo, el gran Discepolín: a las 16:00, en la Iglesia Unificada de los Soles Gemelos se desposan la Biblia y el Calefón. La fiesta será en el burdel de doña Semelengua Latraba. No me quiero perder los saladitos importados del Mar Muerto: nadie comió nunca algo tan.

Lecciones de vida - Javier López


Ella parecía mucho más joven que él. Y, sin embargo, ambos rondaban los sesenta. Pero, mientras que él se mostraba como un anciano decrépito y hastiado, su compañera era aún una mujer deseable, con su piel blanca y lisa, sus curvas perfectas y un brillo impecable en la mirada.
—Creo que tendremos que separarnos —le dijo. Sin rencor. Más bien, al contrario, con un tono de tristeza, como el de alguien a quien obligan las circunstancias, pero un profundo pesar se cierne sobre su alma al tener que tomar una decisión difícil.
—¡No lo dirás en serio! ¿De veras? ¿Ahora? ¿Por qué? Yo aún te amo, te respeto, nunca discuto contigo, ¿cómo vas a hacerme eso?
—Ahi estamos de acuerdo. Pero sabes que no es suficiente. Nunca ha sido suficiente. Me he convertido en invisible para ti. Ya no te conmuevo como antes, no eres consciente de cada amanecer que te doy, de cada puesta de sol, de la belleza de un arco iris, del canto de los pájaros, del olor a brisa marina. Incluso no vi que te emocionaras con el último eclipse. Me quieres, me respetas. Sí. Pero eso no es todo. Requiero entrega, cariño, dedicación. Y sobre todo miradas. Esas miradas de admiración que antes veía en tus ojos, cuando lo que te ofrezco te apasionaba y lo vivías como un niño.
—Pero cariño, uno se acostumbra a todo, y quizá lleves razón. No he sido muy explícito en manifestar esos sentimientos en los últimos años, porque estoy cansado, ya nada es igual. De mí se apoderaron la falta de entusiasmo y el abatimiento. Estoy a punto de jubilarme, no puedes pretender que me muestre contigo como un chiquillo.
—No, claro. Eso no. Pero tampoco puedo vivir contigo sintiéndome ignorada, poco valorada... Despreciada diría, incluso. Aunque sé que no es tu intención. Pero te lo he advertido muchas veces. La vida hay que vivirla con emoción, tratando de ver algo nuevo en las mismas cosas de cada día. Porque si no, nada merece la pena.
—Lo siento... lo siento. No volverá a ocurrir, te lo prometo.
—Eso lo he oído demasiadas veces. Y todo sigue igual. Y no puedo más. Soy vital, soy pura vitalidad, y definitivamente no puedo seguir más contigo, de esta manera.
Dicho esto, ella se levantó del sofá, echándole una última mirada, mezcla de amor, compasión y desengaño.
La vida —su vida— salió de la estancia y cerró la puerta tras de sí, como lo haría una esposa despechada, abatida y sin esperanzas.
Él murió al cerrar ella la puerta. Inmediatamente. Sus vecinos tardaron tres días en encontrarlo. Vivía solo, sin nadie que se ocupara de él.

Medusa - Armando Azeglio


Por momentos le parecía estar frente a un espectro tratando de explicarle a un amigo las razones de su microcosmos: el  trabajo, los hijos, Cecilia, la tardía vocación por la guitarra eléctrica… la aparición de esa chica joven y sexi en su átona vida. La sumatoria  simple  de los elementos de la narración era coherente, pero faltaba algo. Nada en ese cuerpo quedaba de robusto o de viril. Ya no quedaba nada de la fortaleza que siempre lo caracterizó; había quedado reducido a un organismo frágil y de mirada doliente que a través de los labios regurgitaba todo aquello que lo enamoró de su mujer. Ese canto de sirena que durante años lo mantuvo fuerte, en estado de exaltación continua, se había diluido poco a poco, como la lluvia cuando borra los rastros de los pasos y del  tiempo. Comparó a Cecilia con una medusa, pero el amigo no supo bien si se refería al organismo gelatinoso marino, o al personaje mitológico. Empezó a sentir que algo gélido flotaba  en  el fondo de las retinas de Alberto: en ese instante supo que se refería al segundo ser y no al primero. Sintió temor. En sus globos oculares secos vio el reflejo de un alma sin retorno, supo que nunca caería en la cuenta que aquella mujer a la que amó tanto le hubiera asestado tantas puñaladas como serpientes tenía en su cabeza. El piano sonó en el bar dando un acorde final. Alberto fue afectado por una suerte de cualidad liquida, y entonces se acabó el café.

