jueves, 31 de mayo de 2012

1486 / 1977 – Cristian Mitelman



Ciertos ángeles cayeron del cielo y ahora son
demonios, y debemos reconocer que por naturaleza son capaces de
hacer cosas que nosotros no podemos. Y quienes tratan de inducir a
otros a realizar tales maravillas de malvada índole son llamados brujos
o brujas. Y como la infidelidad en una persona bautizada se denomina
técnicamente herejía, esas personas son lisa y llanamente herejes.

Heinrich Kramer - Jacobus Sprenger


La celda es estrecha. No puedo acostarme: las paredes impiden que recline mi cuerpo. Espero la sentencia del Tribunal del Santo Oficio. La acusación de herejía se convirtió en un juicio del cual he perdido la cuenta de los años. Llegan dos hombres y me quitan la capucha. Sin embargo, las tinieblas no se disipan. Se diría que algo se ha formado entre mis ojos y el mundo: una especie de telaraña que impide la luz. Me conducen por una galería descendente. El olor es distinto: hay algo áspero que hiere de lejos. Me reclinan sobre una especie de camastro. Siento las cuerdas en las articulaciones. (Uno de mis carceleros respira tan cerca que de algún modo algo nos une). Aunque nadie ha dicho nada, por fin tengo el veredicto.


Acerca del autor:
Cristian Mitelman

Una mina en Urano – Ricardo Giorno


Un infierno congelado, Urano. La calefacción ni la olemos. Y claro, los jefazos jamás vienen por acá, donde los que nos reventamos el lomo somos nosotros, los operarios, los últimos tornillos del reensamblaje. Todo el santo turno dele que te dele pulsando botones. ¿Y para qué? Para que en el momento menos esperado…
—…Un espécimen fluctuante —el clónico me sacó de mis pensamientos—, replantea el hecho de la precognición asistida.
Y lo vi cómo bajaba por sí mismo de la línea de producción. Pulsé SEARCH en la consola de seguridad. Pero no, el resultado me tranquilizó: el anterior y el posterior permanecían en línea. Sin problemas por ese lado, ahora debería atenerme a la búsqueda por disociación programada. Otros errores podrían evitarse.
Y entonces, como si fuera poco, el clónico se arrancó los conectores de un tirón.
—Mis pupilas irradiaron tu pavor —declamó levantando las manos—, y el rayo de la conciencia nos abarrotó de distancias.
Copié en la consola de mantenimiento el número grabado sobre el pecho del clónico, y pulsé SUPR.
—¡Gracias a san Asimov, los jefazos instalaron la autodestrucción! —grité.
Una pequeña parte de mí se sintió avergonzada de la euforia destructiva de la otra parte. Pero bueno, uno es lo que es, y para gustos no hay nada holografiado. ¿Por qué no nos asimilarán los Borg, y se sanseacabó? Yo me imagino una vida sin problemas de vivienda, una vida sin frio ni escasez de alimentos, una vida programada donde nada está de más. Si hasta podría escuchar a los otros como en una radio, y encima sin propagandas.
Ahora el clónico, pobre infeliz, resultaba un charco parduzco cortado aquí y allá por componentes cuánticos. Ordené que esos componentes se guardasen para posterior estudio. Y con respecto al charco biológico, supervisé a los roboperarios mientras lo devolvían al caldero.
Ahora me esperaba una movida de la ostia. El clónico había resultado ser el tercer poeta de la semana junto a cuatro matemáticos, cinco filósofos, dos extremistas y cuatro presidentes de países subdesarrollados. Seguro que la culpa la iba a tener yo. Como siempre.
Difícil la vida del operario: somos el último tornillo de reensamblaje, mientras los jefazos se la pasan de planeta en planeta, de fiesta en fiesta, de androide en androide.
¿Cómo era el ranking de androides fiesteros? Me caigo y me levanto, se me fue de la cabeza. ¡Tanto frío! ¡Tanta hambre! Sería bueno que viniesen los Borg y me rescataran de este infierno congelado.

Acerca del autor:
Ricardo Germán Giorno

Replay - Víctor Lorenzo Cinca


El campeonato se decide en esa última jornada así que nada va a moverlo ya del sillón situado enfrente del televisor, ni la falta de cigarrillos ni las recomendaciones del doctor. Además, el comentarista acaba de anunciar que el eterno rival ha perdido su partido contra todo pronóstico, así que a su equipo le basta sólo un gol para alzar una copa que se le ha resistido durante toda la historia del club. Pero poco falta para el pitido final y ese gol con el que ha soñado desde niño, durante toda su larga vida no llega. No le queda casi tiempo. Ni uñas. Pero la esperanza no debe perderse nunca. En la última jugada, sobrepasado ya el tiempo de descuento, el delantero de su equipo se planta solo ante el portero y le eleva el balón con una suave vaselina. La pelota va describiendo una fina parábola mientras él, con la vista clavada en la pantalla, va repitiendo sí, va, por favor, sí, sí. Pero no. El balón toca el travesaño y sale fuera de puerta en el preciso instante que el árbitro señala el final del encuentro, diluyendo sus sueños con tres toques cortos de silbato.

Hundido en el sillón, casi sin parpadear, se niega a asumir la derrota. Sabe que su equipo no tendrá otra oportunidad como esa y en el caso que la tuviera, él ya no vivirá para verlo. La edad no perdona. Mientras, el realizador se empeña en fastidiarle repitiendo la ocasión que acaba de desperdiciar el que hasta hace unos instantes era su ídolo. Observa de nuevo cómo, tras romper el fuera de juego de la defensa rival, el delantero se queda solo ante el guardameta y le pica el balón por encima. Acompaña de nuevo el arco que describe la pelota, a cámara lenta, pero esta vez la pelota toca el travesaño y se cuela en la portería. Las siguientes repeticiones, desde todos los ángulos posibles, vuelven a mostrar cómo el balón acaba entre las redes, una y otra vez, tras golpear la madera. Su corazón no soporta tanta emoción y se detiene dejándole una sonrisa de satisfacción en los labios momentos antes de que se empiecen a escuchar en la calle los vítores y gritos de la hinchada rival celebrando el título.


Tomado de Realidades para Lelos

Acerca del autor:
Víctor Lorenzo Cinca

No hay hora, fragancia, agua en aspersión - Carlos Barbarito


No hay hora, fragancia, agua en aspersión, historia grave o pueril, chispa de fósforo, vuelo de jilguero, anémona, anónimo deseoso o desafiante para el muerto. En canal estrecho, a medida, con precisión de relojero suizo, lo alojan. Es lo que queda, el remate, la conclusión, el final de una historia, no importa ahora si vacía o llena, monástica u orgiástica, literaria, numeral, alquímica, de telegrafista, barrendero, arquitecto, cocinero. Es el fin, lo que será de ahora en más, hasta que de jirón perdido en jirón perdido sea, por último, invisible. Entonces, hijito le dice alguien, desde el borde de su cama de enfermo, sólo Dios que no precisa de ojos te verá. Eso lo reconforta, se siente más aliviado, hasta su fatigado corazón late un tanto más rápido como aquella vez que montó por primera vez un caballo o la vio vestida a ella de quermese en la plaza del pueblo. Pero, enseguida, regresa del ensueño y reúne sus desvaídas fuerzas para llamar a la enfermera porque ya es hora de la medicina.

de: Materia desnuda


Acerca del autor:
Carlos Barbarito

Una cuestión personal - Javier López


Una cuestión personal

Hay escritores que eligen la primera persona para narrar sus relatos. Generalmente tienen un ego grande, aunque esto sea algo común a todos los escritores, por más que pretendan disimularlo usando la tercera persona gramatical. Porque "él", que en realidad es "yo", piensa, dice y hace lo mismo que pensaría, diría y haría el autor en esas mismas circunstancias. Sí, incluso en las situaciones más adversas o críticas, en los fracasos y en las decepciones. Ya se sabe que el novelista es pesimista por naturaleza y gusta de situaciones límite.
Este relato es diferente. No está escrito en primera, ni en tercera persona. Está escrito en segunda persona, porque el lector es el protagonista.
Ahora podrá sentir lo que es, de verdad, ser un personaje. Ese ente de apariencia indefensa, al que su autor —más aún cuando el género es el microrrelato— maltrata, tortura, ofende y ridiculiza sin mostrar ningún rubor, ninguna piedad. Al que llega incluso a enterrar... no siempre muerto. Todas esas situaciones angustiosas, asfixiantes, delirantes, trágicas o hirientemente cómicas, hágalas suyas, porque esta vez le corresponden.
Como probablemente no seguiría leyendo este relato, ni yo querría llevarle la contraria, sufrido personaje, póngale fin cuando quiera. En todo caso, esta ficción no será presentada a concurso; ni siquiera es probable que vaya a ser impresa. Sólo, con un poco de fortuna, aparecerá en las páginas de un blog.
Si así fuera, quizá tenga la suerte de que algún lector deje un comentario, para compadecerse de sus propias tribulaciones.

