domingo, 31 de marzo de 2013

El Circo Newton - Xavier Blanco


La última función del Circo Newton se representó el 20 de octubre del año 1687, coincidiendo en idéntico horario con un violento terremoto que destruyó la ciudad de Lima. La compañía, regentada por Isaac Newton, visitaba cada otoño los pueblos y ciudades de condado inglés de Lincolnshire, para delicia de pequeños y mayores.  Ese día, mientras el público aplaudía enfervorecido ajeno a la tragedia, se produjo la primera fusión nuclear no reconocida  de la historia de la ciencia.
El hecho desencadenante fue la colisión, en plena función, de dos trapecistas hercúleos; ese choque generó una especie de cataclismo atómico a escala microscópica. En la reacción en cadena posterior, el león traspasó el aro del domador, desapareciendo en una sucesión infinita de círculos concéntricos. La mujer bala se desvió  de la trayectoria elíptica marcada en los ensayos, iniciando un recorrido asintótico al horizonte. Peor suerte sufrió la pareja de equilibristas, que ejecutando un triple mortal recorrieron una trayectoria idéntica a la de dos líneas paralelas y no llegaron a converger en ningún punto del plano. Escasa información existe sobre la amazona, que proyectado por la fuerza centrífuga generada por el movimiento inverso del caballo, se alejó progresivamente del animal hasta evaporarse en la derivada del tiempo. Así consta en el atestado.
La policía, aconsejada por Newton —único superviviente—, cerró el caso sin investigar la causa de los fallecimientos. Tal vez sabían que la cinemática es la parte de la física que estudia el movimiento de los cuerpos al margen de sus causas, y en el circo casi todo es movimiento. Newton, que ya era un hombre inquieto, decidió liquidar el negocio y teorizó que lo acaecido ese día era un claro ejemplo de suceso nulo que tiende a infinito. Algunos pueden pensar que la historia no es cierta, sólo puro artificio —usted mismo podría hacerlo—, pero antes  debería saber que el circo no es mas que eso: el conjuro de lo eterno, cercar lo ilimitado, quizás el adiestramiento de la lejanía.
Lo de la manzana vino después, pero no busquen concordancias. ¿El público?... mejor no pregunte.
¿A quién le importa el público?

Acerca del autor: Xavier Blanco

La sexta de Beethoven – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


Firefly entró al estudio y vio que Pug había estado haciendo de las suyas otra vez. Tras mezclar los tonos del cielo con los del infierno infló las nubes de tormenta como si fueran copos de maíz y las hizo temblar de dolor hasta que soltaron toda la sustancia contenida en ellas. El efecto producido por los relámpagos obligaba a los animales salvajes a esconderse —sin éxito— debajo de los campos verdes y un frío como acero fabricaba fantasmas de cal entre las cenizas ardientes de los árboles quemados.
—Pug, ¿por qué lo hiciste? ¿No te das cuenta que tus acciones tendrán graves consecuencias y vendrán por nosotros? —Pero Pug había desaparecido, dejando tras de sí una explosión de estrellas. Firefly, nervioso, buscó los elementos de magia por todo el dantesco escenario. Sin embargo, solo logró ver catástrofes. Los animales se habían convertido en bestias babosas y las sombras, transformadas en informes mutantes, bramaban en los vidrios, intentando ingresar al estudio. —A lo hecho, pecho —murmuró el demiurgo. Destrabó los pestillos de las ventanas, permitió que las puertas volaran arrancadas por la tormenta de rayos y nubes negras. Y cuando los elementos estuvieron encima de su cabeza, con un pase de magia hizo desaparecer el castillo, que a partir de entonces fue una bola iridiscente.
Ya relajado, Firefly se fue a tomar un diakiry a una playa del Pacífico. Y luego de dejar pasar una eternidad, pensando en el escarmiento del travieso, murmuró sonriendo—: ¡Ya es hora de rescatar a Pug!


Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

Zuary - Ana Mulet


Zuary se restriega los ojos, un rayo de sol que penetra inclinado entre las grietas de las paredes de paja de la cabaña, le da directamente en los ojos, así evita dormirse y escuchar a sus padres, cada día los oye gritar y luego su madre llora y llora, la pesca no está dando lo suficiente para comer y mucho menos para sacar algo extra por la venta de pescado en el pueblo, no hay nada que vender, las redes llegan vacías, en cuanto amanece hecha a correr entre las blancas dunas y se aleja todo lo que puede como un fugitivo, para no tener que volver a escuchar la retahíla de insultos y recriminaciones que salen de la boca de su padre, luego cuando él se calma y se va hacia el pueblo, su madre hipa, y se sorbe los mocos que son la bandera de la transitoria tregua de paz. Zuary regresa a la choza, su madre la agarra del brazo y se alejan con pesar en los ojos hacia las escarpadas rocas que rodean la zona norte de la isla, para recoger cualquier tipo de cangrejos o lapas con las que llenar la cada vez más escuálida olla. Un atún gigante asoma entre las olas del añil océano, en un esmerado intento parece querer atraer la atención de Zuary, aletea y salpica con miles de ráfagas de espuma, las rocas que aun conservan el lúgubre color de la noche en sus oquedades. Zuariy sobresaltada, cruza las dunas corriendo y agarra con impaciencia el viejo arpón abandonado entre los cocoteros, lo lanza con furia esperanzada, unos instantes para sospesar el tiro... un reflejo del sol sobre las olas, le devuelve su grito de victoria, vestido de espuma roja, burbujeando sobre las rocas.

Acerca de la autora:  Ana Mulet

miércoles, 27 de marzo de 2013

Globalizaciones - José Luis Velarde


De las alcantarillas surgen bocanadas de aire pestilente en los días angustiosos de la canícula. El calor las arrastra por la ciudad hasta combinarlas con otras emanaciones tóxicas. Algunas mezclas producen nubes coloridas aptas para payasos y uno que otro extravagante loco por la moda. Otras formas parecen reservarse para las personalidades más discretas. Entre estas últimas abundan las tonalidades grises y cabe señalar que la mayoría de las veces asumen comportamientos irreprochables.
No faltan los vahos de aspecto ambiguo imposibles de clasificar. Lo mismo se perciben como flores pantanosas que como juguetes estrafalarios. Van y vienen más ansiosos de divertirse que de extender sus malos efectos. Otros miasmas asumen su capacidad contaminante con indiferencia y se limitan a resoplar como las chimeneas de las fábricas desde los días de la Revolución Industrial.
Diversos vapores convocan al espanto. Sin sutileza asumen formas monstruosas. Los más traicioneros aparentan ser globos destinados a una fiesta infantil. Estallan de pronto para ahogar a sus víctimas como si no les importara convertir a la tierra en un yermo. Se sabe que un grupo de efluvios retrógrados no vacila en asumir la forma de un ombú en diversos espacios de la capital, incluso en Europa o Asia donde no habían sido vistos con anterioridad. Parece agradarles la confusión que despiertan entre biólogos, botánicos e ingenieros agrónomos al no saber incluir esta rara especie entre los árboles, los arbustos o las hierbas gigantes. De todos modos crecen hasta alcanzar los veinte metros de altura desde donde regalan sombra, pero nunca frutos ni madera buena para tallar una pipa, no digamos una escultura un poco más complicada.
Un investigador afirma que tarde o temprano estallarán como todo personaje baldío condenado a la extinción de la raza humana en cualquier historia repleta de humo y reiterada extravagancia.

Acerca del autor:  José Luis Velarde

Parsimonia - Sara Lew


Tardó en nacer. Era tan lento comiendo que se dormía antes de llenarse. Llegaba al colegio sin desayunar y con los deberes a medias. Se graduó el último, ante la mirada de liberación de sus padres. El día en que su novia lo dejó por llegar tarde a su boda se le presentó un oscuro hombre y le dijo:
—Te propongo un trato: Te concederé el don de volver de la muerte y a cambio tú, para disfrutarlo, sólo tendrás que superar el defecto de la lentitud.
Frenético y en continua tensión luchó por darse más prisa, por hacer las cosas bien y a su tiempo. Prosperó rápidamente, logrando poder y dinero. La rigidez de su vida lo llevó sin demora a su lecho de muerte. Sin embargo, después de tantos años conteniéndose, se relajó antes de morir. En el instante en que debía resucitar le envolvió tal parsimonia, que volvió a la vida cuando su cuerpo ya estaba enterrado y putrefacto.

