La tensión del momento previo a la batalla, produce una excitación inigualable. Por fin, un rumor lejano se deja oír más allá de las colinas que tenemos enfrente. El rumor crece y crece hasta convertirse en un fragor tumultuoso de fieros gruñidos provocadores, de palos batiendo contra el suelo, de piedras entrechocando unas con otras en las manos de nuestros enemigos. Ahora podemos ver con claridad a nuestros adversarios asomando lenta pero inexorablemente allá en lo más alto del promontorio.
De súbito, el ruido cesa.
Tan sólo el leve susurro del viento osa aparecer agitando las ralas melenas y nuestras toscas y acartonadas vestiduras de piel. Una calma tensa, preludio de la ofensiva, delimita el campo de batalla. Se trata de nosotros o ellos. Nos estudiamos mutuamente. Reparo en esos rostros marcados por el odio que he visto tantas veces. Siento que mis manos aferran el cayado con tal fuerza, que desprenden sudor. Es el momento y, a la orden, avanzamos. Rodeamos las ruinas de lo que en otros tiempos fue la central atómica y les incitamos con el desafiante gruñido propio de nuestra tribu. Después, corremos a su encuentro, blandiendo nuestros palos y piedras, mientras los proyectiles de nuestros enemigos silban con furia a nuestro alrededor. Tras la primera andanada, descienden por la colina, garrotes en ristre, buscando el cuerpo a cuerpo, la lucha abierta. Acelero la marcha y localizo al enemigo sobre el que descargaré mis golpes. Pero de pronto, impedido de ver el obstáculo en la vorágine de la carrera, tropiezo con un objeto enterrado y caigo. Nuestra vanguardia hace contacto con el adversario mientras desentierro lo que me hizo caer. No sin dificultad, extraigo un fusil, un arma de las guerras del pasado. No puedo creer en mi buena suerte. Me afano arrebatándoselo a la tierra que lo retiene y pienso fugazmente en el modo en que machacaré las cabezas de nuestros enemigos con este garrote de metal.
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