miércoles, 30 de enero de 2013

Los ejemplos no deberían exhibirse – José Luis Velarde


Nunca será bueno emprender cualquier proceso de enseñanza basándonos en un ejemplo. Es cierto que la creencia popular repite tal desatino desde tiempos antiquísimos. Desde mi punto de vista los ejemplos no son buenos consejeros. Más vale permitir tropiezos, desfiguros y equivocaciones sin darle importancia a los golpes o pérdidas ocasionadas por el anhelo de aprender. De verdad creo que puede aprenderse más de los fracasos que de procesos bien alineados mediante innumerables consejos. Los fracasos alientan la creatividad y permiten el movimiento; ese ir y venir ajeno a quienes se cultivan como si fueran plantas preservadas en una maceta. Siempre a salvo de las inclemencias parecen recubrirse con un aislante térmico a la vez que emotivo; un ambiente especial propicio para generar un crecimiento endémico que de ninguna manera podrá permitirles sobrevivir en entornos más complicados. Nunca supe de un bien aconsejado que se sintiera dueño de un conocimiento pletórico de experiencias, para ellos ser un ganador no implica el combate feroz al que se acostumbran los que aprenden por sí mismos. A mí me parece que vivir siempre bajo la sombra protectora del ejemplo es comparable con el crecimiento endogámico que arruina las mejores posibilidades de la selección natural.
En este planteamiento lógico debería ser derecho universal la libertad concedida a los alumnos para permitirles ir hacia el conocimiento sin temor al fracaso. Más allá del cielo celeste concebido como representación del paraíso arquetípico; existen tonalidades infinitas dignas de conocerse para emparejarse con las emociones humanas. Esta libertad propiciará el carácter indómito de nuestros estudiantes y permitirá repujar sus emociones con el acierto otorgado por el azar infinito. Ellos sabrán blandir sus experiencias íntimas de acuerdo a sus propias necesidades a salvo de quienes predican sin reserva. No hace mucho un carpintero exhibió un madero seco ante sus alumnos y quiso representar con él la triste existencia de un árbol condenado a servir como último leño en una fogata. Deseaba en vano ofrecer el ejemplo de las vidas desperdiciadas. Nosotros pensamos de manera diferente y no nos importa saber si un cactus californiano arderá como un árbol aproximado al fuego. Ya lo dirán las circunstancias de cada explorador, pues no nos importa perdernos en una ruta supuestamente conocida.
Tampoco nos interesa ir más aprisa o lentificar nuestro paso. Somos libres y sabremos atenernos a las consecuencias de nuestros actos. Ellos son aleatorios y encontrarán sus propias posibilidades en cualquier sendero elegido.

Sobre el autor: José Luis Velarde

martes, 29 de enero de 2013

Geo Sincronismo Obligatorio – Cristian Cano & Carlos Enrique Saldivar



Liv se torció las muñecas jalando la columna de dirección en reversa. Dos semanas antes habían discutido la cercanía a la estrella Magnetar, sin embargo, la traslación del astro llevaba una velocidad inimaginable, y eso los tomó por sorpresa. La nave cargo cabeceó liberando temibles crujidos debido a fracturas por desgaste en el metal de su casco. La dentadura del primer oficial castañeteó mientras olvidaba los esquemas a seguir.
—La fuerza gravitatoria nos arrastró consigo. Tuvimos suerte —dijo Liv a la tripulación.
—¿A qué se refiere? —preguntó alguien.
Se acercaba rápidamente. La nave cargo surgida del futuro estaba a unos minutos de toparse con la nave cargo del presente.
—Es un caso de Sincronismo Obligatorio —dijo Liv. Las treinta personas que se dirigían a la Tierra Dos, ubicada en el sistema OGLE-2006-BLG-109L, se hallaban aterrorizadas. Gritaban y discutían entre ellas.
—¿Estamos en problemas serios? —consultó alguien.
—Sí —señaló Liv—. Moriremos. En exactamente diez minutos chocaremos contra nosotros mismos.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Magnetar aumentó su velocidad, se acercó mucho a la Tierra Dos y la destruyó. Por desgracia, nos acercamos demasiado al astro y, cuando intensificó su rapidez, nos empujó hacia un futuro donde el desastre ya había ocurrido, un mañana en el cual no pudimos llegar a nuestro destino pues este ya no estaba ahí. Ahora yo conduzco, de regreso, aquella nave gemela; sin saberlo los traigo directo hacia nosotros. Estamos a punto de impactar.
Cinco minutos.
—¿No puede hacer algo para salvarnos, oficial?
—No. No importa hacia donde me desvíe, según la computadora nuestra única constante es colisionar con nuestro propio transporte. Hay un planeta entre ambas naves que nos jala hacia un final inevitable. —Se hizo un breve silencio—. Damas y caballeros, les pido perdón. Ha sido un enorme placer viajar con ustedes.
Cinco segundos.


Acerca de los autores:
Cristian Cano
Carlos Enrique Saldivar

lunes, 28 de enero de 2013

Calma chicha - Fernando Andrés Puga


No hace mucho descubrí que si el lago y yo estamos en calma no me hundo. El descubrimiento cambió mi vida. Caminar sobre las aguas me llenó el espíritu de un gozo tal que empecé a desentenderme de los quehaceres mundanos. Apenas como y bebo, apenas me ocupo de las cosas. Lo único que hago es aguardar el próximo día de maravillosa calma para hacerlo de nuevo.
De a poco me fui quedando solo. Que no escucho, que huelo mal... No importa. Esperan de mí cosas para las que no estoy dispuesto. Unos, que lidere una rebelión contra Roma; otros, más ilusos, que yo vengo a ser el Mesías que se anuncia desde hace siglos y que les abriré las puertas de no sé qué extraño reino que hay más allá del cielo.
¿Es que no entienden que mi único interés es salir a caminar al atardecer y adentrarme en el lago? Las cosquillas que los peces hacen en las plantas de mis pies no se comparan con nada.
Hoy las aguas parecen más tranquilas que de costumbre. ¡Habrá sin duda un gran cardumen y hasta se atreverán a hurgar entre los dedos!
Que se busquen a otro para cambiar esta tierra o viajar a una más placentera. Yo, por mi parte, ya estoy en el mejor de los mundos.

Acerca del autor:

sábado, 26 de enero de 2013

El arranque – Héctor Ranea


—¿Arrancará después, Doc? —pregunta el ayudante de revisión instrumental—. Revisé la batería, pero nunca se sabe.
—No lo sabrá usted —contestó Doc Holloguay, inspector y emergentólogo con experiencia harto suficiente—. Yo sé que sí. Por las dudas, ponga las llaves, así no pierde tiempo. Es necesario que el líquido llegue al procesador lo antes posible.
—¡Esa la sé! Aprendimos que estos, en cuanto les falta el líquido se ponen frágiles.
—Tan frágiles como que se mueren, ¡idiota! ¡Y preste atención o le hago retirar el brevet de ayudante!
El pequeño colaborador tragó con dificultad la saliva y se calló la boca mientras Doc operaba sobre ese espécimen. Desde que habían entrado en el planeta aprendieron de mala manera cómo estaban hechos. Nada especial; además, envejecían, se extraviaban, morían. Una fabricación sencillamente de cuarta. Cosas así se veían en la Galaxia, pero tan malas francamente no. Hasta un ayudante de instrumental podía darse cuenta de qué calidad hablaban. Y con esto de la ayuda habían quedado varios que aprendieron cómo estaban armados para darles en lo posible cura a los pobres desgraciados.
—Me jode esto de las baterías, le digo. No nos mandan suficientes, Doc. No sé si tenemos que seguir tratando de que arranquen.
—No sé cuál pensará que es su misión, usted. Pero yo tengo el objetivo claro.
—¡Intente arrancarlos sin bateria! ¡Vamos, intente! No se haga el culo con arandela conmigo. Yo no seré Doctor, pero entiendo mi oficio.
—Tiene razón, pero no siga hablando sin ton ni son. Me distrae. Este ejemplar tiene la tubería anulada y no se ve dónde está la obstrucción. Deme luz acá.
—Bien —hace una pausa bastante prolongada—. No entiendo para qué querríamos conservar estos bichos. Huelen como el demonio. No tienen para nada buen carácter. Cada vez que pudieron atacarnos con éxito, le comieron la extremidad superior a nuestros camaradas.
—Pensaban que eran nuestros cerebros, no entienden que nuestra organización es diferente. Creo que buscan nuestro cerebro.
—¿Cerebro? ¡Ja, ja! ¿Qué es eso?
—Un adminículo que algunos de estos seres aún tienen. Al parecer, estos que arreglamos se alimentan de ello. Esta hecho de una sustancia grasa insípida que parece que los alimenta bastante. Por cierto, no parece servirles de mucho porque a torpes no les gana nadie, palabra.
—Claro que los otros no son amigables tampoco.
—¿Y que quería, usted? Son pocos y bastante adaptados aunque parecen en inferioridad de condiciones respecto de estos seres. Los llaman zombis.
—¿A quién? ¿A estos que queremos arrancar?
—Sí.
—¿No son de este planeta?
—Diría que sí.
—Venga... llamarse justo como el nuestro. ¡Ah, queridísimo Zombi!
—No quiero sensiblería. Cállese mejor y páseme el prevergador y la batería. Manténgase lejos, que cuando arrancan es cuando más energía tienen para atacarnos.
—¡Joder con estos bichos! Me vengo a explicar ahora por qué los de arriba quieren ayudarles. Ese nombre... deben pensar que son de los nuestros. Los Zombis perdidos de la cuarta brigada... ¡Toda una leyenda! ¿Qué opina usted? ¿Serán?
—No lo creo. Pero mientras allá en Zombi sí lo crean, seguimos teniendo trabajo.
—Espero, eso sí, que manden baterías para arrancarlos, porque el arranque cuerpo a cuerpo es doloroso. ¿Sabe las veces que me arrancaron la extremidad con su boca?
—¡Ni me lo cuente! Yo tengo mis experiencias también, no se vaya a creer. Bueno, ¡ya está, proceda!
—¿Arrancará, Doc?
—Pruebe, ayudante. Pruebe.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Innombrables - Ana Caliyuri