Están Hechos de Carne - Terry Bisson


—Están hechos de carne.
—¿Carne?
—Carne. Están hechos de carne.
—¿Carne?
—No hay ninguna duda al respecto. Recogimos varios ejemplares en diferentes lugares del planeta, los trajimos a bordo con nuestros navíos de reconocimiento y los sondeamos según los procedimientos usuales. Son de carne, completamente.
—Eso es imposible. ¿Qué pasa con las señales de radio? ¿Los mensajes hacia las estrellas?
—Usan las ondas de radio para hablar, pero las señales no las originan ellos, provienen de las máquinas.
—¿Y quién hizo las máquinas? Es a él a quien queremos contactar.
—Ellos las hicieron. Eso es lo que trato de decirle: la carne hizo las máquinas.
—Eso es ridículo. ¿Cómo puede la carne hacer una máquina? ¿Me preguntas si creo en carne consciente?
—Yo no le pregunto, simplemente le digo. Estas criaturas son la única especie consciente en este sector de la galaxia y están hechos de carne.
—Quizá sean como los orfolei. Tú sabes, una inteligencia basada en el carbono que pasa por un período carnal.
—No. Nacen carne y mueren carne. Los estudiamos en varias etapas de su vida, que no dura demasiado. ¿Tiene alguna idea respecto a las etapas de vida de la carne?
—Discúlpeme. Bien, quizá sólo están compuestos de carne en parte. Sabe, como los weddilei. Una cabeza de carne con cerebro de plasma electrónico en su interior.
—No. Pensamos que era una posibilidad cuando observamos que tienen una cabeza de carne, como los weddilei. Pero le digo, los sondeamos. Son de carne por todas partes.
—¿Ningún cerebro?
—Oh no, tienen un cerebro bien formado. ¡Sólo que el cerebro también está hecho de carne! Eso es lo que he tratado de decirle.
—De esa forma... ¿qué hace el pensamiento?
—Usted no está comprendiendo, ¿o sí? Se está negando a aceptar lo que le digo. El cerebro hace el pensamiento. La carne.
—¡Carne pensante! ¡Me quiere hacer creer en carne pensante!
—Sí, ¡carne pensante! ¡Carne consciente! Carne que ama. Carne que sueña. ¡La carne lo es todo! ¿Está empezando a formarse el cuadro o me hará comenzar todo de nuevo?
—Omigod. Está hablando en serio entonces. Están hechos de carne.
—Gracias. Finalmente. Sí. Sin duda, están hechos de carne. Y han tratado de hacer contacto con nosotros a lo largo de casi cien de sus años.
—¿Y qué tendrá esta carne en mente, Omigod?
—Primero, desean hablar con nosotros. Después, me imagino que desearán explorar el Universo, contactar con otras conciencias, intercambiar ideas e información. Lo usual.
—Se supone que hemos de hablarle a la carne.
—Ésa es la idea. Ése es el mensaje que envían por radio al exterior. «Hola. ¿Hay alguien allí afuera?» Esa clase de cosas.
—Entonces, ¿realmente hablan? ¿Usan palabras, ideas, conceptos?
—Oh, sí. Excepto que lo hacen con carne.
—Yo pensé que usted dijo que sólo usaban radio.
—Lo hacen pero, ¿qué le hace pensar que es mediante radio? Sonidos de la carne. Cuando se palmotea o se agita carne, ésta hace un ruido. Hablan agitando su carne el uno al otro. Pueden cantar incluso lanzando un chorrito de aire a través de su carne.
—Omigod. Carne que canta. ¡Es demasiado! ¿Qué aconseja?
—¿Oficialmente o extraoficialmente?
—Ambos.
—Oficialmente, fuimos enviados para contactar, dar la bienvenida y registrar a todas y cada una de las razas conscientes o entidades múltiples en este cuadrante del universo, sin prejuicio, miedo o favor. Extraoficialmente, aconsejo que borremos los archivos y olvidemos todo el asunto.
—Tenía la esperanza que dijera...
—Puede parecer áspero, pero hay un límite. ¿Queremos realmente hacer contacto con carne?
—Estoy de acuerdo ciento por ciento. ¿Qué podemos decir? «Hola, carne. ¿Cómo están?». Pero, ¿funcionará? ¿Con cuántos planetas estamos tratando aquí?
—Sólo uno. Pueden viajar a otros planetas en contenedores especiales para carne, pero no pueden vivir en ellos. Y siendo carne, sólo pueden viajar a través del espacio normal. Esto los limita a la velocidad de la luz y hace ínfima la posibilidad que alguna vez puedan contactar. Infinitesimal, de hecho.
—De esta forma, nosotros sólo podemos decidir que no hay lugar para ellos en el universo.
—Ésa es la idea.
—Cruel. Pero usted se dijo a sí mismo, ¿quién desea encontrarse con carne? Y los que han estado a bordo de nuestros navíos, ¿los que ha sondeado? ¿Está seguro que no recordarán?
—Serían considerados chiflados si lo hacen. Ingresamos a sus cabezas y los apaciguamos fuera de su carne de manera que sólo fuimos un sueño para ellos.
—¡Un sueño de carne! Cuán extrañamente apropiado, eso de convertirse en sueño de carne.
—Y marcamos por completo el sector como desocupado.
—Bueno. Estoy de acuerdo, oficial y extraoficialmente. Caso cerrado. ¿Algo más? ¿Algo interesante en ese lado de la galaxia?
—Sí, un bastante tímido pero dulce núcleo de hidrógeno de inteligencia grupal en una estrella de clase nueve en la zona G445. Estuvo en contacto hace dos rotaciones galácticas, desea ser amistoso nuevamente.
—Siempre andan revoloteando.
—¿Y por qué no? Imagine cuán insufrible, cuán inalterablemente frío debe parecer el universo si uno se encuentra solo.

