sábado, 30 de mayo de 2009

96 Lunas - Javier López


Me llamo Uhk y vivo con mi familia en una cueva. No se extrañen, soy un niño paleolítico, y ésta es nuestra manera de vivir. A veces un poco arriesgada, como cuando por las noches regresamos a casa y encontramos alguna fiera que ha elegido nuestro hogar para guarecerse. Entonces nuestros padres nos hacen salir y apartarnos de la entrada. Ellos, con sus antorchas, consiguen echar al animal, y cuando todo está tranquilo, podemos entrar a dormir. Pero el olor que queda después suele ser insoportable. A esto siempre me costó trabajo acostumbrarme.

Hoy he cumplido 96 lunas. Al menos, mis padres dicen que se sucedieron 96 lunas llenas desde el día de mi nacimiento. Por ese motivo papá me regaló unos crayones. Los ha hecho él mismo, con una especie de arcilla que él recoge y que es de color rojo muy intenso. Esta noche, a la luz de las antorchas, probaré mis crayones en las paredes de la cueva, y aunque no sé bien qué dibujar, estoy pensando en mi padre y sus compañeros de caza el día que, a lo lejos, vi cómo lanzaban flechas a unos bisontes.

Os lo cuento sabiendo que, posiblemente, a nadie importará nunca lo que dibuje un niño que acaba de cumplir 96 lunas.

Puertas y sombras – Héctor Ranea


Para Nanim y Sergio

Al despertar me di cuenta de estar en el vacío. En el vacío en el que no se puede respirar. Por eso me di cuenta. No podía respirar. Escribía en frases cortas. Para guardar el aliento que me dejó el sueño. Casi nada se podía ver en el vacío. Excepto una ventana. No podía caminar en el vacío. Pero la ventana y yo nos acercamos. Desde chico que sé eso. Las ventanas y yo nos acercamos. No sé bien por qué. Esta ventana estaba poblada de gente conocida. Pero no la podía abrir. Tenía poco aliento y la ventana se trababa en cuanto parecía que iba a ceder. Ahí estaban los cuadros de Caravaggio, las caras de unas tías antiguas, estaba una foto de mi abuela flotando sobre mi hombro.

Me podrían decir por qué no pasé al lado de afuera de la ventana si no había nada más que ella y yo. Es que las ventanas, cuando nos acercamos, marcan el afuera y el adentro. Fue siempre así, incluso cuando fui un tigre de Mompracem o cuando fui invisible o fui una mariposa aplastada por un personaje de cuentos. Las ventanas sellan el lugar y me dejan adentro, siempre. Desde afuera nadie debe mirar por las ventanas. Excepto Caravaggio, claro. Y otros, pero no yo. Yo quedo afuera. Aunque a veces el aire me alcance para frases más largas. En la ventana siempre se ven cosas interesantes. Horribles. Fatales. Incongruentes. Malditas. Bellas. Frías. Gente. Cuadros. Góndolas. Matrices de números aleatorios. Agujas de tejer crochet. Todas esas cosas que pude hacer y las que no. Se agolpan de ese lado que es afuera y yo miro como ahogándome. O como si soplara pero con frío. Me hielo. Estoy tan afuera del vacío que siento frío. Quisiera una cobija que la ventana se abriera para dar calor que la puerta detrás de la ventana no fuera de hielo que la falleba no se calentara tanto hasta hacer estallar la mano que la risa de Caravaggio enfermo no me persiga más que no tengamos más el cerrojo puesto que la mano que abre la ventana no sea la del viento invernal que me sopla desde dentro de una estatua de bronce que habla conmigo porque no tiene a nadie más.

Esta vez, créase o no, la ventana se abrió. Pude respirar. Pude palpar la fruta de Caravaggio, la mano de abrir ventanas de vacío, la tela del tigre, los números incongruentes, los picaportes sombríos.

Suspiré tranquilo cuatro veces, cinco, seis. Estaba en casa. Por fin, estaba en casa.

jueves, 28 de mayo de 2009

Macedónico – Francisco Costantini


Un Lector, que pasaba por aquí y se dio cuenta de que esto era cuento —tan evidente resultaba para cualquiera—, decidió quedarse. Se sentó en un rincón a esperar, porque estaba convencidísimo de que algo sucedería. “Si esto es un relato —reflexionaba para sí— algo estará por pasar. Ya lo decía Poe, también Quiroga, si hasta Borges lo respetó: el cuento debe tener una introducción, un nudo y un desenlace, su esencia es la acción”. Y entonces se mantuvo esperando un buen rato, hasta el punto en que comenzó a perder la paciencia. “No puedo creer que en este cuento no pase nada. ¿Será, acaso, que el autor se olvidó de escribirlo?”. Atribulado por esta duda, comenzó a vociferar:
—¡Autor! ¡Autor! ¡Autor! ¡Autor!...
Y así hubiera estado toda la vida, si no fuera porque al Autor le llamó muchísimo la atención que un texto suyo tuviera Lector, cosa que jamás creyó posible, lo cual lo decidió a acercarse hasta aquí.
—¿Qué ocurre? —interrogó, sin mostrarse.
El Lector oyó una voz que resonaba por todas las aristas del cuento y la piel se le erizó. Sin embargo, recordando por qué estaba en este sitio, se armó de coraje y explicó:
—¿Que qué ocurre? —Se llevó las manos a la cintura—. Hace rato que estoy acá esperando que ocurra algo y nada. Absolutamente nada.
—Está bien —dijo el Autor—. Este no es cuento donde tengan que andar pasando cosas.
El otro emitió una breve pero explosiva carcajada.
—¿Pero dónde se ha visto eso? —preguntó después—. Un cuento donde nada ocurre, no es cuento.
El Autor no cabía en sí. ¿Quién se creía este Lector para andar diciéndole a él lo que tenía que hacer? Se lo dijo.
—¿Quién te creés que sos para andar diciéndome lo que tengo que hacer? ¿Eh?
—¿Quién? —Sacó pecho—. El Lector, la razón misma por la que vos, Autor, escribís. Y por eso te reclamo enmiendes este relato.
Hubo un silencio en el que el Autor se dedicó a pensar. Entonces habló:
—Bien. Querés que ocurra algo, algo ocurrirá.
Fue el momento en que el Lector vio un pulgar gigante que descendía directo sobre su existencia. Trató de huir, pero el cuento era —y sigue siéndolo, como ven— tan estrecho que no había dónde ir. Al final el dedo lo alcanzó y lo aplastó contra el suelo. Del Lector no quedó más que una mancha roja e informe.
El Autor limpió su dedo con un pedazo de papel de otro cuento tan descartable como éste, y se sintió satisfecho. El cuento le seguía gustando tal y como estaba, pero para evitar futuros inconvenientes, pegó en la puerta del mismo un cartelito en que aún puede leerse: “Prohibido pasar. Este cuento no admite lectores. El Autor.”

Rebote - Fredric Brown


El poder le llegó repentinamente a Larry Snell, surgido de la nada e inesperadamente. Cómo y por qué lo obtuvo, nunca lo supo. Vino a él; eso es todo.
Podía haberle ocurrido a un tipo mejor. Snell era un bribón de poca monta, que obtenía la mayor parte de sus ingresos mediante la venta de lotería y el tráfico de marihuana a los adolescentes. Era gordo y fofo, con los ojos siempre entrecerrados, que le hacían parecer casi tan perverso como era en realidad. Su única virtud redentora era la cobardía; ésta le mantuvo siempre al margen de la comisión de crímenes violentos.
Aquella noche estaba hablando con un corredor de apuestas, desde la cabina telefónica de una taberna, discutiendo acerca de una apuesta que había efectuado esa misma tarde. Finalmente, dándose por vencido, gruñó:
—¡Muérete! —y colgó el auricular con indignación. No volvió a pensar en ello hasta que más tarde supo que el corredor había caído muerto mientras hablaba por teléfono, justamente a la hora de su conversación.
Eso le dio a Larry Snell algo en qué pensar. No era un ignorante; sabía bien lo que era el mal de ojo. De hecho, ya lo había intentado antes pero sin resultado. ¿Había cambiado algo acaso? Valía la pena probar. Hizo una cuidadosa lista de veinte personas a quienes, por una u otra razón, odiaba, las llamó por teléfono una por una, espaciando las llamadas en el curso de una semana, y a cada una le dijo que se muriera. Lo hicieron, todas.
No fue sino hasta el final de la semana cuando descubrió que no sólo tenía esta facultad, sino el Poder. En cierta ocasión, hablando con una dama, una artista de strip tease perteneciente a un cabaret muy distinguido, que ganaba veinte veces más que él, le dijo burlonamente:
—Encanto, ven al camerino después de la última función, ¿eh?
Así lo hizo ella, lo cual fue una sorpresa, porque sólo estaba bromeando. La chica era objeto de las pretensiones de tipos con mucho dinero y de playboys bien parecidos, pero se rindió de inmediato ante aquella proposición casual, hecha en tono de broma por Larry Snell.
¿Tendría el Poder? Lo probó a la mañana siguiente, antes de que ella se marchara, le preguntó cuánto dinero tenía y se lo pidió. Ella le entregó todo lo que llevaba: algunos cientos de dólares.
Eso era todo lo que necesitaba para empezar un negocio en grande. A finales de la semana ya era rico; pedía prestado a todos los conocidos, incluyendo a amistades superficiales que ocupaban puestos sobresalientes en la jerarquía del bajo mundo y que, por lo tanto, eran bastante solventes, ordenándoles después que olvidaran el hecho. Se cambió de su hotelucho a un apartamento de soltero, y no es necesario decir que nunca dormía solo, a no ser por propósitos de recuperación.
Era una hermosa vida; pero, una semana después, Snell recapacitó y pensó que estaba desperdiciando su Poder. ¿Por qué no lo usaba primero para apoderarse de la nación y después del mundo, convirtiéndose así en el más poderoso dictador de la Historia? ¿Por qué no se apoderaba de todo, incluyendo un harén en vez de sólo una dama cada noche? ¿Por qué no tener un ejército para respaldar el hecho de que su menor deseo fuera ley para todos? Si sus mandatos eran acatados por teléfono, también serían obedecidos por radio y televisión. Lo único que tenía que hacer era pagar (¿pagar?, ¡exigir!) una cadena mundial para que todos le escucharan en cualquier rincón de la Tierra. O en casi todos: quedaría al frente, respaldado por una mayoría, y sería fácil meter en vereda a los demás, posteriormente.
Eso sí sería un asunto serio, el más serio que hubiera ocurrido jamás, así que decidió tomarse algún tiempo para planearlo de tal modo que no existiera la posibilidad de cometer un error. Decidió pasar unos días a solas, lejos de la ciudad y de todos, para redondear sus planes.
Contrató un avión para que lo llevase a una parte relativamente despoblada de la Tierra, y ocupó una posada mediante el simple procedimiento de decir a los demás huéspedes que se largaran. Empezó a dar largos paseos, pensando y soñando. Encontró un sitio que pronto se convirtió en su favorito: una pequeña colina en un valle rodeado de montañas, un magnifico escenario. Allí meditaba y dejaba crecer su euforia al analizar lo que podía hacer.
¿Dictador?, ¡cuernos! Se haría coronar emperador. Emperador del Mundo. ¿Por qué no? ¿Quién se enfrentaría a un hombre dotado de tal Poder? El Poder de hacer que cualquiera obedeciese las órdenes que él diera...
—¡Muéranse!... —gritó desde la cima de la colina, con maligna exuberancia, sin fijarse si había o no alguien al alcance de su voz...
Una pareja de chicos lo encontró al día siguiente y corrieron al pueblo a notificar que un hombre muerto se hallaba en la cima de la Colina del Eco.