Él parece ser un buen alma, de esas almas angulares, bah asi les digo yo, porque son esas almas que suelen ver la realidad desde diferentes ángulos. El caso es que indirectamente me dijo que yo sería la protagonista, soy crédula o credulota, razón por la cual me hice cargo del duelo. Las malas lenguas dicen: vos te crees todo, jajajja mirá que un escritor te va a hacer protagonista a vos de su historia. Justamente a mi, que soy algo así como Doña Nadie. Ahh para que lo vaya sabiendo señor escritor, yo mismita Doña Nadie soy vecina de la Srta Alguien, también dicen que soy hija de un tal Don Ninguno y de una supuesta Doña Consuelo. Pensándolo bien, ya que soy la protagonista querría hacerle una solicitud ¿podría usted buscarme un nombre adecuado? Y si es posible un lugar y una familia. ¡Este mundo es tan cruel! Parece que los que deambulamos por la calle, sin más nada que el cuerpo… somos innombrables…

Sobre la autora: Ana Caliyuri

jueves, 24 de enero de 2013

Nuevo encuentro en Telgte – Héctor Ranea


El literato del país Juri nos dejó sin aliento. A los humanos, porque a los indulitas los dejó sin agua, a los adulagrios los dejó sin alientos y así siguiendo con la lista que sería interminable.
La poesía de Jiri de Juri era la más deliciosa, la más tersa y a la vez la más sencilla. Además, en la voz de la traductora, las palabras que se transparentaban en los suaves fonemas de Juri mutaban en percales de Elvira Madigan, en echarpes de Isadora Duncan y, dada la lejanía del literato de Juri, su figura temblaba dándole aspecto de baile de una diosa hindú con sus manos, piernas y sexos inalcanzables.
Poco después de finalizada la novela Juri, la misma traductora debió traducir un juitrui de Gretiam pero se retrasó en la entrada y le complicó al poeta la lectura de las seis caractelas de dos fonemas y debió suicidarse.
Lástima. Hubiera querido que esa seda voluptuosa que cubría sus lenguas me revisasen mi intelecto, algo dañado por la anoxia de la vida en suspensión que debí usar para llegar al congreso. Me fijé y vi a varios congresales con lágrimas o similar en sus ojos o cosas parecidas.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Hammurabi – José Luis Velarde


Fui clonado a partir de una célula tan antigua como mi propia vida. Una célula reseca de insospechada simiente descubierta entre muchos otros vestigios analizados hasta el cansancio en el laboratorio donde regresé al mundo. Los científicos encargados de mi hechura y crianza nunca ocultaron mi origen. Crecí en un palacio donde se repetían las maravillas de la mítica Babilonia. Al descubrir la historia almacenada en mi cuerpo pensé en justicia descendida del cielo como los designios de los dioses antiguos empeñados en garantizar mi supervivencia.
Soy Hammurabi desde que gozo mi renacimiento.
Los sabios más distinguidos se encargaron de enseñarme costumbres, tradiciones y la mitología que una vez precisó mi destino.
Sé dónde inician y terminan el Tigris y el Eúfrates. Navegué por ambos cauces y aún no termino de precisarlos.
Reconozco las sutilezas de mi lengua materna encargada de enseñarme las reglas que determinan el movimiento de las estrellas.
Emprendo largos recorridos por el desierto para analizar la historia de mi pueblo.
Soy el único babilonio sobre la faz del mundo y mi erudición contribuye a precisar la grandeza de la Mesopotamia donde una vez fui líder y monarca.
Participo en innumerables expediciones arqueológicas para reconstruirme y reconstruir mi mundo sin demora.
Puedo recitar de memoria el código inspirador de connotados sistemas de justicia.
Soy Hammurabi el único y magnífico.
Soy Hammurabi y entristezco cada día.
De poco me sirve tanto conocimiento incapaz como soy de participar en una batalla verdadera como aquellas que me permitieron finalizar la Era Oscura.
¿Si fuera al pasado me acobardaría en el instante decisivo?
¿Soy tan fuerte y sabio como dicen que fui?
¿Podría emular alguna de mis hazañas remotas?
De nada me sirve ser quién soy si el mundo que me pertenece no es más que una recreación destinada a recorridos turísticos donde deambulo como pieza de museo admirable y extraña.
Un espectáculo donde me deprecio cada día mientras dejo de ser único.
Hace unos días fui invitado a visitar la clínica de mi nacimiento para conocer a siete niños clonados a partir de mis células. Tanto ha sido mi éxito que el gobierno actual ya construye siete museos distribuidos alrededor del mundo. En cada uno de ellos apareceré repetido a imagen y semejanza del hombre que no soy ni seré jamás.
Hammurabi existirá para siempre como asunto publicitario.
Él murió hace cuarenta siglos y nunca podrá repetirse a plenitud.

Sobre el autor: José Luis Velarde

Cálculos – Raúl Leis R.


El día cuando José Hernández calculó que en sus 50 años de vida había gastado cinco meses, cuatro días y siete horas rasurándose todas las mañanas frente al espejo, tomó la inusitada decisión de dejarse la barba para siempre.
Al día siguiente, con una sombra que le inundaba el mentón, aprovechó las horas muertas, sentado en uno de los treinta y tres escritorios de la sección del banco donde trabajaba desde hacía 28 años, y leyó en una revista que durante las ocho horas de sueño, el cuerpo se mueve involuntariamente cada 15 minutos y con esa acción levanta la quinta parte del peso del cuerpo. Sobre la base de esto, calculó que cada noche, él levantaba más de 500 libras de su propio peso mientras dormía, lo que era en verdad muy agotador. Entonces, concluyó, por la no-existencia del descanso nocturno, pues más bien uno se agotaba durmiendo. Por ello tomó la decisión de no dormir más y de mantenerse en vigilia permanente.
En los cinco días siguientes su aspecto llamó la atención general y sus compañeros de labor volvieron a caer en cuenta de que él existía. Varios jefes le llamaron la atención a José Hernández acerca de las normas establecidas por el banco sobre la buena presentación de los empleados, por lo que se sucedieron amonestaciones escritas, privadas y públicas en la recta final hacia el desenlace del despido.
Al noveno día, barbado y desvelado se sentó en su lugar. Encontró sobre el pupitre el sobre que contenía lo esperado, la carta de despido. En lugar de abrirla –no era necesario– prefirió volver a calcular. Si cada latido de su corazón bombeaba 50 gramos de sangre, multiplicado por 70 latidos por minuto, su órgano vital despachaba vertiginosamente 10 mil litros de sangre al día por su aparato circulatorio. El peso de este movimiento era equivalente a un contenedor lleno de mercancía.
Apagó la calculadora. Se levantó. Guardó los lápices, borrado-res y las hojas verdes de contabilidad en la sección de cuentas in-cobrables del archivador, donde también escondía cosas suyas, como la nota de tres líneas de su esposa cuando lo abandonó hacía cinco años, billetes de lotería fallidos y rifas perdedoras, becas re-chazadas y concursos sin resultados, y bien en el fondo del mueble, las viejas fotos de su madre muerta. Contempló en esa gaveta el vacío de su vida y la soledad que lo había acosado por medio siglo. Tomó la decisión, definitiva e irreducible, de que era hora de morirse. Miró el reloj de pulsera. Estiró la camisa y la acomodó en el pan-talón. Se sentó mientras se arreglaba el nudo de la corbata y sin más rodeos capturando un bostezo que intentaba ganar su cara, así lo hizo.

