lunes, 28 de febrero de 2011

La playa en blanco y negro – Betina Goransky & Sergio Gaut vel Hartman


Alina caminaba por la playa oscura entre destellos de luces que chispeaban intermitentes en los edificios cercanos. No sentía miedo y la soledad apenas le pesaba en el alma, tal vez porque esa soledad venía de afuera, era ajena a ella. Estaba triste, sin embargo, y todavía no lograba determinar las razones por las cuales se había embarcado en ese loco viaje, tan lejos de su hogar y sus afectos. ¿Por qué sola? ¿Por qué a un país tan remoto? La distancia es un ruido fuerte y seco, reflexionó. Giró la cabeza hacia la rambla y vio algunas sombras difusas recortadas contra la luz de las farolas, caminando sin prisa, en contraste con las ráfagas mecánicas de los automóviles que pasaban a toda velocidad por la avenida. Antes de caminar hacia la orilla, apreció una vez más la belleza de los edificios, pintados en todos los tonos pastel imaginable: suaves amarillos, tenues verdes, azules sutiles y esfumados. Luego, sin pensarlo de nuevo, dirigió sus pasos hacia el mar.

Salomón había iniciado la diaria rutina. Desde hacía quince años, todo el tiempo vivido en la calle como vagabundo, se bañaba cuidadosamente cada noche, usando una botella de agua mineral cortada al medio. Vagabundo, pero también limpio, se dijo, con una sonrisa interior. Sin embargo, cuando levantó la vista para elegir el punto de la pequeña cascada de agua dulce que venía vaya a saber de dónde —nunca se lo había preguntado, solo era su ducha nocturna—, y miró el pequeño túnel de donde provenía el agua que aliviaba su cuerpo, sintió un dejo de felicidad al percibir algo extraño en el aire, un olor, un sabor desconocido. Y no tardó en divisar a la muchacha que caminaba sin apuro al encuentro del océano. Vaya, pensó Salomón, ¡cuánto hace que no estoy con una mujer! Dejó que el agua corriera por su cuerpo, produciendo sensaciones placenteras en la piel tersa y morena. A pesar de los sesenta y ocho años que pesaban sobre él, los músculos seguían siendo duros y la energía no lo había abandonado. Volvió a levantar la vista para comprobar si la mujer aún estaba en la playa y la vio inmóvil, como hipnotizada frente a las orlas de espuma que iban y venían, resistiendo el tirón de la marea. Parecía rodeada de luz blanca, por lo que Salomón se refregó los ojos con los puños, ahora limpios, libres de arena. Era cierto que había tomado demasiada cerveza, incapaz de resistir la invitación de Xavier, pero no estaba viendo visiones, de todos modos. Se rascó la cabeza, invitando a los recuerdos de otros tiempos, cuando él mismo era uno de los capitanes de la arena que Amado retrató en su libro inmortal. ¿Qué más daba si las cervezas habían sido cinco o seis? La muchacha era material, corpórea, y no parecía temerle a la gran masa de agua que preparaba sus fauces para tragarla. Arrojó el resto de agua de la media botella sobre su espalda y suspiró.

Entretanto, Alina se deslizaba, tranquila, ajena a las miradas y las reflexiones de Salomón. Sus pensamientos iban en otra dirección. ¿Por qué vine a este lugar? Probablemente escuché una voz invisible que me llamaba. ¿Es eso posible? ¿Acaso el mar me reclama? Varias veces en su corta vida había experimentado visiones confusas, para las que no tenía explicación alguna, aunque la perturbaban, a la vez que las sentía tan de ella. ¿Pertenecían a otra vida? ¿O llegaban desde su futuro? Fuera lo uno o lo otro, siempre le dejaban un sabor a rareza, un poco de angustia y también algo de alegría. Levantó la vista y dejó de mirarse los pies, festoneados de espuma, y por primera vez vio al negro alto que se confundía con las sombras. El hombre era apenas un encaje de brillos que delataba el agua cayendo con desparpajo por su cuerpo, que se movía como impulsado por un ritmo secreto. Alina lo vio compenetrado en su tarea y sonrió interiormente. La mano alzada sobre la cabeza dejaba caer el líquido del improvisado duchador, mientras que con la otra se masajeaba la piel. ¿Qué pensará?, se preguntó la mujer. En ese mismo momento, el hombre alzó la vista y por un instante las miradas se encontraron. La de él era potente, profunda, un poco triste, quizá. La de ella fluctuaba entre la inquietud y el temor.

¿Quién es? Salomón se dejó deslumbrar por la luz emanada por el vestido blanco que, cuando la ola se deshacía en millones de trazos de espuma, se esfumaba en una nada inexplicable. ¿Acaso Iemanjá regresa a su hogar luego de pasar una temporada en tierra firme? ¿O debo pensar que es una simple mortal dispuesta a cometer un disparate? Dejó que esos dos pensamientos lucharan en su mente y no oyó el penetrante sonido que venía del mar. Alina, en cambio, sí lo oyó, miró hacia un costado y sonrió, como si el gesto sirviera de explicación y excusa. ¿Es esto lo que quiero, lo que estaba buscando? Dio otro paso y las olas se abrieron, invitándola a entrar.

Es la diosa, ¡sí!, pensó Salomón. Iemanjá regresa a sus dominios. No debo sentir inquietud alguna. ¿Querrá Xavier invitarme otra cerveza? Oscuros como la noche, una nueva riada de pensamientos ocupó la mente del viejo negro. Y cuando volvió la vista hacia el lugar que un minuto antes ocupaba la muchacha, sólo vio el reflujo que arrastraba algunas latas, una corona de algas, un puñado de basura y el vestigio lunar de un millón de sueños incumplidos que él no supo o no quiso desentrañar.

Sergio Gaut vel Hartman
Betina Goransky

Última etapa – Armando Azeglio & Sergio Gaut vel Hartman


Aunque no era consciente de ello, Salomón Cohen forjó toda su vida como una extraña intersección entre ajedrez y literatura. Y siempre supo que eso podía ser una herramienta para mantenerse vivo.
En 1942, durante las gélidas noches de silencio derruido, dentro del amurallado gueto de Varsovia, mientras los nazis ocupaban la ciudad, aprendió de Pinjas Piesejovich el paulatino arte del ajedrez. Empezó con piezas de madera y terminó jugándolo con soldados alemanes. Al principio se limitó a organizar el tráfico de alimentos desde el exterior al gueto; luego organizó fugas humanas que cubría con los disparos realizados contra los germanos utilizando una ametralladora de asalto rusa que en sus manos se negaba a permanecer callada. Mientras lo hacía, repasaba en su mente la crónica de un horror que no podría ni querría olvidar.
Desembarcó en el barrio judío del Once a finales de los cuarenta; buscaba unos parientes a los que nunca encontraría, por lo que se vio obligado a vender telas para sobrevivir, llegando, una vez más, al límite, vertiginosamente. El recuerdo de lo ocurrido en Varsovia hacía insomnes sus noches. ¿Se puede conjurar el olvido cuando el dolor queda grabado en la memoria celular? Descubrió a Arlt primero, a Israel Regardie después, para abrirse al escaso placer y al mucho dolor que el nuevo país le proponía. Pensaba en Najdorf y los muertos de los campos, y la herida permanecía abierta.
La década del setenta lo sorprendió secuestrado por un escuadrón del Ejército Revolucionario del Pueblo; lo acusaban de capitalista y explotador. Cohen, sin inmutarse, pidió lápiz y papel y empezó a escribir sus memorias. Descubrió quien era el enemigo, y aunque todavía no existía el término “síndrome de Estocolmo”, empezó a sentir simpatía por sus captores. Luchaban contra el mismo monstruo que él combatió durante la guerra; solo el nombre y la forma se habían modificado. Pero no era sencillo, en cambio, alterar el pensamiento dogmático: la Revolución está primero y él no podía demostrarles que todavía era un luchador antifascista, que la venta de telas y el éxito económico no lo dejaban en la vereda equivocada.
Tal vez fue por azar, quizá un hilo suelto de la trama. Un día, mientras hurgaba en sus recuerdos para reconstruir un episodio particularmente sórdido de los tiempos del gueto, dejó que su mano dibujara libremente un tablero de ajedrez. Sesenta y cuatro casillas en perfecta simetría y un puñado de piezas que componían la intrincada posición de una partida en la que Pinjas, luego de sacrificar una torre y un alfil, lo había acorralado, como ocurría casi siempre. No obstante, aquella vez, una alarma había interrumpido el juego y Salomón tuvo la sensación de que si hubiera podido proseguir la lucha habría logrado rechazar el ataque e imponerse gracias a la superioridad material de la que disponía. Pinjas no sobrevivió a ese episodio y aquella posición había atormentado a Cohen hasta convertirse en algo obsesivo y recurrente. Fue al rememorar aquello que la configuración regresó a su mente y volvió a percutir en su cerebro de un modo tan arrollador que no advirtió que el jefe del escuadrón del ERP, al que llamaban “Comandante Rafael”, lo contemplaba en silencio, ubicado a sus espaldas... un silencio que el revolucionario rompió con una inesperada observación.
—¿Qué hubiera pasado si movía el caballo? Las blancas no habrían podido capturarlo porque la dama negra hubiera quedado clavada por la torre. No sólo se perdía más material sino que desaparecía la presión.
Salomón Cohen escuchó la parrafada sin girar la cabeza, pero cuando finalmente lo hizo, miró a Rafael con una mezcla de suspicacia y satisfacción.
—Es obvio que usted es un jugador de buen nivel.
—Aceptable —respondió el revolucionario encendiendo un cigarro—. Eso no lo exime de la acusación que hemos hecho.
—No, pero ahora puede permitirse ver las cosas desde otro lado, con otra perspectiva. ¿No me cree cuando le digo que combatíamos al fascismo como lo hacen ustedes y por motivos semejantes?
—Lo estamos juzgando por el aquí y ahora —agregó Rafael con dureza—, no por su maravilloso pasado. Y a pesar de que le creo, eso no cambia las cosas. Hay reglas.
—Entonces mire la partida. ¿Qué ve?
El comandante se movió con brusquedad, quedó frente a Salomón y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas; empezó a mirar el tablero dibujado desde la posición de las blancas. —Su adversario era el de las blancas, ¿verdad?
—Pinjas Piesejovich; murió peleando contra los nazis. Yo me salvé porque no me tocaba morir.
—Las negras están perdidas —dijo el comandante—. Si usted hubiese movido el caballo, la dama blanca no estaba obligada a capturarlo. Con retirarse por la diagonal dominando la columna en la que estaba el rey negro…
—¿Se da cuenta ahora?
—Pero usted creía que había una salida —protestó el comandante—, que podía ganar la partida, y eso no es cierto.
—¿Está seguro? Mire. —Cohen hizo un bollo con el papel en el que había dibujado el tablero e hizo el ademán de meterlo en la boca para comerlo—. Tampoco tenía que perderla, necesariamente. ¿Tablas? —Tendió la mano. El “Comandante Rafael”, tras vacilar un momento, sonrió y se la estrechó con firmeza.

