En el valle de Jerusalén, en Betzata, la de los Cinco Pórticos, estaba la piscina probática llamada de Síloé, guardada por un muro circular de piedra era el objetivo de la peregrinación de todos los lisiados, enfermos, sarnosos, cojitrancos, leprosos, malformados, endemoniados, ciegos y desgraciados de toda especie, que hacían cola ante los cinco pórticos de acceso a las piscinas para participar en la prueba y esperar la señal de salida de la carrera.
Cuando el arcángel Rafael agitaba las aguas de la fuente sonaba un instrumento estridente y todos los desgraciados comenzaban a correr, incluidos los paralíticos, a quienes se autorizaba a ser arrastrados por una borrica de tiro atada a sus camillas. Los corredores confluían en el punto en que el arcángel soplaba sobre el agua de la fuente: el centro.
Un juez de meta controlaba que el juego fuera limpio hasta el final de la carrera. Sólo quien llegaba en primer término accedía al milagro de la curación. Pero el arcángel antes de ejecutar el milagro miraba al juez de meta, y este asentía para dar por bueno al ganador o negaba para rechazarlo. Lo que se sometía al recto juicio del hombre que controlaba el fair play era que por ejemplo no ganara la carrera un tramposo que había puesto zancadillas, pateado o empujado a sus rivales para adelantarse.
Precursora de lo que llegaría a ser mil novecientos años más tarde la prueba de los 110 yardas con vallas, los corredores se alineaban detrás de los pórticos a esperar la señal de largada.
Cuando el arcángel se expresaba en el agua sonaba un cuerno de caza y la multitud de infelices corría desde el círculo hacia el centro por los radios. Los más achacosos y los más débiles solían caer aplastados contra las jambas de los pórticos, pero el mayor número perdía la vida al chocar con los bordillos de la alberca que era rectangular, y por tanto con cuatro esquinas de noventa grados donde generalmente se amontonaban los cadáveres de los desventurados del pelotón que no acertaban a levantar bastante los pies para salvar el pequeño muro de contención del agua. También solían ahogarse los ansiosos que ignoraban que la piscina tenía más de diez metros de profundidad y se arrojaban al estanque de cabeza sin saber nadar, desprovistos de flotadores, y para colmo envueltos en vestiduras talares de lana o pelo de camello.
Funcionó este dispensario de salud pública de Betzata y se celebró la carrera de los paralíticos en cada novilunio, desde el siglo V a.C. hasta el año 70 d.C.
Dos años antes, en 68, tras el asalto de las legiones imperiales romanas a los rebeldes esenios del cenobio de Qumran, un ciego que perdiera la vista luchando contra los romanos a orillas del Mar Muerto, y que tal vez no fuera del todo ciego como fingía, supo correr como un gamo sin cometer el menor error, saltar con total limpieza el bordillo de la fuente justo sobre la esquina del noroeste, llegar nadando hasta el centro, y sobre todo, llenar una gran bota de agua agitada por el ángel.
Zaqueo, el no vidente triunfador de Siloé en 68, recuperó la vista con las primeras salpicaduras; pero el agua que recogió en el odre, que tenía las mismas virtudes medicinales, además de abrirle los ojos también produjo la apertura del tráfico y el comercio de reliquias en todas las naciones y pueblos del mundo antiguo. Enseguida se interesaron las caravanas beduinas, los comerciantes del Extremo Oriente, y los armadores mercaderes de los mares Rojo y Mediterráneo.
El ciego milagroso, Zaqueo, patrón de los reliqueros, comenzó por fraccionar el agua del odre en un millón de dosis de lo que en Roma se llamó y vendieron los pharmacopola a los romanos como Acquæ Angelica Siloensis.
Para perfeccionar la distribución de esa utopía terapéutica, los vidrieros fenicios y sirios inventaron las ampollas de cinco centímetros cúbicos de capacidad; los griegos, los comprimidos de gelatina insoluble que la contenían, y Europa oriental, central y Occidental, en los milenios siguientes, poco a poco, la industria farmacéutica.
Acerca del autor: Daniel Alcoba
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