De "Cuentos de la calle", Los libros de las gaviotas nº8
Sobre el autor: Raúl Leis R.

martes, 22 de enero de 2013

En un paraje peligroso – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


—¡Arriba las manos! Esto es un asalto. —El delincuente mueve el arma con aire de suficiencia, pero Dagoberto Ludens sonríe; no se siente impresionado en absoluto.
—¿Un asalto perpetrado con una pistola de juguete?
El atracador mira el objeto cuestionado y su mandíbula cae; es, en efecto una pistola de juguete. Dagoberto aprovecha la vacilación y le muerde el brazo. El maleante se interna en el bosque, Dagoberto lo persigue; le preocupa que lleva un Rolex de oro en la muñeca. El coche queda a la vera del camino con las llaves puestas.
El malandra reaparece.
—¡Hey, vos elegís! ¿El auto o el reloj?
—¡El auto! —grita desesperado Dagoberto. Se saca el reloj, lo arroja al suelo y corre de regreso a la ruta—. ¡Al menos salvé el pellejo; que se meta el reloj en el culo! —Murmura. Está por llegar; la maleza no le deja ver, escucha gritos. El cómplice del primer chorro le corta la carrera; se ve un fogonazo, Dagoberto cae fulminado; este revólver no es de juguete. Los maleantes caminan riendo hacia el vehículo. Tienen todo el botín.

Filosofando – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—No sé si usted sabe —dijo Prosapio Ventocalmo estirándose el labio inferior, gesto que repetía cada vez que trataba de impresionar a su interlocutor— que el famoso filósofo griego Platón viene de una familia de fabricantes de velas. Las velas Platón tenían como innovación tecnológica que la mecha era de lana de Ur, que arde más lentamente y grasa de oso pardo de la región de los sármatas, que se derrite a temperaturas mayores que las de ballena o sebo de oveja. Además, las velas Platón venían con un plato, lo que las hacía más transportables, higiénicas y fáciles de encontrar.
—Pero no creo que usted —interrumpió Cantalicio Taxiboy— sepa responder a esta pregunta: ¿Qué fue primero, el plato o Platón?
—Eso quedó para el interior de la familia del filósofo —respondió Prosapio sin inmutarse—, algo que no revelaron jamás, aunque se sabe de un antepasado lejano que se llamaba Tazón, lo que daría una pista al respecto. Más información vendrá, casi seguro, de labios de mi compadre, el Tape Valdosán, experto en ánforas, cántaros, vasijas y otros recipientes por el estilo. ¿No es cierto, Tape?
El Tape Valdosán apuró la ginebra y frunciendo el ceño en una mueca de disgusto muy ostensible, aclaró antes de que las nubes bajas produjeran un súbito oscurecimiento.
—Vasos, copas, cuencos, escudillas, bernegales, poncheras... los Tazón no aparecieron de la nada, materializándose como estornudos del Demonio.
—Así que los Platón y los Tazón vinieron a ser parientes —se maravilló Cantalicio—. ¿Y esa estirpe ha llegado hasta nuestros días?
—¡Por supuesto! —exclamó Prosapio poniéndose de pie—. Son los famosos Lighting Filosofov, fabricantes de las luminarias que relumbran en los salones de Mater Magister y el Anfiteatro del Pireo. ¡Multimillonarios!
—¡Mecachendié! —rugió Cantalicio. El Tape se sirvió otra ginebra y la apuró de un trago antes de cerrar la conversación con una frase lapidaria.
—Podemos comprender fácilmente que un niño le tenga miedo a la oscuridad; la verdadera tragedia en la vida es cuando los hombres le tienen miedo a la luz.
El silencio que se hizo en el Almacén permitió el paso de una brisa de espanto. Calmo, el deontólogo del pueblo seguía cortando chorizo seco para darnos de comer y el ruido del cuchillo entrándole a la carne, en medio de ese silencio, lo hacía más propenso para películas de julepe. Fue Cantalicio entonces que reveló el secreto
—Han de saber ustedes que soy el buey perdido de los Tazón, que me perdonen los dioses.
—¡Los que hundieron a Platón en la angustia que lo llevó a la tina del fracaso! —exclamó fuera de sí el Tape, cuchillo en mano y todavía con el as de copa pegado al pulgar derecho.
Se abalanzaron el uno contra el otro y el que perdió fue el cuchillo, que se partió no bien pegó en el cinto de Cantalicio.
—Mejor hubiera sido clavarle una vela de Platón —terció Prosapio con el vaso a medio inclinar.
—¡Estos cuchillos chinos! —exclamó desconsolado el Tape.
Cantalicio, apenado por la pérdida de su contrincante, le puso una mano en el hombro como para consolarlo y con la otra le metió unas treintaiuna pastillas de calmante para cebras mal rayadas en el gaznate.
Desde entonces al Tape lo llaman té de tilo o agua de estanque, por razones obvias. Calculan que para cuando despierte no van a tener que explicarle nada, ya que para entonces todo este intrascendente asunto estará perdido en la niebla del olvido.

Acerca de los autores:
Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

Sumando mi autoestima – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


Dentro de los números, no tengo mucha gravitación. Al menos no yo solo. Necesito de otros números para tener un valor que haga que la gente se fije en mí. Sé que no soy un cero, los cuatros y los cincos me lo dicen para consolarme. Pero ser cero no es problemático, el cero tiene un misterio a su alrededor que lo hace especial. En cambio, a mí nadie me nombra, nadie recuerda quién me creó. Intento descubrir qué número soy, desearía ser un siete, el número de la suerte, pero este se presenta ante mí y me dice, riendo, que nunca alcanzaré su precioso lugar. ¿Qué dígito seré? Espero no ser el número uno, un solitario egocéntrico que, en realidad, es bastante simple y aburrido. Tampoco quiero ser el dos, la cifra más sucia de todas, sin embargo vive contento y es fiel en sus relaciones. Podría ser un tres, aunque suele tener mala suerte en el amor; eso sí, le va bien en otros asuntos. El ocho, el dígito más matemático de todos, se me acerca y me dice que puede ayudarme con mi problema, aunque va a costarme. Le entrego todo lo que poseo y en un plazo muy breve me indica que soy el seis. ¡El número del diablo!, pienso. Me abandono al miedo y a la decepción durante un tiempo, sin embargo las cosas dan un enorme giro cuando el nueve se me acerca y me dice que me adora. Ahora estamos juntos y la pasamos muy bien. Y las personas se fijan siempre en nosotros, sobre todo al momento de realizar aquel hermoso acto llamado «sexo».


Acerca de los autores:

La vida breve de las ardillas - Luis Cermeño & Andrés Felipe Escovar


Las turbinas se encendieron y la ardilla sin dientes ni labios comenzó a llorar, mirando por la ventana del transbordador que se alejaba de la tierra como los escupitajos de los tuberculosos que invadieron al planeta Irraki. La ardilla sabía que era la última esperanza; ella encarnaba, como el mismísimo Jesús, una buena nueva.
El viaje hasta el planeta Nelson de la galaxia Cóndor del sistema Anular X-34 era necesario para descerrajarse la cabeza de un balazo. Solo allí tendría la capacidad de matarse no sin antes activar la máquina del tiempo erigida en la superficie del astro. Los habitantes de Nelson la esperaban pero de una manera no amigable: Lanzas y flechas humedecidas con su saliva cerraban la atmósfera hostil de este planeta estratégico. El emperador de emperadores esperaba en una calma chicha mientras el pueblo nelsonita se llenaba de ira, bebiendo alcohol de jengibre y fustigando los pequeños apéndices que tenían por ojos. Para ellos cualquier extranjero que viniera a activar la máquina de tiempo era una prolongación de su agonía. El cáncer parecía renacer en sus cuerpos en la crispación regurgitada ante la presencia de una nueva criatura.
Una ardilla sin boca que lloraba por el destino de una raza en la que no creía: la suya. Llegó al mediodía, en plenilunio de agosto. Ardilla sabía pensar y tenía hambre: desde que le desaparecieron la boca el silencio y la inanición la hicieron figurar futuros y posibles universos en donde la paz dejara de ser una promesa ya que todo estaría muerto.
Fue recibida por un diluvio de lanzas que se clavaron en su cuerpito. Antes de emitir el último suspiro su boca volvió a abrirse y pronunció las palabras que Adonay se dijo a sí mismo en la cruz: por qué me has abandonado.
Los nelsonitas supieron que el dios había llegado y que era tiempo de morir. Entonces, acudieron al consuelo de su emperador. Este, subiendo los hombritos y arrugando las ñatas, sentenció: Los condeno a ser bellos.
—¿Y la máquina del tiempo? —preguntó el niño nelsonita.
—Esa sigue funcionando. ¿No ve que le acabo de contar un cuento? mariposeó el anciano nelsonita, tan senil y hermoso como su nieto preguntón.