Acerca de la autora:  Sara Lew

jueves, 21 de marzo de 2013

Romance de la huida de Sodoma - Daniel Frini


Sodoma se quemaba en Fuego Santo. 
Lot huía, junto a su familia, hacia la villa de Zoar. Los enviados del Señor le habían advertido: «Escapa por tu vida. No mires atrás. No te detengas ». El calor del fuego abrasaba las espaldas del grupo, que corría cubriéndose de las esquirlas incandescentes que producían, aquí y allá, nuevos focos entre los arbustos.
―¡Lot, hijo de Harán, hijo de Taré! ―gritó, con enfado, Yrit, mujer de Lot, tapándose el rostro para protegerse del humo.
―Cagamos ―susurró Lot. Y dirigiéndose a Ahumai, su hija menor, agregó ―. Cuando tu madre me llama por mi nombre completo…
―¡Lot, hijo de Harán….! ―insistióYrit.
―¡Ya te escuché! ¡¿Qué querés?! ―contestó Lot.
―¡Andá más despacio! 
―¡Ah, claro! ¡La señora no puede correr porque para huir se puso las sandalias de piel de leopardo!
―¡Pará, te digo! 
―¡Los ángeles del Señor me dijeron…!
―¡Ángeles del Señor! ¡Voces en tu cabeza, son, zanguango! ¡Esquizofrénico! ¡Eso es lo que sos! 
―¡Los dos apuestos forasteros que vinieron a casa…!
―¡Claro que eran apuestos! ¡Eran guerreros del norte, donde todos son altos y de cabellos dorados! ¡Dos potros eran!
―¡Ellos me dijeron que debíamos abandonar la ciudad!
―¡Por que si no, nos violaban a todos y hasta por las orejas, tarado! ¡Y, para embarrarla más, vos querías entregar las nenas a cambio de que no le hicieran nada a los dos guachitos lindos! ¡Tarado al cuadrado, sos!
―¡Olvidándote que somos vírgenes…! ―dijo Ahumai
―¡Vírgenes en Sodoma! ―interrumpió Husa, la hija mayor ―¿Te das cuenta, papá? ¡Vírgenes en Sodoma! ¡Dos pelotudas éramos! ¡Orgía perpetua y nosotras, las hijas de Lot, con el deber paterno de permanecer vírgenes! ¡Se nos cagaron de risa, papá!
―¡No es momento! ¡Por Jehová, sigan corriendo! ―las aguijoneó Lot.
―¡Pará que no te puedo seguir! ―reiteró su mujer
―¡Vamos, no se detengan! ¡Nenas, corran! ¡Mamá, dale, dale! ¡Querida…! 
―¡Querida, las pelotas del patriarca! ―contestóYrit.
―¡Con el tío Abraham no te metas, que es un hombre santo…!
―¡…que está acostado en una reposera a orillas del Nilo, con dos concubinas en bolas que lo abanican, mientras nosotros perdemos hasta los calzones en este quilombo! ¡Teníamos todo en Ur de los caldeos! ¡A vos solo se te ocurre mudarte al culo del mundo!
―Mamá, por favor, ayudame…
―La chirusa de mi nuera tiene razón ―respondió Seera, madre de Lot ―. Primero, nos fuimos de Caldea. Ahora, nos vamos de Sodoma ¡Había conseguido novio acá, idiota! 
―¡¿Quién?!
―El verdulero
―¡¿Qué verdulero?!
―El cretense Talos…
―¡Mamá! ¡Es como treinta años más joven que vos!
―¡Y a vos qué carajo te importa!
―Dejemos esto para después ¡Ahora corran por sus vidas! ―insistió Lot.
―A todo esto ―dijo Yrit ―¿Dónde están los forasteros?
―Mamá ―respondió Husa, la hija mayor ― ¿oíste el precepto hindú que dice «A coger que se acaba el mundo»?
―Lo tengo oído…
―Bueno ―continuó Husa ―. Fijate allá atrás. Se está acabando el mundo, así que le deben estar dando tupido a la matraca.
―O sea, nena ―dedujo Yrit, girando su torso mientras miraba y señalaba hacia Sodoma ―, que los papitos están meta traca-traca en medio de ese infier…
―¿Qué decías, vieja? ―preguntó Husa.
―¿Mamá? ―dijo Ahumai.
―¿Querida? ―inquirió Lot, al momento que razonó qué había pasado ―¡Yrit! ¡No debías mirar atrás!
―¡Mamá! ―gritaron al unísono Husa y Ahumai.
―¿Y ahora qué hizo la tarambana esa? ―preguntó Seera, mientras Lot y sus hijas reculaban, mirando al piso, hasta donde estaba la mujer de Lot.
―¿Qué es esto? ―preguntó él
―Una estatua, papá ―dijo Husa, con fastidio.
―¿Y qué hace una estatua acá? ―insistió Lot.
―¿Y dónde está mamá? ―interrogó Ahumai.
―La estatua ¡es! mamá ―respondió Husa. 
―¡No! ―dijo Lot, desesperado.
―¡Mamá! ―dijo Ahumai, con la voz cortada.
―¿Qué pasó? ―demandó Seera.
Lot acariciaba el rostro de su esposa. El viento del sur desprendía pequeños granos de la figura.
―¿Qué pasó? ―insistió Seera.
―¡Yrit se transformó en estatua! ―contestó Lot.
―Bueno…nunca se movió mucho que digamos…―acotó Seera.
―¡¿Qué decís mamá?! ―le reprochó su hijo.
―Y, en la casa se la pasaba dándole a la sin güeso con las amigas, mientras yo friega que te friega ¡En la puta vida levantó un plato! Y en la cama, hijo, era como si estuvieras con un cacho de madera…
―¡Mamá! ―la cortó Lot, señalando a sus hijas que lloraban arrodilladas, mirando a la estatua.
―¡Tenía razón la finada! ¡Sos un tarado! ¡No parecés hijo mío! ¡Dormíamos cinco, más ocho cabras, más dos perros y un gato en una habitación de tres por tres! ¡¿Te crees que soy boluda y no los oíamos cuando hacían la porquería?!
―¡Mamaaá! ―insistió Lot, llevándose el dedo índice a los labios en señal de silencio. Su rostro cambió a una mueca interrogativa y pasó la lengua a su dedo ―¿Sal?
―¿Qué decís zopenco? 
―¡Que Yrit se transformó en una estatua…de sal…! ―dijo Lot, mientras comprobaba, pasando su lengua por el brazo desnudo de la estatua.
―¡¿De sal?! ―dijeron las tres mujeres, a la vez que se apresuraron a verificar por ellas mismas.
―¡¿Qué carajo…?! ―estalló Husa.
―¡Mamá, no te vayas! ―rogó Ahumai.
―No…sal…Yrit…¿qué?... ―dudó Lot.
―¿Sal? ―preguntó Seera ―¿Café no había? O arroz. O fideos. Sal ya tenemos un poco; pero café no se consigue por ningún lado ¡Y hay que ver el precio del arroz!…
―¡Mamá! ―la recriminó Lot.
―Hay que ser prácticos ―dijo Seera ―. Lot, conseguite una bolsa. Chicas, agarren a su madre, muélanla bien finita y la guardan ¡Vamos, rápido! ¡Peero! Hijo: ¿cuánto pesaba tu mujer?
―No sé… ¿sesenta kilos?
―¡Un pelotudo, sos!
―¿Y ahora qué hice?
―¡Mil veces te dije que dejaras a la esquelética ésta y te casaras con la gorda Ezer, que ahora debe estar pesando unos ciento cincuenta kilos! ¡Ahora tendríamos sal para pagarnos como cinco meses de alquiler en Zoar, salame!
―¡Mamá! ¡Estás hablando de mi esposa recién fallecida! ¡tené un poco de respeto!
―¡Estoy hablando de un puñado de sal! ¡Porque eso es lo que es: un puñado! ¡Y si no se apuran, se la va a llevar el viento!

