—¡Cómo aprietan estos zapatos! —se quejaba Eduvigis, novicia de la Comunidad de las Carmelitas Descalzas.
—Es que no sé cómo puedes llevarlos con tanto tacón —observó con severidad la madre Lucía, superiora de la congregación.
—Hay que estar guapas, madre. Aunque es cierto: parece que llevara los pies embutidos en dos copitas de vino.
—No me llames madre, hija. Ya te he dicho que cuando no estén otras hermanas presentes, puedes llamarme mamá. Y de copas quien sabe es el Padre Tomás, que las apura con una devoción casi mística.
—¿Papá, quieres decir? —preguntó Eduvigis, en un tono demasiado elevado—. Se nos está alcoholizando, madre.
—¡No grites, hija! Que hasta las paredes oyen en este convento. Y respecto a tu padre, creo que las cosas van a cambiar. Ha pedido confesión con el Hermano Manuel, y quizá una vez que lo confiese, sea el momento de empezar a dejar la bebida.
—¿Mi hermano? No sé si será el mejor ejemplo para papá. Quizá deberíamos hablar nosotras con él.
—Hija, mientras la iglesia siga siendo como es, sólo los hombres pueden administrar el oficio. Así que tendrá que ser tu hermano el que hable con tu padre, en acto de confesión.
—¿Oficio? Lo mío sí que es oficio —y fue sarcástico el tono en que lo pronunció Eduvigis.
—Pero hija, ¿qué dices? ¿no te referirás a...?
—Pero madre, ¿para qué crees si no que me compro zapatos de puta, con lo delicados que tengo los pies?
3 comentarios:
Madre mia, como está el convento. Muy bueno. Saludos
¡Muy bueno, che Javier! Pero ¿Dónde queda ese convento?
Por eso los conventos son tan herméticos...
Muy bueno Javi!
Saludos!
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