Hace un tiempo, mientras acomodaba viejos libros, de uno de ellos cayó un pequeño trozo de papel amarillento; la hoja arrugada de alguna antigua agenda. Algo estaba escrito en ella.
Desde chico tuve facilidad para armar rompecabezas, descifrar códigos. Soy un gran aficionado al sudoku y cuando me topo con uno de esos juegos de ingenio en los que hay que separar dos piezas trabadas entre sí no me detengo hasta resolverlo. Es más, dentro del departamento de historia americana soy el principal paleógrafo; especialista en transcribir viejas crónicas de conquistadores españoles, muchas de ellas apenas entendibles para cualquier lector moderno. Por todo esto, no es de extrañar que sin demora me haya abocado a la tarea de desetrañar el significado de ese extraño garabato.
A pesar de mis habilidades no pude con el papelito; el tiempo y el olvido, con la eficiencia acostumbrada, borronearon esas extrañas letras, si es que de letras se trataba. Lo guardé en el bolsillo de mi saco, el que llevo puesto todos los días. Al principio lo recordaba de vez en cuando o me topaba con él inesperadamente. Durante unos cuantos viajes hacia el trabajo me entretuve jugueteando con él entre mis dedos; volvía a observarlo con detenimiento tratando de encontrar el sentido de esos signos inasibles y lo regresaba a su lugar.
Poco a poco y sin que yo lo notara el papelito empezó a llenar todos los espacios del día. Al despertar es lo primero que busco sobre la mesita de luz, lugar donde lo dejé un instante antes de apagar el velador la noche anterior. Mientras desayuno lo apoyo sobre la mesa junto a mí y fijamente lo contemplo ansioso, a la espera. Cada día tardo más en salir de casa. Durante el día me distrae de todos mis quehaceres habituales; están a punto de suspenderme en mi trabajo por incumplimiento, mi mujer hace ya un mes que se fue con los chicos sin decir adónde y sus rostros se desvanecen hasta volverse uno, confuso, imagen de otro mundo. Sé que estoy sucio, pero no me atrevo a bañarme, no sea cosa que se moje mi tesoro inescrutable y el papel se desbarate.
Hoy no fue un día más. Tomé el papel como siempre a primera hora de la mañana y súbitamente comprendí.
De inmediato lo estrujé y lo arrojé al tacho de basura. Busqué en el fondo del ropero mi viejo morral, guardé en él unas pocas cosas, y con el morral colgado al hombro salí. Hace ya varias horas que camino a paso firme. Quedó atrás la ciudad, la última casa. No me detendré hasta encontrar la cueva donde perdí la memoria.
Si acaso alguien me busca, tendrá que dejar que sus pasos lo traigan hasta mí. ¿Quién sabe? Acaso con el tiempo digan que soy el loco que vive en la colina.
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