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miércoles, 26 de noviembre de 2008

Ultimátum a la Tierra - José Ramón Vila (Txerra)


—Su Excelencia, tenemos la información que habías solicitado.
—Magnífico, Consejero, magnífico. Hazme un resumen.
—Como ordene, Su Excelencia. Siguiendo el plan, previo a la invasión el planeta llamado Tierra para esclavizar a todos los seres que lo habitan, era necesario conocer su idioma para transmitirles nuestro ultimátum. 
—Al grano, Consejero, al grano.
—Sí, Excelencia, disculpad. Hemos descubierto que ese planeta alberga muchos y variados idiomas, pero hay tres que se utilizan masivamente: inglés, chino y español. Este último es el mejor constituido y completo, pues lo organiza una tal Real Academia Española. De hecho, he aprendido mucho de ese idioma y sólo me resta mejorar la estructura de las frases. En poco tiempo podría dominarlo por completo.
—Bien, perfecto. Continúa.
—Sí, Su Excelencia. Ocurre que la RAE es demasiado sofisticada y con un vocabulario inmenso. No obstante hemos dado con una solución que acortaría el tiempo de aprendizaje; hace poco hemos detectado una organización llamada Taller 7.
—¿Ah, sí? ¿En qué consiste?
—Se trata de un grupo humano que mueve un enorme volumen de información a través de lo que dan por llamar Internet. En síntesis, por lo que he podido entender, Taller 7 enseña a escribir y presentar textos de forma correcta. En poco tiempo podríamos dominar el idioma y formular el escrito del ultimátum meridianamente claro.
—Magnífico. Proceded.

Transcurridas cuatro semanas...
—Su Excelencia, debo informaros que el plan ha fracasado por completo.
—¡Cómo! ¡Qué ha sucedido!
—Después de pasar por una humillante selección, logré ser admitido en ese grupo hermético. 
—¿Y dónde está el problema?
—El problema, Su Excelencia, es que el numeroso grupo de humanos del Taller 7 estaba conducido por un equipo tan terrible como eficaz. Lo dirige con mano férrea SGvH, y se llaman a sí mismos los Moderadores.
—Pues moderador no entra en mi vocabulario pero, hasta donde yo sé, no es una palabra ni terrorífica, ni beligerante. Explícate.
—Envié mi primer borrador. Al poco me lo devolvieron porque no había comentado escritos de los compañeros. Volví a mandarlo de nuevo y un tal J. V. me envió el siguiente mensaje:
"Esto es una burla. No te has molestado en repasar nada, ni en leer las normas, ni los mensajes que envío al Taller. Estoy cansado de que gente como tú me haga perder el tiempo, pero voy a hacerte una lista:
1.- Tu nombre no figura en el nombre del archivo.
2.- Tampoco figura el número del ejercicio.
3.- Los guiones de diálogo son incorrectos y están mal utilizados.
4.- El tema del relato no corresponde a la consigna, que tampoco has leído.

Sugerencias:
1.- Aprende ortografía
2.- Lee las normas del Taller y la consigna del ejercicio.
Es el último aviso.

J.V.O. 

—¿Y qué hiciste ante tal magna afrenta, mi fiel Consejero?
—Harto de la situación, les envié directamente el ultimátum, para que firmaran su rendición sin condiciones.
—¡Bien hecho! Ya se han rendido, ¿no?
—No, Su Excelencia. Lo han rechazado porque estaba mal redactado, y al mismo tiempo cumplieron con el formulado por ellos: me han echado a patadas del Taller 7.
—¡Insolentes!

lunes, 24 de noviembre de 2008

La verdadera historia del Génesis - José Ramón Vila (Txerra)


