—¡Dios, no! ¡Saque esa porquería de mi vista! ¡Haremos todo lo que usted diga!
El presidente sonrió como un empresario que acaba de hacer un gran negocio. Tomó la Caja de su escritorio, un pequeño cofre maltratado, no más grande que una impresora de fotos, y la escondió en la profundidad de un cajón abierto.
—Muy bien, senador. Ahora que nos entendemos, mueva el culo y entregue esos votos.
Dejé el Salón Oval , enojado y triste. Desde que el presidente pusiera sus manos en aquella Caja de Pandora, todos estábamos a su merced. Al principio nadie le había creído. Especialmente porque se la pasaba hablando de una vieja “caja de liendres”. Todos asumimos que estaba jugando con las palabras, del modo en que todos lo hacemos. Pero entonces, la realidad de la Caja nos golpeó gracias a numerosas demostraciones presidenciales. (Aparentemente, la caja había sido descubierta en una excavación arqueológica en Grecia, financiada por la Fundación Nacional de Ciencias, desde donde había hecho su retorcido camino hasta las manos presidenciales.)
Las numerosas aperturas de la Caja de Liendres nos habían obsequiado el 9/11, la Guerra de Irak, Katrina, Darfur, la masacre de la escuela Beslan, el programa nuclear iraní, y una docena de otros desastres, incluyendo la última temporada de American Idol. (Yo había visto emerger ese último horror de la Caja con mis propios ojos).
No había modo de que alguien se opusiera a los dementes planes de esa Administración, que pudiera hacerle frente, ya que se arriesgaba a la liberación de desconocidas catástrofes.
El mundo entero se encogió sin poder hacer nada.
Podría haberme sentido más feliz, aquel día, si hubiera previsto que la próxima vez que el presidente abriera la Caja de Liendres, la única cosa que se liberaría sería un accidente fatal de mountain-bike, en Texas.
Título original: Cootie box
Traducción del inglés: Jorgelina Etze
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