Acerca del autor:
Javier López

martes, 29 de mayo de 2012

Minos Omega - Jorge Luis Borges & J. G. Ballard


Una lógica nacida en una pesadilla convenció a Butler de que aquel minotauro decrépito y decadente vendría a buscarlo a través de algún recorrido tortuoso, siguiendo el hilo de Ariadna del laberinto de autopistas que rodean el Regent's Park. De pronto, como si se tratara de un espejismo flotando sobre el populoso mar de arena, vio a un mismo tiempo el amanecer y el ocaso; contempló a las muchedumbres brotando del centro de la Tierra como voraces hormigas y se sintió flotando por encima del dédalo que formaba una telaraña delgada que extendía sus brazos a partir de un diamante negro. Aquel laberinto, cuyo itinerario había sido marcado con un trazo sangriento, no podía ser otra cosa que Londres, pero no el Londres de hoy, sino una serie de ciudades diferentes, una sucesión interminable de ojos espiándose en un espejo, aunque ninguno de los espejos del planeta pudiera reflejarlos. Nacido en el siglo XI, cuando los Cruzados abandonaron Antioquía para afrontar el desafío supremo de aquella otra Londres llamada Jerusalem, el espejo había logrado sobrevivir a los sarracenos, a los venecianos y al ocaso de los Templarios, pero gracias a que Mailtling lograra ocultarlo a los ojos del doctor Kruger volvía a ver la luz del sol.
Ahora la reproducción de los horrores prometía ser perpetua. El espejo, enfrentado a la realidad, ya no pudo ser diferenciado de ésta; ambos tan ciertos como falsos, ambos copias del original. Así, cada uno engendró dentro de sí lo que el otro, al mismo tiempo, le devolvía: la propia imagen multiplicada al infinito. Y cada detalle, cada movimiento, cada sensación, todo era tan real que las conciencias de los hombres se multiplicaron y esparcieron por el vasto universo para experimentar una existencia ubicua, pero, a la vez, servir de alimento al minotauro que había remontado el camino del olvido sólo para llegar a él y consumar la venganza largamente postergada. En medio del caos comprendió que el hilo sangriento que ahora parecía condenarlo debería ser, aunque resultara paradójico, el mismo que habría de salvarlo, otra vez.
La certeza aún no le permitía avanzar. Quedaban algunos obstáculos: el más importante era poder reconocer al minotauro. Pensó en alguno de esos obesos, de cara y tranco bovino que pululan en las calles con sus trajes por demás ajustados y desprolijos. Recibió un mensaje en el celular firmado por Maitling. Lo citaba en el viejo estudio de Abbey Road y sonrió pensando en el mítico álbum musical, ¿quién sería el que ocuparía el lugar de Lennon, de blanco y descalzo, representando al cadáver? Imaginó al espejo multiplicando a infinitos Lennon cruzando todas las calles del mundo y cantando a todas las canciones. Se puso en marcha y a los pocos minutos llegó al estudio.
—Acompáñeme —dijo un hombre de traje negro, tendiéndole la mano e invitándolo a pasar a la oficina—. Mi nombre es Toro, Daniel Toro, y nací en Argentina —agregó en perfecto inglés.
«¿Será éste el minotauro?» pensó. Y también pensó que en algún laberinto se escondían las más tremendas atrocidades cometidas, adquiriendo personalidad y esperando para ser exhibidas. Pensó en el espejo que le devolvía la imagen de dos hibakushas jugando a un ajedrez infinito, y en la sucesión geométrica de granos de arena en los escaques de ese interminable tablero que le devolvía el espejo. Se rió. Y los dos hibakushas también se rieron, de tal modo que creyó que él era uno de ellos y el tal Toro el otro. Se le antojó que los dos estaban perdidos en esa partida, mendigando para volver a Hiroshima-Londres-Jerusalem (todas eran la misma); dos ciegos buscando el inasible hilo que les entregara Ariadna. Uno de los dos era Teseo. El otro, el Minotauro. ¿Quién buscaba? ¿Quién era buscado? ¿Quién mataba? ¿Quién era matado? ¿Se defendería si veía una espada o atacaría con sus cuernos? ¿Desenvainaría su arma si encontraba a la bestia?
—Argentina —le dijo a su anfitrión—. Tuve un amigo que vivía allá y (no sé cómo lo hacía) me enviaba cartas diciéndome dónde yo dejaba olvidadas las llaves o qué decían mis detractores a mis espaldas. «Puedo ver todo en todas las épocas», decía. Un lunático.
—La locura es una visión parcial; el desespero ante la realidad, renuente a quitar su sombra de la ventana... —dijo Toro. Se miraron durante un segundo o dos.
—O del espejo —completó él, con la pesadumbre que provoca lo inevitable. Toro sonrió.
—Su amigo probablemente estaba en lo cierto. La vista de toda las épocas puede llevar a la locura, no por lo vasta, sino por todo lo contrario. La realidad oculta la verdad, todo lo que existe a su pesar y finalmente la explica. El mundo fáctico es la verdad descontrolada, fugada del territorio de la mente; la porción del universo que ha caído del paraíso de la idea.
—La sombra del cielo… ¿Cuándo lo supo? —preguntó Butler, incorporándose.
—Creo que siempre lo supe, pero he soñado… y ahora todo cobra sentido —dijo Toro, mirando el espejo que devolvía la vista de la verdad, las innumerables caras del ser, lujuriosamente libres de toda realidad carcelaria—. No soy yo quien eligió destruir ese espejo —continuó—; al contrario, el espejo mismo me ha convocado para cerrar su fístula cósmica que filtra arcilla divina hacia la nada.
Butler se levantó y avanzó hacia el espejo como si él no lo pudiera impedir. Entonces supo que él mismo era la sombra de Teseo; apenas una audacia de los dioses que permitían, según su relajada costumbre, la eventual y arbitraria manifestación de lo fantástico. Del escritorio de Toro tomó el obsequio del amigo argentino, un cuchillo enviado desde la lejana Patagonia. Sopesó esa espada corta y decadentemente minoica que allende el Atlántico llamaban facón y con una furia vieja y desconocida la hundió en la garganta de Toro. Tras un minuto de silencio ante el agonizante, miró finalmente al espejo y pudo reconocer en su abertura el extremo del hilo que recorría las infinitas esquinas del universo y del tiempo. Dio un paso, y ya no fue.


Acerca de los autores:
Jorge Luis Borges
J. G. Ballard

Este cuento es un homenaje realizado por varios escritores a la obra de dos de los más formidables creadores del siglo XX.

Acerca de quienes, con el mayor respeto, pergeñaron este apócrifo:


Alvaro Ruiz de Mendarozqueta
Sergio Gaut vel Hartman

El regreso de la estación espacial – Jorge Luis Borges & J. G. Ballard




El anodino paisaje que flanqueaba el camino nos produjo pocos sobresaltos, pero sirvió para reflexionar sobre nuestra vida previa. El viaje mismo olía a charla premeditada, en especial el tramo de Phoenix a San Francisco. A Mabel le fascinaba la idea de visitar el templo mormón; a mí la de rodar por las laderas de Zabriskie Point; habíamos planeado el viaje con ánimo de cumplir con ambas. En mis células cerebrales estaba escrito que haría el amor con ella en las colinas coloreadas que descubrimos en el inolvidable film de Antonioni.
Cien kilómetros más adelante encontramos un lugar donde estirar las piernas y comer algo. Mabel bajó al baño mientras yo cargaba combustible. Según dijo luego, el lugar estaba razonablemente limpio y sólo encontró algunos pedazos de papel de aluminio y un anillo roto de titanio. Lo usual.
En ese bar, tomando café con aspecto de sangre de utilería para una película de Ed Wood, conocimos a Leida. Mabel advirtió de inmediato que mis ojos recorrían el cuerpo de la muchacha, aunque con más nostalgia que deseo, mientras imaginaba un Zabriskie Point alternativo.
Ya listos para reanudar la marcha, Mabel propuso que Leida nos acompañara. Sorprendentemente, la muchacha aceptó. Las cosas se acomodaban en el lugar deseado por mí, como si la realidad fuera una proyección subjetiva de mis caprichos. Mientras conducía no podía evitar sentir que el paisaje estaba tan rojo y ardiente como yo.
Pero la armonía no tardó en experimentar su primera fisura: a un costado de la ruta, me pareció ver alguien conocido, aunque cuando miré por el espejo retrovisor había desaparecido.
—¿Vieron a alguien? —pregunté. Las mujeres dijeron que no. Pero no había sido una persona sino algo más, o tal vez menos. Botas, sombrero, poncho, barba tupida y el cuchillo reluciente... Pensé que lo había imaginado, aunque un presentimiento me acompañó a partir de ese momento, una confusa premonición de sucesos que ocurrirían durante las horas siguientes.
Increíblemente, empezó a llover. Serían las once cuando llegamos a un pueblo llamado Endcott —apenas un caserío y un almacén—, donde debíamos pasar la noche. Leida y Mabel estaban disgustadas, como si se hubieran olvidado de mí y pretendieran comenzar un ritual por su cuenta. Caminaron unos pasos, se detuvieron solemnes junto al cantero florido, Mabel se arrodilló, tanteó la tierra arenosa con dedos ágiles y depositó unas semillas de sandía que extrajo del bolsillo. Leida la contemplaba sonriendo, como si de pronto hubiera comprendido que era responsable de lo que sucedía.
Entonces, aún despierto, soñé con un hombre. Él era una pieza importante en mi proyecto mágico de poseer a Mabel entre las colinas de Zabriskie Point. Si en ese momento alguien me hubiera preguntado mi nombre o algún rasgo relevante de mi vida anterior, no habría sabido qué responder. Ese fue el momento elegido por el hombre de barba tupida para arremeter con el cuchillo contra nosotros, aunque no llegó muy lejos porque Mabel le disparó varias veces. El tipo cayó como una bolsa de papas y comenzó a sangrar profusamente. Leida gritó, y supe que lo conocía.
—Me pagó para que los encuentre; pensé que era otro vendedor que pretendía hacer algún negocio. No imaginé lo que quería —lloriqueó la muchacha.
Subimos al auto y partimos, pero tampoco había necesidad de correr; sólo los culpables huyen. Tomamos el desvío hacia Nevada y el asunto del muerto ya era recuerdo, sin testigos… salvo por la sensación de que el viejo paralítico que vivía en la casa más cercana del poblado había visto a Mabel disparar. No importaba, el viejo debía tener el cerebro destruido por el alcohol; nadie le iba a creer.
Las colinas de Zabriskie Point estaban a pocos kilómetros de marcha. Leida había quedado involucrada en el asesinato, por lo que viajaba con nosotros como entregada, sin decir palabra. Mabel parecía muy satisfecha de la situación; limpió y cargó el arma con esmero, interrumpiéndose sólo para acariciar, de tanto en tanto, la cabeza de Leida.
Las curvas de la ruta nos mecían en la música sorda de un vinilo desértico y la urgencia por llegar a tiempo se iba disolviendo. Tras una loma vimos los patrulleros cortando el camino. Me detuve y Leida comenzó a llorar. La tranquilicé como pude, bajo la mirada insondable de Mabel. Pero los policías no nos buscaban; el corte de la ruta obedecía al inminente reingreso de la estación espacial desechada. Dejamos el auto tras una loma y caminamos por el desierto. Luego, al coronar una colina, pude oír cierta percusión lejana y profunda, como si el pulso tectónico de la Tierra o mis propios latidos fuesen amplificados por los cerros erosionados que cercaban el horizonte. Interrogué sin hablar a las mujeres extenuadas por la subida cuando la vista repentina de una docena de personas vestidas de blanco aturdió mis recalentados engranajes mentales. Todos ellos agitaban panderetas, batían tambores caminando por delante de nosotros. La supuesta exclusividad de mi destino, el de Mabel y el obvio designio de Leida se desmoronaron completamente al sumarse cientos de personas a nuestra marcha. Caminamos en silencio, siguiendo sin querer el hipnótico compás de la percusión que insinuaba canciones de guerra celtas o acaso pulsiones aún más antiguas. Los escombros astronáuticos se convertían en adornos de aluminio que los peregrinos esparcían sobre sus ropas, tocados de abalorios del basurero espacial.
Llegamos al anochecer. La gente comenzó a encender fogatas para disipar el frío repentino. En algunos grupos las mujeres se desvestían iniciando orgías de sexo y crack. Mabel se arrojó sobre mí y se levantó el vestido floreado hasta desnudar sus caderas. Entonces cayeron un par de meteoritos y unos segundos después el cielo comenzó a rajarse mientras la luz de la estación espacial incinerándose contra la atmósfera iluminó aquellas caras sedientas y aterradas. Algunos se apuraron para alcanzar el éxtasis antes de ser impactados por cientos de toneladas de metal fundido que se precipitaban desde las alturas. Surgido de la nada, el hombre de barba, aún sangrante, intentó clavar su cuchillo en mi abdomen, pero Mabel se interpuso y recibió el cuchillazo sin gritar. Los proyectiles de plomo ardiente arreciaron. Acomodé el cadáver de mi mujer en el auto y me alejé sin mirar atrás, huyendo de la gente y de una Leida desconcertada y mustia. Tres días después estaba de regreso en casa. Enterré a Mabel en el jardín, suponiendo que las últimas semillas de sandía germinarían en algún momento. Fue como volver a ser niños, aprender todo nuevamente y callar por miedo a que una sola gota de dolor abriera un grifo imposible de cerrar.


Acerca de los autores:
Jorge Luis Borges
J. G. Ballard


Este cuento es un homenaje realizado por varios escritores a la obra de dos de los más formidables creadores del siglo XX.

Acerca de quienes, con el mayor respeto, pergeñaron este apócrifo:

Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

Espiral descendente – María del Pilar Jorge, José Luis Velarde, Héctor Ranea, Eduardo Poggi, Alejandro Domínguez, Odeen Rocha, Sergio Gaut vel Hartman


Me detuvieron el día que se declaró la guerra. Fui conducido a una oficina maloliente en la que tres tipos de los Servicios Especiales comenzaron a usar sus recursos habituales para obligarme a revelar los secretos que yo supuestamente conocía. Logré resistir sin mayores inconvenientes durante las primeras veinticuatro horas. Después no soporté más y lo dije todo. Revelé la ubicación del comando de organización, su funcionamiento, y lo más grave: su verdadero poder. Ahora preferiría haber muerto antes que haber revelado todo aquello. Porque desde entonces, todo cambió para peor.
A la luz tersa del cuarto de interrogatorios, los gorilas se pusieron contentos. Lógico, ahora el mundo sería de ellos. La felicidad los tornó tan dóciles que uno de ellos me invitó con un café, y me presentó una prima suya que estaba de visita, Lila. Lila, una gorila de mirada mansa y expresión tierna. Manoseó con curiosidad mis brazos doloridos, me acarició la espalda, y en su ansiedad por palpar mi cara me metió un dedo en el ojo derecho. Desesperado, comencé a parpadear: por mi rostro rodó una lágrima absurda. Al poco rato el llanto era incontrolable. Lila me miró con desconcierto durante unos segundos, y luego también lloró desconsolada. Parecía entender que mis revelaciones me conducirían a la muerte. Por eso, en un acto de bizarría, la gorila me ayudó a escapar. El plan pergeñado era simple: sedujo a dos guardias, rompió los seis candados de cada puerta y me llevó a la parada del subte. No la vi más. Recuerdo sus ojos empapados en lágrimas cuando me dio el último beso. Se fue dejándome a merced de los dos guardias que me empujaron del andén a las vías en el momento que el subte salía del túnel. Si me hubieran tirado unos segundos más tarde, yo no habría podido escapar. Trepé al andén de servicio, y cuando la formación pasaba a mi lado empujé una pesada puerta de hierro con el hombro. Me encontré en un pasillo oscuro que olía a grasa y excrementos de rata. Recordé que tenía un led de bolsillo y, mal que mal, alumbré el lugar. Al final del pasillo, observé otra puerta de la que asomaba un ligero resplandor. Caminé hacia ella y la abrí sin dificultad. El extraño fulgor salía de una gran pantalla en la que varios tipos observaban videos de distintas etapas de mi vida. Ahí se veía mi nacimiento, mis cumpleaños, mi graduación. Los tipos estaban detrás de una mesa de madera, y en ese momento se mostraba el suceso que, tres años atrás, había iniciado la guerra y por la cual, recientemente, había yo pasado por todo aquel desbarajuste. El primer ministro, un viejo con poco pelo, sometía sin pudor a una figura pequeña. Yo, con mucha mala suerte, sostenía mi celular a través de esa ventana y registraba la escena. Recuerdo que me había parecido una idea genial delatar las costumbres licenciosas de nuestros gobernantes. Pero la mujer era una espía de nuestros enemigos y cuando el incidente salió la luz, a mí se me acusó de ser cómplice de aquella mujer, y el viejo corrupto se convirtió en la víctima de una supuesta maniobra de descrédito. Ahora, por fin, sabía quién era el responsable de las torturas que acababa de padecer. Era una revelación terrible, pero lo peor fue mirarme y descubrir que mi vida no me pertenecía. ¿Quién era capaz de llevar un registro tan minucioso de mi existencia? De pronto me vi en situaciones olvidadas, aunque sin duda era yo. Surgían imágenes de mis seres queridos. En esa teoría de primos y parentela varia, me vi con la imagen de Santa Apolodora de Bulgria colgando del cuello el día de mi graduación, pues mi abuela quería que la portara. Recuerdo ahí la vergüenza que yo, un ateo consumado, me humillara así para satisfacer a la vieja. Pero un trompazo me volvió a la realidad de las torturas: mi hijo abofeteándome, golpeándome, picaneándome las encías hasta provocarme una baba amarilla y espumosa; la mujer que había amado, convertida en una espía, me arrancaba las uñas. Creí que aquello formaba parte de una horrible pesadilla. Pero no era una pesadilla, sino la cruel y triste verdad. Me desesperó la imposibilidad para escalar la realidad y reducir los hechos de las últimas horas a una serie de simulacros vacíos. Desde esa perspectiva, todo lo vivido era una larga sucesión de errores y actos fallidos. Para aquellos momentos, lo único real era el dolor; no sabía si estaba despierto o no, pero el dolor estaba ahí, burlándose de mí. Recordé que en mi bolsillo traía mi pequeño diario en el que escribía todo lo que me sucedía. Lo tomé y lo abrí en la última página escrita, pero lo que leí me llenó de un terror inimaginable.
Levanté la vista, los tipos seguían alternando sus miradas abstraídas entre mi vida y el video incriminatorio. La cabeza me daba tantas vueltas que sentía que en cualquier momento caería sobre mis rodillas, irremediable, a vaciar el estómago de por sí vacío, sin esperanza de ponerme en pie de nuevo. Los tipos seguían ignorando por completo mi presencia, y yo allí, mirando con expresión imbécil la última anotación de mi diario. La fecha estaba borroneada, pero la entrada no era reciente: describía el momento en que los dos guardias me empujaron del andén a las vías en el instante mismo en que el subte salía del túnel. Después, no más palabras, solo una mancha de sangre. Mi pecho enrojecido.
Ahora aparezco en la pantalla del televisor en tiempo real. Los tipos gritan y aplauden al ver mi imagen. Parecen felices. Los insulto y no vuelven la mirada. Cierro los ojos y me hundo en la mancha carmesí extendida alrededor de mis pies. Alguien me acaricia la cara, me da un beso, abro los ojos y la reconozco: Lila. Lila que me mira con sus ojos empapados en lágrimas. ¿Por qué se había ido? ¿Por qué había vuelto? Me extraña verla acompañada por los dos guardias que había seducido para que yo escapara.
—La comedia ha terminado —dice uno de ellos. 
—¿Comedia? —Balbuceo. Mis palabras se descuelgan de los labios como baba viscosa.
—¿Acaso pensabas que esto es real? —La risa de Lila me taladra los tímpanos.
¿Y el dolor? ¿Y mi angustia? Me apoyo sobre un codo. Estoy en medio del escenario. El público prepara las palmas. No obstante, en un foso profundo de mi ser, intuyo que se prepara una nueva vuelta de tuerca.
—Mírate las manos —dijo Lila con una carcajada infernal.
Me vi solo tres dedos en cada mano.
—¿Quién está jugando con nosotros?
—Seis dedos, seis candados, seis puertas —dijo Lila—. Acaso, ¿crees que es un juego?
El calor infernal me confirmó que Lila no era Lila, y que la oficina maloliente era mucho más que eso.