Acerca de los autores:
Luis Cermeño
Andrés Felipe Escovar

domingo, 20 de enero de 2013

Para que no se les olvide - Ada Inés Lerner


En el principio era el Verbo y frente a Dios era el Verbo y el Verbo era Dios. Todos sabemos que para el final de los tiempos Odín el vikingo, dios violentamente enérgico, se comprometió a protegernos a nosotras, las diosas, y a los hombres también, contra las fuerzas del caos en la batalla del fin del mundo. Júpiter, como todo romano tiene un gran temperamento, es un dios sabio y justo que reina sobre la tierra y el cielo. Claro que todas y todos sabemos que tiene sus defectillos, anda siempre metido en líos de polleras, con Juno, con Minerva y a veces se cruza de mitología y a espaldas de Zeus la seduce a Atenea . En el caso de Yahvé, la divinidad nos prometió a la descendencia de Abraham y dijo ser el Dios que sigue siendo. Su principal preocupación era y es, demostrarnos que existe una continuidad en la actividad divina desde la época de los patriarcas a los acontecimientos registrados en el Éxodo. En el versículo 17 hay una reafirmación de la promesa hecha a Abraham. Es bueno recordarle sus promesas a los dioses, ahora, que las cosas se están poniendo bravas ¿no les parece?

Tomado del blog http://www.decuentosypoemas.blogspot.com/
Sobre la autora: Ada Inés Lerner

Barrilete cósmico - Mario Lamique


Seguir con la mirada el recorrido descendente y parsimonioso de las gotas de lluvia en la ventana,te aleja por momentos de esa inseparable sensación de soledad.
Vas recorriendo la habitación con paso distraído sin poder evitar que los pensamientos se multipliquen, cercándote, sitiándote y luego invadiéndote, se que quisieras llorar pero sin que tus padres te vean, para no preocuparlos ya que si por vos fuera le evitarías todos los sufrimientos como ellos tratan, sin éxito, de hacerlos con vos.

Tu mirada se fija en tu cama y ves tu mochila abierta con los útiles y los cuadernos desparramados….¿ tenés mucha tarea?
Te imaginas haciendo los deberes, te imaginas siendo felicitado y abanderado y en esa escolar imaginación ves a tus padres orgullosos, tanto que podrías llorar delante de ellos y creerían que es por la emoción.

Tu paso distraído se vuelve retraído y mientras tocàs los muebles pensás porqué la mesa se llama así, podría haberse llamado auto y el auto árbol, el árbol cristal y el cristal sol y el sol mirada ,la luna queso, las manos estrellas y los ojos luna, si queso no se llamara…le cambias el nombre a cada uno de los objetos de tu pieza: la cama, abrazo; la puerta, abismo; las cortinas, torbellino; a la silla donde estas sentado esperando que en quince puntuales minutos tu mama venga a buscarte, si no se te ocurre otro nombre, silla se seguirá llamando.

Vas cerrando los ojos y al nombrar silla ves silla que comienza a volar con respaldo y sin alas, garabatea en el aire dibujando tu rostro sorprendido, levanta bien pero bien alto sus patas de silla imaginada, silla volátil y va recogiendo todas las cosas que ya a tu edad fuiste perdiendo, te acerca un semáforo que dentro de tus ojos cerrados no saben a quién dar paso, recoge las llaves de tu casa, aunque ya no sirven porque se mudaron, recoge varios muñecos, incluso algunos que no recordás el haberlos tenido, esquiva broncas y sueños que nunca quisiste recordar...

La silla planea dentro de una habitación muy parecida a la tuya y de la que recién notás que existe y no te diste cuenta en que momento la inventaste, en la pared ves un cuadro que no sabés de que se trata pero seguro, seguro que está sin terminar; dijiste y abriste los ojos viendo de frente otra silla, esta no vuela, sólo camina.

Alcanzas a ver pequeña grieta en pared, ves un florero, una mesa y ventana abierta aunque llueve.

Un ruido te sobresalta, la silla chocó en el aire con un globo que desorientado buscaba la dirección del cumpleaños al que estaba invitado.

Al darte vuelta viste salir el primero con bastante dificultad, al segundo le costó un poco menos, te quedaste estático contrastando con la destreza y rapidez con la que iban saliendo, pronto la habitación quedó repleta de miedos que emergían de la casi imperceptible grieta, pensaste en salir corriendo y simplemente caminaste, pero al hacerlo te tropezás con un miedo, le gritas, te zamarrea y te comienza a perseguir alrededor de la mesa, pasás por debajo y le tirás con el florero que al caer se rompe en miles de pétalos, dos de los miedos te agarran de los brazos, los empujás con una fuerza que no creías tener... logràs una gran corrida, pero igual un miedo te intercepta y te saca a bailar, así estuvieron inventando pasos de baile, te balanceas ahora en un columpio hecho de miedos y flores, los abrazás y jugás al básquet con un planeta salido del dibujo de una sábana de cuado eras más chico.

Armaste una pelota de fútbol con las partes sueltas de los muñecos rotos, y comienza el juego, agarras el balón en la media cancha, un miedo desconocido con un leve quiebre de cintura quedó desairado, te sale al encuentro otro que hace poco conocés, al inclinarte hacia el medio y salir por la derecha, queda eliminado, sentís un poco de cansancio pero en lugar de frenar, acelerás de golpe y en tu carrera dejás atrás a dos miedos que si bien eran diferentes, no podrías identificar cuál es cuál.

Entrando al área te inclinás un poco hacia la derecha y el miedo más cercano no logra alcanzarte, enfrentás al arquero de los miedos y amagando a rematar lo dejas desparramado y con la punta del pie definís al lado del palo entrando la pelota mansita y obediente.
Salís corriendo gritando el gol, tus juguetes festejan como locos y gritan: “genio, genio, barrilete cósmico ¿de que planeta viniste, para dejar atrás tantos miedos?” Tus miedos te abrazan, todos menos el arquero que sigue desparramado en el piso.

Los miedos se van metiendo ya cansados en la grieta, pequeña grieta en pared, el último te dijo algo al oído que no lograste oír....

Te llama tu mamá.

Sobre el autor: Mario Lamique

viernes, 18 de enero de 2013

La carta - Luisa Hurtado González


Si estás leyendo estas palabras, ya habrás visto la foto que las acompaña. Quizás ahora mismo hayas vuelto a mirarla, entre perplejo y sorprendido, esperando que te explique.
¿Sabes? El 3 de septiembre fue nuestro aniversario, sí, el día desde el que no nos vemos y no te respondo. Supongo que esa noche esperabas encontrarme a la misma hora de siempre, pero lo cierto es que yo había hecho otros planes, llevo un tiempo haciéndolos, desde que tu voz casi es un susurro y tu mirada nerviosa se pierde por encima de la pantalla. Sabía que tú no me ibas a contar qué pasaba y yo… yo me descubrí pensando en tenernos, en tocarnos, en una vida juntos.
Llegué a tu ciudad drogada de nervios. No te puedes imaginar la cara del taxista mientras le contaba lo nuestro. Recuerdo que me dijo que ya empezaba a envidiarte y que yo le sonreí.
Después, frente a la puerta de tu casa, me extrañaron las carreras infantiles pero finalmente llamé. Una niña rubia me dijo que, cuando su papá estaba en el despacho, no podía molestarle; después me pidió que la dejase soplar las velas, pero yo me negué. Cuando cerró la puerta, creo que ambas habíamos empezado a llorar por los deseos que sólo serían eso.
Volví a mi hotel en metro, anestesiada de dolor y le pedí a un japonés que me hiciese la foto que ves, la que acaba de mandarme, la foto de la noche en que supe que conmigo sólo habías hecho tiempo hasta que la cena estaba lista y tu hija, tan rubia, asomaba la cabeza y te decía: “Ya está, papi”.
Y ahora, y ya para siempre, ni tú ni yo sabremos como es la piel del otro. Nunca.

Tomado del blog Microrrelatos al por mayor
Sobre la autora: Luisa Hurtado González

Banda sonora - Rafael Blanco Vázquez


Era verano, claro. Se pasaban el día juntos. Iban a la playa, de fiesta, a dar vueltas con el coche. A él le gustaba ella pero la encontraba inasible. Era linda como pocas y tenía aventuras por doquier. Así que él, medio en broma, siempre le cantaba aquello de Santiago y Luis Auserón (versionando a Otis Redding):

Juguetitos hay por docenas
En la tienda que no valen ná
Déjame que yo te dé candela
Ay nena, te juro que soy duro de pelar

A ella le gustaba él pero lo encontraba inasible. Tan guapo, con esas canas. Un tipo que le sacaba catorce años, proclive al nomadismo. Le gustaba, era un hecho. Sólo que acumulando aventuras esquivaba lo esencial y evitaba sentirse vulnerable. Como todas las lindas era miedosa, pero también juguetona. Así que, medio en broma, siempre le cantaba aquello de Luis y Santiago Auserón (versionando a Screamin’ Jay Hawkins):

Por un hechizo tú
Vendrás a mí
Deja ya de enredar
Tiene que ser así

Un día iban en el coche, camino de sí mismos. Sonaban los hermanos Auserón (versionando una canción de Ray Davies popularizada por The Kinks):

Suéltame por favor
Que me estás matando con tu abrazo mi amor
A ver si el nudo sabes deshacer
Igual que antes lo hiciste suéltame eh
O qué

Suéltame desazón
Antes de que me consumas el corazón
Anula el sortilegio de este amor
Y deja que respire suéltame eh
O qué

Y ella con complaciente inocencia preguntó:
—¿Qué significa desazón?
Y él con erudición contenta respondió:
—Desasosiego, inquietud, zozobra.
La suerte estaba echada. ¿Quién puede escapar al tópico?