+++

Años después (cuando ya vivían en la cueva de la montaña y, de la relación incestuosa entre Lot y sus hijas, habían nacido Moab, hijo de Husa y futuro padre de los moabitas; y Ben-Ammi, hijo de Ahumai y futuro padre de los amonitas); el anciano estaba durmiendo su borrachera, la menor de sus hijas daba de mamar a su bebé, y un guiso humeante, con carne de cabra, se cocinaba en la hoguera.
Husa revolvía el caldero. Quitó el cucharón y lo llevó a sus labios para probar la comida
―Hum. Está bueno, pero desabrido ―miró a su hermana y preguntó ―¿Quedó algún condimento?
―Nop ―respondió Ahumai ―. Orégano no se consigue y mamá se acabó hará unos diez días.



Acerca del autor: Daniel Frini

Marta insondable - Micaela Álvarez


No, no es un muro. Es parte del Sol. Aquello que imagino y devoro con hambre repulsiva. Eso es. Terminé con nuestra relación, terminamos mejor dicho ¡en realidad nunca habíamos empezado algo! En el bar de Jorge todo parecía triste aunque mi alma era la única vestida de negro. La esperé dos horas, sin contar que el tiempo se hace eterno cuando uno espera. Llegó con su vestido rosa, ese de flores, su favorito.
—Hola —le dije, seco.
—¿Hace mucho esperas? —murmuró ella.
—No, toda la vida, nada más. No importa.
Tomamos café negro, negro de suspiros y le dije lo que sentía. Ella no dijo nada en palabras pero noté que su corazón se rompía, y no entendí por qué.
Hoy que escribo siento que a veces no sabemos por dónde vamos y si es seguro nuestro camino. Ese camino es en realidad de ceniza azul.
—Marta —la llamé una noche de oscuridad aplastante—, necesito decirte unas cosas, ¿cuándo nos podemos ver?
—Ya no, Esteban, ya no. Terminamos, ¿no te acordás?
Mientras me decía esas palabras finales escuché un rumor a su lado, quizás en su cuello, quizás cerca de sus labios. Un hombre ennegrecido por el sudor de amar a mi mujer, mi Marta insondable.
Un vodka, un perro a mis pies, la estufa como retrato del infierno “pero Marta, pensé, ¡¿ya me olvidaste, tan rápido en brazos de otro, cómo?! No, no era un muro, era la salida a mi dolor.
Dominado por el silencio y los gemidos que imaginé de Marta en esa noche, caminé, volé, susurré sobre las calles sin dejar siquiera un minuto a mi sombra. Una puerta de madera roída, ecos infames de mi llamada, una espera llorosa. Pero Marta no asomó sus ojos tercos. Fui hasta la parte de atrás (sabía que ella dejaba la puerta del patio abierta) y me introduje como una espina en la soledad. Unos ruidos bestiales venían a buscarme desde el primer piso, entonces dejé ver la luz a mi navaja y subí muy callado y rojo a su cuarto. Los ruidos cesaron pero no mi odio y rencor. Abrí la puerta y en la oscuridad una figura negra, era él, y la sangre quedó expuesta como las tripas y el corazón que ya no latía. Lo maté.
No, señor, no es un muro. Es parte del Sol que ya no florecerá más, porque en la queja de esa noche mi Marta resultó estar sola, solita, y de pronto conmigo. Nos amamos como pocas veces y a la luz del velador recientemente encendido vi su cuerpo mutilado, espeluznante en delirio.


Acerca de la autora: Micaela Sabrina Inés Álvarez Astudillo

La muerte duele - Miguel Aguilera



Para la chica rubia, de pelo lacio
que un día la muerte se llevó...
¿Estas tinieblas son las de la noche o las de un calabozo?

(Amelie Nothomb, "Diario de Golondrina")

Anoche tuve un sueño. Apenas apareció la imagen en mi mente sentí tristeza y alegría a la vez. En él había una persona y yo. Sin embargo esa persona estaba muerta. La conocía, había sido parte de mi vida. Hablaba conmigo, con su característica sonrisa, sus dientes blancos como la nieve, su pelo lacio y rubio. Los ojos picarones y saltones se movían al compás de sus labios. «La muerte duele», me dijo. Entonces, ahí mismo, en el sueño, recordé que ella estaba muerta. Tuve la sensación de haberme dado cuenta de que ella estaba muerta, de haberme preguntado y planteado en un segundo que si estaba muerta por qué ahora me estaba hablando, pero enseguida todo se esfumó, y seguí contemplándola como lo hacía antes, cuando ella vivía y emanaba ganas de vivir. Seguí soñando que ella no estaba muerta.
Cuando sueñas luchas con las sábanas, con la almohada, con las posturas que tú propio cuerpo adopta y te quedan molestas e incómodas ante la situación de estar soñando. Te movilizas, puedes reír, hasta llorar, pero siempre estás atrapado y ligado al sueño, por ese hilo mágico e invisible que entreteje nuestra mente con vaya a saber qué plano o dimensión. Y ella estaba ahí, en un momento del tiempo en donde nos habíamos conocido, con un corte de pelo que nunca le había visto, pero con su peculiar forma de hacer sonreír a quienes se le acercaban. Se mantenía viva para mí dentro de esa burbuja de tiempo, que de repente se había vuelto atemporal, contándome algo de su propia muerte. Entonces prosiguió: «pero duele poquito, y primero vas al infierno, pero no es como te lo cuentan. Es distinto. No parece tan feo. Pero solo lo vemos desde lejos. Inmediatamente después subís al Cielo».
Yo no hablaba en el sueño. Solo la veía a ella sonreír y hablarme. Después de escuchar lo que me dijo abrí los ojos, era de madrugada, se veía la claridad de la luna entrar por una de las ventanas de la habitación, el viento cargado de humedad impregnándolo todo, y mi piel fría, vaya a saber si por el sueño o por el viento. En la penumbra miré en todas las direcciones: el espejo era difuso, las paredes con los cuadros parecían dormir, los muebles quietos y en silencio. No había nadie. Solo la luz de la luna, el sonido del viento, y la imagen de ella que aún perduraba en mi mente.
¿Te habrá dolido morir? Aunque sea un segundo, ¿habrás sentido dolor? Subí la sábana hasta el cuello y me quedé inmóvil, somnoliento, tratando que la imagen de su sonrisa y su rostro no desaparecieran por completo de mi memoria. La memoria se permite jugar con los sueños. Ella decide qué sueños van a quedarse en sus cavernas y cuáles no; qué imágenes y escenas deambularán de aquí para allá en sus innumerables caminos y cuáles desaparecerán para siempre, sin dejar rastro y sin que sea posible reflotarlas por más que hagamos el esfuerzo.
Creo que me dolió, y mucho, su muerte. Eso pensé. Porque la muerte arrebata, sin miramientos. Es como una ventisca helada que se llega en el momento más inesperado, en un otoño cualquiera, y hace volar, rápidamente, a la hoja seca del árbol que yace en el suelo. Y el dolor es infinito. La ausencia aún más. Volví a dormirme, pero ya no soñé. Al despertar por la mañana sentía las gotas de lluvia caer sobre el pavimento de la calle, sobre las celosías de las ventanas. Una imagen de día gris quería adentrarse en la habitación. Un color oscuro, de muerte. Me senté en la cama hundiendo la cabeza entre mis manos, y pensé mucho. Al rato, me senté a la mesa, tomé una hoja de papel, una lapicera y escribí: «Querida Muerte...», al finalizar la carta, justo después de mi nombre recordé algo que debía agregar: «Post scriptum: No permitas que deje de sonreír, allí, donde la has depositado, permítele que siga siendo tan feliz como lo era aquí...»

