
El autobús lleno de turistas se detuvo al pie del cerro, saltamos a la cuesta y, todos en grupo, empezamos a subir.
Tomó la delantera un hombre extraño, delgado, alto, rubio, ágil, con movimientos de ave o de ángel. Yo no había reparado en él durante el viaje. Ahora vi cómo se distanciaba de nosotros, con ligeros y seguros pasos, siempre hacia arriba.
Subió y subió, y yo, junto con los demás turistas, lo seguía sin quitarle la vista. Cuando llegamos a una roca que él había dejado atrás, sin esfuerzo, como si no fuera un obstáculo, nosotros teníamos que pararnos, rodearla y treparla penosamente.
No había modo, no digo de alcanzarlo, pero ni siquiera de disminuir la ventaja que a cada paso nos sacaba. Lo vi llegar a la cumbre y encaramarse a la roca más alta. Esperé que continuase ascendiendo por el aire azul de la mañana pero decidió, no sé por qué, acaso para no avergonzarnos, quedarse allí.
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