Título original: They are made out of meat
Traducción del inglés: GvH

Caja de liendres – Paul De Filippo


—¿Quiere que abra de nuevo la Caja de Liendres?
—¡Dios, no! ¡Saque esa porquería de mi vista! ¡Haremos todo lo que usted diga!
El presidente sonrió como un empresario que acaba de hacer un gran negocio. Tomó la Caja de su escritorio, un pequeño cofre maltratado, no más grande que una impresora de fotos, y la escondió en la profundidad de un cajón abierto.
—Muy bien, senador. Ahora que nos entendemos, mueva el culo y entregue esos votos.

Dejé el Salón Oval, enojado y triste. Desde que el presidente pusiera sus manos en aquella Caja de Pandora, todos estábamos a su merced. Al principio nadie le había creído. Especialmente porque se la pasaba hablando de una vieja “caja de liendres”. Todos asumimos que estaba jugando con las palabras, del modo en que todos lo hacemos. Pero entonces, la realidad de la Caja nos golpeó gracias a numerosas demostraciones presidenciales. (Aparentemente, la caja había sido descubierta en una excavación arqueológica en Grecia, financiada por la Fundación Nacional de Ciencias, desde donde había hecho su retorcido camino hasta las manos presidenciales.)
Las numerosas aperturas de la Caja de Liendres nos habían obsequiado el 9/11, la Guerra de Irak, Katrina, Darfur, la masacre de la escuela Beslan, el programa nuclear iraní, y una docena de otros desastres, incluyendo la última temporada de American Idol. (Yo había visto emerger ese último horror de la Caja con mis propios ojos).
No había modo de que alguien se opusiera a los dementes planes de esa Administración, que pudiera hacerle frente, ya que se arriesgaba a la liberación de desconocidas catástrofes.
El mundo entero se encogió sin poder hacer nada.
Podría haberme sentido más feliz, aquel día, si hubiera previsto que la próxima vez que el presidente abriera la Caja de Liendres, la única cosa que se liberaría sería un accidente fatal de mountain-bike, en Texas.