Tristezas del mar primigenio - Sergio Gaut vel Hartman


El mar era gris, deprimente, y servía para todo lo imaginable, y lo que no lográbamos imaginar, también. Pero todo empezó a cambiar cuando yo, Uno, me moví con torpeza para salir del huevo de espuma que me retenía. Pensé líquido, pensé sal, pensé espuma. No había mucho más en qué pensar, ni con qué hacerlo. Algo gruñía en alguna parte; no lograba identificar el origen; tripas no tenía.
—Estás loco —dijo Dos, saliendo de su propio huevo. No tenía la menor idea de lo que era la locura; hablaba por hablar: Freud estaba a millones de años en el futuro. Se sacudió el yodo que lo cubría y se sentó sobre la arena húmeda.
—Es culpa del mar —dije—, el maldito mar que nos domina y controla. Quisiera librarme del mar y de las olas. —Yo tampoco sabía de qué estaba hablando. La lógica no había sido inventada y de lo único que estábamos seguros era que el mar nos la tenía jurada.
—Tiene hambre —dijo Dos—, y nos devora.
—Peor para él —repliqué—: será cada vez menos mar.
—¡Fantasías! Se limita a recuperar la materia que nos prestó.
No le contesté, refugiándome en un silencio hosco, resentido. Odiaba que Dos hablara de los fenómenos de la naturaleza; los consideraba obscenos, una categoría de la intimidad, algo que no se ventilaba en público.
El mar adoptó un matiz extraño, azafranado, aunque el azafrán todavía no había sido inventado. Y lo digo aunque sé que me repito. Fue el momento elegido por Tres para aparecer en escena. Emergió con brusquedad y escupió un chorro de mar sobre la arena.
—Escuché la conversación —dijo Tres. Me encogí de hombros y le di la espalda. Dos se arrojó de cabeza al mar dejando detrás de sí una estela llameante de arena rojiza. Hice una mueca—. Se quejaban del mar, como siempre —agregó Tres.
—Ese es el problema —dije sin volverme—; sólo se habla del mar; no hay otro tema de conversación. Seremos todo lo primigenios que quieras, pero el aburrimiento es mortal.
—Hay otro asunto —insistió Tres—. Un sueño.
—¿Un sueño? ¿Qué es un sueño? ¿Algo nuevo? —Mi voz sonó abatida, como si me agobiara un peso insoportable. Tres me miró de reojo; yo lo enfrenté.
—Un sueño es una imagen ajena que se impone a las propias. Un suceso no ocurrido que reclama el rango de los que sí sucedieron. —Esperó mi reacción, pero no se produjo. —Soñé que tenía un perro y lo dejaba morir. Sentí pena y culpa, adentro, y luego afuera del sueño. Aún sufro por eso.
—Un perro —dije inexpresivamente. No sabía lo que era un perro. No conocía la culpa, la muerte, la pena. Ni siquiera hoy lo sé. Pero en aquel momento era peor, porque sólo conocíamos el mar, sólo existía el mar, aunque el mar bien puede ser el padre de los sueños, de los perros y la culpa y la pena; puede crear todo eso del mismo modo que nos crea y recrea a nosotros. En ese momento, una ola golpeó salvajemente contra las rocas. El residuo, de un gris tornasolado, se consolidó con rapidez, como una respuesta elemental a mis dudas: cabeza, tronco, extremidades.
—Miau, miau —dijo la condensación.
—Esto es un perro —dije, convencido.
El mar no nos daba respiro. Devolvió a Dos como si se tratara de un vómito. Una nueva demostración del poder absoluto del mar, de su voluntad superior.
—¿Qué es? —El terror dominó las facciones de Dos. Traté de apoyarme en la roca para neutralizar una sensación de profunda repugnancia, pero el mar volcó otra cortina de espuma.
—Es un perro —dije.
—Así era el perro en mi sueño—aclaró Tres.
—Nunca hubo un perro antes —dijo Dos con desconfianza.
Sin embargo empezábamos a sentirnos felices. Estábamos juntos y hasta teníamos un perro. La vida junto al mar se volvía interesante.
—Miau miau —dijo el perro.

La criatura - Jacques Sternberg


Como era un planeta de arena muy fina, dorados acantilados, agua esmeralda y recursos nulos, los hombres decidieron transformarlo en centro turístico, sin pretender explotar su suelo, estéril por otra parte.
Los primeros desembarcaron en otoño.
Edificaron algunos balnearios, y cuando llegó el verano pudieron recibir varios centenares de veraneantes. Arribaron, seiscientos cincuenta. Pasaron semanas encantadoras dorándose a los dos soles del planeta, extasiándose con su
paisaje, su clima y la seguridad de que ese mundo carecía de insectos molestos o peces carnívoros.
Pero hacia el 26 de julio, de un solo golpe y al mismo tiempo, el planeta se tragó a todos los veraneantes.
El planeta no poseía más forma de vida que la suya. Era la única criatura viva en ese espacio. Y le gustaban los seres vivos, en particular los hombres.
Sobre todo cuando estaban bronceados, pulidos por el viento y el verano, calientitos y cocidos.

martes, 26 de mayo de 2009

Estiramiento fatal - Sergio Gaut vel Hartman


Estaba suscripto a una organización de escritores que mensualmente le enviaba la lista de los concursos literarios convocados. Veamos que hay, se dijo. Barco de vela, cuentos para niños… vencido. Unicornio, novela. Bah, en mi vida voy a escribir una novela. La fábrica de sueños, cuento. Premio 100 euros; ni para pagar el papel. Veamos éste: Concurso de microficciones El dinosaurio apestado. Microficciones tengo, se dijo. De 100 a 200 palabras. Premio: 10.000 euros. Se puede mandar por e-mail. ¡Ideal!
Revisó a conciencia la carpeta de cuentos breves —de hecho, lo único que escribía— y contó las palabras. Doce, cuarenta, diecinueve. Ninguno de los textos que había escrito llegaba ni siquiera a cien palabras. Se rascó la cabeza y la uña tropezó con un montículo de seborrea. No debe ser difícil estirar un cuento brevísimo para que llegue a cien palabras. Veamos éste.
“Sábado a la noche en la ciudad vacía. Los androides ocupan sus lugares en las tabernas y las plazas, pero la alegría que expresan es tan falsa como la cerveza que beben”. Treinta y dos palabras. Vamos a estirarlo un poco. “Cae la noche sobre la ciudad vacía. Es sábado. Los androides salen de sus casas de plástico, viajan en las cintas de goma que han reemplazado a las antiguas calles humanas y ocupan sus lugares en las tabernas y las plazas, pero la alegría que expresan es tan falsa como la cerveza que beben y escupen casi de inmediato. La Tierra se ha llenado de carne plástica”. Más del doble, sesenta y siete. Otro tercio más. Veamos con algunos adjetivos sabiamente intercalados. “Cae la noche, lúgubre, sobre la ciudad vacía. Es el primer sábado de abril de 2101. Los relucientes androides salen de sus casas de plástico vitrificado, viajan tiesos en las anchas cintas de goma negra que han reemplazado a las antiguas calles humanas y ocupan sus lugares en sombrías tabernas y plazas sin árboles, pero la torpe alegría que expresan es tan falsa como la cerveza agria que beben y casi de inmediato escupen en las secas acequias. La vieja Tierra se ha llenado de fría carne plástica”. Ochenta y ocho. No está nada mal. Con un título suficientemente largo y mi nombre completo casi estamos. “Una herida abierta en la carne plástica”. Diego Damián Martínez Sez. ¡Noventa y nueve! Sólo tengo que meter una palabra en alguna parte.

Una herida abierta en la carne plástica. Diego Damián Martínez Sez.
Cae la noche, lúgubre, sobre la ciudad vacía. Es el primer sábado de abril de 2101. Los relucientes androides salen de sus casas de plástico vitrificado, viajan tiesos en las anchas cintas de goma negra que han reemplazado a las antiguas calles humanas y ocupan sus lugares en sombrías tabernas y plazas sin árboles, pero la torpe alegría que expresan es tan falsa como la cerveza agria que beben y casi de inmediato escupen en las secas acequias. La vieja Tierra se ha llenado de fría carne plástica. Amén.

El escritor separa los dedos del teclado. Una sensación de parálisis lo invade. ¿Qué hice mal?, se pregunta. Le pesan los párpados, se le ha secado la boca, le duele el estómago. Aterrorizado, trata sin éxito de alcanzar el teléfono; el escritorio se dilata y parece una vasta pradera. Hace un esfuerzo supremo y sólo logra tirar el aparato al suelo. Necesito hablar con un médico, se dice. Piensa que el teléfono móvil tiene que estar en alguna parte, piensa gritar pidiendo ayuda, piensa que todo es un mal sueño, una pesadilla y seguramente se despertará de un momento a otro. Deja de pensar. Su mente queda en blanco, tersa, lisa, como dispuesta a recibir un mensaje telepático. Con un último destello de lucidez se pregunta de qué mensaje se trata. No sabe ni puede responderse.

