viernes, 29 de noviembre de 2013

La fiesta - Nélida Magdalena González


Los duendes bailan en el bosque. La espera se hace larga. Todo fue preparado para ella la reina de reinas.
Ella llega de la mano del caballero. Ellos danzan la danza dispuesta para la ocasión rodeada de flores y perfumes que engalanan su vestido de telas sedosas. Julia, la soberana del lugar, es la mujer más dulce que ellos conocen y adoran.
El astro luminoso se esconde en el horizonte y aparece la diosa de los enamorados. La Luna blanca, muy grande, esparce una cortina de luz sobre los festejantes; los árboles dejan filtrar a través de sus ramas sus luminosos rayos que caen como hilos de plata.
El jolgorio se extiende, los animales que habitan el lugar se suman a él. Cada uno de ellos expone para la dama lo mejor que la naturaleza les dio.
El cabello de Julia se desparrama sobre sus hombros como una cascada de oro. Las luciérnagas se colocan sobre ellos, se encienden fosforescentes y los irradian con su luz. Una leve brisa trae aromas de flores y frutos autóctonos; la reina recoge el perfume y lo esparce sobre su piel delicada.
Dos duendes traen jarras con vino dulce, beben hasta el amanecer. Apresurados recogen pétalos de orquídeas y forman con ellos una alfombra. La reina la recorre descalza, antes que el sol los sorprenda y les promete regresar para la próxima primavera.


Acerca de la autora:  Nélida Magdalena González de Tapia

Problemas técnicos - Héctor García


 —Buenos días.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
—Mire, hace un mes compré esta unidad para el aseo del hogar y ahora resulta que no está funcionando bien.
—Ajá. Déjeme ver… ¿Qué le ocurre, puntualmente?
—Luego de comenzada cualquier tarea, el equipo se queda tildado por completo durante unos minutos. Después vuelve a empezar, y a parar, y así sucesivamente. He observado que no ventila bien y que la temperatura se eleva demasiado.
—¿Ha tenido los recaudos necesarios?
—¿A qué se refiere?
—A seguir las instrucciones del manual en cuanto a mantenimiento y precauciones.
—La verdad es que ando escaso de tiempo y se me ha complicado para seguir al pie de la letra las indicaciones de fábrica.
—Entonces hemos encontrado una posible explicación al problema. Discúlpeme que se lo diga de esta manera, pero es natural que la unidad termine en estas condiciones si no se cumple adecuadamente con el protocolo de cuidado. No me entra en el gabinete cómo hoy en día una computadora puede ser tan irresponsable.
—Lo entiendo y asumo la responsabilidad. Supongo que la garantía no cubrirá nada. Lo único que deseo es tener a este humano funcionando de nuevo como corresponde.
—Bien, pero no va a ser sencillo.
—¿Tiene alguna idea de qué pasa?
—Parece que tiene un virus. Por los síntomas que me describió, debe tratarse de alguna variedad de influenza. Puedo usar un antivirus, aunque tomará un par de días.
—No puedo esperar tanto...
—Entonces tendré que formatear. Pero sale más caro.

El autor: Héctor García

Stormy weather – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


La tormenta estaba sobre Grego, y al muchacho no le hacía una pizca de gracia tener que soportar un diluvio de agua hirviendo. Si bien los equipos de la nave han sido diseñados para soportar altas temperaturas, reflexionó, no creo que pueda sobrevivir a una inundación de esas características. Pero si en verdad se trata de una tormenta debería oír los truenos, ¿no es cierto? En ese caso tendré tiempo para alcanzar la cima de la colina.
—Imposible —dijo una voz turbia y taimada sonando dentro de su cabeza—, como está cerca de los mil grados, el agua es gas a presión.
¡Maldición!, pensó Grego. Cuando la montaña se desmorone impactada por un meteorito, los instrumentos colpsarán y la nave saldrá disparada hacia el infinito por efecto de la fisión nuclear; todo el planeta estallará en nanopartículas y quedaré envuelto por una nube de metales, azufre, polvo celestial y partículas iridiscentes. Viajaré a la velocidad de la luz, me fagocitará un agujero negro y será mi fin.
Sintió que cesaba todo movimiento. Abrió los ojos. Estaba en la cima de la montaña rusa.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

miércoles, 27 de noviembre de 2013

El espacio interior - Ada Inés Lerner


Cuando Juan regresa, tras haber estado sometido a las condiciones de microgravedad y a la radiación del espacio, suele volver muy débil.
Pero nada se pierde porque nada puede existir sin su doble, por eso la información que se almacena en las células queda en el ángel de la guarda y los dobles de los astronautas están en algún lugar del mundo. Si esos dobles se encontraran, alguna vez por casualidad frente a la Torre Eiffel no se reconocerían, porque encerrados en sus paradigmas verían lo que quieren ver.
Juan vive con su cuerpo sus sentimientos y en otro tiempo su doble vive con otro cuerpo otros sentimientos.
Esto puede convertirse en un juego mortal. Juan pasó por esta experiencia metafísica atravesando miedos.
Pasaba por la Strassenbauer cuando ve sentado en una mesita, en un pequeño bar, a un sujeto parecido a él. Demasiado parecido. Pensó que era un engañoso reflejo y se volvió. El hombre seguía sentado en el lugar y aunque iba de camisa verde, traje marrón claro, zapatos al tono, era evidente que el parecido era asombroso. Se detuvo y lo enfrentó pero el otro siguió conversando con su vecino de mesa sin prestarle atención. Juan se sintió ridículo y se alejó muy intrigado. Como se dirigía a la universidad buscó en la biblioteca a Frau Kreimer quien comenzó a explicarle sobre el desdoblamiento del tiempo.
Más que confundido se dirigió a una iglesia pero el sacerdote le aconsejó conectarse a sí mismo y perdonarse el pecado original. Juan se quedó intrigado frente al altar y le preguntó al Señor, pero ya sabemos que en ciertos momentos el silencio de Dios puede ser agobiante.
El chaleco de fuerza suele dejarlos débiles y exasperados pero le dio cierta seguridad: nada más podía sorprenderlo. Y no es poca cosa para quien regresa del espacio interior.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

La cruz gamada - María Ester Correa Dutari


Le habían dicho que allí encontraría la paz, que estaría a salvo. El sitio: el gran Hotel Viena en Laguna Mar Chiquita. Un lugar de bosques vírgenes, frente a una laguna de cuenca cerrada y avistaje de pájaros
Mete la mano en el gabán. Toca el objeto que es su salvoconducto. Águilas imperiales en mármol, y la insignia en el frontispicio. Hombre alto, peinado a la gomina, pelo cruzado sobre su frente, barbilla, grande, ojos negros profundos. Bigotes estilo germánico. Lleva un maletín de cuero negro. Escapa de la guerra y de una segunda muerte. Germanófilos hay en todos los sitios.
La noche y la bruma tornan el lugar en lúgubre. La tormenta arrecia. El rostro surcado por gruesas líneas de agua salada. Sube los escalones, y golpea el portal.
—¡La contraseña! —gritan desde dentro, en alemán. Por la mirilla muestra el símbolo de las SS.
Al abrir la puerta todo le es extraño. Objetos que en su vida no existen. Pantallas que emiten luces, muestran personas. Sonidos estridentes escapan de esas cajas. Los adornos futuristas, algo ha visto en las distintas ferias en Hamburgo. Camina. En la cocina el almanaque, diciembre 1974. Sorprendido y asustado aprieta su tesoro. Claves, y resultados de experimentos genéticos. Nadie lo recibe, extrañado se da cuenta que ha viajado a través el tiempo, desde 1945. —Otra oportunidad —murmura. Sonríe cínico. Se detiene, recuerda. La hoguera, el pacto, el arma, el tiro de muerte, Eva, los soldados, la mañana, la sangre, los despojos humanos por doquier, las bombas, Berlín sitiada….los rusos, los americanos, los soldados en la madrugada lluviosa haciendo el pozo en el fango, tapando con cal los cadáveres…
Abrumado, toma asiento. Emprolija papeles, los mira fijo y se frota las manos satisfecho, allí están…. Disfruta y descansa. Las huellas del pasado están en su cuerpo. Parecen cien años, o más. Los espejos del comedor reflejan un hombre de sólo cincuenta. Oye pasos. Tras de sí aparecen los que ya no están. Mutantes que se desarman y emanan olor fétido.
—¡El oro, queremos el oro! —reclama uno de ellos que luce un raído uniforme del Reich del que salen gusanos y alimañas.
—¿Qué oro?
—Ya sabe, el de la guerra. También queremos los informes que dan la juventud eterna. —A medida que habla caen brazos, manos, dientes. Los otros deambulan por las habitaciones desordenando el mobiliario.
—¡Jamás entregaré lo que piden! —Se aferra al futuro y el de las generaciones de nazis por venir. El sueño de lo eterno y la pureza de la raza no será objeto de mercadeo.
Forcejea. Saca la cruz gamada que esconde bajo el abrigo, la dirige hacia la luz, abre una pared cristalina. Escapa, corre por el parque. Se acerca a la humarada.
El cielo sangra, jadea, el lodo hace imposible la marcha. Resbala, se incorpora. A punto están de atraparlo, abre la maleta, el viento helado se lleva las hojas que contienen los secretos.
Se acercan. Los tiene encima, babosos, malolientes.
Divisa los soldados encargados de rociar su cuerpo. Remueven los cuerpos. Desaparece en las cenizas que han quedado como rastros del suicidio.