Título original: Cootie box
Traducción del inglés: Jorgelina Etze

Rompecabezas - María Pía Danielsen


De nuevo, era libre. Despaciosamente, separó cada una de las piezas. La primera, de forma ovoide y ubicada en el extremo superior izquierdo. La segunda, con una cuña pequeña, hizo un mínimo ruidito al desprenderse. La tercera, casi romboidal, estaba prácticamente suelta, en la zona media de su cabeza. La siguiente fue la del extremo inferior derecho, de aspecto sinuoso. Esta costó despegar, tal vez por su forma enredada. La del extremo inferior izquierdo casi salió despedida, ser redondeada fue lo que le dio el impulso. Y así sucesivamente, separó las piezas de su cuerpo y cabeza durante toda la noche. Cada compartimiento estanco cobró vida por si mismo. La soledad se estiró a sus anchas, sin preocuparse por aplastar a la empatía. El egoísmo creció hasta el infinito: la solidaridad se hallaba muy lejos, hablando con el estímulo. El orgullo planeó por sobre los sentimientos, que en realidad no se adaptaban a ser piezas desarticuladas de una personalidad fragmentada y compleja.
En la oscuridad, el yugo cede. Y se agigantan los monstruos que permanecen cautivos.

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

martes, 16 de noviembre de 2010

Coincidencias invisibles - Stefano Valente


Se sentaron en la mesita. Una maravillosa tarde de agosto, no demasiado cálida. Las letras latinas sobre la fachada del Panteón no significaban nada para ninguno de ellos –pensó Luigia. Ninguno de ellos, de los cuatro, recordaba algo en aquel momento, aunque fuera una breve noción tomada de los tantos años pasados sobre los libros escolares, sobre las traducciones que robaban el tiempo dedicado a los amigos, a los afectos. Que les robaba el tiempo.
El misterio de la consecutio temporum —sobre eso meditaba Ettore en ese preciso instante—; coincidencia que también los pensamientos incurren en juegos de ese género, sólo que no se sabe ni cómo ni cuándo suceden estas coincidencias, estas identidades fortuitas entre mente y mente, porque las cabezas de las personas están cerradas, herméticas.
Aquello que se dice —con palabras— es apenas el soplo del viento que infla la vela. Y esto es lo que veía Américo, desde sus anteojos oscuros, mientras enfocaba su mirada en una carabela distante, lejos de toda la tierra imaginable, de todas las islas que se pudieran nombrar en una tarde de verano. El océano, todo aquello que está bajo el casco de la palabra. Esto es importante, se dijo Américo. Las sílabas son un fragmento de la viga, desechos del puente después de un naufragio silencioso. (Probablemente no lo pensó en estos términos, no pronunció exactamente estas frases en su fuero interno. Américo era una persona racional, poco inclinada a las visiones y a las imágenes. Era un tipo pedestre, de aquellos que recuerdan la cara de cada moneda que tienen en el bolsillo. Nada qué ver, a pesar del nombre, con las carabelas y los océanos.)
Eran cuatro personas, se dijo. Lo recuerdo muy bien porque yo era la cuarta, el personaje que todavía no ha hablado —pensado, más bien. Recuerdo perfectamente todo, de cómo percibí la razón de todo aquello que estaba sucediendo, de por qué fuimos ignorados y de repente nos volvimos transparentes.
O sea que no fue algo repentino; me explico mejor: tal vez nos habíamos vuelto invisibles varios minutos antes, ya desde el mismo momento en que habíamos pisado la plaza della Rotonda. Probablemente todo se inició cuando cada uno de nosotros, a su vez o en conjunto —no puedo saberlo—, leyó la inscripción latina. M•AGRIPPA•L•F•COS•TERTIUM•FECIT.
Pero no creo, son sólo deducciones. Es como engañarse con los encantamientos que esperan, emboscados, dentro de las plazas, los callejones y las calles, lugares en los cuales pasamos cien veces y después una vez más —sólo esa vez— los encantamientos nos saltan a la espalda, nos lanzan trampas, porque de ese modo es como funciona, son éstas las reglas incomprensibles.
No, no pasó así. Lo que creo es que los mozos del bar, los transeúntes, los mismos pichones, no nos vieron más; que desaparecimos, sentados en aquella mesa, por otros motivos. Fueron las coincidencias de los pensamientos, en resumen. Creo haber descubierto en este momento otra regla, aunque ignoro si puede servir —o a alguien le interese— un descubrimiento semejante.
Ettore me pregunta qué estaba pensando. En el instante de la coincidencia, si ya había transcurrido ese instante en el cual todas nuestras mentes estaban evocando la misma idéntica cosa —o sea la posibilidad de que las ideas de las personas se entrelazaran entre sí, más allá de las palabras, en el mismo momento. Dije en voz baja:
“No nos ven. Ahora no nos pueden ver.”
Luigia asintió en silencio. Quizá esto fue una nueva “coincidencia” —mis ideas y las suyas—; quizás no, no lo había comprendido.
Ettore me cogió de la mano para hacerme levantar. “Vamos”, dijo. “Aquí moriremos de sed.”

