viernes, 31 de octubre de 2008

Morir del cuento - Margarita Saona


El cuento esta ahí, agazapado. Todos los días se asoma un poco, me llama con un gesto, un guiño. Yo lo miro de reojo y hago como que no lo vi, como que lo ignoro. Él insiste. Me suelta frases para provocarme. Es casi siempre la misma frase, me la sé de memoria, y la escucho como un eco incluso cuando ya al cuento no le veo ni la sombra. El cuento quiere que lo escriba y yo no quiero escribirlo. No sé. Una parte de mí quiere, supongo. Cree que es un buen cuento. Pero yo le tengo miedo. Sé que si pongo esa frase seguirán otras. No sé cuántas palabras están allí, agolpándose detrás de esa frase. No las veo, pero las intuyo. Palabras graves, palabras agudas, palabras tristes, duras, desgarradas, punzantes, y esas palabras tiernas, las peores, las que me dejarán expuesta, indefensa. Sólo unas cuantas esdrújulas juguetonas, las engreídas, las favoritas, las que no conseguirán más que una sonrisa en medio de ese cuento que me va a partir en dos.
Y además están los otros, los que leerán el cuento y creerán reconocerme en él (y tendrán razón) o creerán reconocerse en él (y tendrán razón). Y tendrá poco sentido decirles que los artificios de la ficción, que la libertad de expresión, que la chucha del gato, porque los lectores saben, yo sé que saben, porque soy una de ellos.
Y el cuento insiste. Ahora mismo insiste, me pregunta qué hago escribiendo esta mierda, si tengo una buena historia que contar. Pero la historia es mía y me duele y no quiero escribir con la mirada empañada, es un poco tonto. Y el cuento me mira como diciendo, ya pues, eso ya lo sabemos, pero ya ha pasado otras veces y tú sabes que es lo mejor, que es lo único que puedes hacer. Y sí, ha pasado otras veces, y en efecto, hay como un alivio, como una dulzura en dejarle a las palabras la responsabilidad de tanta historia tan pesada. Ya otros han hablado del oficio de escribir, de librarse de fantasmas, de curiosos exorcismos... Pero yo no puedo, ahora no puedo, y ese cuento palpita como una bomba de tiempo. Estoy ocupada, tengo tanto qué hacer... Y ya sé que estoy perdiendo el tiempo con estas palabras inútiles, cuando debería estar escribiendo las otras, las que sí cuentan... Pero les tengo miedo. Sé que esas otras van a rasgar piel y huesos y los más íntimos tejidos, que me tomará mucho recuperarme de ese cuento... El cuento me mira con sorna (palabra que sólo pertenece a los cuentos), que si acaso creo que puedo vivir con el cuento así encerrado, que si no me desgarra cada noche en mil sueños que no tienen la forma del cuento, pero que no son otra cosa que mil reflejos desdibujados de esa única forma que me duele. Anda, dale, me dice, qué es lo peor que puede pasar? Hoy no, le digo, hoy no, tengo qué hacer, mañana, tal vez mañana...

¿Qué hijo? - Jorge Ariel Madrazo


Los tréboles. Pisaba un campo trebolado. Había salido de la casona entre hondas aspiraciones de un aire que presentía único. A lo lejos Elisa lo llamó. Una vez, dos veces. De modo compulsivo y, creyó, con angustia. Más allá, en el río, desde los hoyos en los bancales de la orilla varias avispas escarbaban hasta recoger esas bolitas de barro. Y llevarlas luego entre las patas, quién sabe adónde, sobrevolando los sauces en vastos círculos repetitivos. Un niño, un pequeño desconocido, vecino circunstancial en la colonia de veraneo, llegó de pronto en un trote irrefrenable. Sus zapatillas de goma demolieron las parecitas barrosas de la orilla, un pie aplastó a la avispa que volvía de esos viajes. Ernesto sintió que debía acudir, a la carrera, al llamado de Elisa. Se le corporizó que algo podría haber ocurrido al hijo. Que lo hubiera agredido algún zapatón en la tráquea, en la columna vertebral. Dos minutos más tarde entraba en la pieza. Jadeante. Elisa  no recordó haber llamado. Ni que tuvieran un hijo.

El sexo de los angeles - Juan Pablo Noroña


Sobre el asunto del sexo de los ángeles, se cuenta un ejemplo de la vida del beato Timoteo.
Discutían cierta vez el hermano Heraclio y el eremita Ciriaco esa espinosa cuestión. El monje afirmaba la masculinidad de las criaturas celestes, en tanto el cenobita sostenía la condición hembril. 
Presente estaba Timoteo, ciego ya por aquellos años. La voz popular atribuía su carencia de visión al deseo del Señor de impedir que su vasta sabiduría creciera aún más, y así evitarle las tentaciones de la vanidad.
Tras horas sin ponerse de acuerdo, los polemistas pidieron opinión al sabio Timoteo. Él suspiró, y dijo:
—Conozco el sexo de los ángeles. Pero no debo decirlo a nadie.
Heraclio y Ciriaco le suplicaron tanto, que el sabio explicó sus razones:
—Hace poco tiempo presencié un hecho que no me dejó dudas acerca del sexo de los ángeles. Pero ese conocimiento es un  secreto vedado a los hombres, por tanto mi sentido de la vista pecó al proporcionármelo. Y fui castigado con la ceguera. Temo que si revelo esa verdad ahora, ustedes quedarán sordos. Un pecado tal Dios lo castiga con la pérdida de la parte pecadora.
El monje y el eremita, ansiosos por ampliar su conocimiento sobre las cosas divinas, insistieron aun más. Después de mucho implorar, persuadieron al erudito de que les revelara media verdad, pues la mitad de la verdad les bastaba para deducir el resto, utilizando la razón y el entendimiento que Dios les había dado. Y como media verdad no era verdad entera, no perderían el sentido del oído, o quizás sólo de un lado.
Timoteo sonrió, y les dijo:
—Está bien. Pero escuchen bien, porque sólo diré una vez que el sexo de los ángeles es el opuesto al de los demonios.
Se dice que poco después Heraclio y Ciriaco enloquecieron.

Rivales - Sergio Gaut vel Hartman


El ajedrez por correspondencia es una modalidad del juego que permite enviar las jugadas, una a una, entre adversarios ubicados en ciudades o países diferentes. En los tiempos anteriores a la informática se usaban cartas o tarjetas postales; ahora es diferente, pero para alguna gente las cosas nunca cambian...
La rivalidad entre Benigno Aduriz y Santino Luppo se había alimentado durante cuatro décadas, tiempo en el cual el nieto de inmigrantes italianos que vivía en Chicago había doblegado a Benigno no menos de veinte veces; siempre que jugaron ganó Santino, y el desgraciado repartidor de fiambres y embutidos de Villa Diamante, que no jugaba nada mal, nunca pudo conseguir ni un mísero empate ante ese adversario. Hombre escueto y manso, Benigno asistió al crecimiento de un odio sordo contra Santino, un odio que se alimentaba de las sucesivas derrotas y había alcanzado ocupar las posiciones dominantes de su personalidad. Por eso, querido lector, no te sorprendas cuando digo que el odio, llegado un punto, tomó el control y forzó una acción destinada a que Benigno liquidara todos sus bienes, juntara sus ahorros, sacara el pasaporte, comprara el pasaje, embarcara en un vuelo de American y pusiera el pie en la ciudad de Bobby Fischer y Walt Disney. Durante un mes elaboró la estrategia de su jugada decisiva, tiempo más que suficiente para aclimatarse y comprar un arma. Cuando se sintió en condiciones llamó por teléfono a Santino y en mal inglés le informó que estaba de vacaciones, que deseaba conocerlo personalmente, luego de una relación epistolar de cuarenta años. La felicidad de Santino fue formidable, mucho más intensa y expresiva de lo que Benigno hubiera imaginado. Con un tono zumbón y jocoso que no desmentía las observaciones que había hecho por escrito cada vez que le ganaba una partida, el ítaloamericano lo invitó a cenar y jugar unas partidas en vivo, lo que le permitiría, bromeó una vez más, ganarle de nuevo, como siempre.
Benigno sintió crecer la furia en su interior, pero logró controlarla: después de todo, el momento de la venganza estaba cerca.
Puntual como un viejo farero, Benigno llegó a la hora convenida a la mansión de Santino, un edificio suntuoso de la Prairie School , maravillosamente conservado. Lo recibió un hombre muy alto, con cara de pocos amigos, que tenía una cicatriz muy pronunciada entre el ojo y la mitad de la mejilla. Benigno tocó el arma que tenía en el bolsillo del abrigo y casi al mismo tiempo, cuando escuchó la voz burlona de Santino, y logró descifrar sus palabras, supo que, una vez más, su adversario había encontrado la jugada justa antes que él.
—Acompaña al amigo Benigno, Rocco. Lo estoy esperando con ansiedad.
—Sí, Don Santino, será un placer. —Y poniéndole la mano en el hombro, el hombre de la cicatriz condujo a Santino hacia una red de mate inevitable, la última de su vida.