Armando Azeglio
Sergio Gaut vel Hartman

Compleja coyuntura idiomática generada por el presidente de una monarquía – Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


—¿Qué quieres que te diga? Blecua, ese truhán de alta gama, me descuartiza el guión. Sólo puedo esperar que cuando visite a mi ex-mujer para decirle que la niña se deje de joder con los piercings, ella esté presente para servirme un café. Y si le pido 1 o 2 cucharadas de azúcar en éste, que no me ponga 102, pues resultaría demasiado dulce.
—Hombre, que la llevas a la tremenda. Recuerda que tienes una nueva novia, una niñata sexi, más sensual que la Angelina Alegría.
—Lamentablemente, si es sexi no es sexy, ¿de qué hablas?
—¿Sexy? ¿Con ye?
—Mira, chulengo; antes, con la i griega, me ponía. Ahora me resulta más fría que un combate de judo. Hablaré con mi manager, a ver qué dice de todo esto. Mientras lo hago, me relajaré escuchando a Tchaikovsky.
—¿Y ese quién es? Vaya nombre horrible que le han puesto al pobre.
—Te diré que ya lo tenía, pedazo de bruto. Eso es lo que consigue la RAE con las nuevas disposiciones.
—¿La RAE? ¿La mismísima Revolución Anarquista Express?
—No, idiota.
—¿La Representación de Anabolistas Empalmados?
—Tampoco. Mejor déjalo así. Nunca me fié de la RAE, por eso huí de ella hace tiempo. Que por cierto ¿desde cuándo eran con tilde, si son monosílabos y no hay diacrítica que valga? Porque, aún en el caso de fié, el presente de subjuntivo, fíe, sí lleva tilde porque es hiato.
—Perdóname, pero eso es chino básico para mí. Y si te puedes ir ya mismo te estaré eternamente agradecido. Norma está por llegar y no me gustaría que te vea. Ya sabes: ella te considera una mala influencia, un intelectual sabiondo y…
—Vale, vale. En fin. No importa. Tú sigue intentando cumplir con esa Norma, o con cualquier otra; has nacido cuadrado y cuadrado morirás. Imagina que sólo estaba bromeando. ¿Qué diferencia puede hacer para ti, que no distingues un palo de una pértiga y un rato de un ratón?
—¿Harás algo al respecto?
—Tal vez, tal vez haga algo.
—¿Cómo qué?
—Lo asesinaré a Blecua.
—¿Eso harás? ¿Estás loco? ¿Por qué?
—Será en defensa propia, antes de que él hasesine al pobre idioma.

Javier López
Sergio Gaut vel Hartman

sábado, 26 de febrero de 2011

El ángel terrible I - Daniel Frini



El hombre amaba los textos de Yasunari Kawabata.
Llevado por su «País de nieve», viajó a Japón y visitó, en enero y con un frío intenso, las montañas donde jóvenes mujeres vírgenes, en la penumbra de sótanos asfixiantes de humedad y calor, sumergen los capullos en agua hirviente, devanan la seda Chijimi y tejen las finísimas telas que luego son puestas a secar, un día y una noche enteros, sobre la nieve pura hasta que adquieran la blancura inmaculada y se impregnen del Yuki no seishin, el espíritu de la nieve, y lo transmitan a quienes las vistan en los tórridos veranos de Tokio.
El hombre bajó del tren que lo llevó a las montañas y buscó, en las posadas, a su geisha Komako. La encontró: se llamaba Aiko. Pretendió el mismo amor puro, bello e intocablemente perfecto de los personajes de Kawabata; pero la primera vez que Aiko se desnudó frente a él, desechó cualquier ceremonia y sucumbió a la fragilidad y la delicadeza desenfrenadas que encontró bajo la máscara de recato que el estereotipo social imponía a la joven. Y se quemó en su llama apenas estuvo dentro de Aiko por primera vez y ella lo envolvió con sus piernas mientras acariciaba suavemente su boca.
―Llévate mis lágrimas contigo —dijo ella. Y fue la última vez que habló.
El hombre se quedo para siempre a su lado. Nunca más hubo palabras entre ellos. Y su amor cristalizó en algo mucho más hermoso que la mismísima seda Chijimi.

Ayer vi mi muerte - Daniel Antokoletz


Soy el doctor Mayer y ayer vi mi propia muerte. Cruel destino saber que se va a morir, pero hiel dolorosa saber cuándo, cómo, y no poder evitarlo.
Pueden decirme que eluda las circunstancias en las que muero, que evite ciertos movimientos. Es inútil. Hace tiempo quedó demostrado que el futuro es un pasado que aún no sucedió. Pueden intentar lo que quieran. La muerte llegará… y llegará como está grabado en la historia del mañana.
Las pruebas del sistema temporal funcionaron a la perfección. Si bien los campos cuánticos generan una distorsión de varios milímetros, el túnel no se puede abrir lo suficiente como para que lo atraviesen átomos completos, apenas permite el paso de fotones. Quizás en un futuro alguien logre descomponer la materia en fotones y volver a reconstituirla en otro tiempo. O quizás ensanchar los túneles lo suficiente como para poder enviar algo más que luz. Pero por ahora no.
Nos costó mucho controlar los rulos endecadimensionales. Al fin, luego de muchas pruebas, pudimos acoplar agujeros cuánticos del jurásico y los arqueólogos ya saben con certeza la apariencia de los velociraptors, el comportamiento de los gallimimus, y la escasa ferocidad de los tiranosaurios. Los historiadores pudieron observar el caos de las batallas medievales, asesinatos reales y a los verdaderos héroes de las revoluciones. Actualmente, los turnos concedidos a becarios e historiadores ocupan el tiempo disponible de los próximos dos años.
Pero para mí ver el pasado no alcanzaba; quería que sirviera para anticipar: quería ver el futuro.
Como soy uno de los investigadores que diseñó sistema dispongo de dos horas semanales para experimentos personales con el proyector temporal. Decidí ver dos meses en el futuro. ¿Cómo saber si es el futuro o el pasado? Muy simple: a partir de ahora puse un calendario en la pared del laboratorio, y tacho día por día.
Me senté frente a los controles. Luego de complejos cálculos ingresé las coordenadas.
Después de varios intentos, en el visor apareció la imagen del superconducto del laboratorio. Redireccioné el campo hacia la pared donde puse el indicador. No estaba. Pensé que estaba observando el pasado cuando de casualidad vi el clavo del que había colgado el calendario. Moví el punto de vista hacia el piso: quizá se había caído. Pero no, el piso brillaba más que de costumbre.
Recalculé las coordenadas a un mes en el futuro, y el calendario apareció frente a mí. Pero las tachaduras no indicaban un mes, sino apenas una semana.
Verifiqué todo.
La torsión espacio-temporal era muy clara: un mes en el futuro.
Maldije el momento en que decidí ver que sucedería en un futuro más cercano. Maldije mis ansias de conocimiento, y maldije mi incontenible curiosidad.
Redireccioné los campos cuánticos a una semana en el futuro. Cada vez me era más fácil moverme entre las intrincadas fórmulas. El visor estaba completamente a oscuras. Controlé los indicadores y constaté que el túnel cuántico se había establecido. Giré el punto de vista. La negrura seguía ocupando toda la pantalla. Moví las coordenadas espaciales.
De pronto, el visor se iluminó y percibí una superficie rugosa de color rosáceo que ondulaba. Alejé más el punto de vista y pude ver mi propia frente, pero mis ojos… mis ojos estaban vueltos hacia atrás, y me sacudía. Con mis brazos tiesos y mi boca echando espumarajos, caía al piso. Arqueado, en una convulsión interminable me veía sin poder hacer nada. Un hilo de sangre y saliva se deslizaba de mi boca. Con un último sacudón quedé tendido, inmóvil. Mi pecho no subía ni bajaba.