Cuatro seres invisibles, transparentes, dejaron una mesa desierta en un bar repleto de turistas. Se levantaron y, así como llegaron, se marcharon en medio de la indiferencia general de esos rostros y de los pensamientos detrás de esos rostros.
Sentí que éramos cuatro crisálidas traslúcidas, una amalgama de imágenes y palabras no dichas que se alojaban en los callejones, que se perdían en el reino crepuscular de las sombras y las luces.

Traducido por Alejandro Ramírez Giraldo


http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/stefano-valente.html

El completo amor - Lilian Elphick


Tengo que enfrentarme a las horas, y después a las horas que siguen a éstas. 
Michael Cunningham

Soy. Nací con espejo. Moriré en este lugar llamado, simplemente, Leprosario de Mujeres. Antes, cuando las horas eran una avenida ancha y vacía, tenía una fuerza: el completo amor. Antes, la caricia corre que corre al viento de los columpios; la palabra era vigorosa, con incrustaciones de ternura; se unían las manos tibias a la promesa de seguir siempre mirando el mismo cuerpo, único y múltiple. No importaba el futuro y, si importaba, era como paladear grosellas o gastar los zapatos subiendo y bajando cerros, a oscuras para, después, alinear la boca a la luna, besarla con la lengua del pasto húmedo.
Uniones felices. Risas en el inicio del oído. El completo amor venía a bañarme en olas sin tacha y me hundía en él, sin pensar, me entregaba sin decir nada que pudiera quebrar el reflejo de mi propia imagen. No recuerdo cuándo llegué aquí. Quizás alguien me trajo con vendas en los ojos y me dijo: Siéntate y espera. El amor se deshacía de mí por tener la carne rota. O era el odio enamorado de mis pústulas. Y yo esperé mi completud, mientras las otras me trenzaban el silencio con sus bozales amarillos. Y yo creí con todo mi corazón que sería capaz de vencer a la vida misma, montarme en los molinos de viento y cabalgarlos. ¡Arre!, ¡arre!, vida, llévame de aquí. Pero, ella, ahora sé, me sentó en la portería y dijo: Espera. Y yo esperé, esperé con las limosnas descosiendo el bolsillo de mi pequeña alma mugrienta.

Leco - Agustina Pérez


Un leco invadió hasta lo más profundo de sus tímpanos, obligándolo a permanecer inmóvil con la respiración acelerada. Aún cuando el sonido se enredó entre unas ráfagas de viento que azotaban el ventanal, diluyéndose, tampoco acertó a moverse. La transpiración es densa y helada, los pensamientos disparan hacia zonas inhóspitas queriendo escapar al hermetismo opresor. Lo único claro es que debe deshacerse de él. Mueve los pies para comprobar que siguen allí, se incorpora y prende la luz. Estira la mano con gesto mecánico y alcanza un manojo de hojas amarillentas y un lápiz que habían quedado olvidados en el segundo cajón de su escritorio.
Deja caer la cabeza sobre la almohada, vuelve a escucharlo. Otra vez presa del sonido incomprensible, del alarido que penetra en su sien como un hierro hirviendo, intenta correr pero sus pasos se ven jaqueados por el espesor de una noche donde el aire supo adquirir una densidad inimaginable. Aniquilarlo es la opción única, inequívoca. Con la firmeza incorruptible presente sólo al segregar cantidades exageradas de cortisol, toma el lápiz y empieza a escribir, inseguro del éxito que pueda lograr esa jugada iniciada casi por azar. Redacta segundo a segundo los horrorosos hechos de aquella oscura tarde, poniendo énfasis en los detalles, revisando una y otra vez cada escena en su memoria para que nada quedase incompleto. Escribió por horas, días, semanas; quién sabe, el tiempo parecía haberse evaporado entre trazo y trazo.