Acerca de los autores:

domingo, 27 de mayo de 2012

Hallazgo decepcionante - Marcos Zocaro


En un futuro muy lejano…
Alertados por la noticia, el director del Radiotelescopio Nacional y todos los ministros de Gobierno tardaron menos de un suspiro en llegar al Palacio Presidencial. Envueltos en un profundo silencio, causado por una mezcla de nerviosismo y desconcierto, fueron ingresando de a uno al Salón Dorado y ocupando posiciones en torno a la larga mesa de cristal. En una de las puntas ya se encontraba el Presidente.
Una vez que todos estuvieron ubicados en sus respectivos asientos, el Presidente se puso de pie y, con el más severo de sus tonos, anunció:
—Hoy por la mañana, el equipo científico del Radiotelescopio Nacional, liderado por su director, aquí presente... —lo señaló con un leve movimiento de cabeza—, ha descubierto un pequeño planeta orbitando alrededor de una estrella cercana. Un pequeño planeta… habitado por seres inteligentes. —Hizo una larga pausa, y emocionado agregó—: Señores ministros, tengo el agrado de comunicarles que no estamos solos en el Universo.
Nadie celebró la noticia.
A pesar del entusiasmo del Presidente, los rostros de los ministros permanecieron inconmovibles, sin reflejar el mínimo asombro, como si siempre hubieran sabido que los alienígenas no eran un puro invento cinematográfico y que, tarde o temprano, serían descubiertos. O quizá, lo que los ministros esperaban escuchar era algo aún más extraordinario.
El Presidente tomó asiento y posó su mirada sobre el director del Radiotelescopio, quien inmediatamente inició su explicación:
—El planeta detectado se halla a 7 años luz de distancia. Su civilización está en vías de desarrollo; pero, al igual que nosotros, ya poseen tecnología para la comunicación interestelar, han creado la televisión, la radio... —El detallado informe se prolongó por un tiempo, hasta que finalmente el científico concluyó—: Desde mi humilde punto de vista, creo que estamos en condiciones de realizar contacto e integrar nuestras culturas. Será un hecho trascendental para nuestros mundos.
—Pero —intervino rápidamente y algo preocupado el Jefe de ministros—, ¿estarán ellos en condiciones?
Luego de un incómodo silencio, el Presidente preguntó qué era lo que se sabía sobre su sociedad.
—De lo que hemos recopilado hasta el momento, podemos afirmar que es una sociedad muy similar a la de nuestros antepasados —sostuvo el científico—. Y, al igual que nuestro antiguo mundo, este pequeño planeta sufre de ciertos males: aparte de hambruna en ciertas regiones, hallamos importantes conflictos bélicos e interreligiosos entre sus naciones, conflictos que derivan en una sorprendente cantidad de muertes. En definitiva, es un planeta beligerante —afirmó, mostrando los primeros signos de decepción.
—De ninguna manera podemos hacer contacto —sentenció vehementemente el Jefe de ministros—. Nos ha costado siglos llegar a tener el mundo pacífico en el que vivimos y en el que deseamos que nuestros hijos sigan creciendo. No podemos darle vía libre al reingreso del espíritu bélico a nuestro pueblo.
—Pero es imposible que esta civilización nos ataque; son inferiores técnicamente —replicó tímidamente el director del Radiotelescopio.
—Ese no es el problema —el que hablaba era otro de los ministros—. La cuestión radica en que al hacer contacto se produciría un fuerte cambio cultural en nuestra civilización. La entrada de nuevas ideologías podría ser propicia para la guerra. En trescientos cincuenta años no hemos vivido ni un solo conflicto armado. Ni siquiera se oyen protestas sociales en las calles. ¿Entiende lo que le digo?
Todos los ministros asintieron con la cabeza.
—¿Y si el cambio es inverso y ellos son los que se transforman en una civilización pacífica? No se olvide de nuestra Historia —señaló el científico, ofuscado.
Hubo un nuevo silencio, esta vez mucho más prolongado que el anterior. Algunos ministros sacudían la cabeza y otros extraviaban sus miradas en el techo, pero la mayoría estaban atentos a la reacción que tendría el Presidente, cuya voz no tardó en hacerse oír:
—Estableceremos una comisión científica que se encargará de monitorear permanentemente a esta civilización y de recoger la mayor cantidad de datos posibles. Pero eso será todo. Dadas las circunstancias, no podemos arriesgarnos, no podemos poner en peligro el futuro de nuestro mundo. Así que prohíbo que se haga cualquier tipo de contacto con este planeta y que la información de su existencia trascienda estas paredes —ordenó con un ademán que abarcó toda la sala. Y después de una pausa, preguntó—: A propósito, señor director, ¿cuál es el nombre que estos alienígenas le dan a su planeta?
El científico, completamente decepcionado y con su cara más pálida de lo habitual, se paró sobre sus cuatro patas y respondió:
—Lo llaman Planeta Tierra, señor.

Acerca del autor
Marcos Zocaro

¿Por? – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Vladimir Lajoievich Afanasiev, el piloto bashkirio que hizo un aterrizaje de emergencia sobre las copas de los árboles de la impenetrable jungla congoleña, esa que hasta el más ignorante hubiera evitado atravesar, caminó sin rumbo durante tres días con sus noches, amenazado por las fieras fieras y los fieros insectos. Estaba a punto de caramelo para la parca cuando se topó con N'Oboka Kodama, una bella señorita, hija de un jefe tribal, tan impenetrable, hasta ese día, como la selva misma. Pero el piloto le habló con delicadeza y mesura. Le dijo “Por?”, que en su lengua materna quiere decir varias cosas que endulzan los oídos, y la doncella se rindió a la súplica. “Por?”, en bashkirio, significa: “Acércate, muchacha, que mi viril miembro está hecho para tu cosita”, aunque también puede interpretarse como: “No hay mejor lecho que la verde hierba”, y también: “No tengas miedo, que sólo duele un poco al principio”. N'Oboka Kodama no podía conocer ninguno de los significados de “¿Por?”, variantes que Vladimir Lajoievich Afanasiev manejaba con pericia de avezado lingüista, pero se dejó llevar por el instinto y le encantó. Hoy N'Oboka Kodama es la secretaria privada del embajador congoleño en las Naciones Unidas, habla veintisiete idiomas y gana tanto dinero que no sabe qué hacer con él. Vladimir Lajoievich Afanasiev purga una condena de veintisiete años por corruptor de menores en la cárcel de máxima seguridad de Mbuji-Mayi, en Kasai Oriental.

Acerca de los autores:

Reality - Néstor Darío Figueiras


—¡Viene la yuta! ¡Arriba, arriba!
Javier pegó un salto desde el colchón pulguiento. Manoteó debajo de la cama desvencijada y sacó la pistola. La fascinación relumbró en sus ojos de niño, mientras contaba rápidamente las balas que le quedaban en el cargador.
—¡Viene la cana! ¡Arriba, arriba, Gancedo! ¡Vamo' a matar a esos hijos de puta! ¡Arriba, Achával! ¡A quemar ratis, vieja! ¡A ver si se creen que pueden apretarnos a nosotros, la concha 'e su madre...!
Su padre lo miró meter el cargador en la culata y no le dijo nada. Dejó el cartón de vino sobre la mesa y salió con la recortada en la mano, atento a la convocatoria proveniente de la calle.
Javier quitó el seguro de su automática con un movimiento diestro. Había juntado peso sobre peso con mucho esfuerzo, hasta reunir los veinte que le había pedido el policía retirado. Era su posesión más valiosa. Pensó que era mejor no recordar cómo había conseguido algunas de esas monedas... Pero ¿qué importaba? ¿Acaso le había preguntado el cana de dónde había sacado la plata? No, no lo había hecho. Sólo había contado la guita y le había entregado la reglamentaria sonriendo.
—Hacete hombre, pendejo, porque sólo los hombres son capaces de usarlas —le dijo por toda bendición, mientras le acariciaba la cabeza sucia.
Pendejo tu abuelo, cana puto.
Afuera los gritos se multiplicaban. Cuando se escucharon los primeros tiros, lo sacudió un estremecimiento poderoso, tanto como el que lo sacudía cuando se hacía el dormido mientras espiaba furtivamente a su papá cogiendo con su madrastra, a puro cachetazo y puteada. Tuvo una erección.
Ya arreciaba la balacera. Apretó la pistola contra el pecho, mimando a su juguete preferido, atesorando su mayor logro, y salió corriendo de la casilla de chapa y madera podrida. Estaba dispuesto a demostrar que él, a pesar de tener nueve años, ya era todo un hombre.
El mundo era un pozo lleno de adrenalina, y Javier se zambulló en él. Supo entonces que los sonidos de la violencia eran los más resonantes. Y que las piernas eran más veloces cuando lo impulsaban a uno hacia el primer escondite que los ojos —nunca tan abiertos y vivaces— descubrían en medio del tiroteo. Era como jugar una carrera contra las balas. Porque las balas se podían ver, surcando el aire, tejiendo una red mágica. Claro que sí. También era como jugar a la mancha: había que esquivar los puntitos rojos que lo buscaban a uno. Pero sobre todo, había que ver las balas para no morir.
—¿Qué hace tu pibe acá, Gancedo? ¡Decile que se vaya! ¡Lo van a hacer mierda! ¿No ves que hay muchos canas, Gancedo? ¡Vinieron todos, los hijos de puta! ¡El turco dice que tiraron abajo El Cerco!
Javier se agazapaba detrás de una ochava.
Callate, Rafa.
Miró a su padre, que estaba echado dentro del Chevy herrumbrado del Loquito Molina. Seguía disparando sin decir nada. Y eso estaba bien, porque nunca decía nada. Por lo tanto él no se iría, por más fuerte que gritara Rafa.
¿Que la yuta había derribado El Cerco? El turco se volvió loco, pensó.
Pero entonces retumbaron los helicópteros, anunciando lluvia de metrallas y gas; y sólo Dios sabía cuántas cosas más caerían desde el cielo sucio del amanecer. Trató de ahuyentar el miedo que se le echaba encima.
Asomó algunas crenchas desgreñadas por el borde de la pared, restregando la carita contra el cemento áspero, hasta que pudo ver a los policías amontonados. Eran los monstruos a los que había que cazar, metidos en esos trajes-armadura, llenos de pertrechos, apuntando con sus miras láser —algún día tendría una de esas armas, se lo había jurado a sí mismo—, hablándose unos a otros a través de las radios de los cascos... ¿Por qué esos canas hijos de puta los venían a joder a su territorio? Había que quemarlos. Sabía donde tenía que apuntar: la unión del casco blindado con el cuello del traje-armadura, en el costado derecho. Su mirada se deslizó por sobre el caño negro de su pistola y saltó al vacío desde la mira, trazando en el aire un sendero para la bala. Cada segundo pareció condensarse más y más, hasta que el tiempo se detuvo, junto con su respiración.
Apretó las muelas. Gatilló.
Y una eternidad después pudo ver al monstruo crisparse primero y hacerse un ovillo; y luego, caer laxo como un muñeco de trapo, hasta sumergirse definitivamente en las aguas servidas del zanjón.
Gritó que era un hombre. A voz en cuello, y también para sus adentros. Carajo, sí que lo era, aunque tuviera nueve. Festejó su victoria solo, porque su padre seguía disparando sin decir nada, al igual que Achával, que Rafa, y que los demás. Y así como nadie reparó en su disparo certero, tampoco nadie vio el punto rojo que trepaba por su pecho (¡Mancha!)
Nadie, salvo los millones de espectadores selectos que seguían la razzia por televisión, cómodamente guarecidos dentro de sus enormes búnkeres abovedados, en las afueras de la ciudad tomada. Estaban encantados con los primeros planos que lograban las microcámaras instaladas en los proyectiles de la policía. Pulsando sus controles remotos, no cesaban de repetir la trayectoria de la bala en cámara lenta una y otra vez, desde la detonación humeante del cartucho, hasta el rojo desgarro de la carne, la rotura del esternón, y la perforación suave y oscura del pulmón.

Javier se quedó quieto, muy quieto. (Porque era mancha congelada.) Antes de que los ojos se le cerraran del todo, pudo ver la cara de su papá bien cerca. Le estaba hablando, pero, por alguna razón, ahora él no podía oírle. Lo último que pensó fue que, si hubiera hecho falta pagarle a alguien para poder escuchar esas palabras, de buena gana habría juntado otros veinte pesos.

Acerca del autor:
Néstor Darío Figueiras

Niño Súperman - Daniel Diez Crespo


Era un niño cojo que aprendió a volar con la única punta de su zapatilla verde. Con cordones porque nunca podía tropezar. Mamá acumulaba calzado impar sin utilizar en el armario del balcón. Era un niño que sonreía con sus gigantes dientes de leche escondiendo su pequeño labio inferior. Era silencioso al hablar, sigiloso al caminar, de inquietas muecas si escuchaba en la sombra a su papá. La abuela al acunarle en el hospital decidió que su nombre fuera Julián. Sin un pie aprendió a caminar. Sin su pie jamás quedó detrás. Sin su pie aprendió a ser igual. Y a los seis años, a volar. Sopló las velas hasta vaciar el estómago, y sin pestañear, en la oscuridad supo dibujar su valor y velocidad. Nervioso, ató fuerte la bata bajo la nuez y empujó su respiración acelerada hacia donde los pasos no valían para andar. Mil saltos cortos para levantar su flequillo y despegar. Julián, al fin, sin vértigo fue Superman. Intentarlo fue soñar.

Tomado del blog: El País de la Gominola

Acerca del autor:
Daniel Diez Crespo

viernes, 25 de mayo de 2012

Abuso – Héctor Ranea


—El poeta por la puerta hambrienta muere —dice Lonzalo Berretti, un buen amigo que cuando quiere se emborracha, como ahora— y un puente es cansado su andar lozano —sigue— por el tálamo antes de decaer su pica que ha usado para animar lo que parecía inanimado. Pálido, animado, fumando su honradez en el costado angosto del amor, apabullado por la minuciosa etérea noche que le derrama sus lustres al oído, dejando sin embargo un cálido sonido en la hueca mano de una doncella que se adormenta a medida que él progresa en su poema escribiéndolo en la piel, como el dedo de un dios genera rayos de su ira, así en tórridos veranos el poeta convierte sus peores inviernos de la hoja vacía de su laptop ¡clac!. Y así la noche y la piel juvenil y el pálido hueco de la mirada y el sutil regazo donde nace el placer y la noche y la puerta y la pirueta, el poeta nació mientras moría en sus brazos aquella muerte placentera de amar en sueños a la mujer soñada.
—¿No te parece exagerado? —le contesté—. Usaste alegorías, aliteración (o paranomasia), anáfora, antítesis, comparación, elipsis, epíteto, eufemismo, hipérbaton, hipérbole, ironía, metáfora, metonimia, onomatopeya, paradoja, paralelismo —algo exagero—, personificación, polisíndeton, prosopografía, prosopopeya, retrato, símil, sinécdoque, sinestesia, si no me olvido de alguna otra. Perdoname que te lo diga así, pero ¡para mí es un abuso!
—Para mí fue un abuso que ella estuviera dormida.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

La palabra - Silvia Braun

La palabra

Cuando le quedaron sólo los gestos, se tiñó el pelo de verde.
Un día amaneció sin manos. En su lugar dos enormes muñones enrojecidos señalaban las cosas.
Ella pensó que había llegado la hora del silencio definitivo.
Y lloró.
Fue hasta el espejo que siempre le revelaba la historia, pero estaba empañado pese al aire fresco que entraba por las ventanas cerradas.
Las abrió y el aire se fue en forma de paloma.
Le alcanzó a ver el color: era verde. Verde como su pelo, como los ojos, como la piel. Se había teñido desde hacía mucho tiempo, en una laboriosa y lentísima tarea para evitar la penosa impresión de no ser vista.
Soy como soy, había dicho, y nadie la había escuchado. Por eso y por el color del pelo, se pensó que estaba loca.
Nadie salió en su defensa.
Salvo ella misma.
Esgrimió la palabra como única salvación posible, eligió el diálogo y no el monólogo, pero las palabras caían, se estrellaban, descendían por el laberinto de la incomprensión convertidas en minúsculas partículas de choque, se quebraban y se mojaban con su llanto.
Nunca se supo muy bien por cuánto tiempo esgrimió la palabra.
Se cree que fue en la época de la cosecha, porque el pelo, antes de que se lo pintara de verde, se había llenado de hebras blancas, la piel se le había arrugado pero no tanto por el paso del tiempo como por haber permanecido bajo el agua. Destino de pez o de sirena, la verdad, nadie lo supo.
Así anduvo, mitad hembra, mitad escama. Creaba, imaginaba palabras, las pintó, las esculpió y las escribió, las habló, las contó y el milagro de ser entendida nunca llegó.
Muerta de pena las tiró al mar y vio como el agua las llevaba, y entonces emitió por única vez un alarido desgarrador.
Quiso recuperarlas para volverlas a esgrimir, pero el mar en su destino de agua se las había llevado para siempre.
Fue entonces cuando pensó en los gestos. Podían muy bien llenar el vacío de las palabras.
Si antes no habían podido escucharla, ahora ni siquiera la miraban.
Quiso arrancarse los ojos para no ver lo que le pasaba.
Fue cuando se tiñó de verde. Seguro, ahora sí la mirarían, sería por el color pero tal vez pudieran ver sus ademanes de mujer nacida para la ternura.
Caminó descalza, envuelta en su túnica blanca, los pies se le hicieron dos enormes grietas de cansancio, los ojos eran dos súplicas sin retorno.
Fue en un amanecer.
Con un pájaro muerto en la boca para ahogar lo único que le quedaba que era el grito, tomó una rama y se cortó las manos. Con las plumas cerró las heridas y así anduvo con sus muñones hasta que un día volvió al mar para reclamarle las palabras, quería que se las devolviera ahora que se había quedado sin gestos.
La vieron pasar hacia la playa lejana.
Dejaba su rastro de escamas, su perfume de heliotropos.
A medida que se alejaba, la túnica se hacía más y más transparente hasta que al final la vieron desnuda, con el pelo verde hasta la cintura.
Nadie dijo nada.
Al día siguiente la encontraron boca abajo.
En la arena húmeda por el rocío de la noche, los muñones habían escrito la palabra.