Solo, de una manera miserable, he muerto… mejor dicho moriré. Y, lo peor de todo es que yo mismo me asesinaré. En realidad ya lo he hecho. Puedo imaginar los protones, neutrones y electrones de mi cerebro entremezclándose. Mis neuronas desintegrándose en una sopa de partículas desordenadas. El campo de distorsión temporal que circunda al túnel cuántico me mató.

jueves, 24 de febrero de 2011

Armonía familiar - Antonieta Castro Madero


Cuando por fin oí voces, abrí los ojos. Todo era oscuridad. Estiré los brazos a ambos lados: me hallaba solo. Llevé mis manos por encima de mi cabeza, y entrelazando los dedos por sobre los travesaños de hierro empujé mi entumecido cuerpo en búsqueda de una salida. Mi corazón latía con fuerza. Una mullida y áspera tela cerraba mi paso. Doblando las rodillas pude darme el impulso necesario para deslizarme bajo aquel telón. De inmediato sentí que un líquido frío mojaba mi espalda. Giré, y reptando busqué la lámpara que durante la disputa advertí caer; ahora era mi pecho el que se humedecía. Tardé unos minutos en encontrarla. Al encenderla noté ciertas partes del piso teñidas de rojo. Ya a salvo, agradecí que la cama me hubiera servido de escondite.   
Los hechos que relato ocurrieron hace tiempo —yo tendría alrededor de ocho años—, pero aun hoy, convertido en un hombre maduro, no he podido olvidarlos. ¿Quiénes murieron? Mis padres. Él se encontraba boca arriba con un profundo tajo en la garganta y una expresión lastimera en sus ojos.  Ella, una sugestiva leona, tenía la cara deformada por los golpes. Sostenía en la mano, con las uñas aferradas en el mango, un cuchillo. No sé por qué recuerdo que sus pezuñas destellaban pintadas de rosa. 
Nunca supe quién de los dos murió primero. Seguro que aquellos policías que se paseaban por el cuarto moviendo la cabeza en señal de desaprobación o de la indiferencia que da la costumbre, lo sabían. Pero ni aun con el paso de los años me importó.
Olvidados de mi presencia en la escena, aproveché el tiempo para recorrer el rostro de mi padre. Envejeció en pocas horas: gruesas arrugas tatuaban sus facciones, y su bigote se veía tan blanco que se confundía con el tono adoptado por su piel. También observé sus manos: cerradas en un puño demostraban fiereza. A mi madre apenas le eché una ojeada: hacía tiempo que su cara me era desconocida. Nunca se mostró muy cariñosa conmigo, o no todo lo cariñosa que tenía que ser. En un rincón lloré en silencio.  
Me acuerdo de que durante las cenas me convertía en el espectador obligado de nuestro reiterado drama. Metálicos silencios y ásperos gestos se instalaban con mayor frecuencia entre mis papás. Siempre terminaba comiendo el postre en la soledad de la cocina, dando paso a que se desatara la tormenta.  Mi edad no me permitía entender muchas de las palabras, pero la imaginación y algún que otro libro leído en las tardes del verano me ayudaron a comprender. Comprender y negar.
Tomé la costumbre de esconderme. Mi lugar favorito fueron los roperos. Era mi padre quien con paciencia me buscaba y, una vez hallado, con cariño, me murmuraba palabras tranquilizadoras. Pero cuando las discusiones se hicieron más violentas, dejó de buscarme.
Por las mañanas mi madre se levantaba con arrogancia. Ni los escuálidos besos que me daba en la cabeza al desearme los buenos días podían hacerme olvidar las noches. A los pocos segundos la perdía de vista. Por momentos me invadía la certeza de que ella no existía, de que un infame fantasma ocupaba su lugar. Aunque, en más de una ocasión al encontrarla en la cocina preparándose un cóctel de pastillas, me apenaba: al fin y al cabo no dejaba de ser mi madre.
Los pocos momentos de gozo ocurrían cuando mi padre llegaba del trabajo. Vestidos con unos viejos shorts, los dos practicábamos boxeo en la parte trasera de la casa. “Nunca descuides tu cara”, me decía pegándole con todas sus fuerzas a una bolsa de arena. “El brazo que lanza el golpe debe valerse de un puño firme para lograr porrazos precisos. El otro recogido, siempre cubriendo”. 
Todo este buen momento se perdía cuando escuchábamos que llegaba mi madre. Mi padre me tomaba de la mano apretándola con fuerza. Ella nos observaba con la cabeza inclinada: su cabellera caía en forma majestuosa sobre su hombro. Era en esos segundos cuando la encontraba hermosa. Pero el dolor que mi padre provocaba en mis dedos me hacía recordar que él estaba sufriendo; los llantos de papá rogándole que no lo abandonara venían a mi mente. “Son todas iguales”, me repetía con una sonrisa que me llegaba a dar miedo por lo siniestra, como si de repente fuera capaz de asesinar a alguien.

Mi esposa me abraza con cariño por la espalda, y sin soltarme me dice:
—¿Pero cómo? Siempre me dijiste que murieron en un accidente de tránsito.
—No me gustó discutir ayer delante de los chicos.
—Tratemos de que no se vuelva a repetir —me susurra volcando su rubia melena sobre mi hombro—. Pero ahora comamos. Aprovechemos que estamos solos para mimarnos y conversar.
—Sería bueno. Me siento muy cansado.
Noté, mientras ella preparaba la mesa, que sus uñas ostentaban el mismo color rosa furioso que le vi a mi madre. No pude evitar cerrar el puño.
Dicen que me parezco mucho a mi padre. Será una larga noche.

América – Adriana Alarco de Zadra


Por falta de sumisión hacia un marido impuesto por la familia, María Cano fue tachada de mujer inferior, impura e infiel por la Inquisición en el S.XV. Escapó de las mazmorras vestida de varón a caballo de un rocín más flaco que Rocinante y llegó a un puerto sobre el Mediterráneo. Con coraje y gritando “al abordaje”, se trepó a un bergantín pirata y se aparejó con cimitarra, daga y puñal. Sin que la vieran se tiñó con carbón sobre el labio superior tratando de parecer mancebo. Barco va, barco viene o puerto va, puerto viene, terminó en una carabela con Vespucio al mando, el cual descubrió su verdadera identidad cuando le robaron la ropa que lavaba a escondidas. La cobijó bajo su cobija y al llegar al Golfo de México, entre islas caribeñas y ocasos en el Atlántico y el Pacífico, le concedió su amparo y decidió ponerle nombre al nuevo continente, pero no Américo sino América en honor a su amante María Cano, pirata sin ropa y desvergonzada por naturaleza.

martes, 22 de febrero de 2011

Futuro incierto - Javier López



Por entonces yo trabajaba en una farmacia. Y, aunque tenía el título de farmacéutico, de poco me valía en esa época oscura que me tocó vivir. La humanidad parecía absolutamente trastornada por los acontecimientos y abocada a la desaparición.
Ciertamente, el consejo de un farmacéutico ya no valía de mucho. Hacía años que el Ministerio de Sanidad había impuesto lo que llamábamos el "cóctel", una especie de batido a base de fármacos, cuyo componente principal eran antibióticos, para controlar los múltiples agentes infecciosos que nos amenazaban.
En otro tiempo esto podría haber parecido una locura, porque es sabido que los antibióticos hay que recetarlos con precaución. El sistema inmunológico se acostumbra a ellos y, con la edad, dejan de hacer su efecto. Pero el Ministerio lo tenía todo previsto. Desde que alcanzábamos la mayoría de edad, se nos hacía firmar que nos comprometíamos a morir a los 45, a cambio de seguir teniendo acceso al cóctel. A los niños y adolescentes se les administraba sin ningún trámite.
Así que poco importaba que nuestro sistema inmunológico se degradara. Si no lo tomabas, estabas muerto.

Volviendo a la farmacia, recuerdo el día en el que se produjo un hecho que iba a cambiarlo todo.
Había entrado un extranjero. El aspecto de su cara era realmente repulsivo, y manaba de ella una especie de líquido oleoso que caía a chorros al suelo.
—Necesito una crema para la piel seca —me dijo, y yo sentí que iba a morir de un espasmo.
—Pero oiga, ¿de veras cree que es eso lo que necesita? Yo no le recomendaría... —traté de decirle algo, pero él me interrumpió.
—¿Ya estamos con la discriminación? ¿Estoy equivocado porque soy inmigrante? ¡En mi planeta mi piel es seca! Así que déme la maldita crema y ahórrese sus recomendaciones, o le denunciaré. ¡Haré que le encierren! —y la amenaza la tomé muy en serio, porque la discriminación racial contra nuestros visitantes llevaba aparejada la pena de muerte.
—No, señor, no es eso —le dije mientras iba a la trastienda a buscar un rollo de papel para extenderlo en el suelo, pues varios clientes ya habían resbalado—. Aquí tiene su crema —y se la alcancé de una estantería que tenía a mis espaldas.
Esa misma noche tomé la decisión. Estaba cansado de todo. Me iría a otro lugar para vivir.
Desde que el Ministerio de Interior del Gobierno de la Tierra había abierto las fronteras a los inmigrantes, todo se había vuelto realmente difícil. Llegaban en oleadas en sus naves —a las que nuestros Agentes de Seguridad tenían en múltiples ocasiones que auxiliar a orillas del sistema solar— y estaban cambiando nuestros hábitos de vida y nuestras costumbres, hasta el punto de que yo ya no reconocía la Tierra como el planeta en el que me había criado. Además, estaban el cóctel, la obligación de morir a los 45... Ellos habían traído todos esos problemas y se estaban imponiendo. Todos aprendían rápidamente la lengua terráquea para reclamar sus derechos y amenazarnos si llegaba el caso.
Así que fui yo el que decidí devolver la visita. Ahora me convertiría en emigrante y buscaría nuevos horizontes. Supe de una mafia que fletaba naves con destino a Orión. Cobraban caro, pero incluso proporcionaban los papeles para que no pudieran expulsarte.
Además, había escuchado que allí te permitían vivir hasta los sesenta años.