***

Lo distrae el rumor de las hojas, siente al viento arremeter con fuerza contra las copas de los árboles, de repente el panorama se transforma en quietud sepulcral y muda. Ya no teme, sabe el procedimiento: hojas y lápiz en mano, se lanza a plasmar aquello que creía terminado. Con una caligrafía apretada y fina, escribe lo que la conciencia le impone, sin respetar el orden cronológico de los hechos ni vacilando ante oraciones que se unen sin lograr tener cohesión.
Ella. Ella estaba ahí, ajena. Es decir, casi no estaba, nunca estuvo. Yo traté de alcanzarla, rozar su piel con la yema de mis dedos, retenerla aunque no sea por más de unos minutos. Sacudirla y empujarla de la quimera, que pueda verlo todo. Pero sólo era egoísmo y orgullo, deseaba verlo yo, entender el por qué de sus pausas eternas, cómo se fue forjando ese muro de cemento que la reviste. Ella se dejaba hacer sin oponerse, y era su indiferencia traducida a docilidad aquello que tanto me irritaba. Muñequita delicada, azotarte es mi manera de traerte aquí, de que sientas. Fuente libidinosa de mis mayores alegrías y desgracias, de este mismo manantial no distingo si lo que brota es tu sangre o mis lágrimas.
El sonido se pierde en la oscuridad, al mismo tiempo él cae rendido ante un profundo sueño.

***

De ahí en más, ante los encuentros con el leco cada vez más frecuentes y voraces, mantuvo su rutina de manera sistemática como quien se persigna ante una iglesia más por hábito que por convicción. Los papeles comenzaron a invadir la habitación que ya no solía abandonar, hojas desparramadas bloqueaban puertas y ventanas, la luz del sol era un recuerdo difuso.
Una tormenta que persistió días enteros dio batalla al cielo atravesándolo de norte a sur hasta partirlo en pedazos. El viento impulsa una rama que impacta contra el ventanal. El agua entra indiscreta, se adueña de cada centímetro, el papel mojado cede dando lugar a una pasta vegetal pegajosa que lo invade todo: primero, la sala de estar, luego la cocina, los baños, los tres dormitorios que nunca habían sido habitados y finalmente el suyo. Se quita los zapatos ayudado por sus pies y se recuesta sobre la cama. No intenta huir.
Ella regresó el jueves siguiente, como siempre. Para ese entonces la pasta de papel se había condensado dando lugar a una masa relativamente firme y pegajosa que lo abarcaba todo. Él seguía recostado con los ojos en blanco, las manos cubriendo sus oídos, y una expresión lasciva en su rostro, un esbozo de sonrisa.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Congelado en el tiempo (Círculo 1) - Carlos Daminsky


Quark dulce quark

Todo está perdido. En el silencio, en el tiempo deshecho, la tecnología que nos iba a abrir la nueva era resultó un fracaso absoluto. Es así de triste y de real, o aparentemente real. Porque aquí, en el lugar en el que estoy, existe porque yo existo. O eso sospecho. Porque cada vez que observo, todo esto sigue en pie; sin desvanecerse delante de mi. Un extraño castillo caótico y sin sentido. ¿O no? Y la duda me asalta como una descarga extraña de necedad; al dejar de mirar ese aquí se convierte en mi antagónico, en mi molesto anti-yo. Esto suena ridículo. Después, hago como que sonrío pensando cuál es el final, el último ego. Empiezo a entender el fiasco.

El camino de Finegano. Así he llamado a eso que tengo arriba. La simetría o la inestabilidad. En este escalón tengo la misma energía potencial gravitacional, que en el siguiente, que en el siguiente, que en el... Y después, busco un sistema de coordenadas en el que pueda ser. Intentar robar algo de lo que perdí, pero todo resulta desastroso. Exacto. Porque ese yo, ese ser, es el eterno error de la ignorancia cognitiva.

Fue un encanto extraño ver fondo y cima. Pero la incertidumbre esta al acecho. Y sé que la distorsión, de saberme ahora mismo en este punto, es el espejismo del constituyente fundamental.

Congelado en el tiempo

Negado el tiempo, acepto la eternidad que me congela más allá de la perfecto y lo abstracto. ¿Por qué he llegado hasta aquí? ¿Tenía alternativa? Realmente no. Tengo que existir. Tuve que existir. Tendré que existir. A la vez. Es así. No hay más. Es el ojo continuo de lo que no se puede separar.