Acerca del autor:  Miguel Aguilera

martes, 19 de marzo de 2013

Talento - Carmen Belzún


Delineador negro para los ojos, igual color para los labios, mucho rimel. Debajo del ojo izquierdo, una flor, también oscura, moría en la sien. La vincha dejaba el cabello azabache bien tirante y despejaba la cara angulosa, tanto como la adherencia del maillot ponía en evidencia la leve sinuosidad del pecho, la cintura huidiza, las caderas apenas marcadas y las nalgas firmes. Ensayó frente al espejo una lenta ondulación del cuerpo espigado. Los brazos delgados acompañaban el moroso desplazamiento. Se detuvo, agachó la cabeza, cerró los ojos. No esperaba el triunfo, sólo mostrar su talento, una virtud que tal vez le permitiera abandonar los bares oscuros que solía frecuentar. Porque mucha gente bailaba, pero muy poca tenía su excéntrica sensualidad. Y si perdía, tampoco importaba. Quería percibir, aunque sólo fuera una vez, la admiración en los ojos ajenos.
Más allá, el proscenio esperaba su presencia; una platea repleta y un jurado atento evaluarían su desempeño. Pensó que la emoción no le permitiría hablar, pero cuando, ya en el escenario, le preguntaron su nombre, con voz muy baja pero firme dijo “Pedro”.


Acerca de la autora:  Carmen Belzún

Alegato - Hernán Dardes


No soy un vampiro. Tal vez parezca absurda la aclaración, pero para comprender mi enunciado, ustedes deberán primero saber que no me reflejo en los espejos. Nunca le encontré una explicación aunque tampoco me importó demasiado. Tal vez haya gente muy vanidosa a la que esta condición le resulte inimaginable pero no es mi caso. Tampoco la situación conlleva demasiadas complicaciones en la vida diaria A afeitarse, peinarse o hacer el nudo de una corbata uno se acostumbra; es cuestión de insistencia y repetición. Supongo que como con los ciegos y con los sordos, la falta de una condición aumenta la capacidad en otros aspectos sensoriales y prácticos. Honestamente nunca me detuve a meditarlo demasiado. Así son las cosas, me sé desenvolver sin verme reflejado en plano alguno y con eso me basta. Pero lo que verdaderamente me preocupa es que me confundan con un vampiro.
Cada persona que conozco significa ceder a una serie de pruebas y aclaraciones que me resultan agotadoras. El agua bendita apenas me moja y poco más. Los platos a la provenzal suelen ser mis preferidos, y no me afectan para nada las semillas de mostaza. He mordido cuellos pero no más que el resto de los mortales en ocasiones de intimidad. Mi rutina es bastante monótona; me acuesto relativamente temprano, leo algunas revistas para ayudar a conciliar el sueño y reposo en un cómodo sommier. Me levanto temprano y las luces del alba suelen entusiasmarme a la hora de encarar las tareas diarias. No bebo sangre. Sí un poco de vino, pero como no soy religioso, descreo de la posibilidad de que mi bodega albergue la esencia líquida de algún tipo de salvador de la humanidad. He visto murciélagos y los he espantado asqueado sin sentir el menor tipo de empatía. Es más, me compré un ahuyentador ultrasónico para no volver a topármelos. Para ser más explícito: ver a Ozzy Osbourne morder a uno de ellos me produjo un éxtasis jamás alcanzado. Nunca me gustaron las películas de Bela Lugosi y de chico odiaba el tono grave de la voz Narciso Ibañez Menta. Transilvania no me entusiasma como destino turísticos, y lo que me espanta en los templos no son los símbolos cristianos sino los párrocos que presiden las ceremonias. Es cierto, es probable que muera si me clavan una estaca en el corazón, pero no me negarán que lo mismo le ocurriría a la mayoría de la gente que se regodea presumida con su propia imagen en cuanto sitio se ven reflejados. En definitiva: no soy un vampiro. Ni siquiera esos vampiros modernos, con los ojos delineados y en extremo sensibles, a los que uno supone que para espantarlos basta con esparcir un puñado de ajo deshidratado.
Pero la vida moderna hace un culto de la imagen, y por consiguiente no hay lugar al que acuda en el que no me tope con un espejo. Y desde ya, con alguien atento a notar la ausencia de mi imagen en ellos, lo que casi siempre deriva en un escándalo. Por suerte mis colmillos prolongados y mi histrionismo a la hora de las morisquetas me ayuda a espantar a las personas alborotadas. Confieso que he utilizado este método para despejar a los competidores en las tiendas durante las épocas de oferta, pero no me gusta abusar. Además mi gran amiga Eli Bathory me ha dicho que esas actitudes no ayudan para nada a limpiar mi consideración pública. Por ese motivo me he medido en mis últimas apariciones y me he comportado como el más normal de los humanos con capacidad de reflexión. Así que he tomado la decisión de ignorar de aquí en más cualquier tipo de apreciación que surja cuando alguien perciba mi condición, y si noto que la situación se me va de las manos, me introduzco en el dichoso espejo y adiós a los necios. Porque si bien esto es algo que no aclaré en un principio, lo cierto es que no me reflejo en los espejos, pero lo que sí poseo es la capacidad de atravesarlos. Característica que tal vez requiera de una explicación tanto o más amplia que la presente, pero de la que voy a desistir. Porque si hay algo que nos distingue a quienes habitamos el mundo interior de los espejos, es el fastidio de tener que andar dando explicaciones por todo.


Acerca del autor:  Hernán Dardes

domingo, 17 de marzo de 2013

Todos los enemigos - José Manuel Ortiz Soto


A medianoche, la puerta del apartamento parecía una fortaleza. No sé cómo, pero tengo que entrar, se dijo y volvió a buscar las llaves. En un intento por mantener la calma, las imaginó como a duendecillos traviesos corriendo por el laberinto en que se había convertido cada bolsa de su pantalón. Las vio agazapadas en rincones a donde su mano no llegaba; los ojillos saltones, las narices ganchudas, los rostros deformados por la burla, revoloteaban dentro de su cabeza en un juego que pronto perdió la gracia. Lo primero que haré mañana cuando amanezca, será llamar al cerrajero, hacer un duplicado y esconderlo… ¡Puta madre!, masculló desesperado al comprender lo inútil de anticiparse a un futuro que, en este momento, no le resolvía cómo abrir la puerta o dónde pasar la noche. La luz bajo la puerta del apartamento de enfrente lo llevó a considerar la posibilidad de pedir posada, pero la descartó de inmediato. Desde que su esposa lo abandonó, la gente del condominio parecía mirarlo con recelo. La simpatía que les manifestaron siempre como pareja, había sido conmutada por un silencioso desprecio que se respiraba y sentía por todos lados (en las juntas, en el saludo, en los cuchicheos…). Era como si de pronto él se hubiera convertido en el enemigo de todos. Por eso, nadie le quitaría de la cabeza que sus infortunios no podían tener más origen que cada uno…
—Buenas noches, vecino —dijo a sus espaldas una voz en la que reconoció al señor del apartamento de enfrente—: lo estaba esperando. Esta mañana cuando salió, olvidó sus llaves; las encontré pegadas a su puerta.