Acerca de la autora:

lunes, 25 de noviembre de 2013

Nunca hicimos – Lucila Adela Guzmán


—¿Podrían ustedes decirnos en qué nos hemos equivocado? Hicimos todo lo necesario para lograr el éxito, anotamos las fechas de ovulación, nos hemos hecho todos los controles y seguimos todo el tratamiento hormonal al pie de la letra. La substancia ha sido minuciosamente manipulada, traída especialmente desde el planeta YY 540. La leche vital fue teletransportada siguiendo las más rigurosas normas de mantenimiento y almacenaje. Fue inoculada en nosotras frente a la mirada esperanzada de toda la humanidad, y nada...
—Tranquilícese... una comisión investigadora estudiará en profundidad los pasos a seguir —dijo el hombre proyectado sobre una pared de aire.
—¡Queremos ya una respuesta! Nos queda poco tiempo... nuestro planeta, la Tierra quedará, según los cálculos, vacío para el año 2594, es imperioso lograr la continuidad de nuestra especie. Necesitamos engendrar hombres que traigan consigo la capacidad de ser fértiles. La organización mundial de la salud nos ha notificado que la medida de abolir los primitivos celulares ha sido tomada demasiado tarde, nuestros hombres nacieron estériles y por alguna inexplicable razón no podemos reestructurar el ADN. Así es que esperamos una rápida respuesta de parte de sus investigadores.
—¿Sabía usted que los habitantes de YY 540 siguen utilizando aquellas prácticas obsoletas de procreación? Quizás si... —titubeó el ministro de planificación poblacional junto a su holograma
La mujer se ruborizó pero se animó a entender la causa del fracaso, el gran error... Ninguna de ellas había pensado en utilizar otro método que no fuese el establecido por el ministerio de salud pública y hacía siglos que la mujer no usaba al hombre para conseguir placer... en el planeta Tierra ya no se practicaba aquel antiguo método y la realidad es que nadie recordaba... como hacer el amor.

Acerca de la autora:
Lucila Adela Guzmán

Hojarasca - Laura Olivera


Nada más estéril que enredarse en conjeturas sobre el pasado; el que se interna en ese laberinto de preguntas sin respuesta pierde el tiempo y además está condenado a no salir jamás. ¿Qué hubiera sido de mi vida si en lugar de esto hubiese hecho aquello? ¿Y si hubiese tomado aquel camino en vez de este? Qué inútil, qué estúpido es mirar atrás con remordimiento. No lo hice nunca y no voy a hacerlo ahora; solo me arrepiento de no haber visto nunca el mar.
Entre mis recuerdos, más que nada veo caras: las caras que fueron pasando. La primera, naturalmente, es la de mi vieja: mamá joven y hermosa, los ojos negros, el eterno rodete sobre la nuca. Todavía puedo cerrar los ojos y dejarme envolver por el olor a primavera que tenía mamá. Puedo oírla incluso, hablando en susurros, con su ritmo pausado y modos tan suaves que podría haber acabado con todas las guerras del mundo. El día en que murió me sentí más solo que nunca y algo de esa soledad se quedó conmigo para siempre.
Después está la cara del loco Artuzzi, con esa nariz de pájaro tropical que toda la vida se empeñó en ocultar a la sombra de una gorra con visera. Recuerdo que en el velorio del loco la hermana se peleó con el funebrero porque no admitía que lo hubiesen expuesto en el cajón sin su gorra. Decía, me acuerdo, que el hermano se hubiese vuelto a morir si se veía así, con la nariz expuesta a la mirada morbosa de todos. Fue mi amigo del alma, el hermano que no tuve, y aquel día en el velorio me volvió ese dolor a medias físico, un vacío en el pecho que no puede ser otra cosa que la más irremediable soledad.
La cara de mi viejo aparece también, pero más difusa, y se me ocurre que quizá todavía esté vivo, vaya uno a saber. Alguien me dijo alguna vez que crecer sin padre lo hace a uno más débil, o más fuerte, no me acuerdo. A mí no me hizo nada, así que hace ya tiempo le perdoné la fuga.
La última cara, por supuesto, es la de Lucía, la única mujer que amé. Era una cara redonda y hermosa, con ojos verdes, con labios finos, con pecas hasta el cuello. La primera vez que la vi, el instante preciso en que me enamoré de ella, tenía un vestido azul que la hacía parecer madura, aunque no pasaba los veinte años. Trabajamos en el mismo piso durante diez años y jamás encontré el coraje para acercarme a hablarle porque ¿qué puede uno decirle a un ángel? No. No hubiera sabido cómo hablarle. De modo que a Lucía la amé de lejos y me pasé los años mirándola en secreto y tramando sueños. Imaginaba que Lucía me quería y que vivía conmigo y que teníamos hijos y que éramos felices. Un día se fue y no la vi más, y tiempo después supe que se había casado. Recuerdo que me alegró saber que quizá Lucía hubiese cumplido la mitad de mi sueño. Todavía me pregunto si alguna vez supo mi nombre.
Lo cierto es que me enorgullece haber tenido un amigo como el loco Artuzzi, una madre como la vieja y una mujer como Lucía.
En cuanto a mí, estoy satisfecho con el hombre que fui; habré tenido mis errores pero todo lo abordé con intenciones nobles. Lamento no haberme hecho el tiempo para creer en Dios. Ahora, porque sé que me estoy muriendo, me gustaría creer que existe. De todas formas lo voy a saber muy pronto y la noción de estar a punto de cruzar el umbral me hace arder la sangre y además me dan ganas de llorar porque, carajo, la vida es linda. O, al menos por un tiempo, fue linda. No es fácil ser un croto. Es otra forma de vivir en la que, contrariamente a lo que pueda pensarse, el hambre es lo de menos; yo dejé de sentir las tripas hace años. Lo curioso, lo nuevo, lo extraño, es ser ignorado. Porque al cabo de un tiempo uno empieza a dudar de su propia existencia. Yo concluí que ser croto es ser un fantasma, un espíritu perdido vagando entre la gente de ciudad. Los cientos de hombres y mujeres que a diario me ignoran siguen haciendo sus vidas: aman, ríen, lloran, mueren. Y los pájaros siguen cantando, y las luces se encienden y se apagan, y las hojas caen y vuelven a crecer. El mundo sigue girando y uno es un croto.
Hace ya diez días que decidí dejarme morir. Aquí, ¿dónde más? Me dejé caer aquí, en la plaza que fue mi hogar durante tantos años, y ahora espero. Sin prisa, pues el tiempo sobra cuando de morir se trata. Solo que empieza a cubrirme la hojarasca y las ramitas me hacen cosquillas pero ya no puedo moverme. Hay niños jugando muy cerca, madres conversando en los bancos, viejitos que arrojan migas a las palomas. Lo sé porque los he visto, aunque ellos nunca me vieron, no realmente, porque soy invisible, soy nadie, soy nada.
Aquí voy, ya la siento cerca. Las hojas revolotean en círculo sobre mi cuerpo inerte, pues se ha levantado un viento fresco que tiene olor a final.


La nave surca el mar – Héctor Ranea


—¡Rayos y centellas! —gritó Michael Sandokan a bordo de la “Tetas Ardientes” al ver que la nube mammatus le había escondido la visión en el horizonte de la tsunami.
Era la ola más exagerada que hubiera visto –y había visto tantas– y viajaba tan rápido que tuvo que pedirle a sus compañeros que se esforzaran al máximo para virar hasta enfrentar de pura proa a esa pared de veinte metros de altura (el doble de su mástil).
—Espero que no me falle el motor, maldito uranio empobrecido —gritó en medio del viraje y sin saber por qué, al tiempo que veía que la mammatus hacía su trabajo generando, en su evolución compleja, una enorme proyección cónica.
—Me caigo y me levanto; si encima tengo que sortear el tornado me hago pis acá mismo.
La nave tomó la enorme ola de manera elegante, con agilidad y sin sobresaltos. La navegó como un mar empinado y cruzó la abrupta cresta encontrando que la siguiente ola estaba lejos como para presentar demasiada caída en la cara trasera. Habría que pasar la próxima.
—¡Derecho avanti! ¡A toda máquina! —gritó sin necesidad. Sus compañeros comprendían la situación perfectamente y, sin decir ni agua va, prestaron toda la atención a la situación de los motores. La “Tetas Ardientes” ronroneaba sin fatiga. Pero en la cobertura nubosa el tornado era inminente. Por un golpe de fortuna, sin embargo, éste se dirigió a babor del barquito y no lo afectó, es más, al poco rato, una vez superada la segunda cresta del tsunami, llovieron buenos peces, la mayoría de ellos con poca radiactividad, la suficiente como para dejarlos libres de piojos. El problema era el faltante de uranio empobrecido para la propulsión, claro.
Michael Sandokan llevo la nave hasta el puerto pero no entró en la bahía. Los barcos robots tenían todo controlado y no dejaban traspasar cierto límite, pero permitían el comercio. Hecho el pedido de uranio empobrecido para sus turbinas, Sandokan miró a su alrededor. De la isla quedaba poco: afloraba un par de centenares de metros el otrora orgulloso volcán tantas veces retratado por el gran Hokusai. Lo demás eran islotes artificiales. Entregó la carga de peces a cambio de su combustible. Esta vez le salió barato, gracias al tornado. Contento con el tráfico realizado, puso proa a la isla de California.
Cuando tuvo todo bajo control, dio las últimas instrucciones a sus androides compañeros, cenó un pescado apenas macerado en un contenedor de aceite, luego encendió un cigarro cubano, se sirvió un sake fluorescente de medusa y entornó los ojos dirigiéndolos hacia el infinito.
—Mientras tenga para hacer negocios, que me la manden todas como las de esta tarde. ¡Sí señor! Puedo ser optimista esta temporada.


