Hoy me ha vuelto a visitar mi vecino del cuarto piso. No sé si ha entrado por la puerta o la ventana. No sé si ha llamado o simplemente ingresó mientras me bañaba tomando posesión del living, el sillón, las bebidas, los compacts.
No diré que no despierta mi curiosidad. Hoy es el segundo día que lo veo, ahí sentado, mirando fijo con sus ojos achinados, la extrañeza marcándole la boca presta a abrirse en la inesperada pregunta.
—¿Usted y yo, nos conocemos? —Mi vecino parece sufrir de amnesia. Nadie lo diría. Enfundado en un elegante sport a cuadros grises, camisa rosa impecable, zapatos de fino cuero, impone su presencia. El es el que da las órdenes, el que pregunta—. ¿Nosotros nos conocemos?
¿Y que puedo explicarle yo? Que sí, pero que no. Que ni siquiera nos han presentado, pero que él impertérrito ya se ha adueñado de la casa.
No sé cómo hizo para saberlo, pero conoce cada uno de mis gustos. Las flores, la música de Serrat, un buen libro de cuentos.
La duda me carcome. ¿Quién es él? ¿De donde viene? Ahora soy yo la que pregunta, la que sufre de amnesia y conjetura: ¿De dónde lo conozco? ¿Del consultorio? ¿Algún paciente? ¿De un recital?
¿Y si fuera de mis sueños? ¿De mi inconsciente? Reúne todos los requisitos para ser el hombre ideal.
Me olvidé de contarle que hoy se apareció con un ramo de flores silvestres, el departamento olía a campos de lavanda. Creo que me estoy enamorando de él. Necesito su ayuda, estoy desconcertada doctor.
Golpearé su puerta o entraré por la ventana. Seré la visitante nocturna sentada en el living de su casa. Lo esperaré y mirándolo a los ojos haré turbada la temida pregunta. —¿Nosotros nos conocemos?