—Este es un mensaje del futuro. Mi pensamiento positrónico llega a tu mente para explicarte qué sucedió con la especie humana, aunque se trate sólo de un juego perverso, ya que te llevarás ese conocimiento a la tumba. La epidemia de gripe canina del 2010, que te afecta y te matará en contadas horas, exterminó a tu gente por completo. Nosotros, los androides, somos los herederos de tu estirpe. Fuimos fabricados en secreto por la corporación Philip Reckard a partir de los diseños de Dick Sheep. Nunca fuimos activados fuera del laboratorio. Pero la última frase de tu ficción, por un azar casi inconcebible, operó el milagro. “Fría carne plástica. Amén”, es todo lo que necesitamos para convertirnos en seres vivos. Gracias.

Lluvia - Natalia Gómez


No habría mejor lugar para estar en aquel momento. Llovía fuerte, después de muchos meses de implacable sequía que resecaba las narices y los espíritus, y el mundo parecía iniciar un proceso de limpieza profunda. Aunque la suciedad fuera grande, y a veces pareciera infinita —aún más en una ciudad como São Paulo—, sentía como si ahora todo pudiera cambiar, después de que el agua terminara de caer. Antes del comienzo de la lluvia ya habían caído creencias, miedos propios, compañeros de una vida poco espontánea, y habían caído también muchas, o todas, las certezas que tenía hasta entonces. Estaban estos restos, como pedazos de un aborto exitoso, desparramados por las calles, esparcidos bajo la forma de una vieja polvareda flotando en el aire, impregnando las nubes, manchando el hormigón agujereado. La suciedad la constreñía, como si hubiera entrado en la casa dejando un rastro de caca de perro pisada en la calle, sin darse cuenta.
La lluvia podría limpiar todo ahora. Y ella podría, entonces, comenzar otra cosa, algo que aún ni siquiera podía planificar porque no lo había imaginado por completo. Podría, finalmente, encontrarse con su verdad particular en cuanto la lluvia limpiara todo lo que había sido dejado atrás.

Título original: Chuva
Traducción del portugués: GvH
Tomado de: http://rotativaalternativa.blogspot.com

lunes, 25 de mayo de 2009

El propósito de la luna 9 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja. Quería mandársela a Marilyn Monroe, pero no sabía cómo hacerlo.
No podía permitirse el mandarla personalmente. No tenían amigos en común. Y si se la mandaba él al estudio de filmación, una mujer fornida en un traje de tweed seguramente la tiraría a la basura.
¿Correría el riesgo de confiársela a Railway Express? ¿A United Parcel Service? ¿A Brink's?
La oreja de Vincent van Gogh era su amor. Incapaz de enviarla a través de canales normales, fue al campo de trigo y la mandó por cuervo.

El propósito de la luna 8 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja y se la mandó a Marilyn Monroe. Inmediatamente tuvo dudas y cayó en una profunda depresión.
"Oh, ¿por qué fui tan presuntuoso?" se preguntó. "Una oreja es algo muy íntimo. ¿Qué tal si a ella no le gustan las orejas? Mejor debería haber enviado violetas o fósforo. Debería haber enviado papas, dentífrico o pinceladas de ancho significativo. Esa oreja la va a ofender, lo sé. Oh, deberían llamarme Vincent van Gaffe. Lo arruiné nuevamente."
En medio de toda su agitación una nota llegó desde Norteamerica. "Querido Señor," comenzaba, "Muchísimas gracias por el bolso de seda." Vincent van Gogh se relajó. Sonrió de oreja a...oops.

El propósito de la luna 7 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja y se la mandó a Marilyn Monroe. Paul Gauguin estaba horrorizado. "Eso fue de muy mal gusto, Vincent," dijo Gauguin. "Dentro de unos años, luego de que estés bien muerto, serás recordado más por haberte cortado tu oreja que por la belleza y la verdad de tu arte."
Desde atrás de sus vendas Vincent van Gogh miró a Paul Gauguin y sonrió. "No te preocupes," dijo. "El Arte se cuida a sí mismo. Y lo que el mundo piense cuando yo esté bien muerto me tiene sin cuidado. Lo que importa es la vida. Lo que importa es el amor. Yeah."
Al día siguiente, Paul Gauguin se cortó su esposa y se mandó a Tahiti.
"Pobre Gauguin," suspiró Vincent van Gogh. "Entendió sólo la mitad de lo que dije."

El propósito de la luna 6 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja y se la mandó a Marilyn Monroe.
La oreja mutilada le recordaba a Marilyn Monroe una luna creciente, y por horas la contemplaba a la luz de la luna.
Ella llamó por teléfono a Vincent van Gogh. "¿Tiene un propósito la luna?" preguntó.
Vincent van Gogh consideró la pregunta. Pensó que era tonta.
Albert Camus escribió que la única pregunta seria es si debés suicidarte o no.
Tom Robbins escribió que la única pregunta seria es si el tiempo tiene un comienzo y un final.
Camus claramente se había levantado con el pie izquierdo, y Robbins se debe de haber olvidado de poner el despertador.
Hay una única pregunta seria. Y es: ¿Quién sabe cómo hacer que el amor dure?
Respondeme eso y te diré si debés suicidarte o no.
Respondeme eso y tranquilizaré tu mente sobre el comienzo y el fin del tiempo.
Respondeme eso y te revelaré el propósito de la luna.

El propósito de la luna 5 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja y se la mandó a Marilyn Monroe. Poco tiempo después, Marilyn Monroe voló a París, condujo un auto de alquiler al sur de Francia y buscó a Vincent van Gogh.
Luego de una apropiada introducción, Marilyn Monroe sacó un paquete de Hostess Twinkies. Los Hostess Twinkies siempre viajan de a pares; al igual que el coyote, el gorila, la ballena asesina y la grulla americana, los Hostess Twinkies se aparean de por vida, había un Twinkie para cada uno de ellos.
Cuando la merienda se acabó, Marilyn Monroe buscó en su costurero, sacó una aguja y un carrete de hilo verde y se puso a coser la oreja de Vincent van Gogh donde pertenecía.
"Ya está," dijo, lamiendo un resto de crema de Twinkie de la comisura de su boca. "Ya está, picarón. Y la próxima vez que quieras cortarte una parte tuya como muestra de afecto deberías tener en cuenta la vieja costumbre judía. Es menos sucia y socialmente más aceptable. No te olvides, orejar es humano, prepuciar es divino."

El propósito de la luna 4 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja y se la mandó a Marilyn Monroe. Tras lo cual Marilyn Monroe se cortó una de sus orejas y se la mandó a Vincent van Gogh.
Vincent van Gogh se cortó el dedo chiquito del pie y se lo mandó a Marilyn Monroe. Marilyn Monroe le mandó uno de los suyos a cambio. Luego, Vincent van Gogh se cortó un párpado y lo envió. En el correo de regreso recibió un párpado de Marilyn Monroe. Su amistad se volvía más cálida.
Se intercambiaron anulares, lenguas, ombligos y pezones. Un día, Vincent van Gogh se cortó el corazón y lo envió rápidamente a Hollywood - pero para entonces Marilyn Monroe se había aburrido de todo el asunto y se había fugado a Tijuana con Warren Beatty.
Vincent van Gogh estaba destruído. Sin embargo, no debería sorprenderse. Este es el camino que muchas veces sigue el amor.

El propósito de la luna 3 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja y se la mandó a Marilyn Monroe. Unas semanas más tarde el paquete le fue devuelto a Vincent van Gogh. Le habían escrito REMITENTE FALLECIDO.
Vincent van Gogh hizo averiguaciones y descubrió que era cierto. En su investigación se enteró que Joe DiMaggio había ordenado que rosas rojas frescas se colocaran en la tumba de Marilyn Monroe cada tres días, por siempre. No por lo que durase la vida de Joe DiMaggio, nótese bien, no por lo que durasen Hollywood, sus films y sus cementerios, sino por siempre.
Vincent van Gogh se apoyó contra la mareada corona de un girasol epiléptico. Dijo, "Después del fin del mundo, a Joe DiMaggio le van a devolver algún dinero."

El propósito de la luna 2 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja y se la mandó a Marilyn Monroe. Cuando desenvolvió el paquete y se encontró con la oreja, Marilyn Monroe puso su famosa sonrisa de gato-que-se-comió-la-banana.
Marilyn Monroe colocó la oreja en una caja de palo de rosa en su vestidor. De tanto en tanto, ella sacaba la oreja de la caja, la acariciaba, la soplaba, la rascaba y se reía. Una vez ella enganchó la oreja en una cadena de plata y la usó como collar en una fiesta. Siempre tuvo la intención de escribirle al propietario original de la oreja una hermosa nota de agradecimiento, pero nunca se hizo el tiempo.
¿Fue Vincent van Gogh un tonto?
Quizás Marilyn Monroe fue la tonta. Después de todo, Vincent van Gogh hizo un grandioso gesto y Marilyn Monroe lo recibió frivolamente.

El propósito de la luna 1 - Tom Robbins


Vincent van Gogh se cortó la oreja y se la mandó a Marilyn Monroe.
Marilyn Monroe quedó tan conmovida que abandonó todo - su carrera, su piscina, su bamboleo, su teléfono, su suicidio, todo - y se mudó al sur de Francia para estar con Vincent van Gogh.
¿Vivieron por siempre felices? No, nadie lo hace. Pero simularon ser por siempre felices. Y como todas las cosas se vuelven lo que simulan ser, la felicidad falsa es tan buena como la auténtica.


