Y cuando el cornudo leyó las palabras que la mujer llevaba tatuadas en su bajo vientre palideció de muerte. "Esta cuca es mía", rezaba la leyenda.
Quiso matarla, después acabaría con su propia vida. Se acercó al cuerpo traidor y grabó la caligrafía maldita en su memoria. Sus ojos de astado miraban la piel blanca, mancillada por la tinta azulosa de los amores robados.
De pronto recordó que el amor era menos vital que la comida y una idea timbró en su cerebelo. Las letras sangraban su corazón pero algo le decía que debería indagar hasta llegar a la mano que trazó la bajeza.
“Buscaré un conciliábulo de genios capaces de hallar identidades ocultas bajo trazos infamantes”, pensó.
En tan sólo dos días obtuvo el veredicto.
—Quien escribió esto fue un creador —sentenció el calígrafo que habló a nombre del prestigioso equipo de cerebros.
—Dígame quién es —respondió el denigrado.
—García Márquez, por supuesto. Quién más idearía algo así.
—Lo sabía —murmuró el fementido. Una sonrisilla anuló el oprobio.
Enseguida pagó sin chistar los honorarios de las eminencias.
Meditó por días, decidió en segundos. Perdonaría a la infiel y transformaría la ignominia en su modus vivendi.
Una vez los vi. No vivían en la opulencia pero sonreían como si se hubieran mudado a otro mundo. Ahí estaban. Él cobraba a los curiosos a la entrada de la desportillada carpa. La ex adúltera lo miraba con orgullo inmarcesible, atenta a los curiosos que llegaban a pedirle autógrafos o le imploraban que mostrara la impertinente grafía.
No he sabido más de ellos, lo último que escuché fue que se habían transmutado en atildados sanadores y que fundaron la Iglesia de las Letras del Bajo Vientre de los Últimos Días.
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