El Autor: Héctor Ranea

sábado, 23 de noviembre de 2013

El miedo del Señor Lagunsa - Cristian Cano


Salgo afuera porque no aguanto más el encierro. Las llaves me parecen cuerpos extraños, como maquinas frías y ajenas. Les tengo miedo. Cierro y las olvido en un bolsillo de la campera. Decido ir a lo de un amigo y a la mitad del trayecto me doy cuenta de que no es más mi amigo; si lo fue, hoy quedan los restos. Freno para prender un Benson y hago como que me olvido algo metiendo las manos en los bolsillos. Pego media vuelta. Sé que los intereses ya no son los mismos: hay vestigios de oscuridad y no le encuentro asidero a la incongruencia. Termino metido en un café o en alguna librería. Después de hablar con la empleada cuestiono qué clase de persona escribe un libro junto a una desconocida. En primera instancia es confuso y hasta parece una hazaña literaria, pero no lo es. Es algo más. Es un desafío disfrazado. Pongo los puchos y el llavero sobre la mesa como si fuesen un trofeo: el recuerdo constante de la derrota del miedo. El mundo irreal que te devora. Los dos cuerpos extraños, las dos piernas del monstruo.


Acerca del autor:  Cristian Cano

Dama negra - Fernando Andrés Puga


Estaba yo sentado en el banco de la plaza, enfrascado en la lectura del último libro de mi poeta favorito, cuando me distrajeron unos pasos apenas perceptibles a mis espaldas.
Me volví y nadie. A estas horas, cuando el sol cae y comienza a refrescar, la plaza suele estar deshabitada, y hoy no era la excepción. Sólo yo, demorado en la lectura, y una silueta a lo lejos. Algo intrigado, continué con el poema que tenía entre manos:

No fue la pereza de las gotas,
ni las agujas en las plantas de los pies.
No la rotunda ausencia de luz,
ni las sonoras pisadas.
No fue el reflejo de la angustia en las vidrieras,
ni el neón tartamudo del kiosco de la esquina.
No el chiflete entre las articulaciones de los huesos cansados.
No el silbar de ruedas en la noche.
No.
Descubrí sus intenciones recién cuando la tuve frente a mí.
Tarde.
Ninguna artimaña podrá librarme de su abrazo.

Levanté la vista y allí estaba. Negra y con un brillo seco en los ojos. Me tendió la mano y dijo con dulzura:
—Vamos, Fernando. Ya es la hora.
Como humilde peón, seguí sus pasos.

Acerca del autor:
Fernando Puga

jueves, 21 de noviembre de 2013

ELEctrizante carrera de caballo y torre (microcuento de ajedrez) - Héctor Ugalde


El caballo juguetón tenía ganas de correr, por lo que retó a la torre a una carrera hasta el final del tablero.
Soltando una carcajada, la torre aceptó dándole al caballo la ventaja de comenzar primero una carrera que creía ganada fácilmente.
Así que el caballo comenzó tomando impulso y dando un salto ELE...vado.
La torre vio el esfuerzo del caballo que a duras penas lo llevó un par de casillas más adelante y sabiendo que podía llegar de un solo movimiento a la meta, se sonrió y solamente dio un paso adelante.
El caballo entonces, hizo una cabriola ELE...mental.
La torre ya se estaba aburriendo de esta tonta carrera, y bostezando dio otro pasito imitando al peón.
En respuesta, el caballo relinchó alegremente dando un brinco ELE...gante.
Distraída en sus propios pensamientos, la torre ya no estaba al tanto de la carrera, soñando en la gloria de ser la gran y única campeona en carreras de ajedrez de todo el mundo, caminó tranquilamente otro paso.
El vivaracho equino terminó con una pirueta bien ELE...gida, y llegó a la meta.
La torre se quedó con la boca abierta. No podía creer que el caballo, con aquellos pequeños y zigzagueantes brinquitos le hubieran ganado a ella, una torre, de extrema y directa velocidad.
¡No te preocupes! Yo sé que no soy un caballo de carreras. Soy un caballo de brincos, saltos, giros y piruetas, es decir que soy un caballo de ajedrez.

Acerca del autor: 

Moscas - Héctor García


Ismael A. Hopkins, el antropólogo más controvertido de los últimos tiempos, estudió durante años la relación histórica entre el hombre y la mosca. Producto de sus esfuerzos podemos citar dos obras colosales: por un lado, su tratado de once volúmenes Sobre la influencia de las moscas en la vida social y espiritual del Homo Sapiens y sus ancestros, donde describe de qué modo este insecto inspiró verdaderos sistemas culturales y religiosos, que en muchos casos sentaron las bases de algunas de las civilizaciones más poderosas de la Edad Antigua; y por otro lado, el libro de divulgación Las moscas del Señor, un intento de giro copernicano lleno de ejemplos que buscan demostrar, de manera contundente, que estos dípteros son en realidad nobles y dignos del más acérrimo respeto.
Cada uno de los tomos de "Sobre la influencia...", fruto de una investigación meticulosa y de un trabajo científico impecable, se encuentra impregnado de incontables datos reveladores. Allí mismo se habla del culto a Baal-Zebub, el Señor de las Moscas, muy difundido entre ciertos pueblos de Asia Menor y del norte África. Los adeptos se reunían y danzaban alrededor de ciclópeos ídolos de arcilla, imitando el revoloteo de la mosca en torno a un cadáver, para reforzar vínculos con el plano inmaterial de sus existencias, ya que veían en la aglomeración de estas criaturas la manifestación incorpórea o los remanentes del alma de lo que alguna vez fue un ser vivo.
Si deseamos indagar más profundamente en el origen de este tipo de costumbres, debemos remontarnos a los albores de la humanidad. Hopkins, tenaz defensor de la hipótesis de que fue el Homo Habilis el primer primate en desarrollar el sentido de lo espiritual, encontró evidencia de que algunos de estos homínidos veneraron a la mosca como deidad relacionada con la Vida, al notar el surgimiento de larvas sobre diversos tipos de materia orgánica en descomposición, anticipándose en varios miles de años a la aparición de la teoría de la generación espontánea. Pero también existen indicios de que, simultáneamente, otras tribus asociaron a este insecto con la mismísima Muerte: el conjunto de moscas que rodea a un cuerpo inerte y putrefacto trabaja en él para llevar el alma al Más Allá.
"Vemos que el hombre consideró a la mosca, entre muchas otras cosas, como su primer Dios de la Muerte y como su primer Dios de la Vida. Dos aspectos de la Naturaleza tan antagónicos proyectados sobre un único objeto de culto; ¿no es esto prueba suficiente de la importancia que han tenido estas criaturas en la historia de la humanidad? ¿No resulta por lo menos execrable, entonces, que el género humano, haciendo caso omiso de estos hechos, haya terminado vilipendiando y persiguiendo por tanto tiempo a tan ilustre especie?", escribiría posteriormente el destacado investigador en Las moscas...
Sin embargo, todos saben que su ardua tarea no fue bien recibida en el ámbito científico mundial. Famoso es el altercado que protagonizó en el Séptimo Simposio Internacional de Especies Extintas. "Vamos, amigo, tanta espiritualidad no borra ni justifica la masacre que exterminó a los humanos hace tres siglos. Sólo ha conseguido dejar en claro que las moscas, además de ser bichos desagradables, son de lo más vengativos", le espetó un colega odonato en medio de una acalorada discusión. Hopkins, molesto por el improperio, zumbó dos o tres injurias y voló raudo en busca de algo dulce con que entretener sus velludos palpos maxilares.

Acerca del autor:
Héctor García

martes, 19 de noviembre de 2013

El viento sopla cosas extrañas - Héctor Ranea


Como siempre que sopla el viento norte, las cosas se ponen raras en el pueblo. Los viejos se vuelven locos por las mujeres más jóvenes, las botellas de cerveza parece que se gastan solas, las polleras de las mujeres se pliegan para arriba. En suma: un desorden. Encima, en el patio de casa aparecen pájaros raros, traídos de quién sabe dónde, del norte, claro.
Una vez cayó un pajarraco bien zancudo, con el pico largo, el cuerpo con plumas negras, bastante golpeado porque debe de haber volado a los tumbos. El primero en verlo fue mi hermana, pero apenas la bestia bípeda empezó a graznar, tiramos la filmadora y nos guarecimos en el refugio para bombas hasta que se fuera.
Hoy, uno de los primeros días de viento fuerte, apareció un pájaro aún más raro. Ni idea de dónde pudo venir. Primera vez que veo un pájaro con brazos y piernas como de los nuestros, pero con alas, aunque bastante hechas pelota, por cierto. Y puteando como el verdulero de la esquina cuando encuentra media docena de naranjas picadas. Sus alas eran raras, multicolores, llenas de brillos, luces, sedosas.
Un aura que emanaba de la cabeza del pájaro me sonaba parecido a algunas pinturas que habíamos visto en el refugio. Como mi hermana no está más, me acerqué solo al pajarraco, le apunté con la pistola que nos había dado mi padre y, justo cuando le iba a dar un buen tiro, se da vuelta, me ve y me dice, airado:
—¡Bajá la pistola, piba! ¿Nunca viste un paracaidista?