Blues de la princesa triste (¿qué tendrá la princesa?) - Daniel Frini



Cuando Bella se casó con Lord Bestia imaginó otra vida. No entendía cómo aquel hermoso hombre en que se transformó el monstruo después del beso, podía ser tan asqueroso. No eran sólo los calzoncillos y las medias hediondas tirados por toda la casa, ni la puerta del baño abierta (y el tremendo olor a descomposición que inundaba el Palacio todas las mañanas y para el cual no había tea encendida capaz de neutralizarlo), ni verlo en la puerta del comedor, desnudo y haciendo el elefantito justo cuando ella había preparado una cena romántica, ni los diez hijos, todos, niños y niñas, tan asquerosos como el padre. Lo que más la indignaba eran las reuniones con los amigotes de los cuentos: el cazador de Caperucita, el Ogro de Pulgarcito, Barbazul y el enano Rumpelstikin. Bella llegó a odiar los campeonatos de eructos, los concursos de pedos sonoros, los torneos de meadas desde la Torre Norte que más de una vez le arruinaran las sábanas colgadas a secar en la soga, y las insoportables risotadas que la despertaban así se fuera a dormir al Ala Oeste. Con los años, pasó de Bella, a ser primero Interesante, luego Simpática, más tarde Flaca Arrugada y finalmente Cosa.
—¡Che, cosa, traenos otra jarra de vino! —decía Barbazul.
—¿Porqué no me puedo limpiar la boca con la cortina? ¿Ah? —preguntaba el Ogro, mientras Rumpelstikin ora le levantaba el vestido, ora le apretaba un pecho:
—¡Zoraida! ¡La de las tetas cáidas! —decía a los gritos, y todos reían a carcajadas.
Ya ni siquiera Príncipe Valiente la visitaba, como supo ocurrir en una época, cada vez que Bestia y sus amigos salían de cacería. Tampoco contestaba sus palomas mensajeras.
Recordaba, como si hubiese ocurrido hace instantes, su último intercambio de palabras, en el Mercado:
—Salí, fea —dijo Valiente, y se alejó en su corcel seguido de su guardia personal, mientras a ella se le caían las papas de la bolsa de las compras.
Eventualmente, abandonó a su marido.
Armó su morral y se dirigió al bosque. Consiguió un conchabo; por casa, comida y unas pocas coronas para sus gastos personales, en la casa de los Siete Enanos; alguien debe limpiarla y hacer la comida, ahora que se fue Blancanieves. Sabe que por lo bajo se burlan de ella; pero, al menos, son más decentes y aunque sea por simple piedad, le hicieron caso y ahora levantan la tabla del inodoro cuando van a orinar.

Huellas - Oriana Pickmann


Voy caminando. Mirando el camino porque me gusta fijarme por dónde piso cuando la nieve se está derritiendo. Voy metido en mis pensamientos. Sin querer, y tardando en darme cuenta, noto que un especial tipo de huellas en la nieve ha captado mi atención. Las miro, trato de pisar sobre ellas, siguiéndolas, como en un juego solitario.
La gente que se cruza conmigo seguro quedará pensando en qué tipo tan raro soy, con los ojos fijos en el camino, sin levantar la vista, concentrado en dios sabe qué. Casi tropecé con uno que venía por el sentido contrario, pero por lo concentrado que estaba, ni me preocupé en mirarlo. Pero no me importa, sigo jugando con estas huellas, conmigo mismo.
De pronto, las huellas desaparecen, no hay más. Así, en medio del camino, como si el dueño hubiera levantado el vuelo. Doy media vuelta y las sigo a la inversa, sin pisarlas, sino yendo al lado de ellas. Vuelvo a toparme con alguien, esta vez levanto la cara para pedirle disculpas. Él no me vio. Y cuál sería mi sorpresa al descubrirme a mí mismo, concentrado, persiguiendo unas huellas en la nieve.

domingo, 20 de febrero de 2011

La salida - Oscar Piolini


Mediodía.
Implacable, el sol fundía el asfalto. El pelotón de ciclistas se unía hasta estrecharse lo más posible, cuerpo contra cuerpo, como una lanza buscando penetrar la muralla invisible del viento en contra.
La ruta parecía una víbora que serpenteaba el horizonte de girasoles y pastizales secos. Y el intenso calor subía, tomaba envión en los pedales para trepar por las piernas hasta las caras contraídas y empapadas. No se debe perder el ritmo, se decía él a sí mismo. El ritmo, la pedaleada fuerte y pareja. El ritmo. Sabía que si bajaba la velocidad se descolgaría del pelotón. No se lo podía permitir. La boca seca, pastosa. El casco recalentado le freía el cerebro. Ni siquiera pensaba con claridad. El ritmo. La pedaleada fuerte y pareja. El ritmo.
—¡Estás volando de fiebre, Martín! —le dijo la vieja.
Le dolía todo. Entreabrió los ojos. Trató de estirarse en la cama, pero fue para peor. Miles de punzadas le acribillaron la espalda. La sintió mojada, también mojados el colchón y las sábanas.
Pegada a la cama, la vieja lo observaba en silencio, con esa cara que se contempla a los enfermos que no van a mejorar.
Se le acercó.
—Inclinate un poco de lado, ¿querés? Así te cambio las sábanas. ¡Empapadas están, m ‘hijo!
Entre resignado y obediente, Martín se volteó de lado.
Un virus, había dicho el médico.
Los médicos siempre iguales; de manual, pensó. Cuando no saben qué decir, largan lo del virus. Seguro que es una gripe fuerte, nomás. Me quieren asustar, es eso.
Los escalofríos, de a ratos, le hacían rechinar los dientes. Notó que volvía a caer en ese sopor… Un sopor que ya era bienvenido, anhelado: lo alejaba del dolor. Tenía el cuello agarrotado de tan fuerte que sostenía el manillar de la bicicleta. Bien fuerte, para no caerse. Una caída podría ser fatal. La mirada fija en la rueda del compañero de adelante. No podía perder esa visión. A su derecha, Jorgito, el burgués extraviado, lo miró como si fuese una iguana. Y le gritó:
—¡Ponele huevos, que te estás quedando! ¡Venís muy cargado! Seguilo a Walter.
Walter, el matemático sentimental, pedaleaba adelante, encabezando el grupo con ritmo constante y rápido.
Más allá, Luis, con una mueca de dolor, batallaba inútilmente con el viento.
Eugenio, con el cerebro dividido en varios pedazos, y con esa particular tendencia a huir de las situaciones no bien definidas, subió de golpe varios piñones.
El dolor en la espalda se había vuelto insoportable, era como si cargase a un chino con navaja, que no paraba de apuñalarlo por detrás. Se le acalambraban los muslos. Las piernas ya no lo obedecían. Pensó: Quisiese ser una fiera pero soy un infeliz.
—Las piernas, las piernas me duelen mucho —chillo Martín semisentándose en la cama—. Dame agua, vieja. ¡Tengo mucha sed!
Tragó agua del pico, atragantándose con la misma voracidad de un náufrago en el desierto. Al levantar la mirada, se dio cuenta de que había llegado su tía Coca. También el Cholo. El asunto debe venir rejodido, pensó.
Omnipresente, dominando la escena, el médico se le acercó y lo tomó del cuello con la misma prestancia con que un director de orquesta comienza una opertura.
—Rigidez de nuca —sentenció el galeno—. Hay que punzarlo.
Y a él le pareció oír que la vieja decía algo como “meningitis”. Debía de estar escuchando mal.
En esa fina línea donde la ilusión se entremezcla con la realidad y uno no sabe cuál es cuál, Martín pensó que todo era un juego, una teatralización. Y se le ocurrió que no bien terminase la función, se repartirían masitas y bebidas en vasitos de plástico.
—¡Vas muy cargado! —oyó que le gritaba, de atrás, Clario.
El salvaje domesticado, así lo había apodado él a Clario, una tarde de rodada.
—Piñón chico y no “reboleás”. ¡Mové la piernas y dejate de joder! ¡Te estás quedando!
Dicho y hecho. Se quedó. Se agotó. Se rindió. La fiebre no paraba de subir. Los intervalos lúcidos casi no existían. El sopor lo atrapaba ahora con garras invisibles y lo retenía alejándolo de la realidad del Cholo y la tía Coca. Del médico engrupido y de la vieja emperrada en cambiar las sábanas. Se hundía en esa ruta interminable, volando más que rodando, transpirado, exhausto, sediento.
Jadeando, sin coordinación, sólo alcanzó a ver el oxidado paragolpes frontal de un camión, que lo alejó definitivamente de Jorgito, de Walter, de Luis, de Eugenio y de Clario.


Oscar Piolini

Los martes, fideos de moñitos - Silvia D'Imperio


Ordena lentamente los papeles que un minuto atrás recorría y marcaba con minuciosa, obsesiva prolijidad, su lápiz negro no. 5 de punta afilada. Había tildado cada uno de los números de la lista por cuarta vez, tal como lo exige su tarea. Ahora guarda esos papeles en una bandeja pulcra y gris.
Se levanta y acerca la silla al escritorio en un gesto que clausura su lugar de trabajo hasta el día siguiente, cuando el mismo gesto recorra el camino inverso.
Descuelga de la percha su abrigo gris. Se lo pone y sale, no sin antes apagar la gris lámpara del escritorio.
Camina las seis cuadras que lo separan de su casa. Se detiene en la verdulería y compra las tres frutas que consumirá por la mañana.
También compra el pan. Compra la leche. Y compra, sin pensar, el paquete de fideos moñito: los de cada martes. No hace falta comprar la salsa; sus fideos no llevan salsa, apenas un chorrito de aceite de girasol y muy poca sal.
Abre la puerta, enciende la luz del diminuto living: primero la grande, y luego la lámpara sobre el sillón tapizado de cuerina verde. Entonces vuelve sobre sus movimientos y apaga la de arriba.
Se quita el abrigo. Lo cuelga en una percha idéntica a la que tiene en su oficina y lo suspende del marco de la ventana, para que se oree…
Se quita el suéter verde, lo extiende en una silla que acompaña a su mesa de luz, porque es bueno dejar respirar la lana, Arnoldo. Después de usarla, nunca la guardes enseguida.
Se pone una camiseta muy grande y muy blanca.
Sin descalzarse, se quita los pantalones, los dobla haciendo coincidir las rayas de ambas perneras y, así alineados, los cuelga.
Se pone unos joggins deformados y raídos de indescriptible color.
Siente que se siente distinto.
Entonces, ahí sí, se quita los zapatos…
…y mira hacia arriba, respira lo más hondo que puede, se estira, se levanta, se despeina.
Y comienza a girar.
Y gira. Primero gira lento con los brazos extendidos como alas. Y gira.
Va levantando vuelo, suave. Vuela alrededor de su minúsculo living, esquivando la lámpara-ventilador del cielo raso. Ve su mesa, los fideos moñito, el abrigo suspendido y el suéter de lana tomándose un descanso.
Vuela de una punta a la otra, y en cada vuelta se percibe más ágil, más liviano y transparente.
Disfruta viendo que su vuelo va dejando estelas de luz sobre las cosas: el sillón, el abrigo y los fideos ahora brillan, y él mismo es pura luz como una estrella.
Siente la cara encendida y el corazón trotando imparable al ritmo de su vuelo. Es consciente de ese loco latir, de ese expandirse. Entonces, a punto de salir por la ventana, lo piensa mejor.
Y se detiene.
Y baja.
Y aterriza en el parqué.
Deja caer los brazos, que vuelven a colgar a cada lado de su flacucho torso.
Echa al agua los fideos, y al rato los come despacio.
Reclinado en su verde sillón, iluminado por la lámpara, lee dos poemas —Arnoldo, bien que mal, tiene sus fantasías.
Se lava los dientes y se acuesta.
Ya casi adormecido y por primera vez en todo el día, se le escapa una sonrisa, único signo de placer con nadie compartido.
Se acomoda —apenas un breve movimiento—. Y se duerme sin siquiera permitirse la más mínima arruga entre sus mantas.