*****

Era verano, claro. Un verano increíble. El mejor amigo de él (también madurito) y la mejor amiga de él (también jovencita y también mejor amiga de ella) conocían otro idilio singular. Pero cosa curiosa, rara vez estaban los cuatro juntos. Él estaba o bien con la parejita o bien con ella a solas. No me pregunten por qué. Está bien, yo creo que es porque así ellos se preservaban. De hecho nadie estaba al tanto de su historia. Para el mundo tan sólo eran amigos.

*****

El coche de él era el marco de todos los viajes. Como aquel que hicieron los tres después de que la mejor amiga siguiera la recomendación de los Auserón (versionando a Eddie Cochran y Jerry Capehart):

Y a tu madre le dirás que te vas de vacaciones
Porque ya tienes edad de tomar tus decisiones

Les encantaba sentirse como teenagers incomprendidos. A ellos porque, nostálgicos sin solución y cinéfilos sin remedio, se creían en Rebelde sin causa, en Al este del Edén, en Esplendor en la hierba. A la amiga porque a sus 22 estaba en el límite entre la adolescencia y la edad adulta, un límite siempre difícil que nadie está seguro de querer rebasar. Hasta el punto de que se inventaba ligeros conflictos con los padres, a los que ni siquiera se les habría pasado por la cabeza prohibirle nada. Todo tenía un perfume de verano que nunca volverá. Y ellos seguían cantando a coro la canción anterior:

Una locura soy capaz de hacer
Tristeza de verano al anochecer

*****

El verano tuvo un final feliz. El amigo dejó a la amiga y ella lo dejó a él. La amiga hizo un par de pucheros y él se sintió viejo e inútil. ¿Acaso existe mayor voluptuosidad? Él aún recuerda, años más tarde, cuando la acompañó a coger ese tren que él intuía que sería el último, sin que lo hubiesen hablado. Ella iba seria. Él cantaba para sus adentros a los Auserón Brothers (versionando a Robert Johnson):

Cuando el tren se alejó
Con sus dos luces detrás
Cuando el tren se alejó
Yo vi sus dos luces detrás
Una azul por mi pena
Roja porque tú te vas
Es en vano mi amor

*****

Poco después él, por esas cosas de la vida, conoció a Santiago Auserón en París. Se estaban tomando unas cervezas y no se resistió a la tentación de decírselo:
—Santiago, no te haces una idea de lo que yo he follado gracias a tu disco Las malas lenguas.
—Me alegro, chaval. Es un placer ver que la música de uno acompaña (qué digo acompaña, genera) tan gratos momentos.
Y pensó que estaría bien algún día rendirle un homenaje a todos los que hicieron posible aquel verano. Ella, su amigo, su amiga, los dos Auserón, su coche.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

El muñeco de vudú - Débora Tamara Schvartz


Lloraba, y mientras lloraba maldecía a los mil demonios su pena de amor. Dejarla ¡Cómo se le ocurre a ese desgraciado! Ella que tanto lo amó, lo escuchó, le perdonó sus múltiples infidelidades y su total falta de atención… ¡Cómo se le va a terminar el amor!
Y mientras se ahogaba entre lágrimas, cuando se descargaba con la decimosexta amiga a la que había llamado por teléfono, se le ocurrió a modo de venganza hacerle un muñequito de vudú. Había escuchado por ahí que la vecina de la amiga de la sobrina de una tía de su compañera de trabajo lo había hecho antes y había funcionado a la perfección.
Así que puso manos a la obra. Leyó todo lo referente al tema y entró a las mil y un páginas web de hechicería que se le cruzaron por el camino. Una vez confeccionado el dichoso muñequito, comenzó el trabajo “de verdad”.
Primero le pinchó la cabeza y esperó ansiosa el resultado. Al día siguiente quedó estupefacta. Lo vio en su lugar de trabajo, con una jaqueca insoportable pidiendo retirarse temprano. El muchacho no soportaba siquiera sostener su cabeza sobre los hombros.
Ella no pudo contener su sonrisa ¡Lo había logrado! No veía las horas de volver a su hogar para seguir con lo planeado.
A la mañana siguiente y antes de salir para su trabajo, agarró el muñequito y le pinchó las piernitas de paja. Ese día, el joven no fue a trabajar puesto que se retorcía del dolor a causa de fuertes calambres que lo inmovilizaban casi en un cien por ciento… Otra victoria para sumar a la lista.
Y así pasaron los días y los alfileres. Unos en la pancita, otros en los ojitos y así el muñequito de paja poco a poco se veía más y más metálico y, mientras tanto, la muchacha vengaba –cual intento de justiciera– su terrible despecho.
Hasta que un día llegó el momento del corazón. La muchacha clavó un alfiler color rojo carmín hasta el fondo y suspiró victoriosa.
Cuando llegó al trabajo, lo vio de lo más jocoso coqueteando con la secretaria del sector de ventas. Estaba medicado hasta la coronilla, con vendajes en varias partes del cuerpo… ¡Era un desastre! Y, sin embargo, no había perdido la pasta de Don Juan que le venía como anillo al dedo para llamar la atención desde el costado lastimoso del “lindo que está sufriendo”.
“¡Pero qué pasó!” –Se preguntó desmoronada–. “Es que no es justo, no entiendo. Se supone que debería haberle dado un infarto o algo por el estilo”. Y allí lo entendió todo.
La pobrecita, en lugar de volver a empezar, de aprender y de crecer como corresponde, había gastado sus fuerzas y su tiempo en destrozarle el corazón a alguien que, lisa y llanamente, no lo tenía. Y allí se quedó, perpleja, a punto de romper en llanto… ¡Pero qué idiota!

Acerca de la autora: Débora Tamara Schvartz

La muñeca - Fernando Puga


Me levantan con suavidad esas manos ásperas de lavandina y franelas. Me miran fijo esos ojos nocturnos, pero no me ven; ven a alguien más en mis ojos. Cada mañana, esos dedos tristes se detienen en mi cuerpo de trapo y lo aprietan sin violencia.
Algo le sucede a esta mujer joven cuando me sostiene en sus brazos. Me acuna y susurra una melodía húmeda y caliente que remonta el río perezoso en busca del oído de una niña que se hamaca al compás de los trinos que nacen en la selva.
—¡Llévame contigo! —dice mi voz finita y entonces le nace la idea.
Olvida que no debe, que no puede, que no quiere. Olvida que la señora lo notará, que dará vuelta la casa buscándome, que dudará, que acabará sospechando…
Esta mujer joven clava la negrura de sus ojos en mi pupila inerte. Quiere evitar que rebalse la ternura, pero no consigue eludir el llanto que estalla repentino. Y es entonces cuando decido irme con ella y le sonrío con un guiño cómplice.
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—Hola Yoli. Te llamo porque no encuentro la muñeca de Agustina que le regaló el padrino. Es la más nueva que tiene. ¿Sabés de cuál te hablo?
Ahora no son lágrimas lo que baja por el rostro gastado de esta mujer que me abraza. Son gotas de sudor que se deslizan hasta esa boca que se demora un instante en responder. Un breve instante delator.
—¿Cuál, señora?
—La de trencitas con el vestidito amarillo. La que habla.
—¡Ah! Sí señora. Debe estar ahí con las otras en la repisa del cuarto de Agus. ¿Se fijó bien?
—Claro que me fijé bien; si no, no te estaría llamando.
—Sí, disculpe. ¿Quiere que vaya ahora y la ayude a buscarla?
—No, no. No hace falta. Cuando vengas el lunes la buscás. Tiene que estar en casa. Agustina y yo estuvimos jugando antes de ayer y estaba. Así que tiene que aparecer.
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Sube al micro la Yoli. Piensa que Agustina no sentirá la ausencia; ¡con todas las muñecas que tiene! En cambio su niña allá en el monte…
Me aprieta fuerte contra su pecho.
—¿Quieres jugar conmigo? —invita esa vocecita que escondo entre mis ropas.
—Cuando lleguemos a casa, mi amor. Ahora cierra los ojitos y duerme que es muy largo el viaje de regreso.