El extraterrestre - Rebeca Montañez


Nadie creerá lo que me pasa. Pero por increíble que resulte, es verdad: vivo en compañía de un extraterrestre. 
En alguna ocasión, mis insomnios prolongados me hicieron salir a medianoche a la terraza de mi casa en la playa. Ahí se dio nuestro encuentro. El pequeño hombre se presentó ante mí de una manera tan cordial que la simpatía se dio mutua y naturalmente. Nos hicimos amigos y empezó a frecuentarme. Después de algunas semanas me reveló su secreto: provenía de otra galaxia. ¡Nunca lo hubiera imaginado! Su fisonomía era bastante similar a la de cualquier terrícola. Sólo un oculto detalle establecía la diferencia: la planta de su pie estaba surcada por un extraño conjunto de trazos al relieve, una especie de carnet de identidad intransferible. Este descubrimiento no afectó nuestra amistad; por el contrario, contribuyó a la cercanía de los dos. Me hablaba de su mundo, de sus viajes interplanetarios y me contaba historias fantásticas de la vida en lugares remotísimos. Yo, a falta de historias fantasiosas, solo le hablaba de mi vida en Internet y mis querencias virtuales. Él se reía mucho, incluso propuso regalarme un artilugio para acceder a la pantalla de la PC y salir del otro lado del océano de cara a mis desconocidos interlocutores; no lo acepté. Por supuesto, se hubiera roto la magia. Con estas cosas se ganó mi confianza. Un día, me pidió quedarse en mi departamento para protegerme. Acepté para ahorrar el pago de la seguridad en el condominio. Hasta aquí todo bien. 
El único inconveniente se dio meses después, a resultas de que descubrí que también en esos lejanos mundos existen los sicópatas. Y mi amigo... es uno de ellos. El hombrecito insiste en decir que los extraterrestres vienen a limpiar la Tierra de todo rastro de maldad, pecado y malas obras; piensa que ignoro sus acciones, pero me he dado cuenta de que exterminó a algunos vecinos. Lo hace con su pistola de rayos PAT, y no deja rastros de sus víctimas. Comenzó con Sita, la escritora de cuentos porno-eróticos, siguió con Martha y Luis, los adúlteros de la calle 10, luego con Almeida, el político corrupto... Ya he perdido la cuenta, me limito a quedar pensativa cuando me comentan que alguien desaparece sin dejar ni polvo en el camino. Vivo aterrorizada,  no me permito ni el mínimo pensamiento sucio; he dejado de tener sexo con mi novio, y estoy ponderando la conveniencia de recluirme en un convento, total que no sería mucha la diferencia con la vida que llevo actualmente. He llegado a pensar en la posibilidad de que este extraterrestre canalla sea en realidad miembro de alguna secta fanática, de uno de esos jodidos grupos moralistas que quieren acabar con los pocos pecadores satisfechos que quedamos en la Tierra.

La Botijiada - José Vicente Ortuño


Enciclopedia de Leyendas Legendarias
(© Editorial Digital y Tal, 2055)

La Botijiada es una narración de tipo legendario grabada en jeroglíficos-gestuales en la superficie de quinientos de botijos de arcilla, descubiertos en una cueva a mediados de 2035, que cuenta la historia del legendario rey P’pet “El Mataperros”, soberano de los Tomelokomo. Fueron estos un pueblo nómada del desierto de Ke’mal’royo en las tierras altas al oeste de las costas de M’haspayá. Carecían de escritura, aunque poseían un complejo sistema de comunicación basado en guiños y gestos. Este es el motivo por el que no haya quedado constancia de los hechos históricos anteriores. Fue a partir de la hazaña realizada por ese legendario personaje, que un arcaico historiador —y probablemente sus discípulos después de él—, dejó constancia escrita de la historia en lo que los arqueólogos bautizaron como “La Botijiada.

Botijo 1:

Hace muchas estaciones, cuando Q’eso [la Luna] todavía tenía cabello [sic], unas feroces bestias infernales llamadas P’rros acosaban a los Tomelokomo, cazándolos y devorándolos sin piedad. Hasta que un día P’pet, a la sazón pastor de cabras montaraces, viendo que todos los guerreros de la aldea habían muerto, decidió intervenir en defensa de las mujeres y niños supervivientes. Marchó [él sólo] con sus propias manos como arma y con su túnica de piel de cabra como [única] armadura, llegando a la guarida de P’rucho, rey de los p’rros, al que interpeló con voz [potente] lanzándole un desafío: 
“Oh, monstruoso hijo de una perra, te reto en singular combate. Si me vences, podrás devorar al resto de mi tribu. Pero, si te derroto, dejaréis en paz a mi pueblo y os marcharéis lejos, para no volver jamás.”
El rey de los P’rros, un gigantesco monstruo de dos cabezas y siete colas [sic], se rió de él con rugidos que sonaron como el trueno e hicieron [temblar] la tierra. Luego levantó una pata trasera y orinó sobre P’pet a modo de burla. 
El valiente pastor no se amedrentó, sino que se lanzó contra monstruo, le agarró un cuello con cada mano y se le [propinó] patadas en las gónadas hasta que la bestia cayó muerta. El resto de la [jauría], bestias carentes de honor, en lugar de huir tras la muerte de su rey, atacaron al valeroso cabrerizo. 
La encarnizada batalla duró treinta y siete días y treinta y siete noches. Cuando L’renzo [el Sol] se elevó el trigésimo octavo día, miles de cadáveres de p’rro flotaban en un gran lago de sangre.
Regresó P’pet a la aldea y arrojó las cabezas del rey de los p’rros a los pies del jefe de la tribu, el chamán K’garrut. Éste, que había demostrado ser un cobarde de la pradera [sic], cayó [de rodillas] aterrorizado. Los Tomelokomo expulsaron al cobarde K’garrut y nombraron rey por aclamación al invencible cabrero, que sería conocido en adelante como P’pet el Mataperros.

La Botijiada continúa narrando posteriores hazañas del legendario Mataperros, pero eso se narra en otro botijo.

jueves, 30 de octubre de 2008

Wanted - Duchy Man


Para  Ennio Morricone
Primero fue un murmullo, como de ropa tendida al viento cuando el sol está alto. En el bar los vasos quedaron a medio whisky sobre las mesas, las pistolas atascadas por la humedad imprevista. Él tenía dedos blancos y sin polvo; su cabello era más negro que el de los salvajes. Los ojos velados por el ala del sombrero, la nariz alzada entre las nieblas del rostro. Llevaba un traje oscuro, al cuello un lazo de seda y al cinto revólveres incrustados de nácar. Un cigarro delgado dormía en las comisuras brillantes de la boquilla. Su mirada de duelo barrió la muchedumbre —más tarde alguien afirmó haber sentido frío—; cuando los dientes se alinearon en una abrupta sonrisa el viento trajo ecos de armónicas y cascos lejanos. Echó a andar arrastrando los tacones, sin mirar a los lados, haciendo tintinear las magníficas espuelas. El pueblo, que días atrás había oído crujir su nuca bajo el lazo corredizo, le regaló sus ojos hasta que fue una astilla negra en el horizonte. Dejó un olor a tinta recién impresa, su quietud arrogante y la suave letanía, que permaneció de forma inexplicable en las baladas locales. Muchos dijeron que nunca había estado, otros huyeron del pueblo, las armas se negaron a disparar durante dos días enteros. Luego todo volvió a dormirse sobre la arena roja, el suceso recorrió la comarca como un bandido inconforme. 

Clavado al poste frente a la casa del sheriff, un cartel anunciaba la extraordinaria recompensa por la captura de alguien cuyo rostro había desaparecido de la hoja sin dejar huella. El papel, deshecho en pequeños jirones, se perdía en el viento mientras éste azotaba indiferente la vasta soledad del crepúsculo.


Los dos hijos - Ambrose Bierce


Un hombre tenía dos hijos. El mayor era virtuoso y obediente, el más joven perverso y taimado. Cuando el padre estaba por morir, los llamó ante él y dijo:
—Sólo tengo dos cosas valiosas: mi rebaño de camellos y mi bendición. ¿Cómo los distribuiré?
—Dame tu bendición —dijo el hijo más joven—, porque puede reformarme. Si me dieras los camellos, seguramente yo sin duda los vendería y malgastaría el dinero.
El hijo mayor, disimulando su júbilo, dijo que trataría de contentarse con los camellos y un recuerdo piadoso.
Todo se arregló según lo hablado y el hombre murió. Entonces, el perverso hijo más joven se presentó ante el cadí y dijo:
—Mira, mi hermano se ha apropiado de mi herencia legítima. Es tan malo que nuestro padre, como todo el mundo sabe, le negó su bendición; ¿es verosímil que le haya dado los camellos?
El hijo mayor fue obligado a entregar el rebaño y fue correctamente apaleado por su rapacidad.

