jueves, 30 de mayo de 2013

Ardilla - Jesús Ademir Morales Rojas


YO te observé atrayendo de nuevo a la ardilla, con una cáscara de naranja, para luego arrojarla con un brutal puntapié entre risas insidiosas. TÚ luego, durante la ronda nocturna por el parque, no te reías igual cuando me viste descender hacia ti, desde aquel álamo frondoso. EL agujero de mi nido seguramente te pareció aterrador: los llamados agudos de mis crías al verme llegar arrastrándote quizás no te fueron muy agradables, aunque tus propios alaridos tal vez te impidieron oír alguna otra cosa. NOSOTROS roímos dulcemente tu carne: la de tu rostro despacio, yo; mis crías tus entrañas con ansioso deleite. (Tus estertores no molestaban nada, más bien eran como un aliciente). USTEDES de seguro ya estaban en busca de su compañero desaparecido, inspeccionando el parque completo. ELLOS, al descender por la alcantarilla, dieron por fin con él y con nosotros. Cuando me arrastré hasta los boquiabiertos uniformados, tan dócilmente, entre jeringas inservibles y envases vacíos de solvente; cuando fui hacia ellos dando chillidos quedos, ya no me dieron puntapiés. (A mis espaldas encorvadas, las crías gemían frenéticas por más alimento).

Sobre el autor: Jesús Ademir Morales Rojas

Un mundo minimalista - Samanta Ortega


Cora detesta las cosas pequeñas. No siempre fue así.
Va a un restaurante y los platos que le sirven son enanos. Y siguen reduciéndose con los días. Demasiada floritura, se queja. Ni hablar del precio que paga, lo único que crece. Está harta de los ascensores minúsculos y las calles sin suficiente acera. La gente, con la crisis, se está quedando en los huesos.
Siempre piensa dos veces antes de subirse a un auto. No siempre fue así. Está convencida que la culpa la tiene el Mini Cooper.
Pero los objetos comienzan a reducirse en su propia casa: la cama, las toallas, la cubertería, las puertas, el frigorífico. El marido que siempre la escucha con atención y no la contradice en nada se afina también. Me las vas a pagar, amenaza apuntando con el dedo índice.
La mañana de un sábado, cuando Cora se levanta, busca con dificultad a su marido por toda la casa. Los pasillos se han vuelto ridículamente estrechos y tiene que pasar de lado. ¿Jaime, dónde estás metido?
Un papel diminuto, doblado al medio, dice: Querida, me reduje tanto que ya no puedes verme. Para que no cargues con la culpa de matarme con un pisotón, en un descuido, mejor me marcho. Lo mismo le pasó a tu vecina, la de al lado. No la busques tampoco. Por su bien, tuve que contarle que odias las cosas pequeñas.

Sobre la autora: Samanta Ortega

Multitrack 4 (Laberinto) - Myriam Belfer


Trk.01: Caminata.

Qué busco en la calle qué desesperación desesperanza ser intestina en la vida de los otros llevar otro rumbo para escapar del obediente obediente otros rumbos.

Etapa de autobomba y qué más desgarbado escalar en lo que busco despegarme de mi espejo móvil inmóvil.

Será así espantada y aguerrida esta vida desprenderse taparse la cara con las manos dejar de ser un animal revoleado expuesto a las patadas.


Trk. 02: Geografía 2

Quizá todo se concentre en Rivadavia. Un lazo con sus dos puntas, y a saltar la barrera del lugar fijo. Y no temer que el hilo de mi voz me ate para siempre a esta metáfora del mundo: caminar y caminar por las mismas veredas cargando por suerte mi mochila es decir mis canciones, mis sueños, mi corazón, mi angustia.


Trk. 03: Geografía 1

Qué me pasa que no puedo ni escribir.

Sacarle la tapa rosada a la cajita no cuesta mucho lo principal es despejar el panorama. Disturbio disturbio se me cae encima lo que siento cae en un abismo hacia adentro.

Se rompe el bloque de hielo y caigo en el agua con un gran ruido PLAC está helada. Hay alguien que se está vengando. El proceso se entuba como el caño de un revólver o el túnel del subte/ granja. Ruido de granja pavos patos pollos gallos. La fundadora del club de las chicas fritas (y la cabeza se me va por la línea del Oeste).

Sobre la autora: Myriam Belfer

martes, 28 de mayo de 2013

Gemela Arizona duerme not - Lisandro Varela


La Gemela Arizona empuja la cara contra la almohada y bucea con las piernas y le parece bien haberle metido seis cuotas a estas sábanas de chica rica que no es.
La Gemela Arizona se sienta al borde de la cama y dice la puta madre, porque sola sí putea. Como es tarde no llama a Jennifer Gómez.
La Gemela Arizona hace pis sin pensar en el trámite. La Gemela Arizona no piensa en trámites. A veces se toca dos minutos muy rápido y pone la mente en blanco.
La Gemela Arizona camina por el departamento oscuro con la blackberry en la mano y va a la agenda y busca el nombre del hijo de mil putas y lo borra y escribe No Atender.
La Gemela Arizona piensa en el charco asqueroso de los No Atender, hecho de pibes en el boliche con la cara transpirada, de ex novios volvedores, de pesadas del pasado en Arizona.
La Gemela Arizona se acuerda de la escena de Superman III en la que los malos se van al carajo del espacio presos en un vidrio y se imagina al hijo de mil putas rebotando mala onda en el led de la blackberry, ahora uno mas del charco.
La Gemela Arizona quisiera dormirse de un desmayo y que sea de día o poder taparse y pensar en cosas lindas.

Tomado del blog:http://vidadocampo.com/
Sobre el autor: Lisandro Varela

El impermeable y Paris - Ana Caliyuri


Y aún guardo el viejo impermeable, esa prenda gastada por el tiempo. Tan gastada está la pobre, que el color de la tela, entre gris y marrón, se ha tornado un matiz indefinible tornasolado. ¿Para qué guardas semejante antigüedad?, preguntan los que pasan por el guardarropa; yo no puedo decirles el secreto. Los secretos son algo que se guardan en las profundidades. De todas formas, es un nimio secreto relativísimo. También reservo entre mis pertenencias algo que no está visible. Como sea, algún día explicaré el camino de los sueños. En principio hay que soñar fuertemente; luego hay que remar el sueño, amarlo y acariciarlo. Siempre he pensado que hay prendas destinadas a sublimes momentos.
Reservar prendas de ensueño, es algo similar al sentido que tiene para algunas personas guardar la ropa que fue de la primera comunión o del cumpleaños de quince o casamiento.
Mi impermeable, es para mi sueño lejano, mi “déjà vu ” moderno. Con él danzaré en París bajo la lluvia. La faz más burda y más tierna de soñar un sueño despierta. Después de todo,un viejo amigo, el de una antigua vida, que tal vez conozco o no, dicen que danza bajo la lluvia, con un pilotin de ensueño como el que yo guardo aquí.