viernes, 18 de febrero de 2011

La Comunidad - Javier López


—¡Cómo aprietan estos zapatos! —se quejaba Eduvigis, novicia de la Comunidad de las Carmelitas Descalzas.
—Es que no sé cómo puedes llevarlos con tanto tacón —observó con severidad la madre Lucía, superiora de la congregación.
—Hay que estar guapas, madre. Aunque es cierto: parece que llevara los pies embutidos en dos copitas de vino.
—No me llames madre, hija. Ya te he dicho que cuando no estén otras hermanas presentes, puedes llamarme mamá. Y de copas quien sabe es el Padre Tomás, que las apura con una devoción casi mística.
—¿Papá, quieres decir? —preguntó Eduvigis, en un tono demasiado elevado—. Se nos está alcoholizando, madre.
—¡No grites, hija! Que hasta las paredes oyen en este convento. Y respecto a tu padre, creo que las cosas van a cambiar. Ha pedido confesión con el Hermano Manuel, y quizá una vez que lo confiese, sea el momento de empezar a dejar la bebida.
—¿Mi hermano? No sé si será el mejor ejemplo para papá. Quizá deberíamos hablar nosotras con él.
—Hija, mientras la iglesia siga siendo como es, sólo los hombres pueden administrar el oficio. Así que tendrá que ser tu hermano el que hable con tu padre, en acto de confesión.
—¿Oficio? Lo mío sí que es oficio —y fue sarcástico el tono en que lo pronunció Eduvigis.
—Pero hija, ¿qué dices? ¿no te referirás a...?
—Pero madre, ¿para qué crees si no que me compro zapatos de puta, con lo delicados que tengo los pies?

Con traje y corbata - Xavier Blanco


El día se presentaba esquivo. Se había despertado al alba con una sensación extraña. Era la misma que tenía después de una pesadilla, de un mal sueño, pero esta vez no recordaba nada. Hacía tiempo que el cofre de los recuerdos había perdido nitidez: ya no había detalles, sólo lugares sin nombre, momentos sin fecha, personas sin cara.

Se había levantado y aseado a conciencia. Y, como si una fuerza extraña le guiara, se engalanó con una camisa blanca, una corbata azul, y el traje de las grandes celebraciones. Todo ello sin razón, sin motivo aparente alguno. Hacía tiempo que no tenía nada que hacer y nada que celebrar, sólo vivir, y eso le ocupaba todas las horas del día. Había sido un hombre importante. Se miró al espejo y no reconoció su cara. Se ajustó el traje. Siempre hay que ir vestido para la ocasión –pensó-. Y las ocasiones pueden aparecer en cualquier momento, en cualquier esquina.

Salió al balcón. Un cielo azul invadía el paisaje y un sol brillante, dorado, había convertido el frío del otoño en una suave brisa de primavera. Cogió el paraguas, por si acaso. Mientras descendía por la escalera, camino de la calle, saludó a Don Genaro, el portero. No hubo respuesta. Le sorprendió. Miró su reflejo en un escaparate, seguro que no lo había conocido. Él tampoco se reconoció.

Siguió calle abajo, cogió el diario, saludó, pagó. Nada, nadie contestó. Como si no existiera. Se asustó. Se sentó en un banco del parque y cerró los ojos en señal de cansancio. Se sentía sólo, vacío, se extrañaba. Miró a su alrededor: el trinar de los pájaros, la brisa que soplaba, el color de los árboles. Se vio en un niño que correteaba, se reconoció en la sonrisa de un adolescente, se halló en las caricias de unos enamorados…

Abrió el diario y, mientras ojeaba aquellas páginas, se encontró con su foto, con su nombre escrito, con su biografía. Leyó la noticia y le entró frío: había fallecido la noche antes. Recortó la esquela y se la guardó en el bolsillo. Dobló el diario y lo dejó en el banco. Se ciñó el nudo de la corbata y abrió el paraguas. Abatido por la noticia inició pesaroso su caminar hacia el infierno, sin despedirse de su vida.

© Xavier Blanco 2011.
Tomado del blog Caleidoscopio http://xavierblanco.blogspot.com/2011/02/31-con-traje-y-corbate.html

Galatea de los mares - Claudia Sánchez


Todos sabían que al rey Pigmalión le molestaba el temperamento histérico de las mujeres, sobre todo si éstas no eran hermosas. Nadie se extrañaba de que pasara sus días esculpiendo a su mujer ideal: una preciosura de mármol blanquísimo a la que llamó Galatea. Solía hablarle a la piedra cual si fuera su dócil amada. No pocas veces yo, que lo asistía, temí por su cordura.
Una vez finalizada su magnífica obra, el rey sintió que la amaba con pasión y rogó a los dioses que insuflaran vida a su estatua para que terminara con la soledad de sus días. Yo también rogaba.
Finalmente se apiadaron de nosotros y Galatea cobró vida.
Tal era la alegría que sentíamos los tres, que fuimos a agradecer a los dioses a la orilla del mar. Galatea no dejaba de alabar a su amo y Pigmalión no cesaba de elogiarse a sí mismo por tal perfección.
Después de la primera zambullida de los amantes, comprendí que mi ruego también había sido escuchado.
Mi padre nadaba convertido en un enorme y tosco cetáceo y Galatea volvía a ser una estatua, pero de oscuro bronce y con cola de pez, encallada para siempre en los acantilados. Y yo, agradecí a los dioses el comienzo de mi nueva vida.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Acorde perfecto – Héctor Ranea


En el pequeño coro de la capilla, allá arriba, estábamos los tres, el rengo César con el violín, la jovencísima Ana al órgano positivo y yo.
—Dame el La —dijo César a Ana.
Un seductor La resonó en la iglesia dejando una atmósfera dulce. A continuación, César probó el unísono con su violín, pero antes de que terminara la reverberación, dijo:
—Dame el Fa.
Ana lo miró cómplice y sonó dicha nota, que con el La anterior parecían casarse de bastante mala manera, aunque feneció al instante.
Por su parte, César ensayó el Mi bemol de la misma octava e, inmediatamente, tocó el Mi. El cura, allá abajo, se sorprendió primero, luego corrió, ante la sorpresa de los fieles, hacia la puerta de entrada al coro pero ésta estaba trabada por dentro. Uno de los vitrales comenzó a dar una llama verdadera que salía de la parrilla de San Lorenzo. La llama creció. El cura se desesperó allá abajo. César y Ana parecían amarse apasionadamente tocando el Mi contra Fa perfecto. Un crujido en la pequeña nave preanunció el derrumbe. Mi hora había llegado. Entré en varios de los fieles. Cada vez que me dejan el “diabolus in musica” aprovecho. No seré el diablo, pero qué me importa si a mí lo que me interesa es la sangre.

Otra vez - Luisa Hurtado González


Estuve mucho tiempo con los ojos cerrados, respirando con dificultad, sólo alcanzaba a oír murmullos indescifrables, tenues pasos, roce de ropas, una puerta cerrándose y abriéndose suavemente. Descansé unos instantes más intentando reunir mis fuerzas. Cuando abrí los ojos, los ruidos crecieron a mi alrededor y aparecieron un par de caras amigas, él también estaba allí:
—¿Estás bien?
Y entendí que necesitaba que yo asistiese a su pregunta, que necesitaba mi sí, tan confuso, triste y desamparado empezaba a sentirse.
Le sonreí, ojalá que con la mejor de mis sonrisas.
—¿Y tú?
Y me sonrió con su mejor sonrisa.
¿Qué podía decirles? Que lamentaba el dolor que iba a causarles, que había muchas palabras y poco tiempo, que sentía dejarles solos, que… Busqué su mano y, al encontrarla, sonreí de nuevo, cómo no hacerlo al contacto de su piel.
—No os preocupéis, sólo estoy algo cansada.
Sólo me dolía el nudo que tenía en el pecho. Era la emoción, la maldita emoción que me impedía hablar con tranquilidad.
Ya casi no quedaba tiempo.
—Por favor, no me sueltes la mano.
Y un vértigo empezó a invadirme, obligándome a cerrar los ojos. Por un momento, quise coger fuerte su mano con las mías, pero se hubiese asustado, así que suavemente, imperceptiblemente, se la empecé a acariciar. La sensación de calor en mis dedos se iba perdiendo, me caía sin remedio. Cuando dejase de sentir, estaría sola en aquel agujero. Ya había dejado de ser, y no podía tan siquiera razonar lo que estaba ocurriendo. Todo era negro, no había nada, me quedaba solamente aquella suave oscuridad. ¿Iba a ser esto todo? ¿Así? No sé cuando, simplemente más tarde, empecé a sentir como un latido que inundaba aquel espacio, que me adormecía de puro monótono y constante. Ya no había días. Ya no había noches. Sólo aquella negrura y aquel tranquilizador ruido sordo que parecía acunarme. No, mientras había estado viva jamás había imaginado una eternidad así, un cielo u otra vida así. ¿Qué es esto? Un acompasado sonido en la oscuridad. Nada más. Ni el espacio, ni el tiempo.
En un momento, idéntico a otros muchos momentos, todo se trastocó. Me empujaban, primero despacio, más tarde con prisa, violentamente, hacia aquella luz difusa que se había abierto sobre mi cabeza. Mi suave universo me expulsaba con furia de él, de la luz algo áspero tiraba de mí. Hasta que me sacaron. Grité, lloré, ¡tenía tanto miedo!; entonces, oí unas palabras.
—Señora, es una niña.
¿Cómo entender su significado? Tenía que remontarme tan lejos para comprender….
Después de una eternidad, me colocaron junto a una piel suave y caliente, que me trajo el recuerdo, apenas un instante, de otra que acaricié buscando tranquilizarme un día. Cuando comprendí que aquella piel era mi refugio y oí, muy quedo, un latido, dejé de llorar.