La doncella - José Luis Vasconcelos


La noche era oscura y las nubes ocultaban estrellas. El perfil del castillo Sposatta lucía maligno. Todo era soledad y las alimañas no salían de sus madrigueras. Muy cerca de ahí, casi junto al villorrio, el silencio esculpía la mansión de los Cavalcantti. La ventana de la recámara de Donnatella estaba abierta. Las cortinas se mecían. De pronto un murciélago irrumpió en su interior para, instantes después, transformarse en el abominable conde Lucanor.
Se acercó al lecho donde la bella dormía. Fue inclinándose hacia el níveo cuello sin dejar de admirar tanta gracia. Los enormes colmillos estaban a punto de hincarse cuando la presa bostezó.
Lucanor, aterrado, frenó su movimiento, un efluvio de ajo escapaba de la hermosa boca. No pudo soportarlo y se perdió en la noche.
La ventana de la recámara de Donnatella continuó abierta. De pronto, de la cruz que estaba sobre el lecho, descendió el crucificado y colocó otro diente del bulbo entre los rojos labios de la gentil doncella.

La muerte de Margarito - Ricardo Bernal


Arriba un millón de estrellas. En medio de las estrellas, la luna roja del futuro y la luna amarilla del pasado. Abajo, un millón de árboles: en medio de los árboles una choza decrépita, ondulante, cerrada con cadenas y légamo. Dentro de la choza, la poderosa bruja mira al hombre atado con serpientes al lecho en forma de estrella. El hombre tiembla, setecientos años de horror en sus ojos de siete años. La bruja toma una espada larga y delgada, la clava en el muslo del hombre: el fémur cruje, el grito se enreda en la mordaza que anida en la boca desdentada. La bruja sonríe y da vueltas alrededor del lecho, toma una segunda espada y la clava en el ojo del hombre: el chisguete de sangre salpica la cara verde del espejo. Dos espadas más en los brazos, otra en el estómago y el hombre se retuerce. La bruja dice conjuros arcaicos, los minutos pasan como orugas. La última espada parte en dos al corazón que deja de latir para siempre… la bruja ha cumplido su venganza. Lejos, en Ciudad Luz, un millón de edificios ocultan la mansión de trapo. Dentro de ella, un diminuto lecho donde Margarito, el brujo de trapo, muere entre contracciones terribles.

Causas y consecuencias del complot alquimio-científico contra la aristotélica - Jorge Martín


Era pura brujería relativista. Encontraron la manera de alterar la realidad. El mundo no se había movido desde el comienzo, ni las cincuenta y cinco esferas de Aristóteles cambiaron sus orbitas perfectas. Ni el sol había dejado de girar en torno a su centro natural: la tierra. El delicado plato guardaba a sus creaturas con total eficiencia. Qué casualidad, justo que la ciencia empieza a poner en dudas los datos que se habían sustentado por miles de años, de pronto deja de existir el universo tal como era conocido. Esta logia lleva largo tiempo preparándose en la oscuridad y cuando estuvo a punto el plan reemplazaron el universo original por este llamado Big Bang, caos sin inteligencia ni fin último. La maravillosa síntesis teleológica fue escondida en algún lugar secreto, encerrada tal vez en una dimensión alterna, a pedido de los conjuros de estos brujos. Es un invento de algunos precursores antiguos sin tecnología, pero los alquimistas encontraron la manera de concretarlo con sus tramoyas avanzadas y suplantaron el precioso mecanismo de la creación por un manojo de eventos inconexos y razones promiscuas. Considerando los resultados no nos extraña que afirmen que nadie ha creado. No sea que se descubra que ellos hicieron este mamarracho. Ahora ninguno se quiere hacer cargo de poner la firma y se limitan a desparramar teorías para despistar a los incautos. Sepan que la creación original todavía subsiste y encontraremos el modo de rescatarla de su exilio. Eluden nuestras búsquedas hasta ahora. Puede que la muevan  como a un rehén para mantenerla prisionera. Nuestros telescopios vigilan; sospechamos que detrás de los vagos conceptos de materia oscura se halle sepultado el verdadero universo. ¿No les parece raro que la mayor proporción de la materia y la más importante de la que estamos constituidos no pueda detectarse? Sumen dos más dos. 

miércoles, 29 de octubre de 2008

Desde el infierno - Daniel Santos


Sus habitantes, los más desdichados de la creación, estaban a merced de las modas. Tan pronto sufrían una intensa tortura rodeados de intensas llamaradas como se encontraban flotando en un espacio infinito sin otra cosa que hacer que recuperarse de la agonía padecida.
Los demonios aprovechaban sus épocas de existencia para ensañarse con sus huéspedes, o al menos, eso ocurría en los viejos tiempos. Últimamente, agobiados por la enorme cantidad de pecadores que ingresaban al año, apenas podían castigar levemente a todos. Así que debían ser elegir muy bien a quien se dedicaban. Dios, preocupado de que éste hecho aumentara todavía más el número de clientes del averno, bajó desde el Cielo para pedir explicaciones.
—Quisiera saber cuán ciertos son los rumores que dicen que los pecadores no están siendo debidamente castigados.
—No conceda demasiado crédito a los rumores, señor. Lo tenemos todo controlado. Ya que nos es imposible castigar a todos lo que vienen, los agrupamos según sus pecados y a los más graves les damos preferencia. A ver… Tenemos ladrones, violadores, asesinos, pederastas,…
—No se olvide de los ateos.
—No se preocupe, señor. Esos siempre van los primeros.

La nueva casa - Adriana Alarco de Zadra


La casa crecía mientras se elevaba el árbol. El invento transgenético producía viviendas: una habitación dentro del árbol. Con este experimento popular, el árbol se desarrollaba alrededor de un globo de material genético que se inflaba dentro y, al llegar al tamaño requerido, se desinflaba dejando una habitación en medio. Así crecía la casa en el bosque.
La sustancia genética le daba las fuerzas para aumentar como una gran barriga adentro y la energía que sacaba del terreno se iba difundiendo por las paredes cóncavas. Se entraba a la vivienda por entre las raíces abiertas a un espacio que se podía dividir y adornar al gusto del inquilino. Admiramos la notable invención de producir casas que se fabrican solas abriendo un vacío adentro de los árboles. 
En ese árbol, el crecimiento se había detenido. El globo de material genético se había desinflado y quedaba el espacio rodeado por las paredes internas del tronco, esperando ser amoblado con muebles y tecnología…
¿Qué más se podía desear? ¡Tener casa propia sin usar acero ni mano de obra! Una maravilla de la ciencia…
Era la primera casa de la colonia y me mudé con mis hijos. Instalé muebles desarmables sin necesidad de abrir más ventanas en el tronco ni más puertas que las abiertas entre las gigantescas raíces…
Los niños saltaban felices rascando las paredes de la nueva vivienda. La chimenea tendría las seguridades del caso, y las tuberías bajarían llevando agua de lluvia desde la cisterna. Dormimos arrullados por los sonidos del bosque. 
Me desperté en medio de la noche por los chillidos aterrados de los niños. Estaban atorados entre las paredes internas del árbol. Se suponía que no debía crecer más este árbol maldito y, sin embargo, estaba aumentando hacia adentro a ojos vistas y rellenando el vacío. Los cuerpos de mis hijos, estaban desapareciendo tragados por el árbol. Ahora no se veían más que sus brazos y sus cabezas. 
¿La casa del bosque necesitaba alimento genético para crecer? Eso no estaba planeado. No podía ni pensar con cordura viendo el horror delante de mí. Trataba de jalarlos y no se despegaban de la pared. Con desesperación, cogí un hacha y corté la madera alrededor de ellos hasta que pude sacar a uno, desprendiéndolo con todas mis fuerzas. Los otros dos me miraban suplicantes, con las bocas abiertas y sin poder gritar, atorados en su prisión vegetal. 
Finalmente pude librarlos del árbol que tragaba gente. No regresamos nunca más a la colonia transgenética.
Construimos nuestra casa de acero, cemento y vidrio y desterramos todo lo que nos hiciera recordar el árbol, la madera, la leña, el empapelado, los vegetales, las flores, las hojas y las semillas. Actualmente nos alimentamos de pastillas vitamínicas y de bebidas químicas. Nunca más comimos verduras ni legumbres ni visitamos ningún bosque en esta colonia planetaria.
Vivimos felices rodeados de tecnología sin ver crecer hierbas y con la esperanza de vivir saludables por el resto de nuestros días.