Sobre el autor: Fernando Puga

lunes, 14 de enero de 2013

No me quiere, me quiere – Alejandro Bentivoglio y Carlos Enrique Saldivar


Alexandra no me quiere, pero en el fondo es porque me quiere. Lo puedo adivinar perfectamente. La orden de restricción, ¿no es acaso una muestra de lo mucho que le importa mi presencia? Incluso un móvil policial vigila su casa para asegurarse de que yo estoy por ahí, acechando con la pasión de quien sabe que el amor hay que mantenerlo a toda cosa para que no se consuma en el olvido. Sé que lo correcto es evadir a los guardianes de la ley, penetrar en su vivienda, en su habitación y hablar con ella. Pongo en marcha mi plan y lo consigo. Sin embargo, al llegar a su recámara lo último en lo que pienso es en charlar, le tapo la boca, le doy un puñete, le arranco el camisón y la fuerzo a hacer el amor. Ella, aunque demuestra que no quiere, lo quiere. Lo sé, rechaza con fiereza mis maltratos. Cuando termino, decido estrangularla. Así será mía por siempre, nunca me abandonará. Morirá por mí, porque me quiere. Sus ojos se abren con fuerza, se relaja, sonríe, me dice que he sido su mejor macho, que me adora, que desea amanecer a mi lado, que no la mate pues quiere pasar más noches conmigo. No sé qué decir, me siento en la cama y miro a la pared. Ella me abraza, me besa, sabe a azúcar, a sal, a agua. Su madre entra de improviso y nos ve, comienza a gritar y sale despavorida de la residencia. No reacciono. ¿Por qué, Alexandra? Dejo que me arresten, que me conduzcan a la comisaria, que me encierren. Lloro, grito, me desvanezco de dolor, ya no deseo vivir. Mi hermosa Alexandra. Me quieres. Sí, en verdad me quieres. Pero en el fondo es porque no me quieres.

Acerca de los autores:

Saga de actores – Xavier Blanco


Y aquella tarde, papá, regresó a la tumba entristecido, besó a mamá y se recostó junto a ella. Sus ojos descorazonados indicaban que el rodaje de la película no había ido bien: “El director se ha vuelto a equivocar, las escenas no tienen verosimilitud. Esos vivos son insoportablemente banales”, dijo lloroso. Ajena a la tragedia cinematográfica la abuela no dejaba de lamentarse, recordando aquellos tiempos en los que el panteón era sólo para ella. Con tanto arrebato se le desprendió la mandíbula. El sarcófago explotó en risas. El abuelo hipaba, se hizo el muerto, para luego abrir los párpados lentamente y pellizcarle los glúteos . Siempre hace lo mismo, es un bromista. Ésta le arreó un manotazo y, con el brío, se le desprendieron tres dedos. Hacía calor, las gotas de sudor resbalaban por mi frente. La abuela tiene razón, desde el accidente la tumba es insuficiente para tanto cadáver. Yo estaba nerviosa, al día siguiente tenía un casting. Así es imposible ser una estrella, tengo unos cabellos horribles, se me caen las uñas y además me huele el aliento “Tranquila hija, si estás muerta no tienes nada que perder”, dijo mamá. Seguro que ella tiene razón, y yo sólo soy una quejosa, pero hace tiempo que nada me sale bien. 

Tomado de Caleidoscopio

 Acerca del autor:

sábado, 12 de enero de 2013

Juliana - Rita Maria Felix da Silva




dedicado a Héctor Vasconcelos Serpa

Juliana vivía en una vieja casa a orillas del río Das Velas. No se sentía grande, especial o importante. Le bastaba con ser ella misma. La suya era una existencia monótona y solitaria que no tenía fin y se desarrollaba en un paraje frío y brumoso. Durante el día cazaba y comía las bestias silvestres de ese lugar o la fruta que pendía de los árboles. Por la noche, simplemente dormía.
En la mayoría de los casos, el sueño significaba un gran vacío oscuro solo interrumpido por el amanecer. Pero había momentos en los que soñaba, siempre el mismo sueño... Soñaba con el terrible pasado de guerras y matanzas y con el arma más terrible que hubiera sido utilizada jamás. En el sueño veía una gran bola de fuego cuyo fulgor asesino, su brillo que no se extinguía, se llevaba consigo a toda la humanidad.
Y entonces, soñando, asistía a la extraña conversación que sostenían dos hombres.
—¿Qué es esto, Anatole?
—Se trata de una simulación virtual, Andrej, un pequeño mundo artificial que solo existe en el entorno virtual de la computadora.
—Pero ¿por qué este escenario?
—Realmente no lo sé. Supongo que se trata de un error del programa. Imaginé una docena de escenarios, la mayoría de ellos mucho más gloriosos que este, pero siempre terminaban decantando hacia el que estamos viendo, y no se puede modificar.
—Si es un error deberías arreglarlo.
—Me temo que ya no queda tiempo, Andrej. Estoy siguiendo las conversaciones de los políticos. Están locos; usarán el arma en cualquier momento, sí, esa que hemos construido después de... Es tan horrible. Estoy muy de asustado. ¿Cómo hemos llegado a algo como esto? Destruir el mundo... Nunca me imaginé...
—Anatole, fuimos necios y ambiciosos, nos dejamos llevar por promesas de gloria y dinero. Pero prefiero no hablar de ello. Si no hay remedio, prefiero no perder el poco tiempo que me queda pensando en eso. Acerca de la simulación, ¿qué hay de la chica?
—Sí, es hermosa, ¿verdad?
—¡Magnífica! ¿Utilizó a alguien real como modelo?
—Lo creas o no, me basé en una novia que tuve hace tiempo, cuando vivía en América del Sur. Y le puse a mi simulación el mismo nombre que tenía el original: Juliana.
—Anatole, te estás convirtiendo en un viejo nostálgico.
—Puede ser.
—¿Y ella es consciente de que es solo una simulación, un entorno realidad virtual?
—Oh, no. Juliana cree que ella y su mundo son tan reales como tú y yo. Ah, y es tan inteligente y sensible como cualquier ser humano. Cuando la humanidad se extinga ella será último legado.
—Una obra de arte; ¡que pena que termine siendo destruida por el colapso de la civilización!
—No, Andrej. Sé que suena difícil de creer, pero creé este equipo y esta simulación virtual para que sobrevivan y puedan seguir operando, al menos en teoría, para siempre.
—Si has logrado algo como eso, es una hazaña impresionante. Mis felicitaciones.
—Gracias ... Espera. Un mensaje en mi celular. Andrej, me acaban de informar que los políticos tomaron la decisión; van a utilizar el arma. Será de un momento a otro. Estoy muy asustado.
—Sé que no es un gran consuelo, pero cuando se active, el final va a ser tan rápido que nadie tendrá tiempo para sentir ningún dolor.
—Es cierto. Al menos eso. Adiós, Andrej, fuiste un buen amigo.
—Tú también, Anatole. ¿Sabes, en estos momentos finales, dónde quisiera estar realmente? Si pudiese estaría en...
De un lado al otro del horizonte, llenando el cielo y la tierra, la gran bola de fuego devoró el sueño.

Juliana se despertó. De todo el diálogo, sostenido por esos hombres en un idioma desconocido para ella, solo había entendido su propio nombre. Perturbada, esa noche no pudo volver a dormirse.
Esperó que el sol volviera a salir tratando de evitar el recuerdo de ese extraño sueño, levantarse y salir a cazar, recolectar y comer, tal como había hecho el día anterior y como haría siempre. Así era la vida de Juliana.

Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman

Acerca de la autora:
Rita Maria Felix da Silva


Volver - Mónica Ortelli




No la ve desde hace más de dos años. Este regreso es casi empezar de nuevo y le hubiera gustado presentarse de otra manera. No así, con el pelo largo, la barba rala sin afeitar y el pantalón sucio. Ella aprecia la pulcritud y la ropa limpia. Después de mirarlo de arriba a abajo cuando él lucía impecable, ella sonreía y asentía con la cabeza. Por eso, antes, él siempre se esmeraba con la ropa y también con los buenos modales. Esto último sigue igual (la buena educación dura para siempre, dice su mamá) pero no ocurre lo mismo con su aspecto. Desde hace unos meses lo ha ganado el desánimo y se le nota en la cara demacrada y en la postura. Junto con el optimismo se fueron también sus rasgos de niño, dejándole un rostro cambiante al que no termina de acostumbrarse.
Puntualmente hoy, además de la apariencia le molesta otra cosa. Él hubiera preferido verla en otras circunstancias. Encontrarla, por ejemplo, en la entrada de una tienda, él, con las bolsas llenas; se las hubiera arreglado para abrirle la puerta de vidrio mientras ella le agradece la gentileza. O si no, coincidir en la cola de la caja del supermercado y entonces le hubiera cedido el lugar porque él llevaría el carrito rebalsando de mercadería y ella, pocas cosas. Esos, sí, serían buenos encuentros.
En cambio, en este momento se siente culpable, como si de algún modo le hubiera fallado, a pesar de haber seguido su consejo y terminado la escuela vespertina. Según dicen eso le dará más posibilidades. Lástima que las posibilidades no se coman, que el novio de su mamá se haya ido hace tres meses y que a él, en el mercado lo hayan suspendido hace más de una semana.
Sí, en el fondo no le importa nada su apariencia, lo que no quiere es volver. Y sin embargo allí está, otra vez ante la puerta esperando que ella abra la ventanita, para decirle como antes: —Buenos días, señora ¿tendría algún alimento para ayudarme, por favor?