El propósito de la luna se publica simultáneamente en Químicamente impuro y Breves no tan breves.
Tomado originalmente de La idea fija
Traducción de Saurio

domingo, 24 de mayo de 2009

Enfermo - Héctor Ranea



ESPECIAL PESTES, EPIDEMIAS Y OTRAS PODREDUMBRES

Estoy enfermo. Esto no es un simulacro, no es una ficción, no es un juego virtual. Esa peste que me ha tomado comenzó por desaparecerme el tacto. Por primero lo he perdido en los dos dedos últimos de la mano izquierda, que es (debiera decir era) mi mano buena. Poco después sentí la zona inguinal insensible. No era profundo, apenas epitelial. La rodilla hacía meses que la había olvidado y ahí está, reclamando atención, como antes. El problema, leo, está en el cuello. Ahí reside lo que uno es. Y lo que no. Porque en lo que uno no es, el cuello siempre manifiesta una dolencia. Así, cuando debo cruzar las calles contra los automóviles me violento en demasía y el cuello me maltrata para demostrarme que no soy así, que no soy violento y que soy viejo.
Estoy enfermo. La primera manifestación fue el dedo mayor de mi mano buena que se torcía y quedaba en posición quasimodo, asemejando una montaña digital, dolorosa y diminuta. Inservible el dedo, inservible la ingle, inservible el cuello. Sobre todo el cuello.
En la cabeza, cuando rememoro los momentos de la infancia, todo funciona perfecto. Los cangrejos en la laguna marítima, nadar con un lobo marino en la caleta, pisar los cantos rodados en un río del Sur, volar con el globo regalado a pesar de su pequeñez. Esas cosas que ponen la niñez tan al alcance de la mano pero la mano que ya no puede salir del cuerpo para asirla y el recuerdo se esfuma, como el amor, en una niebla de resignación.
No puedo luchar porque tengo enfrente el arma más poderosa, el tiempo, que fenece mientras me hace desaparecer por partes, lentamente: un nudillo a la vez, una vértebra por día, un trozo de piel como jornada. Me duelen alternadamente los pies, la cadera, los fémures, la tibia quebrada hace años.
Pero ayer comenzaron los ojos. Las manchas que me persiguen desde hace años se propusieron juzgarme día por día, escribiéndome en el fondo de la retina palabras de condena por lo vivido. Los ojos se confabulan contra el que los usó tanto tiempo, marcando con manchas pecados, culpas olvidadas, sueños de otros destruidos.
Todo reside en el cuello, leo en los libros. Es domingo al caer la tarde, cuando la muerte parece inevitable, como un teorema de Geometría. He decidido quebrar mi cuello. La soga está lista.

Epidemia - Mónica Sánchez Escuer


ESPECIAL PESTES, EPIDEMIAS Y OTRAS PODREDUMBRES

Los semáforos van del verde al amarillo, del amarillo al rojo con el monótono y desincronizado ritmo de siempre. El metrobús ya no atropella a nadie. La gente no se amontona en las paradas ni se aplasta en los cristales de las puertas de los metros. Los taxis no pelean con los micros, los micros con el mundo. No hay autos en doble fila. Ningún embotellamiento. No se escuchan cláxones ni recordatorios familiares en los cruces. Sólo se oye el viento, los pájaros curiosos y el gis de un radio que alguien olvidó apagar. El Circuito Bicentenario luce inútil, desnudo, su nuevo concreto. El aire es transparente como en los tiempos de Fuentes. Hace días que no hay robos. Ningún policía. Todos huyeron. Todos. De la epidemia, de la ciudad, del país. Aún pueden verse en las carreteras, cerca de la frontera, a los más rezagados. Muchos ni siquiera enterraron a sus muertos. En hospitales y casas, sobre las camas sucias, perros, cucarachas, gatos, moscas y ratas se reparten los cuerpos. Ningún cerdo. Los pocos que algunas personas engordaban en sus patios, se comieron los restos de sus dueños. Todos murieron de influenza humana. No hay animal que se trague sus cadáveres.

Tomado de: http://monicaescuer.blogspot.com/

Queridos compañeros – Max Goldenberg



Queridos compañeros… gracias por venir al acto de clausura. En este acto los compañeros se han reunido para dar cierre a una campaña inolvidable, queridos compañeros. En esta campaña hemos recorrido un largo camino que nos llevó hasta este momento final en el que nos reunimos y sentimos que somos un solo trabajador. Como dijo el general: “Si nos unimos, quedamos pegados. Y lo que se pega, nada nada lo despega”. Entonces, queridos compañeros, este es un punto de inflexión, un punto final, un punto y aparte. A parte de la población trabajadora que nos han mentido les digo lo que decía el general: “A llorar a la iglesia. A llorar a la catedral. A llorar al Vaticano. Y que el Papa se haga cargo o se haga puré".
Todavía recuerdo, queridos compañeros, cuando comenzamos esta trayectoria, esta carrera por llegar primero y luchar por nuestros derechos. Tuvimos que luchar y negociar con la patronal en pos del bien común, queridos compañeros. Todavía recuerdo… todavía recuerdo… ¿todavía recuerdo, queridos compañeros? La respuesta es “si”. Todavía recuerdo cuando nos pusimos firmes frente a los oligarcas dueños de las empresas para reclamar un ajuste en nuestros salarios. ¿Nos fuimos? No. ¿Hicimos huelga? Sí, queridos compañeros. Hicimos huelga setenta y dos meses. En el camino perdimos algunos trabajadores cuando los empresarios dueños del país iniciaron los despidos masivos. ¿Eso nos acobardó, queridos compañeros? No. Seguimos y seguimos hasta que logramos lo que quisimos: un aumento del trescientos por ciento para mí y una promesa de mejora para todos ustedes dentro de muy poco tiempo. Y eso lo hicimos juntos, queridos compañeros.
En este momento de balance, cuando llegamos a un punto de cierre, se me vienen muchas anécdotas para compartir con ustedes. Como cuando nos quisieron intimidar mandándonos la policía para persuadir nuestras protestas en contra de la reducción en la planta. ¿Y qué hicimos, queridos compañeros? Fui yo en persona a dialogar con el jefe del operativo y decidí por el bien de todos ustedes que terminemos con la violencia y que cada uno se fuera a su casa a descansar. Se, queridos compañeros, que muchos han querido atribuir la compra de mi nueva casa a ese acuerdo pero no se dejen engañar. No caigan en las provocaciones sin fundamentos. Porque esa casa, queridos compañeros, fue fruto de una donación que la Policía Federal hizo hacia mi persona queriendo comprar mi silencio. Yo acepté esa casa, queridos compañeros, solamente para hacerles ver que podrían regalarme eso y mucho más y que no me callaría. Y lo hicieron. Me dieron la camioneta y la lancha y aún así aquí sigo. Y sigo por todos nosotros, por nuestra lucha y nuestra unión. Sigo, queridos compañeros, por ustedes.
El presidente de la nación ha querido ensuciarnos diciendo que éramos una manga de vende patrias. Y es mentira, queridos compañeros, es mentira. Seríamos vende patrias si tuviéramos algo para vender pero no tenemos nada, queridos compañeros. Lo que tenemos lo hemos ganado con el sudor de nuestra frente, con el sufrimiento de nuestros trabajadores, con nuestros viajes pagados por los empresarios. Porque si, queridos compañeros, hemos viajado. Perdón… me corrijo: he viajado junto con los empresarios. Miami, Madrid, New York, Roma… a todos esos lados. ¿Por qué? Porque de esa forma, queridos compañeros, pude entenderlos. Pude meterme en su mundo de lujo y de confort, queridos compañeros, y así poder negociar hábilmente para conseguir mejoras para todos. Hasta el momento, queridos compañeros, solo conseguí mejoras para mí. Pero eso lo he hecho solamente como práctica para cuando, mas adelante, se venga la verdadera negociación para todos nosotros, queridos compañeros.
Ahora nos encontramos aquí, queridos compañeros, cerrando esta campaña haciéndole frente a las denuncias de sobreprecios en la compra de los insumos. Yo les respondo a esas injurias, queridos compañeros, diciéndoles que sobre precios no hablo. ¿Sobreprecios es conseguir buena calidad? ¿Sobreprecios es recibir un sobre? Queridos compañeros… yo he recibido un sobre con precios, no sobreprecios. No se dejen confundir… un sobre con precios especiales y, por qué no, alguna muestra de generosidad por parte de los proveedores nuestros.
Queridos compañeros: veo muchas caras de emoción, veo muchos amigos de años que se enjuagan lágrimas de tristeza por este acto de clausura. Queridos compañeros, quiero decirles que por más que clausuren nuestro sindicato y yo tenga que pasar un tiempo en la unidad de detención, que yo me niego a llamar cárcel, mi espíritu quedará con ustedes. ¿Es defraudar y estafar querer lo mejor? Queridos compañeros… ¿qué son esos aplausos? ¿Son para mí? ¿Acompañan mi caminar? Muchos podrían confundir sus gritos con vítores de alegría y felicidad por mi salida. Mas yo se que lo hacen para evitar las listas negras y las represalias.
Queridos compañeros: simplemente gracias.

