Supe de una mujer de mi cuadra. Solía andar bien vestida, como lista para una reunión o, quizás, una cita. Cada vez que yo pasaba a su lado, cada día, notaba en ella cierta inquietud. Yo no la conocía, aunque el verla a diario unos metros antes de llegar a mi casa la hacían parte de alguna parte de mi vida.
Una tarde, el semáforo me retuvo de pie en la esquina de esa calle rota. Era verano, y el calor se me pegaba al cuerpo. Detenida en ese tiempo que pende de un cambio de color, me deshacía pensando en lo que aún no había hecho. Una frenada de un auto blanco me arrancó de mi sopor, y la vi que me miraba. Inmediatamente, esquivé sus ojos evitando que pasara a más. Me aturdía su constancia incomprensible en estarse allí. La mujer dio dos pasos hacia mí. Yo, que la advertía, no hacía más que fingirme una tranquilidad inventada. El color verde redimió mi angustia, y apuré mi marcha para cruzar la calle y alejarme ya de allí y de ella.
Supe de una mujer de mi cuadra. Solía andar bien vestida, como salida de una reunión o, quizás, llegando de una cita. Cada vez que ella pasaba a mi lado, cada día, notaba en ella cierta inquietud. No quería verme. Su impostora extrañeza, su actuado desconocimiento no lograban engañarme.
Una tarde de verano, de esas que te lastiman los pies de tanto caminar, la vi en la esquina de mi cuadra. Iba como apurada aunque no podía correrse de allí hasta que el semáforo cambie. Sentía el temblar de su cuerpo, y sin vacilar, me acerqué unos pasos. Su corazón palpitaba en mi piel. Dibujé una caricia imaginada, y antes que pudiera hablarle, se escapó.
Cada tarde de todo lo tarde que se acumula, la veo pasar. Nos vemos. Ella intenta ignorarme. Y yo sólo puedo estarme ahí, inevitablemente constante, y lista para cuando quiera escucharme.
Tomado de http://www.ocho-y-medio.blogspot.com