martes, 14 de mayo de 2013

El soldado - Héctor Ranea


—Y dígame —le preguntó el más anciano al flaco Lente —¿cómo es esa película que está imaginando?
El flaco se entusiasmó, se acomodó con énfasis en el sillón donde lo habían sentado los tres.
—Es sobre un conato de guerra en el Sur, señor. Se supone que los que están ahí van a ser o serán enemigos, pero ellos no se enteran del todo o, más bien, me gustaría pensar que no toman en serio las pocas noticias que les llegan —asintió para darse coraje y casi sonriendo siguió— para realzar el hecho de que no creen en la violencia.
El tercero de la derecha lo miró muy serio:
—¿Quiere decir que filmaríamos algo sobre desertores o algo así?
—¡Peor que desertores! —exclamó indignado el más joven de los tres—. Se trata de gente que no obedece las órdenes ni siquiera cuando la patria así lo requiere, ¡es un asco!
El flaco Lente puso expresión preocupada:
—Pero la idea es hacer algo manifiestamente antibelicista así que ¡por cierto que no pueden haber acciones, diría usted: patrióticas! Si quiere le pongo comillas en el aire a esa palabrita. ¿No cree usted que obedecer no es un deber cuando se puede salvar vidas? ¿No hay acciones patrióticas sin muertos?
—Me parece, hijo, que está usted exagerando —dijo el más viejo—. No podemos filmar algo así. Nos comerían el hígado los impuestos. Piense una alternativa: algún muerto tiene que haber.
Los dos que habían interpelado al flaco hicieron un gesto impulsivo de disgusto. Esperaban una negativa más rotunda de su jefe, aparentemente. El flaco Lente lo pensó.
—Bueno, está el gambusino. Ése sí muere. Está previsto que muera de frío. Le puedo decir al guionista que lo haga morir en alguna acción heroica —dijo casi como pensando para sí.
—¡Pero es austriaco! —casi grita el más joven—. ¿De qué nos sirve, a ese propósito, que muera un extranjero?
—Déjalo pensar —dijo con calma el más viejo—. Estoy seguro que alguna solución encontrarán.
—¿Encontraremos? —titubeó el flaco— ¡El guionista murió! Tengo que hacerlo solo y no quiero ofender su memoria.
—Ya harán algo, estoy seguro.
Los otros dos lo estaban esperando en la puerta y comentaron en voz baja que el proyecto no podía seguir así, que el flaco Lente no era confiable. Una vez que la puerta se cerró a las espaldas de los tres, dos de ellos ya estaban convencidos de que el proyecto caía definitivamente y lo mismo pasaba por la cabeza del flaco. Miró hacia arriba con pena grande, como si allá estuviera el guionista muerto. Cerró los ojos como quien contiene las lágrimas.
—Bueno —se dijo—. Ya pasó. Ahora a pensar en cualquier otra cosa, esto ha muerto.
Suena un timbre. Suena otro timbre. El flaco, a regañadientes, se levanta. Una mujer lo espera afuera, le abre y deja que entre
—Matilda —pronuncia en tono de saludo, aunque desganado—. No sé qué hacer, créeme.
—¿Buscamos? —dijo ella, con voz morena, dulce, con aliento a madera otoñal.
Él fue al baño seguido por ella. Comenzó a llenar la bañera y a desnudarse, ella a preparar sus manos con algo sacado de su bolso. Se lavó las manos.
—Habrá que buscar entre los muertos —dijo con esa voz intensa—.
Él asintió en silencio. Se metió en el agua y lentamente se recostó. Ella lo sumergió. Al cabo de unos segundos él, visiblemente, necesitaba salir. Pero la mujer se hizo fuerte y lo sujetó. Las convulsiones del flaco se hacían más paroxísticas pero ella seguía presionándole firme. Al final, el agua se hizo transparente y él cejó en su intento de salir. Entonces lo tomó del cráneo y lo sacó deslizándolo, apoyando en su pecho una mano con fuerza como para que escupiera el agua.
—Gracias —susurró entre toses discretas el flaco—. Gracias —repitió.
—¿Ahora?
—Creo que tengo algo más claro.
Ella lo besó. Primero en la frente, luego en los labios. Fueron del baño al dormitorio.
—Me salvaste la vida, Matilda —dijo el flaco.
—Ahora te salvo de la muerte —dijo ella, y lo beso con labios temblorosos que ya hacían llorar de amor a Lente.
Al rato, él se levantó (ella ya se había ido), comenzó a escribir, y la historia de la guerra que no fue se devanó como una madeja que ata un cuerpo muerto que cae.
“Aparece —escribe Lente hacia el final de su narración— un soldado de los nuestros al pie del acantilado. Menos mal que fue encontrado antes de la marea alta, si no, se perdía irremisiblemente. No tiene otra seña que los golpes provocados por la caída. Allá arriba, en sus cuevas, los cormoranes parecen dar el pecho blanco al viento Sur y dibujan una nube falsa contra el oscuro fondo del flanco. El agua de mar de las grietas había blanqueado la mirada azul. Era el soldado Lente.”
Lente despertó sobre el teclado de la máquina. Había escrito su propia muerte con lujo de detalles, digno de un testigo vivo.
La película nunca llegó a filmarse, ni siquiera entró en los programas de ninguna compañía productora. El viejo entregó todo el material, sin entender por qué, a una joven que dijo llamarse Matelda, quien se fue diciéndole que ya tendrían noticias de Lente.
Al menos el soldado Lente ya sabe qué pasó con él.


Acerca del autor:  Héctor Ranea Sandoval

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