Acerca del autor:  Héctor Ranea

La revolución cuasihípica – Daniel Alcoba


En las bodegas del carguero acqua- photonic Al aslakus, y en los tres furgones de arrastre, además de las aeromotos, las piezas de artillería, los fusiles de asalto, los misiles, las cajas de explosivos y los ejemplares del Corán trilingüe (árabe, quechua y castellano), viajaban cuatrocientas noventa cuasiecas árabes y siete sementales de diversos pelajes, que procedían de las caballerizas del instituto Yafar al-Mawkibun , que eran todos los animales que habían podido salvar del avance de las tropas de la OTAN hacia el sur, hacia las fuentes del Nilo, al final de la III Guerra de El Cairo, y medio millón de embriones congelados, que procedían de una cabaña de cría de Damasco.
Los cuasiecos, una especie transgénica que Zan el-Din y Yafar al-Mawkibun consiguieron insertando en células madres de caballo árabe, genes de dromedarios, jirafas de Nigeria y aún otros animales que sólo ellos y el Todopoderoso sabrán.
Son capaces de beber agua de mar con buen provecho, porque están dotados de un órgano desalinizador, y también se pueden alimentar tanto de pura celulosa; verbigracia: tres paquetes o resmas de quinientas DINA 4 por día y animal, más una pastilla de complementos lipoproteícos vitamínicos–. Pero también comen trapos viejos, siempre que se trate de fibras vegetales, madera sin pintar, pescado, mariscos y verduras de cualquier clase, con la excepción de las coles, que digieren muy mal con meteorismos intestinales profusos, en ciertos casos borrascosos.
Zan el Din, padre de la bioingeniería militar muyaidín y Yafar, más lírico que su maestro, crearon, antes que un arma de guerra, la cabalgadura que siempre habían soñado los beduinos que fueran sus antepasados: más veloz en la marcha, el trote, el galope que los caballos de carrera a causa de los remos más largos y poderosos, resistente a la sed y al sol de desierto, pero también al frío y a la humedad extrema. Capaz de beber agua salada y reciclarla en dulce como una pequeña planta potabilizadora viviente, gracias a un órgano específico llamado nadhun . La especie era también apta para almacenar grasa como reserva alimenticia contra las hambrunas, en una giba horizontal pareja, estable, muelle como un cojín, que permitía montarlos en pelo sin apenas otras molestias que el ir sentado sobre una especie de brocha gorda colosal y de alambre, que atravesaba el algodón de la chilaba y la tela de los pantalones como si fuese manojo de alfileres.
¿Para qué podían querer los beduinos nuevas cabalgaduras, puesto que ya habían abandonado los dromedarios a los parques temáticos del desierto desde hacia tiempo para traficar con aerofurgones, cargueros solares, grandes cáfilas de eco zepelines?
Los querían para dar largos paseos, competir en las carreras, saltar obstáculos en los concursos saharianos, alturas que los caballos no podían superar, y sobre todo usarlos en las paradas, tanto militares como nupciales; y también por apego ancestral de jinetes recalcitrantes, enviciados con esto de llevar un buen montón de carne entre o debajo de las piernas.
Que los cuasiecos enamoraran tanto –y más aún– a los quechuas del altiplano y de las tierras costeñas, como lo hicieran en primer lugar con los árabes sus diseñadores, y las tribus del desierto arábigo y nordafricano, no es tan misterioso, los quechuas son versátiles. Y además, en principio, la población andina los percibió como llamas o guanacos gigantes. Eso explica las toponimias que cuajaron en los primeros cinco años de cuasiequerías andinas chúcaras: Jhatumpachakkarhuapampa (Pampa de las llamas gigantes) en el emirato del Cuzco, se llamó la primera reserva de cuasiecos en libertad, y largo fue también el nombre de la llanura alta boliviana que vio criar a las primeras cuasiecas bravías de sudamérica en el Emirato de Bolivariyya: Hachatansahuanacupatanakata, largo como tristeza de indio, y hasta japonés parecía.
Quechuas y aymará hablantes no tardarían en coincidir adoptando la palabra “cuasieco”, es decir, la castellanización apocopada del nombre científico latino de la especie: quasi equus dromedarius camelo pardalis formæ .
De ese modo, los lingüistas indios, académicos conservadores donde los haya, que prefieren las palabras kilométricas de raíz aborigen a los neologismos latinizantes, devolvieron a las toponimias la realidad del habla y las reservas ganaron su nombre natural: Cuasiecokunapampa, ya del Cuzco, ya de Bolivariyya. No hay más que esas dos, los cuasiecos restantes del país viven en campos cercados, haras, cuasiequerizas militares, establos y clubes cuasihípicos de las grandes ciudades.

Acerca del autor:
Daniel Alcoba

domingo, 17 de noviembre de 2013

Frente a frente – Héctor Ranea


Quedó frente a frente con el monstruo.
—Vine a comer —dijo el recién llegado.
—En eso estoy, míster —le dijo, tragando saliva.
—Ábrame paso.
Le dejó un lugar cercano a él a la mesa. El resto de la gente del restorán había ido en dirección a Villadiego.
—No le quedó mucho, para serle franco. Hace un segundo no sabe lo que era esto. ¿Qué le hubiera apetecido? Podría ver si quedó algo de sopa.
—Francamente, no tengo nada pensado. Puedo comer cualquier cosa —dijo mirándolo con ludibrio, el que cuando llega a comer no hay tutía.
—Puedo ofrecerle algunos snacks —dijo rebuscando en su mente algún alimento adecuado para el monstruo. Pero éste contestó:
—¿Me va a arreglar con papas fritas, maníes, esas cosas?
—Me toma usted por sorpresa. Podríamos salir a cenar si no encuentro guiso. ¿Qué le parece?
—Mmm… ¿Le parece guiso, con esta calor?
—Este calor. No se dice más esta calor.
—¿Me está enseñando hablar castellano? —Para el final de la frase, la entonación era francamente audible como el trueno de un rayo a cien metros.
—Es un hábito, ¿vio? Los docentes tenemos eso. Cálmese, que aún podemos hacer una buena comida juntos. ¡Vamos a la heladera, acompáñeme!
Con recelo, lo acompañó. Sus experiencias en una cocina eran cualquier cosa, menos agradables. Habían intentado clavarle cuchillos, cortarle con hachas, incluso encerrarlo en las conservadoras. De todas había salido gracias a su fuerza descomunal.
—Pero antes, déjeme que ponga un poco de música. ¿Le gusta Bach? Creo que el dueño tiene las Suites para cello por Pierre Fournier. Le va a encantar. Es como si las cuerdas fueran de seda antigua, destilan profundidad, como cantadas por la garganta de un dios antiguo. Palabra. Usted busque en aquel anaquel, yo me quedo en este.
Ganas de salir corriendo no le faltaban, pero iba a ser inútil.
Entró en la cocina mientras el otro revolvía con todo el cuidado posible el exhibidor de discos. En la cocina había, efectivamente, unos cuantos cacharros llenos con comida de la buena. Pocas porciones de cerdo asado con adobo de perejil y ajo caramelizado, un par de pechugas de pato confitado, la pierna de un borrego breseada con buena cantidad de verduras, una olla con bisqué de langosta del Pacífico con ensalada de locos e hinojos, un par de dorados medianos a la parrilla y mucho helado: de coco, de mandarina y mango, de chocolate amargo, de limón con arándanos… probó de éste para tener un último sabor agradable en el gaznate.
El monstruo abrió con violencia la puerta que casi se cayó de los goznes.
—¿Dónde está el vino? —preguntó —Tengo apetito de vino.
En el salón sonaba Bach. La Suite en Sol Mayor.
—Allá tienen el depósito. Esta comida ¿la juntamos toda o seguimos las reglas de cortesía del conde ruso para comerla?
El monstruo dio una ojeada.
—Empecemos por el principio. El bisqué me puede.
Empezaron por el bisqué. No se puede saber si siguieron por orden alfabético o qué, pero lentamente fueron dando cuenta de todo. Él servía porciones proporcionales al tamaño e inversamente proporcionales a las ganas de salir corriendo. Pero al cuarto vaso de Malbec estaba más con ganas de abrazarlo al monstruo, si hubiera podido, que de huir.
No quedó ni helado de frambuesa y menta. Ni una porción de yogur para el curry, el pollo tandoori y las porciones de basmati descomunales que desaparecieron dentro de las fauces del monstruo como Jonás dentro de la ballena.
Se bebió los litros de vino, masticó las piernas de novillo, trituró las achuras de cordero, desmenuzó las heladeras de pescado friéndolos en un santiamén, digirió las langostas antes de llegar a los postres, rumió las escarolas, los purés, las salsas sin pausa, casi sin detenerse a pensar, como si el orden estuviera inscripto en alguna instrucción prenatal.
Mientras, el parroquiano decidió que era hora de pegar el también el camino a Villadiego. Había amanecido hacía rato, de hecho era el segundo día.
Pero al salir, estaba el dueño del mesón, hacha en mano y fusileros del Rey en ristre.
—¿Adónde vas, camarada, sin pagarme un puto peso?
—¿Te salvé el negocio de este ogro y me pagas con esa imbécil ironía?
—¿Y con qué armas me salvaste, seré curioso? —dijo el otro con escarnio en su tono.
—Lo alimenté para que no se alimentara conmigo. Obvio.
—¿Alimentaste? ¿Le diste de comer a esa bestia? ¿Qué carajo has hecho, imbécil? ¡A quién se le ocurre darle de comer al huérfano?
—Con más razón si lo es, ¡coño! No vas a dejar al ángel hambriento. Bendito sea quien me acoja en su casa…
No lo alcanzó a terminar. Al menos no con la cabeza en su lugar, porque el tabernero se la cercenó de un golpe de hacha.
El verdugo se dio vuelta ante los azorados fusileros que no acertaban a entender de dónde les venía el chorro súbito de sangre.
—El imbécil le dio de comer a Pantagruel. Ahora volverá el desgraciado.
Cuando entraron a la cocina, el monstruo se había ido habiéndose llevado consigo todas las morcillas, los quesos y una bolsa de papas.
Había dejado un cheque por una suculenta suma. El mesonero pagó con una pequeña parte de ella el funeral del infortunado parroquiano decapitado. Un entierro parco, se entiende.