Hasta la siguiente - Hernán Domínguez Nimo


Noto su urgencia con una sola mirada.
No es sólo el apuro con el que baja; todos corren al escuchar el ruido. Es algo más. Un cierto pánico en los ojos. Un grito mudo suplicando piedad al verdugo.
Y resignación. La horrible certidumbre de la futilidad de todo esfuerzo, junto con la inexplicable necesidad de intentarlo a pesar de ello. Simplemente porque no puede dejar de hacerlo.
No busco más. Ya lo encontré. Y su rapidez va a decidirlo todo.
No sé cómo los elijo. Tal vez ellos me eligen. Este día, este lugar, este instante.
Lo veo saltar escalones y sufrir, impotente, detrás de dos viejitas que nunca terminan de bajar la escalera.
Sólo por diversión, chiflo. Mira hacia donde yo estoy. Una mueca de angustia le transforma el rostro. Logra por fin esquivar a las dos viejitas y se lanza hacia adelante. Una nueva luz le ilumina los ojos. Piensa que va a llegar.
Lo dejo acercarse hasta un par de metros. Entonces le sonrío. Y él contesta mi sonrisa. Cree que lo estoy esperando.
Es el momento justo: sueno el silbato, giro la llave y cierro las puertas delante de su cara. El subte arranca, dejándolo furioso y amargado, ahí en el andén.
Una vez más soy el dueño del mundo. Por lo menos hasta la siguiente estación.

Hora novena - Jorge De Abreu


Me llaman el cayari aunque nací en Obrelon, pero así debe ser. Así está escrito. Siempre todo está escrito; escrito en mil formas
Veo a mis escarnecedores, los veo bajo la interfaz, agitando sus pseudópodos, enfebrecidos. Los guardias se desplazan con suaves movimientos ondulatorios por entre los postes de los condenados apartando a los curiosos. Algunos familiares agitan sus diafragmas con desesperación perturbando continuamente el agua del arrecife.
Alzo mi diafragma al cielo y observo quedamente, meditabundo, el umbral del universo. ¿Cuántas veces lo habré hecho?, he perdido la cuenta; en realidad, no vale la pena contar. El negro espacio es siempre el mismo: insondable, las constelaciones difieren como gotas de luz en una charca, una vez aquí otra allá, muchas o pocas, pero siempre son los mismos puntos de luz refulgente.
El viento, frío y quemante, reseca lentamente mis húmedas membranas, contraigo con dolor el diafragma. Siento como mi cuerpo se incrusta lentamente al poste, siento la potencia de la muerte hender mi plasma.
Los guardias están ahora en grupos, se distraen lanzando erizos plateados contra los postes. Los mirones observan el espectáculo desde los alrededores. La multitud es indiferente a mi martirio, ¡cómo me aclamaban antes! Todo ha sido olvidado: el portento del tamán, mis arengas... sólo queda su condena y el jolgorio del pueblo ante mi muerte, ¡oh, cruel destino!
¿Por qué? Por qué tantas veces, tantos mundos, tantos seres. Por qué. Mis carnes se estremecen ante tantos escarnios pasados, mi dolor es infinito y mi tristeza inconmensurable. Ya no recuerdo la primera vez, si alguna vez la hubo. Siempre todo estuvo escrito, escrupulosamente anotado. Dolor y monotonía. No cuestiono el fin, sólo reniego de los medios.
Una nueva punzada de agonía me contrae contra la piedra aspérrima y mis membranas palpan el recuerdo de millares de eras de evolución. Presiento mi fin, la pérdida de fluidos en este ambiente inhóspito alcanza su límite, pronto mi plasma, deshidratado, se cuarteará como un cuero seco. Sin agua, la entropía enseñoreará mi bioquímica moribunda y entonces moriré. La muerte, la he sentido en formas tan distintas y, sin embargo, paradójicamente, tan parecidas, un lento discurrir hacia la nada. Me siento cansado, recuerdo tantas veces en que mis fuerzas mermadas por el suplicio conducían a mis pensamientos hacia la misma idea: cansancio, cansancio de morir.
El cielo, tan distinto aquí afuera, comienza a oscurecer. Todo encaja como siempre. Recuerdo mi futuro en los millones de millones de eventos pasados. El sufrimiento no es distinto, sólo varía la forma. Mi diafragma se contrae espasmódico:
—Dios mío, Dios mío. ¿Por qué me has desamparado?
El viento ruge y agita las aguas con ira.
—Tengo sed...

Corazones salvajes - Rubén Serrano


La Isla era todo un mundo, poblado por una naturaleza viviente y rodeada de una inmensa frontera de aguas verdosas que la aislaba del resto del universo. Durante todo el año reinaba en ella un clima tropical que permitía el desarrollo de una exuberante vegetación y la existencia de numerosas aves multicolores.
El sol se había puesto ya cuando una luna tímida y muy pálida hizo su aparición en el horizonte, iluminando La Isla con su luz lechosa y reflejándose en un mar azul, inmenso y tranquilo.
Egeo se aproximó al borde de la enorme roca y allí se detuvo. Durante un breve instante –apenas unos segundos– contempló sonriente a la joven que estaba abajo, en la playa, y al niño que ésta apretaba suavemente contra sus menudos pechos. Después saltó al agua y nadó sin prisa, con brazadas fáciles, hasta la orilla.
La muchacha, sentada sobre la arena, le observaba con atención mientras la leve brisa marina enredaba sus largos cabellos decolorados par la acción del sol. Su piel morena contrastaba con aquella maraña de finos hilos de oro...
El niño, que hasta ese momento había permanecido dormido entre sus delicados brazos, despertó y comenzó a llorar. Entonces, ella le ofreció una de aquellos redondos y sensuales pechos, y el llanto cesó. 
Egeo, que ya habla salido del agua, llegó hasta donde estaba sentada la joven, se puso en cuclillas delante de ella y la besó en la frente. Luego, con gran delicadeza, posó su mano sobre la cabeza de aquel niño, que era el fruto de su amor.
El bebé, prendido del pezón de su madre, dejaba oír ávidos chupeteos. Ella sonrió, le cambió de pecho y, cuando lo supo satisfecho, se lo entregó a Egeo...
Los dos jóvenes se pusieron en pie y se adentraron en la espesura de la cercana selva, al tiempo que una veloz llamarada blanquecina cruzaba la constelación de Perseo, desintegrándose unos segundos después a la altura de las Pléyades.
Todo era hermoso y mágico... El ser humano había encontrado la forma de vivir en armonía con la naturaleza y el planeta Tierra –la vieja madre Tierra– se había convertido en un paraíso para él, en un auténtico jardín del Edén donde el corazón humano se dejaba guiar por sus instintos y pasiones. Y allí, bajo la Vía Láctea, las criaturas humanas seguían los impulsos de la naturaleza con plena libertad, mientras la eterna Estrella de Verano, con su azulada luz, encaminaba sus pasos hacia el universo del amor inmortal.

El odre agujereado - Héctor Ranea


Hablaba bastante mal el castellano, escribía de forma que las letras parecían escritas a bordo de una bicicleta lanzada a andar en el empedrado esquivando sapos. Pero se entendía lo que decía, se entendían sus cartas; lo que no se entendía era si lo que decía era verdad o mentira.
Vino al país con una parte de la familia. El resto no llegó jamás, ni supieron nunca el fin que les tocó. Él se salvó porque viajó con unas mujeres, sus tías, a quienes dejaban pasar en la frontera. Para que los soldados no lo vieran y lo degollaran en el acto, lo escondieron en un odre de camello aún en putrefacción. El hedor jamás se le fue de las narices, decía. 
Veía a esos soldados maltratar a sus tías desde el agujero que habían hecho en el odre para que respirara. Decían que podría escapar si veía que ellos detectaban su presencia. Lo salvó el olor terrible, desesperante. Era tan ofensivo que ningún soldado se atrevió a acercársele. Un agujero en el odre lo había salvado, al revés que a Odiseo. Así pasaron la frontera. Algunos compatriotas suyos del otro lado los acomodaron en camiones, de ahí pasaron por varios países y, finalmente, solo y con apenas doce años, apareció un día en Buenos Aires. Las tías no llegaron vivas después de tanta penuria y heridas inflingidas. 
Creció trabajando en el puerto, se hizo cartero y así viajó al Sur, donde conoció una paisana con la que criaron hijos inconcebibles desde el agujero del camello muerto. Esos hijos crecieron con la palabra libertad grabada a fuego en sus labios, por eso sólo sobrevivió una hija a las masacres criollas. Esa hija tuvo a su vez un hijo que llegó a ser mayor cuando la libertad estuvo en jaque nuevamente por estas tierras. 
Sabía de la historia del abuelo y el odre del camello muerto, pero no pudo usar esa estratagema cuando rodearon su casa. Entonces tomó un carbón caliente del brasero y dibujó un camello muerto con un odre agujereado del tamaño suyo. Saltó por él y atravesó la pared esfumándose a diez pisos de altura. El abuelo debió protegerlo un poco más. 
Tiempo después, en una Feria del Libro, todos conocieron las historias del genocidio. De todos los genocidios.
Esta historia es real en el sentido que miles y miles de personas sufrieron esas penas sin remedio.