Tomado del blog Microrrelatos al por mayor

¿Quién sabe? - Fernando Puga


Hace un tiempo, mientras acomodaba viejos libros, de uno de ellos cayó un pequeño trozo de papel amarillento; la hoja arrugada de alguna antigua agenda. Algo estaba escrito en ella.
Desde chico tuve facilidad para armar rompecabezas, descifrar códigos. Soy un gran aficionado al sudoku y cuando me topo con uno de esos juegos de ingenio en los que hay que separar dos piezas trabadas entre sí no me detengo hasta resolverlo. Es más, dentro del departamento de historia americana soy el principal paleógrafo; especialista en transcribir viejas crónicas de conquistadores españoles, muchas de ellas apenas entendibles para cualquier lector moderno. Por todo esto, no es de extrañar que sin demora me haya abocado a la tarea de desetrañar el significado de ese extraño garabato.
A pesar de mis habilidades no pude con el papelito; el tiempo y el olvido, con la eficiencia acostumbrada, borronearon esas extrañas letras, si es que de letras se trataba. Lo guardé en el bolsillo de mi saco, el que llevo puesto todos los días. Al principio lo recordaba de vez en cuando o me topaba con él inesperadamente. Durante unos cuantos viajes hacia el trabajo me entretuve jugueteando con él entre mis dedos; volvía a observarlo con detenimiento tratando de encontrar el sentido de esos signos inasibles y lo regresaba a su lugar.
Poco a poco y sin que yo lo notara el papelito empezó a llenar todos los espacios del día. Al despertar es lo primero que busco sobre la mesita de luz, lugar donde lo dejé un instante antes de apagar el velador la noche anterior. Mientras desayuno lo apoyo sobre la mesa junto a mí y fijamente lo contemplo ansioso, a la espera. Cada día tardo más en salir de casa. Durante el día me distrae de todos mis quehaceres habituales; están a punto de suspenderme en mi trabajo por incumplimiento, mi mujer hace ya un mes que se fue con los chicos sin decir adónde y sus rostros se desvanecen hasta volverse uno, confuso, imagen de otro mundo. Sé que estoy sucio, pero no me atrevo a bañarme, no sea cosa que se moje mi tesoro inescrutable y el papel se desbarate.
Hoy no fue un día más. Tomé el papel como siempre a primera hora de la mañana y súbitamente comprendí.
De inmediato lo estrujé y lo arrojé al tacho de basura. Busqué en el fondo del ropero mi viejo morral, guardé en él unas pocas cosas, y con el morral colgado al hombro salí. Hace ya varias horas que camino a paso firme. Quedó atrás la ciudad, la última casa. No me detendré hasta encontrar la cueva donde perdí la memoria.
Si acaso alguien me busca, tendrá que dejar que sus pasos lo traigan hasta mí. ¿Quién sabe? Acaso con el tiempo digan que soy el loco que vive en la colina.

lunes, 14 de febrero de 2011

Príncipes y Sapos - David Moreno


Al príncipe azul que viste un jubón tejido de oro, un coleto bien ceñido a la cintura, un calzón verde oscuro y adornado con oro, valona de encaje, botas de ante, una capa morada y un sombrero negro con una pluma verde, le ha llegado la hora de elegir princesa.

Conocedor de la leyenda, sabe que no la encontrara tan fácilmente en castillos ni palacios, ni siquiera entre plebeyas. Sí, en forma de sapo a quien deberá dar un beso para que se produzca la ansiada transformación.

Y justamente hoy, cuando el cielo se ha coloreado de un naranja especial al amanecer, siente que será el día y, sin dudarlo, sale a pasear con su caballo siguiendo el curso del río.

En medio de la frondosidad del bosque, se para a descansar sentándose en una roca próxima a la orilla. El silencio sólo se rompe fugazmente al pasar alguna bandada de pájaros. Después, de nuevo silencio y tranquilidad. Hasta que de repente, atraído por un sapo que croa y le mira como nunca antes lo había hecho ningún sapo, le da un vuelco el corazón.
Excitado, el príncipe se aproxima hasta él, se coloca de rodillas, contiene por amor unas arcadas provocadas por semejante bicho baboso y se dispone con los ojos cerrados, a darle un beso con la esperanza de que al abrirlos, éste se convierta en la bella dama de cabellos de oro. Pero cuando está a punto de rozar sus labios, oye croar desde la otra orilla a otro mágico sapo que también le mira. Y a unos metros, otro más, y otro a la derecha… Son decenas de ellos, croando y reclamando su atención.
Desconcertado, el príncipe no sabe qué hacer, no sabe por cuál decidirse. Ignora cuál es el verdadero y teme, ahora, equivocarse.

Tomado de No Comments

Acerca del autor:
David Moreno

Presente, pasado, presente - Pablo Moreiras


Hoy la tarde ha dado un giro inesperado. De repente, al dar las seis en una esquina me he encontrado contigo, o mejor dicho con tu espalda. Y te he seguido, sigiloso y a distancia, me he dejado llevar por tus deseos, por tus calles y rincones, como un espía o un voyeur, y la ciudad ha sido otra, poco a poco, ha ido cambiando de reloj y de horizonte, de sonrisa y de mirada, de paisaje; y su luz se ha vuelto oblicua, y se ha inclinado interrogante, algo más real, con más arrugas e imperfecciones en mi rostro, para luego acariciarme, y entonces los aromas, los colores, el lugar de una infancia extraña y recuerdos que he dudado míos; y he vuelto a descubrir la vida desde abajo, a poco más de un metro del suelo las tardes son más largas, y el horizonte cuando arde es una fábrica de sueños; y así, en mi persecución absorto y perdido te has dado la vuelta, y me has mirado en silencio, y me has preguntado quién soy, y no he sabido contestarte.

Tomado del blog Poesía, se vende


Acerca del autor:

Era de camarón - Sergio Astorga


En éxtasis, cómica y mártir, el alba huele a carne macerada y se entume en el cristal la imagen de novicia que desgarra al que la mira.
Ha perdido la cabeza y tiene miedo de contagiarse y corre de muro a muro y nunca la miel de la caricia tocó sus pensamientos.
Lo que está en su cuerpo no sale de su cuerpo.
Y el fuego, en su jungla tiene tregua; un hormiguero de apetito y ungüento de sal que se fastidia.
Antes del reino húmedo del viento ya su vientre ensuciaba las sábanas de premoniciones, de futuras contiendas que nunca llegarían.
Vino del mar y los ocres de la piedra le dieron ese rostro y muchas bocas le dieron nombre.
Su sonrisa sangra de su vientre y es un signo que flota y demasiada noche la penetra.
Su era es la del agua y la temperatura del azul es la ceniza que la tizna.
Arde como la piedra filosofal y deja la rosa de los tiempos clavada en la intimidad de los libreros.
Inoportuna y plural, el silencio de lo amado sufre, como sufre el ojo cuando arde.
Era el giro detenido del sexo y la nuca del sueño.
Era inaplazable la sed de sus entrañas y el torbellino de la nada.
Y era de camarón su torrente de signos.
Si. Era de camarón el delirio de sus muslos.




Tomado del blog Antojos

Acerca del autor:
Sergio Astorga

El vórtice - María Felicidad López Vila


En la soledad de la madrugada brillaba altiva la luna, mientras escuchaba los lamentos de la hechicera, reclamando las caricias de su amado, en una noche tan fría. El recuerdo fatídico del momento en que los separaron brotó en su memoria atravesándola como una daga: fue después de Solsticio de invierno, un día gélido de cielo pálido y tierra mojada. Su deseo de venganza y de devolverlo a la vida era cada vez más fuerte. Un nuevo murmullo la devolvió al momento actual; era el silbido del viento que se filtraba por las paredes agrietadas de la mansión, susurrándole en sus oídos que el mago todavía la amaba y que su alma estaba atrapada en una dimensión tenebrosa. Gritó su nombre y su garganta se desgarró de dolor pero sólo el eco le contestó. Agachó la vista y bajo sus pies, tapados por el polvo, había un Pentáculo de cerámica deteriorado. Se introdujo en el centro del círculo y en la punta superior de la estrella sintió cómo por ella penetraba el espíritu eterno de la Diosa conexionando su alma con el de la madre tierra. Mientras ella invocaba al Poder Supremo, su potestad mágica suspiraba entre el cemento, deslizándose por las calles y elevándose hasta el firmamento. El pórtico tridimensional donde los difuntos podían acceder al mundo de los vivos comenzaba a ensancharse, entre los vórtices de metal, aire y fuego. El cielo se encontraba con la tierra en el mayor de los intermedios, la media noche, y lo superior se unía a lo inferior dejando fluir libremente toda la fuerza mágica latente.