Acerca del autor:   José Manuel Ortiz Soto

Fora tempo - Isabel María González


En las ciudades hay lugares que están entre paréntesis.
No es fácil descubrirlos, no se encuentran buscándolos como los otros. Lo sé porque me salen al encuentro, súbitamente, abordándome, sin tiempo para cambiar de acera como suelo hacer ante lo desconocido. Lo sé porque me detengo involuntariamente, sin motivo, miro a mi alrededor y los veo. Esos lugares te llaman. Luego ya, los conoces y te quedas. Y vuelves.
En ellos el tiempo transcurre de otro modo, fuera de los cauces habituales de lo cotidiano, a gusto del consumidor. Se detiene, retrocede, avanza más deprisa o más despacio, al ritmo de mis sensaciones o de mis pensamientos. Es inútil mirar la hora, ayer había pasado un minuto cuando pensé que eran horas, hoy ha pasado una hora vivida como un segundo.
Sólo a veces, cuando el reloj mide el tiempo de los otros, hago una pausa.
Entonces, una mujer tiende una lavadora oscura de ropa masculina en uno de aquellos balcones “otra tanda , la última, y esa mujer, y que sigue sentada en el parque, lleva por lo menos cuatro horas, vaya ganas, con el frío que hace”. Diez minutos. Disimuladamente disparo mi cámara, me mira. Un hombre pasa con la bolsa del pan en una mano y el periódico bajo el brazo “a ver si ha llegado ya el abuelo o habrá que ir a buscarlo”. Me mira. Dos minutos. Un niño pasa corriendo atado a un perro, medio minuto, una caída, me mira, llanto, ladridos. El hombre deja el pan y el periódico en un banco y vuelve a consolarlo y recogerlo. Cinco minutos. El anciano, atraviesa el espacio lentamente, con dificultad:
—Buenos días —con sonrisa, parándose.
—Buenos días —las palabras me salen con sonrisa y con dificultad.
—Hace bueno hoy —se acerca—, un poco de frío, pero al sol se está bien.
—Se está bien sí —parca.
—Ale, hasta otra, guapa, —vuelve a arrancar— me espera el hijo para comer.
—Adiós, no se entretenga que le he visto pasar hace un rato. Treinta minutos.

La mujer, que sigue sentada en el parque, enciende un cigarrillo. Mira el reloj y sonríe. Recuerda en ese momento que tiene que poner un programa corto para sus cuatro prendas, las que más usa, las más cómodas., mandar cuatro mails, hacer cuatro cosas. Hoy no le ha dicho nada su hijo de ir a comer con ellos. Vuelve a sonreír cuando piensa en su nieto. Mira el reloj. Hace otra foto. Cinco horas.
En las ciudades hay personas que están entre paréntesis.


Acerca de la autora:   Isabel María González

miércoles, 13 de marzo de 2013

El rumor - José Luis Velarde


El rumor surgió vándalo de tan perentorio. Amplio, poderoso e instantáneo como la comunicación de las redes sociales donde lo repitieron hasta modificarlo una y otra vez. A los pocos días era un rumor independiente de la catástrofe anunciada al inicio del ataque informativo, pero aún era un rumor amplio y tan activo como los efectos de una droga gratuita e indetectable.
El rumor creció maravillado por el talento de los millones de guionistas que alimentaban las historias donde iba de lo bueno a lo malo sin pausa. Se sintió único al reconocer la fuerza de la creación colectiva capaz de mantenerlo en movimiento, aunque por esas fechas ya era un rumor de interés reducido y movimientos torpes por la vejez en que se adentraba. Hubiera entristecido de saber que los rumores los engendran unas cuantas entidades.
Seres, gobiernos y empresas donde se predice y calcula cada uno de los efectos y posibles cambios que habrá de sufrir un rumor tras impactarse como vándalo perentorio en la opinión pública.

Acerca del autor:  José Luis Velarde

Vestimenta matrimonial - César Klauer


Se miró al espejo, la ilusión iluminaba su rostro. El vestido blanco caía en formas esponjosas, como nubes de tul flotando a su alrededor. Con maquillaje tenía que mejorar, pensó; habría que contratar a un profesional. O quizá no, ¿Carlos se animaría? ¿Se veía mejor con guantes? La panza se le notaba. ¡Qué fastidio!
La voz de su madre llegó algo ensordecida por la puerta cerrada: era hora, el carro esperaba. Ya voy, contestó de mala gana. Se quitó el vestido, lo envolvió en la bolsa negra junto a las bolitas de naftalina nuevas. Metió el paquete en la caja que ocultó detrás de los zapatos en el fondo del closet, bien al fondo.
Los toques de su padre en la puerta le sorprendieron: Pepe ya es hora de salir, hijo. Ya papá, ya voy. Se ajustó la corbata michi. Cogió una pelusa de la manga. Acomodó el jazmín en la solapa. Enderezó el fajín.
Apretó los dientes. Salió refunfuñando.

Tomado de: La eternidad del instante (Editorial Micrópolis)
Sobre el autor: César Klauer. 

lunes, 11 de marzo de 2013

Amor intergaláctico — Cristian Cano


Igual, estoy contento. Mi abuela me dijo que no pase más tiempo mirando por la ventana para esperar el amor de mi vida. Dijo que es una pérdida de tiempo.
—¡Tenés que ir a buscarla vos! —me afirmó. De todas maneras, siempre termino diciéndole que la mujer que espero no vive en este planeta. Se lo digo cuando cae la tardecita y tomamos mate en el patio. La última noche, pasó una estrella fugaz justo arriba de nosotros. —Aprovecha y pedí un deseo —me dijo—, pedí una compañera.
Su recorrido no había terminado cuando el deseo se había formalizado. No lo dije, está claro, por miedo a que no se cumpliera. Enclenque, me levanté y le di el mate a mi abuela. Fui a la cocina a buscar unas masitas. Cuando volví, una ácida nube gaseosa, descendía desde lo alto del paredón lindante. Un fuerte olor a calcio me disminuyó la respiración: y ahí estaba, saludando a mi abuela. Me puse nervioso y traté de estar calmo. No me quería martirizar con errores en un tiempo futuro. Despacito, me acerque. Ella tenía un cuerpo esbelto y fibroso. ¿Cómo ser proactivo en función de una situación así? Nunca lo supe. Mi abuela le convidó un mate y ella sonrió para después mirarme. Acto benévolo que, según mi abuela querida, debía siempre tomar a mi favor.

Acerca del autor: 

Última mirada - Paula Duncan


Un hombre, enjuto, moreno, muy alto con la mirada perdida a lo lejos; de una edad indefinida, podía tener 50 o 105 años, se arrodillo y hundio ambas manos en la tierra que ha desmalezado, aireado y dejado lista para la siembra, pudo sentir su respiración anhelante y entrecortada de hembra ardiente esperando la semilla que germinara en su regazo; morena y pasional la tierra se abrió ofreciéndose ante sus manos de labriego.
Él estaba algo confuso, tenía el presentimiento que era su última siembra y con infinita ternura deseo vivir para conocer el fruto.
Recordó en ese momento la maldad que siempre hubo en su vida; no por elección sino porque fue lo único que le enseñaron, el amor no tenía sentido para él hasta que la conoció.
Su vida cambió, pasó de ser un ser errabundo y perverso a ser un hombre enamorado, solitariamente enamorado, le gustaba tenderse sobre ella cuando la luna cruzaba en la noche y mojarse en su humedad, por eso presintió la despedida, el final anunciado.
Pasó la última noche acariciándola con ambas manos, dejándole todo su amor en cada surco en cada pliegue.
Al amanecer juntó sus pocas pertenencias, con ojos de artista miró por última vez cómo el sol pintaba sobre ella su mejor obra, y se marchó para siempre.

Acerca de la autora:
Paula Duncan

sábado, 9 de marzo de 2013

El encuentro - Armando Azeglio


Trabajar como simple albañil teniendo un título universitario es desconcertante, pero terminar en el hospital por esto, puede hacerte perder el equilibrio. Me sucedió en Roma, en los noventa. Mientras convalecía tuve por compañero de cuarto a Giovanni, un solitario anciano que tenía mi misma pasión: la lectura. Al viejo le gustaban los clásicos. De noche leía a la luz de una linterna y me contaba historias de la segunda guerra mundial, de su fuerte antagonismo con los ingleses. Me dijo que una noche de 1942, yaciendo en una fría trinchera, se le apareció una mujer confina a la que Giovanni llamaba “la Diosa”. Le dijo que si sobrevivía aquella noche, y si no escribía algo que justificase su paso por la vida, simplemente la perdería. Giovanni sacó de entre sus ropas un texto cosido a mano, denso, abigarrado, intrínseco, barroco pero efectivo. Me pidió que lo leyera. A partir de este hecho, la narración continúa en tres líneas de acción. Según una de ellas, nada extraordinario había vuelto a ocurrir, aunque en una parte del libro se habla de una diosa embalsamada que había pasado a ser un símbolo de poder para una logia horrorosa. Otra línea de acción hablaba del regreso de un ser cósmico con el solo propósito de morir a los pies del cadáver embalsamado de su esposa. Por fin, la tercera variante refería el retorno del hijo de la pareja a Italia, convertido ya en un hombre, pero desconociendo su verdadera identidad y en búsqueda de algo que apenas atisba y no logra encontrar.