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora: Mónica Ortelli.

jueves, 10 de enero de 2013

Y palos en las ruedas – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa


—¿Quién puso estas piedras en el camino? —exclama Dorival de Entex cuando su corcel se encabrita, cortando la rauda carrera que el noble caballero ha emprendido para rescatar a la virginal princesa Maya de las garras del sádico hechicero Malibour.
—¡Nosotros! —replican a coro los despreciables septillizos Dutebard—. Si Maya no puede ser nuestra, que no sea de nadie.
—¡Será mía! —Dorival saca la espada corta cabezas y cercena las de los siete, pero vuelven a crecer como las de la hidra. Como advierte que es inútil seguir descabezando, azuza al noble animal, pisotea a los Dutebard y sigue su marcha con el cuerpo salpicado de fluidos fosforescentes que iluminan su camino. El hechicero, ahora convertido en dragón, se interpone en su camino hacia la torre. Expele bocanadas de fuego y lava, y la armadura de Dorival se desintegra. Está exhausto, a punto de ser vencido. Malibour se dispone a rematarlo cuando el caballo revela su verdadera identidad: es el súper mago David Cooperfield que ha logrado pasar a una dimensión paralela gracias a su enorme talento.
—¡Yo los voy a salvar! —exclama el equino—. ¡Toma esta pócima secreta! —Las crines y patas del caballo ahora son alas. Maya se lanza al vacío y cae en los brazos de Dorival. Vuelan. Dejan atrás el infierno. David Cooperfield clausura el universo y trae a Dorival y Maya al nuestro. Los amantes ahora viven en una pensión del Bajo Flores, y a pesar de que no están demasiado acostumbrados a ser pobres, son felices trabajando en el súper del chino Ho Ling. Maya es cajera y Dorival repositor. El mago bueno solo les retiene el setenta por ciento de sus ingresos para amortizar el viaje interdimensional.


Acerca de los autores:

Al Andafuz - Sergio Astorga


Ese moverse suyo por las tierras, contrastaba con la plegaria de la zarza y el movimiento escabroso de las doncellas, que arteras, rodaban los candelabros del templo hasta la ira del monarca.
Al Andafuz, era un elegido. Un indómito que recorrió mezquitas agudas y sabias.
La daga rojiza surcó por mil cabezas con ese doble filo del triunfo y el fracaso y se escuchaban en los funerales ojos de los pueblos la mediodía de su grupa triunfante. Gentes de a pie lo decían: ningún trono valía, ni sermón, ni montaña, ni luna, sino se gozaba su historia contada por aedos o mercaderes acuciosos.
Algunas huestes de pánicos, huyeron torpes y viscosas por el infortunio, junto al canto de mujeres que lavaban su ropa en el río.
La ciudades conquistadas duermen opulentas y solo donde el paso de Al Andafuz dejó su sombra prosperan.
De su gloria ha quedado, como emboscada, al paso de las caravanas coetáneas, esta inscripción en el muro más alto a la entrada de la ciudad: "Por encima de las palabras no hay nada en esta patética familia de hombres".

Tomado del blog Antojos
Acerca del autor: Sergio Astorga

El vuelo de José Luis - José Enrique Serrano Expósito


José Luis volaba en la noche infinita.
No sentía frío ni calor. Sus sentidos no le decían nada, solo su vista, captando la inmensa belleza que le rodeaba: Estrellas, nebulosas, galaxias…
No había un arriba, ni un abajo, ni existía el peso.
Su cuerpo, ahora hermoso y brillante, no era como antes. Se sabía impasible.
Volaba sin alas; no deseaba otra cosa que seguir así para siempre.
Comprendió que viajaba a una velocidad muy superior a la de la luz, pues contemplaba el lento desfile de las estrellas más cercanas.
José Luis contempló una hermosa estrella azul. Estaba cada vez más cerca. Pronto lo engulliría; pero no sentía calor…
Embelesado con la descomunal joya azul, no temió la muerte. Abrió sus brazos, deseando abrazar la hermosa estrella.

Sonó el despertador y abrió los ojos, sonriente. Tardó unos instantes en comprender que había tenido un bello sueño. Se levantó del lecho y miró las estrellas; se le antojaron más brillantes. Volvería a mirarlas la noche siguiente.
José Luis fue al trabajo, más relajado y contento que nunca.

Sobre el autor: José Enrique Serrano Espósito

Hay que sacarlo todo afuera - Alejandro Hugo González


Como la primavera.
No contarle, por ejemplo, a tía Lala que tío Coco quería a tía Pancha, pero que se casó con ella por conveniencia. Quién pudiera.
No contarle, por ejemplo, a primo Tuto que él no es hijo de tía Lala y tío Coco, sino de tía Lala y tío Pepe. Quién pudiera.
No contarle, por ejemplo, a tío Coco, que ya se ha enterado antes por primo Tuto y anda por el patio buscando a tía Lala. Quién pudiera.
Pero no, no se puede, es imposible. Hay que sacarlo todo afuera.
A tía Lala, primero, que está muerta. Un cuchillazo en medio del corazón. Sacarla afuera.
A primo Tuto, después, que está muertito. Un balazo en el medio de la frente. Sacarlo afuera.
A tío Pepe, que por casualidad vino a visitarnos hoy, y que también acaba de morir. Veneno en las masitas hojaldradas. Sacarlo afuera.
Quién pudiera callar, ay, quién pudiera. Como que me llamo tío Coco.
Parece que me buscan. Y hay que sacarme afuera.

Sobre el autor: Alejandro Hugo González

martes, 8 de enero de 2013

Con dinero se compra casi todo – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Hoy tengo mucha plata para gastar, por lo que me compro un abducidor de textos surrealistas, una bicicleta heterodinámica para fluir por el éter sincrófilo de la hermandad del santo beneficio de la duda. Le compro Facebook al tipo que la inventó (no recuerdo su nombre y no se lo pregunto, que se ocupen mis abogados) y la convierto en una nave vikinga a punto de recalentarse en medio del Ártico por culpa de la energía orgónica que producen ciento diecinueve guerreros en celo. De pronto, en medio de mi exuberancia consumística, veo a un calentador Primus abandonado, a punto de dar a luz, a un levantador de noticias en medio de una tempestad de letras y a un jugador de fútbol sin piernas que propugna que ese deporte se practique sólo con la cabeza. De las tres ideas me quedo con una; no soy un angurriento. Apoyo la propuesta del futbolista lisiado y la redoblo: uso parte de mi fortuna para comprar los pases de Messi, Cristiano Ronaldo, Drogbá y Tévez y les hago amputar las piernas. (Son míos, ¿no? Los compré, ¿verdad?) En realidad, nadie me entiende. Soy un misterio, una especie de dios bobo que atrapa palabras aquí y allá y las agrega automáticamente a esta supuesta microficción. ¿Automáticamente, dije? No tan así. Las palabras tienen vida propia, o por lo menos actúan por cuenta y riesgo de algún mafioso que desea sacarme del juego. ¿De qué palabras hablo? De cualquier palabra. Aquí viene una. Se acerca. Viene rectamente hacia mí. Ya la veo. Esa palabra es… bala.

Acerca de los autores:
Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

Avispas africanas - María Ester Correa Dutari & Sergio Gaut vel Hartman


Alicia se encuentra cenando en el mejor restorán de Buenos Aires acompañada por Luis, su amante. Saborean un exquisito postre bañado de miel. La ventana está abierta, la cortinas son movidas por una suave brisa que viene del río y por ella se cuela una bandada de avispas africanas que se abalanzan sobre el plato, y conforme liban van aumentando de tamaño. Ella es alérgica.
—¡Socorro, sáquenmelas de encima! —grita Alicia.
Los mozos y comensales enfrentan a las invasoras con cubiertos, trinchantes y botellas rotas. Las lancetas se convierten en espadas y la batalla se generaliza. Corren la sangre de los humanos y los fluidos de los hymenópteros; se empapan manteles y vajilla. Alicia, afectada por las picaduras, se ha hinchado hasta convertirse en un gran balón rojo. Luis, acurrucado en un rincón y protegido por una columna, toma el teléfono móvil guardado en el bolsillo del saco, y digita, febril.
—¿Amanda? Divina, ¿cómo estás? ¿Qué te parece si nos encontramos para cenar...? Solo una pregunta previa: no sos alérgica a las picaduras de avispas, ¿verdad?


Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari

El moho – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Missy comenzó a percibir una extraña sensación. Le pareció comprender que había descendido demasiado a las entrañas de la Tierra porque sentía una sed abrasadora. Lo terrible era que no le quedaba ni una gota de líquido en la cantimplora y, además, tenía un hambre de loba. No era inteligente especular que el moho de la vida crecería sobre aquellas rocas, sumido en una luz tan pobre, pero esa era su única esperanza, ya que retroceder para ser cazada como un animal indefenso estaba fuera de consideración. Se maldijo a sí misma por ser tan tonta y no haberlo previsto; culpó de todo a la emoción desmedida de aquella expedición. Missy comenzó a buscar el moho con la linterna de alta tecnología, lo encontró rápidamente y procedió a alimentarse. Cuando hubo terminado, se sintió extasiada, pensó en llevar el hongo a la superficie, pero no pudo hacerlo. Fue el moho el que —entre carcajadas— la condujo a ella hacia las aterradoras profundidades de su reino.


Acerca de los autores: 
Carlos Enrique Saldivar

domingo, 6 de enero de 2013

El tren de las doce - Xavier Blanco


Se ligó las botas y salió corriendo calle abajo, camino de la estación. Era tarde. No se había lavado la cara y el pelo revuelto delataba que hacía poco que se había levantado. Antes de salir, su madre, ya octogenaria, le hizo un gesto con la mano en señal de buena suerte.
A su paso, los niños jaleaban su caminar torpe y cachazudo. Los paisanos le saludaban pero él no respondía a ninguna cabezada, a ningún gesto. Él era así, diferente, "raro" decían los demás. Era eso que llaman el tonto del pueblo. "Cada uno tiene un lugar en la vida", pensó, y a él le había tocado ése; le era indiferente y cumplía su papel a la perfección.
Llegó a la estación. Las agujas del reloj marcaban el mediodía. Como en un ritual sacó el pañuelo del bolsillo y lo desdobló con parsimonia, como si el tiempo fuera infinito. Limpió el polvo del banco antes de sentarse. Desplegó la pañoleta y sobre ella dejó un muñeco viejo de goma. La estación estaba abandonada, las malas hierbas apenas permitían imaginar los raíles ya oxidados y las traviesas podridas por el paso del tiempo. Se sentó y empezó a girar la cabeza, lentamente, de un lado para otro, esperando oír el silbato de una vieja locomotora anunciando su llegada. Los pajarillos dejaron de trinar y un silencio cómplice alumbraba un nuevo día sin sorpresas.
Era día de aniversarios. Hacía 25 años que se sentaba en aquel banco cada día a la misma hora. No dudó ni un instante, no había fallado nunca, siempre con la misma ilusión esperando que sucediera alguna cosa, alguna señal que no llegaba. Algún día las cosas cambiarían y todo sería diferente. Cerró los ojos y una sonrisa cruzó su rostro: veía a Luna, su perrita, corretear por los andenes y morder su pantalón deshilachado. Era lo mejor que le había pasado en la vida. Era lo único que le había pasado en la vida.
Un día Luna desapareció sin decir adiós. La buscó por todo el pueblo. La buscó por las eras, la buscó por el río, recorrió el desván y sus escondites preferidos, pero nada, Luna no estaba. Su madre ya se lo había avisado: “hijo, no se puede querer así a un animal, un día tendrás un disgusto”. Dicen por el pueblo que se la llevó el tren de las doce. Pero eso no es verdad, ella nunca lo dejaría, y él sabe que algún día el tren parará en la estación y Luna volverá a comer de su mano.

© Xavier Blanco 2011.
Tomado del blog Caleidoscopio

Traslado – Héctor Ranea


Tomó amorosamente la valija con ambas manos, abrazándola más que tirando de ella para levantarla. La apoyó en la caja abierta de la camioneta que se veía estar trasladando, al menos, siete valijas de tamaños semejantes. Apenas pudo con el peso, pero con un gemido de esfuerzo alcanzó a acomodarla en la tapa de la puerta. Luego la empujó con un suave movimiento de cadera. Una vez que la estibó, se acercó al conductor, le dio una suma de dinero que evidentemente ya estaba pactada y éste, que había mirado todo con indiferencia desde el volante, se marchó luego de darle un recibo.
Se quedó llorando con disimulo en la acera. Donde estuvo la camioneta quedó una extraña marca casi circular a la que se acercó un perro callejero a olisquear. Luego de unos minutos, entró en su edificio de departamentos. La camioneta llegó al basural y prendieron fuego a todo.
En casa, él revisó que no quedara ninguna traza de sus al menos siete amantes y ventiló la casa en espera de su nueva conquista.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Reencuentro con amor – Héctor Ranea


—¡Mi querida Lucrecia, Lucrecia Espinor! ¡La bella Lucrecia, tantos años! —exclamó el supuesto galán.
—¡Cómo le va, Indalecio, dichosos mis ojos!
—Hablando de ojos, Lucrecia. ¿Acaso eso que tiene en el bretel es lo que creo que es?
—¿El izquierdo? Sí; es Kafka, mi mascota.
—¿Una cucaracha? ¡Caramba que has cambiado, querida! Antes te espantabas de sólo oír hablar de ellas.
—Esta cucaracha me recita al oído cosas dulces y tristes, cosas perfectas y sencillas. Poesía rara, llena de metáforas negras y luminosas, como la cara que la Luna nos oculta. Es perfecta. Y, claro, una sucumbe ante tanta capacidad de seducción y cambia. Todo es mutable, querido amigo. Lo único permanente es el cambio, diría Lou Reed.
—En una mala traducción, claro. Pero te perdono, dado el ambiente en el que estamos.
Efectivamente, la antesala del comedor del Palacio Listón bullía de gente, mozos, camareras, limpia botellas. Era un bullicio espantoso que, de hecho, asustaba tanto a Kafka que apenas salía del bretel para mirar el horrible espectáculo de mil seres humanos deglutiendo.
—¿Me pasa champán, Indalecio?
—En un instante, mi Princesa Lucrecia.
Y allá va el bueno de Indalecio haciéndo gala de su estúpida figura de galán dudoso. Cuando regresa, la cucaracha está en el escote de Lucrecia, atesorado como un cameo de piedras preciosas talladas como tulipán rojo y negro, como un Stendhal que se llamara Kafka.
—Usted lo acostumbra mal a Kafka, me parece.
—No se crea, mientras usted fue a buscar champán, él anduvo en mejores lugares, créame.
—Le creo. Le creo. Una belleza como usted seguramente tiene gran cantidad de lugares deliciosos.
—¿Y usted no querría visitarlos, galán?
—¿Me está proponiendo lo que pienso que me está proponiendo, Lucrecia?
—¿Necesito ser más explícita? —dijo ella comenzando a desnudarse con discreción y alevosía.
—¡Deténgase, ya! ¡Vamos! ¿Adónde vamos?
—A su casa, Indalecio.
—¿Y con Kafka, qué hacemos?
—Él nos filma.
—¿Filma? Me temo que la propuesta es insólita, cuanto menos.
—Venga, vamos.
Llegaron al departamento. Estaban ambos desnudos, excitados. Kafka sonreía detrás del celular monster que filmaba con calidad cinema giant doble, cuando escucharon un chasquido seco, duro y la caída inconfundible del aparato.
Ella miró desesperada al lugar donde debería estar su mascota y en cambio encontró un lagarto overo con una palmeta, satisfecho.
—¿Ovidio? —dijo horrorizado Indalecio—. ¿Cómo entraste, si cambié la cerradura?
—¡Mi Kafka! —gritó desnuda Lucrecia, ya llorando—. ¡Mataron a Kafka, asesinos! ¿De dónde salío ese bicho? —volvió a gritar como loca Lucrecia.
—Ovidio —dijo con cierta vergüenza Indalecio—. Mi amante overo.

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Héctor Ranea

Quince segundos - Peio Soria Jimeno


Mientras recojo mis gafas del frío suelo de la sala, los gritos del educador del turno de noche consiguen espabilarme antes de que Javier vuelva a abalanzarse sobre mí. A trompicones logro entrar en mi despacho y cierro la puerta atrancándola con mi espalda, mientras Javier la golpea con violencia desde el otro lado. Joseph, el educador, intenta tranquilizar a mi joven paciente que con cada golpe en la puerta consigue desplazarme unos centímetros.
Son los quince segundos más largos de mi vida. Cada puñetazo en la puerta resuena como una campana en mis oídos y rompo a sudar por el pavor que me domina.
—Tranquilo Javier, ya pasó escucho la voz de Joseph al otro lado de la puerta. Por fin ha conseguido calmar al gigantón, que respira tan entrecortada como escandalosamente fuerte. Ya no hay golpes, pero no puedo moverme. Me encuentro inmovilizado… y no por el miedo precisamente. Es la vergüenza provocada por mi orgullo, la que me clava al suelo de mi cálido y acogedor despacho.
—La crisis ya terminó, doctor me dice Joseph desde el otro lado. “Sí” pienso. La de Javier ya terminó, pero la mía comenzó con el último de sus puñetazos…

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Peio Soria