martes, 28 de octubre de 2008

Sí, juega – Sergio Gaut vel Hartman


Moshe Bernstein era un joven estudiante en la ishiva de Lublin, aunque a criterio de su maestro, el rabino Shlomo Litvak, más que estudiante era un rebelde insoportable, pedante, inconformista y testarudo. No es poco, si se tiene en cuenta que Moshe había empezado sus estudios cabalísticos con el único objetivo de llegar a Dios para explicarle todos los errores por Él cometidos en Su creación desde el génesis en adelante. Según Moshe, el universo estaba lleno de cosas ineficaces y absurdas, de incongruencias, callejones sin salida y tonterías, que era, en síntesis, la obra de un chapucero. El rabino solía reprender a Moshe por esos y otros mil despropósitos, pero el muchacho seguía imperturbable y fiel a su estilo. Consideraba que con lo aprendido gracias a su maestro, ya estaba en condiciones de interpelar a Dios y exigirle los cambios inevitables y necesarios para empezar a enderezar las cosas.
Una tarde de enero, cuando todo el universo parecía haberse helado, Moshe puso en práctica la parte decisiva de su plan. Llevaba ayunando una semana con la intención de resecar su espíritu y desprenderlo del cuerpo, pero como sabía que todo proceso necesita un golpe seco para fraguar, se agenció la sartén de hierro negro de la baba Brane y se propinó un sartenazo descomunal que sirvió de pasaje, vehículo y aduana al mismo tiempo. En Lublin, Polonia, 1894, en el piso de la cocina, quedó el cuerpo desmadejado de Moshe Bernstein, en coma profundo. Pero el espíritu, liberado de su prisión, viajó hasta la morada de Dios, y mientras lo hacía, delineó una estrategia, o varias, ya que no tenía una idea cabal de lo que encontraría al llegar.
El lugar era luminoso, templado, despojado de escenografía y sonidos. Alguien, seguramente Aquel que él andaba buscando, arrojaba siete dados sobre un tapete rojo con la frecuencia y la concentración de un obseso. Así que esto es lo que hace para manejar el universo, pensó Moshe, ¡con razón! Y como su mente era más rápida que la luz, se zambulló de vuelta en el cuerpo que aún no había sido hallado, lo reanimó el tiempo suficiente como para capturar una moneda de diez zlotys que guardaba para casos de emergencia y se impulsó de nuevo hacia arriba, decidido a arreglar las cosas de una buena vez y para siempre.

Menos mal – Juan Torchiaro


Íbamos muy apurados y casi nos chocamos. A modo de saludo le mostré el dedo machucado por ese martillazo del otro día. Ella, por no ser menos, se señaló el labio superior, precisamente donde se le había reventado una afta. Le retruqué con el corte en mi oreja izquierda y los hematomas que me dejó la puerta del subte.
—¡Oh! ¿En la oreja? Pero qué casualidad —dijo, y pasó a comentarme la pérdida de audición de su oído izquierdo por atender tantos teléfonos; además, me explicó, sin levantarse mucho la blusa, cómo se había quemado con la plancha. Entonces me remangué el pantalón y le enseñé las mordeduras de los perros. Ella, una herida de bala perdida en un hombro. Yo, el costurón de aquella cuchillada que me duele cuando está por llover...
En eso miramos nuestros relojes. Nos despedimos y continuamos tan apurados como siempre, aunque ahora algo más aliviados.

domingo, 26 de octubre de 2008

La prisión - Brahim Darghouthi


Cerca del amanecer, los guardias llegaron golpeando el suelo de la prisión con sus gruesos borceguíes.  Él se despertó antes de que abrieran la puerta. Se sentó, frotándose los ojos con manos que el vigoroso frío helaba. El comandante de la unidad le ordenó ponerse en pie y él obedeció. La armada patrulla policial, con él precediéndola, avanzó.
Cuando arribaron al sitio de la ejecución, vio a un grupo de prisioneros, pies y manos encadenadas, ojos vendados. Se dijo: «¡Cómo son de numerosos en este día invernal! » Y no agregó nada más. Estaba acostumbrado a su trabajo.
El comandante de la unidad le tendió un gran cuchillo, y él comenzó a degollar a los hombres, apilados en tierra uno tras otro, sin dejar de invocar el nombre de Dios cada vez que decapitaba a un condenado.

Traducción del árabe al francés: Essia Skhiri
Traducción del francés al español: Olga A. de Linares

Griegos - Santiago Eximeno


Avanzamos por el camino de tierra que partía del castillo en dirección a la villa, arrastrando a nuestras espaldas el carro de los muertos. El hedor que despedían los cuerpos amontonados sobre el carro impregnaba nuestras ropas, nuestras almas. Para cualquier otro hubiera resultado insoportable. Los hombres, las mujeres y los niños, agolpados a los lados del camino, se apartaban a nuestro paso, cubriendo sus rostros con manos temblorosas. Algunos nos increpaban; otros, los más valientes, los más cobardes, nos escupían. 
Tras lo que nos pareció una eternidad caminando bajo el sol, alcanzamos el primer árbol. De una de sus ramas, la más gruesa, pendía una gruesa soga que rodeaba el cuello del cadáver.
—¿Qué era? —preguntó el hombre que me acompañaba, señalando al cuerpo deshecho, devorado por los cuervos, que se mecía de un lado a otro como si flotara en el agua.
—Turcos —respondí.
—¿Y quiénes nos amenazan ahora? —preguntó el hombre, y pasó un dedo por sus dientes amarillos.
—Griegos.
Busqué entre mis ropas un cuchillo y, mientras el otro hombre descargaba uno de los cuerpos del carro entre jadeos y maldiciones, liberé la soga atada alrededor del tronco del árbol. El cadáver cayó al suelo como un títere desmadejado.
—¿No bastaría con cambiar los uniformes? —preguntó el hombre, arrastrando el cuerpo hacia el árbol.
Yo señalé al cuerpo que procedía del carro, después al ahorcado.
—Nadie creería que ese hombre es griego.
—Claro. Griego —dijo él.
Anudamos la soga alrededor del cuello del griego y, no sin esfuerzo, lo colgamos del árbol. El sudor empapaba nuestros rostros, nuestras espaldas. Miré hacia la villa, y vi que todavía nos quedaban al menos dos docenas de árboles.
Maldije en silencio.
—¿Y esto funciona? —preguntó mi acompañante, jadeando.
—Por supuesto —respondí yo, frotándome las manos-. ¿Acaso han sido nuestras tierras invadidas alguna vez por extranjeros?
El hombre asintió, sonriendo, satisfecho.

La tinta azulosa de los amores robados - José Luis Vasconcelos


Y cuando el cornudo leyó las palabras que la mujer llevaba tatuadas en su bajo vientre palideció de muerte. "Esta cuca es mía", rezaba la leyenda.
Quiso matarla, después acabaría con su propia vida. Se acercó al cuerpo traidor y grabó la caligrafía maldita en su memoria. Sus ojos de astado miraban la piel blanca, mancillada por la tinta azulosa de los amores robados.
De pronto recordó que el amor era menos vital que la comida y una idea timbró en su cerebelo. Las letras sangraban su corazón pero algo le decía que debería indagar hasta llegar a la mano que trazó la bajeza.
“Buscaré un conciliábulo de genios capaces de hallar identidades ocultas bajo trazos infamantes”, pensó.
En tan sólo dos días obtuvo el veredicto.
—Quien escribió esto fue un creador —sentenció el calígrafo que habló a nombre del prestigioso equipo de cerebros.
—Dígame quién es —respondió el denigrado.
—García Márquez, por supuesto. Quién más idearía algo así.
—Lo sabía —murmuró el fementido. Una sonrisilla anuló el oprobio.
Enseguida pagó sin chistar los honorarios de las eminencias.
Meditó por días, decidió en segundos. Perdonaría a la infiel y transformaría la ignominia en su modus vivendi.
Una vez los vi. No vivían en la opulencia pero sonreían como si se hubieran mudado a otro mundo. Ahí estaban. Él cobraba a los curiosos a la entrada de la desportillada carpa. La ex adúltera lo miraba con orgullo inmarcesible, atenta a los curiosos que llegaban a pedirle autógrafos o le imploraban que mostrara la impertinente grafía.
No he sabido más de ellos, lo último que escuché fue que se habían transmutado en atildados sanadores y que fundaron la Iglesia de las Letras del Bajo Vientre de los Últimos Días.