Acerca del autor:

Escondite - Laura Olivera


Durante horas me han perseguido sin tregua y ahora, desde mi magistral escondite, puedo observarlos sin miedo: ahí están los tres hombres, cobardemente refugiados bajo sendos paraguas negros, tres figuras espectrales envueltas en una bruma violácea, tramando sin duda una nueva estratagema para atraparme. Sus voces no me llegan pero sé que están recriminándose el fracaso de la pesquisa porque habían pensado que este predio, casi un descampado, sería una ratonera. El más bajo de ellos gesticula con energía, diríase que reprendiendo a los otros dos, que parecen agachar la cabeza, aunque apenas puedo verlos bajo esos enormes paraguas. Creo estar sonriendo. ¡Qué extraordinario ha sido mi escape! Increíble verme a salvo en mi escondite después de haber estado tan cerca de caer en sus garras, cuando uno de ellos, cuyo rostro no llegué a ver, cuyo aliento pútrido me produjo náuseas, cuyas manos me asieron brutalmente por los pelos, arrastrándome unos metros sin soltar el estúpido paraguas y pareció ser el final. Es cierto lo que tantas veces he oído decir: cuando uno cree que está a punto de morir ve imágenes de toda su vida. En un solo y fugaz instante vi la casa de mi infancia, las manos de mi abuela, la matinée de mis años tontos, la cara de Raúl, mi compañero, mi otra mitad, mi único amor, que ahora está perdido, o desaparecido, como dicen. Aún no sé cómo lo hice, de dónde provinieron esas fuerzas demenciales, pero el caso es que luché y me retorcí como un pez encabritado, sentí sus dedos de bestia estrujándome la carne, luego la caída y la punzada de dolor en el vientre, mis piernas batiéndose en el fango hasta verme libre. Logré así burlar al canalla que me persiguió como un imbécil, pisándome los talones pero trastabillando aquí y allá, resbalando en el suelo viscoso hasta perderme. En la tiniebla húmeda corrí como nunca, y cuando ya las piernas flaqueaban me sentí caer en este providencial agujero en la tierra desde donde puedo ver sin ser vista. Me queda esperar a que mis verdugos desistan para salir del hueco y escapar definitivamente. El que parece dar las órdenes hace un gesto y los otros dos lo siguen. ¡Vienen hacia mí! ¿Cómo es posible? ¿Me han descubierto? Sin alternativa, permanezco inmóvil, de cara al cielo, bebiendo un poco de la lluvia que me moja los labios, sin perder la calma que me invade desde que hallé este escondite. De pronto pareciera que ha dejado de llover, pero no tardo en comprobar que no, que en realidad son tres paraguas que me hacen las veces de techo y ahí están ellos, mis perseguidores que, apenas inclinados hacia mí, me miran como a un animal que ha caído en una trampa. Continúo inmóvil, como si quisiera camuflarme en el barro que ya comienza a inundar mi zanja, el escondite que había creído infalible pero que ha fallado. Curiosamente no tengo miedo pero me preparo para defenderme, en guardia, despierta, lista para lo que sea, y sin embargo, no siento la sangre bullir en mis venas, pero entonces ocurre lo inaudito: los tres hombres se miran y se van. ¿Me han perdonado la vida? Aún alerta, intento comprender, pero ya el caudal de barro es una catarata constante, mejor será salir de este escondrijo lo antes posible, pero no puedo. Mis miembros no se mueven, mi cuerpo no responde y ya el barro me cubre la boca cuando, como en un sueño terrible, el cielo se ilumina y le arranca un destello a la hoja del cuchillo hundido en mi vientre. No estoy despierta entonces, pero tampoco estoy dormida; cuánto tiempo habré pasado aquí, haciendo conjeturas bajo la lluvia como si hubiera estado viva. Y entonces me vuelve el recuerdo del hombre que me sostiene por los pelos, sólo que esta vez lo veo arrojar el paraguas a un costado, lo veo alzar el cuchillo y me parece estar gritando otra vez. Le veo la cara, es blanco y feo, me arrastra hasta la zanja y allí me arroja, luego vuelve con sus compañeros de faena para relatar lo ocurrido; lo habrán reprendido sin duda por no capturarme viva. Le doy gracias a Dios por eso, mientras el obstinado barro se desliza sin cesar por las paredes de mi zanja, de mi escondite, de mi anónimo e irremediable sepulcro.


Acerca de la autora:

viernes, 15 de noviembre de 2013

Consecuencias de un terremoto – Héctor Ranea


Tal vez fuera consecuencia del terremoto en Aldwych o de algún factor relacionado con el amor a Ariabella, pero un día Kirlian Josephson se despertó sin poder recordar nada de lo que había leído. No recordaba “De profundis” de su amado Wilde, ni ninguna novela de Joyce, mucho menos algo de Kipling de quien, se decía, nada había leído. Tampoco recordaba los trabajos de la relatividad de Einstein, su pasión en la vejez. Su mente estaba casi en blanco; aclaro, recordaba haberlos leído, pero no qué decían allí o sólo vagamente. Entonces emprendió la tarea de releerlos.
Comenzó, claro, con Homero. Ahí se enteró de la muerte de Héctor, su compadre. Lloró amargamente, como así también, en su momento, la ceguera de Edipo y muchas otras cegueras.
Durante una noche con Ariabella, toco algo de ella que le hizo recordar un libro que había olvidado leer sobre el que retornaría a la mañana siguiente: “Así hablaba Zarathustra” fue leído con dos vasos de agua y tres de whisky.
Pero el tiempo no le alcanzaba. K-J estaba desesperado. Ahí entró en su vida la chance que todos esperamos: una araña providencial.
Era del tipo araña lobo. Fea, ni siquiera veloz, salvo para atrapar moscas. Pero tenía la maravillosa aptitud para transmitir la velocidad de lectura y de escuchar música a alta velocidad. Tan alta que en media tarde, con dos gins y un capuccino, fue capaz de bajar media biblioteca casi sin pestañear.
A la semana del terremoto, Kirlian Josephson recordó todo lo leído durante su vida y la emprendió con otro de sus famosos libros inconclusos: “Citas de famosos e ignotos”. Pero mezcló todo sin perdón ni vergüenza. Por suerte, se sofrenó en la letra C cuando empezó a mentir frases de Confucio.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Todo un caballero - Fernando Andrés Puga


Dulcinea, dañada, se ensueña entre las sábanas sucias. Vendrá, se dice a sí misma. Pronto vendrá el caballero y abrirá la puerta de la limusina y me invitará a subir, dispuesto a arruinar su armadura de piel de camello extendiéndola sobre la bocacalle para que no se estropeen mis tacos de aguja en el charco que deja la lluvia en otoño. Y correrá la silla para que me siente a la mesa en algún coqueto restó a la luz de las velas y me llenará la copa de champagne y elogiará mi figura y la suavidad de la piel de mis manos, mientras saca una cajita del bolsillo del traje y, preguntando en voz baja si quiero casarme con él, la abrirá ante mis ojos y refulgirá el brillante tornasolado que corona el anillo de oro. Después Dulcinea se levanta y camina hacia el baño rengueando. La despabila el espejo rajado y entrevé las marcas oscuras que dejó en su rostro ese otro, no tan caballero, antes de salir sin despedirse por la puerta torcida de este mísero cuarto de hotel, olvidándose incluso de dejar los billetes sobre la descuajeringada mesita de luz.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Sin red – Ana Caliyuri


No puedo detenerme, ya es tarde. El pensamiento se hizo palabra hablada. Jack, me miró con ansias. Tal vez codicia la impronta de mi carácter. A orillas de la mar los pájaros hacen sus libres vuelos, él, mi compañero de picada, es amo de su mente; sin embargo se nutre de frío y tinieblas. Es inexorable su aparición, yo lo sé. Le teme al estribillo de los fuertes. No cualquiera asume el desafío de lo indómito. Es más fácil la tregua de quien nunca estuvo en guerra -pienso- mientras dibujo un cielo límpido. Tras el aire, las nubes se empeñan en caer a tierra. Huele el paisaje a tierra mojada, y todos los emisarios se convierten en lluvia. Es necesario abrazar las pupilas de una buena historia para subirse a su lagrimal y vibrar salado. Se acerca Jack, la lentitud con que lo hace habla bien de la consecución del relato. Es necesario destripar el miedo para escribir sin red.

Sobre la autora:

Solos y solas - Eduardo Betas


Hay personas a las que la soledad las resquebraja. Y hay personas a las que vivir con alguien las agrieta, y entonces crujen y hasta, quizás, se desmoronen. Lo que fuere, en ambos casos, esas existencias se van transformando en vidas percudidas.
En las mujeres, por ejemplo, las raíces crecidas del pelo teñido se transforman en metáfora del desarraigo. Ese desarraigo del deseo de ser visto, de ser deseado, del ya fue…
La ropa usada hasta el cansancio es, con seguridad, una alarma encendida…
El gesto atrapado en la costumbre; la costumbre atrapada en la arruga; la arruga que es la gramática de la dejadez; la dejadez que es sinónimo del más cagón de los suicidios, ese suicidio sin gas ni balas, sin muerte al contado pero sí a cuentagotas…
Sólo los ojos permanecen ilesos. Porque los ojos no engordan ni se arrugan. Pero sí se ajan. Se abrillantan como telas demasiado usadas.
La lengua tampoco se arruga y engorda. Pero sí puede convertirse en un trapo viejo. Bandera al viento que hiere al vacío.
La lengua del que está solo es la sed y no el desierto.

Sobre el autor:  Eduardo Betas
Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

lunes, 11 de noviembre de 2013

Combate – Ana Caliyuri


No le cuentes a la historia cómo es la oscuridad dentro de una noche perra. Haz de tu combate la sombra más tangible, le dije. Ella rió como ríen las criaturas sin corazón; la carcajada honda e inquebrantable me estremeció. Es obvio que la tangibilidad de la sombra dependía de mi cuerpo. Arrancarla de muy dentro para que se pudriese en la cavidad más profunda era mi desafío. Ella siguió riendo y mi alma deshilachada de grito y harta de su esquila, la enfrentó. Tomé dos sorbos de agua, me lavé la cara y me miré al espejo una vez más. Estoy decidida a no dormirme si persistes en hallarme, le espeté. Luego volví a mi sueño profundo y en un rincón de la mente comencé a diezmarla. Aún estamos en combate, a veces gano yo, a veces ella. La pesadilla me reconoce su dueña, pero aún no he matado la sombra que la sostiene.