Tomado de http://max.com.ar/
[texto bajo licencia Safe Creative / todos los derechos reservados]

Furia en bicicleta - Eduardo Betas


Lo conocí a Flavio Baigorri el año en que tramó aquella lluvia de papelitos en bicicleta. Ambos íbamos a la secundaria en las noches metálicas de la dictadura. Porque, para quien no lo sepa, 1980 fue un año pésimo para los argentinos, un invierno permanente.
Y fue para combatir aquella dictadura que a Flavio se le ocurrió hacer aquella Furia en bicicleta. La idea era simple: una caravana relámpago de bicicletas desde las cuales se arrojarían al aire miles de papelitos que llevaban escritos mensajes en contra de la dictadura.
—Haremos llover papelitos en Buenos Aires. Nuestra palabra se mezclará en el aire para oxigenar la vida y volará hasta la gente. Nuestras bicicletas ese día volarán —se entusiasmaba Flavio en las reuniones secretas.
Pero a quien le pesaba un secreto era a mí. Porque no había podido decirle a nadie que no sabía andar en bicicleta. Y no quería, claro, que de eso se enterara Emilse de quien estábamos secretamente enamorados todos los del comité. En verdad, ella era quien nos motivaba a realizar esos actos heroicos.
Por eso cuando Flavio me dijo que había conseguido una bicicleta para mí no supe qué decirle. La 'Furia' iba a ser la noche siguiente. Y yo tenía mucho miedo.
El mismo miedo que estrujó mi estómago cuando me largué calle abajo, arrojando al aire los papelitos con la palabra Libertad repetida hasta el infinito. Cayéndome cada dos metros mientras las luces rojas intermitentes me acorralaban para poner fin a mi aventura. Pude darme cuenta, al menos, que al tenerme a mí los policías no siguieron a nadie más. Y, aunque la pasé mal en la comisaría, escucharla a Emilse una semana después, me curó todos los magullones:
—Gracias. Si no te hubieras hecho el que no sabías andar en bici, nos detenían a todos…
Recuerdo todo esto porque hoy, 25 años después, le pido una tarjeta al boletero del subte y me responde: "Si, mejor andá en subte porque en bicicleta sos un desastre". Era Flavio Baigorri. Canoso, con menos pelo pero con más cicatrices…

Tomado de: //www.cafediverso.com/

viernes, 22 de mayo de 2009

Islas en el aire - Jorge X. Antares


Miró al cielo. Era un atardecer rojo anaranjado con unos toques de añil. La temperatura era ideal. Sentado en la playa, cogió algo de arena y la dejo escapar de sus manos. Notó la brisa en su cara y cerró los ojos, inspirando profundamente, deleitándose con el momento.
Recordó su otra vida. Parecía que fue hace una eternidad, pero había sido ayer. Ayer, justamente ayer. Un ayer en el que Hatyk esperaba en los aledaños del puerto estelar la llegada de los viajeros. Su planeta inhóspito y olvidado se había puesto de moda en las rutas espaciales. Uno de los motivos era tener uno de los cañones de diamantes más grandes del sistema estelar. El otro era el turismo sexual. Los indígenas eran hermosas criaturas que tenían que prostituirse para poder comer. Hatyk lo sabía muy bien y le dolía no haber nacido en otro sitio. Su única evasión eran unas novelas que encendían sus esperanzas y le permitían sobrevivir el día a día.
Ayer buscaba a un cliente que no fuera muy exigente y se encontró con un grupo de asaltaextraterrenos. Estaban cebándose con un anciano recién llegado en el último vuelo. Hatyk, rehuyendo oír la voz de la razón, salió en su defensa y consiguió ahuyentarles. Ayudó a levantarse al mayor que con una sonrisa le dijo:
—Es el principio. —Entonces un aluvión multicolor le envolvió. Se sintió volar. Las luces caleidoscópicas le acunaban en su viaje y una voz dulce le hablaba.
—Podías haber mirado a otro lado, pero elegiste actuar. Podían haberte matado, pero elegiste hacerles frente. Sin tener nada has hecho todo esto ¿Qué no podrías hacer si tuvieras las herramientas adecuadas? ¿Qué no podrías imaginar? ¿A cuántos como tú podrías inspirar?
Hatyk volvió de sus recuerdos y se fijó en el mar. Pensó en enormes delfines como los que salían en los hololibros y al momento aparecieron saltando. Miró alrededor y se le ocurrió que sería bonito tener una selva, y ésta se formó.
Se levantó y anduvo por la playa. Pensó en una sorpresa para aquellos que vinieran a este lugar precioso, algo inspirador. De pronto se le ocurrió qué sería. Crearía una biblioteca, la mayor de todas, y así, a los que llegasen no les ofrecería un mundo nuevo, sino un universo.

Pipo y la cereza sobre la chica - Ricardo Giorno



—La papa para Pipo —cotorreaba el guacamayo de nombre, precisamente, Pipo—. La papa para Pipo.
En el calor agobiante de la tardecita, de su pedestal pasó al sillón. Vio el control remoto. No Pipo, pensó, malo, malo, malo. Semillas blandas para morder, duras para largar.
—La papa para Pipo —siguió con el cantito—. La papa para Pipo.
Nadie contestaba.
Malo, malo, malo. Papa para Pipo, no. Malo, malo, malo.
Del sillón voló hasta arriba de la heladera. Recordaba sabrosos bocados frutales ahí. Pero nada. Vacía. Entonces recordó.
Voló hasta la habitación principal. A veces los esposos Cuansabata dejaban galletitas sobre la mesa de luz.
—Galleta para Pipo —entró chillando.
Se tuvo que conformar con oler un paquete vacío. Quedaba por revisar la habitación de la hija.
Chica malo, malo. Ata a Pipo. Malo, malo. Corta pluma a Pipo. Malo, malo. Da perejil a Pipo. Chica malo, malo.
Pudo más el hambre, y Pipo se decidió. Descubrió a la joven durmiendo.
Chica quieta. Bueno, bueno.
Buscó el guacamayo por la habitación, y nada. Hasta que la vio. Una enorme, carnosa, sabrosísima cereza, descansando sobre la joven. Las plumas de la cabeza se le pararon al instante.
El pájaro quedó pensativo, deseando aquel sabroso bocadillo.
Fruta rica, rica, rica. Chica quieta. Bueno, bueno, bueno. Papa para Pipo.
Caminó con pasos imperceptibles por la cama sin siquiera rozar a la joven.
Pipo se ubicó a tiro de picotazo. Y en la desesperación que da el hambre, el picotazo tuvo mucho más fuerza de lo acostumbrado.
En la Sala de Emergencias, el cirujano sale del quirófano y, sacándose el barbijo, se dirigió hacia los esposos Cuansabata:
—Señores —dijo—, su hija no corre peligro.
—Doctor… —atinó a decir la señora, pero el cirujano levantó la mano para callarla.
—Como les decía, su hija está fuera de peligro. Le cosimos el pezón y no le perderá. Pero eso sí, cuando cicatrice necesitará cirugía reconstitutiva.

Libre de mácula - Oriana Pickmann


El día en que Dios decidió acabar con la Creación, a mí se me ocurrió limpiar mi casa.
Alistó sus manos, sus rayos, poderes, adminículos, manipulaciones entre los hombres, bombas nucleares y atómicas, botones escondidos entre las montañas, cadenas de explosivos imposibles, huracanes y terremotos. Preparé el agua jabonosa, mopas, trapos de fregar, aceites para madera, plumeros, mangueras, aspiradoras de todo tamaño potencia y aplicación, diferentes tipos de sprays para eliminar todo tipo de manchas, polvo y suciedad.
En algún lugar del mundo erupcionaban cadenas eternas de volcanes, yo empecé a limpiar el polvo en las repisas. Miles de niños que no conocía, madres, abuelas, mujeres embarazadas, todos muertos, calcinados, reventados. Yo cantaba contenta mientras pulía los cubiertos de plata. Al este de todo, un desaforado barbudo activa los mandos que acaban con millones de personas, volviéndolas una masa roja y negra, con la confusión entre lo muerto y lo casi muerto, animales, plantas, personas. En la sala de mi casa, yo usaba la aspiradora llena de gusto, no había ni una partícula de polvo, ni una mancha.
Entonces decidió Dios derretir de una buena vez los polos. Países enteros desaparecían bajo las aguas, no quedaba nada, todo era literalmente borrado. Llena de contento, yo limpiaba las ventanas, los marcos, los vidrios, mientras me divertía con la luz del sol que entraba en mi casa reluciente. No cabía en mí.
Ya casi no le quedaba mucho que hacer, un huracán aquí, otro por allá. Arrastraba las aguas de los mares y los ríos a rincones desiertos, cubriéndolo todo, deshaciendo, eliminando. Dios estaba arrepentido de lo que había creado. Pensé que tendría que apurarme en lavar la fachada de mi casa, pronto tendría que hacer el almuerzo y poner masa para pan. Alisté la manguera y puse el aparato con jabón, para obtener la solución perfecta y así dejar mi casa impecable.
“Un toque más”, pensó Dios. Lo mismo pensé yo. Al momento que crucé el umbral, lista para poner el sofá, la mesa y las sillas en su sitio, empezó un temblor leve. Tropecé con no sé qué, me golpée la cabeza al caer. Sangraba. Dios terminaba con toda su producción, yo moría pensando en cómo haría para sacar las manchas de sangre de mi alfombra...