Amílcar barca prefiere un naufragio eterno - Héctor Ranea


Un insecto, apenas una mosca, golpeó la ventana del bote de Amílcar Barca, perdido en el mar por mucho tiempo y le despertó. De sonidos así tenía desacostumbrado el oído y las vigilias habían alivianado su sueño hasta convertirlo en una suave seda en la que habitaban caras amadas y perdidas.
Distinguió las costas a lo lejos y olfateó resaca de orillas arenosas. Remó como un poseído y al llegar a la playa ató el bote a un resto de casco inmenso y corroído en el que vivió por largo tiempo sin ser notado, más bien sólo molestado por una bandada de gaviotines que ocupaban el lugar ancestralmente.
El marino cambió el naufragio real de su nave por el ajeno del que se servía como cueva improvisada. Por lo demás, su vida continuó siendo la misma: apenas hablaba consigo mismo y se molestaba un poco más por las moscas que le sobrevolaban atraídas por las medusas que cada noche venían a morir colgantes a la playa.
Cuando le encontré, creí estar viendo un fantasma: Amílcar Barca era apenas la sombra de quien fuera la madrugada aquella de su desembarco, hecho a semejanza de un dios marino venido a menos. Le traje comida pero respeté su silencio: el marino parecía huyendo de una pesadilla. En efecto, creía haber llegado, después de muchos años, al lugar de su naufragio, al barco que le transportaba la noche en que supo que nada le salvaría ya del hundimiento.
Creí oírle decir que esos restos camuflados con herrumbre y algas seculares, era el navío con el que se hundieron su vida y su nombre entre otros tantos miles de cosas que se hunden en la guerra.
Pocos después no le encontré en su cueva improvisada en los restos de la nave. El bote también había desaparecido.
Errabundo, Amílcar prefirió el sueño del eterno naufragio a la desolada visión de la nave hundida. Seguía soñando sueños livianos, celestes, color mar.

sábado, 25 de octubre de 2008

Hogueras - Juan Pablo Noroña


Tragando el aire a mordidas, dejé caer ante el fuego mi cuerpo hecho dolor. Mantuve el torso erguido por unos segundos; después me tendí de espaldas. Las estrellas se veían borrosas y bailaban al ritmo de mis agitados pulmones.
Descansé del mundo y la vida.
Cuando pude, ladeé la cabeza y miré a través de las llamas a la joven sentada al otro lado de la hoguera. Ella me observaba con desconcierto.
—No me lo esperaba así —dijo la muchacha—. Luce usted muy mal.
No conseguí formar una carcajada; sólo dos o tres torsiones jadeantes. Igual fueron irónicas.
—¿Y qué… esperabas? —pregunté. 
Ella bajó la mirada. 
Al cabo de un rato le señalé mi saco. —Las cosas que me sirvieron. Todas buenas. Lo demás lo boté.
La joven se acercó a registrar. —Sí, algunas me las llevaré —aceptó.
Hice un ademán de cesión.
—¿Usted necesitará algo? —me preguntó.
Negué con la cabeza. —Ya no más.
Ella asintió y comenzó a prepararse. Mientras tanto, yo removía el polvo con una mano. El polvo inmortal.
No le tomó mucho estar lista. Partía con poco, como yo tiempo atrás. Poco tiempo atrás, aunque fuera toda mi vida.
—¡Oye! —le grité cuando ya estaba de espaldas a mí en su décimo paso.
Se volteó. Tenía la misma expresión desconcertada y perdida con que la conocí. Sin embargo, parecía fuerte.
—Habla de mí en la próxima hoguera —le pedí.
Me sonrió. —Por supuesto—. Y fue adelante.
Yo quedé entre las estrellas y la tierra. A cada latido, más lejos de las primeras y más dentro de la segunda. Pero mis ojos duraron hasta ver a la muchacha perderse en el horizonte.

Medusa en la ciudad - Daniel Antokoletz


Millones de almas pululan aquí y allí. No puedo olvidar mi muerte. Tampoco a aquella medusa.
Mirarla fue mi perdición. Si hubiera estado en otro lugar o en otro tiempo, me habría salvado. Como ocurrió con tantos humanos desamparados de los dioses, caí bajo su influjo. Perseo había decapitado a la más temible de las Gorgonas. Sin embargo, volvemos a enfrentarnos con su mirada inmensa. Ojos que desplazan la moderación y la pureza. El fuego de su presencia lo corrompe todo. La carne, podrida y quemada, se desprende de los huesos, cae al piso, y es barrida por su aliento infernal. 
El estruendo de su voz rebota en mi moribundo entendimiento. Mis tímpanos vuelan, al sentir su primer soplo, revientan como globos. 
Me parece verla caminar entre los despojos, entre las carcazas vacías donde hubo cerebros que pensaron, ojos que brillaron y labios que supieron besar. 
Cruza una cucaracha. Ella parece no verla, a ella no le afecta. Y a la medusa no le interesan esos seres inferiores. Nos busca a nosotros y nos elimina metódicamente. De nada sirve esconderse en el último piso del más alto de los rascacielos, o en lo profundo de los sótanos y subterráneos. Es cuestión de tiempo. Todos seremos hallados. Perderemos el pelo, la piel, la carne. 
Vuelvo a ver esos candentes ojos que lo penetran todo, que lo destruye todo. Siento el ardor, siento como si mis ojos se desprendieran, como si cayeran de sus órbitas. Una última visión: su efigie. Miniaturiza las casas de la cuidad arrasada. Apenas distingo la impresionante imagen de ese hongo atómico. El nuevo nombre de la antigua medusa.

Acaso una figura humana - Marcelo Di Marco


Desde su cama, apoyada en un codo, la joven madre contenía la respiración. Alcanzaba a distinguir aquel fenómeno, claro que sí. ¿El vodka? ¿El delirio de una noche de amor? ¡Pero a qué dudarlo, pensó, no seas tarada! ¡Qué noche de amor ni qué vodka, nena! ¡Ahí está en serio, como que hay Dios!
Un gigantesco pajarraco nocturno flotaba más allá del ventanal. Ese murciélago de marioneta navegaba remolinos negros en vuelo hacia delante, batía alas portentosas, se volvía una miniatura en el horizonte de oscuridad y ráfagas.
La mujer sintió la garganta seca.
Su primer impulso fue gritar, pero se contuvo: un día que la beba dormía, al fin, por dos horas seguidas...
Se incorporó un poco. ¡Si al menos le hubiesen quedado un par de fotos en la Kodak, carajo!
Juraría que el ave cargaba algo sobre el lomo, acaso una figura humana. Pero le era imposible aseverarlo. Estimulada por los vaivenes del Smirnoff, aquel ser le recordaba cierto monstruo prehistórico provisto de picos y garras y alas como de lona o cuero. ¡Un triceratópico, eso! ¡Tal cual!
Se levantó en silencio, acercándose al balcón, sin preocuparse por el frío de los mosaicos. Y desde allí vio alejarse al ave entre las tinieblas.
La bestia y su cargamento se perdían, se difuminaban más y más hasta convertirse en un punto y desaparecer en la nada del cielo.
Lástima la cámara, se dijo la mujer.
Fue hasta el tocador y buscó la cigarrera. Encendió un Marlboro y, sentada frente al espejo, le dio rápidas pitadas antes de aplastarlo contra el cenicero.
Se acercó a la cama, diciéndose que algo no funcionaba del todo bien aquella noche. Sobre la mesa de luz quedaba un vaso con restos de vodka. Lo bebió de un trago.
Entonces, a punto de meterse bajo la calidez de las cobijas, un presentimiento la paralizó.
Corrió hacia el pasillo, y en el camino se estrelló el dedo gordo del pie contra el marco de la puerta. El dolor fue centellas y estacas perforando la cutícula de la uña encarnada. No le importó: toda su atención estaba en la puerta de la habitación de su bebé.
Al abrir, lo primero que vio fue el revoltijo de la cuna.
De la cuna vacía.

Marcelo di Marco

El justiciero - Jorge Martín


Sonaban los tres celulares de la casa a la vez, incluido el que no usaba hace más de un año. La casilla de mails se llenó, tanto la de la oficina como las dos privadas. Las cartas se acumulaban en distintos formatos, con sobre de colores y hasta uno perfumado. El teléfono sonaba a las doce, a las tres y a las cinco. En las dos primeras cortaba y la última, una voz conocida mascullaba casi llorando. Alguien trataba de llamar mi atención. El contenido del mensaje era el mismo: Auxilio. ¿Quién enviaba los mensajes? Yo. Imposible.
Pero fui yo el que aparecí muerto por la mañana a los quince días exactos de recibir el primer recado. Encontraron un último mensaje mío en el contestador: No pude soportar más sus ausencias y lo maté. 
Les prohíbo que consideren el hecho como suicidio, justicia por mano propia es lo adecuado.