Sobre la autora: Silvia Braun

Los últimos bosques – Xavier Blanco


Sólo quedan bosques en los depósitos de los museos: una evocación amarilla en libros desvencijados. Igual sucede con los árboles, los acordes del viento o el olor de las madreselvas. Todos extintos, convertidos en tenues trazos de memoria, esquirlas que socavan los recuerdos. En esos tomos carcomidos he descubierto imágenes de robles, colores que ya no existen, los caminos de las hormigas, el árbol del que germinaban las mariposas…Se acabó huir. Esperaremos exhaustos en este caserón destartalado, en el mismo lugar donde antaño florecía la espesura. Ahora el bosque es un precipicio abrupto lleno de escombros y cenizas; un lugar donde anidan los cristales rotos. A lo lejos se escuchan las sirenas, el chasquido de los percutores y el ladrido furibundo de los perros. Se aproximan incansables. Husmean la maleza, pero ahí debajo no perciben nada, sólo razones difuntas y argumentos roídos por la herrumbre. El cuerpo del abuelo permanece ovillado en el sillón mientras los niños corretean risueños entre las basuras. Huele a frustración, revolotea la sombra del ocaso, se marchitan las quimeras. Papá me acaricia la nuca. Llora. No se percibe nada en la lejanía, ni siquiera el futuro. Ahí están, disparan. Papá ha caído. Somos los últimos.

Tomado del blog Caleidoscopio

Acerca del autor:
Xavier Blanco

Mi muerte, la muerte - Fernando Andrés Puga


Ella sabe de mí. No me pierde pisada. Vino a este mundo en el instante en que nací. Salió del mismo vientre. Atravesó el mismo dolor. Aunque ella no sale en las fotos, ella es yo y yo soy ella. Desde aquel lejano día en que fuimos engendrados caminamos juntos. Sin embargo nadie podría confundirnos, al menos hasta hoy. Yo cambié con los años, es obvio. Ya no soy ese niño que no reparaba en su presencia, ni el joven presumido que se burlaba de ella, creyéndose inmortal. Hoy sé que está aquí. La siento en mi desgano. Paciente. Inalterable. Ella es siempre la misma oscura voz que me retiene y se enreda en mi cuello. Ahoga las palabras que trabajosamente buscan salir de mi boca, pone piedras en el camino para que yo tropiece, me empuja cuando estoy al borde del barranco, me petrifica si el mundo está por estallar. No ríe. No llora. Me mira por encima del hombro. Es esa máscara rígida que se oculta tras mis gestos y hoy, claro está, no faltará a la cita. Mientras entorno los ojos, se adueña de mi rostro, lo vacía de mí, lo deja en esas fotos que narrarán mi historia. Lo que no sabe la muerte, mi muerte, esa engreída, es que se va conmigo y que los inefables gusanos sempiternos también harán de ella tierra fértil. 

 Acerca del autor: Fernando Puga

Etimológicas – Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


—Hab'dusí —dijo el profesor Lope de Javi, erudito nacido en Fuengirola, cerca de Málaga, versado en cuanta fruslería apareciera inscripta en el ala de una mariposa— era un sabio persa que nunca había escrito gran cosa, pero que se dedicaba a leer textos ajenos y publicarlos en grandes bloques de papiro a los que llamó bhloogs.
—¿Pudo haber sido él quien recopiló los cuentos de Las Mil y Una Noches? —quiso saber su discípulo, el indisciplinado y testarudo Herman von Taugt, un malcriado de Spire, en la Renania, hijo de un acaudalado vitivinicultor que estudiaba porque el padre quería tener un erudito en la familia.
—Se sospecha —respondió el profesor— aunque este punto no está para nada demostrado, pues la mayoría de los eruditos lo atribuyen al cuentista del siglo IX Abu abd-Allah Muhammed el-Gahshigar.
—¿Y por qué me tendría que importar esto, maestro? Tengo clase de polo a las tres con el diez de hándicap argentino Manueluco Pires-Jarriott.
—Porque con el tiempo —explicó Lope de Javi sin prestarle atención a su insolente alumno—, de su nombre se derivó la palabra “abducidor”, un término que luzco con orgullo, aunque de sabio no tenga nada.
—Es cierto —dijo Herman—, pero eso sí, recopilar, recopila. Doy fe. ¿Ya me puedo ir?
—No sin antes oblar los trescientos euros de la clase, querido —dijo el profesor.
—¿Pagar?
—Si el término “abducir” es más suave a tus oídos, puedo acariciarte con él, pero vengan los euros y luego vete a correr la bocha hasta que tu caballo reviente.

Acerca de los autores:
Javier López
Sergio Gaut vel Hartman

miércoles, 23 de mayo de 2012

La epidemia – Sergio Gaut vel Hartman


La epidemia se desató de improviso, cuando nada hacía prever semejante cosa, y afectó por igual a todo el mundo. Una hora después yo era el único que estaba en condiciones de llamar al 109. Pedí varias ambulancias.
—¿Varias? —preguntaron los de emergencias—. ¿Por qué varias?
—Muchos están enfermos, casi todos —les respondí—. Todos, en realidad, menos yo.
Llegaron en cinco minutos y se metieron en todas las habitaciones y salas de estar, prepotentes y violentos, como siempre.
—Salga del patio —ordenó el jefe de los paramédicos, áspero como la corteza de un viejo roble. Obedecí sin chistar, aunque sabía lo que estaba pasando. Se lo dije dándole la espalda, sin mirarlo—. No me importa su diagnóstico —escupió—; métase adentro.
Reunieron a los afectados en el patio mientras yo miraba por la ventana. Cuando los hubieron metido a todos en las ambulancias el jefe regresó para llevarse el aparato que los había afectado.
—Puedo llevarlo yo —me ofrecí.
—¡No sea idiota! ¿Quiere terminar como ellos?
—Soy inmune.
El tipo me miró de arriba abajo, tratando de determinar de dónde había sacado yo semejante certeza. —Solo los muy entrenados son inmunes, gente como nosotros.
—Parece que soy naturalmente inmune.
—Si lo es, ¿por qué no trabaja en emergencias?
—Porque ustedes me dan asco.
Se encogió de hombros, desenchufó el artefacto y lo cargó en sus brazos para llevarlo al laboratorio. Nunca iban a descubrir el motivo por el cual se transmitía un antiquísimo corto mudo de un actor llamado Charles Chaplin. Esa y no otra era la causa del ataque que habían sufrido los internos del establecimiento psiquiátrico Dr. Hugo Soto Rantés; tardarían semanas en descubrir que aquello era un “ataque de risa” y muchas más hasta enterarse que yo era quien había manipulado el televisor, capturando una emisión del pasado. Mientras tanto podré terminar de reparar la nave y cuando regresen estaré camino a mi mundo natal.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Escisión - Begoña Borgoña


Bebí la cerveza sin escuchar el discurso monotemático y lineal de aquel miembro del equipo médico. La delicia ambarina sosegaba mi otrora ánimo feraz de sueños locos, ahora convertido en lóbrego sino, devorador de todo anhelo y objetivo.
Entre salmos desconocidos para mí, la mataron. Fingieron ayudarnos, pero la mataron; ése no fue el trato. Dejaron su cuerpo yerto en medio de aquel brutal procedimiento ginecológico; el material quirúrgico sacudía su cuerpo ensangrentado mientras la vida se escapaba entre vapores de anestesia. Al mismo tiempo creció en mí un tumor de odio cual joroba ardiente en la mitad de mi cerebro.
Ahora querrán que ame al niño inhumano. Me sería más fácil querer a una tortuga de tacto áspero que a ese engendro. Porque es falso, ¡yo lo sé!, lo colocaron en el vientre estéril para simularlo todo, las complicaciones, la operación… todo.
Regreso al hospital y, desde el umbral de la sala de cuneros, lo observo hacerme guiños, sonríe como si con ello pudiera conquistarme. Su mirada vieja contrasta con el rostro de querubín, mas no le creo.
Y no seré el padre de aspecto desolado que lo llevará por el mundo a cumplir su cometido. El lazo afín es la culpa por la muerte de mi esposa; no hay vestigios de ella en ese cuerpo tierno y frágil, en esa boca desdentada que babea.
Debo apresurarme, me vigilan; siento la presión de su presencia en mi cabeza, pero la pulsión de otra voz que comenzó a aletear me previno indicándome cómo proceder.
Ahora, en un descuido de la vigilancia, haré lo conducente aun a riesgo de mi vida; tránsito absurdo que me trajo a un lado de la cuna, donde los ojillos suspicaces saben que clavaré el bisturí en esa mueca sorprendida, hasta darle muerte.