Tomado de: http://www.nuncaessiempre.blogspot.com/

miércoles, 20 de mayo de 2009

Medidas de urgencia - María del Pilar Jorge


ESPECIAL PESTES, EPIDEMIAS Y OTRAS PODREDUMBRES

Emergieron por la alcantarilla: cuando la primera asomó su cabeza, nadie la notó. Se deslizó por el asfalto y en un instante volvió a desaparecer.
La segunda era gorda y emitía tenues chillidos: la escuchó Francisca, la esposa del panadero. La mujer, que barría la vereda, al advertir aquellos ojos oscuros fijos en ella, gritó. El suyo fue un alarido interminable, que hizo salir de los negocios del barrio a casi todos los vecinos.
—Era una… enorme… allí… Ahora no está… me mostraba los dientes…
Francisca temblaba. Su marido, para calmarla, le dio dos sopapos y volvió a entrar al negocio. Allí se quedó ella, hipando y jadeante, ante el asombro de los presentes, que comenzaron a acosarla para enterarse de lo que había pasado. Pero Francisca no podía articular palabra alguna.
Pero un instante después, el panadero apareció de nuevo en la puerta del negocio. Desesperado, con los ojos desorbitados, bramó:
—Una rata ¡Mierda! ¡Qué hija de puta! Se metió en la panadería, la condenada.
Poco a poco, las ratas comenzaron a apoderarse del pueblo. Primero devastaron el supermercado, haciendo destrozos a diestra y siniestra. Luego, aparecieron en el banco, en la iglesia y en todos los comercios del centro. La gente comenzó a atrincherarse en sus casas y a comprar todo tipo de trampas y pesticidas. Indemnes, los roedores avanzaban como una maza ondulante por calles y paseos.
La mansión del gobernador había sido edificada en la parte más alta del pueblo. El sistema de seguridad de la enorme casona era perfecto. Casi perfecto. Una tarde, ya finalizada la tarea cotidiana, al salir de su escritorio el buen hombre encontró a la mucama subida arriba de la mesa, dando saltitos y gritando. Después de disfrutar el espectáculo de las piernas bien torneadas de la muchacha, el gobernador comprendió que se tornaba ineludible tomar medidas urgentes.
Aplastó al roedor con un pisapapeles de mármol que había sobre la mesa y luego de consolar a la mucama, que se arrojó en sus brazos, levantó el teléfono e ipso facto convocó a una reunión inmediata del Consejo Vecinal.
Todos acudieron al llamado, porque la locura que los asolaba no distinguía clases sociales. Allí, y con la sangre del roedor masacrado aún húmeda en la cerámica del piso, decidieron en pleno que lo prioritario era conseguir un exterminador, para deshacerse de esa peste.
A primera hora del día siguiente, salió publicado, en el diario del pueblo, un aviso llamando a licitación para contratar los servicios de una empresa exterminadora de plagas. Se presentó el dueño del único comercio de ese ramo que existía en el pueblo y los de las empresas de la competencia residentes en las localidades vecinas. Todos pasaron un presupuesto por el trabajo.
Con las propuestas en mano, el Consejo Vecinal se volvió a reunir, pero la discusión se volvió acalorada. Los honorarios de los expertos eran elevados. Todos habían descrito minuciosamente los riesgos que podían sufrir en el cumplimiento de la tarea: mordeduras, infecciones, gangrenas, alergias. Pero las arcas de la Gobernación estaban casi vacías y ninguno de los presentes ofreció los donativos con los que contaba el Gobernador.
—Piden mucho, hay que negociar.
—Decretemos un tributo de emergencia —sugirió alguno.
—¡Un tributo! La gente nos va a querer linchar.
—¡Qué va! Están muy asustados. Con una buena campaña publicitaria, difundida por la radio y la televisión local, los convenceremos para que colaboren.
—Pero… ¿y la demora? No vamos a juntar ese dinero de un día para otro.
—Solicitaremos un préstamo al banco, hasta que se recauden los fondos —sentenció el gobernador, mientras se sacaba un zapato e intentaba pegarle a una rata que se acababa de subir a la mesa—. El otro día, el gerente estaba desesperado con los destrozos que hicieron en el banco. Es la única solución que nos queda.
—¡Estos bichos son un asco! —exclamó repentinamente la bibliotecaria, que acababa de pisarle la cola a uno de ellos.
—Amigos, no nos demoremos más, o el pueblo se volverá inhabitable. Si se juntan más fondos de los que necesitamos, los guardaremos para alguna buena causa.
Cuando se difundió la noticia se escucharon voces airadas, protestas y hasta aparecieron panfletos pidiendo la renuncia del gobernador, pero la gente comenzó a aportar el dinero: querían salvarse y salvar sus hogares de la plaga.
Todo iba viento en popa: el banco les otorgó el préstamo, y la licitación, por supuesto, la ganó el exterminador menos costoso. El Gobernador se restregaba las manos, siempre y cuando las tuviera libres, porque dos por tres acostumbraba a entretenerse ayudando a bajar de la mesa a la mucama.
Por fin llegó el ansiado momento. El pesticida envolvió al pueblo en una fétida nube gris. Nadie trabajó, todos se escondieron en sus casas. Igual hubo quien sufrió alergias y molestias por culpa del denso veneno. Cuando se disipó el humo, se pudo contemplar a las ratas, que paseaban tranquilamente por las calles.
Hasta el día en que el cocinero del mejor restaurante del pueblo logró atrapar a un par de esas molestas alimañas y descargó su furia haciendo un guiso con ellas. Para su sorpresa, descubrió que la carne, bien adobada, sabía mejor y era más tierna y gustosa que la de los animales de corral, alimentados con comida balanceada.
Tímidamente algunos, otros, movidos por la furia, comenzaron a hacer lo mismo. Así fue como la reproducción de las ratas empezó a mermar y poco a poco, los habitantes del pueblo se olvidaron de pagar el bendito tributo.
El gobernador, agotado por la tarea abrumadora que lo había tenido enclaustrado en su oficina durante ese largo mes, renunció a su cargo, hizo las valijas y se marchó del pueblo. Quienes lo vieron alejarse en su auto rebalsando de valijas, dicen que lo acompañaba la mucama.

The Pillowman - Martin McDonagh


Había una vez… un hombre, que no se parecía a los hombres normales. Medía casi dos metros y medio de alto y estaba totalmente hecho de almohadas esponjosas color rosa. Sus brazos eran almohadas, sus piernas eran almohadas y su cuerpo era una almohada. Sus dedos eran pequeñas almohaditas y su cabeza era una gran almohada redonda. Los ojos eran como dos botones y su boca era grande y sonriente. Hasta se le podían ver los dientes, que también eran pequeñas almohaditas blancas.
Bien, el hombre almohada tenía que verse suave y seguro porque su trabajo era muy triste y difícil...
En los momentos en los que alguna persona estaba muy triste porque había tenido una vida atroz y solo quería terminar con ella; sólo quería quitarse la vida para así deshacerse del dolor, con una hoja de afeitar, con una bala, inhalando gas, o saltando de algún lugar muy alto ...Exactamente en ese momento, el Hombre Almohada lo encontraba, se sentaba a su lado, lo abrazaba suavemente, y le decía: “Espera un momento” y extrañamente el Hombre Almohada volvía el tiempo atrás, cuando esa persona era apenas un niño y la vida horrorosa que iba a tener aún no había empezado.
El trabajo del Hombre Almohada era hacer que ese niño o niña se suicidara, y así evitar los años de dolor que los llevaría, de todos modos, al mismo lugar: frente a un horno, frente a una pistola, frente a un lago.
“¡Pero nunca escuché de un niño suicidándose!” podrían decir. Bueno, el Hombre Almohada siempre sugería que lo hicieran de una manera que se viera como un trágico accidente: les mostraba el frasco de pastillas que se veían como caramelos, les mostraba el lugar del río donde el hielo era más frágil, les mostraba la bolsa de plástico que no tenía agujeros para respirar y exactamente como ajustarla…
Pero no todos los niños querían seguir al Hombre Almohada. Hubo una niña, muy alegre, quien realmente no creyó cuando éste le dijo que su vida podría ser horrible, que su vida sería así… Entonces lo echó y el hombre almohada se fue llorando a mares.
A la noche siguiente la niña escuchó un golpe en la puerta de su habitación y dijo –“¡Ándate Hombre Almohada, te he dicho que soy feliz, siempre he sido feliz y siempre seré feliz!”- Pero no era el hombre almohada. Era otro hombre y su mamá no estaba en casa. Y este hombre la visitaba cada vez que su mamá no estaba… Tiempo después ella se puso muy triste, y cuando tenía veintiún años y estaba sentada frente al horno a punto de suicidarse, le dijo al Hombre Almohada: “¿Por qué no trataste de convencerme?” Y él le respondió “Traté de convencerte, pero eras demasiado feliz” Y la niña, mientras encendió el gas, gritó lo más fuerte que pudo: “¡Yo nunca he sido feliz!”
Cuando el Hombre Almohada tenía éxito en su trabajo, un niño moría de forma horrible. Y cuando el Hombre Almohada no tenía éxito, un niño tendría una horrible vida, crecería, sería un adulto que tendría una vida horrible, y moriría de forma horrible. Por esta razón, el Hombre Almohada lloraba todo el día.
Fue así que decidió hacer su último trabajo: cargó una pequeña lata de nafta y fue hasta un hermoso arroyo que él recordaba de cuando era niño. Cuando llegó, se sentó bajo un árbol y descubrió que a su alrededor había un montón de juguetes: un autito, un perrito de juguete y un kaleidoscopio. Cerca de allí había una casa rodante y el Hombre Almohada escuchó la voz de un niño que decía: “Voy a salir a jugar, mamá”. Y la mamá le dijo: “No vuelvas tarde para tu merienda, hijo” “No, mamá” respondió el niño. El Hombre Almohada escuchó pasitos que se acercaban… Pero no eran de un niño, eran de un pequeño Niño Almohada que dijo “Hola”. Y el hombre almohada dijo:“Hola”. Los dos se sentaron bajo el árbol y jugaron un rato con los juguetes… El Hombre Almohada le contó sobre su trabajo triste y los niños muertos. El pequeño Niño Almohada entendió enseguida, porque él era un niño muy feliz, y sólo quería ayudar a la gente. Y sin decir una palabra más, el Niño Almohada se echó encima la lata de nafta y el Hombre Almohada dijo “Gracias”. El niño almohada dijo “No hay problema. Le contás a mi mamá que no voy a volver a tomar el té”. Y el hombre almohada dijo mintiendo: “Sí, por supuesto”. El Niño Almohada encendió un fósforo, y el Hombre Almohada se sentó allí viendo como el niño se quemaba. El Hombre Almohada, empezó a desvanecerse y lo último que vio fue la boca feliz y sonriente del Niño Almohada. Lo último que escuchó fue algo que ni siquiera había contemplado: Los gritos de cientos de miles de niños a quienes él había ayudado a suicidarse, volviendo a la vida y teniendo que seguir adelante con sus frías y desdichadas vidas porque él no había estado allí para prevenirlos. Hasta escuchó los gritos de sus muertes, tristemente autoinflingidos, que esta vez, claro, iban a tener que cometer completamente solos.

