Andaba yo boleando cachirlas, como decía mi abuela, cuando una mujer voluminosa me interceptó el paso. Sobre su labio superior se acumulaban unas cuantas gotitas (de sudor, pienso) suspendidas ellas de sendos pelillos de bigote que la dama portaba no sin cierta elegancia. ¿Que cómo pude percibir tantos detalles? No olvidemos que estoy hablando de un sueño, de la materia más primigenia y elevada a la que el ser humano tiene acceso, uno guarda de ellos registros extraños y notables. Lo cierto es que clavé la vista en esas minúsculas gotitas mientras el rostro se agigantaba y la dueña (supongo que era la dueña y no una cruel secuestradora) profería desarticulados gemidos, gritos y estertores. Cuanto más desarticulados y estentóreos, más gráciles e iridiscentes las gotitas. Como el clímax de una obra musical y los bailarines. Ellas parecían aferradas a toda costa de las puntas de los pelos y pronto se le sumaron otras que se enroscaban en los cruces y las bifurcaciones. El sol cabía en cada una y se agitaba en torno de la Tierra y yo comencé a sentir el balanceo de mi vientre pugnando por salir. Un sol se tragó a la gorda y rodó con ella dentro hasta el fondo de la avenida arrastrándome en una marcha lisa, oscura, de fratacho. Pero yo soy la gorda que mira su sudor en las pupilas de un extraño y me indigno de que se hayan escapado hasta allí y estén desnudas, bailando como locas. Caigo y escucho el estrépito de las zapatillas de los jugadores haciendo vibrar la madera del piso y soy una gota de sudor debajo del aro. Despierto en un charco de transpiración.
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