Fin de época - Roberto Ortiz
Cuando María Magdalena vio su reflejo, por primera vez, tuvo consciencia del deterioro que el tiempo había dejado en su piel. Antes lozana y vital que puso a los hombres adinerados a su merced; hoy era cuero curtido a la intemperie. Aquella misma mañana visitó al médico quien, sin pena ni gloria, le decretó cáncer terminal a los pulmones, más treinta días de vida como máximo.
Lo primero que hizo fue ir al diario donde pagaba semanalmente un aviso por sus servicios sexuales. Esta vez contrató uno de mayor tamaño, página central para ser francos, y a colores, y dirigido sólo para adolescentes. De regreso visitó la Plaza Mayor y esperó a que pájaros y torcazas comieran de sus manos. Se perdería, sin embargo, conocer por dentro al majestuoso El Redentor que se alzaba al centro como un predicador de la muerte. Enseguida se aprovisionó de tantas cajas de condones pensaba utilizar. Estaba decidida. Sus ansias de ser madre se habían esfumado. Y también su sueño de jubilarse y viajar hasta donde dieran sus ahorros. Pasó la tarde sumida en profunda reflexión. Comió ensalada y agua mineral y por la noche fue a ver una película de corte dramático que había ganado los últimos festivales de cine independiente. Aún le quedaban veinticuatro horas.
El día siguiente se pasó inflando los condones y atándolos a un hilo de seda. No desayunó ni almorzó. Al caer la tarde, salió e hizo una llamada desde un teléfono público, decididamente no era de las que hacían las cosas al azar. A eso de la medianoche y sin maquillaje, apenas con un rubor natural y un manojo de optimismo, tomó el taxi contratado que la dejó en la Plaza Mayor.
La víspera de Año Nuevo amaneció eufórica y discordante, con sus conocidos ajetreos comerciales, con sus luces y cánticos de una Navidad reciente, con sus barullos mezclados con nostalgia y buenos deseos. Con la tensión al tope. Cada segundo de ansiedad era roto por el consecuente y éste por el siguiente y así, en constante estampida de emociones y festejos. Como dándole una cachetada a un miedo que ya rondaba como ave rapaz o hiena.
Al norte de la ciudad, una cola de adolescentes atestaba un edificio. Todos llevando una flor blanca y preguntando por una anfitriona que nunca apareció. Entre tragos y risas se diluyó la noche. El primer día del 2020 amaneció sucia. Botellas de champaña, serpentinas, pitos. Periódicos del día anterior con noticias de una tregua ya insalvable; con la foto de una mujer que, terriblemente bella, colgaba de los brazos de un Redentor que la miraba como a una hija perdida.
Sólo los que oyeron las primeras explosiones se helaron mirando a la nada.
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