Autora: Ana Caliyuri

sábado, 9 de noviembre de 2013

Manos temblorosas – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Ladya miró con atención a Bustamante, intentando descifrar lo que pensaba y sentía, pero no logró averiguar nada en esos ojos vacuos, en esas facciones que parecían lijadas y pulidas. Los expertos que los rodeaban tampoco parecieron advertir ningún indicio de lo que estaba por venir. Ella sabe que no logrará salir viva de este lugar, pensé mirando el suelo; tendré que empezar de nuevo.
—Todos lo sabíamos —murmuró Ladya, desnudando mi mente—. Era natural que así fuera después de un comienzo tan desafortunado.
Decidí ocultarle mis pensamientos. De nuevo ella dirigió su vista hacia Bustamante. Era injusto, yo pensaba en Ladya, y esta se concentraba en aquel desquiciado. Él la veía como una apetitosa liebre, yo en cambio la amaba.
—No existe —resonó la voz del médico jefe—. Es una entidad que usted ha creado para mantener sus dos personalidades en balance. —Ladya y yo nos observamos—. Esta sesión es importante, no deseamos que usted elimine de su inconsciente a esa persona imaginaria. Necesitamos que la refuerce, para que usted ya no cometa más crímenes.
Con ello deduje que Bustamante era real. Él era el perpetrador de tales delitos, los cuales incluían el homicidio. Si este maldito veía a Ladya como un pedazo de carne que nunca podría devorar, entonces ella no era verdadera.
Por primera vez Bustamante giró la cabeza hacia mí, y me susurró:
—Pronto terminará todo. —Puso su mano sobre mi pierna.
Quise escapar de ahí, pero fui retenido por los enfermeros.
¿Bustamante soy yo?, grité. ¿Soy yo?
—No —dijo el médico—. Usted es Ladya.
Miré mis delgadas manos, mis uñas pintadas. Oí mi aguda y chillona voz.
Me condujeron a mi celda. El otro, el psicópata, se mostró complacido y me siguió durante todo el trayecto.
Nos encerraron juntos. Yo temblaba.

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Sergio Gaut vel Hartman

Pedro el breve - María Ester Correa Dutari


Pedro toma transportes diferentes para ir al trabajo. El reloj lo despierta puntualmente a las cuatro y media de la mañana, poco tiempo para desperezarse, a las apuradas sorbe el té. El monoambiente apenas recibe rayos del sol, siempre oscuro, encerrado por torres modernas en la gran ciudad.
Medio peinado, medio lavado, a las cinco toma el cincuenta y cinco que lo deja en la parada del cincuenta y cinco en Retiro, y de allí el tren hacia el oeste de la provincia de Buenos Aires, se baja y toma otro colectivo que lo deja sobre el horario de entrada en el frigorífico.
Su único horizonte es un caño donde agarrarse, no ve nada más que techos de colectivos, trenes, galpones, y su monoambiente.
Apenas agacha la cabeza y mira por las ventanas, solo para no pasarse.
Las personas sin rostros, las personas jamás son las mismas, pero siempre son las mismas, solo que él no las reconoce. Las de ayer, las de antes de ayer, las de siempre, pero siempre ajenas.
Millones de personas, cientos de barrios, de edificios, de ventanas de cortinas, de casas que ve pero no ve.
Se vacuna, se anestesia, se pone una venda, sus ojos los usa nada más que para no llevarse nada por delante. Solo cinco minutos en el trabajo para ir al baño contado por un tortuoso reloj de arena y otro digital que chilla cuando se ha violado la regla. Solo cinco minutos para fumar en el cubículo de cuarenta por cuarenta. En la ciudad de cemento está prohibido fumar en todos los sitios, solo tienen un tubo por el cual expeler los toxinas. Los fumadores son cuasi delincuentes. Solo cinco minutos contados por un tortuoso reloj de arena y otro digital que chilla cuando se ha violado la regla. No articula palabra, no tiene con quien hablar, fugaces miradas esquivas, aún cuando suceda algo extraño, Pedro el breve no articula palabra, solo hola, permiso, adiós…
De su vocabulario se han borrado las palabras, solo se oyen onomatopeyas.
Pedro el breve también lo es en sus movimientos, sube, baja, salta, pone el cospel, saca el boleto, pulsa el botón del ascensor, abre, cierra las puertas, las canillas, prende y apaga la luz...
Nadie lo escucha, a nadie escucha, nadie se detiene, el tampoco se detiene, porque nadie tiene nada que decir, ni escuchar, ni hablar, poco tiempo, poco espacio para la vida.
Pedro el breve, en el todo es breve, menos la larga y triste soledad.

Acerca de la autora:
María Ester Correa Dutari

Des(Cuento) de Hadas - Héctor García


Érase que se era una princesa que un buen día tuvo la feliz idea de ofender a la bruja más malvada de la aldea. La bruja, enojadísima, amenazó con tomar represalias, a lo que la princesa exclamó:
¿Qué es lo que te propones, bruja maldita? ¿Me harás dormir un sueño eterno? Sabrás del caso de la Bella Durmiente, quien despertó gracias al beso del hombre que habría de ser su prometido. ¿Acaso me envenenarás? Debería recordarte entonces lo que ocurrió con Blancanieves. ¿Me convertirás en una esclava? La misma Cenicienta pudo salir de semejantes aprietos. ¡No hay nada que puedas hacer para evitar mi felicidad!
Te equivocas, bella princesa —dijo la bruja, y una sonrisa maligna se dibujó en su rostro—. El castigo que tengo en mente es mucho peor que cualquiera de los que has mencionado: ¡pienso convertirte en sapo! ¡De esa manera ningún hombre te besará para devolverte tu verdadera apariencia, pues todos saben que los sapos hechizados no son princesas encantadas sino príncipes que esperan el beso de una dama!
Una semana después, la princesa, desesperada por su horrible aspecto y asqueada de comer moscas y cucarachas, se arrojó a los cascos de un caballo y murió reventada.

Acerca del autor: Héctor García

jueves, 7 de noviembre de 2013

No es tiempo de juego - Ada Inés Lerner



“Se repetía de amanecidas en el bar.
Parecía fácil
diluir fantasmas con insistencias de vino tinto.
Soñaba –creo–.
Cuando llegaron las palomas
él había muerto”.
San Juan “Apuntes”. José Campus.


Nunca había visto llorar a un hombre. Llorar así. Pero sucede. Sucede porque los días se escapan veloces, y veloces los tiempos nos abandonan en la distancia y en el olvido, el olvido y la distancia que no podemos comprender.
En un bar de estación terminal yo esperaba para partir, partía no recuerdo adónde, cuando reparé en él. En la mesita lo usual, botella y vaso, vaso y botella y la cabeza cenicienta; la cabeza cenicienta cayendo desamparada sobre los brazos magros. Era tal su soledad como yo no había visto en persona alguna. Parecía no estar allí y al no estar allí los demás lo ignoraban, lo ignoraban con esa crueldad que los humanos, sólo los humanos somos capaces de sentir, de sentir y de demostrar.
Cuando alguien evitaba pasar a su lado deslizaba una mueca, una mueca que no alcancé a descifrar.
—Usted ama a sus pares? —desafiante, las palabras demandaban respuesta. Respuesta que el mozo, después de apoyar la bandeja vacía, desorientado, intentó articular:
—¿Si quiero a mis pares? Sí, creo que sí.
—Puede probarlo?
 El empleado optó por ocultar su desazón, desazón devenida en ignorancia, ignorancia que ocultó en el silencio. El cliente lo miraba de frente, sin pestañear, mientras una foto desorientada giraba entre sus dedos amarillos de tabaco.
—No somos nada, sólo la construcción de algunos otros —guardó la foto en el bolsillo izquierdo de la camisa con un movimiento mínimo de su codo.
El cliente sacó dos cigarrillos y le ofreció uno.
—No debo fumar mientras trabajo, pero lo guardaré para después —y lo ocultó, lo ocultó en su bolsillo. El cliente agotó el último sorbo, vaso y botella, lo usual sobre la mesa y la cabeza cenicienta, la cabeza cenicienta cayendo desamparada sobre los brazos magros. Se quedó solo…
Como el bar me quedaba de paso más de una vez lo frecuenté, lo frecuenté sólo para comprobar la presencia del parroquiano y su soledad, el ritual de su soledad. Era casi una afrenta a los otros, a los otros que se reunían aún sin conocerse, y para conocerse se daban apodos, apodos como “el pelado”, “el negro”, “el gringo” como pretexto, y con el pretexto de unas cartas, cartas españolas o un cubilete para jugarse el tiempo, tiempo que no es más que una convención, convención que no comprenden y para matar la angustia de no comprender de qué la juegan, se juegan el tiempo, matan el tiempo.
Varias veces me invitaron a compartir ese tiempo de juego, juego en el que no lo incluían a él. Recuerdo haber pensado que a nadie le gusta que lo dejen fuera del juego..
Quizás por deformación profesional me subyugan las historias, las historias de los desconocidos, de los solitarios y un día, un día como cualquier otro, fui decidido a su encuentro. Quizás porque frente a una realidad desconocida necesitamos ponerle palabras, nombrarla, hacerla nuestra. Quizás sucedió ese día porque lo vi mirar por la ventana de la ochava, perdido ¡vaya a saber uno! detrás de qué sueño.
Permaneció en silencio, inmóvil. Retiré la silla y me senté enfrente y recién entonces pensé que podría estar enfermo. Además de la adicción, digo. Levantó la cabeza y nuestras miradas se encontraron y vi los surcos, los surcos que antiguas lágrimas habían dejado sobre su piel y no lo resistí, me obligaba a apartar la mirada.
La expresión de sus ojos anticipó las palabras que siguieron, aunque quizás no eran necesarias. Es posible, sólo posible que él haya adivinado el motivo de mi interés porque se volvió hacia la ventana y comenzó a hablar:
—Me muero —dijo— y recién ahora comprendo la belleza de la vida. Ahora que los he perdido, por mi culpa. Mis pares, mis pobres pares quedaron solos cuando me fui tras un sueño loco, un sueño que sólo los que son amados en demasía pueden acuñar, no están necesitados de amor, no conocen los límites, las fronteras del bien y del mal, la sinrazòn de la razón. Me amaban demasiado y lo esperaban todo de mí y yo era sólo uno más y además llevaba sobre los hombros la mochila de su amor. Le juro que busqué y busqué... le juro que recorrí todos los caminos, y que transité todos los senderos, y por todos los atajos, y encontré... encontré desiertos y vergeles, bosques, campos y ciudades, hasta que ya no hubo más, no hubo más nada por conocer y entonces comprendí...
 Permanecimos en silencio un momento y luego casi me gritó:
—¿Pero cómo, usted tampoco lo sabe? —Bajó la voz—. Disculpe, a veces me cuesta entender que yo no era el único que lo ignoraba.
Me estaba hartando el jueguito del borracho que todo lo sabe y quizás adivinó mi intención de borrarlo de mi mapa porque me tomó del brazo con ambas manos, manos con llagas que lastimaron mi piel:
—Yo comprendo que ésos no me entiendan, es mejor para ellos, ¿qué ganarían con saber la verdad?. Pero usted tiene que saberlo. Por eso se acercó a mí. Usted es el elegido. El que quiere saber. —hizo una pausa— ¿Entiende? Era mejor que yo me fuera y sin embargo, la causa de todo mi sufrimiento es este secreto que no supe comprender a tiempo....
 Hizo una convulsión, descansó un instante y sacó la foto de su bolsillo:
—Mire esta foto. ¿No ve nada? ¿Sabe por qué? Porque el paraíso no existe. Sólo hay un paraíso y está dentro de cada uno, búsquelo, búsquelo aunque le duela. Búsquelo.


Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

Decágolo - Ricardo Giorno



10. Y el Escritor por fin vio el desorden en las palabras. Había tenido paciencia para contemplarlas, estudiarlas, amarlas, nombrarlas de mil formas. Entonces sus manos dijeron: “Hágase el texto”. El Cuento vivió, vibró y victorioso se reprodujo nadando en el mar de la incredulidad.

1. El Escritor exclamó en voz alta: “Amo más a mis cuentos que a mi vida misma”. Entonces escuchó la voz de la Literatura: “Es que son como tus hijos; corrígelos. Porque aquel padre que no corrige a su hijo, más que padre es un secuaz”

2. Un día, la Literatura le dijo al Escritor, sin que éste lo pidiera: “Tus Cuentos no son tus Cuentos, son Cuentos de la Vida”. Y el Escritor no lo comprendió de inmediato.

3. Al otro día, fue el Escritor a ver a su Maestro: “Maestro —le dijo—, tengo miedo a la hoja en blanco”. Luego de pensarlo un poco, el Maestro dijo: “Recoge las eñes que tus antecesores sembraron dentro de las oraciones. Atibórrate de ellas, verás cómo tus tripas se lubrican en el sendero del buen funcionamiento”

4. Quiso el destino que por tres meses, el Escritor dejara de producir aquella minúscula carilla diaria. “Eres un tonto”, había escuchado infinidad de veces, “te sientas todos los días esforzándote, ¿y para qué?”, “ven, diviértete, piensa en otra cosa”, “la inspiración llega cuando menos la esperas, hombre”. Transcurridos esos tres meses, el Escritor pensó que ya había pasado suficiente tiempo. Que se había divertido. Que había pensado en cualquier cosa. Entonces se sentó, y quiso producir: nada llegó a sus dedos. Otra vez el Escritor exclamó en voz alta: “¿Qué he hecho mal?”. La Literatura alzó su voz: “Para el amor no bastan las palabras”. Y el Escritor comprendió. Jamás pasó un día sin que dejara de producir aquella minúscula carilla diaria

5. Y el Escritor quiso un día ser perfectamente ordenado, tal como leyó que lo eran otros. Confeccionó pulcras fichas de personajes. Diagramó la novela y sus afluentes hasta el mínimo detalle. Dibujó prolijos mapas por donde sus personajes correrían las mil aventuras ya por él pensadas. “Ahora sí”, se dijo, “será una obra maestra”. Pero al momento de desarrollar la historia, las manos permanecieron quietas. Entonces quemó todo en el fuego de los demonios procesadores de texto, y se dedicó a la escritura automática. “Bien —se dijo—, estoy escribiendo a mares”. Pero el resultado fue tan minúsculo en calidad, como mayúsculo de pobreza y entendimiento. “Maestro —le dijo a su Maestro—, ¿cuál es el sistema que debo adoptar?”. El Maestro lo miró por unos momentos. “Antes de sentarte a escribir —le dijo—, mírate muy, pero muy bien en el espejo”. Y el Escritor comprendió.

6. El Maestro creyó necesario dirigirse al Escritor: “debes comer las reglas ortográficas, masticarlas con apetito voraz, debes beber como beberías un elixir los condicionamiento estilísticos”. “Pero Maestro —dijo el Escritor queriendo hacerse el gracioso—, todo lo que comemos y bebemos se transforma en heces”. “Esa es la idea”. El Escritor quedó desorientado: “¿Cómo se entiende lo que me estás diciendo?”, preguntó. Y el Maestro, con una sonrisa indulgente en los labios, le dijo: “Cuando conozcas al derecho y al revés todos los secretos de la buena escritura, simplemente podrás cagarte en ellos”

7. “Maestro”, dijo el Escritor, “un músico eximio no es paralelo a un buen compositor, ¿por qué debo corregir mis cuento hasta quedar extenuado?”. “No uses comparaciones que llevan a la equivocación, querido Escritor”. “Explícate, por favor”. El Maestro dejó de tacharle los adjetivos al texto del Escritor, y mirándolo le dijo: “El compositor se apoya en un instrumento para que el público le oiga. Tú tienes que lograr música directamente a través del éter de tu cerebro y de tu lector”. “No entiendo, Maestro”. “Busca tu música cuando corriges”. Y el Escritor hizo una ley de esa enseñanza.

8. “Las palabras son las semillas. Las oraciones el surco. Las frases el riego, el cuidado. El argumento la cosecha. Los cuentos y las novelas resultan en el alimento”, dijo la Literatura. El Escritor jamás se olvidaría.

9. “Lo esencial es invisible a los ojos”, garabateó el Escritor, pero al ver los ojos de su Maestro, se ruborizó. “Es que ya está todo escrito, Maestro”, dijo. “Es cierto. Ya todo está escrito. Debes aprender a decir las cosas como si fueran nuevas”. El Escritor pensó, pensó y pensó: “De la ira ajena se alimentan los poderosos”, escribió. El Maestro se levantó y antes de marcharse dijo: “Ya puedes seguir tu camino en soledad, querido Escritor”.


Acerca del autor:  Ricardo Giorno

Arácnidos trabajando – Héctor Ranea


Estoy complicado, jodido, fregado, parece. Acabo de leer la noticia que me sindica entre los delincuentes que poseen arañas como mascota. Espero, nada más, que no me descubran. Aunque, pensándolo bien, no las tengo como mascota. A ver, repaso. El batallón de Amairobia está para cazar polillas, que no dejan de comerme las tiras de gasa y los sombreros de tía Etelvina, que guardo desde tanto tiempo. Ellas son infalibles: a las polillas no se las ve si ellas patrullan. ¿Qué sería de mis sombreros si tuviera que abandonarlas? Las cuatro Steatoda que me acompañan en el aparador de Lucía limpian de restos de piel mis pocos enseres y, cuando ven moscas sobrevolando las frutas y las carnes, lanzan alertas para todas las arañas y juntas se hacen el festín, liberándome de las malditas dípteras en un periquete, aunque después, debo reconocer, los excrementos de araña y los desechos de moscas hacen del lugar algo impresentable. Menos mal que para eso tengo las arañas Phoicus, ¡Sí; las conocidísimas Eensy Weensy! Con ellas juntando las carcasas me siento más seguro, pues al recibir invitados todo luce impecable y ellas, como siempre, prácticamente transparentes, casi no se notan. La única que me molesta un poco es la Scytodes: me escupe hasta el techo la tela, encima está medio tuerta o algo así y no caza mariposas como antes. A las queridas Salticus las tengo para rascarme la cabeza. Tengo dos, la que me rasca el hemisferio derecho y la del izquierdo, que es más acebrada, todavía. Están bien adiestradas. De hecho, cuando mejor se portan es rascando desde adentro. En fin, no los quiero aburrir, pero en este sentido sólo las tarántulas podrían decirse que están para mascota. De hecho, son quienes me ayudan a espantar a los religiosos que me despiertan durante mi siesta, a los cobradores que no saben tocar el timbre. También tengo un grupo de Loxoceles que posan en los cuadros más vacíos de casa, pero también me dan apoyo cuando me llaman para ofrecimientos varios o encuestas y se ponen al frente de localizar a esos indeseables. Tengo una aliada especial en una Actinopus (debo decir que la tengo que vestir para que no muestre su prominente sexo) para cuando hay propagandas de dentífrico en la tele. Tiene una memoria fotográfica, es avezada en medios de locomoción, me acompaña desde hace más de treinta años y sale en su búsqueda. Me ha traído varios dedos que, asegura, son de esos actores y publicistas y yo le creo. En fin, estoy más tranquilo, más que delincuente por tener mascotas, me podrán acusar de explotación del trabajo de mis arañas esclavas, pero seguramente la pena debe ser mucho menor a estar por quienes explotan a los humanos, que pagan muy poco. Y tengo mis sombreros y mis gasas a salvo de las contingencias de la vida.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Yo nunca, nunca… - Georgina Montelongo