Acerca del autor:  Armando Azeglio

El mismo universo - Miguel Aguilera


Arriba, justo entre el techo y la noche, había una puerta. Era invisible. Solo se podía ver de noche. Antes, no. Solo podía verla yo, y nadie más.
Una noche al ver la puerta decidí abrirla. Tenía miedo, tuve muchísimo miedo. Tomé el picaporte, lo giré suavemente, y la puerta comenzó a abrirse. Vi una estrella, luego otra, y más...; además estaba la oscuridad, el vacío. Sin embargo no sentí soledad. Había alguien ahí, podía sentir su presencia tras mi espalda. Tampoco podía voltearme para saber quién era. Solo sé que había alguien. Entonces decidí flotar y dejarme llevar. Crucé la puerta y floté entre las estrellas.
Tras un rato pensé en mi madre. “Tal vez sea ella quien está tras mi espalda”, me dije. Y de repente sentí un alivio incomprensible. Era más liviano, más etéreo. Las luces de las estrellas parecían refulgir más, la oscuridad del universo ya no me parecía tan intimidante. Me sentía acompañado por mi madre. Ambos estábamos ahí, juntos, en el mismo universo… siempre.

 (Feliz día a todas las madres del mundo... y a la mía en especial...) 


Tomado del blog: Las colecciones del literato

Un rajá que se aburre - Alphonse Allais


¡El rajá se aburre!
¡Ah, sí, se aburre el rajá!
¡Se aburre como quizá nunca se aburrió en su vida!
(¡Y Buda sabe si el pobre rajá se aburrió!)
En el patio norte del palacio, la escolta aguarda. Y también aguardan los elefantes del rajá. Porque hoy el rajá debía cazar al jaguar.
Ante yo no sé qué suave gesto del rajá, el intendente comprende: ¡que entre la escolta!; ¡que entren los elefantes!
Muy perezosamente, entra la escolta, llena de contento.
Los elefantes murmuran roncamente, que es la manera, entre los elefantes, de expresar el descontento.
Porque, al contrario del elefante de África, que gusta solamente de la caza de mariposas, el elefante de Asia sólo se apasiona con la caza del jaguar.
Entonces, ¡que vengan las bailarinas!
¡Aquí están las bailarinas! Las bailarinas no impiden que el rajá se aburra.
¡Afuera, afuera las bailarinas! Y las bailarinas se van.
¡Un momento, un momento! Hay entre las bailarinas una nueva pequeña que el rajá no conoce.
-Quédate aquí, pequeña bailarina. ¡Y baila! ¡He aquí que baila, la pequeña bailarina!
¡Oh, su danza!
¡El encanto de su paso, de su actitud, de sus ademanes graves!
¡Oh, los arabescos que sus diminutos pies escriben sobre el ónix de las baldosas! ¡Oh, la gracia casi religiosa de sus manos menudas y lentas! ¡Oh, todo!
Y he aquí que al ritmo de la música ella comienza a desvestirse.
Una a una, cada pieza de su vestido, ágilmente desprendida, vuela a su alrededor.
¡El rajá se enciende!
Y cada vez que una pieza del vestido cae, el rajá, impaciente, ronco, dice:
-¡Más!
Ahora, hela aquí toda desnuda.
Su pequeño cuerpo, joven y fresco, es un encantamiento.
No se sabría decir si es de bronce infinitamente claro o de marfil un poco rosado. ¿Ambas cosas, quizá?
El rajá está parado, y ruge, como loco:
-¡Más!
La pobre pequeña bailarina vacila. ¿Ha olvidada sobre ella una insignificante brizna de tejido? Pero no, está bien desnuda.
El rajá arroja a sus servidores una malvada mirada oscura y ruge nuevamente:
-¡Más!
Ellos lo entendieron.
Los largos cuchillos salen de las vainas. Los servidores levantan, no sin destreza, la piel de la linda pequeña bailarina.
La niña soporta con coraje superior a su edad esta ridícula operación, y pronto aparece ante el rajá como una pieza anatómica escarlata, jadeante y humeante.
Todo el mundo se retira por discreción. ¡Y el rajá no se aburre más!

Sobre el autor: Alphonse Allais

jueves, 7 de marzo de 2013

Cielo blanco - Maggie Tobar

                               
Lo tenía todo, todo lo que siempre deseó y más de lo que soñó. ¿Cómo lo obtuvo? Quizá solo por gracia divina, ¿se lo merecía? De ninguna manera.
Estaba caminando, trabajando, cenando, haciendo el amor, y en lo único que podía pensar era en ese tema, ese tema, ese tiempo, ese momento, ese olor, ese sabor.
Y cuando avanzaba por la vida, cuando caminaba con rumbo y sin rumbo, con un alma culposa, torturada por su doctrina, siempre anhelaba encontrarse con aquello que sabía con certeza que le daría al mismo tiempo una descarga de placer y dolor tremendo.
Sabía toda la teoría de memoria, sabía todas las consecuencias, sabía todos los efectos que producía este estado de sombría tristeza. Casualmente ya había compartido con alguien más el pensamiento que hay un tipo de tristeza que da placer, que uno anhela tenerla cerca, aun en esos momentos de la vida en los que el sol no podría brillar más fuerte, en los que el viento parece estar a favor, aun en esos momentos, se necesita de esa tristeza, que es como un ancla que nos recuerda que todavía nos hace falta algo y que es probable que nunca lo tengamos o peor aún, nunca más lo volveremos a tener.
No sé que duele más, el no haber conocido el placer o el haberlo tenido y que se fugara entre mis manos como agua, no me quedo más que el recuerdo del momento, y aun ese recuerdo tengo que guardarlo recelosamente pues cuando se asoma en mi mente mi rostro es inmediatamente transfigurado por la tristeza placentera y cualquiera puede adivinar que en ese momento estoy totalmente alejada de la realidad, sumida en ese recuerdo, atada a ese recuerdo, que me quema y me consume.


Acerca de la autora:  Maggie Tobar

El lienzo - Daniel Diez Crespo


Quieto. El coche rojo no desaparece, e inmóvil, borra bajo sus ruedas la mitad del paso de cebra. Quieta. La chica joven esconde asustada la cara a dos pasos del sucio parachoques y dispara la palma de la mano sin un solo movimiento. Quieta. La anciana sostiene imposible en el aire su vieja pierna escondida tras las gruesas medias, mientras apoya el bastón en el fin de la acera. Quieto. El ciclista sonríe con los brazos abiertos de par en par, lejos del manillar, y con los pies equilibrados en los sujetos pedales. La bolsa azul de plástico es un corazón muerto en el aire que pareció congelarse en el fondo del mar. Los árboles ya son edificios verdes pero muertos, con ventanas y balcones, que mudan la oscuridad de su color a voluntad del sol. Inquieto. El hombre peina con sus dedos derechos de su mano la rizada barba rojiza que le cae hasta el pecho, y mueve con arte el pincel. Un último gesto ligero de su muñeca izquierda y da un solo paso atrás. La ciudad revive su movimiento cuando el lienzo vive quieto.

