viernes, 24 de octubre de 2008

Alejandro D y A Daniele - Javier O. Trejo


Alejandro D fue mi amigo en las épocas de la secundaria. Era el único de la división que escribía, a literatura me refiero. En los actos del colegio se leían sus encendidos discursos. Más de un noviazgo se armó desde el anonimato de sus poemas. Sólo la novia de González creyó que el exquisito poema había sido escrito por González.
Entusiasmado por algunos éxitos, decidió dar un paso adelante. Eran las épocas de los coletazos del boom latinoamericano. Se escribía sobre lo que pasaba en nuestro lugar y época. Alejandro se propuso contar la realidad cotidiana, la más dura. En el colegio teníamos como profesor al cura Peralta Ramos que dictaba oratoria. El curita vivía en una villa miseria alejado de su familia, sí los famosos Peralta Ramos. Allí fue Alejandro a escribir sobre los desposeídos, sobre los que nada tienen. 
Pronto, esas historias se volvieron obsesión. Practicó el realismo mágico. Vi algunas de sus primeras obras y le ayudé a publicarlas. Ya se han perdido. 
La última vez que hablé con él, me dijo que estaba dedicado al hiperrealismo mágico. Se obstinaba en no perder detalle, escribía en tiempo real todo lo que pasaba en una casilla en dónde se había instalado. Escribir todo lo llevó a que sólo podía escribir: ir al baño se convirtió en una pesadilla, no quería perder el más mínimo detalle temeroso de distorsionar esa realidad. En el extremo, y aquí creo que apenas supongo, relataba lo que veía sin la menor opinión, sin adjetivos, salvo que los oyera. 
Lo secuestraron, lo chuparon, apareció muerto bajo la humillante figura de los enfrentamientos. La dictadura se quedó con su obra. 

El teniente A Daniele revistaba en el batallón de zapadores: rutinas varias y encargos para el general. Cuando le tocaba el turno noche, y las misiones especiales, era el segundo del coronel a cargo de la brigada de secuestro y decomiso de literatura y material subversivo. Llegaban después de una chupada y se llevaban lo impreso. Luego el coronel, con el cabo ayudante, odiado por la brigada, ordenaba, clasificaba y separaba. Se llevaban; vendían, decían algunos. Lo que quedaba se quemaba, Daniele era el encargado; a veces se sentaba y leía un poco. Cuando vio las prolijas carpetas, llenas de hojas completas de borde a borde con letra minuciosa, sintió curiosidad y las hojeó. 
Llevó algunas a su casa, contento le contó parte de lo leído a su esposa: vieja, es la primera vez que entiendo, le dijo.

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