viernes, 22 de mayo de 2009

Pipo y la cereza sobre la chica - Ricardo Giorno



—La papa para Pipo —cotorreaba el guacamayo de nombre, precisamente, Pipo—. La papa para Pipo.
En el calor agobiante de la tardecita, de su pedestal pasó al sillón. Vio el control remoto. No Pipo, pensó, malo, malo, malo. Semillas blandas para morder, duras para largar.
—La papa para Pipo —siguió con el cantito—. La papa para Pipo.
Nadie contestaba.
Malo, malo, malo. Papa para Pipo, no. Malo, malo, malo.
Del sillón voló hasta arriba de la heladera. Recordaba sabrosos bocados frutales ahí. Pero nada. Vacía. Entonces recordó.
Voló hasta la habitación principal. A veces los esposos Cuansabata dejaban galletitas sobre la mesa de luz.
—Galleta para Pipo —entró chillando.
Se tuvo que conformar con oler un paquete vacío. Quedaba por revisar la habitación de la hija.
Chica malo, malo. Ata a Pipo. Malo, malo. Corta pluma a Pipo. Malo, malo. Da perejil a Pipo. Chica malo, malo.
Pudo más el hambre, y Pipo se decidió. Descubrió a la joven durmiendo.
Chica quieta. Bueno, bueno.
Buscó el guacamayo por la habitación, y nada. Hasta que la vio. Una enorme, carnosa, sabrosísima cereza, descansando sobre la joven. Las plumas de la cabeza se le pararon al instante.
El pájaro quedó pensativo, deseando aquel sabroso bocadillo.
Fruta rica, rica, rica. Chica quieta. Bueno, bueno, bueno. Papa para Pipo.
Caminó con pasos imperceptibles por la cama sin siquiera rozar a la joven.
Pipo se ubicó a tiro de picotazo. Y en la desesperación que da el hambre, el picotazo tuvo mucho más fuerza de lo acostumbrado.
En la Sala de Emergencias, el cirujano sale del quirófano y, sacándose el barbijo, se dirigió hacia los esposos Cuansabata:
—Señores —dijo—, su hija no corre peligro.
—Doctor… —atinó a decir la señora, pero el cirujano levantó la mano para callarla.
—Como les decía, su hija está fuera de peligro. Le cosimos el pezón y no le perderá. Pero eso sí, cuando cicatrice necesitará cirugía reconstitutiva.

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