Mediodía.
Implacable, el sol fundía el asfalto. El pelotón de ciclistas se unía hasta estrecharse lo más posible, cuerpo contra cuerpo, como una lanza buscando penetrar la muralla invisible del viento en contra.
La ruta parecía una víbora que serpenteaba el horizonte de girasoles y pastizales secos. Y el intenso calor subía, tomaba envión en los pedales para trepar por las piernas hasta las caras contraídas y empapadas. No se debe perder el ritmo, se decía él a sí mismo. El ritmo, la pedaleada fuerte y pareja. El ritmo. Sabía que si bajaba la velocidad se descolgaría del pelotón. No se lo podía permitir. La boca seca, pastosa. El casco recalentado le freía el cerebro. Ni siquiera pensaba con claridad. El ritmo. La pedaleada fuerte y pareja. El ritmo.
—¡Estás volando de fiebre, Martín! —le dijo la vieja.
Le dolía todo. Entreabrió los ojos. Trató de estirarse en la cama, pero fue para peor. Miles de punzadas le acribillaron la espalda. La sintió mojada, también mojados el colchón y las sábanas.
Pegada a la cama, la vieja lo observaba en silencio, con esa cara que se contempla a los enfermos que no van a mejorar.
Pegada a la cama, la vieja lo observaba en silencio, con esa cara que se contempla a los enfermos que no van a mejorar.
Se le acercó.
—Inclinate un poco de lado, ¿querés? Así te cambio las sábanas. ¡Empapadas están, m ‘hijo!
Entre resignado y obediente, Martín se volteó de lado.
Un virus, había dicho el médico.
Un virus, había dicho el médico.
Los médicos siempre iguales; de manual, pensó. Cuando no saben qué decir, largan lo del virus. Seguro que es una gripe fuerte, nomás. Me quieren asustar, es eso.
Los escalofríos, de a ratos, le hacían rechinar los dientes. Notó que volvía a caer en ese sopor… Un sopor que ya era bienvenido, anhelado: lo alejaba del dolor. Tenía el cuello agarrotado de tan fuerte que sostenía el manillar de la bicicleta. Bien fuerte, para no caerse. Una caída podría ser fatal. La mirada fija en la rueda del compañero de adelante. No podía perder esa visión. A su derecha, Jorgito, el burgués extraviado, lo miró como si fuese una iguana. Y le gritó:
—¡Ponele huevos, que te estás quedando! ¡Venís muy cargado! Seguilo a Walter.
Walter, el matemático sentimental, pedaleaba adelante, encabezando el grupo con ritmo constante y rápido.
Más allá, Luis, con una mueca de dolor, batallaba inútilmente con el viento.
Eugenio, con el cerebro dividido en varios pedazos, y con esa particular tendencia a huir de las situaciones no bien definidas, subió de golpe varios piñones.
El dolor en la espalda se había vuelto insoportable, era como si cargase a un chino con navaja, que no paraba de apuñalarlo por detrás. Se le acalambraban los muslos. Las piernas ya no lo obedecían. Pensó: Quisiese ser una fiera pero soy un infeliz.
—Las piernas, las piernas me duelen mucho —chillo Martín semisentándose en la cama—. Dame agua, vieja. ¡Tengo mucha sed!
Tragó agua del pico, atragantándose con la misma voracidad de un náufrago en el desierto. Al levantar la mirada, se dio cuenta de que había llegado su tía Coca. También el Cholo. El asunto debe venir rejodido, pensó.
Omnipresente, dominando la escena, el médico se le acercó y lo tomó del cuello con la misma prestancia con que un director de orquesta comienza una opertura.
—Rigidez de nuca —sentenció el galeno—. Hay que punzarlo.
Y a él le pareció oír que la vieja decía algo como “meningitis”. Debía de estar escuchando mal.
En esa fina línea donde la ilusión se entremezcla con la realidad y uno no sabe cuál es cuál, Martín pensó que todo era un juego, una teatralización. Y se le ocurrió que no bien terminase la función, se repartirían masitas y bebidas en vasitos de plástico.
—¡Vas muy cargado! —oyó que le gritaba, de atrás, Clario.
El salvaje domesticado, así lo había apodado él a Clario, una tarde de rodada.
—Piñón chico y no “reboleás”. ¡Mové la piernas y dejate de joder! ¡Te estás quedando!
Dicho y hecho. Se quedó. Se agotó. Se rindió. La fiebre no paraba de subir. Los intervalos lúcidos casi no existían. El sopor lo atrapaba ahora con garras invisibles y lo retenía alejándolo de la realidad del Cholo y la tía Coca. Del médico engrupido y de la vieja emperrada en cambiar las sábanas. Se hundía en esa ruta interminable, volando más que rodando, transpirado, exhausto, sediento.
Jadeando, sin coordinación, sólo alcanzó a ver el oxidado paragolpes frontal de un camión, que lo alejó definitivamente de Jorgito, de Walter, de Luis, de Eugenio y de Clario.
Oscar Piolini
1 comentario:
Logra que uno viva cada una de las sensaciones que se describen. Muy buena la ambigüedad de ambas situaciones. Felicitaciones!!!
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