Acerca del autor:  Daniel Diez Crespo

Las dos caras de la moneda - Jaime Arturo Martínez


El poeta Ariel David Signoret (1772–1805) estuvo a escaso medio año de embarcar en su ciudad natal —el puerto de Cherbourg— hacia América. Un accidente casero se lo impidió: una mañana cayó escaleras abajo y murió al instante. La razón de su viaje era casarse con una dama de origen francés, nacida en 1781 en la ciudad de Cartagena de Indias y que respondía al nombre de Doña Marie De La Basse. Su afición era la lectura de poesía y a sus manos llegó un ejemplar del poemario “Les deux côtes de la pièce de monnaie “, celebrado por la crítica francesa por su atildado y exquisito estilo clásico, de la autoría de Signoret. Ella se entusiasmó tanto con su lectura que le hizo llegar al poeta una carta por intermedio del editor. De allí en adelante, la correspondencia se intensificó hasta el enamoramiento y posterior acuerdo de matrimonio, que se cumpliría en la navidad de 1805, en la iglesia de Santo Toribio en Cartagena de Indias.
El poeta vivió siempre con su hermano Maurice, éste se dedicaba al pastoreo de ganado ajeno en Normandía. La noche —después del entierro— se dedicó a revisar los documentos del poeta, guardados en su escritorio: leyó las últimas cartas de Doña Marie, leyó su diario, revisó los pasajes del barco y contó el dinero que éste había atesorado para el viaje a América.
El 5 de diciembre de 1805, Maurice arribó al puerto de Cartagena, a su paso por la aduana se identificó con los documentos de su hermano y luego caminó hacia una plaza, donde lo esperaba un coche que lo llevaría hasta la calle De la Amargura, donde ella vivía en un enorme caserón.
Esa noche, después de cenar con las personas más allegadas a la señora y luego de que éstas se hubieran retirado, Maurice fue conducido a una de las habitaciones del segundo piso por un sirviente. Ya dentro se despojó del saco y de los zapatos con hebillas, se recostó en la cama de olorosas sábanas y sonrió. Pensó en los rostros amables de los invitados, en la figura imponente de su futura esposa. Volvió a sonreír cuando se enteró que era inmensamente rica y poderosa, hasta el punto que su nombre había servido para bautizar la región donde estaban sus propiedades: María La Baja.
Unos golpes discretos lo hicieron sonreír de nuevo. Se levantó, arregló su vestido y abrió la puerta. Envuelta en un pañolón oscuro, ella estaba frente a él, con un candelabro en la mano. Él se apartó, ella entró mientras él le señalaba una silla que, rechazó.
—Lo que vengo a decirle, se lo diré de pie: usted es un impostor, pero no me interesa conocer la identidad de alguien que no puede distinguir entre un soneto y una elegía. Nos casaremos en navidad, pero usted jamás me tocará. Su ocupación será, pastorear ganado, que intuyo es lo que sabe hacer.
Se dio la vuelta, salió y cerró la puerta. Maurice, dejó de sonreír.


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

martes, 5 de marzo de 2013

En vogue - Vanessa Navarro Reverte


El primer maletín apareció de manos de Edgard Ros y fue acompañado de un notable cambio de aspecto. El peinado impreciso, la ropa informal y las zapatillas deportivas dieron paso a un corte cuidado tanto en el cabello como en el traje, bañado en gomina el primero y en almidón el segundo. Gafas que hasta entonces nadie suponía que necesitara, un bigote salido de la nada y mocasines completaban el atuendo. Una mezcla de admiración y envidia barrió el edificio de oficinas desde los cimientos hasta la cúspide. Ese maletín era la encarnación del triunfo.
En las semanas posteriores, aparecieron otros maletines idénticos: piel marrón oscuro, cierres plateados, tamaño superior a un DIN-A 4. Maletines que ejercieron en sus dueños el mismo efecto transformador que en el señor Ros, de manera que cada trabajador parecía el doble de otro. La multiplicación de este complemento llegó a tal extremo que los propietarios de la empresa tuvieron que crear un decálogo de normas para acotar quién tenía derecho a portar este elemento y quién no.
Samuel, uno de los auxiliares administrativos, leía con interés las reglas. A su favor tenía el ser hombre, uno de los requisitos y quedarle un año para alcanzar los treinta, la edad mínima necesaria. En contra tenía el resto de requerimientos, incluyendo la enorme cantidad que debería desembolsar en el momento de la compra del artículo y la obligación de ceder el dinero del plan de jubilación a favor de la empresa. Pero eran incovenientes que estaba dispuesto a superar. Quería, necesitaba, deseaba, ansiaba un maletín.
Durante el año que le restaba para la treintena, Samuel ahorró céntimo a céntimo, privándose de cualquier capricho y a veces de necesidades fundamentales. Transformó su apariencia física, perdiendo en el proceso su flequillo, gran parte de la vista para acostumbrarse a llevar gafas, la pequeña mochila negra que usaba para transportar sus cosas, la totalidad de sus prendas de vestir, la impresión de juventud en el rostro al someterse a un proceso de envejecimiento cutáneo y la colección de calzado deportivo. Engordó tres tallas y se dejó crecer un lustroso y necesario mostacho. Para el día de su cumpleaños había logrado cumplir todas y cada una de las normas.
Esa mañana se levantó con una sensación de euforia. Llegó a la oficina antes de la hora, con la solicitud de compra ya firmada, sellada y validada y el resguardo del ingreso a cuenta y el de la renuncia al plan de pensiones. El encargado del Departamento de Maletines le hizo entrega del preciado objeto con aspavientos y parabienes. Samuel se paseó por varias plantas con paso seguro, balanceando su trofeo, levantando nuevas felicitaciones entre sus compañeros. Samuel sonreía y le restaba importancia al asunto.
—Mi enhorabuena. —La voz del señor Ros se unió a las del resto.
Samuel no pudo responder, el sonido se le quebró en la garganta. El silencio inundó a los presentes
—Bueno, nos vemos —se despidió un Edgard Ros barbilampiño, delgado, rejuvenecido, vestido con vaqueros, cuyo pelo caía en greñas sobre una pequeña mochila negra.
Una mezcla de admiración y envidia barrió el edificio. Esa mochila era la encarnación del triunfo.


Acerca de la autora:  Vanessa Navarro Reverte

El comisario Larsson y un economista llamado Mikael - Francisco Garzón Céspedes


La sangre prende como fuego sobre la nieve, el Comisario lo corrobora ante al cadáver. Cuatro detenidos. Con guantes. Cuatro armas a los pies, grotescamente rotos, del asesinado: Cuchillo, estilete, navaja, puñal. Cuatro heridas. Todos atrapados –en callejuelas distintas– por la policía que llegando para una redada, descubrió el cadáver. El Comisario intuye un único asesino: Quien lanzó al hombre desde el puente donde sólo existen huellas de dos. Quien propició aquellos pies quebrados… Larsson intuye que al producirse las heridas para justicia y compromiso de todos, el hombre ya estaba muerto. No existen cuatro economistas que coincidan, capaces los cuatro de matar a su banquero, inversor, defraudador. Por más simpatía que les tiene Larsson: Todos pagarán por la conspiración, la profanación... El asesino, además, pagará el crimen. Conociendo quién es, interrogatorio tras interrogatorio, confesará. Sí, Larsson sabe que es el llamado Mikael porque los otros tres son unos enclenques.

De los cuadernos de las gaviotas 17: 50 formas literarias
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

La forma del tiempo - César Klauer


La forma del tiempo se deslizó con suavidad sobre la mesa. Resbaló tratando de pasar desapercibida, pero sus ojos ya la habían detectado, Así pasa el tiempo, se apodera de nuestras vidas, las consume, las corroe, las destruye. Como siempre que la veía pasar delante suyo, intocable, suspiró: Si sólo pudiese cogerla, detenerla, atraparla entre las manos.
Despegó el brazo con lentitud. La forma del tiempo seguía fluyendo, ondulante afectaba todo a su alrededor, inevitable. Sus manos llegaron hasta la frontera entre el infinito y la temporalidad terrenal. Sus dedos resbalaron por debajo. La levantó de un extremo sin dificultad, la plegó formando un doblez que adquirió un brillo azulado en el borde; continuó plisando la forma del tiempo hasta lograr un diamante de apariencia incorpórea que despedía un halo celeste sinuoso y perdía su luz a los pocos centímetros.
Cogió la gema, con el corazón repicando en el pecho. Sobre las palmas de las manos la alzó delante de sus ojos; a su alrededor una inmovilidad gris negruzca se cernía, abrazando el aire sin tiempo ya, gangrenando la existencia con la intemporalidad que había creado.
Sonrió, movió la cabeza afirmando algo que solo él escuchaba. Puso la forma del tiempo en el bolsillo de su saco.