El filicidio - Araceli Otamendi

Madrid, 1933. Noche.  Doña Aurora se ata los cordones de los zapatos, acomoda el vestido. En uno de los bolsillos del ancho pollerón guarda la pistola cargada. Se acomoda el pelo y camina por la casa como si nada fuera a ocurrir. 
En una de las habitaciones, la más grande y lejos del comedor, Hildegard, la hija de doña Aurora duerme. Ha preparado la conferencia sobre eugenesia que debe pronunciar al día siguiente. Está cansada y duerme. Sin adivinar que su madre, doña Aurora, percibe su respiración unos metros más allá. Hildegard, hija querida, me traicionaste, piensa Aurora mientras calibra en la mano el revólver que disparará minutos después. En mi vientre te engendré, para vengarme del absurdo destino que me negó tantas cosas: posición, apellido, fama, estudios. No tuviste padre, sólo progenitor. Tuve una hija sin ansiar nunca goces sexuales, al sólo efecto de vengarme de la realidad, y ella, que había logrado hacer lo que yo no pude me traiciona así, con un infeliz, un escribiente que trabaja en el despacho de un cagatintas. Apenas abre la puerta del dormitorio Doña Aurora dispara cerca de la sien de Hildegard, descerrajándole el tiro mortal. 

viernes, 24 de octubre de 2008

Fin de época - Roberto Ortiz


Fin de época - Roberto Ortiz

Cuando María Magdalena vio su reflejo, por primera vez, tuvo consciencia del deterioro que el tiempo había dejado en su piel. Antes lozana y vital que puso a los hombres adinerados a su merced; hoy era cuero curtido a la intemperie. Aquella misma mañana visitó al médico quien, sin pena ni gloria, le decretó cáncer terminal a los pulmones, más treinta días de vida como máximo. 
Lo primero que hizo fue ir al diario donde pagaba semanalmente un aviso por sus servicios sexuales. Esta vez contrató uno de mayor tamaño, página central para ser francos, y a colores, y dirigido sólo para adolescentes. De regreso visitó la Plaza Mayor y esperó a que pájaros y torcazas comieran de sus manos. Se perdería, sin embargo, conocer por dentro al majestuoso El Redentor que se alzaba al centro como un predicador de la muerte. Enseguida se aprovisionó de tantas cajas de condones pensaba utilizar. Estaba decidida. Sus ansias de ser madre se habían esfumado. Y también su sueño de jubilarse y viajar hasta donde dieran sus ahorros. Pasó la tarde sumida en profunda reflexión. Comió ensalada y agua mineral y por la noche fue a ver una película de corte dramático que había ganado los últimos festivales de cine independiente. Aún le quedaban veinticuatro horas.
El día siguiente se pasó inflando los condones y atándolos a un hilo de seda. No desayunó ni almorzó. Al caer la tarde, salió e hizo una llamada desde un teléfono público, decididamente no era de las que hacían las cosas al azar. A eso de la medianoche y sin maquillaje, apenas con un rubor natural y un manojo de optimismo, tomó el taxi contratado que la dejó en la Plaza Mayor. 
La víspera de Año Nuevo amaneció eufórica y discordante, con sus conocidos ajetreos comerciales, con sus luces y cánticos de una Navidad reciente, con sus barullos mezclados con nostalgia y buenos deseos. Con la tensión al tope. Cada segundo de ansiedad era roto por el consecuente y éste por el siguiente y así, en constante estampida de emociones y festejos. Como dándole una cachetada a un miedo que ya rondaba como ave rapaz o hiena.
Al norte de la ciudad, una cola de adolescentes atestaba un edificio. Todos llevando una flor blanca y preguntando por una anfitriona que nunca apareció. Entre tragos y risas se diluyó la noche. El primer día del 2020 amaneció sucia. Botellas de champaña, serpentinas, pitos. Periódicos del día anterior con noticias de una tregua ya insalvable; con la foto de una mujer que, terriblemente bella, colgaba de los brazos de un Redentor que la miraba como a una hija perdida. 
Sólo los que oyeron las primeras explosiones se helaron mirando a la nada.

Alejandro D y A Daniele - Javier O. Trejo


Alejandro D fue mi amigo en las épocas de la secundaria. Era el único de la división que escribía, a literatura me refiero. En los actos del colegio se leían sus encendidos discursos. Más de un noviazgo se armó desde el anonimato de sus poemas. Sólo la novia de González creyó que el exquisito poema había sido escrito por González.
Entusiasmado por algunos éxitos, decidió dar un paso adelante. Eran las épocas de los coletazos del boom latinoamericano. Se escribía sobre lo que pasaba en nuestro lugar y época. Alejandro se propuso contar la realidad cotidiana, la más dura. En el colegio teníamos como profesor al cura Peralta Ramos que dictaba oratoria. El curita vivía en una villa miseria alejado de su familia, sí los famosos Peralta Ramos. Allí fue Alejandro a escribir sobre los desposeídos, sobre los que nada tienen. 
Pronto, esas historias se volvieron obsesión. Practicó el realismo mágico. Vi algunas de sus primeras obras y le ayudé a publicarlas. Ya se han perdido. 
La última vez que hablé con él, me dijo que estaba dedicado al hiperrealismo mágico. Se obstinaba en no perder detalle, escribía en tiempo real todo lo que pasaba en una casilla en dónde se había instalado. Escribir todo lo llevó a que sólo podía escribir: ir al baño se convirtió en una pesadilla, no quería perder el más mínimo detalle temeroso de distorsionar esa realidad. En el extremo, y aquí creo que apenas supongo, relataba lo que veía sin la menor opinión, sin adjetivos, salvo que los oyera. 
Lo secuestraron, lo chuparon, apareció muerto bajo la humillante figura de los enfrentamientos. La dictadura se quedó con su obra. 

El teniente A Daniele revistaba en el batallón de zapadores: rutinas varias y encargos para el general. Cuando le tocaba el turno noche, y las misiones especiales, era el segundo del coronel a cargo de la brigada de secuestro y decomiso de literatura y material subversivo. Llegaban después de una chupada y se llevaban lo impreso. Luego el coronel, con el cabo ayudante, odiado por la brigada, ordenaba, clasificaba y separaba. Se llevaban; vendían, decían algunos. Lo que quedaba se quemaba, Daniele era el encargado; a veces se sentaba y leía un poco. Cuando vio las prolijas carpetas, llenas de hojas completas de borde a borde con letra minuciosa, sintió curiosidad y las hojeó. 
Llevó algunas a su casa, contento le contó parte de lo leído a su esposa: vieja, es la primera vez que entiendo, le dijo.

Kalístate - Cristian Mitelman


A Kalístate, hija de Euforión, en sueños se le presentó Afrodita para concederle el deseo que demandara. Ella pidió ser todos los días un poco más bella;  que el espejo le devolviera, jornada a jornada, una imagen que no dejara de menguar en esplendor.
Sólo los dioses pueden cumplir las más íntimas pretensiones de los hombres. (Sólo los dioses saben castigar cuando cumplen las más íntimas pretensiones de los hombres.)
En la primera semana, toda Chipre se congregó en torno de la casa de Euforión. Los jóvenes llevaron mirto y rosas como regalo; un marino que solía fatigar el Oriente le ofreció una copa que convertía a los rayos de sol en finas láminas de oro; un escultor le llevó una estatua que al ser rozada por la luz de la luna parecía entrecerrar los ojos.
Poco tiempo bastó para que la fama creciera por toda la Hélade y por las comarcas del este y del oeste. 
Comitivas tracias regalaron caballos más oscuros que la noche; de Atenas llegó un hombre que sabía hacer espejos cuyo azogue no producía ninguna distorsión en la imagen; las tierras de Hircania enseñaron elefantes que sabían arrodillarse, tigres amancebados, monos que recitaban curiosas lecciones de astrología. 
La isla se convirtió en un puerto obligatorio para los príncipes pretendientes, para los viajeros
que buscaban el saber, para los comerciantes, para los reyes que anhelaban hacer alianzas políticas.
Una mañana, en el preciso momento en que Kalístate salió a mostrarse frente a las nuevas comitivas, un hombre dio un grito y comenzó a llorar. Le preguntaron por qué lloraba.
He visto una belleza de la que ya no voy a volver. ¿Qué atractivos podrá darme ahora el mundo?
Nadie le respondió. Algunos  sonrieron y murmuraron  recriminaciones, pero la mayoría se limitó a contemplar a la muchacha, que solía exhibirse unos pocos minutos antes de volver a la alcoba. Esa día hubo un desacostumbrado silencio.
No tardó en llegar la noticia de varios jóvenes que se habían suicidado luego de haber visto a Kalístate. Ya nada de lo que la realidad les presentaba podía tener encanto: ninguna pintura, ningún cuerpo que furtivamente pretendiera enardecer el lecho. 
Un año después, si se la comparaba con Kalístate, cualquier mujer parecía un ser creado por las manos de un escultor ebrio. 
Los hombres comprendieron que ya no podían retornar a Chipre. La isla se despobló gradualmente de visitantes; muchos de los nativos decidieron que lo mejor era el exilio. 
Un anciano decidió tapear aquella casa y dejar sólo un pequeño resquicio por el cual pudiera pasarle un cesto con frutas y un cántaro con agua. 
Cuando la mujer murió, los que fueron a retirar el cadáver se taparon los ojos con vendas negras. No podían verla. No querían verla. La belleza había alcanzado contornos terribles.         