Sobre la autora: Ana Caliyuri

La señora ya no tose... - Norberto A. Cid


De muy vez en cuando encuentro motivos para ver a mis amigos.
¿Cómo explicarles que esa palidez se la debo al sueño que perfora mi cerebro desde hace ya tanto tiempo… noche tras noche?
Estoy acostado, no puedo dormir. Mis ojos revolotean en el centro del cuarto dentro de esa oscuridad viscosa y silenciosa donde todo duerme.
Las primeras luces del día acompañan el clásico ritmo del tránsito. Me incorporo: son las diez de la mañana.
Me estiro, mis pies salen de mi cuarto, mi cabeza penetra en las paredes.
El primer sol ingresa por mi amplia ventana en este quinto piso iluminando mi pequeño cuarto, en esta casa de familia.
Cruje mi cuerpo, se lamenta mi cama, mi esqueleto parece rechinar los goznes del mundo. Otro día más. ¿Estoy muerto? ¿Estoy vivo? Estoy aquí.
Como nunca mi cabeza tiene claridad, una claridad absoluta. Me estremezco.
Tambores en mi vientre y un rumor apagado de potrillos se hunden en la arena de mi pecho. ¿No sé cómo explicar, que día con día estoy despierto, que me despierto justamente cuando me duermo? Que en los sueños la veo a ella, su inconformidad como amores en lechos de agujas, penas que dejan cicatrices imborrables...
Comienzo desde la posición que estaba, a redescubrir mi cuarto, lugar que habito, aun sin querer tenerlo, pero lo amo. Es temporal, como todo lo que me rodea, como yo mismo.
Todo se destaca por único. Una cómoda, una silla, un roperito, una mesita de luz, una lámpara, una  cama, un juego de cobijas... todo como yo... solamente una cosa.
Paredes grises por el tiempo, gastadas, atesoran la historia, vaya  saber uno de cuantas palabras sin respuesta y sueños no cumplidos.
En la casa vive la “Señora”, una mujer grande, enferma, que pocas veces veo, pero si escucho toser y respirar con dificultad.
Su habitación está pegada a la mía. La muerte la ronda, vive en la oscuridad y sus ojos brillantes asemejan al del gato expectante. Hay otros habitantes, pero nunca los he visto, son fantasmas que deambulan por la casa, como si estuvieran en otra dimensión.
El mobiliario, muestran una época ya lejana de categoría, muebles antiguos mal cuidados, un piano apolillado por el tiempo, tiempo donde la vida tenía música, sonido que alegraba esa vida que no sabían que tenían. Ya nada denota buen gusto y estilo.
Cierro mis ojos, me veo dentro de ese desorden, como si fuera el lugar que me correspondía por haber muerto ya hace tres años y medio.
Tomo mi toallón y mi bolsita con los elementos del baño. Abro la antigua puerta de mi cuarto, me dirijo al baño, quejándose y gimiendo las maderas viejas del piso, bajo la alfombra deshilachada. Luego de una reparadora ducha, siento la limpieza de mi cuerpo y al mismo tiempo despierto.
Vuelvo envuelto en el toallón. Veo desde la ventana que da al otro lado de la calle una señora que me mira detrás de sus cortinas. Está apreciando mi desnudez. Hago que no la veo y sigo mi ritual del secado, haciéndolo más lento. Elijo prolijamente mi ropa. Me acerco a la ventana y le tiro un beso a mi acalorada vecina.
Es mi primera risa del día... Me siento tranquilo.
Escucho ruidos, puertas que se abren y cierran, murmullos, palabras quebradas y otras que no reconozco en la casa. ¡Pregunto!
Rita, la acompañante de la señora me dice llorando, murió... la señora murió. Trato de calmarla, sin decirle que hacía mucho que estaba muerta.
Me fijo en mis bolsillos, veo que tengo solo diez pesos, con lo que debo desayunar, comprar cigarrillos, comer, viajar, pero no me preocupo. Hoy ciento que mi vida está llena.
Aquellos miedos quedaron enterrados en esa cueva maravillosa de mi último viaje, allá en las montañas, entre los pinos y los despeñaderos, donde respire el aire puro y frío cuando descubrí que había muerto. Dentro de ella encontré la paz, y el sosiego de saber que a pesar de estar “vivo”, ya estaba muerto desde hacía mucho tiempo.
Haber descubierto esa dualidad me ha hecho encontrarme con el hombre vivo y saber vivir esta vida que me queda, ya sin angustias, ya sin miedos de esa otra vida. Todo quedo allá, en el pasado, donde luchaba por ser feliz.
Ahora sé que estoy muerto, aunque camine, hable, ría y llore. Ahora sé que aquella vida de reclamos, de traiciones, de inseguridad, de miedos adquiridos en una sociedad que se devora a sí misma, de un estar en compañía de la nada, de la soledad, de esa soledad de amor, familia y cariño, han pasado.
Ya no corro por ser primero. Me conforma solo caminar, poder ver la vida, las cosas buenas y sencillas de esta vida... ¿O de aquella?
La señora seguramente llego al cielo, ya no tose. La paz llegó a ella, y quizás mil manos la reclamen...
Salgo a la calle, a reunirme con los demás muertos.


Acerca del autor: Norberto A. Cid

domingo, 26 de mayo de 2013

Licantropía - Héctor Ranea


Gran parte de la muralla está completa, aunque falta lo esencial. Un general expuso su punto de vista pasándose de la raya. Al principio lo dejé para entender hasta dónde quería llegar, luego lo hice arrestar. Mi ayudante, mientras me servía café, notó muy bien que él no decía nada descabellado, solo hizo algo incorrecto, que fue insultar mi inteligencia. Lo miré con furia, pero me sonrió para quitarme ese gesto.
—La muralla estará lista antes de la Luna llena, Sire —me dijo—. El general quiso atribuirse el honor de colocar él el último ladrillo, pero ya está acomodado. No tiene de qué preocuparse.
—Te dije que no me llamaras Sire —mi furia estaba creciendo—. No tengo vanidad de noble. Sólo quiero evitar que la Luna nos llene el recinto de lobos.
—No quiero molestarlo, Mylord, pero es usted la manada de lobos que asola la región.
—Eso dijo el general y le costó la cárcel.
—Pero es verdad. Es inútil que encierre a la ciudad para evitar los lobos si su monarca es el lobo.
—No sé por qué aún no te encierro —dije, en medio de una creciente pena.
—Tal vez porque soy tu hijo —no bien lo dijo me sobresalté.
Siempre lo supe, pero el eco de sus palabras me hizo pegar un respingo. No pude contestar eso. Sentí dos lágrimas bajar por mi rostro.
—Afuera, la Luna está por surgir —dijo mi hijo y ayudante—. El muro no ha sido terminado, con todo este asunto del general díscolo —concluyó.
Mi silencio provocó un duro giro en la conversación. Las lágrimas mojaban mi hocico cabizbajo. Vi con el rabillo del ojo que él se me acercaba, acarició mis mandíbulas gigantes, me palmeó el lomo. Aullé una orden ininteligible. Él lloró conmigo mientras de entre las ropas sacó una daga de oro y plata. La sangre es apenas un poco más caliente que las lágrimas que mi hijo vierte y me mojan el cuello.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Exterior paralelo - Paula Duncan


Es una noche especial, el aire, una cortina dividiendo realidades; es tiempo ideal para que los personajes de la noche se hagan visibles, generalmente no los vemos; la luz de la luna o las estrellas demasiado brillantes, nos encandilan y el mundo mágico pasa desapercibido.
Al asomarme al patio veo que nada tiene limites se a conformado un cosmos de completitud, nada es todo y todo es nada, las luces de los faroles de la calle son apenas luciérnagas mortecinas, las plantas con flores del jardín vecino; parecen un extraño caleidoscopio de colores raros, desde aquí veo que un duende vestido de gato blanco con manchas negras o al revés; cruza distraídamente la calle, al llegar justo a la mitad se sienta a acicalarse los bigotes, el tiempo parece estancado y el lo disfruta
Demasiada humedad afuera, entro y el universo interior se descompone ante mi vista, la luz es demasiado real para mis retinas acostumbradas por un rato al exterior paralelo, mágico, extravagante e insólito; apago la luz y casi a oscuras me siento acompañada por primera vez en el día

Sobre la autora: Paula Duncan

II - Al diván - Samanta Ortega Ramos


Las Tablas es un barrio nuevo lleno de familias jóvenes. Lo único que se ven son mujeres embarazadas y cientos de niños de todos los colores. Por eso, no hay cafeterías con WiFi para que yo escriba fuera del taper, sino guarderías y jardines de infantes a la vuelta de cualquier esquina.
Cuando apenas me mudé al barrio sólo había sucursales de bancos, ni siquiera una bendita farmacia. Un día tuve que meterme en una sucursal del Santander para preguntar si alguien tenía una tirita (curita) para venderme. Una frustración. Pero el tiempo fue pasando y ahora, por suerte, hay muchas farmacias, muchas guarderías, un centro para politoxicómanos que todos tanto estábamos esperando, y dos cafeterías, una de ellas cerrada por reformas.
La cuestión es que después de hacer ‘la llamada’ me di cuenta de que todo el asunto me resultaba un poquito antinatural. Se supone que para una mujer, en la práctica, debe de ser lo contrario (las mujeres de Las Tablas me lo han demostrado, con esa capacidad de generar hijos como si se tratase de hacer palomitas de maíz), pero en la teoría sí puede serlo y la idea de que algo me estuviera creciendo en la panza (o por ahí) se convertía definitivamente en algo surrealista.
Ese pensamiento insistente me derivó a la psicóloga cuando transcendió de las paredes de mi cerebro para convertirse en sonoro y estar así presente en cualquier conversación. La psicóloga me reveló que para poder quedar embarazada era indispensable crear una imagen, visualizarme como futura madre:
—¿Te has visto alguna vez con panza?
—No.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¿Soñaste alguna vez que estabas embarazada?
—No que recuerde.
—Y dime: ¿has deseado, alguna vez, ser muchachito?
Esa fue la última vez que la vi, no por la pregunta que me pareció arriesgada y provocativa, sino porque no hacía mas que mirar la hora del reloj de la pared que estaba detrás mío. No me gusta que me traten como idiota.
Si bien pasó ya un año y un mes y mi vientre sigue sin novedades, he construido imágenes de bienvenida, a pesar de que la situación me siga pareciendo rara y de que preferiría que sea mi marido al que le tenga que crecer el prototipo en el vientre.

