lunes, 18 de mayo de 2009

Notas de pesadilla - Oriana Pickman


Nadie sabe de dónde vinieron, ni si eran humanos o de otro planeta. Sólo recuerdo haber ido con una extraña muchacha a una escuela en ruinas. Y ahí empezó todo. Aquella música fastidiosa que acabó con nuestros niños y jóvenes. Eran unas notas desafinadas, sin sentido melódico, pero que entraban por los pies e iban subiendo hasta tomar posesión de nuestras voluntades. Logré huir casi a rastras cuando noté que algo no estaba bien y mis pantorrillas empezaron a entumecerse. Aquella vez era su prueba piloto, con algunos incautos que creyeron que en aquella escuela abandonada iba a suceder algo divertido... en todo caso fue entretenido para los visitantes, que disfrutaron viendo a sus invitados caer en la más profunda de las idioteces. Todo resultó como ellos esperaban. Ahora nada podría impedirles tomar posesión de la Tierra.

Internet, la radio y la televisión estaban tomadas. La musiquita se repetía periódicamente, haciendo que todos sumergieran al estado subnormal. Yo detestaba esa tonada, por eso, cada vez que la escuchaba me repetía “no, no, no, no” durante su emisión. Fue así que descubrí que la única manera de evadir sus efectos era mediante la bulla, pensar en otra cosa, no hacerle caso. Pero nadie me creía. Estos individuos habían plantado parlantes, cámaras y otros transmisores en las casas, en las escuelas, en los centros laborales, en las calles, en todos lados. Por internet llegaban los más extraños mensajes al momento de haber sido detentados. En la televisión sólo se transmitían programas fatuos de los años cincuenta y sesenta. Y, claro, la melodía de mis pesadillas.
Los días pasaban y yo ya no soportaba ver cómo se les caía la baba a mis congéneres en trance. Veía cómo filas de niños entraban, como ovejas, por portones blindados a establecimientos de los que nunca salían. Nuestra sociedad estaba perdiendo su futuro. Y las transmisiones eran cada vez más frecuentes. Nos atacaban por todos los frentes a los que se pudiera tener acceso. Yo seguía hablando sola, manteniendo mi propio ruido interior para no ser contagiada de estupidez. “Quizá si hablo con alguien durante la posesión, y logro mantener la conversación hasta el final, pueda convencer de que la solución era no hacerle caso a la música". Lo conseguí con dos personas. Juntas vagamos por los confines del planeta, tratando de proclamar nuestra verdad. Los únicos que nos creían realmente eran los ancianos, quienes tenían la ventaja de la sordera. Al momento de “escuchar” la tonada, se retiraban los auriculares de los oídos. Ellos estaban más que conscientes de la situación de los hombres.
¿Cómo combatir a estos seres invasores? Ésa era la pregunta, el dilema, el reto. Nos tenían cercados. Ya casi no había gente de mi edad, los infantes y los jóvenes habían sido eliminados. Un viejo desdentado y al cual había que escribirle todo, porque hablarle no tenía caso, tuvo una idea fantástica...
Justo en ese momento estallaron las notas. La melodía fatídica que se había estado repitiendo todo el tiempo era mi despertador. Seis de la mañana y sigo teniendo sueño, no sé cuántas veces he presionado el botón de “cinco minutos más, por favor”.

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