“Yo nunca nunca he besado a una marmota. Ni tampoco he entrado a un castillo encantado. “¡Encantado de conocerla!” , me dijeron alguna vez, pero no presté atención y huí. Yo nunca nunca he dicho “¡Encantado de conocerle!” a nadie, ni tampoco he abrazado un árbol, porque me dan miedo los bichitos. Supongo que si se acercan a mí con la intención de picarme, no les bastará un “¡Encantado de conocerle!” para evitar que me devoren. Yo nunca nunca besaría a un bichito, ni siquiera a uno que viviera en un castillo encantado. Tampoco nadie me ha devorado que yo recuerde; no con mi permiso al menos. No sé si me gustaría ser devorada con mi permiso o sin él, pero creo que no sería grato. No al menos si en ese momento estoy contenta, aunque eso sería poco probable. Pero si estoy triste, cosa que sí es muy probable, tal vez no fuera tan malo. Quizá con un piquete de bichito todo acabara y yo dejaría de preocuparme tanto por no conocer un castillo encantado, uno real. Y dejaría de tenerle tanto miedo a las picaduras de los bichitos. No podrían devorarme dos veces –bueno eso creo– y más si la mordedura es letal. Y la gran pena y culpa que siento a diario por no haber besado nunca a una marmota, desaparecería también. Pero entonces tendría un problema mayor, mejor dicho, varios. Si ya no tuviera curiosidad por conocer un castillo encantado real y dejara de tenerles miedo a las mordeduras letales de algunos bichitos. Y si tampoco tuviera la duda de saber lo que habría pasado si yo hubiese prestado atención a ese “¡Encantado de conocerla!” en vez de huir; entonces… ¿Qué me quedaría?
Cierto, yo nunca nunca, he besado a una marmota…”.


Acerca de la autora:
Georgina Montelongo

martes, 5 de noviembre de 2013

Flores para Fedra – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Esta adolescente nos tiene a su merced, pensó Loggart. Nuestras vidas están en sus manos.
—¿Quiere otra porción de pastel de frambuesa? —preguntó Noelia, ajena a todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
—No, señora, gracias.
—¿No le gustó?
—Me gustó, pero no deseo seguir comiendo.
—Es bueno para drenar las arterias —insistió la mujer.
—¿Las arterias? —Loggart no lograba fijar la atención en lo que la anfitriona decía. Era como si la jovencita, convertida en una bomba de tiempo, fuera a estallar en cualquier instante.
—Así es, su sangre se tornará más cristalina.
—¿Qué? —Loggart temblaba, no quería admitir que él y los diecinueve soldados que le acompañaban se encontraban en una trampa para conejos. El teniente solamente quería retornar al campo de batalla junto con los suyos. No obstante, cuando la chiquilla le brindó esa mirada de ave rapaz, supo que nunca saldrían de ese pueblo.
—Su sangre sería más sabrosa —dijo Noelia sonriendo—. Si ya no desea alimentarse está bien. Ustedes quedaron a punto. Son mi ofrenda para Fedra.
Loggart no necesitó preguntar quién era Fedra. La leyenda de la Reina Oscura del Sur era bastante conocida. Se suponía que nada más era un mito. A llegar a la aldea, el teniente había notado que no había personas de sexo masculino.
—Sí —dijo la muchachita, adivinando sus pensamientos—. Ellas entregaron a sus hombres. De vez en cuando usan a los forasteros para procrear. Incluso me han dado a sus bebés varones.
El soldado se horrorizó, giró la vista, observó a su reducido ejército durmiendo en el salón. Noelia, satisfecha, se retiraba. El ambiente olía a cementerio.
Fedra acarició el rostro de Loggart y le pasó la lengua.
«Serás el primero, divina flor», dijo el monstruo. «Has tomado setenta y cuatro vidas, eres una dádiva exquisita».

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Sergio Gaut vel Hartman

The incredibly shrinking what? – Héctor Ranea


—Míreme Feta. Míreme, por favor —dijo Fesor en un hilo de voz.
—¿Dónde carajos está? Trato de mirarlo, se lo juro, pero no veo nada —dijo Feta haciendo ademanes de búsqueda infructuosa pero incesante aunque con cierto dejo de nostalgia y buen beber.
—Míreme. Estoy cerca. El libro azul rayado amarillo.
—¿Se transformó en un libro, diga? —comentó jocoso Feta.
—No; estoy parado ahí nomás, cerca de la letra M.
—La letra M no será nunca más la misma desde aquella revista de Sexo y Humor. ¿Se acuerda, Fesor?
—¿Que si me acuerdo? Trabajé ahí mientras usted estudiaba y comía asados. Ahí descubrí que la miseria del mundo es infinita y las molestias suelen ser súbitas.
—¿Como cuál, seré curioso?
—Tengo una lista pero no puedo leerla. ¿No ve que estoy achicado?
—Una vez me dijo que “el agua del bidet llega hasta el techo cuando uno equivoca la canilla”. Ésa es una molestia súbita.
—Cierto. Pero no lo llamé para que me explique que “la leche mirada no hierve”. No me importune.
—¿Importunarlo, yo? ¿Quién me sacó de mi enfrascamiento? Estaba tan contento en el tarro de mermelada...
—No tengo tiempo, Feta. Le digo, así puede comunicárselo a mis deudos.
—¿Debe mucho, Fesor?
—Nada. Digo sobre mi última novela. La vida de Nabucco, desde su abuelo a la eternidad.
—¡Uf! Debe ser larguísima... no le prometo leerla.
—Pasa que me fui a la editorial y me encontré que el editor la había reducido a lo único legible, Feta.
—¿Y qué quedó?
—Esto: un aforismo. En eso quedé convertido.
—Y camino a convertirse en un punto y coma, le digo.
—Ni comer puedo. Con eso le digo todo. Se me atragantan hasta las tildes.
—Tiene suerte, a mí los aforismos me patean el hígado, por no decir otras partes. Así que dígame: ¿dónde prefiere que lo tire? ¿Orgánico o vidrio?
—Vidrio, por favor. Vidrio. Siempre soñé con ser ventana.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Betzata: la carrera de los paralíticos - Daniel Alcoba


En el valle de Jerusalén, en Betzata, la de los Cinco Pórticos, estaba la piscina probática llamada de Síloé, guardada por un muro circular de piedra era el objetivo de la peregrinación de todos los lisiados, enfermos, sarnosos, cojitrancos, leprosos, malformados, endemoniados, ciegos y desgraciados de toda especie, que hacían cola ante los cinco pórticos de acceso a las piscinas para participar en la prueba y esperar la señal de salida de la carrera.
Cuando el arcángel Rafael agitaba las aguas de la fuente sonaba un instrumento estridente y todos los desgraciados comenzaban a correr, incluidos los paralíticos, a quienes se autorizaba a ser arrastrados por una borrica de tiro atada a sus camillas. Los corredores confluían en el punto en que el arcángel soplaba sobre el agua de la fuente: el centro.
Un juez de meta controlaba que el juego fuera limpio hasta el final de la carrera. Sólo quien llegaba en primer término accedía al milagro de la curación. Pero el arcángel antes de ejecutar el milagro miraba al juez de meta, y este asentía para dar por bueno al ganador o negaba para rechazarlo. Lo que se sometía al recto juicio del hombre que controlaba el fair play era que por ejemplo no ganara la carrera un tramposo que había puesto zancadillas, pateado o empujado a sus rivales para adelantarse.
Precursora de lo que llegaría a ser mil novecientos años más tarde la prueba de los 110 yardas con vallas, los corredores se alineaban detrás de los pórticos a esperar la señal de largada.
Cuando el arcángel se expresaba en el agua sonaba un cuerno de caza y la multitud de infelices corría desde el círculo hacia el centro por los radios. Los más achacosos y los más débiles solían caer aplastados contra las jambas de los pórticos, pero el mayor número perdía la vida al chocar con los bordillos de la alberca que era rectangular, y por tanto con cuatro esquinas de noventa grados donde generalmente se amontonaban los cadáveres de los desventurados del pelotón que no acertaban a levantar bastante los pies para salvar el pequeño muro de contención del agua. También solían ahogarse los ansiosos que ignoraban que la piscina tenía más de diez metros de profundidad y se arrojaban al estanque de cabeza sin saber nadar, desprovistos de flotadores, y para colmo envueltos en vestiduras talares de lana o pelo de camello.
Funcionó este dispensario de salud pública de Betzata y se celebró la carrera de los paralíticos en cada novilunio, desde el siglo V a.C. hasta el año 70 d.C.
Dos años antes, en 68, tras el asalto de las legiones imperiales romanas a los rebeldes esenios del cenobio de Qumran, un ciego que perdiera la vista luchando contra los romanos a orillas del Mar Muerto, y que tal vez no fuera del todo ciego como fingía, supo correr como un gamo sin cometer el menor error, saltar con total limpieza el bordillo de la fuente justo sobre la esquina del noroeste, llegar nadando hasta el centro, y sobre todo, llenar una gran bota de agua agitada por el ángel.
Zaqueo, el no vidente triunfador de Siloé en 68, recuperó la vista con las primeras salpicaduras; pero el agua que recogió en el odre, que tenía las mismas virtudes medicinales, además de abrirle los ojos también produjo la apertura del tráfico y el comercio de reliquias en todas las naciones y pueblos del mundo antiguo. Enseguida se interesaron las caravanas beduinas, los comerciantes del Extremo Oriente, y los armadores mercaderes de los mares Rojo y Mediterráneo.
El ciego milagroso, Zaqueo, patrón de los reliqueros, comenzó por fraccionar el agua del odre en un millón de dosis de lo que en Roma se llamó y vendieron los pharmacopola a los romanos como Acquæ Angelica Siloensis.
Para perfeccionar la distribución de esa utopía terapéutica, los vidrieros fenicios y sirios inventaron las ampollas de cinco centímetros cúbicos de capacidad; los griegos, los comprimidos de gelatina insoluble que la contenían, y Europa oriental, central y Occidental, en los milenios siguientes, poco a poco, la industria farmacéutica.


Acerca del autor:  Daniel Alcoba