Tomado del blog: http://unaembarazada.blogspot.com/

Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos

viernes, 24 de mayo de 2013

La sala de espera - Ana Caliyuri


Fue una bella sorpresa reencontrarnos en la sala de espera del dentista. Hacía más de diez años que no nos veíamos. Haydeé, siempre estaba a la moda y eso no había cambiado en ella. Se notaba a las claras que seguía siendo muy cuidadosa con su aspecto personal; cada detalle combinaba a la perfección. Zapatos y cartera al tono, el cabello luminoso; anteojos oscuros, pantalón y casaca cazadora: en verdad nadie hubiese creído que ella venía de la playa. No la recordaba verborrágica, pero apenas pude poner dos o tres bocadillos en la conversación. De todas formas, la escuché. Llamó mi atención, la forma ampulosa de sus gestos, cuando se refería a él.
—Tiene poderes hipnóticos: lo mirás y te tranquiliza. Antes iba a esos grupos de autoconvencimiento, ahora desde que lo encontré, mis días han cambiado notablemente. Somos inseparables, no sé que voy a hacer cuando se muera; prefieriría morir yo antes. Sé que lo malcrío, pero si vieras su carita cuando llego a casa. Te morís de amor.
Ya llevaba más de quince minutos hablando sin interrupción, cuando recordó que me tenía enfrente y como al pasar deslizó la pregunta.
—Vos cómo estás Norma, no te veo muy bien…
Alcé la vista para mirarme en el espejo lateral de la sala de espera, no soy de maquillarme mucho; tal vez se me veía demacrada. Y cómo no estarlo, me había acostado tarde.
—No dormí mucho —respondí con desgano.
Haydeé, lejos de preguntarme que me sucedía, sacó su “recetario” de la vida, el libro de la felicidad y tacatacatacataca casi me incinera las neuronas. El caso es que casi me sentí desdichada; nada de lo que allí decía le servía a mi vida. Ensayé una respuesta afable.
—Haydeé, no hay recetas para vivir…
—No creas Norma, ayudan, yo lo digo por tu bien —me dijo, mientras de su billetera sacaba la foto de su perro Bichón Maltés, ataviado con un coqueto moño rojo alrededor del cuello—. Cuándo quieras te consigo uno…Tiene poder hipnótico, lo amo, lo amo. —Además, muy ufana, remató diciéndome—: Ya probé con tres matrimonios, te aseguro que lo mejor que me pudo pasar es tenerlo a él. ¿Me veo bien verdad?
—Si Haydée. Te ves muy bien…
—Ves mi querida Norma, se trata de ser feliz…tu carita, dice que no estás bien.
Ya un tanto rebasada por la densa situación, me alcé de la silla para responderle.
—Haydée, tengo esta cara porque anoche vinieron todos mis hijos a cenar, a nosotros nos encanta jugar a distintos juegos de mesa, y jugando al burako se nos hizo las cuatro de la madrugada. Dormí, sólo tres horas…
Plegó en cuatro la revista de moda y sólo atinó a decir:
—Este dentista siempre es el mismo informal; está tardando demasiado. Mejor vengo otro día, ya se me ha hecho tarde. Hasta la próxima Norma.
Giró sobre sus talones y me dejó demacrada y sola en la sala de espera.


Acerca de la autora:  Ana Caliyuri

2026 - Raquel Sequeiro


Dentro de la casa nadie pudo pegar ojo, la puerta se movía sola y los chirridos y arañazos eran sobrecogedores. Estaban asustados, el asesino quería atravesar la puerta y casi lo había conseguido. Caty Koper usó su magia; Aurora también la pudo usar, toda la magia que quiso. Acobardado como un niño, Bruno cogió el libro de hechizos, Aurelio se apropió del atizador, ya que los bichos eran muchos y las varitas escasas, soltó un par de conjuros que dejaron a los calamitosos esperpentos al otro lado de la madera.
—¿Y ahora qué? —Aurelio jadeaba por el esfuerzo.
Bruno contuvo la respiración. Caty estaba tranquila como una gata con tazón de leche, recostada en el sofá. Oyeron un par de resoplidos.
—Señor inspector —dijo educadamente Aurora, quitándose el sombrero.
El inspector de brujos, que había bajado por la chimenea, le advirtió con la cabeza, Aurelio soltó el atizador. La capa granate se movió por la estancia raspando el suelo junto con el inspector, que estaba dentro.
Los interrogó a todos, uno por uno, para saber quién o qué había invocado a los seres del inframundo.
El pequeño comenzó a lloriquear y soltó un ‘Yo lo hice’, el inspector agitó una mano, descomponiendo el aire en milenarias partículas de luz y eones, cesaron los ruidos y se apagó el fuego de la chimenea.
—Koper, tú vienes conmigo, no se toleran estos actos y debemos tener en cuenta que es tu pupilo. Estando bajo tu tutela lo mínimo es informar del estropicio.
Caty se levantó lánguida del sofá, se atusó el rabo y los bigotes, se enderezó un poco. Caty estaba en forma de gato absoluto. Stibondyl Crow maldijo tres veces y Caty se petrificó, simplemente.
—Escucha esto, Koper; y los demás —. La habitación quedó a oscuras.
Todos, exceptuando Bruno el Viejo, se pusieron nerviosos, buscaron a tientas las varitas en la habitación dentro de la casa.
—¿Qué son esos seres? —pregunto Bruno, y Bruno nunca recordaba dónde había dejado las cosas.
—Tus libros de magia, jovencito, están en el salón grande, junto con las advertencias, ¿no las leíste? Muy mal —corrigió el inspector de brujos—. Sígueme —. Le hizo una señal con el dedo; se quedaron justo en el pasillo y salieron al frío de la noche.
A sabiendas de que era un inspector de brujos, el estudiante intentó hacer acopio de lo que sabía y así La Guardiana dejó de tener la culpa, ni siquiera tuvo que seguirlos.
—Vamos a ver al Consejo Sideral, Bruno, y viajaremos muy rápido.
—¿Mucho? —preguntó con asombro.
—Mucho.
Bruno también la pudo usar por primera vez, la famosa cápsula transpondedora. Se deshicieron en cenizas dentro y viajaron. La cápsula no se movió ni un milímetro de su lugar en el jardín. Alguien había avisado a los profesores y nadie de la habitación 12 y la suite 13 quedó sin castigo.
Al otro lado de la galaxia, el Jefe Supremo del Consejo Sideral estaba acobardado como un niño, sosteniendo en sus manos una escolopendra extraña y grande. Los finos bigotes de época vibraban en su cara, sabía que Bruno era un caso especial.
—¿A cuántos mataste, Bruno?
El niño de diez años examinó detenidamente el espacio diáfano, la piedra blanca, la esfera pendular, la luz dorada y los libros que flotaban por doquier, y a uno de los bichos —que les habían caído encima junto con el conjuro en la Sala del Fuego de la escuela— sentado mansamente sobre el regazo del clon del inspector.
—Tengo algo que contar y no es baladí.
—Habla —dijo el viejo de la barba.
—Contuve a un asesino.
—¿Atrayendo demonios! —chilló la Bruja Principal del Consejo Superior Extraterrestre—. Los pelos se le pusieron de punta.
—Traigan a un médico —dijo el inspector.
El asesino arañó la puerta, chirriando como una bisagra, empujando con ferocidad la hoja de madera. Bruno cogió deprisa el libro de hechizos y no le dio tiempo a leer las instrucciones sobre lo que no debía hacer, y llevaba poco tiempo en la pequeña escuela, así que junto a los poderes de Caty Koper, Aurora Tremer (investigadora y bruja) y Aurelio Blint, su compañero de habitación, llegaron los seres de cientos de patas y picos venenosos. Los años pasaron y subió a buscar la varita para proteger a La Guardiana, Caty Koper. Dentro de la casa también la pudo usar acobardado como un niño, agazapado en un rincón, con el rostro ceniciento; usó la magia de nuevo, mil años después.
—¿Cómo era ese asesino? —pregunto Valquiria, la bruja de los mil ojos.
Bruno siempre recordó que El Consejo Sideral le había ordenado que exterminara al horrendo destripador en el 2026.

Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

miércoles, 22 de mayo de 2013

El tango - Héctor Ranea


No tenía chances de ser escuchado en ningún bar de los que conocía en el barrio. Todos esperaban que cantase una canción de amor, o algo alegre del tipo de la música del Caribe, pero él, con sus letras oscuras, llenas de algo pesado para la mente, no era tolerado más que unos minutos. Encontró ese nuevo salón, llamado “Lugar” en el barrio del puerto. Ahí la vio, estaba cantando un tango como los que le gustaba cantar a él, con voz grave, lentos en las partes lentas, enfurecidos en las partes más rápidas. Parecía que bailaba una serpiente dentro de ella, una de esas anacondas que capturan la presa y parecen bailar una danza sensual para asfixiarla. Y él se asfixió tanto que comenzó a cantar con ella a dúo.
Al principio lo miró como a todo imbécil que se quería acercar a su cuerpo, pero pronto escuchó eso que él tenía dentro de la voz, como un murmullo de diablos actuando en una ópera triste y melancólica que la seducía. Era un coro ese individuo acompañándola, así que ella se dejó secundar y antes de la estrofa final le sonrió, pero él lloraba porque a su vez creía haber llegado a sentir en los dedos el calor del paraíso tan negado.
El tango estaba por acabar cuando insinuaron simultáneamente un paso de baile que electrizó a todos los parroquianos, las luces temblaron, el whisky se coló por los gaznates a la velocidad que un prestamista muy voraz se deglute los ahorros de un desgraciado. Algo aleteó sin pausa en el ventilador gigante del salón y las paredes parecieron mutar del rojo a blanco, tal fue la luz que sacaron de sus botines los dos cantantes.
Ella y él no se equivocaron, usaron el piso del salón para ensayar una fogata y comenzaron encendiéndola contagiando a la madera el vórtice atado a las suelas para encontrar enterrada una música azul que los contuviera y los jugara al tute por unas monedas para el prestamista. Él casi no pudo llorar de tanta felicidad ofrecida y tanto calor aportado por los senos de ella que, dibujando un ocho entre las piernas armaba otro en su pecho mientras el corazón se le salía por la boca al tipo.
Y se salió nomás. El público encantado recibió el corazón del tango del pobre caminante que no encontró bar donde cantar su música y cuando lo hizo sólo fue por un instante. Un instante bello, sin embargo. Como los ojos negros de la mujer.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

sábado, 18 de mayo de 2013

La flor cortada - Cristian Cano


Me gustan mucho. Siempre traigo una y la pongo en un vaso con agua o la clavo en la maceta de la cocina. Sospecho, sí, que al pensar en una flor instantáneamente cortan una. Pero no soy una tijera, tampoco una mano indiscriminada. Imagino para tratar de no matar. Las veo enteras, fuertes y también peno por ellas hasta el punto de saberme un criminal. Momento aletargado y laceral: me digo que es el bien en contra del mal. ¡Redimiéndome! A veces, ni lo pienso, y la corto. La arranco. Después, sueño con un arisco ejército floreado rivalizar con la muerte. Mi muerte. Coloridamente proclaman: ¡asesino! Algo de culpa llevo. Sí. Me da lástima cortar las flores, pero con en el tiempo siempre termino por descubrir un aroma que me asegura: son suicidas. Viven y gozan el esplendor transformado cuando las decapitás y exhibís en el vaso con agua. Un acto abominable.