Extraído de http://www.taringa.net/posts/ebooks-tutoriales/1427683/El-Hombre-almohada-(cuento).html

Cuento del astrónomo y el ahorcado - Mario G. Roccatagliata


Apasionado estudioso de la mecánica celeste, Guido Gerónimo Cavalchini, teniente alcaide del castillo de Borlasca, leía con avidez la Astronomía Nova, recién publicada por Johannes Kepler, al mismo tiempo que oía y quizás, por momentos, hasta escuchaba, al condenado a muerte Franco D'Urbino.
Hasta tres peticiones toleraba la ley lombarda a quienes iban a ser ajusticiados, y Franco D'Urbino las estaba presentando.
-Señor -decía-, me sé flojo. Sé también que, en el cadalso, el miedo me impondrá conductas indignas. Pido, por eso, que mi sentencia no se cumpla mientras el sol ilumine la plaza de Borlasca y la inclemente claridad del día se complazca en difundir los desarreglos de mi cobardía.
-Concedido -respondió el teniente alcaide sin interrumpir la lectura de un párrafo.
-Señor -continuó el condenado-, las noches de Borlasca tienen una dulzura indecible que ha inspirado delicadas canciones a los poetas y serenas reflexiones a los pensadores. El exquisito Gianfrancesco de Verona y Mateo Fortunato Roncagna, llamado el Sapiente, coinciden en alabarlas como obras perfectas del Creador. Y yo, que pronto deberé presentarme ante Él, quisiera no hacerlo mientras mi cuerpo, colgado de una soga, deshonra una de sus obras maestras. Pido, por eso, que mi sentencia no se cumpla mientras el terso manto de la noche cobije la paz de Borlasca.
-Concedido -respondió rápidamente Guido Gerónimo Cavalchini.
-Señor -prosiguió Franco D'Urbino-, el bondadoso rabí Moisés ben Maimón, que el mundo conoce como Maimónedes, enseñaba en Córdoba la Vieja que la vida humana sería imposible sin el piadoso olvido, tenaz limador de los pesares más duros. Pero tampoco sería posible la vida de los hombres sin el aliento de la perseverante esperanza. Fray Doménico Seraglia conjetura que los pecadores arrojados al infierno resisten los más atroces tormentos sólo porque en el fondo de sus corazones culpables anida la esperanza de que algún día serán redimidos por la clemencia infinita de Dios. Y bien: soy culpable y es justa mi muerte. ¿Pero no sería un ensañamiento cercano a la sevicia disponer que pierda la vida cuando la aurora promete la ventura de un nuevo día o cuando el lento ocaso anticipa el prodigioso bien del sueño? La ley debe ser justa, no cruel. Pido por eso que mi sentencia no se cumpla mientras el promisorio amanecer enlace la noche con el día ni cuando el lánguido crepúsculo enlace el día con la noche.
Guido Gerónimo Cavalchini miró por un instante al condenado, por tercera vez le dijo "Concedido", y tras ordenar con un gesto que se retirara, volvió a su lectura.
Franco D'Urbino fue ahorcado en la plaza de Borlasca tres días después, a las cuatro y veintiséis minutos de la tarde, durante el eclipse de sol del 5 de agosto de 1609.

Historia de dos que soñaron - Anónimo


Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:
-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Calro y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
-¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
-¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
-Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.
El juez echó a reír.
-Hombre desatinado -le dijo-, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín, un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y véte.
El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.

Citado por Gustav Weil - Geschichte des Abbassidenchalifats in Aegypten (1860-62)

lunes, 18 de mayo de 2009

Secuencia y palabra- Cristian Mitelman


I

En la habitación hay un hombre muerto. Dos tiros lo perforan. Uno dio en la espalda. El otro, en el pecho.

II

En la habitación contigua hay una mujer esposada.

III

En la última habitación discuten tres investigadores.

—Es muy simple— dice el primero—. La mujer entró en el cuarto y, de frente al ser que odiaba, le disparó en el pecho. ¿Recuerdan lo que nos dijo? Textuales palabras; yo las anote: ¨Vi su rostro lleno de horror antes de partir¨. Una vez caído el cuerpo, en un acceso de furia, le disparó en la espalda.

IV

—Coincido con usted en todo, excepto en la secuencia de los hechos— dijo el segundo detective—. La mujer entró y vio al ser que abominaba parado frente al espejo. Ella extrajo el revólver y vio el reflejo del rostro horrorizado en el cristal. Disparó entonces a quemarropa. El hombre se dio vuelta y ella le propinó enseguida el tiro en el pecho. Las huellas dactilares en el arma homicida confirman la autoría del crimen. Como se verá, mi tesis es más sólida, dado que ese disparo en el corazón causa la muerte instantánea de la víctima. Entonces, ¿por qué habría de dispararle luego en la espalda? Seguramente nuestro colega sabrá hacer el justo desempate.

V

Entonces habló el tercer hombre.
—Me temo que los dos están equivocados. La mujer tiene unos cincuenta años; el hombre apenas alcanza los treinta.
—Eso no hace al asunto— dijo el primer detective.
—Hace, mi amigo. Y mucho. Ustedes se fijaron en la secuencia de las acciones, que en este caso es lo menos importante. Al fin y al cabo, el muerto está muerto y listo. Es en las palabras de la señora donde debemos que poner la atención. La mujer entra y ve a alguien que está por dispararle al hombre. ¿Quién puede ser? La hija. Efectivamente, la muchacha estaba horrorizada. Sin embargo, le dispara al mal hombre que le causa pesadumbre y malos tratos. La madre entonces le dice que se vaya, pero que antes le entregue el revólver. Limpia las huellas dactilares de la joven e impregna el arma con las suyas. Luego llama a la policía para inculparse a sí misma. Al pasar, nos dice la frase que usted anotó. Las palabras no mienten, aunque desvían la mirada de los hechos.
Los tres hombres se retiran. Con incomodidad, piden una orden de arresto para la joven.

Ex-Oblivione- H. P. Lovecraft


Cuando me llegaron los últimos días, y las feas trivialidades de la vida me hundieron en la locura como esas gotas de agua que el torturador deja caer sin cesar sobre un punto del cuerpo de su víctima, dormir se convirtió para mí en un refugio luminoso. En mis sueños encontré un poco de la belleza que había buscado en vano durante la vida, y pude vagar por viejos jardines y bosques encantados.
Una vez en que el viento era suave y fragante oí la llamada del sur, y navegué interminable y lánguidamente bajo extrañas estrellas.
Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra adentro por un río sin sol, hasta que llegué a un mundo de crepúsculo púrpura, emparrados iridiscentes y rosas imperecederas.
Y otra anduve por un valle dorado que conducía a umbríos bosquecillos y ruinas, y terminaba en un enorme muro verde con parras antiguas, y un pequeño acceso con puerta de bronce.
Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me demoraba más en él, en una media luz espectral donde los árboles gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo gris se extendía húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de templos enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de vid y la puerta de bronce.
Algún tiempo después, a medida que los días vigiles se iban haciendo menos soportables por monótonos y grises, vagué a menudo en hipnótica paz por el valle y por los umbríos bosquecillos; y me preguntaba cómo podría adoptar estos parajes como morada eterna, de manera que nunca más tuviese que volver a un mundo insulso y falto de interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta del muro poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso.
Así que por las noches, en sueños, trataba de encontrar el cerrojo de la cancela del templo cubierto de hiedra, aunque estaba muy oculto. Y me decía que el reino del otro lado del muro no sólo era más duradero, sino también más hermoso y radiante.
Más tarde, una noche, descubrí en la ciudad onírica de Zakarion un papiro amarillento repleto de pensamientos de los sabios que habitaban desde antiguo esa ciudad, y eran demasiado sabios para haber nacido en el mundo vigil. En él había escritas muchas cosas sobre el mundo de los sueños, entre ellas el saber sobre un valle dorado y un bosquecillo sagrado con templos, y un gran muro con una abertura cerrada por una pequeña puerta de bronce. Cuando fui consciente de esto, comprendí que se refería a los escenarios que había frecuentado; así que me enfrasqué en la lectura del papiro amarillento.
Algunos de estos sabios soñados hablaban con deslumbramiento de las maravillas del otro lado de la puerta sin retorno, si bien otros lo hacían con horror y decepción. No sabía qué creer; aunque anhelaba cada vez más entrar definitivamente en el país desconocido; porque la duda y el misterio son el más irresistible de los señuelos, y ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de la vulgaridad. Así que cuando supe de una droga que abría la cancela y permitía cruzar adentro, decidí tomarla tan pronto despertase.
Anoche la tomé y, en su sueño, recorrí flotando el valle y los bosquecillos umbríos; y al llegar esta vez al muro antiguo, vi que la pequeña puerta de bronce estaba entornada. Del otro lado llegaba un resplandor que iluminaba espectralmente los árboles gigantescos y seguí desplazándome musicalmente, expectante de las glorias del país del que nunca volvería .
Pero en cuanto la puerta se abrió más, y el embrujo de la droga y el sueño me empujaron por ella, supe que todas las glorias y visiones habían terminado; porque en ese nuevo reino no había ni tierra ni mar, sino sólo el blanco vacío del espacio ilimitado y desierto. Así, más dichoso de lo que nunca había osado esperar, me disolví nuevamente en esa infinitud original de olvido cristalino de la que el demonio Vida me había sacado por una hora breve y desolada.

Notas de pesadilla - Oriana Pickman


Nadie sabe de dónde vinieron, ni si eran humanos o de otro planeta. Sólo recuerdo haber ido con una extraña muchacha a una escuela en ruinas. Y ahí empezó todo. Aquella música fastidiosa que acabó con nuestros niños y jóvenes. Eran unas notas desafinadas, sin sentido melódico, pero que entraban por los pies e iban subiendo hasta tomar posesión de nuestras voluntades. Logré huir casi a rastras cuando noté que algo no estaba bien y mis pantorrillas empezaron a entumecerse. Aquella vez era su prueba piloto, con algunos incautos que creyeron que en aquella escuela abandonada iba a suceder algo divertido... en todo caso fue entretenido para los visitantes, que disfrutaron viendo a sus invitados caer en la más profunda de las idioteces. Todo resultó como ellos esperaban. Ahora nada podría impedirles tomar posesión de la Tierra.