En el principio creó Dios los cielos y la tierra.
—Háganse los infiernos y cúbranse de incombustibles llamas —añadió de forma inesperada el demonio frotándose las manos de forma perversa.
Dios le miró por encima del hombro, no obstante, se encogió de hombros y prosiguió.
—¡Sea la luz! —exclamó con Su Divina voz.
Y fue la luz.
—Y sean también las tinieblas —terció una vez más el maligno.
Esforzándose por hacer caso omiso de la nueva intromisión, Dios continuó:
—Haya expansión en medio de las aguas, y sepárense las aguas de las aguas. Y a la expansión la llamaré Cielo —sonrió hondamente satisfecho—. Y produzca la tierra hierba verde y árboles frutales.
—Y surjan también los desiertos, los volcanes y terremotos, el hambre y la sed... —metió nuevamente baza el demonio. 
—Produzcan las aguas seres vivientes —dijo Dios con atronadora voz intentando evidenciar una vez más Su suprema voluntad—,  y aves que vuelen sobre la tierra.
—Y con ellos aparezcan mosquitos, chinches y garrapatas, sanguijuelas, pirañas, tiburones, murciélagos y ¡virus! ¡Muchos virus!... —añadió con gran sorna el demonio.
El Creador, contemplaba con honda preocupación cómo su obra se desvirtuaba por momentos. Entonces dijo Dios visiblemente enojado: 
—Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza;  y señoree en todo animal que haya sobre la tierra. 
—Y de una costilla del hombre, hagamos también una mujer y...
—Esto, ¿no crees que te pasaste un poco? —interrumpió Dios con gran hartazgo—. No entiendo por qué demonios te he creado.
—¡Epa! Que yo no me he metido con lo tuyo. Además, ¿no fue a la inversa?
Dios dudó un instante. Por fin suspiró dándose por vencido. 
—Está bien, está bien —¿Lo dejamos en tablas? —terció el Todopoderoso.
—Si jugamos otra mañana...
—Por mí, de acuerdo. Pero la próxima vez me toca a mi tirar los dados, ¿eh? —advirtió el Creador alzando una ceja, ofreciéndole su semblante más desconfiado.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Cuarta Guerra Mundial - José Ramón Vila (Txerra)


La tensión del momento previo a la batalla, produce una excitación inigualable. Por fin, un rumor lejano se deja oír más allá de las colinas que tenemos enfrente. El rumor crece y crece hasta convertirse en un fragor tumultuoso de fieros gruñidos provocadores, de palos batiendo contra el suelo, de piedras entrechocando unas con otras en las manos de nuestros enemigos. Ahora podemos ver con claridad a nuestros adversarios asomando lenta pero inexorablemente allá en lo más alto del promontorio. 
De súbito, el ruido cesa.
Tan sólo el leve susurro del viento osa aparecer agitando las ralas melenas y nuestras toscas y acartonadas vestiduras de piel. Una calma tensa, preludio de la ofensiva, delimita el campo de batalla. Se trata de nosotros o ellos. Nos estudiamos mutuamente. Reparo en esos rostros marcados por el odio que he visto tantas veces. Siento que mis manos aferran el cayado con tal fuerza, que desprenden sudor. Es el momento y, a la orden, avanzamos. Rodeamos las ruinas de lo que en otros tiempos fue la central atómica y les incitamos con el desafiante gruñido propio de nuestra tribu. Después, corremos a su encuentro, blandiendo nuestros palos y piedras, mientras los proyectiles de nuestros enemigos silban con furia a nuestro alrededor. Tras la primera andanada, descienden por la colina, garrotes en ristre, buscando el cuerpo a cuerpo, la lucha abierta. Acelero la marcha y localizo al enemigo sobre el que descargaré mis golpes. Pero de pronto, impedido de ver el obstáculo en la vorágine de la carrera, tropiezo con un objeto enterrado y caigo. Nuestra vanguardia hace contacto con el adversario mientras desentierro lo que me hizo caer. No sin dificultad, extraigo un fusil, un arma de las guerras del pasado. No puedo creer en mi buena suerte. Me afano arrebatándoselo a la tierra que lo retiene y pienso fugazmente en el modo en que machacaré las cabezas de nuestros enemigos con este garrote de metal.

domingo, 12 de octubre de 2008

Cómo suicidarse sin morir en el intento - José Ramón Vila (Txerra)