Feliz aniversario - Víctor Lorenzo Cinca


Regresa a casa pasadas las once y mientras cierra la puerta con sigilo lanza —alargando las os más de lo habitual— un hola cariño, qué tal, que se queda sin respuesta. Cuando aparece por el marco de la puerta, todavía sin sacarse el abrigo, encuentra a su mujer de brazos cruzados, apretando los labios y frunciendo el ceño.
—De dónde vienes a estas horas —le pregunta a quemarropa.
—Nada, que he tenido que ir...
—Cállate, haz el favor. No aguanto más excusas. En realidad me da igual de dónde vienes. Cada año lo mismo. ¿No sabes qué día es hoy?
—Cariño no te pongas así, yo te lo explico; resulta que...
—Ni siquiera lo recuerdas. Debería darte vergüenza. Pero que va a darte a ti, que jamás en todo este tiempo has tenido un detalle conmigo. La culpa es mía, por esperar un gesto tuyo. Si ya no te pido joyas, o viajes, o un fin de semana romántico en un hotel, tú y yo solos. Si me conformaría con unas flores. Pero ni eso. Mira que soy ilusa.
—Princesa, no te pongas así. Lo que ha pasado es que....
—Vale, por favor. Y no me llames princesa. Estoy harta del mismo número cada año. Mira, ¿sabes qué? Me voy a la cama. Y que duermas bien en el sofá. A ver si así la próxima vez te acuerdas.
Cruza por su lado sin tan siquiera mirarle y cierra la puerta del dormitorio con un sonoro portazo. Desconcertado, arrastrando los pies, sale de la salita y se acerca al armario en desuso que hay en el pasillo. Tantea la parte superior, a ciegas, hasta que da con una pequeña llave. Tras soplarla para quitarle el polvo, la utiliza para abrir con un chirrido el cajón inferior y colocar —sobre un manto de pétalos secos, unas reservas de hotel caducadas y unas viejas entradas de teatro— una cajita, adornada con un lazo, que contiene el anillo del que tanto le ha estado hablando ella durante las últimas semanas. Cada año igual, se dice, y encaja su cuerpo en el estrecho sofá.


Tomado de Realidades para Lelos

sábado, 12 de febrero de 2011

Sudor - Mirta Varela


Andaba yo boleando cachirlas, como decía mi abuela, cuando una mujer voluminosa me interceptó el paso. Sobre su labio superior se acumulaban unas cuantas gotitas (de sudor, pienso) suspendidas ellas de sendos pelillos de bigote que la dama portaba no sin cierta elegancia. ¿Que cómo pude percibir tantos detalles? No olvidemos que estoy hablando de un sueño, de la materia más primigenia y elevada a la que el ser humano tiene acceso, uno guarda de ellos registros extraños y notables. Lo cierto es que clavé la vista en esas minúsculas gotitas mientras el rostro se agigantaba y la dueña (supongo que era la dueña y no una cruel secuestradora) profería desarticulados gemidos, gritos y estertores. Cuanto más desarticulados y estentóreos, más gráciles e iridiscentes las gotitas. Como el clímax de una obra musical y los bailarines. Ellas parecían aferradas a toda costa de las puntas de los pelos y pronto se le sumaron otras que se enroscaban en los cruces y las bifurcaciones. El sol cabía en cada una y se agitaba en torno de la Tierra y yo comencé a sentir el balanceo de mi vientre pugnando por salir. Un sol se tragó a la gorda y rodó con ella dentro hasta el fondo de la avenida arrastrándome en una marcha lisa, oscura, de fratacho. Pero yo soy la gorda que mira su sudor en las pupilas de un extraño y me indigno de que se hayan escapado hasta allí y estén desnudas, bailando como locas. Caigo y escucho el estrépito de las zapatillas de los jugadores haciendo vibrar la madera del piso y soy una gota de sudor debajo del aro. Despierto en un charco de transpiración.

Viernes – Mirta Varela


Delfina desplegó con morosidad su pelo negro sobre la almohada con holandas.
El suave aroma del espliego parecía acariciarle el hombro y el pecho, sus grandes senos morenos. Pasó la mano tibia, con cuidado, por el vientre levemente abultado. Cerró los ojos. La mano siguió su sigiloso camino hacia el vello del pubis y allí se quedó quieta, como dormida. La respiración se le hizo ronca y agitada.
Cinco meses son veinte viernes. Uno tras otro, uno tras otro, Delfina espera.
Si alguna vez volviese. Si alguna vez pudiera hundir la nariz en su pecho duro y poblado de pelos entrecanos. Si pudiese sentir ese olor que es mezcla de sudor de caballo y sudor de hombre.
Cada viernes, en la siesta, cuando la casa se aquieta y las chicharras taladran el aire espeso y quieto, ardiente, Delfina se soba con lavandas, desnuda. Cepilla el pelo sobre la almohada de encajes y se abre sobre las sábanas frescas como si fuese un capullo de jazmín.
Y allí lo espera.
Cada vez renueva sobre sus piernas el roce áspero y frenético, la brutalidad con que la montara y la voz quebrada diciéndole que era su yegua favorita.
Cinco meses son veinte viernes. Uno tras otro, uno tras otro y siempre el mismo.
Pero a Floreal le basta con uno para preñarla y asegurar su descendencia.
Habrá que seguir esperando y ver crecer el vientre y entonces, después del alumbramiento...
Después habrá algún viernes nuevo.
O Delfina se mata.

Regreso a casa - José Vicente Ortuño


Guiado por un instinto ciego y un hambre atroz, excavó con furia la tierra húmeda y salió de su tumba. Se puso en pie tambaleándose sobre sus piernas descarnadas, a duras penas cubierto con un traje que odió en vida, su traje de boda, con el que lo habían amortajado y que, ahora, tras haber atravesado excavando dos metros de tierra, le colgaba hecho jirones. No le importó que cayesen finos copos de nieve, que se iban depositando sobre su lápida.
La mente de un muerto viviente no destaca por su lucidez ni rapidez de respuesta. Por eso, cuando miró la losa sepulcral, le costó un tiempo comprender el significado de las sencillas palabras que allí había grabadas: “Tanta paz lleves, como descanso dejas”. Una avalancha de recuerdos, espesos y brumosos, acudieron a su mente. Sin embargo, fueron suficientes para hacerle sonreír, aunque la mueca que apareció en su rostro putrefacto distaba mucho de parecer una sonrisa.
“Sí, María, fui un maldito cabrón que te maltrató de palabra y obra” —reconoció, aunque sus cuerdas podridas vocales fueron incapaces de emitir sonido alguno—. “En varias ocasiones pude haberte matado y no lo hice. Es hora de terminar lo que comencé.”
Salió del cementerio renqueando, junto con cientos de cadáveres que, como él, habían vuelto a la vida y buscaban saciar ese hambre que los corroía por dentro y los guiaba hacia la carne palpitante.
Las calles estaban repletas de muertos que deambulaban arrastrando los pies en busca de personas vivas. A veces tenían suerte y encontraban a alguno que se atrevían a salir de su escondrijo en busca de comida, aunque solían ir armados de cualquier cosa que sirviese para cortar o aplastar las cabezas y vendían caras sus vidas.
El hambre le obligó a sumarse al desmembramiento de un pobre imprudente, que no había cerrado bien la puerta de su escondite. La carne palpitante se deslizó por su reseca tráquea, pero el hambre atroz quedó insatisfecha a pesar de engullir una buena porción. Cuando no quedó nada que comer, algunos cadáveres ambulantes se marcharon, otros se quedaron quietos, con la mirada perdida, a la espera de que algo vivo se pusiese a su alcance.
Llegó a su antiguo hogar, si tal nombre se puede dar a un sitio donde la violencia y el sufrimiento eran cotidianos hasta que él falleció de un infarto. Recordó que su esposa lo vio morir y no hizo nada, ni siquiera llamó a urgencias. “¡Puta desagradecida!”, rugió.
La puerta estaba abierta. “¡Zorra inútil!”, farfulló. Durante unos instantes se sintió desorientado. La casa había cambiado. Las paredes estaban recién pintadas, había muebles nuevos. “¡La furcia ingrata no me ha guardado luto!”, gruñó. Entró en el salón. Su viuda leía sentada en un sillón. Esperaba que ella se pusiese a gritar aterrorizada al verlo entrar de nuevo. Sin embargo, simplemente levantó la vista del libro.
—Te estaba esperando, hijo de puta. Has tardado más de lo que esperaba, se ve que ahora eres más idiota que cuando estabas vivo, si ello es posible —dijo con un tono de voz tan frío, que hubiese helado la sangre de alguien que no fuese un zombi, y añadió con ironía—. Ya ves, pensaba que al fin estaba viuda y ahora tengo que pedir el divorcio.
El hambre le cegaba el corto entendimiento que puede tener un cerebro podrido. En el fondo de su mente ardió el deseo de golpear a aquella mujer hasta hacerla sangrar, como tantas veces lo había hecho, sin embargo, el hambre le imprimía un único pensamiento: ¡Morder, desgarrar, devorar!
Avanzó hacia su viuda. Ésta, sin inmutarse dijo:
—Te presento a mi abogado —levantó la mano, que hasta entonces había mantenido escondida, en ella sostenía un revólver.
Lo último que vio el zombi fue el dedo que se tensaba en el gatillo y el tambor del revólver que giraba…

Ilustración: M9 (detalle) Marco Maiulini. http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini Todos los derechos reservados. Reproducido por gentileza del autor.