Acerca del autor:  Cristian Cano

jueves, 16 de mayo de 2013

Escuadrones de naves — Cristian Cano


Bajamos por la ladera mientras la ciudad se incendia a nuestras espaldas. En la última batalla por Mithras nos superaron en número. Los drones aparecieron por la noche y fue un desastre. Ahora, la ciudad cae irremediablemente. Cuando detenemos la marcha y retomamos el aliento, a lo lejos vemos el intenso combate. ¡Santo dios! La caída de Mithras. Un zumbido obtuso nos sorprende y desconcierta. Corremos: los escuadrones de naves pasan rasantes por el suelo levantando polvo. La lluvia láser arrasa a los rezagados mientras recuerdo a mi madre atrapada en el refugio. Los escuadrones se elevan y retoman altura a lo lejos. ¡Dios! Mis hombres, ¿en dónde están? El humo de la tierra caliente se dispersa y los veo, allí están, pidiendo socorro a gritos. Me escondo debajo de una gran roca y me tapo los ojos. Nos están matando sin piedad. De un momento a otro el susurro de las intimidantes orugas mecánicas me estremece el cuerpo. La tierra se mueve. Mis soldados me iran y no puedo hacer nada. Una melodía triste me cierra el pecho justo cuando un tanque cae estrepitosamente a mi lado. Están disparando a matar. Veo las explosiones en la ciudad y no lo puedo creer. De repente, me falta la voz y mis ojos intentan entreabrirse. Me tiemblan las manos de la impotencia. Un hilo de oxígeno me salva la vida cuando los veo. Allí están, corren hacia mí con toda la furia. Los gritos de revancha y el ulular de las espadas en la atmósfera húmeda me erizan la piel. La guardia real, blandiendo sus estoques láser, viene a rescatarme. Los escuadrones de naves vuelven a pasar aniquilando todo, pero ellos no se rinden. Levantan las espadas y gritan más y más fuerte: ¡Defiendan la ciudad!

Silencio - Ana Caliyuri


Mas allá de cualquier inquietud, me dispuse a hojear un viejo libro. Las páginas amarillentas denotan su antigüedad, son como hojas de otoño a punto de quebrarse en el aire. Me dije: tal vez , estoy frente a un incunable. Busqué la fecha de impresión en las primeras páginas, pero, en vez de estar datado en el 1500 decía mayo del 4653. Miré mi reloj, me dio un vahido. Claramente marcaba la hora veinicuatro del 10 de abril del 2013. No soy de mujer de asombrarme por este tipo de cosas, siempre me he reído del tiempo. El tema, es que mi curiosidad literaria, me impide permanecer ajena a los orígenes de este libro cargado de polvo. Me senté en la primera silla que hallé en esta biblioteca un tanto singular. No tiene bibliotecaria ni nadie que la atienda. Me serví sola, y en verdad, éste libro que sostengo entre las manos, llamó mi atención por el aspecto de sus tapas, un tanto raídas y poco legibles. Estupefacta he quedado, al ver las primeras ilustraciones. Una mujer de nariz trigueña y sonrisa plena, parece sonreírme. Debajo de la foto del retrato dice: Constanza. No me impresioné demasiado, casualidades son casualidades; pero esa mujer es muy parecida a alguien de mi familia. ¡No alcanzó a descubrir a quién me recuerda!. Sigo hojeando. Nuevamente la misma ecuación: casualidades son casualidades; hete aquí que el apellido es muy común, pero increíblemente es igual a mi apellido: García. Bueno, tampoco me voy a impresionar por esta razón, habrá en el mundo miles con el mismo nombre y apellido. Sigo mirando y las siguientes fotos, son idénticas a mi casa paterna. Cierro el libro, cierro el libro, cierro el libro. Dije que cierro el libro. ¡Cierro el libro! No hay caso, hace miles de años que lo intentó y nunca, nunca lo puedo cerrar. Soy constante, mañana vendré nuevamente. Y eso si antes de retirarme de aquí, vuelvo a decir a quien me escuche: jamás le he temido ni a los agujeros negros ni al silencio sepulcral.

Sobre la autora: Ana Caliyuri 

martes, 14 de mayo de 2013

El soldado - Héctor Ranea


—Y dígame —le preguntó el más anciano al flaco Lente —¿cómo es esa película que está imaginando?
El flaco se entusiasmó, se acomodó con énfasis en el sillón donde lo habían sentado los tres.
—Es sobre un conato de guerra en el Sur, señor. Se supone que los que están ahí van a ser o serán enemigos, pero ellos no se enteran del todo o, más bien, me gustaría pensar que no toman en serio las pocas noticias que les llegan —asintió para darse coraje y casi sonriendo siguió— para realzar el hecho de que no creen en la violencia.
El tercero de la derecha lo miró muy serio:
—¿Quiere decir que filmaríamos algo sobre desertores o algo así?
—¡Peor que desertores! —exclamó indignado el más joven de los tres—. Se trata de gente que no obedece las órdenes ni siquiera cuando la patria así lo requiere, ¡es un asco!
El flaco Lente puso expresión preocupada:
—Pero la idea es hacer algo manifiestamente antibelicista así que ¡por cierto que no pueden haber acciones, diría usted: patrióticas! Si quiere le pongo comillas en el aire a esa palabrita. ¿No cree usted que obedecer no es un deber cuando se puede salvar vidas? ¿No hay acciones patrióticas sin muertos?
—Me parece, hijo, que está usted exagerando —dijo el más viejo—. No podemos filmar algo así. Nos comerían el hígado los impuestos. Piense una alternativa: algún muerto tiene que haber.
Los dos que habían interpelado al flaco hicieron un gesto impulsivo de disgusto. Esperaban una negativa más rotunda de su jefe, aparentemente. El flaco Lente lo pensó.
—Bueno, está el gambusino. Ése sí muere. Está previsto que muera de frío. Le puedo decir al guionista que lo haga morir en alguna acción heroica —dijo casi como pensando para sí.
—¡Pero es austriaco! —casi grita el más joven—. ¿De qué nos sirve, a ese propósito, que muera un extranjero?
—Déjalo pensar —dijo con calma el más viejo—. Estoy seguro que alguna solución encontrarán.
—¿Encontraremos? —titubeó el flaco— ¡El guionista murió! Tengo que hacerlo solo y no quiero ofender su memoria.
—Ya harán algo, estoy seguro.
Los otros dos lo estaban esperando en la puerta y comentaron en voz baja que el proyecto no podía seguir así, que el flaco Lente no era confiable. Una vez que la puerta se cerró a las espaldas de los tres, dos de ellos ya estaban convencidos de que el proyecto caía definitivamente y lo mismo pasaba por la cabeza del flaco. Miró hacia arriba con pena grande, como si allá estuviera el guionista muerto. Cerró los ojos como quien contiene las lágrimas.
—Bueno —se dijo—. Ya pasó. Ahora a pensar en cualquier otra cosa, esto ha muerto.
Suena un timbre. Suena otro timbre. El flaco, a regañadientes, se levanta. Una mujer lo espera afuera, le abre y deja que entre
—Matilda —pronuncia en tono de saludo, aunque desganado—. No sé qué hacer, créeme.
—¿Buscamos? —dijo ella, con voz morena, dulce, con aliento a madera otoñal.
Él fue al baño seguido por ella. Comenzó a llenar la bañera y a desnudarse, ella a preparar sus manos con algo sacado de su bolso. Se lavó las manos.
—Habrá que buscar entre los muertos —dijo con esa voz intensa—.
Él asintió en silencio. Se metió en el agua y lentamente se recostó. Ella lo sumergió. Al cabo de unos segundos él, visiblemente, necesitaba salir. Pero la mujer se hizo fuerte y lo sujetó. Las convulsiones del flaco se hacían más paroxísticas pero ella seguía presionándole firme. Al final, el agua se hizo transparente y él cejó en su intento de salir. Entonces lo tomó del cráneo y lo sacó deslizándolo, apoyando en su pecho una mano con fuerza como para que escupiera el agua.
—Gracias —susurró entre toses discretas el flaco—. Gracias —repitió.
—¿Ahora?
—Creo que tengo algo más claro.
Ella lo besó. Primero en la frente, luego en los labios. Fueron del baño al dormitorio.
—Me salvaste la vida, Matilda —dijo el flaco.
—Ahora te salvo de la muerte —dijo ella, y lo beso con labios temblorosos que ya hacían llorar de amor a Lente.
Al rato, él se levantó (ella ya se había ido), comenzó a escribir, y la historia de la guerra que no fue se devanó como una madeja que ata un cuerpo muerto que cae.
“Aparece —escribe Lente hacia el final de su narración— un soldado de los nuestros al pie del acantilado. Menos mal que fue encontrado antes de la marea alta, si no, se perdía irremisiblemente. No tiene otra seña que los golpes provocados por la caída. Allá arriba, en sus cuevas, los cormoranes parecen dar el pecho blanco al viento Sur y dibujan una nube falsa contra el oscuro fondo del flanco. El agua de mar de las grietas había blanqueado la mirada azul. Era el soldado Lente.”
Lente despertó sobre el teclado de la máquina. Había escrito su propia muerte con lujo de detalles, digno de un testigo vivo.
La película nunca llegó a filmarse, ni siquiera entró en los programas de ninguna compañía productora. El viejo entregó todo el material, sin entender por qué, a una joven que dijo llamarse Matelda, quien se fue diciéndole que ya tendrían noticias de Lente.
Al menos el soldado Lente ya sabe qué pasó con él.