Tomado de: La eternidad del instante (Editorial Micrópolis)
Sobre el autor: César Klauer

domingo, 3 de marzo de 2013

Razón del vuelo - Salvador Pliego


No hay tal cielo —dijo el ave—. Mira, los que fincan su razón de vuelo en la altura, tarde o temprano se les ennegrece el espacio y terminan como flechas precipitándose hacia abajo. Entonces, yo creo el cielo y lo confecciono a la medida de mi gusto. Después lo guardo en mis ojos para darle precisión cuando requiero. Cuando hay que adornarlo, pinto una nube, un color rojizo o una estrella arriba para aluzarlo… A veces una luna.
-¡Pero el cielo azul ya existe!
-¡Pero no mi cielo! Yo coloco las puestas de sol y las prendo cuando vuelo. Y subo y bajo la altura según lo exigen los movimientos del planeo.
Es muy sencillo de entender. Te explico: las alas abren los caminos del deseo, y aunque alguien carezca de ellas, es la voluntad de movimiento lo que al cuerpo le da vida. Y el corazón nunca va a un lugar equivocado; simplemente, embellece su destino y tiene la visión de dominar las grandes rutas que empiezan en los ojos y terminan en la recompensa de lograr un objetivo. La belleza, entonces, está en uno y el espacio es tan sólo un motivo de disfrute.
Por eso, esa ave regulaba el cielo con sus alas.

Acerca del autor:  Salvador Pliego

Un amor de pareja para volver a fundar el mundo - Francisco Garzón Céspedes


Cuando mis padres llevaban décadas, las circunstancias obligaron a mi madre a residir en la capital, mientras mi padre quedaba en la provincia. Me hallaba yo a la espera de un juicio relacionado con la casa donde vivía, que no debía permanecer solitaria.
Mis padres, sin verse, mientras más tiempo, más desesperados.
Pasados seis meses, mi padre decidió dejar por unos días sus responsabilidades y viajar. Como no tenía la certeza de conseguir pasaje, no avisó. Estuvo tres días en la estación, y fue un viaje de muchas horas, extenso y agotador, lleno de incomodidades que se sumaron a las setentaidós horas para lograr pasaje. Cuando mi padre arribó a la capital, todavía tardó dos horas en llegar hasta donde mi madre y yo.
De madrugada, cuando por fin mi padre, con más de cincuenta años, se detuvo delante del muro que rodeaba la casa, no tocó la campana, sino que saltó y ya en el jardín, aunque se hallaba extenuado, con hambre y sed, tampoco tocó. Se sentó a aguardar.
Horas después, cuando mi madre abrió, lo encontró en un banco, acurrucado, porque hacía frío. Mi padre la miró y al abrazarla le dijo: “No toqué por no asustarte.”

De los libros de las gaviotas 17: 50 formas literarias
Sobre el autor: Fracisco Garzón Céspedes

viernes, 1 de marzo de 2013

Navida, navidad - Fernando Andrés Puga


Villancicos.
No desafinan, no se equivocan, no se despeinan.
¡Son un amor!

El día que fuimos a vaciar la casa de los viejos, lo encontré en el doble fondo del último cajón del ropero de nuestra habitación.

¿La desmesura de mi grito de alegría? ¿Eso fue lo que te desequilibró aquella noche junto al pino excesivamente ornamentado? Lo querías con todas tus fuerzas, pero el gran paquete junto al árbol tenía pegada una etiqueta con mi nombre. Al lado, otro regalo. Nadie prestaba atención, pero había desilusión en esos dedos que desenvolvían sin deseo tu paquete, mientras no apartabas los ojos de la gran caja que tenía entre mis manos.
Mamá no tenía idea. Papá lo buscó por todas partes, pero no hubo caso. No estaba. Un huracán de envidia lo había hecho desaparecer.
No volvió Papá Noel al año siguiente. Ni al otro... ni al otro. Desde entonces, no más que regalos de ocasión junto al artificio de un abeto de plástico.

Está roto el Scalextric, aunque bastante entero. Sólo faltan dos autitos y algunos tramos de la pista. Voy a ver si lo reparo para que lo usen los chicos.

Acerca del autor:  Fernando Andrés Puga

Mar de embrujos - Paula Duncan


Un mar verde embrujado de extraños personajes, palpables pero no visibles, los circundaba; la pareja absorta en ellos mismos no tenía en cuenta el universo fantástico que iba creciendo a su alrededor; habían llegado a la isla en un pequeño bote de remos que a ellos viajando en la nube de su amor, les había parecido algo así como un viaje en crucero.
El mar había planchado su verde manto para dejarlos llegar, una vez desembarcado en la playa su interior comenzó a inquietarse. Fue cayendo la tarde; el sol se convirtió en un balón rojo que despedía fuego antes de desaparecer en el horizonte un tanto inhóspito del interior de la isla.
Casi ni notaron que estaba oscureciendo tan embelesados estaban el uno en el otro que podría decirse eran solo uno; no veían no escuchaban solo sus corazones palpitaban desbocados, mientras su piel se encendía cual hoguera mágica de pasión, y dieron rienda suelta a sus instintos mas primitivos, de tanto amor sus cuerpos perdieron límites reconocibles, no se podía decir donde terminaba uno y comenzaba el otro, era un solo continente de orillas mezcladas; no les preocupaba que alguien los estuviera mirando, sabían que la isla estaba desierta y que los pocos que se aventuraban a recorrerla de día regresaban temprano, atemorizados por las historias fantásticas que se contaban de las noches en la isla.
De pronto escucharon un sonido sublime era azul cristal y miel en sus oídos y quedaron fascinados; nunca en su vida de simples mortales habían escuchado semejante dulzura, y se sintieron transportados al séptimo cielo ahí donde todo es posible.
Fueron siguiendo el sonido que los hechizaba cual flauta mágica, y luego de caminar entre arbustos de espinosas ramas sin importarles los arañazos llegaron tomados de las manos a una especie de anfiteatro semicircular donde varios fuegos ardían de la nada, y extraños personajes vagaban circulando aquí y allá
El extraño y dulce canto se escuchaba mas fuerte en el centro del lugar y mas tenue en los bordes, pero siempre estaba presente; recorriendo la escena se dieron cuenta que parecía preparada para una gran celebración.
Al poco rato descubrieron que todo estaba preparado para ellos ; en un momento la música se hizo mas tenue y entraron los faunos, los dos mas importantes los guiaron hacia un sitio esculpido en la roca tapizado de almohadones, grandes y pequeños realizados en la mas ricas sedas bordadas y de colorido espectacular, una vez instalados, procedieron a ofrecerles deliciosos manjares y exquisitos elixires servidos en copas tan frágiles que parecían transparente de tan delicado que era el material con que estaban hechas, por supuesto los faunos probaban cada cosa antes que les fuera servida.
En un momento y casi al terminar la comida hicieron su entrada bella ninfas vestidas con gotas de agua trayendo bandejas de frutas exóticas, y danzando una música por demás hechicera; sus cuerpos eran belleza pura entre el reflejo de las llamas.
Tan extasiados estaban que no se dieron cuenta en que momento quedaron solos, dos faunos demasiado embriagados custodiaban el lugar, todo se fue apagando despacio ; la música los fuegos pero sin desaparecer totalmente, sintieron frio y se abrazaron una increíble sensación de final se apodero de ellos y se amaron con toda la fuerza de su alma con el corazón desbocado y entregándose en ese acto final hasta el ultimo centímetro de piel y así los encontró el alba, abrazados, sin vida en medio de ese anfiteatro mágico, que de día era solo desierto y muerte.
Mientras desayunaban caricias y besos rememorando la noche anterior; ella grito espantada al ver la primera plana de periódico que había quedado abandonado en un rincón de la mesa; “una pareja de jóvenes fue hallada muerta en un risco de la isla embrujada” como la llamaban los lugareños; el terror no fue la noticia en si, sino la foto que la ilustraba ¡¡eran ellos!! Se miraron y comenzaron a llorar.


Acerca de la autora:   Paula Duncan