Hermético

El camino, no es camino sí se busca. La acción es reacción en el momento en el que me dimensiono sobre lo perdido. La explosión me conduce sin orden, imprevisible. Formas de vida aparentes, con respecto a mi modelo, se cruzan aleatoriamente. Me llamo Hermes. Lo comprendo. Las probabilidades de que esté hecho, son las que otorgo en el océano de las moléculas y en el cementerio de la palabra. A lo que construí, mazo de reconstrucción.

Dimensionando

Parido de improviso en el espacio-tiempo, abandonado en el laberinto limitado de estas dimensiones que me desasocian. Alimento los túneles gusanos que me permitan saltar y volver a reunirme con mi mente.

Axioma euclidiano y crepúsculo de los leptones

Eliana Negredo soñaba: que en el modelo experimental en el que vivía entre hebras de poliéster no cesaba de efectuar mediciones de los puntos que eran su sustancia perdida porque necesitaba reconstruir su cuerpo, prototipo teórico. Pero el axioma euclidiano se lo impedía, y recurrió a la incertidumbre del crepúsculo de los leptones. Fue aún peor, cada medida que tomaba con su supuesta forma, deformaba más el resultado. Así que decidió dejar de soñar y se volvió a integrar en el inicio de la palabra que provenía hacia atrás desde el final y el principio simultáneamente.

El viento cósmico (o un suspiro...) - Javier Arnau


Un suspiro ha recorrida la fría superficie del planeta donde me hallo varado. Tal vez seas tú, recordándome cómo era antes de aceptar esta trágica misión. Tal vez sólo sólo una brisa en la corteza de este desolado mundo, origen del viento cósmico. La mente que todo lo dirige debe de estar riéndose a gusto de mí; sólo, náufrago sin posibilidad de rescate ni retorno, en este astro fuente y causa del terrible viento celeste, y me preocupo por el origen de lo que mi atribulada mente cree reconocer como un suspiro. Pero por eso mismo, por la imposibilidad de volverte a ver, mi intelecto deriva hacia tus costas, y el terrible huracán que cercena mundos, recrea en mi razón la esencia de tus cuitas. Y en ellas, sé que siempre estaré yo, hasta el final de los tiempos, hasta que el último de los planetas no sea más que polvo estelar por culpa de este terrible suspiro de melancolía exhalado a raíz de mi nefando trance: por que en realidad, mi propia desesperada situación, hace que el propio planeta suspiro de pena y melancolía, dando lugar al terrible viento cósmico que me trajo hasta aquí...