Acerca del autor:  Héctor Ranea Sandoval

Luben - Luis Benjamín Román Abram


Habían transcurrido dos semanas desde que había amerizado de emergencia y sin proponérselo en la Tierra, cerca de la costa del Perú. Se las había arreglado para salir de la problemática situación. A continuación, siguió el protocolo de su civilización: permanecer anónimo y aprender sobre la sociedad en la que estaba. Le fue útil el inductor telepático de conocimiento, hasta que dejó de funcionar por los elementos químicos de nuestra atmósfera, sin embargo, antes pudo ilustrarse sobre lo básico de la legislación peruana y comenzar con su exploración.
Luben era un humanoide que proveniente del planeta Roam, uno cientos de años luz del Sistema Solar, de un planeta similar al nuestro. Tenía algo más de dos metros de altura, una contextura que se podría denominar delgada y la piel rojiza. Comparado con nosotros su aspecto externo era original; pero en la noche con la ayuda de una capucha invernal, pasaba desapercibido en las calles de Lima.
Pudo haber recibido un premio en medio de la campaña vial del gobierno, donde se invitaba a peatones y conductores obedecer el reglamento de tránsito. Su acatamiento a las indicaciones de los semáforos era escrupuloso. Pero muchos en la capital incumplían deliberadamente con las mismas; lo que causaba demasiados accidentes mortales.
El día catorce de su llegada cruzando adecuadamente por el crucero peatonal un automóvil lo impactó. El deceso no pudo ser investigado porque, casualidad estelar o no, a los pocos minutos llegó un equipo de rescate de su mundo y recuperaron su cuerpo.
Siglos después, cuando por fin los humanos nos integramos a la sociedad interplanetaria, más allá de nuestro sistema solar, encontré en sus centros de enseñanzas para hacer nuevos contactos, la reconstrucción de lo sucedido. Se invitaba a reflexionar sobre las sociedades primitivas que tenían leyes muy claras de convivencia pero cuyas habitantes debían estar alerta porque muchos no las cumplían, y sobre las sociedades avanzadas que no lo eran tanto porque uno de sus miembros no había podido evitar dos accidentes graves en catorce días.


Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram

Me llamaban cojo - Alberto García Salido


Me llamaban cojo y escapaban corriendo de mí. No hacían más que reírse de mis defectos, convertirme en el reflejo deforme de lo que detestaban. Niños perversos, niños que fueron mi Satán para una vida que se suponía simple, sencilla e inocente. Niños demasiado rápidos para un lisiado que no podía ir detrás.
No pude más que permanecer sentado.
Aguanté dejando que la sombra de los libros de texto me diera frío en verano y cobijo en invierno. Las pastas de cartón como parapeto. Detrás de ellas sus carcajadas perfumaban a rancio mi infancia de pesadilla. Aposté, desesperado, con el reloj a ver quién aguantaba mejor el paso del tiempo. Ellos me insultaron y escupieron. Ellos tuvieron las novias que yo echaba de menos al apaciguar mi adolescencia con las manos.
Me deje ir en soledad hacia un futuro que tardó demasiado en llegar.
Pero los años hicieron su trabajo. 
Puede que haya una ley que afectando al tiempo haga que lo eres sea el castigo de lo que has sido.
Tanto subes, tanto bajas.
Todos fueron dejando paso a un cuerpo de hombre inservible pegado a la sombra del niño que una vez fueron. Fotocopias mal echas de su pasado. 
Yo fui lo débil para ellos. 
Ahora los libros quedaron atrás y mi cojera, lenta, antiestética, me ha llevado por encima.
Tanto bajas, tanto subes.
No me dan pena y en cambio su recuerdo es cicatriz en mis neuronas.
No me reconocen y yo los huelo en la distancia. 
Sé donde están y ese hormigueo que antes me alertaba ahora me sirve para encontrarlos.Ansío presentarme a ellos, educado, y arreglar cuentas.
Querrán morir al verme, saben el daño que hicieron.
Yo, al menos antes de que lo hagan, tan sólo quiero que me digan algo.
Quizá escuché un perdón.
Quizá de esa manera se salvan.

Sobre el autor: Alberto García Salido

domingo, 12 de mayo de 2013

Sacrificio - Vilo Arévalo Pérez


Llevo atados hilos que nunca me dejaron ser un niño de verdad y me aprisionaban en mi creciente mentira, mientras que por temor a hipotermia caliento la hoguera que alimentaré.
Mis astillas me obligaban a lastimarte, papá, cuando acariciaba tus arrugas, cuando intentaba calmar tus antiguas penas. Por favor perdóname.
Mamá murió antes de que yo naciera del tronco de un pino y en soledad te dejó  para que anhelaras la vida normal que yo nunca podré darte.
Me hiciste como un juguete, soñando en tu hijo no encargado, un corazón se me dio para la vida imitar. Fui especial por ser marioneta con alma y a pesar de mi falta de carne, en las noches yo podía soñar.
Dentro de un enorme monstruo de mar estamos, por culpa de mi falta de conciencia, y tú estás respirando tu último aliento de amor traicionado.  ¡Abre tus ojos papá!, yo te regalaré lo que necesitas… me regalaste la vida ahora este es mi  obsequio. En el fuego que toma mi existencia, para que tu corazón lata un poco más me arrojaré. Adiós papá…
Papá, no sabes cómo duele sentir las lamidas de estas lenguas candentes, pero me alegra ver que recuperas el color. Todo se vuelve borroso por el humo. No siento mis piernas. El dolor ya acabará pronto. Papá, despierta que la ballena se mueve. Parece que mi humo le molesta. Papá, disculpa por no hacerte caso y estudiar. Realmente fui un burro de madera.
Mi cuerpo pequeño parece ser del agrado del fuego. Me está devorando más rápido con cada segundo. Se viene un estornudo que te despertará. Papá, vive por favor…Yo ya no podré estar.

Sobre el autor: Vilo Arévalo Perez

Interés - Cristian Cano


La historia fuera de los cristales y ventanales. La historia con el transcurrir del viento lugareño, de acá, muy de acá. La historia en el bolsillo de una campera ajada, en las telarañas de ese conocido rincón del techo, en cartas que de joven guardaste, impregnadas en olores de chico, en los jóvenes corajes y las viejas reflexiones. La historia en fotos y dichos, en promesas y olvidos, en débiles dedos pasados y fuertes dedos allá. La historia discordia en porciones de torta dulce, de olor a masita en las patillas, de sí, de tal vez. Segmentos de película que ya no importan pero que guardan todo para el que pregunta y se interesa, en las manos grietas, en incisivas miradas que quedaron grabadas, en habladas por lo bajito en el mate de la mañana. La historia bien guardada de ese viejo, que aguarda esperando que alguien revuelva el alimento de su final. La historia espera historia, y que también la sean.


Acerca del autor:  Cristian Cano

La rosa azul - Jesús Ademir Morales Rojas


K está enamorado y celoso. Desde hace algún tiempo su novia se muestra distraída, bastante nerviosa. K sabe que algo sospechoso está ocurriendo. Cada vez que llega a verla, siente que alguien ha partido al momento. Si le telefonea desde el trabajo, casi no le responde. Cuando camina por la calle, percibe que la gente lo mira y le dedica mofas disimuladas. Ella, aparentemente con inocencia, le está dando largas a la fecha de su unión matrimonial. K se consterna y reclama a la joven. Ella se siente agredida. Llora. Discuten. 
Al día siguiente K, arrepentido, al salir del trabajo, piensa en sorprenderla en su domicilio con una visita conciliatoria. Ha pensado obsequiarle una preciosa flor azul: una rosa. Pero cuando va a la tienda por ella, le dicen que han comprado ya la última. 
K se resigna.
Frente al domicilio de su novia, pasa un auto a toda velocidad: casi arrolla a K. El, furioso, hace un gesto obsceno al cafre, y le dirige una trompetilla burlona con la boca y con las manos. Arriba por fin al lugar. Se dispone a abrir la puerta, con una llave que ella misma le ha dado. Mientras lo hace, escucha rumores y pasos agitados dentro. El rostro de K se vela de ira. Se apresura a ingresar. Cuando lo hace, encuentra a su novia, sola, rubicunda y sonriente. Ella lo abraza como si quisiera ganar tiempo. Se escucha una puerta hacia la parte posterior de la casa. La salida trasera. K se dirige allí. No hace caso de los urgentes llamados de la chica, presto a sorprender al intruso. Muy cerca ya de la puerta de salida, algo dejado en el piso lo distrae: una rosa azul.
K se detiene de golpe, picaporte en mano.
Siente un frío inusual en la espalda.
Afuera se escucha una feroz trompetilla.´

