Espléndidas cejas las de Surieta; herencia familiar. Desde esas gruesas grietas había comunicado todo lo que deseaba y, por desventura, lo que no también. De rostro indomable, ojos fríos, una boca de la que habían salido más injurias de las que hoy logra recordar, el relato de cada beso robado… esos sí cantan gloria entre copas y, aunque parezca extraño en un hombre como este, todos con nombres encubiertos.
Aún sin interlocutores Surieta blasfema sobre el mismo aire que conquista para respirar a retorcijones, con la voz negra de la nicotina anclada en su garganta desde casi toda la vida. No es conocido por ser un buen tipo; carece de carisma, sus chistes terminan cuando la mesa ya está vacía. El hombre de rostro indomable aprendió a pagar la compañía, el tiempo de un par de copas, a veces tres; un poco más en el bolsillo le asegura un coro a su salud y una semana de hambre también.
El mismo bar, su mesa impregnada de cigarros que quemaron más de una vez las tablas esculpidas con fechas que nunca recordó, promesas que partieron mientras se tambaleaba a través del mismo recorrido de vuelta a su techo. La rutina de Surieta y una mala reputación tejida a mordiscos que poco a poco sólo le dejaron un músculo de corazón, eran un blanco posible frente a algún desespero y él lo sabía.
Vive dando tiempo al tiempo, razones todas para que alguno vuelva a intentar jalar un cuchillo en su garganta sólo para demostrar que nada le importa volver a aniquilar a alguno para cobrar venganza. Poco le importó antes cuando pisaba firme, anhelando encontrar en cada atardecer a la única mujer que amó, la morena de ojos tristes a quién consoló con una ternura que ya no existe, la que pujó a cada hijo, esa que envolvió su rencor y lo tiró lejos.
Otra noche de bar. El camino enceguecido por una luna llena espléndida que para Surieta pasa inadvertida; confuso entre sus recuerdos, las voces, unas pisadas. Sin aviso golpe a tierra, los ojos fríos vacíos como el desierto buscaron hacia dónde atacar. Otro golpe enterró su cabeza entre las garras de las piedras, un intento por levantarse, mover la mano hacia el cuchillo... tres golpes más lo dejaron desnudo, perdido, con la garganta abierta, aún los ojos atentos.
Se vinieron sin aviso como el condenado día en que anheló llegara la tarde para jugar bajo el sauce, contemplar los ojos tristes de la mujer que amó, consolarla con una ternura inventada para ella. A esa hora, aquel día en que Surieta anhelaba, sólo quedaban tres cuerpos bajo su techo, ni un pedazo de alma le dejaron para vaciar su dolor.
Entre las piedras veía todo nuevamente como el infierno que era, el que fue después, el que nunca dejó de ser, con los ojos abiertos, el rostro indomable y el cuerpo frío dando tiempo al tiempo, razones todas para fugarse de su propia alma.
Aún sin interlocutores Surieta blasfema sobre el mismo aire que conquista para respirar a retorcijones, con la voz negra de la nicotina anclada en su garganta desde casi toda la vida. No es conocido por ser un buen tipo; carece de carisma, sus chistes terminan cuando la mesa ya está vacía. El hombre de rostro indomable aprendió a pagar la compañía, el tiempo de un par de copas, a veces tres; un poco más en el bolsillo le asegura un coro a su salud y una semana de hambre también.
El mismo bar, su mesa impregnada de cigarros que quemaron más de una vez las tablas esculpidas con fechas que nunca recordó, promesas que partieron mientras se tambaleaba a través del mismo recorrido de vuelta a su techo. La rutina de Surieta y una mala reputación tejida a mordiscos que poco a poco sólo le dejaron un músculo de corazón, eran un blanco posible frente a algún desespero y él lo sabía.
Vive dando tiempo al tiempo, razones todas para que alguno vuelva a intentar jalar un cuchillo en su garganta sólo para demostrar que nada le importa volver a aniquilar a alguno para cobrar venganza. Poco le importó antes cuando pisaba firme, anhelando encontrar en cada atardecer a la única mujer que amó, la morena de ojos tristes a quién consoló con una ternura que ya no existe, la que pujó a cada hijo, esa que envolvió su rencor y lo tiró lejos.
Otra noche de bar. El camino enceguecido por una luna llena espléndida que para Surieta pasa inadvertida; confuso entre sus recuerdos, las voces, unas pisadas. Sin aviso golpe a tierra, los ojos fríos vacíos como el desierto buscaron hacia dónde atacar. Otro golpe enterró su cabeza entre las garras de las piedras, un intento por levantarse, mover la mano hacia el cuchillo... tres golpes más lo dejaron desnudo, perdido, con la garganta abierta, aún los ojos atentos.
Se vinieron sin aviso como el condenado día en que anheló llegara la tarde para jugar bajo el sauce, contemplar los ojos tristes de la mujer que amó, consolarla con una ternura inventada para ella. A esa hora, aquel día en que Surieta anhelaba, sólo quedaban tres cuerpos bajo su techo, ni un pedazo de alma le dejaron para vaciar su dolor.
Entre las piedras veía todo nuevamente como el infierno que era, el que fue después, el que nunca dejó de ser, con los ojos abiertos, el rostro indomable y el cuerpo frío dando tiempo al tiempo, razones todas para fugarse de su propia alma.