Delfina desplegó con morosidad su pelo negro sobre la almohada con holandas.
El suave aroma del espliego parecía acariciarle el hombro y el pecho, sus grandes senos morenos. Pasó la mano tibia, con cuidado, por el vientre levemente abultado. Cerró los ojos. La mano siguió su sigiloso camino hacia el vello del pubis y allí se quedó quieta, como dormida. La respiración se le hizo ronca y agitada.
Cinco meses son veinte viernes. Uno tras otro, uno tras otro, Delfina espera.
Si alguna vez volviese. Si alguna vez pudiera hundir la nariz en su pecho duro y poblado de pelos entrecanos. Si pudiese sentir ese olor que es mezcla de sudor de caballo y sudor de hombre.
Cada viernes, en la siesta, cuando la casa se aquieta y las chicharras taladran el aire espeso y quieto, ardiente, Delfina se soba con lavandas, desnuda. Cepilla el pelo sobre la almohada de encajes y se abre sobre las sábanas frescas como si fuese un capullo de jazmín.
Y allí lo espera.
Cada vez renueva sobre sus piernas el roce áspero y frenético, la brutalidad con que la montara y la voz quebrada diciéndole que era su yegua favorita.
Cinco meses son veinte viernes. Uno tras otro, uno tras otro y siempre el mismo.
Pero a Floreal le basta con uno para preñarla y asegurar su descendencia.
Habrá que seguir esperando y ver crecer el vientre y entonces, después del alumbramiento...
Después habrá algún viernes nuevo.
O Delfina se mata.
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