Sobre el autor: Jesús Ademir Morales Rojas

El faenón* - José Luis Aliaga Pereyra


Sucedió en la fiesta del pueblo a la que, después de varios años, acudía el General. Algunos oficiales y subalternos, a los que había hecho toda clase de favores, querían que se sintiera bien, por lo que le organizaron un gran banquete. Gracias a él vivían en casas de material noble y sus hijos eran gordos, bien vestidos y estudiaban en colegios particulares.
Al capitán Lobatón, por ejemplo, lo envió a trabajar al pueblo donde nació.
—Es que mi General —dijo en aquel entonces el capitán—, allí tengo mis chacritas y animales a los que no puedo abandonar.
—Tome nota del pedido de este buen hombre —ordenó el General a su secretario que lo miraba moviendo la cabeza afirmativamente.
El sargento Salvatierra fue más directo en su solicitud.
—A mi envíeme a la comisaría de Oxford —le dijo muy confiado— usted sabe, allí hay un patrullero que se mueve con gasolina y algo se tendrá que hacer.
—Me gusta tu franqueza —contestó el General, mientras su secretario, como siempre, anotaba y movía la cabeza, pensando más en las "comisiones" que ganaría con los cambios, tanto del primero via su negocio lechero como del segundo con el hurto de gasolina.
Después de servirse suculentos platos de cuy frito y pasados los brindis y discursos, oficiales y subalternos se dieron cuenta de que el General no gozaba de la reunión. Algunos, para disipar su aburrimiento, cantaban; otros hacían piruetas, chistes y hasta imitaciones, pero el resultado era el mismo: el General continuaba serio; mirando, al parecer absorto, un cuadro que colgaba en la pared del salón.
De pronto al teniente Marc Antoni, que había bebido más de una copa de vino, se le ocurrió bailar con su esposa alrededor del General. El mayor Torrejón, que estaba atento y más cerca de este hecho, hizo un feliz descubrimiento y llamó, con disimulo, a oficiales y subalternos:
—He visto una luz en su mirada —dijo— ¡que todas las esposas bailen a su alrededor!
Oficiales y subalternos acataron la orden de inmediato.
Las esposas salieron a bailar alrededor del General; pero éste las miraba de pies a cabeza, una por una, esbozando una mueca por sonrisa.
Al poco rato y para sorpresa de todos, el general decidió retirarse.
Desconcertado, el mayor Torrejón, llamó, de nuevo pero ya sin disimulo, a oficiales y subalternos. Después de conversar con todos y con entera disciplina invitaron al General a ingresar al cuarto aledaño al salón de baile. El mayor Torrejón, en el trayecto, le decía algo al oído.
El General aceptó la propuesta y fue el propio mayor Torrejón el primero que, rubicundo y feliz, condujo a su esposa hasta el cuarto donde esperaba el General. Tras cerrar la puerta, el mayor Torrejón, ordeno en larga fila a las esposas, según el grado del marido.
Nadie habló una sola palabra de lo que pasó dentro de las cuatro paredes del cuarto contiguo al salón de baile. Sólo el mayor Torrejón, al día siguiente, le dijo a su mujer:
—¡El General se fue contento! ¡Le gusto el faenón!
Y ambos empezaron a reír.

* Faenón: palabra que dos delincuentes de cuello y corbata, utilizaban, al hablar por teléfono, luego de haber terminado, con éxito, sus fechorías.

Sobre el autor: José Luis Aliaga Pereyra

viernes, 10 de mayo de 2013

Fecha de caducidad – Sergio Gaut vel Hartman & Fernando Andrés Puga


Teodoro ve llegar la muerte y tiene miedo. Permitirse rodar dentro del sueño, a su edad, equivale a bajar los brazos, significa debilidad y agotamiento. Por eso no se distrae ni un instante, y cuando sus ojos se cierran o sus pensamientos tratan de volar fuera de su cabeza, fija la atención en el objeto que ha permanecido sobre el escritorio durante los últimos cien años. El objeto es una caja de madera pintada de verde que contiene la última gragea de la longevidad. Sabe que si la traga vivirá otro año completo, saludable y potente, pero sabe también que no hay otra, y que ese año será, irremediablemente, el año final de su vida. Es una pena, porque le gusta vivir, se ha aficionado a la vida. Desde que el extraño ser que lo visitó en 2013 le diera las cien grageas de la longevidad a cambio de diez seres humanos que él se encargó de asesinar, ha vivido sabiendo que al ingerir la última gragea no habrá otra. Quién sabe por qué remoto mundo andará el visitante del espacio, deleitándose con las exquisiteces que pueda obtener a cambio de sus mágicas grageas.
Finalmente y no teniendo otra alternativa, toma esa, la última pastilla que la caja verde guarda como un tesoro. Ahora no puede quitar los ojos de ese fondo vacío que es un inevitable anuncio de muerte.
Un destello le arranca la mirada de la angustia y la lleva hacia la ventana. Hay una luz que se acerca. Una nave. La misma nave de entonces. Baja por la escalerilla el mismo extraño ser que le dejó las grageas a cambio de la vida de algunos de sus congéneres. Teodoro se alegra. Presiente que pronto tendrá más pastillas; que aún no llega su última hora.
A poco de reflexionar, la sonrisa empieza a borrarse de su cara. Creyéndose solo en el mundo, descubre que esta vez no tendrá nada que ofrecerle al visitante a cambio de los años que le trae en forma de píldoras.
Mientras el alienígena lo succiona con esa lengua viscosa y repugnante, Teodoro me ve detrás del vidrio recibiendo un comprimido. Verme le agrega un toque de triste estupor a su último suspiro y yo, aunque más no sea oculto en este agujero, aún podré vivir un año más. Ya veremos qué me depara el futuro.

Morí - Adriana Med


A estas alturas ya todos deben estar hasta la coronilla de teorías conspiracionales, chistes trillados, paranoia generalizada, estupidez pseudorebelde, y todo lo que tenga que ver con la influenza. Yo también.
Por eso no quiero discutir al respecto, sino más bien quiero hablar del encierro al que estamos orillados por esta situación —especialmente los que habitamos Chilangolandia— y sus consecuencias. Y es que, ¿para qué me hago la tonta? Estoy perdiendo la razón.
Muchos manifiestan su desesperación e incomodad por no haber salido en los últimos cuatro días —como si no parrandear durante un fin de semana fuera la máxima tragedia del universo— y otros tantos derrochan felicidad por una razón muy sencilla: no tienen que ir a la escuela o al trabajo. ¿Y saben qué? Por mí pueden irse al diablo.
Sucede que yo no llevo encerrada tres ni cuatro días, sino TRES MESES. Sí, leyó bien: ¡TRES MESEEEEEEEEEEEES! Ya que, por decirlo así, estoy castigada permanentemente y no me dejan ver a mi gente. Para quien no lo sabe, estoy en año sabático, de modo que tampoco asisto a la escuela, y en resumen sólo tengo contacto directo con otros seres humanos en un lugar: el gimnasio.
El gimnasio me ha servido para liberar endorfinas, charlar con otros de mi especie, moldear mi cuerpo, incitar mi apetito, y no morir en vida. Pero, ay, LOS GIMNASIOS ESTÁN CERRADOS, PROHIBIDO IR AL GIMNASIO, PROHIBIDO IR HASTA LA TIENDITA.
Mi única válvula de escape de ha derrumbado y no me queda nada. El encierro me afecta, y mucho. Estoy E-N-L-O-Q-U-E-C-I-E-N-D-O. Tengo ganas hasta de chillar.
A mí la verdad es que no me da miedo contagiarme del susodicho virus y si por mí fuera estaría en la calle todo el día tomando fotografías de lo que acontece en la ciudad. Pero no puedo. Y lo que realmente me ATERRA es llegar deprimirme, cosa que comienza a suceder.
¡En la madre!

Sobre la autora: Adriana Med

Flash-back - Any Baiona


—¡Ana pórtate bien que si no esta noche encontraras un monstruo debajo de tu cama!
Incesantemente así, decía mi madre. Siempre supe que él estaba ahí, dentro del lugar, dentro de mí.
Y se fue haciendo carne, lo incorporé lentamente a mi vida.
En cada desobediencia mía, volvía a escuchar la misma frase de mi madre. Por las noches el temor se apoderaba de mí, comenzaba a temblar, mis manos transpiraban y sentía un marcado calor en la nuca, todo se disipaba cuando el sueño llegaba.
Esa noche llegué muy cansada después de un largo y monótono día de trabajo, pensé en prepararme algo rico pero, no, ¡mejor me tomo un té y me acuesto a dormir temprano!
Apagué la luz y me dispuse a reponer mis energías, repentinamente escuché un ruido, como un quejido, lo atribuí al crujir de los muebles tan comunes por las noches, la madera se reseca y hace ese sonido corto. ¡Siempre lo escucho! Al principio siento temor, pienso en mirar debajo de la cama pero… no, son sólo figuraciones mías. ¿Qué va a ver debajo de la cama?
A mitad de la noche suena el teléfono, con gran sobresalto estiro mi brazo torpemente y escucho la voz entrecortada de mi hermano que dice:
—¡Mamá… ha muerto!
Juntos y en familia, despedimos ese pedazo nuestro tan amado.
Vuelvo a mi casa partida, desmembrada. Trato de bucear en mis recuerdos escucho nuevamente:
—¡Ana pórtate bien que si no esta noche encontraras un monstruo debajo de tu cama! Siento miedo y no se a quien recurrir, entonces desesperada y muy angustiada, me agazapo debajo de la cama para no temer mientras susurro suavemente:
—¡Mamá!