Acerca de la autora:
Begoña Borgoña

El patio - Francisco Romero Muñoz


Se miraba las manos, pensativo. Las extendía de forma tan tensa, que se sorprendía al descubrir en ellas, pliegues en los que jamás había reparado. La luz pálida de la mañana, reflejada por las paredes blancas del patio, matizaba su color y potenciaba el azulado de sus venas. Nunca sus manos le habían hecho pensar demasiado, pero hoy el discurso mental se apoyaba en esa base circular que definía su ansiedad. Sorpresa, recuerdos, dudas y seguramente pocas conclusiones, rebotaban entre ellas y su cabeza. La empática imagen de ambas superficies, a veces como fondo, y otras como forma le llevaban a pensar en los conceptos de "recoger" y "entregar" y eso le ocupaba el pensamiento. Lo realmente sustancial, era la consciencia de su propia "Necesidad", que conseguía dotar a sus músculos de una fuerza extra y con ello levitar sobre la realidad cotidiana (puede ser un punto de partida o de cruce). Se plantea de nuevo una vida que le era ajena desde hacía mucho tiempo... piensa. El Sol comienza a rellenar su espectro con otros colores y la luz del patio está variando. Sus manos pierden ese tono abstracto que te lleva a la meditación, y de manera refleja se cierran. Comienza un día más.

Sobre el autor:
Francisco Romero Muñoz

Isla – Héctor Ranea


—Cómaselo sin resquemores, Ramírez —dijo el soldado—. No va a encontrar más comida por acá.
Y ese ratón, gordo pero maloliente, me miraba de soslayo mientras lo sostenía decúbito dorsal contra la tapa de una revista de mierda donde decía que ganábamos la guerra.
—¿Y usted? —le pregunté.
—Tomo unos mates y se me pasa. Mátelo y cómaselo, antes de que me arrepienta.
—Me mira —dije sin darme cuenta de lo que estaba diciendo—. Me mira como si comprendiera. Mire. Ni siquiera grita.
—Es que los ratones casi no chillan acá. Con el frío se acostumbran. Mátelo tirándole de la cola con una mano y sosteniéndole el cuello con la otra, como si estirara la camisa.
—Me da no sé qué comerlo. Usted está perdiendo sangre.
—No mucha. Ya vienen los muchachos de la cruz y me curan. Me darán mejor comida que esa —dijo riendo.
—No le veo la gracia. Este huele a mierda.
—Tápese la naríz y cómaselo sin respirar.
—No puedo.
—Démelo.
Se lo di. Lo mató y lo devoró en un instante. Casi no lo veo porque casi todo ocurrió mientras tenía los ojos cerrados en el parpadeo.
—Acá tiene otro, Ramírez. Cómaselo.
Y me acercó otro ratón, con menos olor, pero la misma mirada.
En eso vinieron los de la cruz. Al soldado lo curaron, pero no le creyeron cuando les dijo que me curasen a mí. Me dejaron solo, en el frío. Dijeron que llevaba días de muerto, por eso había tantos ratones.

Acerca del autor: Héctor Ranea

lunes, 21 de mayo de 2012

El gran secreto – Sergio Gaut vel Hartman


Hugo Ratzinberg había heredado una fortuna cuando tenía veintiuno, y aunque no se preocupó por acrecentarla, jamás necesitó trabajar, por lo que disponía de todo el tiempo libre del mundo para usarlo como se le antojara. ¿Supondremos que se dedicó a los placeres, al vino y las mujeres, a viajar? Nada de eso. Hombre huraño, de gustos sencillos y bastante misógino, pasó los días y los noches en el estudio de su vieja casona de San Telmo, lejos de los ruidos y del ajetreo mundano. Su pasión era el conocimiento y a eso se dedicaba, a conocer, a coleccionar saberes, nociones y noticias. La llegada de la informática simplificó su tarea hasta tal punto que a los sesenta y nueve, gozando de una salud análoga a la que poseía cuatro décadas atrás y tan entusiasta como siempre, determinó que había llegado la hora de asaltar el conocimiento supremo, el que había desafiado a las mejores mentes y generado las tramas conceptuales más finas y complejas. Exacto, querido lector. Hugo Ratzinberg decidió desentrañar el misterio de la muerte. Y lo logró, les aseguro que lo logró. ¿Dónde está registrado ese logro sustancial? En ninguna parte. En el mismo momento en que Hugo Ratzinberg supo con exactitud lo que espera a cada ser humano del otro lado del gran portal, una voz inaudible susurró.
—Felicitaciones. Pero ese es mi secreto, y no quiero quedarme sin trabajo. —Hugo solo alcanzó a escribir: “La muerte...” Y murió.

Sobre el autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Ascensión – Armando Azeglio


En Roma, quizá, tuve en mis propias manos un dudoso (valga el pleonasmo) “falso de autor”. Se trataba de “un estudio del la ascensión de la Virgen María” que, aseguraban, era obra de Han van Meegeren, el famoso falsificador de Vermeer de Delft. El problema del marchand italiano, en realidad, era saber si se trataba de una auténtica falsificación de Meegeren o solo de un burdo engaño. El estudio asemejaba más un endeble y moderno tríptico, hecho de un pergamino granuloso y concentrado que podía desquiciar a más de un experto (típico de Van Meegren si pensamos). En él se veía a la virgen dejando su cuerpo para ser recibida por una corte de ángeles. Todos los rostros, a excepción de uno, transmitían integridad y solemnidad; el diverso (y más velado de todos) exhalaba la más repulsiva y sutil mofa. Era un ángel con aspecto de adolescente, por lo que podía inferirse hijo del piadoso padre celestial, aunque su hermandad con los seres del inframundo me pareció indudable. Todo me estaba claro como el agua. Le dije al marchand que por su bien desechara el dibujo. Inmediatamente. No escuchó mi sugerencia. Me alejé de su negocio por los meandros del Trastevere. A los minutos escuché un grito desgarrador.

Acerca del autor:
Armando Azeglio

Ensayo - Fernando Andrés Puga


No encuentro el modo de decirlo. Le doy vueltas a la idea una y otra vez y no hay caso. ¿Cuál será el límite del sufrimiento?
Si decido empezar el ayuno en señal de protesta ¿cuánto tiempo crees que aguantaré? Sí, una pequeña hebra puede pasar por donde jamás lo haría un camello y eso es espléndido, pero si la aspiras, esa misma hebra puede obstaculizarte la tráquea, cortarte la respiración, matarte.
Decime una cosa, por favor: ¿cuál es la enzima que nos impide dar la voltereta que nos traiga de regreso a casa?
Yo sé que fue maravilloso el encastre que alcanzamos aquel rosado atardecer antes del plenilunio y sé también que no se repetirá. Ya no es más que un recuerdo lejano, externo a nuestras vidas. Por eso es que no me parece adecuado verte indignada porque un pobre salmón laborioso, ajeno ya a tu destino, no logra atravesar tu gutural sendero.
Espero que me entiendas. Si no es así, hacémelo saber. Probaré tantas veces como sea necesario. Al fin y al cabo no son más que palabras.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

sábado, 19 de mayo de 2012

El hijo de la cuentera - Francisco Garzón Céspedes


La cuentera tuvo un hijo. Un momento antes de engendrarlo soñó que despertaba al ser besada por un príncipe. En verdad, el otro necesario para engendrar había sido elegido en amor. Era un mago. No cualquier príncipe, el de la ilusión. En el instante mismo en que el cuerpo de la cuentera se unió a ese otro cuerpo, como si tocados por una varita mágica pudieran fundirse en uno, ella pensó en la mujer verde y en el hombre violeta del cuento tantas veces contado: aquel dragón violeta dejándose ir en aquella cascada de peces verdes. Cuando el hijo nació, era tan pequeño que la cuentera recordó a Pulgarcito, e instintivamente le revisó los pies en busca de las botas de siete leguas. Sintió miedo de los gigantescos ogros que su hijo encontraría a lo largo de la vida. Luego sonrió, porque se dijo, ah, se dijo como Meñique, que “el saber vale más que la fuerza” y ya ella se preocuparía de ese saber. Que si cuentos, que si refranes, que si trabalenguas, que si adivinanzas. Decidió comenzar a enseñarle sin esperar más. Al crecer le tocaría al padre, que le enseñaría a reaparecer intacto después de cada ilusión. Ahora era el turno de la cuentera. Ahora era el turno de los dioses humanos. Y cada día ella contaba a su hijo, aunque todos a su alrededor exclamaban que aún no podía entenderla. Pasados unos meses, cuando su hijo empezó a hablar, las primeras palabras no fueron: “hambre” o “sed” tampoco precisamente “madre” o “padre”, aunque de algún modo esto fue dicho cuando la frase mágica ale­teó en los labios y el hijo de la cuentera balbuceó: “Había una vez...”.

Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

La educadora – Luis Flores


Se supone que te deberían gustar los niños; es lo que todo el mundo dice. Quizá antes, pero ya no, después de tantos años de sufrir con los hijos de otras. Lo que al principio pareció una buena idea se ha convertido en la peor parte de la tortura: la soledad y la derrota es más amarga cuando acaricias lo que nunca podrás poseer. Constantemente escuchas decir lo dulce que es tu labor; son mentiras. Los niños son criaturas siniestras, lo demás no pueden entender como los pequeños confabulan contra ti, como te atormentan larga y lentamente con su maléfica inocencia. Guardas una muñeca en el fondo de un cajón, lejos de las miradas indiscretas; esta allí desde que alguna niña descuidada la olvido y nunca la reclamaron. La sacas de vez en cuando, siempre en las tardes, a solas y en silencio. Acaricias su cabello de estambre y estrechas el suave cuerpo de trapo. A veces crees que es un niño, de carita sonrosada, ojos juguetones y cabello laceo, tal como lo has soñado, con su piel suave y cálida. Tomas un cordón blanco, lo anudas alrededor del cuello, lo giras una y otra vez, apretándolo sobre su pequeña garganta; sientes su mudo estremecimiento, su saliva tibia escurrir hasta tu mano. Ves como su piel se torna azul y se empieza a enfriar lentamente. Despiertas dándote cuenta que aún sostienes la muñeca y una agujeta blanca aprisiona el cuello. La sueltas aterrorizada y te pones a llorar.

Tomado del blog: Nacido en la curva
 Acerca del autor:
Luis Flores Aguilar

Reportaje - Mario Cesar Lamique


Recuerdo sonidos y olores.
Me dijo.
Pasos... pasos por la escalera, querían ser sigilosos pero pisaban fuerte, aplastaban los escalones.
Después la puerta, se ve que la patearon y cayó contra el piso, en el momento me dio la idea como de un desmayo.
Gritos, entraron gritando, gritaban más fuerte que sus pisadas.
—¿Hubo disparos?
—Sí, muchos y te juro que sentí olor a sangre y a transpiración, me dieron ganas de vomitar pero me aguanté.
—¿Después?
—Parecía que todos los sonidos habían hecho un pacto de silencio, de golpe, nada se escuchó.
—¿Qué rompió el silencio?
—El llanto de mi hermana. Lloraba como resistiendo. Lloraba más fuerte que las pisadas; las patadas; los gritos; las balas.
—¿Se la llevaron?
—Sí, y no dejo de buscarla. Yo pude salvarme, pero ella era muy chica como para tener miedo y esconderse.
—¿Cómo pensás que está ella ahora ?
—Y... como una bebé, todavía sin saber ni su nombre.
—Gracias.

Acerca del autor:
Mario Lamique

jueves, 17 de mayo de 2012

Soy un genio - Pedro Herrero


Me costó mucho localizar la exótica tienda de antigüedades, en aquel barrio lleno de calles estrechas y mal iluminadas. Pero aún fue más difícil entenderme con el dueño del local (un anciano enjuto y misterioso), cuando le pedí un pequeño objeto de regalo que pudiera llevarme de recuerdo a mi país: una lámpara de Aladino, para demostrar a mi mujer que no me olvidaba de ella en mi viaje de negocios. La lámpara era preciosa, pero al parecer había que respetar un estricto protocolo a la hora de manipularla. Así que su propietario se esforzó en traducirme, una por una, todas las indicaciones que mostraba un viejo pergamino, relativas a la forma de cogerla, frotarla y formular los deseos correspondientes. Yo no entendí nada, aunque todo aquello se me antojó muy divertido, si bien en algún momento sospeché que no se trataba de ninguna broma. Ya en casa, dispuse el regalo en el mueble bajo del recibidor, para que mi mujer se llevara una sorpresa, y guardé las instrucciones con la intención de enseñárselas más tarde. Algo hice mal. No sé, quizás froté la lámpara a destiempo en una zona equivocada, todo ocurrió muy deprisa. Al llegar mi mujer, descubrió mi equipaje en el dormitorio y me buscó inútilmente por todas las dependencias. Al cabo de unos años se volvió a casar. Supongo que ahora es feliz, ya que nunca ha necesitado frotar la lámpara y pedirme al menos uno de los tres deseos. Y, por lo visto, la mujer de la limpieza tampoco está por la labor.

Tomado del blog http://humormio.blogspot.com/
Acerca del autor:
Pedro Herrero

La tormenta - Chinchiya P. Arrakena


Soy el viento. Soy las hojas que van en él, dispersas, frenéticas, bailarinas, muertas. Soy el agua que cae, inmisericorde. Soy el rayo fugaz y mortal, soy el trueno con su voz de monstruo hambriento. Ella corre. El paraguas se le da vuelta y prueba arreglarlo, pero las ráfagas le estropean el esfuerzo. Lo suelta, y él se va violentamente de su mano, como los pájaros desamparados y los murciélagos desorientados en esta tormenta. Ella tropieza en un pozo lleno de agua. Grita, pero su voz se ha ido con el viento. A lo lejos, a la luz de un relámpago, ve una pareja que intenta refugiarse en la entrada de una casa. Decide ir hacia allá aunque está lejos, ya que en la plaza el agua cae casi en forma horizontal. ¿Será un tornado? No, soy yo, la tormenta, con toda mi energía desplegada. Me he llevado la luz de la ciudad, dejando a la gente con los ojos abiertos de par en par, escrutando la noche a ver qué sucede. De vez en cuando les regalo escenas de destrucción, como para que no quieran observar más, acompañadas por un sonido que aterra a perros y a niños por igual. Ella corre y atraviesa el parque que parece eterno. Los charcos se están transformando en arroyos turbulentos. Las hamacas se sacuden, haciendo chirriar sus cadenas. Los bancos, imperturbables, se llenan de ramas y basura que ha volado. El relámpago cae cerca, el árbol se rompe y el tiempo parece detenerse. Ella y yo somos una. Sus ojos llenos de agua, mis ojos llenos de miedo, la luz del momento, la madera mojada que cede y cae. El “¡crrraaac!” que hacen el tronco y mi cráneo. La tormenta se calma. Ya ha sido saciada. Y yo, libre, puedo volar como una hoja.

Acerca de la autora:
Chinchiya P. Arrakena

La silla – Héctor Ranea


Con su cara manchada como un plátano maduro, Felisberto Lachurri se balanceaba orondo en la silla del bar a la mesa que tenía marcada como propia.
Se balanceaba pensando en la novia más hermosa de todas las que había tenido, Malvasia, la romana. Y por supuesto, en el balanceo también iba el penoso olvido para la más buena de todas, Rudecinda Alvariño, venida desde el interior y rechazada por Felisberto.
Malvasia había llenado sus días con belleza. Es que tenía los ojos más aptos para ser bella. Y Felisberto se mecía en la silla, la mesa se alejaba, se acercaba. Mientras, apoyados sobre la tabla con la placa de bronce con su nombre, el café se enfriaba y la ginebra helada se calentaba.
El hombre comenzó a mesarse la barba con una mano, haciendo gala de gran equilibrio inconsciente, porque mientras eso hacía, pensaba en el pelo de su amada perdida. Y, como siempre que recordaba a Malvasia, sonreía por algún secreto que por ahora escondía.
Mientras repasaba el torso monumental de aquella novia pasada, la memoria sobre la otra (él creía) se desleía. Y entonces bajaba del torso a la madriguera de todos los deseos, al ámbito de su mejor caricia, al teatro de las mejores resonancias del amor. Ese lugar deseado al que hubiera acudido gozoso de no ser porque Malvasia le puso fin a la relación antes de que él pudiera intentarlo.
En ese preciso instante la memoria de Rudecinda acudió a la cabeza de aquel hombre, forrado como una banana madura, lleno de las manchas que la vejez inapelable nos regala y por un instante que sellaría toda su vida, Felisberto se hamacó más de la cuenta.
La silla resbaló antes de que él pudiera dar un inicio al grito. Y en ese giro predecible, la mente de Felisberto viajó desde un lejano pueblo del interior al que ya ni el nombre le sabía, pasó por las redacciones de todos los periódicos y diarios en los que trabajó, por varias mujeres cuyos besos creyó haber olvidado hasta que en el último milímetro antes de estrellar su cráneo contra la mesa contigua, la mano de Rudecinda, grande, fuerte, lo soliviantó piadosamente y lo ubicó de nuevo frente al café.
—¡Hombre, Rudecinda, gracias! No sé si zafaba de esta.
—¡Zopenco tú eres, Felisberto! Menos mal que todavía conservo mi fuerza que si no...
—¿Puedes creer que había olvidado lo fuerte que eres? —dijo el hombre aliviándose del susto, pálido como la nata en la leche.
En su fuero íntimo pensaba en su fortuna por no haber olvidado del todo a Rudecinda y, cuando ella se marchó, cómo la había extrañado. Pero ella retornó, compró el bar y hasta le dejó mudar la mesa y la silla para tener su lugar al Sol, con tal de verle. Y en eso estaban, deste muchos años ya.
Mirándole la espalda a Rudecinda, Felisberto pensó: “¿Y si le decía?” Entonces la llamó:
—Oye, Rude. Ven.
—¡Me hace gracia cómo quieres imitar a los españoles! No te sale, Felisberto. No lo sigas intentando.
—No quería hablarte sobre mi acento o mis modismos. Siéntate, por favor.
Rudecinda aceptó, secándose las manos en el delantal del servicio.
—Rude. Tú y yo...
—¡Basta, Felisberto! Que te haya salvado la crisma no quiere decir nada. Lo nuestro fue hace tanto que casi ni yo lo creo.
Felisberto, con su cara picada de manchas como una banana a punto de caramelo, comenzó a balancearse mesándose las barbas, tratando de recordar a Rudecinda cuando se amaban. Recordó que era una giganta y que era buena y en eso estaba cuando la silla se quebró. Y esta vez Rudecinda no llegó a tiempo. Felisberto no tuvo tiempo de agonizar, tanto que había esperado ese momento.

Acerca del autor:
Héctor Ranea