Libro de los tesoros alejandrinos.
Siglo II a. C. 

miércoles, 22 de octubre de 2008

Mi gallito - Antonio Mora Vélez


Mi gallito tenía las plumas doradas y negras. Tenía una cresta roja y caída como los gallos grandes y se la pasaba correteando a las gallinas del vecino. 
Yo iba a su encuentro siempre que llegaba del colegio. Lo cargaba y lo acariciaba y lo ponía a picotear los granos de maíz en mi mano y a beber agua en la taza que le había colocado en el abrevadero.
Mi gallito cantaba todas las mañanas que era un contento y era tan hermoso su canto que competía con el turpial de los Gómez y le ganaba en tesitura y brillo. 
Alguna vez dije que mi gallito crecería y que tendría unos pollitos parecidos a  él y que moriría de viejo, como morimos todos. Pero yo tenía doce años y mi gallito era tan pequeño que no había por qué pensar en esas cosas. Él era, por esos días, mi juguete preferido. Y no tenía mucho de donde escoger porque mi mamá era una ama de casa pobre y mi papá no tenía un empleo estable.
Una tarde llegué del colegio, tiré los libros sobre la cama y me fui a buscar a mi gallito. Regué la vista por todo el espacio del patio pero no lo vi. Debe estar en el gallinero de al lado, pensé. Pero tampoco. ¿Se fue para la calle? le pregunté a mi mamá. Ella no supo que responderme, se le notaba triste, con la mirada en otra parte. Como si no quisiera revelarme la suerte de mi gallito. Pero yo abrigaba la esperanza de que apareciera en las manos de algún vecino, como había ocurrido en dos ocasiones anteriores. Pero no ocurrió.
Media hora después supe la verdad al ver en el plato sobre la mesa un par de muslos pequeñitos que me negué a comer. Me fui entonces para el cuarto a llorar y a decir entre sollozos todo lo bueno que sabía de mi gallito y a gritarle a mi mamá que yo no era capaz de comérmelo. Mi madre llorosa y arrepentida me abrazó y me dijo: Eso es lo malo de ser pobre, mijo. A veces hacemos lo que no queremos. Por necesidad. 

La rueda - Ángel Arango


Esclavizados por la forma del pájaro, los hombres de la Tierra se atrasaron y no agotaron todas las posibilidades de la rueda. Es cierto que frecuentemente aparecen en sus libros menciones de naves interplanetarias extra terrícolas del tipo oval o discoidal, acompañadas de descripciones más o menos precisas. Pero ahí está la prueba de su escasa imaginación y de la rigidez de su pensamiento: a pesar de todo siguieron construyendo naves ornitoformes,  bien con las alas extendidas, o con las alas plegadas completamente —como los cohetes—, o con pequeñas aletas posteriores.
Su pensamiento sometido siempre al fetichismo de las formas orgánicas y su escasa capacidad de abstracción —no obstante las discusiones que sostuvieron sobre el arte abstracto— les impidieron acercar proporcionalmente los puntos del planeta cuando ya era posible, en cambio, llegar a la Luna en unas horas.
Un viaje a Venus o a Marte devolvía un caudal mayor en experiencia por el tiempo invertido que un periplo sin salir de la atmósfera terrestre.
A este respecto, es lastimoso que los terrícolas no hayan sabido aprovechar debidamente el símbolo que fue depositado en la antigua Mesopotamia  por los viejos marcianos. Apenas pudieron hallar en la rueda un medio para moverse sobre superficies sólidas o para impulsarse sobre el mar. La poca importancia que le concedieron la refleja el hecho de que no fuera uno de sus símbolos religiosos destacados. En lugar de ella escogieron, por ejemplo, la cruz, que no tiene ninguna aplicación práctica o científica importante y que sólo es una expresión de inmovilidad, un concepto estático.   
¡Qué natural hubiese sido comprender las posibilidades aeronáuticas de la rueda como resultado de toda la especulación provocada por la presencia de platillos voladores! Esto comprueba una vez más que los hombres de la Tierra se desarrollaron tomando recursos y conocimientos que les fueron prestados por razas extraterrenas y que cuando debieron de hacer algo por sí mismos se perdieron en discusiones estériles.
Un cubo habitable inscrito en una esfera situada en el centro de un plato de plástico prensado. Y aprovechar la fuerza de rotación como motor.  Nada más era necesario.
En las peores circunstancias, los platos habrían planeado su regreso a la superficie y hubieran saltado alegremente como aros antes de detenerse en alguna parte, evitando los catastróficos desastres  de la aviación y la cohetería del siglo XX.
Lo más sorprendente es que precisamente uno de los juegos favoritos de los terrícolas en su niñez lo constituía el lanzar discos de madera o aluminio a largas distancias, con un corto impulso. Fácil hubiera sido adivinar su mayor superficie de sustentación en la atmósfera terrestre en comparación con un cohete, que no es más que un gran tronco o un tótem. Un tótem fue para los terrícolas aquella forma del pájaro con las alas plegadas, especie de vampiro colgando de sus inteligencias.

Bebé - Santiago Eximeno


Bebé era feliz. 
Siempre había sido así.
Para Mamá sólo existía Bebé, y así se lo demostraba día tras día. Le despertaba con un suave beso en la frente. Se sentaba a su lado y le daba de comer, cucharada a cucharada, los purés que con cariño había preparado durante la mañana. Siempre con una sonrisa en el rostro, sin impacientarse, aunque Bebé jugara con la comida, aunque se comportara mal. Cuando Bebé terminaba le limpiaba la boca con dulzura, recogía los platos y volvía con el chupete —el más bonito, de color marfil y con pequeños dibujos de animales en su base— y los juguetes, para que se entretuviera.
A veces Bebé ensuciaba los pañales. Mamá arrugaba la nariz, sonreía y, con celeridad, se agenciaba un barreño con agua y jabón para limpiarlo convenientemente y cambiarlo. La incomodidad que embargaba a Bebé la combatía Mamá con su perenne sonrisa, con su alegría, y lograba convertir aquel momento bochornoso en un juego para ambos. 
Por las noches Mamá acostaba a Bebé en su cama, en su cuarto de paredes azules y elefantes sonrientes y nubes blancas de algodón, le daba un beso en la frente y le deseaba buenas noches. Bebé sonreía, movía sus manos solicitando un abrazo que siempre llegaba y, cuando Mamá se lo daba, ambos reían y aplaudían y cantaban.
Una mañana Mamá no vino a despertar a Bebé.
Bebé, que había visto a Mamá cansada los últimos días, no se preocupó. Esperó y esperó, con el chupete en la boca, tumbado en su cama, a que Mamá viniera.
Pero Mamá no llegó. 
Llegaron unos hombres vestidos de azul, unos hombres que hablaban a gritos y miraban con recelo a Bebé, que se asustó y no pudo evitar hacer de vientre en los pañales. Bebé lloró y lloró y lloró porque Mamá no venía. Lloró porque no conocía a aquellos hombres que se acercaban a él con reparo. Aquellos hombres que, desconcertados, miraban con repugnancia mal disimulada a aquel anciano desnudo, vestido únicamente con unos pañales, que despedía un hedor insoportable y lloriqueaba como un recién nacido, sosteniendo entre sus dedos temblorosos, artríticos, un ridículo chupete de color marfil.

La Luna era un hueco en el cielo - José Luis Vasconcelos


Durante mucho tiempo lo seguí. No sé qué buscaba, pero jamás volteó para verme.
Recorrimos calles empedradas y senderos de barro hasta que llegamos a las inmediaciones de la ciudad de Polvo. Ahí pude ver cómo las mujeres lamieron su cuerpo con las manos. Sus ojos estaban en blanco, mientras ellas lanzaban extraños conjuros que semejaban aves dibujando montes.
La luna era un hueco en el cielo cuando la mujer más anciana gritó:
—Ahí está, atrápenla...
Quise escapar. Corrí como poseída y mientras más lejos estaba más cerca me sentía de él.
El cielo era dorado cuando despertó:
—Qué pasó, qué hago aquí —dijo él...
—Nada, no te agites —respondió la anciana—, sólo que ella está nuevamente contigo. Nos costó trabajo darle alcance pero sabíamos que no podía durar mucho tiempo separada de ti.
Sonríe, te volvió el alma al cuerpo.