Sobre la autora:  Any Baiona

lunes, 6 de mayo de 2013

Desencuentro cultural - Luis Benjamín Román Abram


Nunca pensé estar en este predicamento, puedo haber sido una tonta crédula, pero de ningún modo me animó una mala intención. Cuando algún día regrese a mi hogar denunciaré al vendedor, al fabricante y por supuesto al autor de ese burdo manual de cinegética. No pienso ser derrotada por la locura, por más horrenda que sea esta prisión; contemplada, examinada e insultada por tantos. No soy lo que dicen, ni nunca lo seré, ¿Yo, un monstruo exterminador?
En la Tierra, aunque entendieran mi idioma, no creerían que no sabía que había una raza inteligente. Tan solo hace dos meses compré el arco de caza de oxige-antimateria, y sin ese librito de obsequio que vino con este, nunca hubiera venido a hacer deporte aquí. En cambio, los habría visitado. Pero eso es el pasado. Me confié de lo que me informaron y no usé el reconocedor de inteligencia humanoide. Yo no quería asesinar a nadie ni a tantos, no podía diferenciar al rey del planeta de los animales. Soy tan distinta, una bola de gas neón del espacio demasiado confiada y distraída pero no una asesina.

Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram

Colectivo - Myriam Belfer


Sueño con ventanas que cierran con un ganchito de alambre, como las de la calle Moreno, viejas, con el marco de madera. Sueño con una hilera de lapicitos de cera que cuelgan de la pared, collar de dientes de tigre de colores. Pasa la barrera. Dos chicos (uno grandote, otro más bajito) hablan de sus bandas de rocanrol. Que para qué voy a escribir cosas que salen como para morirse. Igual, los chicos del barrio estaban todos de la cabeza. Carnicería "La vaca corrió al torito" Bicicletería "Piñón fijo" "Maldito el que se hace tierra de si mismo y cielo de una mujer" "Heladería el trolo" "ENEM 1995" Faltan once cuadras y un auto frena a mil por hora en el flanco derecho. Un perro negro y viejo. Música de FM. Vendió. Faltan siete cuadras y paso ante un muchacho de larga cabellera. No lo envidio. I could be wrong, I could be right. Libérate, expresa, baila flaquito. Hablábamos del miliquito y suena una trompetita. Flanco izquierdo. Flanquito. Voy a chocar con el Banco Credicoop voya caer al mar desde lo alto un poco de partituras a ver qué hago esta tarde/pero ya no hay tanto trac. Una taza de café lustrar mi guitarra. El chico alcanzó la bolsa y un recalentamiento de la especie. La Liga Federal tapó los carteles de Rico Asesino/pasa un tipo con un parche en el ojo. Lavar. Lavar. Lavar. Adónde, qué cosas escondería en esa libretita del viaje a Venus. Me intriga ese diferente de antes, no era así. Desfondando esa pasión por las ruedas/un infierno con rayos/de bicicleta mejor. Una capacidad extrema para desbocar motores. Déjala soñar, Déjame soñar despierta. Carga tu bolsa de caracoles dale su tiempo no le digas todas esas cosas que conozca la soledad por ejemplo. Y al que acaba de bajarse nunca voy a verle la cara. Mochuelo. Cara cadavérica. El sudor brota de las piedras en los días que arrancaron a mordiscones quién a quién se me cruza Dalí con Don Bosco. Me quedé piola qué va. Sacame de adentro lo que sentía esta mañana el fracaso el vacío que te da antes de dar una clase. No insistas en mezclarlo con los asuntos del alma. Es miedo y no otra cosa. La muerte en vida viva la felisidá una zapatilla se asoma y baila. Un gallinero.Un perro con su plato/carne. Y aquí se filtra tenazmente Camilo José Cela. General Acha Aneral Gacha. Japonería Tintoresa. San Marco Sin. Pasa de Castas Boca Enzo Juanjo Lafe campeón. Campaneando las actitudes del chiquto del pelo largo, es verdad pero no. Lo que me importa lo único que realmente me importa es el calor. Estoy espiando gigantes con cara de bebé en el taller mecánico. Ni un gesto, ni una sola realidad que escape a lo ya pactado pasado en limpio. Está-estoy-por pasar la ruta doblar a la derecha ahora no puede frenar ni volver a la primera página. Una nena mira otra baja. La voz de ultratumba se lava la cara en el charco. Si esto fuera una narración debería tener trama contar una historia aunque se derrita. Pero siempre es así el tiempo la desplaza se cruza un ovejero casi lo mata. Sigue siendo lo que puedo contarte una partida de ajedrez donde el enroque es siempre largo y la reina nunca mueve de costado o la historia de un silencio desgraciado tumbado golpeado de una manera especial. Tumbaíto al fin, qué ritmo. Comerán arroz blando y saldrán corriendo y otra vez no se volverá a repetir la tomada de pelo la ensalada del tomate la pelota incandescente que rebrota esa que flota, flota, flota, flota...

Sobre la autora: Myriam Belfer

Mister Flowflish - Virginia Cortés


Mister Flowflish no era una persona sensata. No era una persona razonable en la forma lineal a la que estamos acostumbrados. Ni siquiera estoy segura de que fuera una persona. Mi madre, por ejemplo, pensaba que era un perrito imaginario ya que no se me permitía uno de carne y hueso.
Lo “encontré” en la puerta de casa una mañana de vacaciones, cuando iba a comprar el pan. Tengo que usar comillas al decir que lo encontré porque en realidad estaba ahí parado frente a la puerta como para tocar el timbre. Apenas me vio me dijo “te acompaño”, y así fue.
Para mi madre era un pichicho sorprendente que entendía todas las órdenes verbales que recibía. No ensuciaba, no destrozaba, no tenía pulgas, no dejaba pelos, ni siquiera olía a can. Gracias a todo esto lo dejó dormir en la cama conmigo. La primera noche le pregunté sorprendida “pero si no olés a perro ni haces pis en cualquier lado como un perro ni dejas pelos de perro en la ropa… no se le ocurre que tal vez NO SEAS UN PERRO???”. Me respondió lo más pancho “la gente a veces ve unas cosas y otras simplemente no. Yo no veo los amarillos, por ejemplo” me sonrió y puso esa carita divertida que tanto aprendería a amar. Empezó a ladrar y a mover la cola y a saltar en cuatro patas por toda la cama.
Un día me tocó comer brócoli. A mí las cosas que son verdes en general no me gustan y el brócoli no era la excepción. Viene Mister Flowflish y me dice “pero eso es azul!!!”. “No!” le digo yo, “es verde!!! Es verde puaj!!!”. “Bueno, el verde se hace con azul y amarillo, asi que para mí es azul. Olvidate del amarillo que las cosas azules son riquísimas y comételo de una vez asi nos vamos a andar en bicicleta.” Me dijo con total naturalidad. Una vez más su lógica era irrefutable. Sin embargo el brócoli mucho no me gusta igual… debe ser el amarillo ese de porquería que le da un sabor amargo a las cosas.
Con el tiempo creció nuestra amistad. Y pasamos juntos por cosas durísimas que le toca vivir a veces a la gente y por cosas maravillosas que también ocurren, por suerte. Durante algunos años nos prestamos muy poca atención. A veces de pronto levantaba la vista de mi libro y lo veía ahí, casi transparente, suspirando. Yo sabía qué le pasaba, pero no había nada que pudiera hacer al respecto, tenía que trabajar, tenía que estudiar para los parciales. Cuando crecés te tenés que adaptar. Yo no puedo caminar en el aire como él, tengo que viajar en subte y pagar mi pasaje; no me alimento de la materia de los sueños, necesito comida… Tengo que pagar un alquiler, no puedo vivir en la copa del árbol o en el brillo del lomo de un gato. “Se puede!” me decía él, “podés alimentarte de una cosa sin dejar de alimentarte de la otra. Podés vivir en varios lados a la vez… Nadie vive en un solo lugar… hay tiempo suficiente durante el día para estar en el sillón y también del lado de afuera de la ventana, colgada del cielo, y del lado de adentro del corazón de un montón de gente y en mil lugares más”, me lo decía con angustia porque sabía que se venía ese lugar de la discusión en el que no hay acuerdo. Yo trataba de explicarle que una cosa es donde vive el alma y otra donde vive el cuerpo, pero para él no había separación, no entendía la diferencia entre una palabra y la otra. Tal vez así como no veía los amarillos, no veía ninguna diferencia entre lo físico y lo que no lo es; pero yo me manejo en un mundo en el que esa diferencia está terriblemente marcada.
“No me estás dejando vivir más aca” me dijo muy triste un día. “Lo sé” le respondí, “no sé cómo evitarlo. Me tuve que volver una mujer. Sé que no lo entendés y me duele…”
Así se marchó Mister Flowflish: tomó una docena de nuestros libros favoritos y se acomodó en el sillón que está frente al ventanal del living. Con las cortinas abiertas estaba todo inundado de la luz de media tarde. No sé cómo la vería él que no veía amarillos… Cuando la luz comenzó a decaer al paso de la puesta de sol mi amigo, mi hermano de la vida, mi media alma, se fue disolviendo junto con la luz que mermaba hasta que ya no hubo ni el reflejo de un rayo de sol allí y sólo quedaban los libros sobre el sillón aún cálido.
Montones de veces lo busqué con la mirada, con el recuerdo, con la risa… pero ya no encontré más que su llamita brillando en la imaginación de mis hijos.
Recordaba sus últimas palabras “no me estás dejando vivir más acá”… pero era él quien me decía que se podía vivir en más de un lugar. Que amargura tan grande... Cómo a él no se le había ocurrido una solución? Un lugar en el que él fuera feliz sin alejarse de mí… tal vez convertido en una plantita con flores… o en perro, que tanto le gustaban… o en aire o en rayo de sol o en sombra de luna…
Pasó más tiempo, mucho, y en algún momento lo comprendí todo. Después de la grisura y la paz.
Cuando sucedió, busqué a mi Mister Flowflish como loca, como un rayo, como un vendaval, como miles de bandadas de pájaros, hasta que por fin lo encontré. Claro que hoy lleva un nombre propio del registro civil y yo soy la que adoptó un nombre menos convencional. “Tufla, mucho gusto!” le dije, y Juanpi se rió como por veinte minutos, con esa carita divertida que yo tanto había amado.