Rebelión en la huerta – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¡No lo puedo creer! ¡No es posible!
—¿De qué hablás?
—Mirá la tele. Ese periodista especializado en sectas satánicas está entrevistando a un flaco disfrazado de cura o algo así.
—La tele miente, muñeca, volvamos a lo nuestro.
—Pero es que no lo puedo creer. Está diciendo que van a hacer otra religión porque están en contra de la que lidera el coso ese del Vaticano.
—¿Estás escuchando eso?
—No. Lo leo abajo.
—A eso no le des bolilla. Si te interesa más de lo que te digo levantá el volumen y escuchalo.
—Pará, nena. No te pongas así. Es que no puedo creer lo que estoy leyendo.
—La que no te puede creer soy yo. ¿Me cambiás por un flaco disfrazado de…? —Se dio vuelta para mirar la tele—. ¡Ese tipo se parece al flaco Marzini, el de “Rentas presuntas”! ¿De qué se disfrazó?
—¿Ves lo que te decía? Es imposible que esto esté pasando.
—No me extrañaría que no esté pasando, te digo. ¡El flaco Manzini líder de una religión! No puedo creerlo.
—Ahora te enganchaste vos…
—¿Y qué querés? El flaco es el último tipo al que hubiera pensado como religioso… Además, es un nabo.
—Subamos el volumen. Quiero saber qué dicen.

—Explicaba usted, licenciado, que proponen una nueva religión. ¿Cómo es que llegan a ese punto y por qué la llaman religión?
—Llegamos por una cuestión elemental. Si uno que es papa puede elegir santos, ¿por qué no puede hacerlo otra hortaliza, otra verdura?
—Usted está confundiendo los términos, licenciado.


—¿Viste que te dije que era un nabo?
—¡Shhh! Dejame oír.

—Para nada. Nosotros, los nabos, queremos elegir santos y los santos los elegimos de acuerdo a nuestros propios cánones. Después de todo, ser papa no indica superioridad ni prevalencia. Y ahora que hemos tomado conciencia del asunto, en la huerta se ha producido cierto revuelo, qué quiere que le diga.
—Sigo insistiendo en que se pasaron de la raya, amigo.
—¡Ustedes los periodistas especializados ven todo con ojos del dogma! Nos acusan de sectarios, pero los nabos también tenemos derecho a elegir santos y sanseacabó.
—¿Y por qué no cualquier zapallo, o tipos a los que todo les importan un pepino?
—Ya hablaremos de eso en su momento.
—¿Y los que sólo pueden ser calificados de zanahorias?
—Detecto cierto aire de suficiencia en usted, algo que sólo engendrará violencia.
—Mire, la verdad es que le hacen un flaco favor a las causas de integración. Esta es una burla.
—¿Burla? ¡Ya va usted a ver cómo será su vida sin lechuga o cebollas! ¡Y vamos por más!
—No use ese lenguaje revolucionario para expresar estas zonceras. Ustedes son la antítesis del pensamiento. No sé por qué me mandaron a hacer esta nota. —Mira hacia la cámara con aflicción, se muerde el labio inferior y sacude la cabeza.

—Este nabo está completamente del tomate.
—Los tomates son los que están volando contra el periodista.
—¿Quién los tira?
—Nadie. ¡Están volando solos!
—Estos de efectos especiales hacen cualquier cosa.
—¡Te digo que no! Los tomates vuelan solos.

—Bueno, querida audiencia —dice el periodista especializado— como pueden ver, la intolerancia de los nabos asociados hace que me bombardeen…
—¡Los tomates han venido a salvaguardar mi pundonor!
—¡Cállese, que cada palabra que dice lo mete en un peor berenjenal! Esto sólo confunde a la gente. Son una secta de nabos y nada más. ¡Un nabo no puede nombrar santos! ¡Anatema contra los herejes! ¡Violadores de la fe!


—Che, me parece que el periodista se fue al carajo, ¿qué pensás vos?
—Y sí; me temo que no es muy objetivo. Al final, me parece que tiene razón el flaco. Me voy a anotar en su Facebook.
—Me parece que yo también.

—¡Patán, miserable, funesto, desventurado, nefasto!
—¡Viva la santa cebolla! ¡Viva el santo Sugarfoot! ¡Viva la remolacha azucarera!
—¡Animal, desdichado, torpe! Hermanos televidentes, les envío un abrazo ecuménico y pastoril desde esta cueva de torpes herejes…

Mientras los insultos suben su voltaje, la cámara abandona a los adversarios y se sumerge en un piadoso corte comercial. L’OSSERVATORE ROMANO, su diario de cabecera. Se proyecta reavivar el fuego de las hogueras para incinerar a los nabos herejes. Claudia Schiffer, ¿santa o puta? No confundamos el amor por los niños con “otra cosa”. Festeje el cumpleaños de Cristo como se debe. Curas payasos animarán su celebración. Sólo ser papa garantiza la fe; aléjese de los cantos de sirena de cualquier zanahoria. L’OSSERVATORE ROMANO, su diario sagrado.

Ilustración: M9 (detalle) Marco Maiulini. http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini Todos los derechos reservados. Reproducido por gentileza del autor.

jueves, 10 de febrero de 2011

Sandalias de charol - Alex Jamieson


Subí al colectivo y elegí un asiento de uno. Ahí estaban. A mi derecha, cerca de la ventanilla. Hermosas. Negras. De taco alto. Charoladas y con hebilla dorada. Perfectas. Los pies que las calzaban no tanto. Eran unos pies ajados, marchitos, que nunca hubieran podido lucirlas ni caminar con gracia en ellas. Noté que hablaban animadamente con las zapatillas de al lado. Pensé que iban juntos y hubiera jurado que eran abuela y nieto. Me sorprendió mucho que las zapatillas de pronto se acercaran a la puerta para tocar el timbre, dejando a las sandalias sin saludarlas con el apego esperable de aquel parentesco. Me bajé del colectivo convencida de que las sandalias sólo viajaban en colectivo para calmar la soledad. Esas sandalias sólo evitaban que aquellos pies cumplieran con su función básica de sostenimiento. Sólo les permitían participar de una charla en posición de descanso. Perfectas para charlar.

Congelado en el tiempo (Círculo 2) - Carlos Daminsky


Matemática zombi, albedo apocalíptico

Uno más uno. La destrucción eleva más allá del cielo escoria y aerosoles. Uno más uno. Todo se reduce a lo mínimo. Los óxidos de nitrógeno en las capas estratoféricas se acumulan y el invierno nuclear ya está aquí. Uno más uno. Es muy simple. Ciudades de hormigón congelado. Hambruna. Una más uno.

Sueños de uranio

4510 millones de años son los que restan para desintegrarme, y mientras quedaré en esta forzada vigilia; quebrada y medio extinta, en la que se corrompe la antigua carne. Te invito a cargar con el peso de esta maldición.

Sintomático

La cosa no iba contigo, eso pensabas hasta que llegó el turno de la mano que lanzó la llamarada del fuego final. Entonces tu indiferencia, ya tarde, se deshizo en trozos. El nuevo caos aterrador de las partículas gamma, eran los gritos del silencio.

Tejedor

¿Puedo comprender lo que hago?¿O simulo que comprendo? ¿Hay algo en mí natural? La sensación de estar impuesto es como el ocaso rojizo, ahora que la luz solar apenas duras unas cuantas horas; cuando el cielo se despeja de cenizas.

Historia inconcebible mal contada – Héctor Ranea


Maese Huargacamán, archivelador de la Secretaria de Estado kungeliforme de Marte, se sentó en la silla que le ofrecía el Interpelador de la Fe, el Arcipreste Niccolò Hutad i Asma quien a su vez se había levantado de una posición bastante genuflexa frente a Monisior Namaesti, inquisidor en jefe, condestable de purgas, amanuense de pascalerías y torturador sagrado, quien había llegado al planeta de reciente.
Huargacamán tenía miedo, se sabía que Namaesti era implacable y todo lo que podía quemar, lo quemaba. De hecho, ya el aire de Kolonia Aubisonia estaba colmado de ese olor a azúcar quemada del papel ardiente, en la que los colonos debieron echar a las llamas los libros de los uhurenses, de los korindegones, y todas las especies marcianas. Namaesti no toleraba esa intraculturosidad que estaba rondando en el aire. Pero empezaba a regir el Protocolo del Monte Olimpo y era, por ende, el turno de los herejes. Y Huargacamán encabezaba la lista de ellos. Es más, se lo consideraba su líder.
Su herejía era pensar y predicar que los terrosos venían de un planeta exterior, lo cual estaba en contra de la legislación marciana que exigía que todos fueran originarios del planeta para poder aspirar a tierras.
Las convicciones de Huargacamán eran tan fuertes que muchos comerciantes de la zona de influencia de su secta empezaron a temer por sus propiedades y demás bienes, ya que si se ventilaban esos trapitos de la propiedad y demás azobotalenas, sus negocios no serían tan redituables, primero porque los marcianicas no irían a comprarles y segundo porque los gobernantes les cobrarían más impuestos.
Como Huargacamán era ignífugo, para Namaesti el ritual del fuego se le complicaba bastante, porque aún con un láser que hiciera estallar un artefacto quarconio de tercera generación, el gobolita saldría indemne. Además era soltero y no se le conocían parejas estables.
De todas maneras el Namaesti estaba contento. Las humaredas habían empezado a aniquilar por asfixia a todos los seguidores de Huargacamán así que éste quedaría más solo que dentro de un chaleco de salchichas y su movimiento aplastado no resurgiría.
Después de algunos lustros de torturas, Huargacamán fue dejado en libertad. Lo primero que hizo fue hacerse servir un cologo de birsa bien alcohólica, lo segundo conseguirse una mujer y finalmente fue al lugar donde escondió el equipo de clonadores. Trabajaría horas extra, pero cuando apareciese por Kolonia Aubisonia con su cohorte de seguidores, a Namaesti se le congelarían los terrenos, los dos porque se decía que tenía sólo dos.