Tirando millas hacia el sur - Alejandro Castroguer


No sé si tirar millas hacia el sur o dejarme vencer por la sensatez del norte.
La noche tiembla dentro de mí, con sus absurdos adornos navideños y los villancicos de los vecinos de abajo.
Nerviosa, descuelgo el teléfono. El salón está a oscuras, pero no importa. Marco el número de memoria. Echo un vistazo a la mesa. Allí, gracias a la mezquina luz que entra por la terraza, puedo ver mi medicina, una montaña de botellas vacías.
Definitivamente, he decidido invocar la pasión del sur.
—¿Se puede poner Ángela? —digo masticando con rabia su nombre, seguramente para que la lengua no se me enrede con la memoria del alcohol.
No hace falta que la fulana de su novia medie una contestación. Mejor así, no quiero oírla. Es entonces, en cuestión de segundos, cuando se produce el milagro, o es simplemente mi mente la que reproduce el sonido: por un instante, juraría haber oído el rumor de las medias de Ángela acercándose al auricular.
—Feliz Año Nuevo —me adelanto procurando articular correctamente, luchando contra la torpeza de mi lengua.
De nuevo tiembla la noche dentro de mí, con su falsa felicidad navideña.
—¿Estás borracha? —me ataca.
—¿Estoy sola? —disparo a la defensiva.
—Ya hemos hablado de esto.
—Hay gente a la que no le es tan fácil poner el punto final.
Su silencio al otro lado de la línea telefónica parece tan elocuente que necesito ganar terreno y volver a llevar la iniciativa.
—Me marcho hoy mismo, antes de que amanezca.
Ahora parece que sabe a qué me refiero. No hace falta que le diga que tenemos todavía algo a medias.
—Estaré por allí en cuanto pueda escaparme.
Cuelgo el auricular. A oscuras, me acerco a la cómoda de la entrada. Abro el cajón. Al fondo, debajo de la mantelería olvidada de las grandes ocasiones, aguarda una alimaña, negra, fría, metálica.
Mi cuerpo es, ahora mismo, un páramo roturado por la traición de Ángela. Al norte, me aguardan la sensatez, los recuerdos, los buenos momentos y las llamadas telefónicas avariciosas por retenerla al otro lado. Mientras que al sur, el estómago me supura tantas malas horas, tantas malos sueños por su culpa, porque ella ha sido la única culpable, que no me ha quedado más remedio que elegir este rumbo.
Asomada al balcón, desde la atalaya de mi décimo piso, la veo llegar en moto. Juraría que viene enfadada. Detrás de la puerta de entrada, escucho el deglutir del ascensor que se esfuerza por acercarme la presa.
Me duele el sur. Amontono reproches que pienso disparar a Ángela en cuanto la tenga delante, pero cuando abro … no soy capaz de articular palabra, desarmada por el fulgor de su cuerpo. Su figura se recorta a contraluz sobre el fondo iluminado del rellano. Sólo su voz y el arrecife de su cuerpo.
—¿No enciendes la luz?
Le concedo un último deseo. Clic. Ella ha tomado la iniciativa dejándome fuera de juego. Ahora es tan imposible el brillo de sus ojos como el fulgor metálico de la pistola que empuña con la zurda, una Smith & Wesson, plateada, 5 Balas, pequeña apenas 16 centímetros de longitud, unos 400 gramos de peso y cachas de caucho negro.
—Feliz Año Nuevo —aventuro rumbo al norte mientras me repaso la pintura de los labios delante del espejo de encima de la cómoda.
—He venido a cobrar.
Los villancicos de los vecinos de abajo prestan el contrapunto cómico a nuestra conversación.
—Di mi nombre por última vez —pido con la esperanza de cogerla con la guardia baja. En un gesto vagamente sexy, doy un manotazo a mi melena oscura. Pero su respuesta es adelantar un poco más el brazo y su amiga la Smith & Wesson—. Por favor —insisto—, que es Año Nuevo.
Y en ese instante, cuando sus labios pronuncian mi nombre, la noche se duerme dentro de mí, ya no me supura la herida del estómago. Es demasiado resplandeciente el amanecer de sus ojos, es demasiado el vértigo de su vestido rojo volcán y la consistencia de sus pechos que me hablan de pasadas pero no olvidadas locuras en la cama.
—Patricia —dice como quien pide turno en la pescadería, desmintiendo la poesía que me ha embargado durante un segundo.
—Antes me llamabas Patri.
—No he abandonado la fiesta y a mi novia para hablar del antes.
—Ok, Patri, sabes que antes de marcharte, debo recuperar algo que es mío.
Habla del dinero que le debo. Admito que tiene razón.
—Está en la caja fuerte, detrás del sofá. Está abierta —miento—. Pensaba llevarme el dinero conmigo.
Cuando se adentra en el salón y el quicio de la puerta se interpone entre nosotras, alcanzo la alimaña que guardaba para este momento debajo de la mantelería de las grandes ocasiones.
Y todo para terminar dando un gran rodeo. Dicen que para avanzar, a veces hay que retroceder. Pues lo mismo me ha pasado. Para tirar millas hacia al sur, he cogido carrerilla yendo primero al norte.
La rabia de mi estómago.
La noche dentro de mí.
Una montaña de botellas vacías recordándome la locura del alcohol.
El brazo adelantado empuñando mi Beretta.
Ángela está agazapada, indefensa, entre el sofá y la pared, codiciando el dinero de la caja fuerte, a merced de mis reproches, de la rabia que acumulo avariciosamente desde que me abandonó por esa fulana de su novia, del turbión de sangre que corre por mis venas.
—Ángela —el sabor de su nombre me endulza los labios.
Ella se vuelve. Su Smith & Wesson reposa al lado de sus pies.
Los villancicos de los vecinos de abajo.
La noche interior. El olvido. El alcohol medicinal. El llanto contra la almohada. Las llamadas telefónicas no devueltas. Estoy preparada, muy al sur de mi desdén.
A Ángela la mira ahora un único ojo oscuro, frío, metálico.