Avanzamos por el camino de tierra que partía del castillo en dirección a la villa, arrastrando a nuestras espaldas el carro de los muertos. El hedor que despedían los cuerpos amontonados sobre el carro impregnaba nuestras ropas, nuestras almas. Para cualquier otro hubiera resultado insoportable. Los hombres, las mujeres y los niños, agolpados a los lados del camino, se apartaban a nuestro paso, cubriendo sus rostros con manos temblorosas. Algunos nos increpaban; otros, los más valientes, los más cobardes, nos escupían.
Tras lo que nos pareció una eternidad caminando bajo el sol, alcanzamos el primer árbol. De una de sus ramas, la más gruesa, pendía una gruesa soga que rodeaba el cuello del cadáver.
—¿Qué era? —preguntó el hombre que me acompañaba, señalando al cuerpo deshecho, devorado por los cuervos, que se mecía de un lado a otro como si flotara en el agua.
—Turcos —respondí.
—¿Y quiénes nos amenazan ahora? —preguntó el hombre, y pasó un dedo por sus dientes amarillos.
—Griegos.
Busqué entre mis ropas un cuchillo y, mientras el otro hombre descargaba uno de los cuerpos del carro entre jadeos y maldiciones, liberé la soga atada alrededor del tronco del árbol. El cadáver cayó al suelo como un títere desmadejado.
—¿No bastaría con cambiar los uniformes? —preguntó el hombre, arrastrando el cuerpo hacia el árbol.
Yo señalé al cuerpo que procedía del carro, después al ahorcado.
—Nadie creería que ese hombre es griego.
—Claro. Griego —dijo él.
Anudamos la soga alrededor del cuello del griego y, no sin esfuerzo, lo colgamos del árbol. El sudor empapaba nuestros rostros, nuestras espaldas. Miré hacia la villa, y vi que todavía nos quedaban al menos dos docenas de árboles.
Maldije en silencio.
—¿Y esto funciona? —preguntó mi acompañante, jadeando.
—Por supuesto —respondí yo, frotándome las manos-. ¿Acaso han sido nuestras tierras invadidas alguna vez por extranjeros?
El hombre asintió, sonriendo, satisfecho.
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