Acerca de la autora:  Virginia Cortés

sábado, 4 de mayo de 2013

Secretos - Olga Liliana Reinoso


Hay secretos que corroen el alma. Son monstruos que se agigantan con el tiempo, que trepan como enredaderas por la medianera entre el alma y el cuerpo hasta alojarse en la garganta. Y allí se desparraman, empetrolan, piquetean la libertad de ser feliz.
Pero hay otros secretos que son abeja destilada, dulce manta de viaje hacia las galas del placer, pasaporte de lujo al paraíso.
Y si, además, hay cómplices punibles que sellaron su boca, cada vez que se cruzan las miradas, que se desliza una mano negligente, que se espolvorea un beso distraído y se obsequia una palabra pimpollosa, el secreto renace, nos habita, nos toquetea por dentro, nos urgencia.
El cómplice se va y uno se va de polizón en su cabeza. Los dos saben que hay una ceremonia “dejá vú”, que otra vez el incendio es implacable.
Este secreto es una obra de teatro multipremiada que convoca otra vez los aplausos y destella sonrisas en los días siguientes para que los de afuera conjeturen: “qué boluda”.
¡Ay! Si supieran.

Sobre la autora: Olga Liliana Reinoso

Todo un caballero - Fernando Andrés Puga


Dulcinea, dañada, se ensueña entre las sábanas sucias.
Vendrá, se dice a sí misma. Pronto vendrá el caballero y abrirá la puerta de la limusina y me invitará a subir, dispuesto a arruinar su armadura de piel de camello extendiéndola sobre la bocacalle para que no se estropeen mis tacos de aguja en el charco que deja la lluvia en otoño. Y correrá la silla para que me siente a la mesa en algún coqueto restó a la luz de las velas y me llenará la copa de champagne y elogiará mi figura y la suavidad de la piel de mis manos, mientras saca una cajita del bolsillo del traje y, preguntando en voz baja si quiero casarme con él, la abrirá ante mis ojos y refulgirá el brillante tornasolado que corona el anillo de oro.
Después Dulcinea se levanta y camina hacia el baño rengueando. La despabila el espejo rajado y entrevé las marcas oscuras que dejó en su rostro ese otro, no tan caballero, antes de salir sin despedirse por la puerta torcida de este mísero cuarto de hotel, olvidándose incluso de dejar los billetes sobre la descuajeringada mesita de luz.


Acerca del autor: Fernando Andrés Puga

Optar por la belleza - Lisandro Varela


Es fácil optar por la belleza de palabra.
Pero como la auténtica opción por los pobres, elegir el mundo sensible requiere desprenderse.
Ahora en Pagana, tarde y mal, baila con lo hombros una chica leve que vino a bailar y baila con las gomas una mujer sin gracia que vino a llevarse algo.
Yo vine a que dormir con alguien no me cueste lo que este hoy el framer Franklin.
Y la mujer sin gracia, que también baila con un culo bien envuelto en jeans, mira un par de veces y la cosa está resuelta.
Pero al lado baila chica leve, chiquita y quinto año. Baila con una gracia que nunca tuve en el cuerpo y se ríe y cada hombro y cada rodilla se tuerce justo y ríe.
Y la mujer que vino a buscar temperatura corporal igual que yo vuelve a mirar y entonces decido que me quedo del lado de lo lindo, aunque sea contemplativo y testimonial.
Termino la coca común de la semana y le aviso a la chica leve que no pretendo levantarla y le vaticino una gran vida, porque tiene encanto y eso se tiene o no. La chica leve se ríe leve y agradece y dice que soy un amor y vuelve a mover los hombros con los amigas.
La mujer de al lado me hubiera dicho cojeme papito, pero no va a decírmelo porque ninguna mujer merece hacer de plan b.
Plan c permitido, en Newport seguro hay una chica con gracia, admiradora de Benjamin.


jueves, 2 de mayo de 2013

¡Jodido pedegree! - Isabel María González


Conocí al Golden blanco en una de mis visitas periódicas a la tienda de animales del barrio. Solía ir a ver a los cachorritos en sus pasillos alargados y estrechos llenos de paja - hola Dex, mi chico, ¿qué pasa, guapo? ¡Ai, mi chicorrote! (Dex acaba de llegar al estudio donde escribo, suele hacerlo cuando hace un ratito que no me tiene controlada) ya bajamos chicorrote, espera que te estoy escribiendo”- donde los peques se ponían de pie apoyados en el cristal esperando agradarte y que los sacases de allí. Me daban pena, sin nombre, esperando, sin paseos, sin mimos, sin amo. Él llegó con dos meses y medio y desde el primer día despertó en mí un sentimiento especial, era tan grande al lado de los demás, aún así todos sus gestos y piruetas eran igual de infantiles.
Le habían puesto precio a su cabeza, a sus patas, a su miradita tristona, a su pelo blanco y mullido de Golden Retriever: 900 euros, una locura, una vergüenza.
Su historia está unida a la de Darko, un cachorrito de pastor alemán que..., ahora te bajo Dex, venga vámonos, luego sigo,...
Ya está, por dónde iba: ...que mi hijo trajo a casa temporalmente hasta que acabasen de arreglar su apartamento. Es importante Darko para entender por qué Dex está hoy conmigo: estuvo dos meses en casa durante los que pasó de ser una bolita de peluche asustadiza y juguetona a un cachorro de cuatro meses enorme y negro de ojos castaños y brillantes, con una personalidad que ya apuntaba maneras, las maneras de Darko, su dualidad, cariñoso y tierno a veces, altivo, señorial y distante, otras. No respondía a mis caricias siempre, sólo cuando le aparecía, ni podías comprarle mimos con una chuche apetecible. Así es Darko. Inteligente, esbelto, negro, fuerte, todo pasión, líder de manada, que vuelve a ser bolita de peluche de vez en cuando, cuando le da la real gana. Medio en broma siempre digo que a Dex le quiero, le adoro, es un dulce, pero de Darko estoy enamorada. (Seguimos hablando de perros). Con él nació en mí una clase de amor nueva, una más, el amor a un animal :una mezcla de cariño, protección, responsabilidad, carantoñas, lametones, riñas,...
Cuando partió a su propia casa, el vacío que dejó en la mía era casi incomprensible para mí. ¿Cómo podía echarle tanto de menos? ¿Como podía sentirme tan extraña sin aquellos largos paseos con él? Iba a visitarlo siempre que podía, pero no era lo mismo, mamá qué pesada, tienes que tener tu propio perro, que no, que yo adoro a Darko, con que lo pueda ver y pasear, es suficiente, pero no era suficiente.
Fue así como empezaron mis incursiones en las webs de adopción de cachorros, protectoras, criadores, etc. La decisión estaba tomada, en junio, con la llegada de las vacaciones, buscaría un perrito.
Mientras tanto seguían sucediéndose las visitas al escaparate de cachorros. En el pasillo 1 el Golden blanco seguía creciendo, ya tenía cinco meses y no había conseguido un amo. Algunos días Vanesa, la cuidadora de la tienda, lo había sacado para que lo viese de cerca y lo tocase, no con la intención de vendérmelo, pues sabía de sobras que no lo haría.
Pocos días antes de Navidadfui a visitarlo por enésima vez pero ya no estaba, lo habían vendido: pena y alegría al mismo tiempo, por fin tenía una familia, una casa con terreno, tres niños, muy agradables, Vanesa estaba satisfecha, en la tienda todos querían ya al Golden blanco sin nombre de seis meses que aún no había pisado el exterior y que atendía a sonidos bucales y chasquidos de dedos, sus vínculos más estrechos los había establecido con ellos. Sentí alivio por él y por mí, pues poco faltó para que cometiese la locura de pagar la enorme cantidad de dinero que pedían y quedármelo.
El día cuatro de enero, subí a saludar a Vanesa y felicitarle el Año Nuevo y de paso, claro está, ver a los que cachorrillos. Estaba allí, lo habían devuelto, había sido un regalo sorpresa que no encajó bien la obsequiada. No se puede regalar un perro. Había estado una semana con ellos y la mamá no aceptaba la situación, bastante trabajo tenía ya con los tres niños. El hombre había llegado a la tienda con el rabo entre las piernas, disculpándose por los codos, con todos los accesorios del perrito bajo el brazo, entre ellos una correa maravillosa y navideña de charol rojo: que si le iba a costar un disgusto con su mujer, que si los niños se habían quedado llorando, que lo sentía mucho. Le habían llamado Toby, pero Vanesa enfadada con la situación le cambió el nombre, Toby no le pegaba nada a un cachorro que tan grande que sería un adulto grande y majestuoso, no habían entendido nada. Lo llamó Dexter.
El resto ya lo saben, está conmigo, me lo traje aquel mismo día, tuve que pagar un precio simbólico porque en las tiendas de animales no tienen autorización para dar perros en adopción.
Le llamé Dex, me ha cambiado la vida y lo adoro.

Sobre la autora: Isabel María González