Aún mantengo fresco en mi memoria aquél 25 de noviembre de 1970. El escritor Yukio Mishima se había cometido seppuku por el Emperador. 
Desde que leí esa noticia en el periódico, el suicidio, mejor dicho, el hecho de que alguien tomara la determinación de quitarse la vida, me fascinó profundamente.
Recopilé información, que fui guardando en una carpeta, como si de un tesoro se tratara. Mi incipiente curiosidad me llevó a frecuentar locales de ambiente bohemio dónde abundarían los románticos, soñadores e idealistas; personas, en fin, que vivían al margen de la sociedad y, por lo tanto, más proclives al... suicidio. En el interior de uno de esos tugurios encontré El Club del Suicidio. Allí descubrí a gente de todo pelaje y condición que no dudaba en revelarme los íntimos motivos que les conducían a inmolarse. 
Unos lo hacían por amor y, también por lo contrario, el desamor. Los había desesperados por el trabajo, la falta de él, o por problemas económicos. Los depresivos...
Todo esto me llevó a pensar, con cierta desazón, que un solterón como yo, que no tenía problemas de amores, no encajaba en todo esto. Tampoco tenía problemas económicos: disponía de una discreta fortuna, suficiente para vivir desahogadamente. Tampoco padecía el trastorno adaptativo, llamado comúnmente depresión; estoy feliz con lo que soy, de hecho, creo que nunca estuve mejor. Me resultó muy frustrante comprobar que carecía de argumentos para suicidarme.
Pero lo que más me decepcionó fue mi débil personalidad. La debilidad es un defecto fatal para un suicida. Lo descubrí cuando fui analizando las hipotéticas maneras con las que pondría fin a mi vida. Podría cortarme las venas, pero lo rechacé de inmediato; no soportaba el simple pinchazo de una vacuna, razón de más para descartar el doloroso corte de una cuchilla en mi carne. Lo siguiente que se me ocurrió fue colgarme de una cuerda, pero también lo deseché: además de doloroso, cabía la posibilidad de errar en los cálculos: que si la resistencia de la viga, que si mi peso era el adecuado para la cuerda y, además, cabía la posibilidad de que quedara agonizando lentamente, colgado como una vulgar morcilla.
¿Y el veneno? Sinceramente, no entiendo de química ni de fármacos y, que yo sepa, tampoco es fácil hacerse con un veneno efectivo. Por cierto, la discreción es vital en este método: algún buen samaritano podría llevarme a que me hicieran un lavado de estómago.
¿Qué me quedaba? Lo más drástico: arrojarme desde lo alto de un edificio o a las vías del metro. Lamentablemente padezco de vértigo; sólo pensar que pongo el pie en una azotea, me produce mareos. En cuanto al metro, definitivamente no. He oído casos de amputaciones que me ponen los pelos de punta.
Finalmente, creo que he encontrado la mejor forma de suicidio, a mi medida, sin brusquedad, algo que no requiere motivaciones: viviré y  viviré hasta que muera lentamente de viejo.

jueves, 4 de septiembre de 2008

La máquina del tiempo - José Ramón Vila (Txerra)


El profesor Güells comprobó con satisfacción cómo las teorías de Einstein se verificaban una por una en los simuladores virtuales. No cabía ninguna duda sus fundamentos científicos eran irrefutables y se cumplían a la perfección.
Lo había logrado.
Tantos años de investigación, tantos días robándole tiempo al tiempo y tantas noches sin dormir al fin habían dado sus frutos. A partir de ahora el tiempo sería suyo y de nadie más.
Se acomodó en el asiento ergonómico y repasó una vez más las notas de su esmerado trabajo. Una vez satisfecho, accionó los controles de comprobación.
Positivo. Hasta el momento, todo estaba en orden.
Con pulso ligeramente tembloroso activó el módulo de ignición. De inmediato notó una leve vibración, síntoma de que el artefacto se ponía en marcha. A través de los cristales de su máquina evidenció que el espacio/tiempo se curvaba y plegaba a su paso según se aproximaba a una velocidad cercana a la de la luz. 
Güells era el primer ser humano, testigo excepcional, que contemplaba cómo el universo se plegaba sobre sí mismo hasta casi tocarse. 

GRAVE PÉRDIDA EN LA COMUNIDAD CIENTÍFICA

La policía científica aún está investigando las extrañas circunstancias que condujeron al accidente mortal del profesor Güells. Al parecer, según las fuentes consultadas, sus ayudantes encontraron al reputado físico del C.S.I.C. literalmente aplastado (sic) dentro de una extraña máquina de su propia invención. Por el momento se desconocen los motivos que impulsaron al profesor a realizar tan sorprendente prueba.