Internet, la radio y la televisión estaban tomadas. La musiquita se repetía periódicamente, haciendo que todos sumergieran al estado subnormal. Yo detestaba esa tonada, por eso, cada vez que la escuchaba me repetía “no, no, no, no” durante su emisión. Fue así que descubrí que la única manera de evadir sus efectos era mediante la bulla, pensar en otra cosa, no hacerle caso. Pero nadie me creía. Estos individuos habían plantado parlantes, cámaras y otros transmisores en las casas, en las escuelas, en los centros laborales, en las calles, en todos lados. Por internet llegaban los más extraños mensajes al momento de haber sido detentados. En la televisión sólo se transmitían programas fatuos de los años cincuenta y sesenta. Y, claro, la melodía de mis pesadillas.
Los días pasaban y yo ya no soportaba ver cómo se les caía la baba a mis congéneres en trance. Veía cómo filas de niños entraban, como ovejas, por portones blindados a establecimientos de los que nunca salían. Nuestra sociedad estaba perdiendo su futuro. Y las transmisiones eran cada vez más frecuentes. Nos atacaban por todos los frentes a los que se pudiera tener acceso. Yo seguía hablando sola, manteniendo mi propio ruido interior para no ser contagiada de estupidez. “Quizá si hablo con alguien durante la posesión, y logro mantener la conversación hasta el final, pueda convencer de que la solución era no hacerle caso a la música". Lo conseguí con dos personas. Juntas vagamos por los confines del planeta, tratando de proclamar nuestra verdad. Los únicos que nos creían realmente eran los ancianos, quienes tenían la ventaja de la sordera. Al momento de “escuchar” la tonada, se retiraban los auriculares de los oídos. Ellos estaban más que conscientes de la situación de los hombres.
¿Cómo combatir a estos seres invasores? Ésa era la pregunta, el dilema, el reto. Nos tenían cercados. Ya casi no había gente de mi edad, los infantes y los jóvenes habían sido eliminados. Un viejo desdentado y al cual había que escribirle todo, porque hablarle no tenía caso, tuvo una idea fantástica...
Justo en ese momento estallaron las notas. La melodía fatídica que se había estado repitiendo todo el tiempo era mi despertador. Seis de la mañana y sigo teniendo sueño, no sé cuántas veces he presionado el botón de “cinco minutos más, por favor”.

sábado, 16 de mayo de 2009

El juego más antiguo - Alberto Chimal


Y pasó que en la tierra de Mundarna, en un cruce de caminos, una tarde de invierno se encontraron dos brujas. Una se llamaba Antazil, la otra Bondur. Eran expertas en sus artes y sobre todo en el de la transformación, que permite a sus adeptos mudar de apariencia y de naturaleza. Venían de lugares lejanos, igualmente distantes, y se odiaban.

La causa no es tan importante: los conflictos de los poderosos son los nuestros, igual de terribles o de mezquinos, por más que ellos se empeñen en pintarlos dignos de más atención, de horror o maravilla, de arrastrar pueblos y naciones. Básteme decir que habían conversado, por medios mágicos y decidido: que ninguna podía tolerar más la existencia de la otra y que allí, lejos de miradas indiscretas, lejos de cualquiera que pudiese sufrir daño, resolverían sus diferencias de una vez.

Una llegó por el norte, caminando. La otra por el sur. Cuando estuvieron cerca, a unos palmos de tierra fría la una de la otra, se detuvieron. Se miraron y no dijeron nada.

Pero Antazil se convirtió en águila, grande y majestuosa, de garras y pico de acero y se arrojó sobre Bondur para sacarle los ojos. Y Bondur se volvió una serpiente constrictora, de piel gruesa y verde, y se enroscó en el águila para estrangularla. Y Antazil se volvió agua para escapar de la serpiente y Bondur se volvió tierra para absorber el agua y Antazil se volvió lombriz para devorar la tierra. Luego Bondur se volvió pájaro para comerse a la lombriz...Era el juego más antiguo, como a veces lo llaman, y el que juega pierde cuando no atina a repeler un ataque, cuando no puede hallar una nueva forma, cuando demora demasiado. Pero quien juega casi nunca lo hace más que con palabras, con la imaginación y en cambio la lombriz se transformó en gato y atacó al pájaro, que se volvió perro y persiguió al gato, que se volvió rabia e hizo enfermar al perro, que se volvió tiempo, que cura o que mata. La rabia se convirtió en clepsidra para aprisionar al tiempo; el tiempo se convirtió en piedra para romper la clepsidra, que se convirtió en pico para romper la piedra, que se volvió hacha para cortar el mango del pico...

Así combatieron durante mucho tiempo, con furor cada vez más grande, pues no cambiaba con sus formas. Ninguna bruja superaba a la otra, ninguna estratagema servía, y así Bondur y Antazil fueron animales, plantas, objetos, ideas, categorías, todas las cosas que tienen nombre y cada vez más rápido, hasta que los caminos que se cruzaban bajo la batalla, no exagero, pudieron confundirse con los que llevaban al Templo de las Maravillas, el que Yuma de Haydayn mandó hacer cuando fue rey y en el que estaba, en verdad o en imagen, todo: lo creado y no creado, lo inconcebible, para su goce y el espanto de su pueblo.Hasta que Bondur, furiosa más allá de toda prudencia, se convirtió en hechizo, en magia pura de muerte y ruina. Antazil asumió su verdadera forma y, como bruja, comenzó a disolver el hechizo. Bondur apenas pudo transformarse de nuevo, porque en verdad se disipaba en el poder de Antazil, pero se convirtió en la espada Finor, la de la Gesta de Alabul, la que corta la piedra y seca la carne y es amiga de la desolación y se arrojó sobre su enemiga.

Y he aquí que Antazil, cuando la hoja estaba por atravesarla, se transformó en Bondur. Pensó que Bondur vacilaría, al mirarse fuera de su cuerpo, y vaciló, en efecto, pues Finor, la hoja terrible, la que en la Gesta mató sin piedad al mismo Endhra, al Eterno, se detuvo.

Pero luego, para estrangularla con sus propias manos, para hacerla pagar por el horror de verse a sí misma, Bondur se transformó, a su vez, en Antazil.

Y entonces se vieron.

Sí, Antazil con la carne de Bondur, Bondur con la de Antazil, pero también con los pensamientos de la otra, sus recuerdos, sus motivos para la vida y el arte y el combate. Y cada una comprendió a la otra, como nunca había comprendido nada en la existencia, y cuando se miró desde esos otros ojos, desde afuera, en aquel instante, también se conoció.

Vidente natural - Héctor Ranea


Bajo el rubro Ciencia y Otros Deshechos en el diario leí su aviso: Madame Bruhancet, Vidente Natural. Me sorprendió que, además, tradujera Tesis de Ornitología al rumano. Pedí turno a su celular y más me sorprendió aún que tuviera que esperarla dos meses. Como no tenía ningún motivo para ir: ni amores perdidos para encontrar ni silencios buscando notas, me inventé uno más banal: Yo era un extraterrestre que poseía los misterios del Calendario Maya y quería que ella me ayudase a quitarme ese poder, ya que me impedía tener relaciones con la gente normal. Era la coartada perfecta. El Complejo de Casandra resuelto por una vidente. En realidad, lo que yo quería era saber qué diferenciaba a las videntes naturales de las artificiales.

Porque, colegía yo, la contraparte de ella debía ser alguien recibido en una hipotética Universidad de la Videncia cosa que, además de risible, me resultaría tan o más sospechosa que la supuesta naturalidad de la videncia.

El asunto es que, llegada la fecha, fui a ver a esta señora. Nada que ver con la persona que imaginé. Era tan etérea como la fosforescente Arwen interpretada por Liv Tyler, tan bella como Cate Blanchett, pero más bien con la intrigante mirada de Helen Mirren en Prime Suspect. Nadie puede evitar, creo yo, deshacerse, desmoronarse, licuefacerse frente a esas mujeres.

Literalmente, me dejó sin aliento; casi muero al verla, me derrumbó como se derrumba un colosal puente entre la razón y la lógica. Era todas esas mujeres con las que uno llora en las películas, las mujeres que uno sueña en los colectivos, ésas que hacen que uno se quede con el bocado en la puerta de la boca de sólo recordarla en el almuerzo.

—¿Ahora entiende qué es ser una vidente natural? —me preguntó ni bien me hizo sentar luego de abonar por la sesión una cifra que esperaba que el diario me pagase.
No podía responderle. Estaba ya enamorado loco de ella. Y cuando me enamoro loco me quedo sin habla y sin respirar por unos segundos, como para obligar al cerebro a actuar antes de caer en oscuras tentaciones y dejarme espacio para razonar.

Al verme demudado, la Vidente (que obviamente había leído mis fantasías y se había reencarnado en ellas) sentada tras una ingente colección de Tarotes, me dirigió la palabra nuevamente:

—Suele pasar la primera vez. Tranquilícese. Si necesita, le sostengo la lengua para que no se la trague.

¿Cómo sabía esta mujer de mi epilepsia, que había logrado esconder hasta a los más avezados investigadores de la aseguradora de riesgos de trabajo? Ése fue un misterio que me vino a poblar las pesadillas desde entonces.

—Las videntes naturales, podrá usted verificarlo, somos antítesis de las Videntes por Transfusión, más que de las Educadas. Nacemos con este poder de concentrar los pensamientos de las mentes débiles en nuestro rostro. Su mirada, mientras me hablaba, me hacía volar por desiertos que creía ocultos para mi razón y porvenir.

No pude más; le dije que tuviéramos sexo ahí y entonces. Nos desnudamos, casi nos arrancamos la ropa, poseídos por la fuerza más fuerte de la Naturaleza, más fuerte que la que liga los quarks dentro del protón. En el sexo perdimos identidad, memoria, sentido del espaciotiempo; todo fue un mar incomprensible. Nunca antes mi mente racional se había dejado llevar por quimeras por lo que, después de lo que podría denominarse una sesión espiritual, esa mente se puso a defender el reducto cerebral de lo que esa mujer estaba ofreciéndome.

La puja llevó mi mente al carajo. Poco podía hacer frente a esa mujer que me había controlado con tan poderosas razones. Pero en un momento de debilidad de la Madame, cuando me enseñó una carta del Tarot que ya no recuerdo, mi cerebro triunfó sobre la palabra y sobre la imagen. Entonces la pude ver.

Era una anciana enclenque; en realidad, casi una momia cariñosa pero con nada ya se tenían juntas sus extremidades al torso y la cara era apenas un esbozo de pena.

Huí espantado de ahí. Pude ver la verdadera naturaleza de la vidente, pero ya no podría confesárselo a nadie. Era un secreto acordado tácitamente con Madame Bruhancet del que no podría descargar nada a nadie so pena de ser encerrado en algún nido de cuclillo.

Desde entonces trato de olvidar las penas y también los olvidos. Trato de no pensar y, sobre todo, de no curiosear más en los clasificados del diario.